Ficcion Y Olvido (relatos)

  • Uploaded by: Jaime Alejandro Rodríguez Ruiz
  • 0
  • 0
  • June 2020
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View Ficcion Y Olvido (relatos) as PDF for free.

More details

  • Words: 46,673
  • Pages: 152
FICCIÓN Y OLVIDO R ELATOS

Jaime Alejandro Rodríguez Ruíz

2007

FICCIÓN Y OLVIDO JAIME ALEJANDRO RODRÍGUEZ RUÍZ

PRIMERA EDICIÓN Editorial Libros de Arena

Con el apoyo del Centro de Educación Asistida por Nuevas Tecnologías CEANTIC Pontificia Universidad Javeriana

DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN Claudia Rocío Martínez

DISEÑO CARÁTULA Sandro González Bustos

IMPRESIÓN Javegraf

Editorial Libros de Arena Teléfono: 571-5490069 [email protected] Bogotá - Colombia

© Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación sin la debida autorización de la Editorial Libros de Arena

ISBN Obra: 978-958-683-944-0

Índice PRIMERA PARTE: Ficción y olvido .................................................... 5 Albúm ............................................................................... 6 Pieza inconclusa de verano ............................................ 15 Julia ................................................................................ 24 Obra maestra ................................................................. 33 Nova scherezade ............................................................ 38 Retorno .......................................................................... 44 El atajo ........................................................................... 49 Marasmo ........................................................................ 56 El poeta y la bella........................................................... 61 Jornada del hombre extraño (La chica de los patios) .... 66 Eterna errancia ............................................................... 77

SEGUNDA PARTE: Rizomas ............................................................. 85 Moscas ........................................................................... 86 Entretela # 1: Un instante de su piel .............................. 94 En diferido...................................................................... 96 Entretela # 2: Espejismo .............................................. 106 Sucedió en la oficina del teniente ................................ 108 Entretela # 3: Verano ................................................... 114 Una utopía llamada Luisa ............................................. 115 Entretela # 4: Odisea con Mishima .............................. 121 El sueño de rebeca ...................................................... 124

Entretela # 5: Procedimiento ....................................... 130 En la calle de las rejas ................................................. 131 Entretela # 6: El otro .................................................... 137 Carta hallada en la banca de un parque ...................... 139 Entretela # 7: Aroma .................................................... 145 La fisura ........................................................................ 147 Entretela # 7: Mitsuku .................................................. 152

PRIMERA PARTE

Ficción y olvido

Ficción y olvido

Album Con tal de escribir soy Capaz de sacrificar el universo Diario de Léautaud

Informe a los miembros de la revista Quise dirigir un anónimo, uno de esos pliegos que nos llegan con tanta frecuencia a la redacción, pero no estoy tan loco y, además, esa no es mi manera de llamar la atención. Después pensé que sería más eficaz escribir una historia en forma de cuento y entregarla al consejo como un recomendado para su publicación en la revista. Analicé muchas otras posibilidades, incluidas la confesión pública y la reunión secreta con cada uno de los implicados, pero llegué a la siguiente determinación: resulta más conveniente escribir un informe claro y preciso, jugar limpio y hacer que todos, si, todos, hacer que tú, Alberto, te detengas un segundo, dejes de calificar cuartillas y de buscar artículos trascendentes para que escuches, como he tenido que hacerlo yo; obligarte a ti, Ángela, a emerger de tu mundo cuadriculado, de las páginas venenosas de tus libros, de tus lecturas interminables y fastidiosas para que observes con atención lo que ahora tengo que decirte; hacer que tú, Fernando, abandones tu inquina, y tú, Enrique, y tú, y tú y todos, si,

