L A F L OTA R E P U B L I C A N A Y L A G U E R R A C I V I L D E E S PA Ñ A
BRUNO ALONSO
LA FLOTA REPUBLICANA Y LA GUERRA CIVIL DE ESPAÑA [ MEMORIAS DE SU COMISARIO GENERAL ] Presentación de J. R. Saiz Viadero
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Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento sobre un cartel de Vicente Ballester Marco
© Herederos de Bruno Alonso. Fundación Bruno Alonso © Presentación: José Ramón Saiz Viadero © 2006. Ediciones Espuela de Plata ISBN: 84-96133-75-3 Depósito Legal: S. 1.642-2006 ISBN: 978-84-96956-62-9 Impreso en España Printed in Spain
PRESENTACIÓN
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el otoño de 1942 llegaba a México Bruno Alonso González con una parte de su familia, procedente de Orán, donde había permanecido confinado después de la pérdida de la guerra civil por el bando republicano. Por el camino había perdido, también, un hermano y un hijo en el fragor de la batalla desencadenada contra la sublevación militar del 18 de julio de 1936. Con más de medio siglo a cuestas (había nacido el 6 de octubre de 1887, en la localidad cántabra de Castillo Siete Villas) y una familia a la cual mantener, la situación de Bruno Alonso en el exilio mexicano se presentaba tanto o más problemática que la que estaban viviendo los miles de republicanos españoles que allí habían buscado refugio (los refugiados) desde el año 1939, cuando llegó la primera expedición de exiliados procedentes de una Francia a punto de ser ocupada por las tropas nazis. Atrás quedaban N
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su historial del fundador de las Juventudes Socialistas de Santander, de activo dirigente de la Unión General de Trabajadores (lo que le llevó a varias expulsiones de sus lugares de trabajo y dos encarcelamientos), de concejal socialista en el Ayuntamiento de Santander en las elecciones que trajeron la Segunda República y de diputado socialista en las tres legislaturas republicanas: 1931, 1933 y 1936. A su llegada a México, Bruno empezó a trabajar en los oficios más precarios. Metalúrgico de profesión, la dedicación primero sindical y después política no le habían familiarizado en las últimas décadas con el torno y la llave inglesa. Desde 1937 hasta 1939 había ocupado el cargo de Comisario de la Flota Republicana Española, con un destino principal en los barcos surtos en la base naval de Cartagena. Volver a empezar desde abajo era el sino de un político de tan modestos orígenes como eran los suyos, que se había ido abriendo camino en la vida en la medida que luchaba por la mejora de las condiciones de los demás, a quienes representaba con su trabajo en el sindicato, en el partido y en las instituciones. Don Bruno, como respetuosamente le llamaban sus compañeros de escaño parlamentario y como también era conocido al frente del Comisariado de la Flota, hubo de sobrevivir durante su confinamiento en Orán fabricando de forma casera jabón para clandestinamente venderlo entre la población; una vez en tierra mexicana, se vería obligado a hacer trabajos de guarda nocturno en unas obras en construcción, de lavaplatos en un restaurante o 10
de empleado en un taller de joyería, para poder obtener los ingresos suficientes con los que alimentar a los demás miembros de su familia. Pero ya desde el comienzo de su nueva estancia abrigó la esperanza de dar a conocer las vivencias recogidas durante su tránsito en un puesto de tanta responsabilidad política como fue el de Comisario General de la Flota Republicana, para cuyo desempeño había sido nombrado por el ministro de Marina, el socialista Indalecio Prieto, el 29 de diciembre de 1936; con este histórico dirigente ya había tenido una estrecha relación en el transcurso de los primeros años republicanos, con ocasión de su paso por el ministerio de Obras Públicas, y no siempre fueron todo lo cordiales que debieran, en virtud del carácter firme e insobornable que don Bruno mostraba en la defensa de los intereses de su provincia y de los trabajadores en general. Su nombramiento se producía apenas dos días más tarde del bombardeo de Santander por la aviación alemana y las consiguientes represalias contra los presos derechistas encerrados en el barcoprisión «Alfonso Pérez». En total, entre unos y otros, más de doscientos muertos, y unos ánimos exaltados que no pronosticaban nada bueno. El propio Bruno Alonso hubo de intervenir con algunas alocuciones radiofónicas emitidas con el fin de apaciguar las aguas revueltas y tratar de conseguir que cesaran las represalias, 11
después de conocerse el mayor ataque aéreo que había sufrido la capital cántabra durante los seis meses de guerra transcurridos. Con esta experiencia y también contando con la oposición de sus propios correligionarios cántabros, que no querían que abandonara Santander, decidió tomar posesión de un cargo en el cual se mantendría contra viento y marea hasta casi finalizar la guerra. Cubierta de Rivero Gil para Aficionado como era a la 1ª edición mexicana escribir –más de medio millar 1 de artículos suyos se conservan – y también a la oratoria; celoso de sí mismo, de su honor personal y de su prestigio social, no podía el diputado socialista sustraerse a la posibilidad de dejar por escrito su visión directa, así como su propia interpretación, de los acontecimientos que en el transcurso de veintisiete agitados meses conoció desde un lugar de tanta responsabilidad política y tan decisivo, a la vez que contradictorio, a la hora de influir en la evolución bélica del conflicto que envolvía en llamas a España. Producto de esta voluntad de aclarar ideas sobre pasajes poco conocidos entonces y, también como respuesta al voluminoso libro 1. En los archivos de la Fundación Bruno Alonso, una parte de ellos publicados en el libro titulado En las Cortes Constituyentes de la República, Universidad de Cantabria/ Fundación Bruno Alonso, Santander 2005. Introducción y notas de Julián Sanz Hoya. 12
publicado por el escritor republicano Manuel D. Benavides, apareció el trabajo titulado La Flota Republicana y la guerra civil de España (Memorias de su Comisario General), ilustrado con una portada obra del pintor santanderino Francisco Rivero Gil (otro componente más del exilio americano), e impreso por Grafos de México D. F. a costa del propio autor. Se trata del primer trabajo sobre la participación de la Marina Republicana que se daba a la imprenta, coincidiendo prácticamente con la salida a la luz de otro libro que tocaba el mismo tema desde una perspectiva más amplia: La Escuadra la mandan los cabos2, escrito por el citado Benavides, también exiliado en México, y que fue finalizado en el mes de mayo del mismo año. Sin embargo, transcurrido casi medio siglo ambas aportaciones han sido consideradas como de «limitado valor» por el especialista inglés Michael Alpert3. Apenas dos años dedicados a la redacción de estas memorias y una lejanía geográfica y documental poco propicia para la reconstrucción de los hechos, nos inclinan a pensar que parte del contenido del libro había sido preparado a partir de los materiales recopilados por su autor durante la estancia en Cartagena, incluyendo los principales documentos aportados para su redacción y con la memoria aún fresca para poder recordar lo sucedido, sin tratar de tergiversar ni modificar los hechos. Fueron los años de la guerra civil un vivero de enfrentamientos larvados entre los propios representantes de los partidos que conformaban el arco político leal a la República, utilizando todos los medios a su alcance para conseguir 2. Artes Gráficas Comerciales, México D. F. 1944. Reedición, Roca, México D. F. 1976. 3. La guerra civil española en el mar, Siglo XXI Edit., Madrid 1987. 13
un mayor control de la situación y derivando la información en propaganda y la propaganda en poder político. Todo ello se deja ver en las memorias de Bruno Alonso, y la pretendida objetividad sufre un tanto cuando se trata de denunciar la actuación de sus correligionarios, aunque no sea tan pacata a la hora de poner de manifiesto el papel que jugaron algunas fuerzas emergentes, como es el caso de 1ª edición (sobrecubierta de Bardasano) los comunistas a menudo prede La Escuadra la mandan los cabos potentes y siempre dispuestos a la expansión de su influencia en todos los sectores. Parece, pues, que con los papeles en la mano, su presencia en México le indujo a darlos a la publicidad en un momento en que todavía estaban vivas las querellas de los exiliados de la primera generación, aquellos que aún no se habían decidido a deshacer las maletas después de cinco años de estancia en tierras mexicanas, pensando que el final de la Segunda Guerra Mundial traería como consecuencia inmediata el desalojo de Franco del Poder y el consiguiente retorno a la Madre Patria. En 1943, Bruno Alonso había ya publicado en la Revista Mundo un breve recordatorio titulado Los últimos momentos de la guerra civil de España. Fue, pues, un adelantado a la hora de informar sobre hechos que habían ocurrido recientemente y sobre los cuales después volvería en parte con dos capítulos y algún pasaje inédito en una segunda entrega titulada El proletariado militante 14
(Memorias de un provinciano) (México, 1957) Tanto el uno como los otros dos trabajos permanecerían inéditos en la España franquista4. Todo memorialista acaba convirtiéndose, voluntaria o involuntariamente, en protagonista de lo que narra. En el caso de Bruno Alonso, su propio carácter le conduce a ofrecernos una visión tan directa que le hacen un personaje Cubierta de la 1ª edición de insustituible en el desencadeLa Escuadra la mandan los cabos namiento de los hechos. Cuando él escribe, decimos, apenas existe información sobre lo que cuenta, y lo que nos cuenta es una auténtica primicia sobre los sucesos desencadenados en unos momentos tan confusos y decisivos como fueron los últimos meses de la Flota republicana, donde convivían personas y fuerzas políticas de tan distinto pelaje y convicciones. Poner en orden todo este maremagnum fue una decisión de Indalecio Prieto y seguramente encontró en la figura del diputado obrero un artífice excelente para lograrlo, tanto por su trayectoria como por su energía y también por su honradez manifiesta. Esto parece que no ofrece ninguna duda, salvo para el
4. Existe una reedición española publicada por Ediciones Tantín, Santander 1994, con introducción y notas a cargo de J. R. Saiz Viadero, prólogo de Eulalio Ferrer Rodríguez. 15
ya citado Benavides, feroz crítico del comportamiento de Bruno, a quien guiado por su antisocialismo le dedica expresiones tales como: «hombre de buena voluntad y pobre de espíritu, sería el instrumento de la política rencorosa y catastrófica de Indalecio Prieto»; otra cuestión bien distinta sería la valoración general que pueda hacerse de su actuación en el cargo, que ha sido discutida en trabajos muy posteriores a la publicación de su Memorial, tales como Desastre en Cartagena, de Luis Romero (1971), La flota es roja, de Daniel Sueiro (1983), La guerra civil española en el mar, de Michael Alpert (1987) y, más recientemente, Motín en la flota, de Ernesto Méndez Luengo (2001). Como tantos miles de españoles, Bruno Alonso permanecería en México –salvo dos breves salidas a Francia para participar en sendos congresos socialistas– durante el resto de su vida, porque aun habiendo sobrevivido al dictador Franco, fallecerá el 19 de enero de 1977, apenas medio año antes de que España recuperara la democracia. Nunca pudo volver a su patria, pero su pensamiento y acciones siempre estuvieron próximos a la misma, trabajando –pese a las restricciones impuestas por el Gobierno del país que les concedió asilo político– en pro de lo que fue su mayor razón de vida: la emancipación de la clase obrera y la consecución de los ideales socialistas. J. R. SAIZ VIADERO 16
INTRODUCCIÓN
PROA AL DEBER
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breve referencia que un periódico inserta, en la que se resumen las manifestaciones hechas por don Benjamín Balboa con motivo de su conferencia en el Ateneo Profesional de Periodistas, nos impide conocer con exactitud lo que dijo el orador, pero nos permite –no obstante– señalar una omisión en la que tal vez incurriera: la de señalar, aunque fuera sobriamente, la labor que en la Marina de guerra ha llevado a cabo Bruno Alonso. Bruno Alonso es socialista, naturalmente, y, por serlo, carece de esos instrumentos de resonancia que ahora es moda instalar junto a los hombres erguidos en las plataformas del mando. Si Bruno Alonso no fuera socialista, su nombre se nos dispararía desde todas las esquinas. Nunca como ahora la popularidad se forja tan trabajosamente en la agobiante y difícil elaboración de los adjetivos. Pero Bruno Alonso, socialista, no tiene ningún acordeón que entone a diario las endechas de su nombre. No hace falta tampoco, ni siquiera ahora, cuando nuestro compañero advierte que su nombre se pronuncia con propósitos intencionados. Y conste –lo reiteramos– no conocemos exactamente lo dicho por el señor Balboa, ni, si extraemos este comentario con motivo de su conferencia, lo hacemos con finalidad de reproche. Nos surge, ciertaA
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mente, cuando hemos visto evocar en labios del señor Balboa aquellos días dramáticos de los comienzos de la sublevación, en los que la Marina de guerra trazó en horas todo el proceso revolucionario que había de seguir más adelante por los caminos de España, la repercusión inquietante del estallido fascista. Porque es verdad que los marinos españoles –la marinería, para decirlo con más precisión– sintieron en aquellos días el delirio tremendo que daba colores de tragedia al umbral de la sublevación. Un delirio rabioso, impulsivo y absoluto. Con él, con la cólera de los marineros, quedaba abierta la sangría por la que caería al mar la vieja ponzoña del antiguo Cuerpo de la Armada. Unas horas bastaron, como corresponde a toda cirugía rápida. Después, el delirio se propagó a tierra, pero ya no tuvo las crispaciones momentáneas y pasajeras de toda sacudida nerviosa, sino que se avecindó en los pueblos con más pasión que justicia. Y al cabo del tiempo, de muy poco tiempo, la marinería quedó centrada en su misión. Enseguida se subordinaron los marinos a los nuevos mandos, y la disciplina se restableció rápidamente; a tal punto, que la Marina pudo ser pronto un instrumento al servicio de nuestra causa. El proceso doloroso de transformación y adaptación que en tierra quizás dure todavía –y de ahí la ortopedia urgente del comisariado que surgió como remedio posible al mal– quedó cancelado en los barcos en un breve paréntesis. Bruno Alonso, en cuyas manos se puso el caos de aquella época, comenzó a trabajar en silencio. Bruno Alonso era entonces toda la autoridad en la Marina. Nadie, sino él, pudo hacerse respetar entonces. Nadie, sino él, pudo conseguir entonces y ahora la estimación de la marinería. Eran días terribles aquellos para el Mando, que había de apoyarse en Bruno Alonso para hacerse oír y obedecer. 20
Triunfó Bruno Alonso. Su victoria es tan rotunda como para que ella haya servido de apoyo a todo lo que hemos podido hacer en el mar. Nadie podrá adjudicarse con tanta legitimidad una ejecutoria tan provechosa para nuestra patria. De la turbulencia supo arrancar el orden. De la indisciplina la subordinación, y del odio el respeto. Junto a Bruno Alonso, el Mando cobró de nuevo su jerarquía y sus atributos. Y él vino a simbolizar con mayor justeza que nadie esa silueta soñada y perfecta que en publicaciones sociales y políticas se nos vino señalando como dibujo del Comisario político, dibujo que luego, en el claroscuro del partidismo, iba perdiendo sus perfiles esenciales hasta hacerse borroso y extraño. Quedó, sin embargo, como muestra de ejemplo, ese caso singular de Bruno Alonso, el Comisario socialista, que no se acordó nunca que era socialista cuando fue Comisario, y, tal vez por eso, por arrancarse del pecho su pasión política, tuvo el respeto de los que le rodeaban y consiguió su afecto porque jamás se propuso conseguir su adhesión. Mas, sobre esta labor de Bruno Alonso, el silencio ha montado su guardia celosa. Nosotros mismos, a no ser por lo que nos sugiere esa conferencia del señor Balboa, tampoco hubiéramos aludido a estos recuerdos que ya –¡tanto corre el tiempo!– van pareciendo viejos. Y no lo hubiéramos hecho, porque nadie puede gustar recordar estas cosas cuando la evocación despierta unas huellas amargas, en las que se advierte bien que, al romperse la asfixia disciplinaria en la que se debatía la marinería, el dique hubo de surgir fuera, y precisamente vino a serlo este hombre sencillo y tenaz que entró en nuestros barcos cuando ningún otro lo hubiera hecho, trazando en ellos los rumbos del derecho, del deber y de la Victoria. ¡Viejos y ásperos recuerdos! Nadie quiso removerlos, y quizás hay excesivo afán en enterrarlos. Ahora que todo se ha calmado y que 21
el clarín del mando retumba con ostentación, quizá la nueva disciplina no tenga para algunos otro inconveniente que el de ser nueva. La disciplina es una palabra eterna, que no admite renovación. Así se entiende desde las almenas caducas de una gloria fenecida el sortilegio de mandar. Ya ha pasado la tempestad y entonces hay prisa para olvidar que existió. Y más prisa todavía en olvidar a quien, como Bruno Alonso, le hizo frente y triunfó de ella. CRUZ SALIDO Crónica publicada en «El Diluvio» de Barcelona, en agosto del año 1938
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A MANERA DE PRÓLOGO
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pretendemos, al relatar los acontecimientos que comienzan el 18 de julio de 1936 y terminan el 5 de marzo de 1939 al zarpar de Cartagena la flota republicana española, hacer una historia prolija ni de la guerra civil española, ni de aquellos sucesos que, más o menos directamente, afectaron a nuestra Marina de guerra. Trato sólo de trazar a grandes rasgos, a base de mis recuerdos personales y de mi actuación de Comisario general, la gran epopeya de nuestros marinos republicanos –poco conocida, escasamente apreciada y recientemente muy calumniada– que, firmes en sus puestos, mantuvieron enhiesta la bandera de la democracia y de la libertad. No es propósito mío tampoco refutar versiones erróneas o calumniosas que se han hecho circular, ni abrigo el deseo de justificar o zaherir actuaciones colectivas o conductas personales, por medio de una deformación parcial de los hechos. Como digo, esta obra es un relato histórico, y, por ello, absolutamente veraz, objetivo e imparcial. Todos, hombres y colectividades, individuos y Partidos, nos debemos al pueblo español y a la Historia. Son ellos los que han de juzgarnos, y, en definitiva, sancionar nuestros actos. Para que España y la Historia posean un elemento de juicio valioO
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so para su veredicto, he escrito y dado a la publicidad las siguientes Memorias. Que nadie a quien aluda se sienta ofendido, pues no cupo en mi ánimo tal propósito. Ya en prensa estas Memorias, un escritor versátil y venal, muy dado a relatos folletinescos con pretensiones de historia, ha publicado un libro en el que con irresponsabilidad absoluta de los hechos, pretende referir los acontecimientos de la flota republicana. En realidad, el propósito de la obra es la exaltación y apología de un partido y de la política a cuyo servicio está alquilado. Sin consideración a las posibilidades de resistencia del lector, se lanza en un galope fatigante por los caminos de la historia, y, arrancando de los remotos días de Cavite, nos lleva hasta las jornadas trágicas de Cartagena en marzo de 1939. Todo para demostrar que si hubo quien en España procedió con tino y acierto fueron los amigos comunistas, ya que a éstos, y exclusivamente a ellos, corresponden las glorias de las proezas de nuestra guerra. Pero como la historia no se forja solamente con aciertos y proezas, sino que también abundan los errores, indignidades y traiciones, hay necesidad de buscar al traidor o traidores del drama. Estos personajes siniestros somos, naturalmente, los socialistas, anarquistas, republicanos y cuantos no aceptamos, dócilmente las consignas y directivas de esos amigos. El estilo soez del libro a que nos referimos no ha conseguido irritarnos. Si aludimos a él lo hacemos para tranquilizar a los muchos amigos que nos han expresado su indignación. La mejor respuesta a los calumniadores es el relato imparcial y verídico de los hechos. Afortunadamente, la verdad no puede deformarse a capricho de los escritores a sueldo, y su elocuencia propia basta para disipar la calumnia y la falsedad. 24
CAPÍTULO I
ANTECEDENTES OBLIGADOS
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14 de abril de 1931 se proclamaba la República en España. No fue este acontecimiento producto de golpe de Estado, de acciones subversivas de pequeñas minorías, ni de combinaciones políticas, sino la expresión del deseo incontenible de la inmensa mayoría del pueblo, expresada democráticamente en las elecciones generales. Una monarquía caduca y en descomposición, y sus valedores en el clero, la banca y el ejército, hubieron de dejar paso a un régimen de democracia, que obstinadamente, y en ocasiones por la violencia, habían tratado de que no viera la luz. Apoyada en el entusiasmo y en la fe de millones de españoles, nacía la República, que parecía nuncio de tranquilidad, de paz espiritual y social, después de una turbulenta época de motines, huelgas, atentados personales, pronunciamientos militares, dictaduras que salpican la historia trágica de España desde la segunda década del siglo actual. Pero acaso este alumbramiento feliz del nuevo régimen contribuyó a la moderación de sus primeros propósitos. Los grandes privilegios económicos que habían caracterizado el viejo sistema monárquico persistieron, y el tremendo poder social de las castas sobre las cuales descansó la monarquía L
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borbónica –terratenientes, banqueros, magnates eclesiásticos, aristocracia, jerarquía suprema del ejercito– permanecieron intactos. Por esto fue fácil que los antiguos privilegiados se revolvieran en fecha no muy lejana contra la República, que por no ser dura y severa con sus enemigos, hubo de ser víctima de la crueldad suicida de éstos. La terrible incomprensión de los viejos «amos» –señoritos de Andalucía, terratenientes de Extremadura, patronos pistoleros del Fomento de Trabajo de Cataluña– y la no menor de Partidos y organizaciones políticas, en los que campeaban bastardos afanes de predominio, neutralizó primero y anuló más tarde el patriótico y humanista deseo de encauzar el país por senderos de libertad y derecho. El país siguió prisionero de los viejos señores, y el ansia de reconquistas democráticas originó ya la primera sangría del 6 de octubre de 1934, reprimida sádicamente por guardias civiles, moros y Tercio que así, de tan patriótica y nacional manera, acostumbraban nuestros gobernantes reaccionarios a dirimir las contiendas políticas interiores del pueblo español. El 16 de febrero de 1936, como el 14 de abril de 1931, la voluntad popular se imponía, y las victoriosas elecciones generales de aquel día abrieron las puertas de las prisiones a los millares de proletarios, campesinos e intelectuales que habían perdido su libertad a causa de la firmeza inquebrantable de sus ideales democráticos. Las puertas de las cárceles se abrían; pero, desgraciadamente, muchos habían caído asesinados en Asturias, Madrid, Andalucía, Vizcaya, Cataluña, en toda España, en fin. Victorioso el Frente Popular, se constituyó en Gobierno, que como en Abril de 1931, no quiso emplear la violencia para deshacer a tiempo la alianza contrarrevolucionaria que, a base de 28
militares facciosos, se estaba incubando. El Parlamento expresaba el predominio mayoritario de las fuerzas democráticas de todas las tendencias –desde los republicanos de Martínez Barrio hasta los sindicalistas con un diputado, pasando por socialistas y comunistas–. Estos últimos habían conseguido, gracias a la coalición electoral, dieciséis actas, pese a sus fuerzas ínfimas en el país. La disparidad de criterios doctrinales y la falta de similitud en aspiraciones, procedimientos e historia no hacían fácil la obra de este bloque democrático; pero los valores formidables que contenía, debidamente seleccionados y soldados por una aspiración única, podían ser decisivos para salvar la República. ¡Muy pocos fueron quienes comprendieron esto! *** El primer episodio de la lucha –todavía parlamentaria y dentro de moldes rigurosamente constitucionales– fue la deposición del señor Alcalá Zamora de la jefatura del Estado. El Parlamento y los compromisarios, por los métodos señalados en la Constitución vigente, eligieron para la suprema magistratura a don Manuel Azaña, hombre ilustre y republicano de recia estirpe intelectual, aunque odiado por los militantes del viejo y pretoriano ejército, por el clero y las finanzas, y al que creían influido por las fuerzas socialistas, con las cuales no tenía otro vínculo de afinidad que su acrisolada lealtad a los principios democráticos. Aunque el Gobierno es exclusivamente republicano, sin participación de ministros socialistas o comunistas, el enemigo no transige, y prepara sus fuerzas para lanzarlas a la guerra fratricida que, a partir del 18 de julio ensangrentaría los campos de todas las 29
regiones de España, y llevaría la ruina y el luto a decenas de millares de hogares. Generales de fajines conquistados en enconadas luchas palatinas, que no en los campos de batalla; jerarcas de la Iglesia, más atentos a sus prebendas materiales que a sus deberes espirituales y de fraternidad cristiana; banqueros temerosos y asustadizos, buscan en la ayuda extranjera y la intervención de Alemania e Italia para emplazar sus cañones contra el pueblo y su régimen democrático legal, y abrir en España la era sangrienta de la guerra, que, limitada por tres años al área nacional hispana, se ampliaría después a cuatro Continentes. *** El 18 de julio de 1936, un grupo de generales: Franco, Mola, Goded, Fanjul, Saliquet, Cabanellas, Queipo de Llano se pronuncian en África, Canarias, Islas Baleares y en las ciudades principales de la península: Madrid, Barcelona, Pamplona, Ferrol, Zaragoza, Sevilla, Valladolid, Burgos, etc. Todas las fuerzas militares han sido comprometidas en el movimiento sedicioso, que en sus comienzos finge tener un carácter anticomunista y antigubernamental, y no antirrepublicano. En África, las emisoras de radio de las fuerzas sublevadas tocaban el himno republicano nacional, y el propio general Franco daba a sus tropas el pabellón republicano. El general Sanjurjo se apresuraba a regresar a España desde Portugal, con el propósito de acaudillar el movimiento sedicioso, cuando encontró la muerte por estrellarse el avión que lo conducía. Con este signo trágico fueron marcados los destinos de los dos primeros caudillos de la sublevación: Sanjurjo y Mola. Este último 30
moriría en circunstancias análogas, ya muy avanzado el período de la guerra civil. Muy pocas horas de lucha bastaron para que el pueblo desarmado de Madrid, Barcelona, Valencia y otras capitales tomara por asalto los cuarteles y conquistara para la República las áreas y zonas en las que tres años consecutivos ondeó la enseña republicana, señalando al mundo entero cómo había que luchar contra el fascismo. Las llamadas tropas nacionalistas confiaron su suerte en los primeros momentos a los moros y al Tercio, como después fiarían en la ayuda alemana e italiana, hipotecando el territorio nacional y el propio espíritu español. Los primeros contingentes marroquíes fueron transportados por avión y en el destructor «Churruca». La dotación de éste, en el segundo viaje, se sublevó en el mar, detuvo a la oficialidad del barco y, rumbo a puerto leal, se puso a las órdenes del Gobierno legítimo. Los generales insurrectos Fanjul y Goded fueron fusilados. Idéntica suerte corrieron muchos de los oficiales, y las masas enardecidas y justamente indignadas, con el Poder público en crisis, acuciadas por la extraordinaria gravedad de los acontecimientos, cometían excesos que, aunque históricamente explicables, no aprobaba nadie. ¡Ah! Pero en el otro lado, en aquellos pueblos y ciudades cuyo destino trágico no les rescató a la tiranía triunfante del fascismo, caían por centenares. Mujeres, viejos, jóvenes, revolucionarios y moderados, hombres de lucha y personas conservadoras eran acribillados a balazos, víctimas de las más espantosas torturas, pagando con la vida y el martirio su fidelidad a la legalidad democrática o su negativa a tomar parte en el atentado fratricida a la nación. Núñez de Prado, Batet, Romerales, Azarola y otros muchos jefes militares fueron fusilados por mantenerse lea31
les al régimen constitucional al cual juraron fidelidad; los gobernadores civiles eran acribillados a balazos por las tropas insurrectas; los diputados de la nación asesinados, no siempre a balazos, pues contra algunos se empleo el petróleo y la tortura. El Partido Socialista enriqueció su historia de sacrificios con la pérdida de la cuarta parte de los diputados que formaban su minoría parlamentaria.
