Ω 17/oct/07
GUARDAR SILENCIO El despacho se antoja turbio de sombra. Marcela cierra la puerta detrás suyo, cuelga la bolsa y el saco en el perchero, se sume en el sillón, repasa de reojo y a lo lejos los papeles y las hojas desperdigadas en el escritorio, suspira y apenas si exhala su queja: no quiere sentarse a la silla y terminar los pendientes. Manuel la ha hecho enojar de nuevo; o quizá la hizo entristecer, no lo sabe. Hacía ya mucho que se veían sólo un instante, justo cuando ella salía a la oficina y él despertaba. La mesa siempre quedaba puesta antes de irse: huevos y tocino, media jarra de café, una pieza de pan dulce; ella se conformaba con un vaso de leche. Abría la puerta del despacho y atendía cosa por cosa hasta mediodía, hora en que salía por una taza de té y galletas integrales. Pero hoy no: en la mesa no quedó más que el vaso vacío, con la mancha blanca al fondo. Y ahora no quiere salir, ni prestar atención, ni hacer caso, ni atender las dudas de Marta, que de secretaría no tiene más que la pinta sucia. Quiere tirarse a dormir, a ver si así se le pasa la tristeza. O el enojo. De la mesita de centro toma la caja de dulces; la tiene ahí pues sabe que no dejaría uno solo si la guardara en el cajón del escritorio, y al menos esos dos pasos de distancia hasta la mesa la obligan a contenerse. Pero hoy no: si no deja uno solo, ya pasará después a comprar más. Desprecia con algún asco los caramelos de anís, prefiere los de manzana y los de cereza, aunque quedan pocos. Encuentra uno de fresa (hace mucho que no come nada con sabor a fresa) y lo prueba; despide un olor claro, que bien podría asquearla si lo oliera demasiado tiempo. Recuerda por un azar la última vez que hicieron el amor. Manuel regresó casi de madrugada, como siempre, y la despertó; estaba a punto de arañarlo del enojo cuando le besó los ojos y le apretó los costados. La giró bocabajo, se recostó sobre ella, sosteniéndola de las muñecas con una mano y acariciándole los senos con la otra. Y acariciándole las ingles y el vientre la penetró, sin separar el rostro de su cuello. Cuando terminaron, encajó sus dedos entre su cabello revuelto y se quedó dormido. No puede evitar rozarse los labios con la punta de los dedos; lame los restos de caramelo y el sabor se impregna en su garganta. Se estremece un instante, siente un hormigueo en los hombros. Rodea su cuello con la mano izquierda, regresa a sus labios y se recorre la cara; en el vidrio de la mesa a su lado ve borroso su reflejo, sus dedos frotando sus mejillas y los bordes de las orejas. Cierra los ojos, aguanta la respiración un momento. Siente el roce en la piel del rostro, pero no reconoce ese mismo tacto en los dedos. El vértigo la asalta, un espasmo la agita en el sillón. El gemido parece llanto. Aún tiene el caramelo en la mano. – Sí te quiero, linda. Es más fácil fingir que no lo quiere si no lo dice nunca.