6

Jaime Alejandro Rodríguez

Album

todos conozcan el destino final de Ricardo Soler. Si, leyeron bien: Ricardo Soler... el pequeño Ricardo, el oscuro y siempre despreciado Ricardo. No lo recuerdan, ¿verdad? Nuestro compañero de hace unos años, el colaborador-nunca-tenido-en-cuenta, el pobre Ricardo, ese Ricardo, Ricardo Soler. Pero no los culpo: como la mía, su memoria ha sido estrecha. Debo aclarar que no transcribo todo. El diario personal, como la carta, aunque se le designe un destinatario, ante todo pertenece al que lo escribe, no a quien va dirigido. También quiero anotar (antes de entrar en materia) que guardo junto a mí el álbum de fotografías de Ricardo Soler; quien desee consultarlo puede hacerlo en mi casa; por ahora lo necesito cerca para mantener viva la memoria del amigo, porque pese a todo (a la tardía lectura del diario, el hallazgo de terribles revelaciones y a mi última visita, los tres hechos centrales de este informe), ella se empeña en desecharlo de su potestad. Ahora será mejor empezar por el principio: Aún no puedo explicarme por qué Ricardo Soler —el tierno Ricardo, así lo recuerdo—, ese compañero de tantos años, pequeño y desdeñable a pesar de su fidelidad, me escogió para sus designios. Digo que aún no lo sé porque, si bien es cierto —a juzgar por los documentos— que sentía un especial aprecio hacia mí, yo siempre pensé que esa actitud era más bien una suerte de resignada impotencia que lo llevaba a comportarse con todo el mundo igual. Quizás existía una compleja correspondencia de espíritus —inapreciable para mí— o tal vez no fue más que un capricho; no lo sé; ustedes podrán estimarlo mejor. El hecho es que hace un tiempo Ricardo hizo llegar a mi apartamento un paquete con objetos personales, incluidos un álbum de fotografías y un diario suyo que prometí leer. En realidad, la nota con que respondí entonces a sus requerimientos fue escrita sin la emoción, sin la atención, que sólo ahora ha logrado sobrecogerme. Lo reconozco: ni siquiera la noticia de su muerte, pocas semanas después de la entrega, cargó de prioridad aquella urgencia comprensible. Al contrario, el hecho postergó las escasas intenciones que pude alojar al comienzo. Ha sido necesaria la extraordinaria intervención del azar para que

Jaime Alejandro Rodríguez

7

Ficción y olvido

atendiera sus pedidos. Creo que, de no ser por esa circunstancia, el paquete ni siquiera habría sido abierto; lo más probable es —como estuvo a punto de suceder— que hubiera ido a parar al basurero municipal como tantos otros chécheres del trasteo. Como en el poema de Paz, Ricardo “Va y viene sin ruido por mis pensamientos”. Ahora mismo, al intentar describirlo, las palabras resbalan, caen sin peso. Es como si mi mente se velara con borrosas e incoherentes imágenes de su recuerdo. De su voz, por ejemplo, tan solo retengo murmullos y sonidos aislados que hacen imposible la fiel recomposición de su registro. En cuanto al olor, hay uno que sí permanece en mi memoria: el de sus chaquetas de cuero (¿has olvidado, Ángela, cuánto te fastidiaba el sonido producido por sus roces?). ¿Cómo era Ricardo Soler? ¿Cómo, por otro lado, juzgar su ser, su persona? Resuenan estas tres palabras y me apresuro a anotarlas: “melancólico, triste, solitario”; ecos que provienen de una perspectiva estrecha e injusta: la de quien siempre ha subvalorado a una persona. He intentado pensar en Ricardo con estas otras: “seguro, alegre, sociable”; pero siento que escapa por completo (“En verdad no somos más que dimensiones angostas/pálidos reflejos de nuestro ser”). Inclusive las fotografías del álbum parecen complicadas en el asunto. En la mayoría de ellas, Ricardo exhibe su cara sin decisión. Hay siempre una mirada baja y generalmente una de sus manos oculta la barbilla. El bigote y los lentes gruesos le dan aspecto de máscara a su rostro. Su cuello corto y sus hombros siempre encogidos realzan esa extraña ambigüedad. Así que nada menos eficaz en el ánimo de documentar el informe. Me parece más importante la descripción del álbum fotográfico. Se trata de un libro sorprendente. Está dividido en dos partes. La primera, la más extensa, está compuesta por una sucesión más o menos convencional de fotografías familiares. Viejos daguerrotipos de comienzos de siglo, ajados y amarillentos, intentan desde el principio certificar un origen honorable: apuestos militares, bigotudos y cetrinos; mujeres elegantes, apretujadas sobre fondos artificiosos; postales magníficas que delatan secretas intenciones de amor; todo un testimonio de alcurnias enmohecidas. Adelante