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CAPÍTULO II
COMPOSICIÓN DE LA FLOTA ESPAÑOLA ANTES DE LA GUERRA
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Marina de Guerra no podía ser ajena a la empresa sediciosa. Sus jefes, aristócratas de rancia estirpe y de principios monárquicos, salvo honrosas excepciones, compartían con los oficiales y generales del ejército de tierra su odio a la democracia y la libertad. Los cañones de sus buques disponíanse a apuntar a la República cuando la intervención del elemento popular, representado por las dotaciones de los barcos, cambió el rumbo de los acontecimientos. La marinería dominó la sublevación de los jefes, y tomó el mando de la escuadra al servicio de la República y de su Gobierno. Los jefes sublevados fueron muertos, y la venganza de los marineros llegó desgraciadamente a alcanzar a jefes que no tomaron parte en la sedición, pero que por pertenecer a un Cuerpo de raigambre nobiliaria y reaccionaria atraían la desconfianza y el odio de las fuerzas populares. Hecho lamentable si se quiere, pero justificado por el huracán de pasiones que toda revolución desencadena. Las dotaciones se hicieron cargo de gran parte de los buques, eligiendo los correspondientes Comités encargados del gobierno de cada uno de ellos, los cuales, pese a los defectos y errores característicos del primer período, realizaron una loable obra de orden y disciplina. A
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Las unidades que constituían la Flota española al dar comienzo la sublevación el 18 de julio de 1936, eran las siguientes: Dos acorazados: «Jaime I» y el «España», de 15.452 toneladas de desplazamiento, cuatro torres pareadas del 30 c/m., veinte cañones antitorpederos del 10 c/m. y dos antiaéreos de 75 m/m. Tres cruceros ligeros: «Libertad», «Cervantes» y «Cervera», de 7.850 toneladas de desplazamiento; cinco montajes, tres de ellos pareados, del 151/2 c/m., doce tubos lanzatorpedos, y cuatro antiaéreos del 10 c/m. Dos antiguos cruceros: «Méndez Núñez» y «República», de 4.650 toneladas de desplazamiento; seis cañones del 15 c/m. de corto alcance, cuatro cañones antiaéreos del 47 m/m. y doce tubos lanzatorpedos. El segundo de estos buques se hallaba en mal estado y retirado en primera situación en el Arsenal de La Carraca (Cádiz), el cual, reparado y reformado por los rebeldes, actuó al fin de la guerra con el nombre de «Navarra». Nueve destructores: «Sánchez Barcaiztegui», «José Luis Díaz», «Lepanto», «Alcalá Galiano», «Churruca», «Almirante Ferrándiz», «Almirante Valdés», «Almirante Antequera» y «Almirante Miranda», de 1.650 toneladas de desplazamiento, todos con cinco cañones del 12 c/m., un antiaéreo de 76 m/m. y seis tubos lanzatorpedos. Tres destructores viejos: «Alsedo», «Velasco» y «Lazaga», construídos en 1922, con un desplazamiento de 1.145 toneladas y artillería de 10 c/m. Cinco cañoneros: «Cánovas», «Canalejas», «Eduardo Dato», «Lauria» y «Laya», los tres primeros de 1.314 toneladas y los dos últimos de 800. 36
Quince guardacostas, cuyos desplazamientos oscilaban entre 600 y 150 toneladas. Once torpederos, en muy mal estado e inservibles para la navegación de altura. Seis submarinos, tipo «B», de menos capacidad y muy viejos para el servicio. Estaban terminándose en los astilleros del Ferrol los mejores y más modernos cruceros pesados, «Canarias» y «Baleares», de 10.000 toneladas de desplazamiento, cuatro torres pareadas del 20 c/m., ocho cañones del 12 c/m. antiaéreos, y ocho ametralladoras. También se construían en dicho arsenal los minadores «Júpiter», «Neptuno», «Vulcano» y «Marte», y en Cartagena se hallaban terminando de construir los destructores «Gravina», «Ciscar», «Ulloa» y «Jorge Juan», del mismo tipo de los nueve citados anteriormente. El «Almirante Cervera» hallábase en reparación en el dique del Ferrol, y aunque su dotación se hizo fuerte en los momentos de la sublevación, defendiéndose heroicamente, no pudo sacar el buque, siendo finalmente dominada por las fuerzas facciosas de tierra, y pereciendo una gran parte de ella. El acorazado «España», también en reparación en la base del Ferrol, con muy escasa dotación que tomó las armas e hizo frente a los sublevados, fue también reducida por éstos. El acorazado «Jaime I» se hallaba en Santander cuando recibió orden de trasladarse a Vigo a cargar carbón (1.200 toneladas), recibiendo solamente 500 toneladas. Para cumplir una misión que le confiaba el Gobierno puso rumbo a Cádiz, pero ya en el mar la dotación observó la actitud de rebeldía de los jefes y oficiales del buque. Tras un ligero tiroteo, en el que resultaron muertos un jefe, un oficial, un cabo y varios heridos, la dotación dominó la sedición, 37
adueñándose del barco a la altura de las Islas Berlingas, desde donde envió su adhesión por radiograma al Gobierno de la República. Los mismos sucesos tuvieron lugar en los cruceros «Libertad» y «Miguel de Cervantes», los cuales se encontraban, frente a Cádiz el primero, y el segundo con rumbo al mismo puerto, y en el «Méndez Núñez», en Fernando Póo, y en los destructores y submarinos que navegaban en alta mar. El viejo «Velasco» y los cañoneros en reparación en el Ferrol y otros puertos de África quedaron en poder de los sublevados, así como el «República», retirado en La Carraca, y todos los barcos que en aquella época estaban reparándose o construyéndose en la base del «Ferrol». Destaquemos el hecho del cañonero «Laya», que zarpó de Ceuta en poder de los sublevados, y que, una vez alejado de la costa, la tripulación lo rescató para la República, sometiendo a sus jefes. Lo mismo sucedió con el «Xauen», que zarpó del Ferrol, y ya en alta mar, la dotación obligó al mando a poner rumbo a donde ordenó por radio el Gobierno de la República. Los sublevados, en consecuencia, retuvieron el acorazado «España», el crucero «Almirante Cervera», los dos grandes cruceros «Canarias» y «Baleares», a los cuales botaron y artillaron rápidamente, los cuatro minadores que terminaron con rapidez, el destructor «Velasco», algunos torpederos, guardacostas y el viejo «República». Los demás barcos fueron dominados por sus dotaciones y puestos al servicio del Gobierno de la República, incorporando a éstos, después de terminar su construcción, los cuatro destructores que había en construcción en la base de Cartagena. *** 38
La refriega en la flota fue muy dura y sangrienta. Murieron en ella el 70 por ciento de los jefes y oficiales, quedando un pequeño grupo en los barcos leales, que, uniéndose a los oficiales promovidos recientemente, constituyeron más adelante el mando militar y técnico de la flota republicana, la cual, auxiliada por los pilotos mercantes ingresados en ella, quedó bajo el control y la vigilancia de los Comités de gobierno elegidos en cada barco por las dotaciones y legalizados por decreto del Gobierno en el mes de noviembre de 1936. La opresión secular a que habían estado sometidos los componentes de las dotaciones, las tradicionales injusticias y humillaciones de que fueron víctimas, depositaron en el fondo de sus almas sedimentos de rencor que debían despertarse y explotar al estallar la sublevación, y que ésta contribuyó en gran parte a que se desbordaran. Y esto influyó también en el curso de los acontecimientos durante el primer período de la guerra, no sustrayéndose la flota al fenómeno general que se operaba en todo el país. La traición de que habían sido víctimas rodeaba a todos los mandos profesionales de la desconfianza general que, si en algunos casos individuales no estaba justificada, tenía sobrada explicación en la conducta colectiva de la oficialidad del ejército de tierra y de la armada. A causa de esto los Comités no podían sustraerse, en el ejercicio de sus funciones fiscalizadoras, a intromisiones excesivas cerca de los mandos militares –el cual, amedrantado, no osaba dar órdenes–. Por su parte el mando supremo no supo estar a la altura de las circunstancias, y a su pusilanimidad se debe en gran parte el no haber dominado Cádiz, Huelva y Algeciras y quizás Ceuta, Melilla y Palma de Mallorca. 39
El «Almirante Ferrándiz»
La primera desdicha ocurrió cuando el destructor «Almirante Ferrándiz», encontrándose de vigilancia en el Estrecho de Gibraltar con los fuegos casi apagados fue sorprendido y hundido impunemente por el «Canarias», que recientemente acababan de poner en servicio de los facciosos (octubre de 1936). Salváronse su comandante y una parte de la dotación, a la cual recogió y condujo a Marsella un paquebot francés. También se supuso que hundieron o apresaron en la costa cantábrica al submarino «C.5», e igual suerte debió correr en el Mediterráneo el submarino «B.5». El «C.3» chocó con una mina y se hundió frente a Málaga. En estas condiciones cometióse un tremendo error enviando la flota al norte, error que partía de la incompetencia manifies40
ta del mando superior, cuyo jefe de operaciones, don Pedro Prado, carecía de la preparación necesaria para el cargo, preocupándose tan sólo de rehuir el enojo de los Comités de la escuadra y mientras en el norte el enemigo atacaba por Asturias y Galicia, y tomaba San Sebastián, acercándose a Vizcaya, la flota era impotente para defender las costas norteñas, hallándose expuesta por añadidura, dada la carencia de base, a todos los peligros de ataques del enemigo, el cual, mientras tanto, enviaba el «Canarias» al Estrecho de Gibraltar, en donde, con permiso de Inglaterra, campaba a su capricho. Afortunadamente, la flota recibió orden de regresar a su base del Mediterráneo, entrando en Cartagena el 21 de octubre de 1936, dejando en las indefensas ciudades del norte (Bilbao, Asturias, Santander) una impresión amarga de indisciplina y desorden, más que por la conducta de los Comités y dotaciones, por la falta de medios y la desorientación del mando. A los pocos días de haber llegado a Cartagena fue torpedeado el crucero «Miguel de Cervantes», que, por indicación del asesor ruso y a pretexto de evitar un mayor blanco de la aviación en puerto tan pequeño como el de Cartagena, había anclado fuera de éste, en espera de la salida de toda la flota, que en plan de operaciones había de zarpar al siguiente día. Los dos torpedos, marca italiana, destrozaron medio buque, y, según se supo después, fueron disparados por un submarino alemán. Aunque medio hundido, pudo remolcarse el buque, gracias al heroísmo de su tripulación, permaneciendo en reparación durante catorce meses. De esta manera, uno de nuestros mejores barcos no se pudo emplear durante casi toda la guerra. 41
CAPÍTULO III
ORGANIZACIÓN Y NORMAS DEL COMISARIADO
I
para mí, y en ocasión de hallarme organizando y disciplinando las milicias de Santander, fui nombrado a fines de diciembre de 1936 delegado político del Gobierno en la flota republicana, cargo que desempeñé hasta el final de la guerra. Presidía entonces el Gobierno el compañero Francisco Largo Caballero, y la cartera de Marina y Aire la desempeñaba Indalecio Prieto. El cargo creado y para el que se me había designado era delicadísimo en extremo, y entrañaba dificultades tan enormes que fue rechazado por aquellos a quienes antes se le había ofrecido. Parecía que producía bastante temor en el ánimo de todos el estado de indisciplina que, al parecer, reinaba en la flota, y el predominio casi absoluto que habían impuesto en sus tripulaciones la C. N. T. y la F. A. I. Parece ser que en estas circunstancias Indalecio Prieto se acordó del viejo compañero que durante muchos años actuaba en la Montaña y en él recayó la designación. Los requerimientos del ministro vencieron la oposición de mis amigos santanderinos que consideraban útil mi presencia en la provincia, y, al fin, partí de Santander el 29 de diciembre para incorporarme a mi nuevo cargo. En Valencia, sede entonces del Gobierno, me uní al nuevo NESPERADAMENTE
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jefe de la flota, recientemente nombrado, don Miguel Buiza, y al jefe de las flotillas de destructores don Vicente Ramírez. Juntos cambiamos impresiones con el ministro, saliendo inmediatamente para Cartagena, a donde llegamos a media noche. Mucho confiaba el Gobierno en mi supuesta entereza de carácter, que no en mis dotes técnicas, de lo que da idea la frase que escucharon de labios de Prieto: «A ése o le tiran al agua o los mete en cintura a todos». No era, sin embargo, tan difícil el problema, ni la situación requería imposiciones altaneras ni medidas de rigor extraordinarias. En realidad, la situación de la flota, en cuanto a disciplina y subordinación, no difería mucho de aquella por la que habían atravesado las milicias en su primer período de organización apresurada. Tratábase de poner al frente de las unidades hombres de confianza y con el tacto necesario para crear las condiciones de disciplina indispensables en la lucha militar. Las dotaciones de los barcos, en su inmensa mayoría poseían excelentes cualidades morales, y no tardaron en dar pruebas admirables de moral, obediencia y disciplina. Y en cuanto a su estoicismo y heroicidad, hablarán por ellos los hechos que en estas memorias se relatan. Tras los saludos de rigor por parte de mandos y del Comité Central, tomé en el acto la presidencia de éste y desde la emisora del buque insignia, entonces el crucero «Libertad», hablé a las dotaciones de todos los barcos, y en sucesivos días hablé personalmente a cada una de éstas. A continuación reuní en dos tandas, en dos actos celebrados en el local más amplio de Cartagena, a los cuatro mil marinos de la flota y les expuse lo que significaba nuestra guerra, y lo que en ella era o debía ser un delegado o comisario político. Y a fin de 46
disipar reservas de toda clase, y dar ejemplo de independencia de conducta respecto a partidos y organizaciones, declaré: «No niego ante vosotros mi condición de viejo luchador socialista, porque esta condición mía es la fe y la esperanza en un ideal supremo; pero yo prometo ante todos vosotros que desde este momento, ya que no puedo dejar las ideas, dejo de ser el militante activo de mi partido para ser exclusivamente el comisario político de todos vosotros. Oídme bien: de todos. Pero a la vez que prometo esto, que más que con las palabras he de probar con los hechos, exijo y exigiré de todos que sigan esta conducta para servir solamente al Gobierno y a la República, «y quien no quiera seguir este camino, advierto desde ahora, que se encontrará enseguida conmigo». Bastaron estas palabras y una conducta adecuada a su sentido para ganar la confianza de los marinos, e imponerme a la lucha política que entre anarquistas y comunistas se sostenía en la flota. Sin embargo, a pesar del acto inicial, la flota como el ejército acusaba los efectos de la propaganda de partidos y organizaciones. Los anarcosindicalistas, con cuatro ministros en el Gobierno, reaccionaron muy pronto y contra nosotros, y se oponían a nuestra línea política, que obligaba a todos a un deber único y análogo: obedecer al Mando y a la República. En su campaña llegaron a pedir con grandes titulares de prensa hasta nuestra eliminación física. Poco duró esta situación, ya que nuestra condición y ejemplo habían ganado íntegramente a la flota, la cual en emotiva manifestación, lo hizo patente. Los anarcosindicalistas reconocieron finalmente su error, y a partir de entonces, disciplinados y heroicos, se comportaron como nuestros mejores amigos. 47
Había terminado el primer episodio de mi ingente tarea. Pero daba comienzo otro más penoso y prolongado que no terminaría sino con el final de la guerra. Los comunistas creyeron, sin duda, que nuestra misión era la destrucción de los anarcosindicalistas, condición previa para apoderarse después de la flota; pero viendo que también a ellos se extendían las medidas de disciplina adoptadas y las restricciones a la propaganda, reaccionaron contra nosotros, por estimar que la ayuda de Rusia les daba derecho a mediatizarlo todo. Sus esfuerzos se frustraron, pues a la Flota no lograron ganarla. Algunos incidentes con los amigos comunistas no quedaron limitados al ámbito reducido de la flota, sino que fueron aireados internacionalmente. Los siguientes documentos dan idea de las condiciones en que se entablaba esta lucha interna con estos amigos. En el mes de mayo recibí de Indalecio Prieto la siguiente carta: Valencia, 20 de mayo de 1937. Mi querido amigo: Se ha recibido un cablegrama de Pascua, nuestro embajador en Moscú, que no está muy claro, pero parece desprenderse en él que interesa llamar la atención de usted, sobre declaraciones o manifestaciones desagradables, lo que yo le transmito con toda reserva, rogando evitar tales disgustos si los hubiere.– PRIETO.
Contesté con la siguiente carta: Al Ministro de Marina y Aire, del Comisario general de la Flota. Crucero «Libertad», 25 de mayo de 1937. 48
Mi estimado amigo: Recibo hoy la suya en la que se refiere al cablegrama de Pascua. Por mucho que reflexiono no acabo de salir de mi asombro y ha de permitirme usted que exija del ilustre Pascua explique eso que a mí se refiere, pues estoy seguro de no haber hablado ni escrito nada de Rusia, y ni ese señor ni nadie podrán probar nada, salvo que hayan usurpado mi firma. Yo soy un poco torpe, pero tengo la suficiente comprensión de mi responsabilidad para no incurrir en estas circunstancias en tales torpezas, y si vine a la flota a gastarme corriendo todos sus riesgos, comiendo con las dotaciones un rancho que no es para mi edad y mi salud quebrantada por tantas luchas, tengo, por lo menos, derecho a que nadie juegue conmigo. De modo amigo Prieto, que le suplico se aclare, y si no, me acepta mi dimisión y me deja volver donde estaba. Posiblemente se trate de una de las muchas maniobras de esos amigos, los cuales encuentran en mí una oposición tan dura, cómo yo voy a consentirles su propaganda para apoderarse de la flota, que no debe ser de nadie y sólo de la República. Primero fueron los anarcosindicalistas, y ahora son ellos, y yo soy el mismo de ayer y de antes de ayer. Si necesitan un instrumento pueden facilitárselo; pero, desde luego, yo no me presto a eso. No escribo una palabra de Rusia y menos de los rusos, a los que guardo en la flota toda mi consideración; pero tampoco puedo consentir que los nuevos comunistas se apoderen de lo que no es de ellos, porque es de todos y de la República. Repito que no estorbo, ni quiero estorbar a nadie, pero igualmente me niego a ser instrumento de nadie. Le saluda afectuosamente, BRUNO ALONSO.
La siguiente carta, contestación a la mía, cerró este primer incidente: 49
Valencia, 29 de mayo de 1937. Mi querido amigo: Recibo la suya fecha 25 de los corrientes, en la que me habla de su dimisión, a cuenta del cablegrama de Pascua. No quiero oírle hablarme más de dimisión, porque usted sabe que tiene toda mi confianza, y todo cuanto usted ha hecho tiene mi aprobación. Además –y valga la chirigota– debe usted, alegrarse, porque se acuerden de usted en las altas esferas de Moscú. Muy suyo, PRIETO.
En el mes de mayo, al finalizar, fueron disueltos por decreto del Gobierno los Comités de la flota. Días antes les había dirigido la siguiente circular, que fue la última (me refiero a los Comités): Estimados compañeros: La línea política trazada desde el primer día por este Comisario general se afianza en las dotaciones que se sienten satisfechas, porque al exigirles su esfuerzo y su sacrificio se sienten a la vez amparadas y defendidas en su derecho y en su conciencia, haciendo que se respete la de todos y cada uno. Sin embargo, aún insisten algunos en hacer su propaganda trayendo paquetes de impresos, que luego reparten a bordo, burlando toda vigilancia. No les pido, ¡les exijo! a ustedes me denuncien a los propagandistas de tan tedenciosa y funesta labor, para pedir a los mandos envíen a tales individuos a las brigadas disciplinarias del frente para que vayan a propagar a primera línea la bondad de sus propagandas. Saludos cordiales. El Comisario general. A bordo del «Libertad», 26 de mayo de1937.
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CAPÍTULO IV
LA INVASIÓN EXTRANJERA Y LOS AMIGOS DE LA LLAMADA UNIDAD
A
los dos meses de comenzada nuestra guerra civil, se transformó en guerra de invasión, a la que Italia y Alemania mandaban sus técnicos, sus cañones y aviones, abundante material de guerra que debía contribuir a la victoria fascista, y ensayarse para la guerra futura en las ciudades y campos de batalla de España. Nuestras milicias populares solamente disponían de unos cuantos cañones y muy pocos aviones, supliendo con su sangre y heroísmo la inmensa inferioridad de material. Los primeros fusiles recibidos por la República, y en consecuencia la primera prueba positiva de la solidaridad internacional, provinieron de México. Fue este país, no sólo el primero en ayudar a la República española, sino el único que lo hizo con absoluto desinterés. Francia e Inglaterra negaron toda clase de ayuda material y técnica a la España republicana, con notorio olvido de sus obligaciones internacionales derivadas del reconocimiento del Gobierno legítimo de la República. Fue esta falta de ayuda, llevada al extremo de negar paso a los vagones de municiones comprados por la República estacionados en Hendaya, lo que determinó la toma de Irún por los fascistas, cuando ya sus defensores agotadas las últi53
mas municiones, hubieron de desistir de continuar defendiendo la ciudad. La ayuda más importante, material y política, vino de Rusia. Stalin declaró que nuestra guerra no era asunto exclusivo de los españoles, sino que nuestra causa competía a toda la humanidad. En consecuencia, parecía que la ayuda debería haber sido tan importante y trascendental como la causa que defendíamos. Pero la República recibió para la defensa de la humanidad civilizada escasos materiales y técnicos. En relación con la suministrada a los fascistas por Italia y Alemania, no excedía del 10 por ciento. Procedente de Rusia recibimos artillería y aviación. Vinieron también varios técnicos, muchos de los cuales más que instructores, parecía que practicaban y observaban los nuevos métodos. De diferentes países europeos y americanos acudieron a alistarse con entusiasmo en las Brigadas Internacionales los amantes de la libertad y de la democracia. Pero, mientras que los fascistas recibían la ayuda de un verdadero ejército organizado compuesto de ciento cincuenta mil soldados excelentemente equipados y armados, nuestras Brigadas Internacionales no llegaron a quince mil hombres. Acaso la principal causa de la influencia en el Estado y en el ejército republicanos por los comunistas y los amigos rusos se debió principalmente a la actitud suicida de Francia e Inglaterra frente al fascismo italo-alemán, y a la situación creada a nuestra República al no contar con otra ayuda que la que Rusia prestaba, como es natural con su cuenta y razón. Fue ésta, decimos, la causa principal, no única, del gran poder comunista en los años de nuestra guerra civil.Una gran 54
parte de responsabilidad recae sobre hombres y partidos, que por temores políticos, por negligencia, y en algunos casos por mal disimuladas ambiciones, no vacilaron en facilitar la propaganda de un partido que estaba al dictado de una potencia amiga, pero extranjera. Y si esto era ya gravísimo de por sí, el mal se complicaba con las luchas internas desencadenadas en el seno del ejército a consecuencia de la presión política por ganar para su Partido a todos los mandos militares. El nuevo ejército popular componíase de más de 700.000 hombres, organizados vertiginosamente en el fuego de las grandes batallas. Sus mandos, salvo la minoría de militares fieles, debieron improvisarse y seleccionarse en las mismas trincheras, en el campo de batalla, ante el fuego fratricida del enemigo. En moral superaba a las tropas facciosas, en su mayoría forzadas a combatir la República. Una inteligente selección, inspirada en la capacidad y el sentimiento probo del deber, hubieran permitido que los cuadros de mando del ejército republicano hubiesen correspondido al espíritu heroico de éste. Pero la propaganda partidista dio papeleta de aptitud no al más capaz, sino al más decidido a tomar un carnet y al más devoto servidor de un partido. ¡Ay de aquellos que no se avenían a abjurar de sus viejas convicciones políticas, y a sacrificarlas en aras de un ascenso o de un buen cargo! No sólo arriesgaba su tranquilidad, sino en muchas ocasiones la propia vida, pues el clima de violencia de la guerra civil es propicio a favorecer arbitrariedades, cuando éstas se hallan inspiradas desde las cumbres del Estado. A principios de la guerra se creó la institución de los comisarios políticos, necesarios en el ejército por las circunstancias especiales que atravesaba, y que en las jornadas heroicas y decisi55
vas de Madrid, Extremadura y Andalucía se cubrieron de gloria y conquistaron el respeto de los combatientes. Pero muy pronto las luchas partidistas la convirtieron en instrumento de la política de partido, y en canal por el cual penetraban día a día, hora por hora en el seno del ejército todas las luchas y pugnas interiores de los partidos y organizaciones políticas y sindicales. El Comisario, que debía ser el representante de la República y no otra cosa, fue en la mayoría de los casos el delegado de un Partido, con su espíritu sectario, intransigente, deseoso siempre de ganar una batalla no al enemigo, sino al partido rival, con el cual según los textos de las proclamas, colaboraba lealmente en el Gobierno. La «unidad» era la consigna que presidía una actividad tan exclusivista, que a los pocos meses desde las trincheras hasta el Gobierno, los que la tomaron como bandera, se oponían a todos los sectores políticos del país. Pocos, muy pocos, fueron los jefes militares, profesionales, leales a la República, pero sin filiación política conocida antes del 18 de julio, los que no se doblegaron a la influencia política preponderante. Unos por veleidad y ambición; otros, por debilidad de ánimo; muchos, por temor a que su falta de antecedentes políticos hiciera posible alguna arbitrariedad irreparable. Recordamos un jefe de la plaza de Cartagena, hombre campechano y amigo de todos, asiduo acompañante de procesiones religiosas antes de la guerra, que al reprocharle por haber aceptado el carnet comunista, me contestó: «¿Qué quiere usted? Nadie me lo ha ofrecido más que ellos y lo tomé. Si me lo hubiesen ofrecido ustedes, lo hubiese aceptado igualmente. ¿Qué más da?» «Sí importa –le contesté–. De esta manera está usted al servicio de un partido que le ordena, y un jefe militar no puede estar 56
al servicio de un partido, y menos en la guerra, pues conocemos muy bien las órdenes e instrucciones que ustedes reciben y de cuya ejecución tienen que responder semanalmente ante la Comisión militar y política del partido, lo cual no es tolerable por el daño que con estas luchas hacemos a la República». A los pocos días de llegar a la flota, leí en la prensa que en un acto del Partido Comunista, en Murcia, hablaba, en nombre de la Marina, un comandante de nuestra flota, don Pedro Prado, jefe que fue de operaciones de la flota durante su desdichada estancia en el Norte, y que luego pasó a mandar el crucero «Méndez Núñez», a quien los comunistas habían conquistado. Tan pronto como tuve noticias del hecho, requerí del almirante que si dicho comandante reincidía fuese enviado a una brigada disciplinaria del frente. Pero si bien no reincidió, nuestro Gobierno, en su complacencia, lo nombró nada menos que jefe del Estado Mayor Central de la Marina, en el que permaneció hasta dos meses antes de terminar la guerra. En el ejército y aviación la influencia de los compañeros comunistas, llegó a ser preponderante. No así en la Marina, pese a los esfuerzos de su propaganda (cordial unas veces, hostil la mayoría) y a la protección oficial, impotencia que declararon en actos públicos, exteriorizando su indignación. A veces nuestro tesón para resistir a la acción de estos amigos decaía, y esta pasajera flaqueza de ánimo se tradujo en dimitir varias veces el cargo. Pero ni Prieto primero, ni Negrín después, la aceptaron nunca, probablemente más que por consideración a nuestra modesta persona, por la dificultad de encontrar sustituto, ya que la flota era campo peligroso para ciertos experimentos. En tierra, y aun en el Estado Mayor de la Marina, las dotaciones no 57
podían evitar ciertas cosas, pero en los barcos no estaban dispuestos a tolerar más bandera que la de todos los combatientes de la República. Esto, quizás explique que mientras en el ejército de tierra existieron sucesivamente varios Comisarios generales, en la flota fue siempre el mismo, no obstante sus reiteradas dimisiones.
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CAPÍTULO V
LA PÉRDIDA DEL NORTE. EXPLOSIÓN DEL «JAIME I»
E
los días trágicos y angustiosos en que las tropas fascistas avanzaban por Vizcaya y amenazaban Bilbao, fui a esta ciudad autorizado por el Gobierno para visitar y alentar a las dotaciones que teníamos en el Norte. La conducta del Gobierno vasco con las dotaciones del «Ciscar» y el «José Luis Díez» habían creado una situación muy difícil. Sus tripulaciones habían sido sometidas constantemente a vejaciones, y el trato del Gobierno de Aguirre, servido por el jefe de aquellas fuerzas navales del Norte, no podía ser más arbitrario. Procediendo con independencia del Gobierno central y de la Marina se había procedido a destituir el sesenta por ciento de la dotación, con el propósito evidente de poder disponer en cualquier momento de uno de nuestros barcos, que era el «José Luis Díez». Llegué a Bilbao cuando la situación militar era desesperada. Aquel mismo día el Gobierno vasco abandonaba la ciudad, estableciendo provisionalmente su sede en un pueblecito inmediato –Villaverde de Trucíos–. Cerca del monte de Archanda, sobre la misma capital vizcaína, las tropas republicanas luchaban valientemente por contener, o mejor dicho, por disminuir la velocidad del N
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avance enemigo. Aún se encontraba la gente en las calles. Al día siguiente, Bilbao presentaba un aspecto desolador. Sus calles estaban desiertas, mudas, más que por el terror, por la desesperación de su impotencia. Sus fábricas y talleres paralizados. A su agitación característica, un silencio de muerte. Este enmudecimiento ciudadano sólo lo turbaba el tronar de la artillería. Según llegué a Bilbao, busqué al jefe de las fuerzas navales, señor Navarro. Atareado, sin duda, por sus propósitos de deserción, pretendió eludir la visita y desconocer mis derechos de Comisario general. Hube de protestar enérgicamente recriminando con dureza su conducta con las dotaciones. Abandoné su despacho y pasé la noche en el Hotel Torróntegui, repleto en aquellos momentos de gente que me pareció observar eran enemigos nuestros, que esperaban, sin duda, la entrada de los fascistas. En las primeras horas de la madrugada emprendí la marcha hacia Portugalete. Toda la ruta ofrecía el mismo aspecto. Calles desiertas, fábricas paradas, soledad absoluta. En el espacio volaba la aviación enemiga. Pude contar noventa aparatos. En Portugalete arrojaron sus bombas sobre el puente colgante, sin hacer blanco. Ya desesperaba de encontrar un alma cuando al fin, desde el muelle del Abra, distinguí una lancha que salía a todo meter, y desde la cual me llamaron. Sin saber quiénes eran les hice señas, rogando se acercasen al muelle, cosa que hicieron, viendo sorprendido que eran unos pescadores de Colindres (Santander) que me conocían y que habían entrado de arribada el día anterior y, al ver lo que ocurría, salían disparados mar adentro. Les rogué me llevasen al costado del «José Luis Díez» y que me dejasen allí, cosa que hicieron muy gustosos. 62
Ya en éste, alenté a las dotaciones desde cubierta, en tanto que sus pobres baterías antiaéreas contestaban a la aviación facciosa que tiraba en aquellos momentos sobre nuestros barcos. Aquella misma noche, nuestros dos barcos, a pretexto de trasladar refugiados, zarparon rumbo a Francia, en donde desertaron el jefe de las fuerzas navales del norte, señor Navarro, y el de su Estado Mayor, señor Agulló. Antes del anochecer había salido yo para Santander, teniendo que ir por la carretera provincial que atraviesa la cuenca minera, porque la general era imposible cruzar, llena de vehículos y fugitivos. Ya en Santander, cogimos rápidos el avión que nos llevó a Cartagena; acabábamos de llegar a nuestro camarote en el crucero «Libertad» cuando una explosión terrible impresionó nuestro espíritu, penetrando una ráfaga de fuego por nuestro portillo abierto. Era la primera explosión del acorazado «Jaime I», que se hallaba a 200 metros de distancia. Me apresuré a salir a cubierta, y desde allí presencié la repetición de unas cuarenta explosiones de pólvora y proyectiles que arrojaban al aire trozos de hierro y cuerpos humanos. Fue aquél un día terriblemente trágico, en el que estuvieron a punto de volar los restantes barcos surtos en Cartagena. Más de 200 cadáveres volaron por el aire, y otros muchos marineros perecieron asfixiados en los compartimientos del buque. Un centenar de heridos fueron recogidos, de los cuales murieron bastantes a consecuencia de las heridas y quemaduras sufridas. El triste balance fue de unos trescientos muertos. La pericia de un maquinista, cuyo nombre siento no recordar, logró abrir los criptos y hundir el acorazado, evitando así la propagación de las explosiones a los demás pañoles repletos de 63
pólvora y proyectiles, lo cual hubiera dado a la catástrofe dimensiones gigantescas. Con motivo del entierro de las víctimas se suscitó un incidente con los amigos comunistas. El cementerio de Cartagena, como la casi totalidad de los servicios minicipales, estaba desatendido, y esto fue la causa de que no todas las zanjas necesarias para el entierro de los cadáveres estuviesen preparadas. Me quejé en público de esta negligencia, máxime cuando lo sucedido nos obligaba a dejar hasta el día siguiente a la mayor parte de los cadáveres sin enterrar. Sucedía esto poco después de haber conseguido los comunistas la expulsión del Gobierno de Largo Caballero, y animados, sin duda, por resultado de su actitud frente a Caballero, intentaba continuarla contra nosotros. Mi protesta, o mejor dicho mi queja, fue replicada por ellos, diciéndome que no me preocupase tanto por las tumbas, que me preocupase de otras cosas más graves y que anduviese con cuidado, porque los mismos que habían hecho saltar a Caballero me harían saltar a mí con mucho menos trabajo. La reacción fue inmediata, y el grupo que, armado con sus pistolas, se expresaba de esta manera hubo de retirarse enseguida para evitar las iras de los marineros presentes, indignados ante aquella actitud. La causa de esta posición fue que el conserje del cementerio era correligionario y... naturalmente, el correligionario estaba por encima de los cadáveres. Nada pudo aclararse respecto a las causas de la explosión del «Jaime I», no obstante la prolongada estancia en Cartagena de un magistrado del Tribunal Supremo, y las opiniones de los técnicos la atribuyeron al mal estado y descomposición de las pólvoras. El acorazado «Jaime I» fue una pérdida importantísima, si bien para navegar con él era muy difícil y muy expuesto, pues 64
dada su escasa velocidad –nueve nudos–, no podía navegar con el resto de la flota porque quedaba toda ella expuesta al fácil ataque de los submarinos alemanes e italianos, que impune y traidoramente, servían a Franco y seguían constantemente todos los movimientos de nuestra flota. Al caer Málaga fue llevado a Almería, a fin de alentar a una población cuya moral decaía con el espectáculo de los refugiados malagueños, espantados por horas y horas de marcha a través de carreteras y caminos ametrallados despiadadamente por la aviación italiana. En Almería le tocaron tres bombas de gran potencia, que no lograron pasar de las planchas protectoras, pero que averiaron el buque, causando bastantes víctimas. Hubo que remolcarlo a Cartagena, en donde iba a intentarse su reparación, pese a que el dique era útil para destructores, pero no para cruceros y menos para acorazados. Afortunadamente, poco después se compensaba esta pérdida con el hundimiento del acorazado fascista «España», gemelo del «Jaime I». Según la versión oficial, el «España» fue hundido por nuestra aviación, al ser alcanzado por una bomba que penetró por su chimenea. Según otra versión no oficial, pero acaso más exacta, el acorazado fascista, al pretender impedir la entrada al puerto de Santander de un mercante inglés, fue torpedeado por un destructor de la misma nacionalidad. Al cabo de un año, el «Jaime I» fue puesto a flote, aunque inservible ya, por el notable ingeniero naval señor Acevedo. Los cañones del acorazado de 10 c/m. fueron aprovechados en su mayoría para los guardacostas, y los cañones de 30 c/m., desmontados, quedaron durante toda la guerra en el muelle de Cartagena en espera de que el Gobierno los empleara. 65
Al finalizar el verano de 1937, se recibieron para la flota cuatro lanchas torpederas adquiridas en Rusia, único material que, además de cuatro ametralladoras de 20 m/m., recibió la flota durante la guerra. Ni siquiera pudo cambiarse la artillería anticuada del también anticuado crucero «Méndez Núñez», que no alcanzaba más de nueve mil metros, ni nuestros cañones antiaéreos, que a diario debían disparar contra la aviación enemiga, y los cuales, en los meses últimos, se hallaban inservibles, pese al cuidado y esmero de nuestros artilleros. Cerca de Málaga se perdieron algunos submarinos. Los que quedaban del tipo B, fueron retirados por inservibles. Quedaban cuatro del tipo C: el «C. 1», «C. 2», «C. 4» y «C. 6». Los «C. 3» y «C. 5» se hundieron en los primeros meses, y el «C. 6» lo hundió su tripulación al no poder salir de Gijón a causa de la avería sufrida por una bomba de la aviación. El «Ciscar», que se hallaba en Gijón, permaneció allí hasta el último día, siendo hundido por la aviación fascista. Más tarde el «C. 1» fue hundido en el puerto de Barcelona. Logróse ponerlo otra vez a flote, y allí quedó, en Barcelona, hasta el final de la guerra. Este submarino, así como los «C. 2» y «C. 4» estuvieron mandados mucho tiempo por comandantes rusos.
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CAPÍTULO VI
EL COMISARIO EN LA BASE DE CARTAGENA
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el mes de julio de 1937, cuando Indalecio Prieto, ya ministro de Defensa Nacional, estimó conveniente ampliar mis facultades de Comisario general de la flota a la base naval de Cartagena, dada la importancia militar de esta plaza, y cuyo cargo había desempeñado anteriormente, en época del Gobierno Largo Caballero, el militante socialista Crescenciano Bilbao. Desempeñaba el cargo de jefe militar de la plaza don Valentín Fuentes, habilitado de vicealmirante, quien posteriormente mandó las fuerzas navales destacadas en el norte. Nuestra intervención en la base de Cartagena, darla la amplitud de funciones que comprendía, era muy necesaria. Pero lo era más todavía en la flota, donde se imponía dar ejemplo, permaneciendo en contacto incesante con las dotaciones, por lo que preferí, a la vida cómoda en un confortable despacho cerca del refugio antiaéreo en Capitanía, la permanencia a bordo de los barcos. Atendí la misión de la base desde mi camarote, nombrando para ésta delegados de toda confianza que cumplirían lealmente mis instrucciones, en contacto permanente conmigo. Al arsenal fue enviado el diputado socialista de Murcia, Melchor Guerrero, y al regimiento naval, el diputado de Almería y superviviente del ORRÍA
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«Jaime I», Gabriel Pradal. Para los demás regimientos y puestos de importancia se designaron otros tantos delegados de confianza, ejerciendo el cargo de enlace con la jefatura militar el más sensato de todos, Manuel Naranjo, antiguo auxiliar de máquinas de la Armada (muerto por la aviación italiana en Bizerta en uno de los bombardeos de aquella base). De esta suerte quedaban unidas la flota y la base, si no militarmente, al menos políticamente, y sin abandonar la primera, aprovechaba los ratos libres para alentar a las fuerzas de tierra. Fue así como la producción se duplicó y la moral y disciplina general se fortalecieron. Quiero citar un caso que da fe de nuestra conducta en la base. En una de mis visitas a ésta me encontré en el despacho de nuestro enlace en Capitanía a cuatro señoras que pedían suplicantes al señor Naranjo una entrevista conmigo. Tratábase de las antiguas monjas del hospital de la Marina, expulsadas al comenzar la sublevación, y recluídas después en el Colegio Francés, convertido en una especie de asilo. «Queríamos verle, me dijeron, porque hemos oído hablar de su rectitud y gran bondad para los humildes. Somos las monjas del hospital de Marina, que hoy nos morimos de hambre, y queríamos suplicarle que nos colocase de nuevo, aunque fuese como fregadoras». En efecto, su aspecto era lamentabilísimo, y, aunque no vestían los hábitos, denotaban su condición de religiosas. Sus cuerpos depauperados, cubiertos de harapos, expresaban elocuentemente su lamentable situación. Les hablé afablemente, lamentando su estado, del cual eran responsables los grandes jerarcas de la Iglesia, corrompidos y aliados a los poderosos. Les di doscientas pesetas, prometiendo hacer por ellas lo que fuera posible. 70
Aquellas monjas, humildes ovejas del dios de los ricos, se acordaban de dos graves operaciones que el eminente doctor Vicente Quintana me había hecho en Santander, con riesgo de mi vida. Inútilmente estas monjas se habían esforzado porque recibiera los auxilios religiosos. Sin embargo, me habían atendido solícitas y cariñosas y mi gratitud para ellas era inmensa. Pedí al director del hospital la readmisión de aquellas monjas –ya que no lo eran, pues por su condición humana y de mujeres tenían derecho a la vida–. El director médico –fascista como otros muchos–, no accedió a mi petición, expresando por oficio su negativa, y sin duda por afán de méritos, comentaba nuestra debilidad al atender a aquellas desgraciadas. Es probable que después, victorioso Franco, haya blasonado de los enfermos y heridos a cuya muerte contribuyó; pero también es posible que las infelices monjas le recuerden también su cobardía de hombre y su traición como jesuíta y fascista. En marzo de 1938, la base naval tuvo también su crisis política, provocada al cambiar de nuevo los mandos militares. Cesó el que era jefe, para pasar a ocupar el cargo de subsecretario de Marina, sustituyéndole el antiguo teniente de navío don Antonio Ruiz, que había sido jefe de la base en los primeros meses de la sublevación y más tarde subsecretario de Marina. En cumplimiento de un deber elemental me presenté ante él para ofrecerle mis respetos y colaboración, pero este señor, que aunque republicano poseía un temperamento muy semejante al de los viejos jefes militares, me contestó con mucha corrección, pero con toda claridad, que con arreglo al decreto de mando único creado en aquella base por el anterior jefe de Gobierno, señor Largo Caballero, allí no podía haber más jefe militar ni más delegado político que él. 71
Era sumamente fácil haber reaccionado contra esta actitud e incluso la radio de Franco llegó a anunciar que nos habíamos sublevado. Pero opté por retirarme y exponer el caso al ministro que había hecho el nombramiento, Indalecio Prieto, al que pusimos en grave apuro, ya que tampoco quería destituir al jefe que acababa de nombrar. «No se apure usted por esto –le dije–, pues me dimite a mí y asunto terminado». Así lo hizo, quedando limitadas mis funciones a la flota, cuyo servicio era más peligroso y necesario. La «Gaceta» publicó mi dimisión «voluntaria», y tan pronto como fue conocida oficialmente en Cartagena, dejando sin efecto los nombramientos hechos a propuesta mía, fueron destituídos fulminantemente los delegados de la base, sin permitirles siquiera despedirse del personal y obligándoles a abandonar a media noche los respectivos departamentos. Al fin se había conseguido asestar una buena estocada en la base al Comisario político, sin el cual siguió actuando aquella zona hasta el final de la guerra, actuando impunemente fascistas y comunistas en disputa de puestos, y cuyo epílogo sangriento fue la sublevación de marzo de 1939. Hubo un simulacro de protesta del Frente Popular de Cartagena contra mi destitución. Pero las cosas no pasaron adelante. A muchos de ellos no les interesaba el cargo, y a otros –sindicalistas y comunistas– si les importaba, sobre todo por lo que se refiere a los amigos comunistas, era con vistas a imponer uno de los suyos. También entre los jefes de la flota tuvo el acto repercusiones, algunos de los cuales habían olvidado al hombre a quien debían la vida, y comenzaban a expresarse públicamente contra el Comisario político, afirmando que así como habían desaparecido 72
de la base, serían eliminados de la flota, aunque pronto recobraron la prudencia al observar la reacción de las dotaciones dispuestas a no tolerar la desaparición de los Comisarios si se hubiera intentado. He aquí, a título documental, una de las circulares que dirigí a los soldados y marinos de la base: El Comisario general de las fuerzas de Cartagena y de la flota republicana, a todos los soldados y marinos. Compañeros todos: En esta circular, que deberá ser leída ante las fuerzas formadas en los cuarteles y en los barcos de nuestra flota, llamo al deber y a la conciencia de todos para que nadie se excuse en el sacrificio que la guerra nos exige y nos impone a todos. Vuestro comisario general, forjado en la larga lucha por la libertad del pueblo, ha puesto y pone ante todos vosotros lo que puede poner, que es la voluntad y su ejemplo. Con su respeto y su ayuda a nuestros jefes ponemos a la vez nuestra fe y nuestro cariño a los de abajo, a los que dan su sudor y su sangre por la libertad y la independencia de España. Hemos trazado una conducta austera y una línea política que no podía, ni puede, ni debe ser otra que la de todos los combatientes de España y de la República. Una línea política de absoluta abnegación y absoluta disciplina. Una línea política en la que entren todos, sin salir ninguno, de los que aman a España y sus libertades. Una línea política de moral y de combate en que podemos y debemos abrazarnos todos los combatientes. Línea política de reforzamiento constante al mando leal. Una línea política que, en resumen, nos permite presentar como ejemplo una flota gastada por su trabajo incesante, pero magnífico por su unidad, su limpieza, su formación, 73
su disciplina, su organización de combate y su acatamiento admirable a las órdenes del mando para todas las empresas, por difíciles que sean. Esto mismo ocurre en los regimientos y departamentos de nuestra base, aumentando la producción considerablemente, y esto mismo se observa en todas las unidades a donde llega nuestra línea, recta como una flecha, lanzada contra el enemigo. Pero, aun conociendo y admirando todos estos avances, hay todavía insensatos cuyas células y grupos persisten en su labor de entorpecer nuestra obra. En vez de seguir esta línea que representa el espíritu libertador y señero de todos los combatientes, se empeñan en actuar por su cuenta, con perjuicio de todos, sin querer comprender que la hora actual no es la hora de los partidos y grupos, sino la hora del trabajo, de la hermandad y el sacrificio de todos. Por eso llamo a la conciencia de todos para decir que, junto al Mando y Comisario político, que debe ser y ha de ser ejemplo espejo de todos cuantos brinden su vida a España y a la República, han de seguir esa línea, como a las palabras han de seguir los hechos. Este Comisario general, cuyos sentimientos humanos no admiten lección de nadie, no vacilará en reclamar el envío a las brigadas disciplinarias a quienes quieran burlarla, pues nuestra bondad debe ser infinita para los abnegados y los buenos, pero ha ser dura e inexorable con los que burlan ese deber. Por la libertad y la independencia de España. ¡Viva la República! –El Comisario general. A bordo del crucero «Libertad», 20 de agosto de 1937».
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CAPÍTULO VII
EL COMBATE DE CHERCHELL
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flota, alineada por su capitana el «Libertad», surcaba con frecuencia las aguas tranquilas del Mediterráneo en misión de guerra; unas veces, para explorar y defender las costas; otras, para proteger convoyes de material de guerra y de víveres. El trabajo que se imponía a barcos y dotaciones era agobiador, ya que con mucha frecuencia se entraba en puerto después de una navegación de 48 horas, en las que se recorrían setecientas millas, y la mayor parte de las veces resistiendo los ataques de la aviación enemiga. Estas jornadas abrumadoras no eran seguidas del necesario descanso, sino que al día siguiente debía salirse de nuevo a buscar al enemigo o a esperar el correspondiente convoy. La flota se alineaba con su capitana «El Libertad» –que llevó el peso mayor de la guerra–, «Méndez Núñez», «Lepanto», «Antequera», «Miranda», «Valdés», «Churruca», «Alcalá Galiano», «Gravina» y «Sánchez Barcáiztegui». El «Cervantes» permaneció en reparación en los diques, durante 14 meses, y el «Ciscar» pereció en Gijón. El «José Luis» estaba en Francia, aumentándose en cambio la flota con el «Jorge Juan» y el «Ulloa», botados en Cartagena. En el curso de la guerra, la flota acompañó desde muy lejos a 35 barcos cargados de material, cañones, fusiles, municiones y A
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bombas de todos los tamaños. Valiosos cargamentos, pero muy inferiores a los que Alemania e Italia enviaban por los puertos del Norte, los de Cádiz, Huelva y Algeciras. El 7 de septiembre de 1937, navegaba nuestra flota por las cercanías de Argel, en cuyas aguas, cerca de Cherchell, debíamos recoger dos barcos, el «Aldecoa» y el «Satrústegui», cargados de víveres. Con perfección absoluta se había realizado la orden de operaciones, encontrando a ambos barcos a la hora señalada y en el lugar convenido. Habíanse destacado para recogerlos dos de los destructores, y el «Libertad» y «Méndez Núñez» cruzaban a distancia, en espera de reunirse todos con los dos mercantes, rumbo a Cartagena. Divisábamos ya las siluetas de los destructores y mercantes cuando por el Este observamos los contornos de otro barco, que parecía el «Canarias». No se destacaba en él ninguna bandera, y una densa bruma lo envolvía. Eran las once de la mañana. Tocóse zafarrancho de combate, y los cañones del «Libertad», enfilados presurosamente, acechaban celosos los movimientos del presunto enemigo. El telémetro marcaba la distancia de 15.000 metros. Aunque nuestro Mando tenía la convicción de que era el «Canarias», no se precipitó a ordenar que abriera fuego, temeroso de que fuera un barco extranjero, pues la falta de bandera, como decimos, no permitía identificarlo. La expectación y espera no debía durar mucho tiempo, ya que el enemigo, cuando consideró que estábamos bien centrados, rompió el fuego con sus torres del 20 c/m. Sus proyectiles, levantando columnas de agua, nos salpicaban y mojaban el rostro, cayendo a menos de 20 metros de distancia de nosotros. Arteramente, haciendo honor al signo fatídico de toda su campaña, comenzaban los facciosos el ataque a nuestra 78
escuadra. Pero no se había apagado aún el eco de los primeros cañonazos cuando el «Libertad» había replicado con sus cañones del 151/2 c/m. Era el primer combate que, en las apacibles aguas del Mediterráneo, frente a la costa francesa de Argelia, libraba nuestra escuadra con el enemigo. Los marinos, jefes y oficiales, fieles a la República, se aprestaban, estoicos a verter su sangre y a inmolar sus vidas por la causa sagrada y sublime de la libertad. El almirante, don Miguel Buiza, marino heroico, persona bonísima, ordenaba sereno e imperturbable desde el puente del «Libertad». Su jefe de Estado Mayor, señor Junquera, transmitía las órdenes. Junto a ellos, dominado por la emoción de aquel momento magníficamente histórico, cumplía mi deber de Comisario. Empezaba el combate. Frente a nosotros, el «Canarias», muy superior técnicamente a nuestros barcos y protegido por la aviación. Contra los facciosos, nuestro crucero «Libertad», luchando en realidad solo, ya que el «Méndez Núñez», por su retrasado andar, y su artillería vieja, que no alcanzaba más de los nueve mil metros, no constituía una ayuda, y sí un estorbo. Los destructores se hallaban aún a más de 20.000 metros. Pese a las condiciones de inferioridad, aceptamos gustosos el combate. Nosotros y la dotación. Ésta, con tanto entusiasmo como su oficialidad y comisarios. Había llegado el instante excepcional en la vida de un pueblo de inmolar por éste cuanto se posee y lo que es digno de estimación. Sea cual fuere el resultado del combate, una cosa sería indiscutible: que los marinos republicanos encarnaban en el siglo XX el espíritu heroico y maravilloso de nuestras antiguas dotaciones que mostraron su heroismo con aquellos gloriosos jefes que se llamaron Churruca, Gravina y Méndez Núñez. 79
Al comenzar la acción de la artillería, mandóse ondear, según las reglas de la guerra marítima, la bandera de combate. Debía hacerlo el timonel marinero. La magnificencia del momento y el nerviosismo propio de la acción, parecían dificultar la maniobra. La grande y hermosa bandera enredábase entre las drizas, tardaba en subir y ondear, y, al fin, al tremolar en el espacio rasgóse. Marchaba presuroso hacia el marinero con propósito de alentarlo, cuando admirado contemplo, cómo cuadrándose soberbiamente ante la enseña, ya desplegada al viento, gritó enrojeciendo de ira: «¡Rómpete, pero no te rindas!» Aquel grito emocionado y viril era el grito colectivo, la expresión indomable de todos aquellos marinos que, batiéndose gloriosamente, pusieron fuera de combate, obligándole a huir, al mejor barco de la escuadra facciosa. Durante cerca de cuarenta minutos se prolongó la acción. Los ocho cañones del «Libertad» disparaban sus andanadas, sin errar sus tiros. El crucero rugía al lanzar sus bocanadas de fuego, brincaba sobre las olas, parecía revolverse, como si le agitara idéntica pasión y furor que a sus tripulantes. Un antiguo cabo de artillería, don Eugenio Portas, hombre sencillo y excelente, tenía a su cargo la dirección de tiro. Pronto acertó a colocar una salva de proyectiles en el puente del «Canarias», causando bajas y destrozos en el enemigo. El «Canarias», por su parte, disparaba contra nosotros, pero con pésima puntería, pues salvo los primeros proyectiles que cayeron cerca del buque, los demás caían o muy cortos o excesivamente largos. Pronto cesó de hacer fuego y emprendió veloz huída, perseguido temerariamente por el «Libertad», que pronto, a causa de la inferior velocidad de su marcha, hubo de renunciar a la caza. Pocos minutos después aparecía la aviación, arrojándonos una docena de bombas, una de las cuales cayó cerca 80
de popa levantándose el barco enormemente, sin duda por la explosión de la bomba, pero sin daño alguno. Aquel mismo día, a las dos de la tarde, se reanudaba el combate con otro de los cruceros fascistas, que rondaba las aguas mediterráneas en espera del convoy que protegíamos. Apenas terminábamos de comer cuando apareció el «Baleares», el cual, a una distancia de 18.000 metros, abrió fuego contra nosotros. Respondió el «Libertad» rápidamente, el almirante ordenó a nuestros destructores, ahora cerca de nosotros, que atacasen con torpedos. A los diez minutos, el «Baleares» emprendió la huída, batiéndose en retirada contra los destructores que intentaban tomar posición de ataque sin llegar a él, ya que durante el día era peligrosísimo acercarse a un crucero moderno, cuya artillería alcanzaba a 24.000 metros. Acababa de retirarse el «Baleares» cuando apareció de nuevo la aviación enemiga, atacándonos ahora con aviones de bombardeo y aviones torpederos, que por tirar en plano inclinado, no necesitan colocarse en la vertical. Dos de nuestros destructores, el «Lepanto» y el «Jorge Juan», quedaron envueltos en una enorme columna de humo, creyendo por algunos instantes que ambos habían sido hundidos. Pronto reaparecieron ante nuestra vista, sin que hubieran sido tocados por los torpedos enemigos. Habían terminado los combates aquel día. Formada en línea de combate, dispuesta siempre a enfrentarse con el enemigo, orgullosas sus tripulaciones de la victoria lograda y enardecida en su entusiasmo, regresó la flota a Cartagena en las primeras horas del amanecer, sin otra novedad que la pérdida de dos mercantes, cuyos mandos acobardados al iniciarse el combate, en lugar de seguir rumbo a Cartagena, mientras nosotros teníamos a raya al 81
enemigo, acercáronse presurosos a tierra, embarrancando uno en la costa francesa e internándose el otro en Bona. Al entrar en el puerto y desde el castillo de popa del «Libertad», dirigimos una arenga encendida a aquellos valientes marinos, abnegados y heroicos, que al día siguiente por la mañana habrían de aguantar de nuevo, al pie de sus antiaéreos, los ataques constantes de la aviación italo-germana, que buscaba afanosa objetivo tan esencial como era la destrucción y hundimiento de nuestra flota.
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CAPÍTULO VIII
EN ACCIÓN
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acciones se desarrollaron en el mes de septiembre, cuyo relato, en aras de absoluta veracidad, dejo a la pluma de dos comisarios de la flota que, en sendos informes oficiales, los refieren con absoluta exactitud. IVERSAS
Informe al Comisario general. En la mar, a bordo del «Almirante Antequera», el 20 de septiembre de 1937. Estimado compañero y jefe: Tengo el honor de comunicarle el informe que se refiere a la comisión ejecutada por estas flotillas de destructores. El día 14, a las 19:30, largamos amarras y nos hicimos a la mar los destructores «Gravina», «Sánchez», «Escaño» y «Antequera», poniendo rumbo a Valencia, donde, según instrucciones de ese Mando, debíamos ponernos a las órdenes del jefe de Estado Mayor de Marina. Llegamos sin novedad a dicho puerto y amarramos como de costumbre, separados unos de otros. La comisión que por lo visto se nos encomendaba al día siguiente era la de convoyar a Barcelo85
na los vapores «Guecho», «Río Segre» y «España Número 3». Tres cacharros que, además de ir vacíos, andaban menos que una tortuga. Así, pues, el plan de operaciones hubo que dictarlo al andar del «Segre», que no caminaba más de 3 nudos. ¿No le parece a usted que, además de ridículo, es doblemente peligroso exponer cuatro destructores para una operación tan sencilla como la de trasladar tres barcos de Valencia a Barcelona, cuando pueden hacerlo ellos solos costeando y sin llamar la atención para nada al enemigo, mientras que de la otra forma hay que llamarla exponiendo cuatro destructores que han de ir a paso de tortuga, expuestos a toda clase de peligros, además del gasto que supone? Todo esto, porque unos camaradas sin moral y sin espíritu no quieren salir a la mar en travesías tan cortas y tan sencillas como la de Valencia a Barcelona, que la pueden hacer en dos escalas de noche. Hora es ya de desenmascarar a los cobardes, que con su cobardía sabotean a la República, buscando para sustituirlos dotaciones abnegadas, que las tenemos en nuestra flota, y que estoy seguro que se prestarán voluntariamente. A la hora de salir, 6 y 30 de la tarde, se le enredó una cadena de ancla de una de las patanas fruteras, que tanto abundan en aquel puerto, en la hélice del «Escaño», y después de esperar un buen rato nos comunicaron que necesitaban un buzo para aclararse, por lo que decidimos salir sin este destructor; pero, al mismo tiempo uno de los mercantes, el «Guecho», nos comunicó que tampoco podía salir porque tenía empachada su maniobra de anclas con el «Escaño», en vista de lo cual y por ser demasiado tarde decidimos aplazar la salida 24 horas. Brutal bombardeo. –Serían aproximadamente las 19 y 30 de la noche cuando las sirenas tocaron alarma. Efectivamente, enseguida hicieron su entrada en el Grao tres trimotores con las
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luces encendidas que dejaron caer un buen número de bombas. Sin duda, debían saber que estábamos allí y venían a por nosotros. Funcionaron los proyectores y las baterías antiaéreas de tierra, que son muy pocas, tirando también los cuatro destructores. Los tres trimotores se alejaron una vez arrojada su carga, pero ya desde entonces y con intervalos de 15 a 20 minutos comenzaron a llegar otros (debían ser de Palma). No recuerdo bombardeo más brutal, pues duró casi sin interrupción desde las 19.30 hasta las 22.30, cayendo sobre la dársena del puerto y las casas próximas docenas y docenas de bombas de todos los tamaños, muchas de ellas incendiarias. Desde el primer momento nos dedicamos a recorrer los buques, animando a nuestra gente, que se portó magníficamente, unos al pie de los antiaéreos, otros en tierra, recogiendo muertos y heridos, apagando incendios y localizando elementos de la quinta columna que desde los terrados hacían señas con luces a la aviación enemiga. Como, además, la noche estaba clara, el enemigo nos debía ver, porque alrededor de los cuatro destructores cayeron infinidad de bombas, alcanzando al mercante «Guecho», que fue hundido. Una de las bombas alcanzó también al «Escaño», que, por fortuna, no dio en partes vitales, pero que hundió una de las planchas del costado de babor, averiando a la vez una caldera, por lo que al día siguiente hubo que meterle en dique para repararle provisionalmente, para que pueda ir a nuestra base y repararlo definitivamente. En los cuatro destructores hemos tenido víctimas, y principalmente en el «Escaño» y el «Antequera», alcanzando un total de 10 muertos y 16 heridos. Debiendo hacer constar que todos sin excepción se portaron bien, y principalmente los comisarios que estuvieron incansables toda la noche.
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Al día siguiente, a las 5 y 30 de la tarde, salimos para Barcelona con el convoy, excepto el «Guecho», que, como digo, fue hundido, dejando el «Escaño» para reparación provisional, por lo cual fuimos con los dos mercantes los tres destructores «Antequera», «Sánchez» y «Gravina». Como el andar tenía que ser lentísimo, dado el de los mercantes, los dejamos en Tarragona seguros, por estar a dos pasos de Barcelona, entrando nosotros en este último, de donde debíamos salir enseguida con otro convoy de otros dos barcos para Mahón. Esto del convoy a Mahón ha sido una verdadera vergüenza, pues a juzgar con el «secreto» que se preparó, debió de intervenir en él toda Barcelona, siendo así tan lamentable el resultado que ha tenido, por lo que creo que en lugar de prepararlo para Mahón, lo debieron preparar para Palma de Mallorca, donde fueron a parar al fin. Se nos dijo en Valencia que al llegar a Barcelona lo tendrían todo preparado, y, según llegamos, nos dirigimos a los capitanes de dichos barcos, que eran el «Sister» y el «Jaime II»; pero en dichos barcos no encontramos persona responsable alguna. Al fin, y después de buscarlos mucho, se presentaron alegando que tenían conflictos sociales a bordo, mostrando su poca voluntad en salir, pero luego vino el delegado marítimo diciendo que todo estaba resuelto. La salida para Mahón de estos barcos lo sabía todo Barcelona, y el día que zarpamos, dentro y fuera de la valla del puerto, había cientos de señoritas que despedían a los pasajeros y militares que llevaban estos barcos. Así pudo salir de Palma tranquilamente a nuestro encuentro el «Canarias» o el «Baleares», pues la luna llena escogida sin duda por nuestro Estado Mayor para que nos viese mejor el enemigo– alumbraba el horizonte como si fuese de día. ¿No es hora ya de que el Gobierno sepa qué consejeros tiene? «A las 9,30 de la noche habíamos dejado el 88
puerto de Barcelona y navegábamos rumbo a Mahón, a unas 30 millas de Montjuitch, cuando vimos que nos cruzaba la proa un barco grande de guerra, distinguiendo enseguida en él al «Canarias» o al «Baleares». Inmediatamente nuestros pequeños y frágiles destructores «Antequera» y «Gravina» se dispusieron al ataque con torpedos, llegando temerariamente a unos 2.000 metros de distancia del «Canarias», lanzando los torpedos a destiempo y con demasiada precipitación, por lo que se frustró nuestro ataque, viéndonos durante mucho tiempo bajo el fuego enemigo, que nos lanzó también torpedos y nos disparó no sólo con su artillería del 20, sino con todas sus armas. Perdido ya de vista el gigante enemigo, nos dedicamos a la busca de nuestro convoy, que le perdimos de vista durante el combate con el «Canarias», pero en las 100 millas que recorrimos no le volvimos a ver, por lo que hay que suponer –cuerdamente pensando– que aprovechó aquel instante para correr hacia Palma de Mallorca a entregarse al enemigo en vez de irse a Mahón, donde pudo hacerlo perfectamente en las tres horas que nosotros tuvimos entretenido al «Canarias»; pero, como digo al principio, el convoy lo organizaron en Barcelona para que fuese a entregarse a Franco y no a la zona de la República. Nuestro ataque al «Canarias» se caracterizó por un excesivo nerviosismo en los mandos, que sin duda querían salir pronto de aquel peligroso encuentro, que si ciertamente lo era, de tres barquitos con aquel gigante, pudo no obstante perecer éste, si nuestros mandos no se aceleran. Lo que tiene el honor de informarle su compañero y subordinado. El Comisario político de la flotilla de destructores, PEDRO MARCOS.