8

Jaime Alejandro Rodríguez

Album

se advierten los primeros indicios de la época que concierne más directamente a Ricardo. El núcleo familiar se cierra, se depura. Algunos rasgos comunes, y sobretodo su presencia constante, revelan una lenta evolución: Ricardo en brazos de una hermosa madre, Ricardo colegial con sus hermanos, Ricardo adolescente y solitario, Ricardo militar al lado de su padre, Ricardo universitario con algunos compañeros. Luego, la asombrosa foto de su matrimonio (un hecho completamente desconocido para todos). Su rostro adquiere entonces facciones definitivas. Varios retratos de personas allegadas ocupan abundante espacio: páginas que dan la impresión de una corta pero armoniosa, casi perfecta felicidad. En seguida hay un par de hojas vacías, con señales de maltrato y restos de pegante y de papel. Es el final de la primera parte. En la segunda (extensión 15 páginas), solo se encuentran fotografías suyas, es decir, fotografías donde Ricardo aparece con personas que nada tienen que ver con su etapa familiar; amigos comunes a nuestro círculo, como si quisiera probar algún corte radical en su vida. Fotografías en blanco y negro pese a una toma relativamente reciente. Hay una en la que estamos los dos, sentados en la banca de un parque ficticio; efecto de estudio que no recuerdo. Es un retrato grande, que ocupa toda la página. También se encuentra la foto que me envió desde París (debo tener la copia en alguna parte) con esa sorprendente y exagerada nota de afecto: “Para Pepe, amigo que aunque en el crepúsculo, ha querido aliviar mi vida”. Quizás todo esto no interese demasiado, pero creo que les ayudará a refrescar la memoria. Ahora ya debe estar formada cierta imagen de Ricardo. Pues bien, eso me sirve para entrar, sin más rodeo, al objeto central del informe, a mi aporte personal al caso: relacionar las misteriosas fotografías del final del álbum con las notas del diario que corresponden. De esta manera ustedes podrán juzgar con claridad la sustancia de mi horror; especialmente ahora que, tras la visita, un elemento insospechado ha complicado la transparencia de mis primeras justificaciones. Por la mala calidad de su composición, por el hecho de que Ricardo siempre aparece solo, porque otros retratos muestran ámbitos inhabilitados y por más detalles de carácter técnico, puede

Jaime Alejandro Rodríguez

9

Ficción y olvido

inferirse que esta extraña serie de fotografías ha sido trabajada con el dispositivo automático del obturador; lo cual, a su vez, implica la soledad, sentimiento evidente en estas, sus primeras notas del 25 de junio: “Por fin he salido y me he dado cuenta de que la soledad es más fría y más dura en las calles. He decidido refugiarme definitivamente en mi apartamento”. Las fotografías señaladas con la misma fecha, muestran la sala de trabajo y las calles adoquinadas del barrio donde vive, tan vacías y grises que causan verdadero espanto (en una de las fotos, la nota inscrita resulta extremadamente irónica si se tiene en cuenta que está destinada precisamente a destacar unos de sus orgullos: los estantes repletos de su biblioteca. El letrero dice: “Quel magnifique tapisserie”). Las fotos del 30 de junio, en cambio, lo muestran sonriente, en diferentes posturas junto al escritorio. En ellas, sin embargo, apenas queda huella de juventud o de belleza en su rostro, y la mirada de sus ojos luce distorsionada. El diario reza: “Atarearse siempre, siempre trabajar, hacer del trabajo una droga, una compulsión. El pensamiento es un narcótico, el yo es un proyecto, la manera más digna de adquirir libros es escribirlos... por lo tanto, Yo he comenzado uno”.

Un mes después, bajo el título “Finales de Julio”, anota en el diario: “El trabajo de la memoria, ese leerse a uno mismo, provoca el derrumbe del tiempo. Pero es precisamente en el culmen del desastre, tras la conciencia de la muerte, que surge la mejor lectura del mundo. Leer el mundo (como leer un libro) es ir suprimiéndolo”. “Leerse a uno mismo, leer al mundo: destruir el mundo, destruirse a uno mismo”.