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Informe al Comisario general de la flota. En la mar, 20 de septiembre de 1937, a bordo del «Antequera». Estimado compañero y jefe: Reiteradamente he informado a usted de observaciones efectuadas y relacionadas con los defectos orgánicos que, a mi juicio, padecía y padece todo el sistema combativo de nuestra flota de guerra. Técnicamente nada podía concretarle por carecer de esos conocimientos, pero lo he hecho y lo hago de una manera objetiva, para que vea usted si arriba quieren enterarse en saber de una vez hasta qué punto estaremos asistidos del mando técnico, pues creo que los comisarios políticos, como todos los demás hombres leales a la República, no podemos estar a merced de quienes, salvo honrosas excepciones, sienten muy poco amor a la causa de la República. En la noche del 18 al 19 de los corrientes, y en ocasión de que tres destructores, «Antequera», «Gravina» y «Sánchez» protegían el convoy que se dirigía de Barcelona a Mahón, a las 21 horas próximamente, nos apareció por la proa el crucero enemigo «Canarias» o «Baleares», cuya silueta destacaba magníficamente al reflejo de la luna. Según la orden de operaciones, para efectuar dicha protección al convoy, que eran los mercantes «Jaime II» y «Sister» –en el caso de encontrarnos con el enemigo– el «Antequera» y el «Gravina» le atacarían, mientras que el «Sánchez» llevaría el convoy a sitio seguro. Apareció, pues, el crucero enemigo a una distancia de ocho a nueve mil metros, y acto seguido se dio la señal de enemi-
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go a la vista, así como su distancia y demora, e inmediatamente nos separamos del convoy, al objeto de tomar posiciones de ataque con torpedos. El «Gravina» se incorporó, o mejor dicho, creo que trató de incorporarse por la popa del «Antequera», para efectuar el ataque indicado, pero no sé lo que debió ocurrirle, porque, a pesar de las reiteradas órdenes de ataque, no lo efectuó, dando lugar a que el enemigo no tuviese más objetivo que el «Antequera» durante mucho tiempo. Si el «Gravina» hubiese efectuado el ataque con sus torpedos, así como el «Sánchez», que viéndonos en peligro dejó el convoy y acudió demasiado tarde, es muy seguro que el gran crucero enemigo lo hubiese pasado mal. El «Antequera» atacó con sus torpedos a una distancia de 2.000 a 2.500 metros, exponiéndose temerariamente a tan corta distancia de aquel monstruo, que debió de oír los gritos de «¡Viva la República!» que daba nuestra dotación; pero nuestro ataque fue nulo completamente, y puso de manifiesto (esto es lo que quiero llamar la atención) el nerviosismo, la contradicción o algo peor... de algunos mandos, pues una vez que pudimos hacer el ataque a tan corta distancia, de hacerse ordenada y conscientemente, hubiésemos dado con los torpedos en el corazón del crucero enemigo. Se lanzaron sólo dos torpedos, muy mal tirados y con un gran barullo en las órdenes, sin tener los datos concretos y sin fijar posiciones exactas. A mi juicio, se tiró de cualquier manera y a destiempo, con el solo deseo de salir pronto del peligro en que nos encontrábamos. Según instrucciones reservadas para el ataque con torpedos, éstos deben efectuarse a rumbos encontrados, y cuando sea
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necesario efectuarlo a rumbos paralelos, es necesario cambiar los datos en los aparatos de la puntería de los tubos de lanzar. En todo momento los citados aparatos de puntería llevan unos valores determinados, dados con anterioridad para ataques con rumbos encontrados, y, por lo tanto, cuando esto no se efectúa de todas formas hay que comunicarlo al jefe de torpedos para hacer las correcciones oportunas. Así es que desde el puente se daban órdenes de fuego con los torpedos, y el jefe de éstos alega que sus instrucciones son de no hacer fuego hasta el instante en que el blanco no pase por el anteojo del aparato de puntería, y como dicho jefe, por la posición que ocupa en el puesto de mando (no podía, según él, ver el rumbo del enemigo, ni el mando del puente se lo comunicaba tampoco), hizo al fin fuego a destiempo ante la insistencia de las órdenes sin precisar puntería. Estuvimos bajo el fuego del crucero enemigo más de dos horas, lanzándonos dos torpedos y disparándonos con su artillería del 20 y sus cañones antisubmarinos y sus antiaéreos. Nos disparaba con todas sus armas, y desde luego, no puede enorgullecerse un crucero acorazado combatiendo con tres frágiles destructores, cuya pobre artillería no pasa del doce y medio, mientras que la del enemigo pasa del 20 y con mucho mayor alcance, viéndonos en plena luz como si fuese de día. De todo esto yo resumo lo siguiente: 1º Que aunque la flota ha mejorado mucho, tiene aún que mejorar más, exigiendo del mando técnico el máximo de esfuerzo y sacrificio, pues no se puede admitir que nadie esté con un pie en la República y con el otro cerca de Franco, para lo cual se precisa una reorganización a fondo en nuestros mandos; 2º Que me parece una insensatez, o cosa peor, mandar proteger y mandar convoyes en plena luna, con tres destructores,
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que si en noche obscura son peligrosos para el mejor acorazado, de día o casi de día, como es en plena luna, pueden ser carne segura para el «Canarias» o el «Baleares» que, además de ser casi tan ligeros como nosotros, tienen no ya sus torpedos, sino su artillería del 20 que puede batirnos impunemente sin que le lleguen los nuestros. Creo que a los comisarios se les hace difícil su misión si no se les da el poder necesario para actuar enérgicamente en los casos de duda o desmoralización, imponiéndose a quien vacile, por muy mando que sea en el orden técnico, pues subleva, como le digo, tener que presenciar en hechos como éste las dudas y la poca serenidad del mando, mientras que la gloriosa marinería lanza heroicamente sus «¡Vivas a la República!». Es mi deber informarle, pues siendo usted nuestro jefe político y el hombre de confianza que tiene el Gobierno en la flota, a usted es al que tienen el deber de escuchar. Por la libertad y la independencia de nuestra Patria, le saluda su compañero y subordinado. El Comisario político del «Almirante Antequera», SALVADOR ROS.
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CAPÍTULO IX
CAMBIOS DE MANDO Y DIVERSOS DOCUMENTOS
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28 de diciembre de 1937 se verificaron cambios de mando en la flota. Cesó el almirante, don Miguel Buiza, a quien sustituyó don Luis G. Ubieta, que había sido hasta entonces jefe del Estado Mayor Central y comandante del «Cervantes» cuando éste fue torpedeado. A la jefatura del Estado Mayor Central fue enviado don Pedro Prado, antiguo jefe de operaciones en el norte, y últimamente comandante del «Méndez Núñez». Cesaba también el señor Junquera, jefe del Estado Mayor de la flota, cargo que pasaba a ser desempeñado por don Horacio Pérez. Los amigos comunistas, conquistada para uno de los suyos la jefatura del Estado Mayor, juzgaron la ocasión propicia para apoderarse de la flota y someterla a su hegemonía, por lo que reanudaron la ofensiva contra mí, en nuestra calidad de Comisario general, a fin de obtener nuestra destitución, lo que no lograron, a pesar de que me hubiera sido grata la victoria, ya que reiteradamente dimití ante Prieto y Negrín, sin que ninguno accediera a mis insistentes deseos. Aprovechábanse del Estado Mayor Central para, desde él, expedir todo el material de propaganda, que por nuestra parte L
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denunciábamos y rechazábamos. No era ajeno a esta labor algún amigo moscovita, a cuyo jefe, que residía en la base de Cartagena, hubimos de pedirle una conducta más clara en una entrevista que celebramos. Sabíamos que los intérpretes acudían a las reuniones del Comité comarcal transmitiendo y recibiendo órdenes, las cuales posteriormente se reflejaban en las actividades dentro de la flota. En la entrevista a que me refiero le exhorté a que cesara esa conducta, pues mientras estuviera en la flota no aceptaría la realización de actos que consideraba incompatibles con el sentido de nuestra lucha. El jefe ruso hizo protestas de sinceridad. Sin embargo, la propaganda se realizaba ahora obedeciendo a órdenes más superiores. No todos los rusos –y eran pocos–, inspiraban sus actos en ese espíritu de proselitismo a que hacemos referencia. Hubo entre ellos uno que nos llamó un día a su despacho en la base para decirnos que él no era comunista y que se hallaba totalmente identificado con nuestro proceder. Y, en prueba de ello, un día expulsó de su despacho de la base a una comisión de comunistas que acudía a requerir su ayuda. Desgraciadamente, este jefe duró poco, pues fue llamado a Rusia inmediatamente. Por su imparcialidad y su capacidad técnica le testimoniamos un día nuestra simpatía, desagraviándolo de las vejaciones a que le sometían desde el Gobierno. *** La situación de la República, en el orden militar, había llegado a ser trágica. En todos los frentes las tropas fascistas avanzaban arrolladoramente, provistas de material en abundancia, bien 98
protegidas por la aviación y precedidas de secciones de tanques. Por nuestra parte, poco era lo que había que oponer, salvo el indomable espíritu de nuestros soldados, que sucumbían en los frentes en una lucha extraordinariamente desigual. En la flota se reflejaban con intensidad las mismas emociones y sentimientos que embargaban a los combatientes de tierra. Un día exterioricé mis propios pensamientos al ministro de Defensa, en la siguiente carta: Al ministro de Defensa Nacional. Crucero «Libertad», 20 de febrero de 1938. «Mi estimado amigo: Comprendo toda su amargura por cuanto estamos sufriendo. El enemigo avanza siempre cubierto por cientos de aviones, mientras nosotros nos limitamos a resistir retrocediendo. ¿No es hora ya de decirles a esos amigos que no alarguen nuestra agonía? Mientras Italia y Alemania se lo dan todo a Franco, a nosotros se nos niega o lo dan con cuenta gotas, a precio de oro, y, además, hay que callarse. Yo, amigo Prieto, estoy dispuesto a hacer lo que quieran, con sólo una condición: ¡Que no se juegue más con nosotros y que se nos dé el material preciso, como se lo dan a ellos Italia y Alemania, y si no es así, a morir los caballeros, pero a morir dignamente y no como estamos muriendo! Perdone usted, mi querido amigo, este lenguaje mío y sabe lo estima de veras su compañero, BRUNO ALONSO.
* * * No sólo atendían los Comisarios a la conservación. de la moral combativa de las dotaciones de todos los barcos, y a la consolidación de una disciplina rígida, sino que aprovechaban todos 99
los medios y ocasiones para elevar su nivel cultural y reforzar sus fundamentos educativos. En este sentido, se obtuvieron grandes progresos en poco tiempo y por ello hube de dirigir a las tripulaciones la siguiente circular: El Comisario general de la flota a todas las dotaciones: Camaradas: Con viva satisfacción observa este Comisario los progresos que cada día hacen nuestros marinos en cuanto se refiere a su cultura, moral y disciplina. Este progreso, que yo proclamo ante vosotros, se aprecia bien claramente en las múltiples actividades de todos los compañeros. En la corrección y limpieza del personal; en la lectura y las clases de a bordo; en el trato y comportamiento de cada uno; en el aseo y cuidado del barco, de sus piezas y de sus servicios que revistados por el mando, nada tienen que envidiar a ninguna otra marina. Todo esto es, sin duda, el producto de un esfuerzo continuado de todos cuantos formamos estas fuerzas de la flota. En este esfuerzo nos fundimos todos. Mandos y dotaciones que ponen en sus palabras ¡sus hechos! Es la grata consecuencia de una conducta austera y heroica, de una política justa y una hermandad verdadera en la que nadie se siente excluído y todos nos sentimos hermanos. Sin embargo, hay que insistir en la obra, llamando la atención de todos para que no pierda nadie el espíritu que informa nuestro sacrificio. Tiene un alto valor militar, por demás interesante, ver a nuestras dotaciones encuadradas en sus deberes como tales militares, y lo tiene, además, porque sólo de esta manera puede tener eficacia toda fuerza militar; pero con ser tanto esto, no sería perfecto si no respondiese a la vez al espíritu republicano del pueblo que da su vida antes que ser esclavo. 100
Pido, pues, a todos que en la práctica de su deber, del rango y la jerarquía –mucho más responsable cuanto más alto sea– se tenga siempre presente nuestra sencillez y nuestra camaradería. Rápidos y obedientes en todos nuestros servicios, atentos y fraternales en el trato y la relación que corresponde a unos hombres que defienden la misma causa. Este trato cordial de sencillez y de hermanos, después de la rigidez que impone el deber a todos en los actos de servicio, no impide ni está reñido con la energía tajante para aquellos que lo dejen incumplido. Dotaciones de la flota. Inferiores y superiores: El progreso indiscutible de moral y disciplina, de trabajo y eficacia nos permite presentarnos dignamente ante cualquier extranjero. Mantengamos y acrecentemos, junto a este progreso militar de nuestros barcos, el espíritu de nuestra guerra y el amor a la República. El deber y el sacrificio, como la obediencia y disciplina, nacen y se afianzan en nosotros por nuestra propia conciencia, porque con ella sabemos que servimos en la lucha lo más grande de los pueblos: ¡su libertad y su independencia! ¡Viva la República! EL COMISARIO GENERAL. A bordo del «Libertad», 20 de febrero de 1938. NOTA: Esta alocución debe ser leída y comentada por el
Comisario ante la dotación, que deberá formar al efecto.»
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CAPÍTULO X
COMBATE DEL CABO DE PALOS. HUNDIMIENTO DEL «BALEARES»
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combate librado en la noche del 5 de marzo de 1938, en aguas del Mediterráneo entre las escuadras republicana y franquista fue sin duda el más serio de cuantos tuvieron lugar en la guerra civil, y, desde luego, el más memorable. Mucho tiempo hacía que no arribaba a puerto republicano ningún convoy, y la Flota, a fin de mantener el ardor del espíritu de las dotaciones, surcaba periódicamente las aguas del Mediterráneo. En nuestro capítulo anterior hemos aludido a los efectos morales que en el ánimo de nuestros marineros ocasionaban los constantes envíos de material bélico del enemigo, y la inferioridad de las tropas leales en este respecto. Llevados sobre todo por el deseo de disipar este estado moral de la tripulación, el Mando y su Estado Mayor concibieron una operación, cuyos resultados, si no eran lo halagüeños que esperábamos, serían de consecuencias notables. Para esta operación –respecto a la cual omitimos los detalles y finalidad– debían ser las tres lanchas torpederas con que contaba la flota –lo único que recibió durante la guerra–, las cuales, en la operación, serían protegidas por todos los elementos disponibles al efecto, los buques, y cuatro aviones «Bultes», gastados y viejos, únicos auxiliares disponibles por la flota. L
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Redactada la orden de operaciones, salió la flota de Cartagena el 5 de marzo. En cabeza marchaba la primera y mejor flotilla de destructores, a cuyo cargo corría convoyar las lanchas torpederas hasta las inmediaciones del lugar donde habían de operar. Detrás debía ir el resto de la flota, la cual tenía que situarse a retaguardia por si su intervención era necesaria, y ya terminada la operación proyectada, deberíamos reunirnos todos en un punto previamente señalado para regresar a la base. Ya en el mar, rumbo a su destino, la flotilla primera avisaba por radio informando que ninguna de las lanchas torpederas había salido a causa –según alegaban– del mal tiempo. No era esto lo cierto, ya que la realidad fue que el jefe ruso que las mandaba –de los muy pocos que había en la flota– no se atrevió a realizar la operación, por lo que la hizo fracasar. El almirante Ubieta pidió su destitución por lo sucedido. No era cosa de volver al puerto una hora después de haber salido, ya que esto podría interpretarse equívoca o mal intencionadamente, y el almirante Ubieta ordenó cruzar la mar durante aquella noche, ordenando a la flotilla que la cruzase a la altura convenida anteriormente, y que al amanecer se reuniera con nosotros para entrar en Cartagena. Comenzaba el crepúsculo a sombrear las azuladas aguas del Mediterráneo. No tardarían éstas en perderse en las densas sombras de una noche obscura. El «Libertad», «Méndez», «Antequera», «Sánchez Barcáiztegui», «Gravina», «Lepanto» y «Lazaga» navegaban con relativa confianza, ya que los informes enviados por el Gobierno no acusaban la proximidad del enemigo, cuyos barcos se decía estaban en sus bases. 106
Cerca de las doce serían cuando llegamos frente a Ibiza. Súbitamente, en vuelta encontrada, topamos con el enemigo a menos de 2.000 metros. El grito de los vigías del puente, unido a los nuestros, ¡enemigo a la vista!, rasgó el espacio y rompió el silencio impresionante de aquella noche. Se ordenó zafarrancho de combate. Esta primera escena, preliminar del combate, fue casi instantánea, pues la velocidad de los barcos enemigos respecto a la nuestra, que era de 20 nudos, nos obligó a perderlos de vista enseguida. Bastaron, sin embargo, estos instantes brevísimos para distinguir que en línea de fila iban el «Canarias», el «Baleares» y el «Cervera», muy superiores a nosotros, como hemos dicho, que como buque de combate llevábamos tan sólo el «Libertad». Los momentos eran muy graves, pues nuestro mando supuso cuerdamente que el enemigo no se arriesgaría a un combate nocturno, muy peligroso para él por los torpedos de nuestros destructores, y esperaría al amanecer, cortándonos la retirada hacia Cartagena. Basándose en estos cálculos, el Mando ordenó que la flota virara proa a Cartagena para ver si durante la noche lográbamos ganar la distancia necesaria para colocarnos al amanecer al abrigo de nuestras baterías de costa de Cartagena, del 38 c/m. El enemigo no pensó esperarnos, juzgando, sin duda, que era fácil inflingirnos una grave derrota. Cometiendo una tremenda equivocación, viró a nuestro encuentro apenas nos vio. Al enfrentarse con nosotros en la noche obscura, desestimó las cualidades técnicas de nuestros mandos, y la moral combativa de nuestras dotaciones. Sólo estas razones pueden explicar que una victoria segura se trocara en una derrota vergonzosa. Si como el Mando republicano calculaba, la escuadra franquista espera el amanecer del nuevo día, el combate –en caso de habernos alcanzado en ruta 107
a Cartagena– nos habría sido adverso. Con sus tres grandes barcos, en cambio, en la oscuridad de la noche, se hallaban amenazados por nuestros destructores, y su derrota pudo haber sido un descalabro mucho mayor. El encuentro no debía hacerse esperar. A las dos menos cuarto encontramos al enemigo a menos de tres mil metros de distancia. Sus barcos parecían expresar la soberbia y orgulloso desdén de sus jefes. Venían por nosotros jadeantes e impacientes. Tres potentes granadas luminosas lanzadas por ellos rasgaron el velo oscuro de la noche, y una llamarada de luz alumbró el espacio. No hubo necesidad de prismáticos para contemplar desde el «Libertad» las moles de los tres gigantes. Muy pronto comenzaron a rugir los cañones. Las andanadas de la artillería enemiga obtuvieron la réplica inmediata de nuestro «Libertad». Serenos, imperturbables nuestros artilleros, cumplían su cometido. El barco trepidaba, saltaba al disparar sus ocho cañones de 15 c/m. Parecía que le animaba el espíritu fogoso de su tripulación, que en sus máquinas, en su armazón metálica se había insuflado aquella misma llama que encendía en arrebatos de sublime entusiasmo a todos los combatientes. Su primera salva saludó con rabia al «Baleares», haciendo blanco en él y causándole daños y víctimas. Las andanadas del enemigo silbaban furiosas por encima de nuestro puente. La proximidad nos hacía percibir el estruendo del disparo que salía debajo de nuestro puente. No eran necesarias exhortaciones, ni palabras de aliento. Los marineros de la República afrontaban este combate con la misma heroicidad que en ocasiones anteriores, y ni un solo instante flaquearon sus ánimos. ¡Qué importaba la vida en los momentos en que en España se decidía el destino de un pueblo! Su sacrificio era grato, cuan108
El «Libertad» que, elevando una gran columna de humo, se dirige rápido a encabezar el resto de nuestra flota
do de él dependía el don más estimable de un pueblo: la posibilidad y el derecho de vivir libremente. No habrían transcurrido más de cinco minutos de haberse iniciado el fuego, cuando una inmensa y terrible explosión resonó en el mar. Una gran columna de fuego ascendía de las aguas y se elevaba en el espacio a una altura de mil metros. Un terror momentáneo dominó nuestro espíritu temeroso de que alguno de los destructores «Sánchez», «Antequera» y «Lepanto», situados en el lado donde se sostenía el combate, hubiera sido volado. Muy pronto distinguimos perfectamente al crucero insignia enemigo, «Baleares», destrozado por la voladura y hundiéndose en las aguas. Los torpedos de nuestros destructores, probablemente del «Antequera», hicieron blanco en el corazón del buque enemigo, que se 109
hundía con su tripulación. Parte de ésta fue salvada por dos destructores ingleses que acudieron en su auxilio, ya que el «Canarias» y el «Cervera» cesaron el fuego en el acto y, en huída veloz, pusieron rumbo a Palma de Mallorca. Al emprender la huída la escuadra enemiga, estimé que debía perseguírsela con el propósito de hundirla o dejarla fuera de combate. Así se lo expresé al almirante Ubieta, diciéndole: «Don Luis, ¡a por ellos, que son nuestros!». El almirante no lo entendió así, y con prudencia exagerada desistió de la persecución y puso rumbo Cartagena. Días después, el Almirantazgo inglés, comentando el combate de Cabo Palos, dijo que el Mando Naval de Franco había demostrado una ignorancia supina, pero que el Mando republicano fue por demás temeroso, pues si tiene un poco más de decisión y energía pudo haber hundido a toda la flota enemiga. En ruta se nos incorporó la primera flotilla, que se hallaba a cuarenta millas y había oído la explosión. La oyeron también en Cabo Gata y Alicante, a más de setenta millas. Es probable que si al huir el «Canarias» y el «Cervera» se avisa a nuestra primera flotilla, destacada casualmente en el sitio por donde aquéllos debían pasar, hubieran tenido un grave tropiezo, pues, como hemos dicho, en una noche oscura un destructor ligero es el peor enemigo de un acorazado. Incorporada ya la primera flotilla y rumbo a Cartagena, uno de los barcos de ésta (creo que el «Valdés»), cruzando velozmente dos veces por los costados del «Libertad», rindiendo de esta manera un emotivo homenaje de admiración y respeto al Mando de la flota y a la dotación magnífica del buque insignia. La segunda vez, la dotación franca forma en cubierta, y el comandante del 110
«Libertad» da emocionado los tres gritos de reglamento «¡Viva la República!». La dotación responde al vítor con el fervor de sus almas encendidas de entusiasmo y orgullo legítimo, y en los barcos próximos resuenan los mismos gritos. Entramos en puerto. La noticia es conocida ya por toda la España leal. Prieto la ha hecho pública, y el regocijo llena el ánimo de todos los republicanos. En el muelle se apiña la multitud, que agita sus pañuelos y alza sus puños al aire en señal de homenaje. Las gargantas enronquecen vitoreando a la República y a su heroica flota. Los rostros de millares de personas se llenan de lágrimas de emoción, y la tripulación recibe, contagiada del mismo sentimiento, el testimonio de adhesión y cariño de un pueblo. Al buque insignia llegan distintas personalidades a felicitar al Mando. El primero de todos, el jefe de la base naval, don Antonio Ruiz, abraza efusivamente al almirante Ubieta, a quien se le ha rendido tributo, concediéndole telegráficamente la laureada, recompensa la más alta de la República. Al siguiente día por la noche, después de haber sufrido los ataques de la aviación del enemigo, acabábamos de acostarnos para buscar reposo a nuestras fatigas anteriores, cuando fui arrojado de la cama por la violencia de una explosión. Afortunadamente, ésta no se había producido a bordo, sino al costado del buque. Un enorme hidroplano enemigo había logrado llegar por sorpresa al puerto, y volando muy bajo, rozando casi el palo del «Libertad», arrojó una bomba de gran tamaño, sin lograr que cayese dentro. Fue, sin duda, un vano intento de vengar en el «Libertad» la derrota de la escuadra franquista y el hundimiento del «Baleares». 111
CAPÍTULO XI
EL JEFE Y EL COMISARIO
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el mes de marzo de 1938 cuando se incorporó a la flota el crucero «Miguel de Cervantes», el cual, después de catorce meses de permanencia en el dique, había sido renovado totalmente. Como su construcción se hizo con propósitos de que sirviera de modelo, y reunía mejores condiciones y más comodidades que el «Libertad», el Estado Mayor dispuso el traslado de la insignia al «Cervantes». A él nos trasladamos, abandonando con pena el «Libertad», buque en el que tantas emociones habíamos vivido durante los quince meses transcurridos. En él habíamos sufrido los primeros afectos e inquietudes, motivados por las turbulencias de las dotaciones en los primeros tiempos, y también en él recibimos los homenajes de estimación de la marinería, ya que en honor nuestro colocó en el salón de lectura nuestro retrato, junto al del señor Azaña. Respondiendo a un imperativo deber de nuesta conciencia, tanto como porque su conducta lo ameritaba, tratamos a la marinería en todo momento con la atención y el aprecio máximo. Ellos correspondieron a este sentimiento, facilitando de esta manera el restablecimiento de la disciplina, en un ambiente de cordial fraternidad. EDIABA
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El Estado Mayor distribuyó los camarotes para el alojamiento de jefes y Comisario, olvidándose de que la jerarquía del Comisario era idéntica a la del almirante aunque sólo fuese en el papel. Sin duda por esto, se me destinó un modesto camarote de tercera, al mismo tiempo que el almirante y el jefe del Estado Mayor, don José Núñez, se instalaban en los mejores camarotes de la cámara, en cubierta. En el ejército de tierra se había producido ya un fenómeno de degeneración del Comisariado como institución de la República, habiéndose convertido en vivero de luchas de partidos y tendencias. En realidad, habían pasado a ser agencias de propaganda y los comisarios eran los canales por los cuales penetraban en las unidades militares no solamente las consignas de partido, sino el espíritu de guerra civil entre partido y organizaciones que se propagaba. Desgraciadamente, a muchos jefes militares y comisarios les faltó la necesaria energía para poner coto a una política que minaba la moral de las tropas, relajaba su disciplina de combate, y amenazaba convertir el ejército en arma de partido para la conquista del Estado. En la flota, la influencia partidista se enfrentó con una enérgica resistencia, en la que colaboraban eficazmente comisarios y dotaciones. La tarea no era fácil ya que a veces la independencia en que colocábamos, merced a nuestro esfuerzo, a los mandos con respecto a las presiones de los partidos, hacían revivir en ellos su antiguo espíritu despótico, incompatible con el sentimiento popular y la significación democrática de la causa por la que combatíamos. Difícil papel el del Comisario político, cuando desatadas las pasiones de partidos y grupos, quiere sobreponerse a ellas e inspi116
rar su conducta en las necesidades de la República con carácter exclusivo. No basta con que su conducta personal sea intachable y pueda ofrecerse como ejemplo, ni que entregue a la causa por la que lucha la integridad de su vida, consagrada hora por hora y minuto por minuto. No basta tampoco, conque en su afán de mantener la moral y la disciplina a la altura necesarias, procure elevar en todo momento la autoridad de los mandos republicanos, ni que en todos sus actos se considere al mismo tiempo el compañero, el hermano y aun el tutor del más modesto marinero. Cuando la pasión de partido se sobrepone a toda otra consideración, no basta con esto. Sus actos serán deformados por el odio sectario, sus palabras falsificadas, sus intenciones desvirtuadas. Los méritos reales se regatearán o negarán. Y menos mal si esto no se remata con medidas de otra índole que afectan hasta la integridad moral de la persona. En nuestra guerra fue tarea fácil la del Comisario y aun la del jefe militar, cuando se plegaba a las órdenes de un determinado partido. En este caso caían sobre él torrentes de alabanzas; a diario, coronas de laurel ceñían su frente. ¡Cuántos héroes fabricó la propaganda interesada de un partido! ¡Cuántas reputaciones falsas se cimentaron sobre la base de la docilidad y la obediencia! ¡Cuántos seres mediocres parecían alzarse a la inmortalidad de la gloria militar por la única acción heroica de aceptar un carnet político y concurrir servilmente y con obediencia de cretinos a las oficinas de los comités o a las reuniones políticas! ¡Y cuántos héroes, efectivos, cuántos cientos de heroicos combatientes, cuántos millares de soldados, oficiales y comisarios han vivido en la oscuridad por mantener inflexibles sus convicciones políticas, la integridad de sus conductas, recibiendo en pago del holocausto de sus vidas, la ingratitud del silencio... cuando no algo peor! 117
No eran muy cordiales las relaciones entre el almirante y algunos jefes de la flota y el Comisario general. Habían pasado los días inquietos y turbulentos en que la vida de muchos de ellos estuvo en grave peligro, y sólo la autoridad moral del Comisario pudo preservarlas. En la memoria de muchos se habían olvidado los momentos agitadísimos en que la autoridad y la disciplina sólo residían en los hombres modestos, aunque ricos en historial republicano, que llegaron a los barcos a restablecer un orden que había sido destruído por los acontecimientos de julio del 1936. Y olvidados ya, no sólo de lo que personalmente debían a los comisarios, sino de la significación social de los acontecimientos que estaban viviendo, anhelaban y pretendían restablecer sistemas de mando incompatibles con la causa que decían servir. Fueron muchos y muy frecuentes los incidentes, rozamientos y choques que hube de tener con ciertos jefes, e incluso con el propio almirante. Para éste, la presencia a su lado de un representante civil, el Comisario general, con jerarquía idéntica a la suya, era inadmisible, juzgándola una división de poderes y una mediatización de sus atribuciones. En su soberbia, llegó a prohibir que se me diera conocimiento de los radios que transmitía o recibía la flota. Según él, el jefe del barco era el comandante y el único jefe de todos, el almirante. Cansado ya de tanta vejación y arbitrariedad, soportadas pacientemente por el deseo de evitar que, conocidas por las dotaciones, dieran lugar a manifestaciones de hostilidad a los jefes, con la consiguiente relajación de la disciplina, decidí retirarme del cargo, aun a sabiendas de que hacía un excelente servicio a los amigos comunistas, que hábilmente atizaban el rencor de los jefes militares. Le expuse al almirante mi decisión en los siguientes términos: 118
Me quedan dos caminos. El primero, formar a las dotaciones e informarlas de las vejaciones que desde hace tiempo nos imponen ustedes. El otro, es callar y marchar silenciosamente a nuestro hogar, abandonado desde que empezó la guerra. Como comprendo que el primer camino sería deshonrar mi historia, reproduciendo en la flota un nuevo 18 de julio, opto por el segundo, y me marcho a mi casa, deseando que las dotaciones no sepan nada, o, en todo caso, se les diga que estoy enfermo.
A continuación mandé que se sacara fuera mi maleta, y sin llamar la atención abandoné el barco. Mi actitud debió impresionar, sin duda al almirante, no por consideración a mi persona ni por respeto al cargo, sino por las consecuencias que podrían derivarse si los hechos eran conocidos por las tripulaciones. Pronto envió mediadores a requerirme que depusiera mi actitud. No fue este requerimiento el que me obligó a desistir de mi decisión, sino la intervención del señor Negrín, jefe del Gobierno y ministro de Defensa Nacional. A la mañana siguiente del incidente que he relatado, recibía un radio de él en el que me recordaba su antigua amistad, en nombre de la cual me rogaba volviese a la flota a ocupar el puesto en el que me consideraba insustituible. Accedí y regresé a la flota. En los 28 meses que estuve en ella fueron las únicas cuarenta y ocho horas que estuve ausente de la flota. *** Las dotaciones de los barcos, con sus comisarios, tomaron la iniciativa de costear colectivamente la placa laureada al almiran119
te. El jefe de la base naval, por su parte, había dado orden de abrir una suscripción para que fuese pagada por la base. El almirante, mostrando una vez más su orgullo, prefirió esta última a la que ofrecían aquellos marineros que habían compartido con él la gloria de la acción, y que tenían una parte en la hazaña que en él se premiaba. Formaron en las afueras de Cartagena todas las armas para asistir al acto solemne de colocar la gloriosa placa al almirante. En el espacio volaban dos escuadrillas de caza, y el general Miaja, jefe de la agrupación de ejércitos de la zona Centro-sur, colocó sobre el pecho del homenajeado tan glorioso galardón. El acto fue muy espectacular y solemne, en razón de las grandes cantidades de fuerzas congregadas, pero protocolario y frío, pues estaba ausente el sentimiento popular. El almirante Ubieta recibía el homenaje oficial sin que la representación popular tuviese intervención alguna. Terminada la ceremonia, el jefe de la base ofrecía una comida en honor del laureado. Sin haber asistido a ella, regresaba a mi camarote del «Cervantes», cuando el organizador del banquete, señor Ruiz, siempre atento y cortés, me requirió al lado del almirante y del general Miaja. La comida transcurrió en un ambiente de cordialidad, amenizado por las ingeniosas y alegres frases del general Miaja, cuyo constante buen humor animaba el espíritu de los comensales. Al descorcharse las botellas de champagne se pronunciaron los correspondientes discursos, el primero de los cuales pronunció Miaja. El almirante agradeció los elogios del general, hablando después el exsubsecretario del Aire, señor Camacho, y el delegado de la Subsecretaría de Marina en Madrid, señor Sande. 120
El Comisario General de la Flota se dirige a la dotación del buque insignia «Miguel de Cervantes» el día 18 de julio de 1938, con la presencia del Almirante, señor Ubieta, del Jefe de las Flotillas, señor Barreiro y del Comisario, Rodríguez Seguí
No eran mis propósitos hablar en aquel acto, del cual estaba espiritualmente divorciado, y cuya esplendidez material y abundancia de comida habían impresionado mi ánimo. Hube de hacerlo ante las peticiones hechas en voz alta de algunos comensales y la insistencia en pedírmelo del general Miaja. Mi discurso fue breve: «Saludo –dije– a los ilustres jefes de nuestras armas, y muy principalmente al digno general Miaja y a nuestro almirante señor Ubieta, que al ostentar sobre su pecho su glorioso galardón, honra sin duda ninguna a nuestra flota y a nuestros marinos. Pero no sería sincero ni respondería al historial de nuestra modesta vida si no dijera algo que no deseo se interprete por nadie como voz que 121
desentona en este tan gran acto. Es preciso decir que mientras algunas mesas están repletas de todo, otras están vacías y no tienen nada, porque se olvida demasiado por quienes tenían y tienen la obligación de no olvidar esto: que es el pueblo el que da su sudor y su sangre en las fábricas y en los frentes para salvar la República. Y ¡ay de aquellos que, olvidando esto se entregan a la vida cómoda, porque el pueblo no podrá perdonarlos! Pongamos la vista en el sacrificio y que cada cual piense en su propio deber.» Mis palabras, oídas en silencio profundo, fueron acogidas con una ovación calurosa, y fui efusivamente abrazado por algunos que decían sentirse avergonzados y reconocían que había interpretado con rigor absoluto la viva realidad de nuestra lucha. *** Militar y políticamente, las cosas empeoraban cada día. La República avanzaba hacia el abismo, y los errores del Gobierno contribuían a que esta trágica marcha se acelerara. Había necesidad, por parte de algún partido, de fortalecer al Gobierno, y a tal fin, como en otras ocasiones, se puso en marcha la máquina de la propaganda para recabar adhesiones públicas. Ahora, se decía, Inglaterra y Francia van a tratar el problema español, y para influir, quizá, en la trayectoria de la política europea, sería muy conveniente que don Juan Negrín recibiera por millares las adhesiones de los combatientes. La realidad era que se pretendía robustecer al señor Negrín para coaccionar el ánimo del señor Azaña. A Jesús Hernández, Comisario de los ejércitos centro-sur, le correspondió esta vez poner en marcha las adhesiones con los correspondientes telegramas de adhesión. 122
Una noche llamaron desde Valencia al almirante con el que sostuvieron esta conferencia telefónica: —¿Que hay? —¿Quién llama? —Aquí Jesús Hernández, Comisario general de los ejércitos centro-sur. ¿Es usted el almirante de la Flota? —Sí, al aparato. —Pues mire usted, señor Ubieta. Aquí hemos hablado con unos cuantos jefes y generales, y altos comisarios y hemos convenido en la necesidad, dadas las actuales circunstancias, de alentar al Gobierno, y especialmente al presidente señor Negrín, para que siga adelante, y vean más allá de las fronteras nuestra unanimidad y nuestra decisión de continuar hasta la victoria, y, naturalmente, hemos pensado en usted como jefe de la flota (el Comisario no contaba). ¿Tendrá usted inconveniente en unir su firma a las nuestras?
El almirante, algo débil al halago y la vanidad, no se dio cuenta, o mejor no quiso darse, de la «consigna» que presidía la maniobra política, y contestó agradeciendo la deferencia que se le hacía al consultarle, y, naturalmente, dio su conformidad al telegrama. Al día siguiente la prensa publicaba con grandes titulares el telegrama firmado por los altos jefes y comisarios; con Jesús Hernández y el almirante de nuestra flota, alentando al señor Negrín a continuar su política. En su ingenua vanidad, el almirante de la flota se ufanaba de que el telegrama apareciese con su firma como único jefe de la flota. 123
Como es natural, las células comunistas pretendieron que las dotaciones enviasen telegramas análogos al señor Negrín, pero como la conducta del Comisario general había puesto de manifiesto la significación verdadera del propósito, se frustró la maniobra, y los marineros no enviaron ningún mensaje telegráfico de adhesión. Para dar una muestra de la tenacidad, digna de mejor causa, con que los stalinistas pretendieron desde el principio influir en la flota, voy a relatar uno de los muchos episodios sucedidos. Al llegar nosotros a la flota, los elementos responsables comunistas me entregaron un fichero en el que constaban los datos de todos nuestros mandos, y, según informes de aquellas fichas, en la flota no había –según los comunistas– ningún republicano, salvo, como es natural, el único que se había dejado captar por ellos: Pedro Prado. Todos los demás eran fascistas, a quienes debía vigilarse rigurosamente. En una de las campañas contra mí, emplearon el argumento de que en vez de seleccionar y depurar los mandos, en los que abundaban los fascistas, los amparaba y protegía. Poco tiempo después, la significación de esta «consigna» se modificó, y los que antes eran fascistas peligrosos se transformaban, por obra y gracia del «partido» en leales, expertos, demócratas y republicanos. Obedecía esto a que, guiados por fines proselitistas, y decepcionados por no poder penetrar a fondo en las dotaciones de la flota, iniciaron la publicación de una revista titulada «Marina», la cual, inspirada desde el Estado Mayor Central por su jefe don Pedro Prado, invitaba a colaborar a todos los mandos de la flota. Hubo algunos que aceptaron colaborar, aunque antes se habían negado a hacerlo en nuestro órgano «La Armada», uno de ellos, el luego cabeza de la sublevación en Cartagena, 124
señor Oliva. Duró poco este juego, porque desenmascaramos a sus inspiradores, y cuando algunos de los comandantes «colaboradores» vieron el tilde fascista con que los habían bautizado al principio los comunistas, desistieron prudentemente de continuar secundando las maniobras de estos tan caros amigos. En otra ocasión recurrieron a una treta folletinesca pero reveladora de su total falta de escrúpulos cuando se trataba de eliminar a un enemigo o suprimir un obstáculo. Un jefe ruso informó muy secretamente al almirante señor Ubieta de que se estaba tramando en el crucero «Libertad» un complot terrible para sublevar la dotación y llevarse el crucero a Palma de Mallorca. Entre las medidas que con todo sigilo debían tomarse, la principal era la de no decir nada al Comisario general, con lo cual se conseguiría que al informar directamente el almirante al Gobierno del supuesto complot quedara de manifiesto la ineptitud del Comisario general, que ni siquiera se enteraba de cosas tan graves como ésta. El almirante, sin embargo, no se atrevió y optó por referirme los términos de la conversación del jefe ruso, aunque pidiéndome una gran reserva. Terminado su relato le aconsejé que, en efecto, debía guardarse el mayor secreto, no del complot imaginario y rocambolesco, sino de la conversación y de lo que ésta significaba, ya que sería muy probable que si llegaba a oídos de la heroica y magnífica dotación del «Libertad», los autores del cuento podrían pasarlo mal.
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CAPÍTULO XII
LA EPOPEYA DEL «JOSÉ LUIS DÍEZ»
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los comienzos del mes de mayo de 1938 fui requerido por el ministro de Defensa Nacional para elegir un Comisario que debía cumplir la misión delicadísima de hacerse cargo del «José Luis Díez» y traerlo desde El Havre (Francia) a Cartagena. Para la ejecución de la tarea se necesitaban dotes de valor, energía y lealtad poco comunes, ya que la travesía suponía afrontar indefenso la muerte. El destructor republicano debía atravesar las aguas del Atlántico, sin defensa, burlar, lo cual era imposible, la vigilancia enemiga; enfrentarse solo con la escuadra de Franco, que esperaba anhelosa su salida de Francia; cruzar el estrecho de Gibraltar, bien vigilado, y cuyas aguas estaban a merced de la artillería gruesa enclavada por los facciosos en las costas andaluzas y del norte de África. La misión debía ejecutarse cuando ya la situación militar y política de España había empeorado notablemente, y la moral de los combatientes comenzaba a decaer. Designé para tan peligroso cometido a uno de los mejores comisarios de la flota: Bernardo Simó. Antiguo militante del Partido Socialista, había desempeñado el cargo de alcalde en Cullera (Valencia), en donde los obreros sentían por él, más que cariño, idolatría. Desde los comienzos de N
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la guerra participó en las acciones más peligrosas, contribuyendo eficazmente a mantener fiel a la República la bella capital levantina. En la flota desempeñó el cargo de Comisario del «Miranda», hasta su designación para el «José Luis Díez». Pocos días después partía Simó para Francia, en uno de cuyos puertos, El Havre, estaba en reparación el «José Luis Díez». El relato de esta memorable hazaña, sobre la cual tanto se ha escrito, aunque en muchas ocasiones desfigurándose los hechos para servir, ¡cómo no!, intereses de partido, corresponde hacerlo a su principal actor. He aquí el informe oficial en que lo refiere: Señor Comisario general de la flota: Querido jefe y amigo: Rindo a usted mi informe sobre la travesía del «José Luis Díez», a cuya comisaría política merecí el honor de ser por usted propuesto. El día 12 de junio de 1938 llegué al Havre (Francia), donde se encontraba este destructor, que como usted sabe, estuvo primero en Falmouth (Inglaterra), donde arribó, procedente de Bilbao, muy averiado. Finalizada ya su reparación en el Havre, y a última hora, mandaba la Subsecretaría de Marina el personal necesario, cuya dotación pude apreciar enseguida estaba falta de entrenamiento y preparación en gran parte para una travesía tan arriesgada y tan peligrosa, ya que dicha dotación procedía casi toda de la flotilla de vigilancia de Barcelona y de la mencionada Subsecretaría. Hubimos de proceder a capacitar al personal con toda rapidez, haciendo constantes ejercicios, no lográndolo en la medida de nuestros deseos, pues teníamos que salir rápidamente. El día 10 de agosto salimos de pruebas, y el barco dio 33 nudos sin gran esfuerzo, lo que en caso de apuro prometió llegar 130
a los 35 o 36 nudos. Creo que fue grave error la orden de operaciones remitida por el Estado Mayor de Barcelona, porque ordenaba una operación a fecha fija, rodeados como estábamos de espías y de peligros, y porque se simuló una deserción de unos marineros que habrían de decir no querer ir a Rusia, encubriéndose así burdamente nuestra salida para Cartagena, y hasta se leyó en cubierta una orden apócrifa para que la oyesen los extraños al barco más próximos, entre los que se suponía habría algunos espías de los muchos que rondaban. Todo esto me pareció infantil, porque el enemigo no era tonto y lo sabía todo, pero el comandante, al que yo no debía poner reparos, llevaba estas cosas sin intervención mía. Salimos, pues, el día 20 de agosto de 1938 rumbo a Cartagena, a las 20 horas del día, despegándose de la costa a unas 200 millas y a 15 nudos. El día 24 encontramos al «Saturno», que tenía la misión de darnos petróleo y agua, haciéndose esta operación con muchas dificultades, debido al mal estado del tiempo, y en esta operación avistamos un pesquero, que resultó ser el «San Fausto», con bandera monárquica. Ordenamos a su dotación –que eran doce hombres– que abandonasen el barco y viniesen con nosotros, abriendo previamente los grifos de fondo para hundir el barco. Así lo hicieron, siendo recibidos a bordo con alegría de todos, pues decían estar a la fuerza al servicio de Franco. Momentos más tarde avistamos otro pesquero, que resultó ser el «Con», repitiéndoles lo dicho a los del «San Fausto», viniéndose todos contentos, a excepción de uno bastante viejo, que alegaba tener su familia en Algeciras y ser el sostén de ella. A todos se les trató con las máximas consideraciones, diciéndoles que se les apresaba para evitar que se enterase el enemigo, y que nuestro deseo hubiese sido no haberlos encontrado. 131
Como anochecía, hicimos rumbo al Estrecho y reuní en cada pieza a sus servidores, hablándoles de lo difícil que era efectuar dicho paso, pero que la causa de nuestra patria exigía de todos el sacrificio que fuese necesario, incluso de nuestras vidas, si era preciso. El personal estaba un poco inquieto y nervioso, porque no había entrado nunca en fuego, pero se mantenía en su puesto dispuesto a afrontar el peligro. Más tarde les volvimos a hablar, el comandante y yo, y, por fin, entramos en el Estrecho. En el Estrecho de Gibraltar Al enfilarle estaba haciendo barridos un proyector de Tarifa. Nos alejamos cuanto pudimos, pasando, no obstante, varias veces sobre el barco sin detenerse. A la altura de Tarifa nos pasó un destructor tipo «Falcó», de vuelta encontrada, por la banda de babor y con luces apagadas. No se le disparó y apuntamos al proyector de Tarifa. El destructor viró, poniéndose a nuestro rumbo y haciéndonos seis disparos con granadas iluminantes. No le contestamos, poniendo toda la máquina con el fin de ganar el mar abierto, o sea la salida del Estrecho. Hacíamos entonces 35 nudos; pero inmediatamente avistamos otro destructor del mismo tipo que el anterior y con la misma dirección, el cual comenzó a dispararnos, y al contestarle, un cascote nos incendió una jarra de pólvora con quince cargas en el cañón primero, matando al apuntador e hiriendo a otros, despidiendo por la borda al resto de los servidores. Se hizo fuego con el cañón número 2, pero inmediatamente se inutilizó por haberse caído un machete de circuitos. Empezaron a dispararnos por todas partes, estando completamente iluminados y, en esta situación, próximos a uno de los barcos que disparaba, nos fuimos a él con el propósito de
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embestirle y hundirnos los dos, en el preciso instante en que divisamos al «Canarias», que disparaba, metiéndonos un proyectil de 20 c/m. en el sollado de fogoneros de proa, que mató a todos los individuos que llevábamos apresados de los barcos pesqueros y que iban recogidos en dicho sollado, pereciendo, además, el vigilante y un fogonero que llevábamos enfermo, desgarrando el tanque de petróleo número 1, donde picaban las bombas de combustible, quedando casi parados y hundiéndonos mucho de proa. Como el barco daba la sensación que se hundía y estábamos ya fuera del Estrecho, a duras penas se puso rumbo a Gibraltar, cuya entrada del puerto teníamos próxima, y en este momento varios barcos enemigos, entre ellos el «Canarias», se nos pusieron en condiciones (nos creían ya cogidos) de poderles meter nuestros torpedos, cosa que no obstante ordenar su lanzamiento, no se hizo por estar los torpedos en posición de trinca, a lo que no sé si calificar de torpeza o más grave aún. Por otra parte, nos hubiese sido difícil acertar con los torpedos, porque el barco había tomado mucha escora por la banda de estribor y, además, los heridos, que eran bastantes, se habían metido debajo de los tubos de los torpedos. Nos perseguía por la popa una lancha torpedera y la disparamos con el cañón útil de popa, y no la volvimos a ver. A las tres y media de la madrugada lográbamos ganar y fondear en el puerto militar de Gibraltar, e inmediatamente procedimos a trasladar los heridos al hospital, entre los que me encontraba yo, por un casquete de metralla que me había alcanzado en el brazo derecho, así como el segundo comandante y otros muchos, como verá por la relación del parte de enfermería que adjunto. Los muertos fueron luego arrojados al mar –según
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la costumbre inglesa–, fuera del puerto, por un destructor inglés y a presencia de una delegación nuestra. Después de unos meses de permanencia en Gibraltar reparamos las averías que no tocaron en máquinas y calderas, pero que nos costaron gran trabajo por tener que hacer la reparación con nuestros propios medios. Una vez reparadas, esperamos el momento de salir, sabiendo que el enemigo tenía diariamente de guarnición cuatro o cinco barcos (cañoneros y «bous») en la bahía inmediata de Algeciras. No obstante, la gente no se intimidó nunca, pues los riesgos sufridos al pasar el Estrecho, en vez de amilanarlos, los había templado y fortalecido, y el día 30 de diciembre de 1938, cumpliendo órdenes del Mando de nuestra flota, a la una de la madrugada, salimos del puerto de Gibraltar, e inmediatamente el minador «Calvo Sotelo», que se encontraba de vigilancia cerca de la bahía, nos disparó unas trazadoras y tan pronto como dábamos la vuelta a Punta Europa –empezó el combate, atacándonos cuatro o cinco barcos enemigos y lanchas torpederas. Nuestra gente, con un valor sublime, hizo frente al enemigo disparando todas nuestras armas. El minador «Vulcano», que intentó cruzar la proa, fue abordado por nosotros, dándole un tremendo golpe con nuestra armadura de estribor, quedando en nuestra cubierta un pescante y una balsa del buque enemigo. En este momento el heroismo de nuestra dotación no tenía límites, pues sus vivas a la República se oían desde Gibraltar, y ni los heridos querían abandonar sus piezas, oyendo desde nuestro barco los ayes y los gritos de angustia que daban desde el «Vulcano», en cuya cubierta nadie se veía en pie. Nuestro «José Luis Díez» fue alcanzado por un proyectil, con tan mala fortuna para nosotros, que dio en máquinas, inutilizándolas y obligándonos a varar en una pequeña playa sobre la 134
He aquí el enorme boquete producido en la proa del «José Luis Díez» por un proyectil del «Canarias» cuando, al intentar el paso del Estrecho de Gibraltar, tuvo que combatir con toda la Flota enemiga
falda del Peñón de Gibraltar. Se desembarcaron los muertos y heridos, no sin llegar a allí los disparos del enemigo, algunos de los cuales cayeron dentro de Gibraltar. A las dos horas recibimos orden de las autoridades inglesas para que preparásemos nuestros equipajes, y a las once de la mañana vino un remolcador que nos trasladó al arsenal y desde allí a la cárcel, quedando una guardia de soldados ingleses custodiando nuestro buque1. A los pocos días se nos interrogó a todos, incluso a mí, preguntándonos a qué zona queríamos regresar, contestando todos, uno a uno, que a la España republicana. El día 11 de enero de 1939 nos sacaron de la cárcel, y en dos destructores ingleses nos llevaron a Almería, a cuyo puerto 1. Inglaterra entregó el destructor a Franco en febrero de 1939. 135
llegamos sin novedad y muy bien tratados por los ingleses, que lamentaban nuestra desgracia y nuestra falta de apoyo, elogiando a la vez el valor de todos nosotros. No podemos decir lo mismo de los militares de Gibraltar, cuyo trato fue infamante, indigno del pueblo inglés. De todo lo cual le informo, esperando abrazarlo pronto, su amigo y subordinado, BERNARDO SIMÓ.
*** Cubiertos de gloria habían regresado a la zona republicana un puñado de marineros, con sus jefes y Comisario. La acción era más meritoria, si se tiene en cuenta que el retorno a sus puestos de combate se hacía cuando se iniciaba el desplome del frente de Cataluña y nuestras tropas estaban en vísperas de perder Barcelona y toda Cataluña. La epopeya del «José Luis Díez» fue elogiada oficialmente por el Gobierno, y explotada por los amigos comunistas, como siempre, con los fines consiguientes. Torrentes de alabanzas cayeron sobre el comandante del destructor, afiliado ya al stalinismo, rodeando de un silencio total al resto de la tripulación y al verdadero héroe de aquella memorable hazaña: al Comisario Bernardo Simó. Acaso por ser éste militante socialista, no mereció que sobre su conducta heroica recayera la mención oficial, ni los laureles de la gloria popular ciñeran su frente. En cambio, la injusticia se ensañó con él, pues sustituído en su cargo de Comisario del «Miranda» al partir para El Havre, y sin buque a su disposición por haber quedado el «José Luis Díez» en 136
Gibraltar, encontrábase ahora sin destino. Fácil remedio hubiera tenido esto si la entereza política de Bernardo Simó se hubiera doblegado como la de tantos otros, y en su cartera guardara el carnet que influía. De acuerdo con el Estado Mayor de la flota, suplí el olvido y la injusticia gubernamental, conservando a nuestro lado al magnífico Comisario que en las aguas de Gibraltar tanto contribuyó a la gloria de la escuadra republicana. Aquellos antiguos cabos que nosotros acompañamos ante el ministro señor Prieto y subsecretario señor Ruiz, para que el Gobierno les hiciese la debida justicia como héroes principales del 18 de julio, se portaron en el «José Luis Díez» como dignos hijos de la República, al lado de sus compañeros los artilleros y los marineros debiendo destacar también, al lado del glorioso Comisario, al segundo comandante, señor Menchaca, que también cayó herido junto al Comisario, en tan desigual combate. La flota, mandada por Ubieta, fue al encuentro del «José Luis Díez», pero si llegó o no llegó donde debía llegar, no es cosa nuestra analizarla.
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CAPÍTULO XIII
ATAQUES AÉREOS A LA FLOTA
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enemigo, incapaz de aceptar combate con nuestra flota, prodigaba sus ataques aéreos aprovechando su superioridad en este dominio. En los 29 meses de permanencia en la flota hubimos de soportar 98 bombardeos, solamente en el puerto de Cartagena. Con frecuencia una, dos y tres escuadrillas Saboya-81 nos visitaban, bombardeando los buques surtos en la bahía. El 17 de abril de 1938 se nos atacó durante cuarenta minutos con 39 aparatos, repitiéndose el ataque a las cinco de la tarde con 26 Saboyas. Varias toneladas de metralla se lanzaron sobre el puerto que, envuelto en llamas y humo, parecía un gigantesco horno. Las dotaciones aguantaban impávidas en sus puestos los ataques del enemigo. Los antiaéreos replicaban, como es natural, pero ni ellos ni las baterías de tierra constituían defensa eficaz. Afortunadamente, si los ataques aéreos fueron diarios y se prodigó la metralla contra la flota, ésta no fue muy dañada por la aviación enemiga. En realidad, sólo el «Cervantes» sufrió en una ocasión averías de gran importancia y no por la aviación. El 17 de junio del año a que nos referimos, una bomba potentísima cayó a un metro de distancia del «Libertad». Su onda explosiva removió el barco, rompiendo los lavabos, vajillas y otras averías. Estando L
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en el dique reparándose, otra bomba cayó cerca de él, a una distancia de 50 metros. Afortunadamente, no explotó. Al extraerla y llevarla al arsenal se vio que pesaba 750 kilos. En casi todos los barcos la metralla de la aviación enemiga causó no pocas víctimas. Nada tan impresionante como resistir a pie firme, sobre la cubierta, un fuerte bombardeo en el espacio reducidísimo de una bahía. El marinero está exento en absoluto de protección y su vida depende del azar. En realidad, espera el ataque erguido sobre un polvorín. Muchas veces la visita de algunos amigos del frente coincidió con un ataque, y al terminar éste nos decían: «Preferimos cien bombardeos en el frente a uno en la flota». Nunca perdieron su moral los marineros de la flota al ver cubrirse el horizonte de aviones fascistas. Al pie de sus antiaéreos unos, en sus puestos de servicio otros, seguían serenos vitoreando a la República. Como ejemplo de estoicismo valeroso voy a relatar uno de los muchos episodios sucedidos en aquellas gloriosas jornadas. Estábamos preparados para salir a la mar y, siguiendo la costumbre establecida, no se permitió bajar a tierra a ninguno de los marineros francos de servicio. Era ésta una medida elemental de precaución para evitar que alguna indiscreción permitiera conocer a los espías del enemigo nuestro propósito de zarpar. Terminaba la tarde y apuntaba el crepúsculo. Según la ordenanza, había que arriar la bandera, a cuyo acto acudía formada la guardia, y al toque de cometa y tambor, toda la dotación a bordo, cuadrada militarmente, asistía al lento descenso del estandarte, el cual, al final, era recogido y plegado por el timonel marinero, guardándolo cuidadosamente hasta el siguiente día, en que con solemnidad idéntica se izaba de nuevo. 142
Daba comienzo la ceremonia cuando, súbitamente, la quietud y silencio del espacio fueron turbados por el alarido de la sirena tocando alarma y anunciando la aproximación de aviones enemigos. Pronto aparecieron éstos sobre el puerto, a 5.000 metros de altura. Nuestros antiaéreos abren fuego, cruzándose nuestros disparos con las bombas que caen cerca de los costados de los barcos. Enormes columnas de agua saltan sobre su cubierta, mojándonos a todos. La guardia, imperturbable, permanece en posición de firmes y la ceremonia continúa sin interrumpirse un segundo. En medio del tronar de los cañones, del estampido de las bombas, envuelta en humo y manchada por el agua que las explosiones hacen subir del mar, la enseña nacional desciende a manos del timonel. En otra ocasión me hallaba sobre cubierta paseando cuando veo venir de tierra a nuestra brigada que regresa de la instrucción. Suena la sirena y la aviación aparece. La gente de tierra corre a ocultarse en los refugios del puerto de Cartagena, probablemente los mejores de España, cavados en las altas montañas que lo rodean. Temo, e incluso lo juzgo natural y humano, que nuestra brigada rompa filas y corra a guarecerse en los refugios. No sucede así, sin embargo. El oficial da la voz de «¡alto!» y, en posición de firmes, permanecen quietos, clavados en tierra. Se inicia el combate. Los antiaéreos abren fuego, y los «Saboyas» descargan sus bombas desde muy alto. La carga mortífera cae sobre las casas del puerto, derribando más de cuarenta. La brigada de marinería no se ha movido de sus puestos, y al terminar el ataque reanudan su marcha, llegan a los botes y regresan a bordo. Emocionado, estrecho la mano del oficial, saludando el sereno valor de estos hombres. Las víctimas de estos ataques eran numerosas y frecuentes en la flota. Es raro que en ellos no hubiese algún herido o muerto 143
por la lluvia de metralla que riega el espacio y cae sobre los barcos. Repitamos, sin embargo, que la suerte de nuestros barcos, en puerto tan pequeño, fue extraordinaria. Salvo los percances ya relatados, no se ocasionaron daños importantes en los barcos, si bien en dos de ellos, el «Libertad» y el «Méndez Núñez», cayeron bombas que no explotaron, pero causaron víctimas y averías. En el primero, se produjo una perforación que hizo reventar el blindaje de la línea de flotación. En el «Libertad» hubo un muerto y varios heridos; en el «Méndez Núñez» varios muertos y numerosos heridos, y en el «Churruca» murió el comandante don José Benavente, que había mandado el «Jaime I», y murieron también bastantes marineros. En cierta ocasión hallábase suministrando agua al «Miguel de Cervantes» el aljibe número 2, cuando dio comienzo un ataque de tres escuadrillas de «Saboyas». Una enorme bamba cayó cerca de nosotros, partiendo el aljibe en dos. Afortunadamente, su dotación, al sonar las sirenas, habían subido a nuestro barco, por lo que no hubo víctimas. Y así, durante 28 meses, día por día. Este heroismo mudo y nada espectacular de la flota es uno de sus actos más gloriosos, pero menos conocidos y apreciados.