10

Jaime Alejandro Rodríguez

Album

Las fotos de “Finales de Julio” lo captan con una mirada opaca y con la figura totalmente desaliñada. El bigote está más espeso y descuidado. El pelo ha retrocedido y se notan las primeras manchas blancas sobre sus sienes. Aunque de pie, frente a la ventana, algunas muestran su cuerpo ya doblado: ¡está hecho un anciano! Dos meses de silencio para recomenzar el 5 de octubre: “La soledad me sorbe y la tristeza me golpea con su aire más helado. Presiento que hay un vórtice en alguna esquina del cuarto; un remolino que chupa y me atrapa. Embates de desidia han impedido que prospere con el ritmo esperado en mi creación. Ha sido necesaria una absoluta y radical actitud: sólo la inmersión total podrá salvarme. Hago lo que humanamente puedo”.

La única fotografía del 5 de octubre contrasta, por su tamaño, con la dimensión de la hoja donde habita solitaria. Es el acercamiento de un pequeño adorno de su escritorio (una más de las innumerables miniaturas que pueblan la mesa) y que Ricardo ha querido destacar también —así lo creo— con la ironía: un diminuto burrito de madera que lleva colgado al cuello la siguiente inscripción: “Yo también tengo que entenderlo”. Si no estoy mal fue el obsequio que alguna vez el grupo de la redacción de la revista hizo a sus colaboradores a manera de broma. Tú, Enrique, podrás confirmarlo. Varias fotografías, marcadas con diferentes fechas de octubre y de noviembre, quieren ilustrar —seguramente— una de las notas finales del diario. En todas ellas aparece un Ricardo anciano y remoto, apenas reconocible, sentado en el escritorio —probablemente redactando las notas de su libro— o consultando los volúmenes de su biblioteca. El desorden de la sala es aterrador, la suciedad ha invadido cada uno de los rincones y el deterioro es inminente. En el diario de finales de noviembre, escribe: “Anclado en el pasado, ansío las premoniciones del futuro. Por momentos las he percibido, como luces o como sonidos; en ocasiones, como aromas que

Jaime Alejandro Rodríguez

11

Ficción y olvido

transmutan en imágenes. Temo, sin embargo, ser detenido prematuramente. Quiero concluir algo. En estos últimos meses he explorado territorios desconocidos, he adquirido conciencias diferentes, he descubierto secretos ininteligibles por otra vía. Pero nada converge. Floto en un mar inmenso sin alcanzar la orilla. No sé si sigo el rumbo correcto. Ni siquiera sé si hay un rumbo correcto. Siento la asfixia del ahogado y el dolor de las mutilaciones. A veces me agobia el cansancio. Vivo bajo el signo de la muerte. Pedir más es exigir la divinidad. Creo que mi tarea ha sido vana. Creo también que este esfuerzo sobrehumano de nada vale si no encarna en la palabra. Necesito ser escuchado. Necesito el amor de mis semejantes”.

Las últimas fotos sólo muestran la desolación de la sala: El escritorio se confunde en medio de tanto cachivache arrumado. No hay nada en su sitio. Una inconcebible acumulación de basura anega la habitación. La Tapicería magnífica ha sido arrancada. En una foto dramática se ven los tomos completamente despedazados: la destrucción es total. No hay más autorretratos. En la última página del diario se consigna el original de la carta que Ricardo Soler hizo llegar a mi apartamento con otros objetos personales, incluidos un álbum de fotografías y un diario suyo que prometí leer. Hay en los diarios una especie de verdad material siempre fresca, intacta, inmune al paso del tiempo. Es lo que puede leerse en el diario de Ricardo: su verdad, la versad de su conflicto, la evolución y su penoso desenlace. Quizás puedan leerse así mis propias anotaciones. Tal vez tú, Ángela, encuentres entre líneas algo que valga la pena, ¿no crees?. Estoy seguro que cualquiera de ustedes habría menospreciado la solicitud de Ricardo, habría pensado en su postura. Porque así lo hice yo: creí que Ricardo solo posaba con aquel cuento de su diario. Cuántas veces discutimos la posibilidad de publicar “Diarios Literarios” por considerarlos el lado humano del escritor.

12

Jaime Alejandro Rodríguez

Album

Cuántas veces exageramos su validez. Y Ricardo allí, el siempre-callado Ricardo, el incapaz-de-tomar-la-palabra, el ausente el invisible. ¿Cómo imaginar la posibilidad de un diario real? ¿Tú lo habrías hecho, Angela? ¿Le habrías dado la importancia a una carta de Ricardo Soler? O tú, Alberto, ¿qué habrías resuelto en mi lugar? Pero, si era inimaginable la escritura de un diario, ¿cómo dar crédito a la creación de un libro? Porque al final, Ricardo terminó, creándolo o no, su libro. Mi reciente traslado de apartamento hizo que tropezara con su paquete aún intacto; el azar quiso que leyera su carta de nuevo y el destino me condujo hasta su casa.