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CAPÍTULO XIV
LA PÉRDIDA DE CATALUÑA Y MAHÓN
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EDIABA el mes de enero de 1939 cuando la situación militar
se tornó de grave en desesperada. Después de haber cortado en dos el territorio republicano por su avance sobre Valencia, las tropas franquistas volvieron a cruzar el Ebro y el Segre, avanzando por tierras catalanas con escasa resistencia. Tarragona, Lérida, Reus habían caído ya y el enemigo se acercaba a Barcelona. El Gobierno, cuya sede estaba entonces en la capital catalana, declaró con su acostumbrada solemnidad que no abandonaría esta ciudad, a la cual había decidido defender. Su importancia decisiva para la guerra civil, la historia combativa y revolucionaria del proletariado permitía forjarse la ilusión de que iban a repetirse las gestas heroicas del 18 de julio y del 7 de noviembre. Pocos días antes nuestra flota había trasladado a Barcelona ochocientas cajas del tesoro, que fueron embarcadas en Cartagena. En este viaje se acreditó una vez más la honradez acrisolada de nuestros marinos. En ocasión de estar efectuando uno de los embarques, rompióse una de las cajas, rodando por el suelo algunas barras del fino y rico metal. En el acto se formó la guardia, y al llegar a Barcelona y revisar el cargamento no faltaba ni un solo adarme del oro. 147
En uno de los viajes que hacíamos de noche con tres o cuatro destructores, al pasar frente a la zona enemiga, nos esperaba el «Canarias», que no se atrevió a atacarnos permanecía en aquellos instantes, y aunque entrábamos en Barcelona, rehuyó prudentemente el combate. Había calculado mal y supuso que llegaríamos al punto de destino en pleno día, momento propicio para el ataque. El enemigo se vengó atacando el puerto durante casi todo el día con escuadrillas de aviación. Afortunadamente, los barcos de guerra no fueron alcanzados, aunque sí hundieron dos mercantes, y ocasionaron graves daños al puerto. Se dice que el Gobierno, o mejor dicho, su presidente señor Negrín, está en conversaciones con la fracción monárquica de Franco, en busca de una solución a la guerra, la cual está decidida a entregar a Inglaterra y Francia el acta firmada por los sublevados con Hitler y Mussolini, creyendo que así coaccionarían el ánimo del caudillo fascista y le obligarían a aceptar la paz. Nuestra impresión es que estos rumores no tienen fundamento, y que se trata de un pasatiempo. La ocasión, desde el punto de vista militar, no es la mejor, ya que ha comenzado la caída de la República. De otra parte, según se escribió posteriormente, Rusia había concertado ya un acuerdo con Alemania para permitir que la pérdida de Cataluña convirtiera los Pirineos en amenaza contra Francia. Un general ruso escribió inmediatamente después de terminar la guerra civil de España un extenso informe que denunciaba este pacto secreto de Alemania y Rusia, informe que los comunistas han desmentido, y que debía costar la vida a su autor. La imaginación se resiste a creer que sea cierto cuanto dicho general afirma y nos parece absurdo, pero es lo cierto, que el enemigo penetró en 148
Barcelona sin resistencia de ningún género. Dos días antes habíamos estado en la ciudad y, puestos al habla telefónicamente con Negrín, nos dijo que aquel día no podía vernos pero que si permanecíamos allí varios días tendríamos ocasión de visitarlo. Quizá, embargado su espíritu por otras preocupaciones, no se dio cuenta de que unos barcos de guerra, lejos de sus bases y sin misión que cumplir, no pueden permanecer por un capricho en cualquier punto, a no ser que oficialmente se les ordene. Aquel mismo día abandonamos el puerto de Barcelona. Durante las veinticuatro horas que permanecimos en él, la aviación enemiga atacó incesantemente el puerto, apoyada por sus escuadrillas de caza, que se elevaban del inmediato campo de Llobregat, ya en poder de los facciosos. La evacuación de la ciudad había comenzado. La pérdida de Barcelona no mereció explicaciones oficiales de importancia. En Figueras, el Gobierno se limitó a decir que era inevitable lo ocurrido, ya que, como siempre, el material había llegado con retraso, mucho del cual se quedó en Barcelona. Sin embargo, no había motivos para desalentarse, ya que ahora se contaba con material en cantidades insospechadas, y la batalla definitiva se daría cerca de la frontera, donde el enemigo sufriría su mayor derrota. Pero no hubo batallas ni victorias. La retirada, sin combate ni resistencia, continuó, y pocos días después pasaban la frontera 209.000 soldados con sus generales, oficiales, comisarios y el Gobierno, envueltos o precedidos por una ola humana de doscientos mil civiles que huían de la dominación de Franco. Durante quince días el resto de la España leal careció de noticias del Gobierno. Nada se sabía de éste, excepto que se hallaba en Francia. Se ignoraban sus propósitos, e incluso si en éstos estaba el de volver a la zona centro-sur. 149
Antes de pasar la frontera, el Gobierno había hecho una nueva combinación de mandos en la Marina. El jefe del Estado Mayor Central, señor Prado, fue sustituído por don Julián Sánchez, antiguo jefe del Cuerpo General de la Armada, y se relevó de la jefatura de la flota a don Luís Ubieta, designándole para mandar la base y plaza fuerte de Mahón. Como jefe de la flota se nombró a don Miguel Buiza, que se apresuró a trasladarse en avión desde Rosas a Cartagena. Este marino pundonoroso y heroico llegó a posesionarse de su cargo en circunstancias trágicas para él. Cuarenta y ocho horas antes su esposa, horrorizada por la tragedia de los momentos, se había suicidado. Con diversos pretextos, Ubieta retrasó dos semanas su viaje a Mahón. Al fin salió para su nuevo destino con dos de nuestros destructores. Nos despedimos cordialmente, olvidando nuestras pasadas diferencias, y ofreciéndonos mutua solidaridad. Este nombramiento fue uno de los muchos errores cometidos por el Gobierno. Aunque leal y competente, no era Ubieta, por su carácter altanero y su vanidad excesiva, el hombre adecuado para mandar una plaza como la de Mahón, cargo para el cual se exigían grandes dotes, no sólo miltares, sino políticas. A los pocos días de ocupar su puesto el señor Ubieta, Mahón se sublevaba. Para sofocar la sedición pidieron refuerzos al general Miaja, el cual contestó que no podía enviarlos. Ubieta, acompañado de quinientos leales, se refugió en un crucero británico, y el enemigo se apoderó sin grandes sacrificios de la fortaleza de Menorca. Varias son las versiones que se dieron de este episodio. La que tiene más fundamentos de verdad es la siguiente: Llegó a Mahón un crucero inglés, a bordo del cual se hallaba un emisario 150
de Franco, el conde de San Luís, que, según el comandante británico, deseaba entrevistarse con el jefe de la plaza, entrevista que el Gobierno de Su Majestad británica tenía mucho interés en que se celebrara. El señor Ubieta no accedió a la demanda, declarando que no recibía otras órdenes que las de su Gobierno legítimo. Sin embargo, al devolver la visita en su crucero al comandante inglés, éste insistió en la conveniencia de la entrevista, alegando que si la capitulación se hacía, Inglaterra tendría la garantía de que la plaza no caería en manos de los italianos, como había sucedido con Palma de Mallorca, ya que Franco así lo aseguraba, en el caso de que la entrega se efectuara directamente a sus autoridades. Ubieta continuó negándose, pero, al fin, se avino a la entrevista con el emisario franquista, miembro de la antigua nobleza. Este señor expresó a Ubieta la conveniencia de entregar la plaza sin derramamiento de sangre, ya que la guerra estaba perdida totalmente para los republicanos después de la caída de Cataluña y la huída a Francia del Gobierno. No accedió Ubieta a estas proposiciones, y enseguida se produjo la sublevación en la plaza, iniciándose en una de las fortalezas, La Ciudadela. Poco después toda la plaza era dominada con ayuda de refuerzos llegados de Palma y desembarcados en el punto dominado primeramente por los sediciosos. Ubieta permaneció en el crucero británico, sin volver a tierra, y a él llegaron huyendo unos quinientos republicanos. Zarpó el buque inglés con los evacuados, siendo atacado varias veces por la aviación italiana de Palma. Cuando el comandante formuló su protesta al jefe militar de Palma, éste se disculpó con su falta de jurisdicción sobre la aviación italiana. La combinación de mandos a que nos hemos referido antes, afectó también a Cartagena. El general Bernal se hizo cargo de la 151
jefatura de la base, sustituyendo a don Antonio Ruiz, nombrado nuevamente subsecretario de Marina, y siguiendo de jefe del Estado Mayor Mixto don Vicente Ramírez, que era en realidad quien de hecho llevaba la jefatura de la base. *** Finalizaba el mes de enero, y cuando ya desesperábamos saber del Gobierno, recibimos noticias de que en Alicante habían aterrizado Negrín y Alvarez del Vayo, procedentes de Francia. En aquellos días la situación había empeorado notablemente y de tierra llegaban noticias alarmantes sobre la moral de la población. El almirante y yo resolvimos hablar con Negrín para conocer la situación. Salimos para Valencia, no sin antes esperar a que se efectuase el cotidiano ataque aéreo, para que las dotaciones no nos viesen ausentes en los momentos dramáticos del peligro. Al anochecer llegamos a Valencia. El general Miaja nos dice que Negrín está acostado, porque llegó muy rendido del viaje, y que no podremos verle hasta el día siguiente. Comentamos con Miaja la gravedad de la situación, y en atención a ésta, juzgamos que dado lo mucho que hay que esperar para hablar con el Presidente no conviene que el almirante y yo estemos ausentes de nuestros puestos tanto tiempo. De acuerdo con el interés que manifiesta Miaja en que sea yo quien hable con Negrín, resolvimos que regresara el almirante a Cartagena. Cené con Miaja y aguardé la llegada del siguiente día. Al levantarme, serían las siete de la mañana, sonaron las sirenas anunciando la presencia de la aviación franquista, que bombardea el puerto con el propósito de hundir los barcos que habían traído 152
víveres. Al escuchar el toque de las sirenas, Miaja se levantó llevándome con él al refugio, instalado en el mismo edificio, a veinte metros de profundidad y muy bien atendido. Era ésta la primera vez que entrábamos en un refugio desde el comienzo de la guerra, y fue aquí, en este lugar lleno de gente, donde me encontré con Negrín y Alvarez del Vayo, que vestidos con pijamas, habían bajado a guarecerse. También vimos a Uribe, Gómez, Méndez Aspe y otros que aquel mismo día habían llegado de Francia. Terminada la alarma, subí al despacho del señor Negrín, con quien hablé en presencia de Vayo y Miaja.Le recordé la entrevista que con carácter reservado habíamos celebrado cuatro o cinco meses antes en Cartagena, con motivo de su visita a la base, en la cual me informó durante varias horas de conversación que se había visto obligado a retirar a Prieto del ministerio de Defensa Nacional a causa de su excesivo derrotismo. Por mi parte le puse al tanto, en aquella ocasión, de cuál era el estado de cosas en la base desde que Prieto la dejó sin comisarios políticos. Fingiendo asombro por lo que oía, prometió promulgar un decreto en el que se atenderían las necesidades que yo le formulaba. Naturalmente, no se hizo absolutamente nada. Terminado este recordatorio, pasé a informarle de cuál era la situación en aquellos momentos, tanto en Cartagena como en otros sitios, exhortándole a terminar con una política disparatada que nos hacía prisioneros de un partido en perjuicio de todos, manifestándole que la flota no veía con indiferencia este estado de cosas tan caótico y peligroso. La respuesta de Negrín fue violenta y subida de tono, replicándole en tono parecido. Intervino Miaja, diciendo que teníamos razón en mucho de lo que acabábamos de decir. Quizás fué153
ramos demasiado irrespetuosos, porque ciertamente Negrín nos había distinguido siempre con su gran estimación, pero nos creíamos en el deber de hablar claro. La entrevista terminó sin haber concretado nada. Al despedirnos, Miaja me abrazó afectuosamente, diciéndonos que ya era hora de que alguien le dijese a Negrín aquellas verdades. También el general Matallana, a quien Miaja contó la entrevista me felicitó, disculpándose de no poderle hablar él en los mismos términos por temor a ser luego mal visto. Aquella misma tarde regresé a Cartagena, camino de la cual encontré al almirante, quien, enterado de nuestro regreso, acudía a Valencia con el propósito de hablar también con Negrín y los jefes militares.
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CAPÍTULO XV
LOS MINISTROS VISITAN LA FLOTA
E
Gobierno, cuyos ministros, según nos habían dicho en Valencia, se habían resistido a regresar de Francia, fijó su sede en la capital de la República, en Madrid. Pero la nueva residencia sólo poseía una significación simbólica y puramente oficial, ya que los ministros estaban constantemente errantes, vagando de ciudad en ciudad, sin que en ningún momento se pudiera localizar, no ya al Gobierno en pleno, sino a cualquiera de sus ministros. En aquellos días la República parecía carecer ya de Gobierno, y la cohesión del país se conservaba exclusivamente por el abnegado espíritu de su pueblo y el temple heroico de sus combatientes. Los días pasaban y la situación empeoraba notablemente. La política del Gobierno contribuía a enrarecer el ambiente moral y político, y la crisis se agravó al hacerse pública la dimisión del Presidente de la República, señor Azaña. El Estado quedaba sin jefatura, a merced de un gobierno sin autoridad, y todos, civiles y militares, teníamos la sensación de estar presos de un grupo de incondicionales. La consigna era resistir, pero públicamente se sabía que no había con qué. Armas, municiones y equipos habían quedado en Francia, y si en Cataluña no pudo contenerse la ofenL
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siva fascista, mal podría resistirse en una zona en donde los ejércitos habían quedado casi desarmados. Los efectos de esta situación se agravaban cuando públicamente, sin oposición del Gobierno, comenzaron a distribuirse pasaportes no sólo a los elementos civiles, sino a los jefes del ejército de tierra. En pocos días se repartieron en Valencia, Alicante, etc., etc., centenares de pasaportes. Esto acabó de minar la moral de los combatientes, cuyos jefes se clavaban en la costa, en la cual veían su única esperanza de salvación. En los primeros días del mes de febrero tres ministros llegaron a la base de Cartagena para visitar la flota, la cual tuvo el honor de recibirlos. Acompañados del jefe de la base, general Bernal, subieron a bordo. Eran los ministros González Peña, Segundo Blanco y Tomás Bilbao. Con los honores correspondientes a su jerarquía fueron recibidos, formando la guardia. En la cámara del almirante manifestaron sus deseos de hablar reservadamente con el señor Buiza y conmigo, y allí charlamos durante media hora. Dirigiéndome especialmente a Peña le expuse el disgusto que sentíamos por lo que sucedía en tierra, ya que el escándalo de los pasaportes habría de repercutir necesariamente en la moral de las dotaciones. González Peña contestó que, aunque en efecto el asunto de las evacuaciones no se llevaba muy bien, no debíamos preocuparnos mucho, ya que nosotros siempre teníamos libre la salida al mar. Como manifestó deseos de hablar a la dotación del buque insignia, tuve necesidad de advertirle la conveniencia de medir el tono de sus palabras, ya que a la flota no le pueden decir que aguante imperturbable el peligro día a día, los que están dispuestos a huir los primeros. De valor y de heroísmo, le dijimos, sólo pueden hablar 158
a los marineros los que con ellos sufrimos a diario la amenaza del enemigo, pero no los ministros, pues si no puede asegurarse que sean éstos los que primeros huirán, sí es verdad que en tierra no piensan más que en ponerse a salvo. Habló González Peña ante la dotación formada. Sus palabras frías, temblorosas, no eran las adecuadas para elevar el espíritu de unos marinos, ni correspondían a los momentos en que se pronunciaban. Habló de la caballerosidad de la Armada, exaltando sus tradicionales virtudes y heroismo. Pocos días después, y también de incógnito, apareció por Cartagena el ministro de la Gobernación, señor Gómez. En el camarote del segundo jefe conversamos largo rato. El señor Barreiro, que asistía a la entrevista, tuvo un diálogo violento con el ministro al exponerle la necesidad de tratar directamente con Franco, ya que la guerra estaba perdida. Enérgicamente le replicó el señor Gómez, diciéndole, que había que luchar hasta el fin, y que en definitiva el Gobierno no toleraba coacciones de los militares. Como el señor Barreiro, al insistir en su argumentación, aludiera discretamente a que el Gobierno estaba desprovisto de autoridad legal y constitucional, en razón de la inexistencia del poder moderador por dimisión del señor Azaña, la conversación subió de tono, y hube de intervenir en sentido conciliador, y restando importancia a lo dicho por el segundo jefe de la flota. La entrevista concluyó en términos cordiales, despidiéndose al ministro de la Gobernación con los honores oficiales correspondientes. *** 159
La moral en tierra se ha desplomado. En la base de Cartagena predomina el ambiente de la derrota y la deserción. Los marineros francos que regresan vienen amargados y llenos de alarma por los constantes rumores que escuchan. Todos hablan de paz, y sin recato circulan noticias falsas sobre deserciones de los frentes. El anhelo de paz, que ahora se sobrepone a toda otra consideración, es explotado hábilmente por nuestros enemigos de la retaguardia, muchos de los cuales están en mandos importantes. Este espíritu comienza a penetrar en la flota, aunque todavía no se han comenzado a manifestar sus efectos. Como es natural, quienes primero se agitan son los oficiales, entre los que se oye hablar del propósito de crear una Junta de Defensa para echar a Negrín y negociar la paz. Estas manifestaciones se neutralizan pronto, en su carácter público, merced a las órdenes dadas a los guardias que ayudan en los barcos a los comisarios políticos para que repriman con energía y sin vacilaciones cualquier conato de indisciplina. Uno de aquellos días me visitó una nutrida comisión de oficiales, que vino a exponerme sus propósitos de abandonar el puerto con la flota, dada la desmoralización existente en tierra. Atenta y cordialmente les escuché, y cuando han terminado de hablar les pregunto con fingida humildad en nombre de quién hablan. Con arrogancia me contestan que hablan en nombre de toda la flota. Abandono mi actitud humilde y con energía les invito a salir en el acto a cubierta, para que en presencia de la dotación formada repitan las palabras que acababan de decirme, bien entendido que si por desgracia la dotación piensa como ellos, tendrán que fusilarme en el acto, pero que si piensan como yo, ordenaré que los fusilen a todos en aquel mismo momento. Esta contestación sur160
tió efectos inmediatos. Comprendieron que, contagiados del ambiente derrotista del exterior, habían expresado propósitos incompatibles con su dignidad y sus deberes, y aquellos hombres, entre los que había excelentes combatientes, me pidieron que perdonase aquel desahogo, el cual prometían no repetir. Perdoné aquella acción y les exhorté a reponer su moral y a no manchar su historial glorioso. El almirante también se había reunido en la capitana con el Estado Mayor y todos los mandos, comandantes y comisarios, para exponerles la situación militar e informarles de sus entrevistas con Negrín, Miaja y Matallana. Dió cuenta también de la reunión celebrada en Albacete, con asistencia de todos los jefes del ejército, en la cual Negrín prometía soluciones rápidas. Terminó pidiendo a todos los mandos de la flota continuar en sus puestos, seguro de que el almirante cumpliría con su deber hasta el último instante. En esta reunión me limité a expresar mi adhesión a las palabras del señor Buiza, lo que hicieron también los jefes y comisarios de la flota. *** Aunque no teníamos jurisdicción en la base naval, quisimos intervenir en ella con el propósito de elevar el espíritu de sus fuerzas, y contrarrestar la campaña derrotista que tan intensamente realizaba el enemigo desde hacía varios días. A tal fin se organizó un acto público en el local más amplio de Cartagena, en el que participaron elementos civiles y militares, tanto de la flota como del ejército. Presidió este acto, que debía ser el último de los celebrados en Cartagena, el Comisario del «Ulloa», Alejandro Rodríguez Seguí. He aquí el texto taquigráfico de mi discurso: 161
Amigos y compañeros de la flota, del ejército y población de Cartagena: He aceptado el cordial requerimiento que los amigos me hacen para dirigir unas palabras, no ya a mis compañeros los marinos, a los que tantas veces hablé y con los cuales mantengo siempre mi comunicación, sino a todos cuantos libremente han tenido la atención de honrarnos con su presencia. No he de negaros que, al ocupar una vez más esta tribuna, lo hago francamente impresionado, porque me hago cargo del interés y la expectación que el acto ha despertado, como lo demuestra esta muchedumbre, que pocas veces se ha reunido como hoy en esta clase de actos. Lo hago, además, amigos y compañeros, un poco avergonzado por el estado moral y por la falta de hombría que veo en muchísima gente en estas horas y en estos momentos en que son más precisos el ánimo y la serenidad de los hombres que dicen defender siempre la libertad e independencia de nuestra patria. Quiero preguntar a todos: ¿Es que los republicanos españoles tienen que avergonzarse de defender a su patria de la intervención extranjera? ¿Por qué esa cobardía y esa desmoralización que avergüenza y deshonra a los hombres? ¿Es que a tan poco llega nuestra hombría y nuestra vergüenza, como hombres ante el peligro? Yo os confieso mi vergüenza y mi indignación viendo preguntarse a muchos lo que va a pasar y lo que va a ser de nosotros. ¿Qué fue de todos aquellos hombres que a través de todas las épocas y de toda nuestra historia cayeron por defender nuestra dignidad humana? ¡Sed hombres!... Eso es lo que hay que ser. Cuando nos vemos en momentos difíciles de nuestra vida –y no son tan difíciles los que vivimos– tenemos el deber de vernos con la frente levantada y la conciencia tranquila del que ha
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defendido y tiene el santo deber de seguir defendiendo la verdad y la justicia. ¡Que se avergüencen, si quieren, aquellos que no están limpios, pero no nosotros que hemos ofrecido nuestras vidas por la libertad de España!» (Ovación). Cuando hablé a mis compañeros de la flota les dije, y les repito ahora, que nuestros mandos legítimos, además de estar en sus puestos de combate al lado de las dotaciones, estamos también para vigilar en ellos los movimientos del enemigo; estamos para medir paso a paso y minuto a minuto todos estos momentos, y con arreglo a los conocimientos del Mando de la flota –y me atrevo a afirmar quc también los de la base, que son como los demás mandos de la República– cumplirán con su deber, como cumplimos el nuestro con dignidad y honradez, que es lo que siempre nos acreditó como personas decentes. Hay quienes con su inquietud agobiadora piensan que nuestra flota puede adoptar posiciones, y esto se dice ya por mucha gente, incluso por compañeros de la misma flota, que condeno con toda energía, porque es imprudente y cobarde adelantar conjeturas. La flota no adoptó ni deberá adoptar ninguna resolución que pueda significar, no ya cobardía o traición a su historia republicana, sino cualquier acción que pueda... (Una atronadora ovación impide oír el final del párrafo). Se dice por muchos que cumplieron con su deber en los primeros momentos, entregando nuestros barcos a la República, que ellos serán los primeros muertos si al perder nuestra guerra nos alcanza el enemigo, sembrando con esto la alarma entre todos los compañeros. Se dicen cosas infames que se fabrican en tierra y que yo quiero afrontar aquí ante la faz de todos, porque tenemos derecho a que incluso nuestros adversarios reconozcan nuestra honradez y nuestra sinceridad, y os digo de cara ante
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todos que nosotros podíamos tener pasaportes y los hemos rechazado. (Grandes aplausos). Hay por ahí muchos irresponsables que se hartaron de llamarse antifascistas, y no saben ni recatarse siquiera, inventando las mayores patrañas, sembrando ante los demás el recelo y la duda hasta creer que, en efecto, esos pasaportes que gestionan por ahí son para traicionar y abandonar nuestra causa, llegando incluso a decir que nuestros mandos legítimos tenían ya preparados unos buenos trimotores. Yo les digo desde aquí: ¡Con trimotores o pasaportes que a nosotros no nos interesan! Pues, si las cosas sucediesen como muchos se suponen, estad seguros, compañeros marinos de nuestra flota, que el Mando se ha de salvar con vosotros o perecerá con todos vosotros. (La ovación dura unos minutos). Como hombre responsable que soy entre tantos compañeros, con los cuales llevo viviendo tanto tiempo, quisiera, queridos amigos que no se apartase nadie, que no perdiese nadie en ninguno de estos momentos –ni siquiera ante la muerte– esa serenidad que debemos tener todos. Esto prediqué siempre y bien lo saben muchos compañeros que, sin ser de la flota, son compañeros míos a los que hablé también muchas veces. Lo hice siempre con la responsabilidad que todos hemos contraído, sirviendo esta causa de libertad e independencia de nuestra patria, en la que tuvimos la desgracia y la desventura de no ser oídos por quienes tenían la obligación de atendernos, porque veníamos y venimos defendiendo nuestro derecho contra Italia y Alemania, y unos malos españoles, y, porque al defender esto, defendíamos con ello la libertad de los pueblos, de esos pueblos cobardes que no se acuerdan de nosotros y que han podido armarse para defender sus egoísmos materialistas al calor de nuestra sangre, derramada torrencialmente por miles y cientos de miles de hijos de nuestra patria.
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Yo no he caído nunca en el halago ni en la mentira cuando hablé a las masas y les expuse siempre al desnudo la verdad, porque el engaño y la farsa es el veneno que en el alma de las multitudes surte luego, a la larga, los efectos más funestos. Yo dije que en nuestra guerra no había que confiar en las ayudas de fuera, porque la solidaridad internacional de las masas oprimidas es una cosa teórica, pero que prácticamente es aún una ilusión, y dije que de los gobiernos que se llaman democráticos no había que esperar tampoco, porque éstos siguen representando los intereses capitalistas, y cuando dije que tampoco admitía la ayuda por servilismo a poderes extranjeros, se nos acusó de sectarios, cuando no hacía más que defender con ello la independencia española. Yo afirmé siempre que la fe y la esperanza había que comprenderlas por encima de todos los «ismos», en el abrazo sincero –ardientemente sincero– de todos los combatientes frente a esa invasión extranjera. El olvido y la burla de todos, a lo que hay que añadir la torpeza e incomprensión de nuestros partidos y nuestros gobiernos, nos han traído hoy a situaciones difíciles. Difíciles ¡qué duda cabe! Pero yo, soldado como los demás, os digo que se puede perder todo, incluso la vida, pero lo que yo no quiero perder, ni quiero que perdáis ninguno de vosotros, es nuestra dignidad de españoles, cuyos nombres maldecirán nuestros miles de hermanos, que desde el fondo de sus tumbas dirían que fuimos indignos de llamarnos hermanos. (Grandes aplausos). Ya sé yo que la flota republicana, y más propiamente los marinos españoles, lo mismo en la monarquía que en la República, vivieron siempre olvidados de sus gobiernos, y fueron raros los hombres que en la monarquía y en la República se acordaron y se preocuparon de sus posiciones geográficas en nuestro mapa
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de Europa, y pocos, quizás ninguno, se acordaron de que en esta guerra, la más terrible de cuantas hemos conocido, los españoles, nuestra flota, cuya historia habrá de escribir alguno, ha desempeñado una misión y un papel magníficos que la hace acreedora a que este Gobierno y todos los españoles se acuerden y piensen en ella; pero se acuerden o no, eso no es cosa nuestra; lo que el mando necesita es que tanto los marinos, como los soldados y la población, estén serenos en sus puestos, que deben ser de combate, para que lo que haya de hacerse se haga sin nerviosismos ni cobardías, serenos y responsables; se haga sin deshonrarnos. ¡Oídlo bien: sin deshonrarnos! (La ovación dura varios minutos). ¡Cuidar la base! iCuidar la base!, que teniendo segura la base, la flota estará en su puesto aguantando como hasta ahora los terribles bombardeos del enemigo que nos persigue a diario con su aviación; pero la flota necesita que la moral de tierra se levante y se afirme, porque si os falta a vosotros puede alcanzar a la flota, que no habrá de concebir el miedo en una base que tiene como amparo los mejores refugios del mundo, mientras los que están a bordo no tienen en el ataque otro lecho y otra tumba que el fondo de nuestras aguas. Por eso insisto en que cuidéis la base, porque es la base de la flota. (Vivos aplausos). Yo quiero aprovechar este instante para rendir homenaje a todos nuestros mandos que en la flota han cumplido día a día, a través de toda la guerra, sin que sean republicanos como nosotros, porque no tuvieron ambiente en el medio que se educaron, pero que han tenido caballerosidad y lealtad absolutas que les hace acreedores a nuestro respeto y estimación sinceros. Yo les rindo este homenaje de lealtad y cariño, seguro que, hoy como ayer, cumplirán su deber como hemos cumplido y cumpliremos el nuestro, suceda lo que suceda.
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Nuestra suerte será la que sea la del ejército, y la voz del pueblo será a su vez la nuestra, y si poderes ilegítimos intentasen dirigirnos, que no lo esperen de nosotros. Por eso decimos que nuestra solidaridad no podrá romperse con los que luchan en tierra, y sólo si los demás la rompiesen con nosotros, entonces es cuando nosotros no escucharíamos otra voz que la nuestra propia. (Aplausos). Y porque tengo la convicción de que esos 300.000 hombres que quedan en nuestros frentes han de ser nuestro lazo de estrecha solidaridad, es por lo que pido a todos que conserven la vergüenza y que todos los hombres que tienen responsabilidad en sus partidos y organizaciones, todo aquel que tenga algún prestigio o alguna autoridad moral, procuren sostener esa moral, elevándola a la misma altura, no diré que de los valientes, pero sí de los hombres dignos.
El acto terminó con grandes ovaciones y vivas a la flota, al ejército y a la República. Por su parte, el jefe de la flota, don Miguel Buiza, los comandantes y comisarios, así como las delegaciones de partidos y organizaciones que asistían al acto, nos felicitaron efusivamente.
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CAPÍTULO XVI
LOS ÚLTIMOS MOMENTOS
A
durante algunos días la moral de la población de Cartagena se había vigorizado bastante por el acto público del 27 de febrero, pronto volvió a decaer. En tierra, una obsesión domina a todos y elimina toda consideración de tipo político o moral: obtener un pasaporte. Esta inquietud pasa de la base a la flota y embarga el ánimo de muchos, aunque el sentimiento del deber y la disciplina se mantienen firmes. Al almirante y a mí se nos ofrecen pasaportes, que rechazamos, juzgando un deber ofrecer este ejemplo. Los comisarios son asediados en sus barcos. Las dotaciones comentan la escandalosa conducta de tierra. Ordenamos a nuestros amigos que sin vacilar corten cualquier desfallecimiento o brote de indisciplina, y de nuevo escuchamos a algunos mandos opinar que sería conveniente la salida de la flota antes de que la hundan en el puerto o no pueda salir luego. Nuestra réplica enérgica, y la afirmación que hice a un comandante de que llegaríamos a sublevarnos contra los jefes si alguien intentase sacar la flota, pusieron término a estas manifestaciones desmoralizadoras. El día 4 de marzo publiqué en La Armada, semanario de la flota, la siguiente y última alocución: UNQUE
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¡Atención! ¡Atención! ¡Atención! Este Comisario general tiene especial interés en hacer público, para conocimiento de todos, las instrucciones que han de cumplir sin vacilación ninguna, todos, y especialmente nuestros comisarios políticos. Como han podido ver comandantes y comisarios en la reunión celebrada con nuestro almirante y Estado Mayor, el señor jefe de la flota explicó cumplidamente cuál es el momento actual y lo que con tal motivo piensa y estudia el Mando. En su virtud, sabemos que se hacen por el Gobierno gestiones para llegar a una paz lo más justa para todos, y que tanto nuestro jefe como este Comisario general han de estar muy atentos a todo cuanto suceda, por cuya explicación comandantes y comisarios ofrecieron al Mando de la flota, además de su completa satisfacción, su absoluta lealtad y su plena colaboración, permaneciendo todos en sus puestos de combate con incondicional adhesión a las órdenes del Mando. Quede, pues, bien claro y bien terminante, que el Mando de la flota, además de estar en su puesto aguantando como todos, las bombas del enemigo, está también muy atento para que nadie la olvide. Ahora bien; el honor y el recuerdo de nuestros queridos muertos con la historia de nuestra flota, sus mandos y dotaciones, y más aún, aquellos que el 18 de julio dieron los barcos al pueblo, exige que no se manche en estas horas dramáticas; hay que exigir, imponiendo a todos ¡serenidad absoluta!, y hay que exigir e imponer la serenidad a quienes la pierdan, manteniendo la razón en la razón, pero prevenidos y a tiempo para cortar por fuego cualquier deserción o infamia.