✸✸✸

Se cierra la noche. Mañana, este legajo estará en la oficina de la redacción. Yo mismo lo llevaré; irá conmigo el diario y el libro. Por ahora el álbum de fotografías lo necesito cerca para mantener viva la memoria del amigo, porque, pese a todo, ella se empeña en desecharlo de su potestad. Afuera, los últimos transeúntes intentan apresurar su pasos. Quizás Ricardo duerme. Al salir de la casa para visitarlo, al subir las oscuras escaleras que conducen a su departamento, aun al momento de tocar la puerta, presentí sin extrañeza ese “Te esperaba” con que alguien me invitó a seguir. No me sorprendió; como tampoco el hecho de reconocer, en los ojos del adolescente que abrió la puerta, la joven mirada de Ricardo. La entrevista fue corta, casi diría muda. Al final, recibí de aquellas manos vigorosas la obra del amigo: su LIBRO EN BLANCO.

✸✸✸

Jaime Alejandro Rodríguez

13

Ficción y olvido

Nota final a la redacción: Debo agradecer a Alberto carrasco la insinuación del título. Según él —siempre tan atento a esas curiosidades— resulta muy sugerente, dado que la etimología de la palabra álbum (del lat. Álbum, blanco) abre y cierra así el relato. También a él se debe el epígrafe de Léautaud; escritor francés menos conocido por sus obras literarias que por su diario, donde consigna valiosas luces acerca del proceso de la creación. Finalmente quiero agradecer a Ángela Cadena su empeño en recomendar este cuento para su publicación en el próximo número de nuestra revista: vencidas ya las resistencias de Fernando González.

14

Jaime Alejandro Rodríguez

Album

Pieza inconclusa de verano Miedo De no ser más que un jirón de sueño De alguien —¿de Dios? —, que sueña en este mundo amargo. Miedo de que despierte ese alguien —¿Dios? —, el dueño de un sueño cada vez más profundo y más largo. Xavier Villaurrutia

I Un mes antes, Aníbal entró en la taberna con esa expresión de forastero sin rumbo —a la vez dócil y altanera— tal vez preparado de antemano para encarar cualquier atropello a su condición; y brilló por un instante, en el umbral, todo el temor y la duda que podían reflejar sus hermosos ojos claros, a esa hora incierta de la tarde. Tras un lento recorrido, durante el cual no se atrevió a fijar su mirada en ningún lugar específico, se instaló en la barra, decidido, a toda vista, a imponer su insolencia, en una actitud defensiva, pero ingenua, que todos pudieron percibir con claridad. Antes de sentarse, dejó la maleta en el piso; acomodó, luego, los pies sobre los travesaños de la silla, dejando al descubierto unos zapatos maltratados y ahogados en polvo, y esperó con impaciencia mal disimulada la atención del tabernero, sin pronunciar todavía la primera palabra. Bebió lentamente la cerveza fría —servida por Luis con la