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El Comisario y sus auxiliares –que deben serlo todos– permanecerán en su puesto sin descuidarle un instante al lado del comandante, mostrando con su presencia la estrecha hermandad que los une, y si fuese necesario que con su sangre se cubra la vida de nuestros mandos, que sea en ellos el primero el Comisario político, pero ¡atención, atención, amigos! Que en esa hermandad suprema que nos une en nuestra flota, ¡que nadie duerma la guardia! y que cualquier impaciencia, la traición o la infamia no sorprendan a ninguno. Los cañones de nuestra flota valen por toda una plaza, y la bandera que arbola es bandera de combate, lo mismo que al izarla le rendimos nuestro honor, al arriarla se hace con el mismo honor y ¡derechos! Razonemos como siempre, pero ¡ojo al disco! y donde falle el razonamiento, que estén preparadas las armas .–A bordo del crucero «Miguel de Cervantes», 4 de marzo de 1939.
Los marineros han leído la alocución emocionados, y se mantienen firmes en sus puestos. Aquel mismo día, a media mañana, los jefes de los ejércitos de tierra habían prometido al almirante comunicarle por teletipo una resolución adoptada a última hora. En ésta se le daba cuenta de que habían desistido de exigir el desplazamiento de Negrín y su Gobierno por temor a que los stalinistas muy influyentes en el ejército centro-sur, se subleven. En consecuencia, dejaban en libertad al almirante para que obrara como estimase conveniente, relevándolo del compromiso que con ellos había contraído. (Este acuerdo fue sin duda revocado, pues al día siguiente, Casado y Miaja, y los jefes de ejércitos, ayudados por los partidos Socialista y republicanos, Unión General de Trabajadores y Confederación Nacional del Trabajo, consti173
tuían el Consejo Nacional de Defensa en Madrid, y Negrín y sus ministros se apresuraban a marchar sin intentar resistir, en los aviones que al efecto tenían preparados). El mismo día 4, la prensa oficial publicaba un decreto de Negrín entregando los mandos principales del ejército a los amigos comunistas. Para mandar la base naval de Cartagena se nombraba al destacado comunista Francisco Galán. Todo el mundo juzgó estos nombramientos como un verdadero golpe de Estado, en virtud del cual el Partido Comunista se apoderaba de todas las palancas del poder, y fue sin duda esto lo que hizo a los jefes militares desistir del acuerdo de no derrocar al Gobierno Negrín. Si en toda España la situación era gravísima, lo era tanto más en Cartagena, donde un conjunto de circunstancias dieron lugar a consecuencias muy diferentes a las que el Gobierno se proponía. Los mandos de la flota, a la vista de lo sucedido, expusieron al almirante la necesidad urgente de salir de Cartagena antes de que la catástrofe fuera definitiva y alcanzara a todos. Pero tanto el almirante como yo exigimos a todos serenidad. Bajamos a la base a entrevistarnos en su despacho con el general Bernal, al que encontramos acompañado de varios jefes que están tratando de lo que ha sucedido. La decisión de casi todos los que están reunidos es opuesta a aceptar a Galán como jefe de la base, pues creen que con esto los comunistas asesinarán a sus enemigos, y evitarán que la guerra termine en condiciones que permitan salir de la zona Centro a las personas más responsables y comprometidas. Pese a que carecemos de jurisdicción sobre la base, y nuestra autoridad, además, es de índole moral solamente, creo conveniente intervenir para pedir que hable quien en realidad tiene mayor autoridad y responsabilidad en tierra, o sea al general Bernal. Éste manifiesta que no proyecta sublevarse, y que entregará el cargo al señor 174
Galán cuando éste se presente. En vista de estas manifestaciones declaro que, puesto que contra la flota no hay nada, y el jefe de la base no pone reparos a que Galán tome posesión del cargo, nada tenemos que oponer, y que sólo en el caso de que Galán intentase algo contra la flota, sobre la que carece de jurisdicción, le replicaríamos en forma adecuada. Asimismo dimos la seguridad de que si Galán cometiese algunas de las acciones que se temen, la flota no lo permitiría. En consecuencia, aconsejamos acatar el nombramiento y esperar en definitiva los acontecimientos y la conducta del nuevo jefe de la base. Predominó este criterio, aunque salimos de la reunión mal impresionados por la agitación y nerviosismo que se manifestaban en todos los departamentos. Sin embargo, confiábamos en que, a pesar de todo, la flota, junto a la base, salvaría a cuantos debieran salvarse, pues nuestra presencia moral evitaría cualquier intento. Cuando nos dirigíamos al buque insignia nos cruzamos en el antedespacho de la jefatura con el jefe del Estado Mayor de la Marina en tierra, don Fernando Oliva, a quien se le había nombrado para dicho cargo un mes antes. Perteneció anteriormente a nuestra flota como jefe de la segunda flotilla de destructores, interviniendo con acierto en el combate de Cabo Palos. Hombre culto y correcto, tenía detenida su familia y estaba emparentado con el enemigo. No obstante, había observado siempre una conducta irreprochable, y en alguna ocasión los comunistas buscaron y anunciaron su colaboración en la revista «Marina». Al verme me habló así: «Don Bruno, lo que el pueblo quiere es la paz y por este camino vamos muy mal, por lo cual tendrá que ser el pueblo quien se imponga». Cordialmente le contesté que la paz la haría quien tenía autoridad para ello, y que su deber, como el nuestro y el de todos, era obedecer. Me replicó que el Gobierno no tenía autoridad para nada, y carecía de 175
legalidad. Atajé sus razonamientos y puse término al diálogo diciéndole que allá cada cual con su responsabilidad. Durante todo el día, la agitación no cesó un momento. Incesantemente llegaban al buque insignia comisiones de la U.G.T. y C.N.T que desamparados y sin protección en la base ante la dominación de los comunistas, temían ser víctimas de una encerrona y entregados al enemigo. Nos esforzamos por calmar estos temores, aconsejándoles que vigilasen en tierra y no perdieran el contacto con nosotros, asegurándoles que ni el enemigo ni los comunistas se apoderarían de nada, ya que estábamos dispuestos a evitarlo. Las inquietudes no cesaban y el pánico iba aumentando. Cartagena vivía aquellas horas con la impresión de que se había producido un golpe de Estado de los compañeros comunistas. También recibimos visitas de militantes comunistas. Encabezados por su jefe local, querían sondear nuestro ánimo, e insistentemente nos ofrecían actuar unidos. De nuevo les reiteré la condenación de una política absurda, cuyo desdichado remate han sido los nombramientos recientes, pero les ratificamos nuestra lealtad hasta el último momento. Comenzaba a anochecer, y un diputado comunista me llamó por teléfono para seguir conferenciando, pero juzgando que ya era hablar con exceso, le dije que mi misión no era estar de charla constantemente con ellos y que cada cual cumpliera con su deber en su puesto, y nada más. *** Aquella misma tarde se presentó en la base el señor Osorio Tafall –recientemente nombrado por Negrín Comisario General de Defensa–, anunciándome por teléfono sus deseos de visitarme. 176
Acudió enseguida a la capitana, donde le esperaba acompañado del Almirante. Manifestó deseos de conocer nuestra posición, la que le expusimos sin reparo. Después de haber hablado el Almirante, le dije que no conocíamos otra actitud que la del cumplimiento de nuestro deber. Sin duda no le bastó está declaración al auxiliar del señor Negrín, ya que nos pidió que le aclarásemos el significado de estas palabras, o sea, lo que entendíamos por cumplimiento del deber. A tal impertinencia repuse que estaba desprovisto de autoridad, sobre todo moral, para hablarnos en aquel tono. Muy serio invocó su calidad de Comisario general de Defensa, por lo cual le dije que por ese camino no prosiguiera, pues sólo en plan de amigos y compañeros lo tolerábamos, pero no en otro, tanto a ál como al propio Negrín, pues hacía ya mucho tiempo que ni existía jefe de Estado ni Gobierno de ninguna clase, pues el Gobierno sólo era Negrín, y nadie sabía en dónde se hallaba. Terminé haciéndole saber que si aguantábamos los bombardeos del enemigo no soportábamos las impertinencias de nadie, y menos de quien, por vanidad y afanes de medro, actuaba lejos del peligro. El tono de mi réplica hizo cambiar el tono de sus palabras al señor Tafall, quien ya apaciguado y en tono amistoso, nos prometió otra visita. Acababa de partir de nuestro lado cuando recibimos una llamada telefónica desde Murcia. Ahora es el propio Galán quien nos habla, el cual, invocando nuestra vieja amistad, me informa de la misión que trae de hacerse cargo de la jefatura de la base, para lo cual solicita mi colaboración2. Agradecí su salu2. Posteriormente los comunistas han declarado que Galán llevaba la misión de fusilarnos, al Almirante y a mí. 177
do y atención, aunque le advertí que desde hacía un año carecía de cargo alguno en la base, donde no había comisarios políticos, a pesar de lo cual me tenía a su disposición. Terminó nuestra conversación anunciándome su inmediata llegada, y que tan pronto tomase posesión de la jefatura reanudaríamos la conversación, reiterándole nuevamente nuestra adhesión. Eran ya las diez de la noche. Me hallaba cansado del ajetreo del día y de las fuertes y constantes emociones de aquella jornada. Me retiré al camarote con propósito de descansar, un poco tranquilizado por suponer que aquella noche, oscura y sin luna, no seríamos atacados por la aviación franquista. No había terminado de meterme en cama cuando penetró en mi camarote, precipitadamente, el joven socialista de Águilas, Francisco Díaz, a quien di el cargo de vigilar en tierra lo que ocurriese. Alarmado me informó de que un numeroso grupo le había parado cerca del muelle, aconsejándole que si era de la flota huyese, pues eran presos recién libertados y se disponían a hacer una degollina general, de la que querían excluir a los marineros. Tranquilicé a mi informador y subí a la cámara del Almirante, a quien repetí lo que acababan de decirme. Telefoneé a la base, a la que informé de las noticias recibidas. Era el jefe del Estado Mayor Mixto, don Vicente Ramírez, quien me hablaba, pero noté en sus palabras algo raro, aunque me dijo que no pasaba nada. Sin embargo, al colgar el aparato, habla de nuevo y me dice que hay una pequeña insubordinación en la comandancia, la cual carece de importancia, a pesar de lo cual conviene que informe al Almirante para que mande avivar los barcos por si acaso. El Almirante ha tomado el teléfono, pero se esfuerza inútilmente en hablar con Ramírez y Galán. Después de diez minutos de espera, el oficial de 178
guardia le contesta que no puede hablar con nadie porque está prohibido, pues hay órdenes de detener a los señores Galán y Ramírez, los cuales ya lo han sido con sus auxiliares en la propia jefatura. Previniéndose contra cualquier sorpresa, el Almirante ordena preparar la batería de popa del «Miguel de Cervantes», enfilando los cañones en dirección a la base. Indignado por lo que sucede, tomo el aparato y comunico al oficial de la base lo siguiente: «Diga usted a quien corresponda que si en el término de tres minutos no se ponen al aparato los señores Ramírez y Galán, diciéndonos que están bien y que no hay novedad alguna, el «Cervantes» romperá el fuego contra Capitanía». Mi conminación ha producido sus efectos inmediatamente pues en el acto, Galán y Ramírez me hablan diciéndome que no ocurría nada y que de ningún modo disparáramos, ya que todo había sido una mala interpretación, ya en vías de arreglo. Lo sucedido fue lo siguiente. Inmediatamente después de haber tomado posesión de la jefatura de la base el señor Galán, había dado comienzo un movimiento sedicioso capitaneado por el jefe de Estado Mayor de la Marina de la base, don Fernando Oliva. Este arrebató los teléfonos de las manos de Ramírez y Galán, deteniéndolos en el acto, así como a cuantos estaban allí. Pero, al parecer, cuando recibió mi cominación desde la flota se echó las manos en la cabeza, exclamando: « «¡Yo no sirvo para esto!» Y en el acto inició conversaciones de arreglo con Ramírez y Galán para contener la sublevación. Galán, que venía al mando de una brigada para tomar posesión del cargo en previsión de posibles resistencias, accedió a que ésta no entrara en la ciudad, confiando su autoridad al señor Ramírez para que, en interés de todos, transigiera en todo aquello que fuera posible. Pero los 179
hechos eran ya graves, pues los enemigos habían desbordado a los jefes primeros de la sedición. Hacía horas que habían puesto en libertad a los presos, más de dos mil, y las fuerzas, fuera de sus cuarteles, habían comenzado el asalto a varios lugares estratégicos. En las calles corría la sangre, y cientos de republicanos y leales habían sido detenidos por los sublevados. A las dos de la madrugada del día 5 llaman de la base al almirante, rogándole que vaya allí. Opto por acompañarle, y juntos llegamos sin novedad a Capitanía. En distintos puntos de la ciudad sigue el tiroteo. Durante media hora hablamos con Galán y Ramírez, quienes nos dicen que están al habla con los sediciosos y esperan llegar a un acuerdo. A mi juicio, la situación es muy grave, y así lo expongo, pidiéndoles que apenas lo estimen conveniente nos señalen los objetivos que hay que batir y la flota, cuya adhesión es segura, lo hará. Salimos de la base el Almirante y yo muy mal impresionados. Los gestos y las caras de los que allí están, dan la impresión de que en la base no manda nadie, y de que la sublevación, antes que apaciguarse, se va extendiendo. Camino del puerto una guardia del regimiento naval nos pide la consigna. Al contestar rápidamente y con energía que éramos el Mando de la flota, nos rinden armas. Ya a bordo del «Cervantes», decidimos permanecer en pie, pues aunque rendidos, la gravedad de la situación no permite ni unos minutos de reposo. Todos los comisarios, desde sus puestos, vigilan el desarrollo de los acontecimientos y esperan órdenes. A los pocos instantes oímos por la radio de a bordo que la emisora establecida en las afueras de Cartagena ha caído en poder de los rebeldes. Éstos, desde ella, anuncian su victoria a Franco, informándolo prematuramente de que Cartagena estaba en poder de 180
ellos. La sublevación presenta ahora su verdadero carácter, pues la consigna original de «Por la paz y por España», se ha transformado en «Arriba España» y «Viva Franco». En las primeras horas del día, los enemigos han consolidado su posición en tierra, sin encontrar resistencia. Ocupan las posiciones estratégicas, cierran el arsenal, del cual toma el mando el ingeniero señor Pallarés. A las diez y media de la mañana avisan la llegada de la aviación enemiga, que como todos los días viene a bombardear la flota. Esta vez sus bombas han alcanzado a dos destructores de los más viejos, el «Sánchez Barcáiztegui» y el «Galiano», que están reparándose en el dique, siendo destrozados. También una de las bombas ha tocado la tubería del petróleo del arsenal. Las dotaciones responden como siempre. Nuestros antiaéreos disparan, pero desgastados y estropeados por millares de disparos hechos durante toda la guerra, no pueden precisar la puntería. Al finalizar el ataque los marineros han vitoreado con entusiamo a la República. Hoy estos vítores tienen la emoción del momento en que son pronunciados, cuando la sedición de Cartagena nos anuncia que el final definitivo se aproxima. Acaso estos gritos de entusiasmo sean los últimos de estas dotaciones magníficas, de estos millares de héroes, a quienes el destino reservó las mayores torturas morales y materiales, pero a los cuales también la historia reservará una de sus páginas más gloriosas. Ha subido a bordo el señor Ramírez, que habla a solas con el Almirante, y vuelve a partir. Sigo opinando que la flota debe abrir el fuego contra Cartagena y así se lo manifiesto al señor Buiza. Pero éste, que por teléfono está en comunicación constante con la base, dice que ésta pide que no se dispare, pues los resultados serían funestos. Galán, desde la base, le ha leído un teletipo del señor 181
Negrín, diciéndole que no se derrame más sangre y que encargue al señor Ruiz, subsecretario de Marina, de la jefatura de la base y de que arregle el conflicto de la mejor manera. Expreso mi disconformidad con un criterio que estimo desatinado, pues en tanto que la base no actúa, el enemigo se ha adueñado de todo. Ya desde la emisora se está contaminando a la flota para que no salgan más que uno o dos destructores con los responsables principales que quieran salir, y unos minutos después nos han vuelto a conminar para que salgamos, dándonos un cuarto de hora, transcurrido el cual, si la flota no ha salido, romperán el fuego contra ella las baterías de costa de 38 c/m. Si esto es cierto, la situación nuestra es difícil, pues la flota, en aquella cazuela, poco o nada puede hacer contra las baterías que dominan el puerto. Ante la gravedad de los momentos me decido a intentar un esfuerzo supremo y decisivo y pido al Almirante doscientos voluntarios para ponerme a su frente y asaltar las baterías de costa para recuperarlas. El Almirante accede a mis deseos y ordena al jefe del Estado Mayor, señor Núñez, que salgan cuarenta voluntarios por cada crucero y veinte por destructor. En estos momentos tengo un altercado con uno de los jefes que estima que la flota no debe permanecer en el puerto ni un solo minuto. Airadamente rechazo tal proposición, y queriendo poner término a una situación demasiado embarazosa, decido abandonar la flota y trasladarme a tierra, dejando a los mandos la responsabilidad íntegra de lo que pueda suceder si deciden sacar la flota. Al salir al portalón, varios amigos, entre ellos el comisario Bernardo Simó, nos sujetan, por estimar una locura el intento, y finalmente, el Almirante me sujeta del brazo, expresándome que si no desisto de mis propósitos, él marchará también. Desisto de mi actitud, pues los impacientes parecen apaciguados. 182
Los voluntarios han sido reclutados ya en casi todos los barcos y se va a disponer que bajen al muelle. Todo estaba listo para emprender la marcha y nos disponíamos a llevarlo a cabo, cuando el Almirante y el jefe del Estado Mayor nos informan que desde la base les comunican la imposibilidad de seguir ni un sólo instante más, pues los rebeldes son dueños de todo y van a hundir la flota. Galán vuelve a repetir que ha recibido instrucciones por teletipo de Negrín para que no se derrame sangre encomendando al señor Ruiz que lo arregle todo. En estas condiciones queda sin efecto la recluta de los voluntarios y el Almirante ordena que inmediatamente se pongan en movimiento los barcos. No me opongo ahora a que la flota salga, ya que exento de jurisdicción en el orden único, considero insensato, antes los informes y opiniones que el Estado Mayor, la base y el propio Galán dan, insistir en que la flota siga dentro del puerto y arriesgue su hundimiento inevitable. Mis últimas dudas y vacilaciones las disipan el propio señor Galán, Antonio Ruiz, Morell, Semitiel, Ramírez, Adonis, Salinas y un grupo de los auxiliares de la base que llegan presurosos al «Cervantes», huyendo. El propio Galán se dirigió a mí, diciéndome que era imposible continuar y que no había más remedio que salir inmediatamente. Mientras los buques se preparan a zarpar, llegan a bordo más de 500 refugiados, hombres, mujeres y niños; civiles y militares. Con ellos llegan también varios heridos, entre los cuales recuerdo al compañero Dasi, comisario del «Alsedo». Zarpa la flota. Con el ánimo amargado, destrozado, más que por los sucesos pasados, por la trascendencia del momento, me despido mentalmente de los muchos camaradas que quedan en tierra. En ella queda también mi familia, cuya suerte en aque183
llos instantes no podía adivinar. Al salir distingo a lo lejos –¿realidad o espejismo de la ilusión?– un grupo de soldados de aviación que enarbolan la bandera republicana.
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CAPÍTULO XVII
RUMBO A BIZERTA
A
el puerto y comenzamos a alejarnos de la costa. Las baterías de tierra permanecen mudas, sin disparar contra nosotros. Como en tantas otras ocasiones la flota forma en línea de combate, pero ahora rumbo a lo desconocido. Delante marcha el «Cervantes», seguido por el glorioso «Libertad» y el «Méndez». A los lados, como defensas antisubmarinas, forman el «Ulloa», «Jorge Juan», «Miranda», «Escaño», «Valdés», «Gravina», «Lepanto» y «Antequera», que navegan lentamente a una marcha de 16 nudos. El submarino «C-4» ha salido y por radio pide instrucciones, ordenándole el Almirante que navegue hacia Orán. El «C-2» no pudo salir por haber sido detenida casi toda su dotación en el arsenal por los sediciosos. Navegando a la altura de Orán nos avisan que han oído a nuestra emisora de Cartagena llamar a la flota, informando que Cartagena está a punto de ser reconquistada por las fuerzas enviadas por Negrín, y después, al marchar éste, por Casado. Las baterías de costa han sido conquistadas ya al enemigo, al parecer, pero el jefe del Estado Mayor nos dice que el Almirante ha recibido tres radios de textos contradictorios, los cuales no me los enseñaron; uno, procedente de Albacete, anunciando que Cartagena está BANDONAMOS
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dominada y que vuelva la flota; otro, del enlace de Marina en Valencia, indicándonos la conveniencia de que no nos acerquemos a las baterías de costa, que continúan en poder del enemigo, y, finalmente, un tercer radiograma de Casado ordenando que la flota se sostenga en alta mar, pues las baterías de costa están en poder de los fascistas. En este mismo momento, dos de la madrugada del día 6 de marzo, nos avisan del puente dándonos la noticia de que en Madrid se ha constituído el Consejo Nacional de Defensa, presidido por Miaja, y del que forman parte republicanos, socialistas, ugetistas y cenetistas, cuyo propósito es iniciar negociaciones con Franco para obtener una paz honrosa. Informan también de que Negrín y sus ministros, con los jefes militares comunistas han marchado de España en avión. Han hablado por radio Cipriano Mera, Casado y Besteiro, condenando duramente a Negrín y a los comunistas, y finalmente se dio lectura a una alocución del general Miaja anunciando al pueblo español la constitución del Consejo Nacional y sus propósitos. A las tres de la madrugada bajo del puente. Al pasar por cubierta varios amigos me preguntan si sucede algo grave, pues los oficiales del barco han arrestado en la cámara a varios comunistas y también a algún socialista. Sorprendido por la noticia, subo en el acto al puente y pido al Comisario Simó que se informe sin demora de los motivos de estos arrestos. Al mismo tiempo pregunto al Almirante, el cual no está informado. El jefe del Estado Mayor, señor Núñez, rogándonos previamente que le disculpemos, nos pone al tanto de lo que al parecer había sucedido. Al oír que por radio hablaban mal de los comunistas desde Madrid se había observado contra éstos algún signo de hostilidad, y como medida preventiva se les ha ordenado que no salgan de la cámara. 188
El propio Galán, que acompaña al Mando de la Flota, no tiene nada que objetar contra esta medida de precaución adoptada; pero yo no debo conformarme con ella y pido que se anule y sean dejados en libertad los arrestados, persuadido de que en la flota no intentará nadie quebrantar la disciplina. Al mismo tiempo reprocho la conducta que han observado en este caso los oficiales señores Alonso y Reinante, antiguos cabos, los que siempre demostraron mayor lealtad a la República. Llegamos a dar vista a Argel en la madrugada del día 6. El capitán del puerto francés avisa por radio que la flota no puede entrar, por ser puerto comercial, y nos señala a Bizerta como base naval. Antes de adoptar ninguna decisión definitiva, estimo que debe intentarse un esfuerzo supremo, y, si es posible, volver a Cartagena. Así se lo comunico al Almirante, exponiéndole que, a juicio mío, hay que pensar todas las posibilidades que puedan existir para regresar. El Almirante comparte mis inquietudes y deseos. Piensa como yo en la conveniencia del retorno y, a tal efecto, reúne al Estado Mayor para examinar de nuevo la situación. Son muy pocas las razones que, al parecer, existen para que mis deseos sean viables. La principal es de orden político y sentimental: arriesgarnos a perder la flota para intentar salvar a parte de los compañeros que han quedado en España. Misión de orden militar no parece haber, ya que, perdida toda Cataluña y Mahón, la situación del país, a raíz de este desastre, era caótica desde todos los puntos de vista, y la sublevación de Cartagena, seguida de la marcha del Gobierno, daban la impresión de que el desastre era definitivo. No se sabía todavía si la flota podría entrar en Cartagena, ya que oficialmente los informes recibidos parecían asegurar 189
que el enemigo dominaba las baterías de costa. Pese a que la moral de las dotaciones no se había quebrantado hasta aquellos momentos, podíamos lógicamente temer que la presencia en los barcos de mezcla de 800 refugiados, mujeres y niños, afectara al sublime heroísmo que era preciso para que los barcos, al regresar, pusieran proa a la muerte. Todas estas consideraciones no dominaron mi ánimo, y a pesar de todo, insistí cerca del Almirante y del Estado Mayor en que había necesidad de pensarlo. El Almirante y el Estado Mayor, que en definitiva eran quienes debían resolver, juzgaban aventuradísima la propuesta, que equivalía a arriesgar estérilmente la flota, y a los que en ella iban. Sin embargo, en un esfuerzo último se decidían a volver, si las reservas de petróleo permitían hacerlo. El Almirante ordenó revisar los tanques y calcular las existencias. Hecha la operación, los resultados fueron los siguientes: Había petróleo suficiente para regresar a Cartagena, o para llegar a Bizerta. Si Cartagena seguía en poder del enemigo y no se podía entrar en puerto, la flota quedaría a la deriva, sin petróleo, y, por lo tanto, imposibilitada de navegar y a merced de lo que ocurriese. En estas condiciones, el Almirante y el Estado Mayor asumieron la responsabilidad íntegra de ordenar que se pusiera rumbo a Bizerta. La decisión era gravísima, pero juzgué que era inútil oponerse a ella. A las siete de la mañana la flota ponía rumbo a Bizerta. Las órdenes del Mando fueron acogidas sin reparos y con satisfacción por todos, los cuales, momentos antes, parecían aterrorizados por mis requerimientos de regresar a Cartagena. El propio Galán expresaba su satisfacción, acaso porque la creación del Consejo Nacional de Defensa le hacía suponer que su regreso a España no le proporcionaría nada grato. 190
A las once de la mañana del día 11 de marzo entrábamos en Bizerta. Para muchos aquello era la salvación y la seguridad. Pero en mi ánimo, como en el de otros muchos, no cabía el regocijo, ni siquiera la tranquilidad espiritual que proprciona a muchos el encontrarse a salvo. En mi espíritu se agitaban inquietos e iracundos los recuerdos de los días pasados, las imágenes de las escenas de heroísmo, de dolor, de miseria y de grandeza de los 32 meses de guerra. Como fantasmas parecían levantarse los millares y millares de caídos en lucha titánica contra a tiranía y la política absurda de nuestros gobiernos. Mis convicciones de internacionalista no se resignaban a admitir la dolorosa realidad de que la solidaridad mundial había sido una broma, y que mientras, jactanciosamente sin recato, se prodigó ayuda a los franquistas por Italia, Alemania, para nosotros, que representábamos la causa le la libertad mundial, se creaban los grilletes y cadenas de la No-Intervención y de la vergonzante neutralidad. Un crucero francés y varios cañoneros y avisos de la Marina francesa salieron a buscarnos y acompañarnos.Ya en la rada subieron a bordo de nuestra capitana dos altos jefes de la Marina, quienes comunicaron a nuestro Almirante las condiciones que debíamos firmar en el acto, y según las cuales la flota quedaba internada bajo las órdenes inmediatas y exclusivas de las autoridades francesas. Desde estos momentos, todos los comisarios de la escuadra hemos perdido nuestra condición de tales para convertirnos en simples refugiados, como los restantes marineros. Los jefes y autoridades francesas, por su parte, comunicaron al almirante de nuestra flota que sólo se entenderían en cada barco con sus mandos 191
respectivos, no reconociendo ninguna autoridad ni categoría a los comisarios y enseguida nos mostraron su antipatía. A las dos de la tarde entraron los barcos de la flota republicana en el lago de la base de Bizerta, subiendo a bordo la guardia francesa, que ordenó la recogida de todas las armas cortas, las cuales se depositaron sobre cubierta, unidas a los fusiles y diversas piezas de los cañones y ametralladoras. Pocas horas después, nos visitaba la policía para hacer una ficha minuciosa de cada uno de nosotros, especialmente de los comisarios, a quienes se consideraba los más peligrosos e indeseables. Pasados dos días, nuestro almirante me informa que al día siguiente saldrá para el campo de concentración a que somos destinados la primera expedición, con la cual, por orden del almirante francés, debo salir. Me dice que han sido inútiles sus ruegos para que se me exceptuara de esta primacía y se me permitiera que marchase al mismo tiempo que él pero las autoridades francesas han estimado conveniente que sea de los primeros en partir. En efecto, al día siguiente salía con los restantes comisarios y un numeroso grupo de refugiados para el campo de Maknassy. En esta expedición vienen también los jefes de la base, Galán, Morell, Adonis, y el subsecretario de Marina, señor Ruiz. En la estación nos hacen a todos los comisarios una ficha nueva, más detallada que la anterior, y como fardos humanos somos metidos en el furgón de cola, hacinados en pie. Después de catorce horas de viaje llegamos a Maknassy. El campo está a ocho kilómetros de distancia y hacemos el recorrido a pie. Al fin llegamos y caemos rendidos sobre los montones de paja que nos reservan como camas. En el campo, transformado ahora en lugar de reclusión para nosotros, hay viejos pabellones que en un tiempo 192
fueron alojamiento de obreros mineros que trabajaban en canteras hoy abandonadas. A uno de ellos somos destinados los comisarios y varios amigos. En otros fueron alojados los restantes refugiados, y los distintos compañeros que días después y en sucesivas expediciones van llegando. Frente a nosotros está el pabellón que alberga a los jefes Galán, Ramírez, Morell, Ruiz, Semitiel, Adonis y otros. Ocho días después han llegado el almirante don Miguel Buiza y los últimos marineros de la flota. En los barcos sólo ha quedado un número muy reducido para cuidarlos. El jefe francés del campo, teniente coronel del ejército, deposita su confianza en los jefes españoles y encarga de la jefatura del campo al señor Morell. Las condiciones de vida en el campo son pésimas, tanto por la escasez de agua como por lo inhóspito del clima. Estamos a unos kilómetros del Gran Desierto, y se carece de todo, hasta de lo más indispensable. Tres días después de mi llegada al campo, fui llamado por el jefe francés, quien se excusa por las molestias referidas y me manifiesta sus deseos de atenderme en lo que le sea posible. Agradezco sus palabras y ofrecimientos, diciéndole que al lado de mis compañeros nada necesito, pero sí le expreso el profundo dolor que nos han producido las humillaciones de que hemos sido objeto, sentimiento más intenso por haber sido siempre admiradores fervientes de Francia. El mando francés reitera sus disculpas y de esta manera termina la entrevista. Veinte días después supimos la amarga noticia de que había llegado a Bizerta el almirante de Franco, señor Moreno, a hacerse cargo de la flota que Francia, con apremios incomprensibles, había decidido devolver al Gobierno fascista. Con dolor supimos que varios comandantes republicanos han preferido los riesgos del regreso a España a soportar la vida que les espera en los 193
campos de concentración. Son los señores Armada, Abárzuza, Núñez de Castro, Ahumada y Barbastro. Otros, los señores Barreiro, Núñez y don Eugenio Calderón, han visitado también al almirante Moreno para exponerle sus deseos de regresar a España, mediante ciertas garantías. El representante de Franco les manifiesta que nada puede ofrecer, y que dado el estado de ánimo y la agitación reinante deberán comparecer ante Consejos de guerra para responder de su actuación en la flota. Les reprocha el hundimiento del «Baleares», y el no haber dejado actuar con libertad a la escuadra franquista. Los tres jefes republicanos optan por ir al campo de concentración. Veinte días después, la flota con banderas monárquicas y dotaciones reducidas traídas al efecto por el señor Moreno, regresa a España. En Bizerta quedan dos barcos de transporte en espera de recoger a los marinos republicanos que acepten volver a la España de Franco. Como digo anteriormente, el campo es inhóspito y horribles las condiciones de vida. El colapso moral de las dotaciones se produce inevitablemente en aquel ambiente de desesperación y de abandono, en el que parecemos alejados del mundo y olvidados por todos. Las condiciones psicológicas son las más propicias para que, quebrantada la moral, se inicien las deserciones, y el tremendo desamparo en que nos hallamos haga olvidar el infierno al que inevitablemente marcharán cuantos crean en las promesas que ahora prodiga Franco. En estos días se forma a la población de refugiados ante el pabellón de nuestros jefes para leerles la siguiente nota: «Por gestiones del Gobierno francés, el general Franco al ganar la guerra, da una amplia amnistía para cuantos quieran volver a España, donde serán bien recibidos, excluyéndose solamente a los acusados por delitos comunes». 194
La lectura de esta nota se repite al día siguiente, y se anima a los refugiados para que se inscriban en las listas redactadas al efecto. La desesperación de aquellas horas, el horizonte sombrío que se cierne ante nosotros han vencido a muchos y 2.800 hombres se alistan para regresar. El día señalado para la salida, muchos vacilan temerosos de haber sido engañados. Un numeroso grupo acude a mi pabellón a las cinco de la mañana con el propósito de que los aconseje. «No puedo deciros nada –les contesté–, pues me es prohibido intervenir en nada; pero sí os digo que eso de la amnistía me parece un inhumano engaño». Varios quisieron borrarse de las listas y otros opusieron resistencia a marchar. Al fin, 2.200 hombres embarcan en los dos transportes que esperan en Bizerta, y custodiados por las bayonetas de la infantería de Marina, traída al efecto, marchan rumbo a la prisión o la muerte. Días después vuelvo a ser llamado por las autoridades francesas, las que me reprochan haber coaccionado a los refugiados para que no regresen a España, y me amenazan que esta conducta puede acarrearme graves consecuencias. Al fin, las gestiones de Rodolfo Llopis y de los compañeros de Orán han logrado mi orden de libertad del campo. Conmigo en aquellos días han salido varios refugiados más, entre ellos Galán, que parte rumbo a América. El almirante Buiza, pundonoroso y caballero, en la emigración como en la guerra, ha solicitado el ingreso en la Legión Extranjera Francesa. El Gobierno francés ha accedido a la demanda, otorgándole la categoría de capitán, honor excepcional que hasta entonces sólo se había concedido a un miembro de la familia real italiana. Salgo del campo con dirección a Orán, donde mi familia y otros cientos de compañeros me esperan. En Maknassy quedan 195
los hombres que tantos meses vivieron conmigo jornadas de intensa emoción, y a los que tanto debe la República y la Libertad. Quedan allí abandonados y olvidados. Su triste destino en la guerra y en la emigración fue el de recibir en pago de sus sacrificios la ingratitud de los gobernantes. Pasarán meses y meses, y allá, en los confines del desierto, millares de combatientes republicanos saborearán hasta saciarse la amarga hiel del olvido y del abandono. Salvo en contados casos, ¡ninguna solidaridad ni ayuda para los gloriosos marinos de nuestra flota!
196
CAPÍTULO XVIII
CONSIDERACIONES FINALES
E
las páginas anteriores han sido relatados imparcial y objetivamente los principales acontecimientos de la flota republicana, de los que fui actor constante. Aunque a veces la pluma parezca trazar rasgos de pasión, ha huído de toda deformación, aunque fuera secundaria, de hechos que por su carácter histórico han de juzgar el pueblo español y las generaciones futuras. En ningún momento guió mi ánimo el propósito de redactar unas memorias con el principal objeto de justificar mi conducta personal o la de aquellos que vivieron y laboraron conmigo en las trágicas jornadas finales de la guerra civil española. Sin embargo, estimo un deber no poner fin a este libro sin exponer algunas consideraciones que, sin ánimo de responder a calumniadores y enemigos políticos, son un complemento necesario para el buen entendimiento de lo que dejo relatado. La flota republicana abandonó Cartagena cuando ésta había sido dominada por los sublevados fascistas y cuando, dueños éstos de las baterías de costa, amenazaban hundirla. En el orden de posibles responsabilidades, son estos hechos los primeros que deben enjuiciarse y fallarse. Es indudable que la conquista de la ciudad y de sus puntos estratégicos fue tarea fácil para los franN
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quistas, a causa de la inacción de la flota y de la ausencia de toda defensa por parte de los republicanos. De estos sucesos primeros, el actor más importante es sin duda el señor Galán, nombrado jefe de la base, a la cual llegó revestido de plenos poderes, y acompañado de una brigada, para vencer aquellas resistencias que se sospechaba pudiera encontrar para posesionarse del cargo. A su llegada a la jefatura se encuentra con una sedición fascista, frente a la cual contemporiza primero, y capitula después. Jefe máximo, y único con nuestra adhesión para disponer que la flota dispare contra la sedición cuando esto era posible todavía, rogando, no obstante, repetidas veces al Almirante y a mí que no hagamos fuego sobre la ciudad ni intentemos batir los puntos estratégicos, ya que esto contribuiría a agravar la situación, en vías de resolverse satisfactoriamente. En apoyo de sus palabras y conducta invoca las instrucciones –reales o supuestas– que Negrín le ha dado por teletipo. Se abstiene asimismo de hacer intervenir a la brigada que le acompaña, la cual, acampada en las afueras de Cartagena, permanece inactiva durante las horas en que los facciosos asaltan y conquistan los puntos más estratégicos. Conquistadas las baterías de costa, la permanencia de la escuadra en el puerto se considera suicida e ineficaz. Supone aceptar su hundimiento inminente, sin posibilidades de defensa. Este criterio, que es el del Estado Mayor de la flota, lo imponen Galán y los jefes de la base cuando, huyendo, se refugian en los barcos, haciéndonos desistir de cualquier propósito de bajar a tierra para reconquistar, con los doscientos voluntarios, las baterías de costa. Quede bien sentado que las responsabilidades que puedan existir en la pérdida temporal de Cartagena, recaen exclusiva y principalmente en quienes no quisieron la intervención de la flota 200
en los momentos en que todavía era posible, y no emplearon las fuerzas de tierra, acampadas en los arrabales de la capital para defender los puntos más estratégicos, y desarmar a los sublevados. Y asimismo sobre quienes, informados a tiempo de lo que estaba sucediendo, no enviaron refuerzos, y dieron instrucciones para que se contemporizara y parlamentara con los rebeldes. Fuera de Cartagena no existía base ni lugar adecuado para que la flota esperara el desarrollo de los acontecimientos. Cualquier otro puerto de la zona republicana carece de las condiciones más elementales de defensa, y refugiarse en alguno de ellos hubiera equivalido a provocar su hundimiento por la aviación franquista. Debíamos navegar por alta mar, y el Almirante, única autoridad en esta materia, con su Estado Mayor, puso rumbo a las costas de Argelia. Para comprender lo sucedido después hay que situarse en aquellos días y en las condiciones psicológicas, políticas y militares que precedieron la salida de la flota. Por vigorosa que hubiese sido la moral de las dotaciones y de sus marineros, no hay duda de que el espectáculo de los pasaportes había abierto su espíritu a la convicción de la derrota, y por eso la insistencia en el deseo, que expresaban esporádicamente algunos individuos o grupos, de abandonar la base. Pudo evitarse el colapso moral definitivo en tanto que la base se conservó; pero perdida ésta, a la catástrofe militar debía seguir la catástrofe psicológica. La flota abandonaba Cartagena, dejándola en manos de los fascistas, y con una guerra civil que ya había comenzado a manifestarse entre comunistas y republicanos, y que culminaría el mismo día con la creación del Consejo Nacional de Defensa. En estas condiciones, el Estado Mayor de la flota y su Almirante opinan que hay que dirigirse a Bizerta, o sea abandonar toda 201
posibilidad de retorno a Cartagena. Existe para ello una poderosa razón técnica: la cantidad de petróleo de que se dispone y la falta de seguridad de poder entrar nuevamente en la base. Ciertas o no estas razones, ni puedo comprobarlas ni tengo facultades para ello. Si quiero imponer mi criterio de regresar, he de afrontar, con mi exclusiva responsabilidad personal, el riesgo de perder los barcos, basado en consideraciones de orden moral, y, a lo sumo, en vagas sospechas de que algunos jefes del Estado Mayor nos estén engañando con datos falsos y radiogramas falsificados al Almirante y a mí. Estas posibles sospechas, que no entraron en mi ánimo, carecían entonces de fundamento material. En consecuencia, debía romper todas las normas establecidas por mí mismo en orden a la escuadra, y adoptar la actitud de un sublevado. Debía dirigirme a las dotaciones y rebelar a éstas contra sus mandos, cosa además imposible, reproduciendo las escenas del 18 de julio, pero en circunstancias históricas absolutamente diferentes. Hubiera sido posible tal proceder, y de haberlo sido, ¿era una actitud justa y acertada? Me inclino a creer que no. Valorizando con exceso mi autoridad moral cerca de las dotaciones, acaso hubiese conseguido que una parte de éstas me secundara, y quizá empleando la violencia, imponer la vuelta a tierra, con un estado de guerra civil declarado en los buques. ¿Compensaban estas consecuencias los resultados que se obtendrían con el regreso de la flota? Es muy aventurado afirmarlo. La escuadra quedaría inmovilizada en el puerto de Cartagena, a su llegada, por muchas razones. Una, la falta de petróleo. Los depósitos de reserva de la base habían sido volados, y no creo que hubiera posibilidad de renovarlos. Otra, la escuadra habría sido, como es natural, no medio para la evacuación de civiles y militares, sino pieza de negociación en las conversaciones de paz que ya habían dado comienzo. Es lógico suponer 202
que con más razón que para la aviación, Franco exigiría la entrega simbólica de los barcos o la garantía de que no abandonarían la base. Pero, aun admitiendo que esta condición se rechazara, y la flota hubiera dispuesto de petróleo, es indiscutible que al zarpar de nuevo, con millares de refugiados, habría de encontrar y entablar combate, ahora en condiciones de inferioridad mánifiesta con la escuadra y la aviación fascistas. En las tres semanas en que pudo evacuarse a los siete mil quinientos refugiados que viajaron a Africa, los barcos de transporte eran abanderados ingleses, y al salir de las aguas jurisdiccionales fueron discretamente protegidos por cruceros británicos y franceses, evitándose así los repetidos intentos de captura que llevaron a cabo el «Canarias» y el «Cervera». El único barco que condujo refugiados desde Cartagena, el «Campilo», llevó hasta Orán la bandera bicolor monárquica. Finalmente, ¿permanecerían las dotaciones en sus puestos después de regresar a Cartagena? Ante los hechos sucedidos con los soldados en tierra, con los aviadores, podemos casi asegurar que no. Las deserciones hubieran sido inevitables y humanas. Cuando el colapso moral era absoluto, y la disciplina del ejército había dejado de existir, es lógico suponer que los marineros, guiados por el comprensible deseo de salvar sus vidas comprometidas, abandonaran unos barcos que ya sólo podían servirles de prisión. Sean o no correctos estos razonamientos, con los que pretendo explicar los sucesos derivados de la sublevación de Cartagena, tienen sin embargo, en opinión mía, un gran valor para enjuiciar objetiva e imparcialmente la conducta de la flota en los últimos momentos de la guerra civil. FIN 203
APÉNDICES
APÉNDICE I MANDOS Y COMISARIOS DE LA FLOTA EN JUNIO DE 1937
Jefe Almirante: don Miguel Buiza, antiguo capitán de corbeta. Comisario general: Bruno Alonso, diputado a Cortes y antiguo obrero metalúrgico. Secretario: José Luis Prieto Collantes, socialista santanderino. Jefe de las flotillas de destructores: don Vicente Ramírez Togares, antiguo teniente de navío. Jefe del Estado Mayor de la flota: don Luis Junquera, antiguo capitán de corbeta. Comandante del «Libertad»: don Eduardo Armada, antiguo teniente de navío. Comisario político: Emilio Araujo, antiguo y excelente cabo de artillería. Sustituído después por Martínez Dasi, periodista valenciano, a quien reemplazó Pablo Toucet, tipógrafo de Santander. Comandante del «Méndez Núñez»: don Pedro Prado, antiguo teniente de navío. 207
Comisario político: José Moreno, practicante de la Armada. Sustituído por Juan García, excelente luchador santanderino. Comandante del «Jaime I»: don Francisco Benavente, antiguo capitán de fragata. (Muerto luego víctima de una bomba de la aviación, en el «Churruca», surto en el arsenal). Comisario político: Gabriel Pradal, arquitecto y diputado socialista. Comandante del «Lepanto»: don José G. Barreiro, antiguo teniente de navío. Comisario político: Ángel López, antiguo cabo radiotelegrafista de la Armada. Comandante del «Churruca»: don Manuel Núñez, antiguo teniente de navío. Comisario político: Miguel Mira, antiguo auxiliar de oficinas de la Armada. Comandante del «Sánchez Barcáiztegui»: don Alvaro Calderón, antiguo teniente de navío. Comisario político: Joaquín Fernández, maquinista de la Armada. Comandante del «Miranda»: don David Gasca, antiguo teniente de navío. Comisario político: Salvador Ruíz, auxiliar de torpedos de la Armada. Sustituído por Bernardó Simó, al que reemplazó luego el joven socialista de Murcia, César Barona. Comandante del «Valdés»: don Juan Oyarzábal, antiguo guardiamarina. Comisario político: Jose Orozco, auxiliar de máquinas de la Armada. Sustituído por Luis Molinuevo, maquinista de la Armada. Comandante del «Escaño»: don Luis Núñez de Castro, antiguo teniente de navío. 208
Comisario político: Antonio Bolufer, excelente luchador socialista de Valencia. Comandante del «Antequera»: don Ricardo Noval, antiguo teniente de navío. Comisario político: Salvador Ros, antiguo oficial de radio de la Armada. Sustituído por José Gregorio, abogado y excelente socialista de Valencia. Reemplazado después por Ildefonso Torregrosa, periodista de Alicante. Comandante del «Gravina»: don José Barbastro, antiguo teniente de navío. Comisario político: Juan Tundidor, excelente luchador de Valencia. Sustituído por Nicolás Furió, profesor mercantil de Alicante. Comandante del «Ciscar»: don José Fresno, antiguo teniente de navío. Comisario político: José Galdos, nombrado a petición del Gobierno vasco, sin mi consentimiento previo. Desertó a Francia con el comandante del barco. Lo sustituyó Francisco Noreña, que a la vez fue comisario de los barcos que estaban en el norte. Comandante del «José Luis Díez»: don José Castro; antiguo guardiamarina. Comisario político: Primero lo fue, por designación directa del Gobierno Vasco, un capitán mercante que desertó a Francia. Lo sustituyó Bernardo Simó, socialista valenciano. Comandante del «Lazaga»: don José Guitián, antiguo teniente de navío. Comisario político: Manuel López, antiguo auxiliar de radio. Sustituído por Manuel Palacios, luchador santanderino. 209
Comandante del «Alsedo»: don Enrique Monera, antiguo teniente de navío. Comisario político: Juan Belmonte, cabo de artillería. Sustituído por Martínez Dasi.
Cuando se entregaron a la flota los destructores «Jorge Juan» y «Ulloa», fueron designados los siguientes mandos y comisarios: Comandante del «Jorge Juan»: don José Figueroa, antiguo teniente de navío. Lo sustituyó don Luis Abarzuza, antiguo capitán de corbeta, «fugado» del campo fascista, y muy vigilado por el SIM por suponerlo al servicio de Franco. Comisario político: Víctor Salvador, socialista de Santander. Comandante del «Ulloa»: don Diego Moreno, antiguo teniente de navío. Comisario político: Rafael Lacomba, sustituído por Alejandro Rodríguez Seguí, abogado y periodista de Murcia.
210
APÉNDICE II CARTAS Y DOCUMENTOS RESERVADOS
Radio del ministro de Marina y Aire al Comisario general de la flota Valencia, 28-6-1937. Procede que intervenga usted enérgicamente para cooperar y hacer efectiva orden de salida «El Cano», sin cuya pronta llegada al norte, nuestros buques allí están absolutamente faltos de combustible y continuarían inmóviles. Ministro. Comisario político flota a ministro Marina «Libertad», 30-6-1937. «El Cano» cumplirá misión inmediatamente con personal de la flota que voluntariamente ofrece arriesgar sus vidas. Salúdole. Comisario.
Carta del ministro de Marina y Aire al Comisario General de la flota Valencia, 10 de junio de 1937. Mi querido amigo: Recibo el llamamiento angustioso que, por conducto de Usted, hacen los amigos del Norte. La contestación que usted les da me satisface, porque interpreta la mía. ¡Si tuviésemos aviación no ocurriría eso! 211
No obstante, muchos amigos nuestros no lo comprenden, y en su incomprensión tiene uno que aguantar aquí misivas y ataques que son verdaderas ofensas, habiendo elementos del Gobierno Vasco que han llegado a decir que había que fusilarme por la indefensión en que los tengo. ¡Como si yo pudiese hacer el milagro de los aviones y los cañones! Muy suyo, Prieto.» Carta al ministro de Marina y Aire Crucero «Libertad», 2 de junio de 1937. Mi estimado amigo: Recibo noticias de las dotaciones del «Ciscar» y «José Luis Díez», que se encuentran en Bilbao, según las cuales parece ser que se han deprimido mucho a consecuencia de atropellos y vejaciones que dicen sufrir de aquellas autoridades del Gobierno Vasco, que, incluso, al parecer, ha encarcelado a unos y enviado a los frentes a otros, sin tener en cuenta que pertenecen a las dotaciones de estos dos destructores, por lo cual y puesto que ahora parece que la flota no saldrá en unos días, podría yo aprovechar el tiempo para ir en avión allá y ver lo que pasa, alentando a dichas dotaciones. Con el ruego que usted me conceda esta autorización, le saluda su compañero, el Comisario general. A los presidentes de los Comités de la flota Estimados compañeros: Como consecuencia de la experiencia que llevo recogida en el breve tiempo que ocupo este cargo y en mi ferviente deseo de servir a la eficacia de los barcos en todo cuanto se refiere a su moral y disciplina, a su lealtad y sacrificio, encargo a ustedes las siguientes instrucciones, que ampliaré verbalmente en cuanto pueda reunirles a ustedes. 212
1ª Observar y vigilar cuantas conversaciones de todo orden se sigan en los sollados y todos los departamentos del buque o fuera de éste. 2ª Observar si las relaciones son tendenciosas de grupos o de partidos. 3ª Observar si hay relación con organismos de tierra. 4ª Cuidar y observar la conducta de los mandos que, por sus antecedentes, pudieran ofrecer dudas, pero siempre con la máxima discreción, pues interesa mucho reforzarles la confianza y la autoridad, sin que ello, como digo, nos impida vigilar todas sus actividades. Para cumplir esto precisan rodearse ustedes de las personas de la más discreta y absoluta confianza en el buque, y si en el Comité no hay absoluta confianza en todos, no conviene que exponga esto, pues una indiscreción de cualquier miembro puede ser contraproducente. Aprovecho esta circular –que insisto en su reserva– para significarles que hay que localizar bien a los indeseables, desde el puente hasta el sollado, y hay que acabar con los insensatos que tienen la pretensión de que los barcos sean para su partido y no para la República. Ese virus hay que extirparlo sin contemplación, y para lograrlo advierto que estoy dispuesto a proceder con la máxima energía. Saludos cordiales. El Comisario general, Bruno Alonso. A bordo del «Libertad», 18 de febrero de 1937. Normas reservadas a los comisarios políticos de la flota Estimados compañeros: Para que os sirva de norma y de base en toda la obra que cada comisario debe realizar en su barco, habréis de tomar siempre en cuenta lo siguiente: 213
1º El comisario político ha de ser un hombre en toda la extensión de la palabra. 2º Ha de ser sencillo, austero, abnegado y ejemplar. 3º Su misión permanente es: a) Mantener viva en toda la dotación la significación de nuestra guerra de libertad e independencia, así como el origen democrático y popular del comisariado. b) Sin dejar de observar y vigilar, ganar con su ejemplo la voluntad de los mandos y, sobre todo, de las dotaciones. c) Intervenir en los castigos con suavidad, cuando sean improcedentes, y con resolución y energía, cuando sean indispensables. d) Crear clases de cultura general y animar la superior y técnica de los mandos. e) Dar conferencias a bordo que eleven la moral, la disciplina y la condición de las masas en las horas de descanso. f ) Mejorar cuanto se pueda la comida y las condiciones morales y materiales del personal. g) Conocer hábilmente la filiación de cada uno, confeccionando los ficheros correspondientes, debiendo prestar a esto su atención para cortar con energía y acierto toda actividad perniciosa para la dotación y la causa de la República. h) Reforzar constantemente nuestra férrea disciplina, que nace del propio convencimiento y de lo que vale una unidad militar que no está al servicio de un partido, sino al servicio de los ideales comunes del pueblo y de la República. i) Valerse para todo de auxiliares discretos y de toda confianza. j) No olvidar nunca al mando, dándole la jerarquía que tiene y que el comisario debe elevar siempre ni arrastrar ni perder 214
nunca nuestra autoridad política que, en unión del comandante, es la autoridad del barco k) No quitar al segundo comandante su autoridad organizadora del buque, sin renunciar a nuestro derecho de llamar la atención en cuanto sea preciso, de acuerdo con el comandante. 1) Vigilar la correspondencia, prensa y periódico mural a bordo, engrandeciendo la biblioteca y logrando para el éxito en su gestión hacer de la dotación una familia fundida por el deber y el amor a la República. El Comisario general. A bordo del «Libertad», 2 de junio de 1937. Radiogramas cruzados con el ministro de Defensa Nacional, señor Negrín Comisario general de la flota al ministro de Defensa Nacional. Crucero «Miguel de Cervantes», 6-7-1938. Después de las setenta resmas de papel que denuncié, vinieron en un destructor por orden del jefe de Estado Mayor de Marina con destino a revista que editan los comunistas, aparecen hoy treinta resmas más, con la misma orden y el mismo destino, en otro de los destructores que fueron a Barcelona. Reitero mis respetos al mando, sea quien sea, pero me resisto a tolerar que se actúe a mis espaldas, por lo que usted puede disponer de mi cargo como mejor convenga al Gobierno. Salúdole, Comisario. Comisario general de la flota a ministro Defensa Nacional Crucero «Miguel de Cervantes», 7-7-1938. Despertado de nuevo el antiguo despotismo y absolutismo del Mando, hasta el extremo de negarme el señor almirante el derecho a conocer los radios que entran o salen de la flota, no puedo tolerarle porque, hoy como ayer, mantengo mi dignidad. Salúdole, Comisario. 215
Ministro de Defensa Nacional a Comisario general de la flota Barcelona, 10-7-938. Por la antigua amistad que nos une, ruego a usted se imponga un nuevo sacrificio y continúe en su puesto de la flota. Espero sepa cumplimentar este ruego, por lo que de antemano le quedo reconocido. –Negrín. Comisario general de la flota a ministro Defensa Nacional Crucero «Miguel de Cervantes», 31 de julio de 1938. Informado particularmente de posibles combinaciones en el Mando de la flota, me tomo la libertad de indicar a usted conveniencia mantener el Mando actual, cuya competencia fui yo el primero en proclamar en último incidente con dicho mando. Por otra parte, después de lo ocurrido nuestras relaciones se han hecho más comprensivas, e incluso con el jefe de la base, señor Ruíz, donde, como usted sabe, no hay comisarios, atendiéndome, no obstante este señor, en cuantas facilidades necesito en tierra. Salúdole. –Comisario. Comisario general flota a ministro Defensa Nacional Crucero «Miguel de Cervantes», 2-8-1938. Intervenida militarmente la Escuela Naval por incidente que no tuvo importancia alguna, y no teniendo jurisdicción en dicha escuela por estar enclavada, además, en territorio de la base, atiendo ruego que hacen algunos alumnos para que V. E. autorice mi intervención o mande autorizada representación del Gobierno, pues aunque para nada afecta a la flota y tampoco duda de la recta intervención del jefe de la base, me parece de interés político y de alta conveniencia de todos resolver pronto y bien esa situación creada por incomprensión de todos. Salúdole.–Comisario. 216
Comisario general de la flota a ministro de Defensa Nacional Crucero «Miguel de Cervantes», 5-8-938. En las últimas salidas de nuestros destructores de Barcelona –de regreso a Cartagena– se ha dado el caso demasiado repetido de una infinidad de personas que acuden al muelle en el momento de la salida a despedir a numeroso personal extraño a los buques que embarca de transporte por orden de la Subsecretaría de Marina y Estado Mayor de Marina. Como esto supone un peligro para los buques de guerra, porque así puede conocer el enemigo nuestros movimientos y ser además un estorbo en el caso de combate el llevar tanto personal extraño, ruego a V. E. se ordene que en los barcos de guerra no puede ir nadie extraño a su dotación sin la expresa autorización del ministro. Salúdole.– Comisario. Comisario general flota a ministro de Defensa Nacional Crucero «Miguel de Cervantes», 14-9-1938. Recibo telegrama comisario político del «José Luís Díez», diciendo que autoridades Gibraltar no permiten desembarcar en tierra al personal auxiliar y marinería de dicho destructor, que llevan así doce días, y ruega interese ministro Estado a Londres para obtener que dichos marinos puedan saltar a tierra. Salúdole.–Comisario. Comisario general flota a ministro Defensa Nacional Crucero «Miguel de Cervantes», 30-9-1938. Radios enviados por el señor jefe de la flota son totalmente injustos. Mi artículo en «La Armada» es una condenación ponderada y sensata contra todo despotismo, cuyas sangrientas consecuencias ocurrieron en nuestra flota el 18 de julio del 36, y por interés de todos no se puede admitir que eso se imponga de nuevo. Por interés de la 217
causa, tan grave en estos momentos, yo he dado y estoy dispuesto a dar al Mando cuantas satisfacciones precise, ya que por ello he expuesto mi vida, pero debe comprender también que no es justo y menos político abandonar a la marinería a merced de esa soberbia que es, además, peligrosa. Disciplina dura y de acero, sí; pero sin despotismo ni irritantes desigualdades, a lo que yo no puedo plegarme y menos aún humillarme. Si no obstante mi tolerancia y sensatez estorbo, V. E. puede disponer de mi cargo como mejor convenga al Gobierno. Salúdole.– Comisario.
218
ÍNDICE
Presentación de J. R. Saiz Viadero . . . . . . . . . . . . .
7
INTRODUCCIÓN Proa al deber . . . . . . . . . . . . . . . . . .
19
A manera de prólogo . . . . . . . . . . . . . .
23
I. Antecedentes obligados . . . . . . . . . . . . . . . .
25
II. Composición de la Flota española antes de la guerra . .
33
III. Organización y normas del Comisariado . . . . . . . .
43
IV. La invasión extranjera y los amigos de la llamada unidad
51
V. La pérdida del Norte. Explosión del «Jaime I» . . . . .
59
VI. El Comisario en la base de Cartagena . . . . . . . . .
67
VII. El Combate de Cherchell . . . . . . . . . . . . . . .
75
VIII. En acción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
83
IX. Cambios de Mandos y diversos documentos . . . . . .
95
X. Combate del Cabo de Palos. Hundimiento del «Baleares» 103 XI. El Jefe y el Comisario . . . . . . . . . . . . . . . . .
113
XII. La epopeya del «José Luis Díez» . . . . . . . . . . . .
127
XIII. Ataques aéreos a la Flota . . . . . . . . . . . . . . .
139
XIV. La pérdida de Cataluña y Mahón . . . . . . . . . . .
145
XV. Los Ministros visitan la Flota . . . . . . . . . . . . .
155
XVI. Los últimos momentos . . . . . . . . . . . . . . . .
169
XVII. Rumbo a Bizerta . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
185
XVIII. Consideraciones finales . . . . . . . . . . . . . . . .
197
APÉNDICES Mandos y comisarios de la flota en junio de 1937 . .
207
Cartas y documentos reservados . . . . . . . . . .
211
Se terminó de imprimir La flota republicana y la Guerra Civil de España. Memorias de su Comisario General el día 30 de octubre de
2006