Jaime Alejandro Rodríguez

15

Ficción y olvido

exagerada deferencia que acostumbraba mostrar siempre a la nueva clientela— y no se movió de su sitio hasta cuando abandonó el bar. Su estancia fue más bien intrascendente: a pesar de las bromas conciliadoras —que no se dejaron esperar—, de la invitación de los muchachos para que se integrara a las partidas de ajedrez o de cartas, disputadas a esa hora, y de otros intentos que procuraban cordialidad, él continuó incólume. Sus palabras escasas no dijeron nada y cualquier indicio de su destino permaneció velado por esa actitud impenetrable. Pero había algo en aquel rostro joven de facciones agradables, una presencia misteriosa, quizás la carga de un pasado difícil, algún rezago melancólico que tornaba sus más insignificantes gestos en muecas de amargura. A no ser por su regreso, el efecto de su aparición intempestiva no habría dejado rastros y se habría confundido con la memoria del agobio ocasionado por los calores de aquel día. Volvió a la tarde siguiente, en el momento en que Luis prendía el televisor para la transmisión, en directo, del partido de fútbol de la copa. Quizás por eso, nadie le prestó atención y de nuevo flotó desapercibido en medio de una algarabía carnavalesca, ajena a su interés. Pese al mugre de las uñas, sus manos resultaban delicadas; llevaba en la izquierda un plano de la ciudad, como esos que facilitan en cualquier oficina de turismo, doblado, evidentemente maltrecho, rayado con marcas y recorridos, flechas, apuntes y otras indicaciones y, en la otra mano, un papel arrugado y sucio, húmedo de sudor, un sudor que todos compartían, porque hasta los fuelles de las ventanas, completamente replegados, parecían unos labios impotentes, desconcertados, ante aquella masa calcinante en que se habían transformado inesperadamente las tardes de abril; un sudor que para él, para el caminante, debía ser algo así como la confirmación de sus designios. Se sentó en una mesa, extendió el plano, arregló el papel, se concentró en la lectura y entonces me rechazó con suavidad, pero también con resolución, cuando quise ofrecerle ayuda. Algo crujió en mi interior al percibir el olor de su respuesta: comprendí que llevaba demasiado tiempo, quizá un tiempo inverosímil,, sin hablar a nadie, condenado a la palabra

16

Jaime Alejandro Rodríguez

Pieza inconclusa de verano

restringida, como si de su boca hubieran brotado telarañas. Esa, al menos, es la impresión que, ahora, al evocar el episodio, llega con mayor vigor desde mi memoria.

II No recuerdo bien cómo fueron aquellos días en que el caminante, como le decía entonces, o Aníbal, como prefiero llamarlo ahora, se convirtió en asiduo cliente de la taberna. Si al menos estuvieras tú, Ángela, para que me contaras qué sucedió en el exterior mientras tanto; si pudieras hablarme, Luis, y explicarme cómo fue todo aquello, de qué manera resultamos involucrados, qué pasó realmente en la ciudad. Porque mi memoria de otras cosas se queda atascada en el día que retomaron las lluvias —los dos allí sentados, respirando aquel aire bondadoso— y se empeña en recordar únicamente las tardes, más bien los momentos, que compartía con Aníbal, esos instantes milagrosos que, a la manera de una burbuja, nos aislaban de la realidad, pues ni tú, Luis, me azuzabas al trabajo, ni tú Ángela, me pedías —con la voz chillona que solo podía emerger de tus gritos— más ayuda para atender las mesas cuando estaba con él, como si de verdad no existiera para vuestros ojos. Todo, al comienzo, me pareció normal; como siempre, un muchacho más que, atraído por la fama del negocio, venía a conocer de cerca sus bondades. Pero lo extraño es que Aníbal nunca se interesó por los juegos o por las apuestas de fútbol, como los demás sino que se dedicaba a observar el recinto con una curiosidad que, al principio, juzgué provinciana, como si estuviera deslumbrado por algo; y después pedía su alimento y una cerveza fría. Me gustaba atenderlo a pesar de su voz de naftalina que lo hacía viejo, porque su comportamiento era diferente. Así, el rito de su presencia en la taberna penetró en mi vida: su ingreso a la misma hora, su pedido y mi fiel atención y, luego, nuestras charlas; cosas sin importancia que se decían, pero suficientes para ir creando una atmósfera refractaria que nos inmunizaba contra el mundo circundante (pronto no hubo más anhelo en mi alma que soñar su visita diaria a la taberna, ni más terrible resignación

Jaime Alejandro Rodríguez

17

Ficción y olvido

que pensar en mi rutina cuando partía) y entonces bromeaba, evadiendo la respuesta a mis dudas sobre su origen y sus propósitos. No insistí demasiado porque mis sueños cándidos de cada noche se encargaban de resolver el enigma, transmutándolo en artista o en héroe con tal intensidad que algo de aquella esencia fantástica acabó por impregnarlo ante mis ojos cotidianos. “He venido por ti, porque te conozco de antes, porque sabía que iba a encontrarte y porque necesito conocer tu vida”, me decía con cierta seriedad, sólo para burlarse después de sus propias palabras, sin darme tiempo a recrearlas o para mostrarse molesto, a veces, por mis acosos: “Prefiero no hablar de eso”, sentenciaba cada vez que clausuraba el tema y enseguida se marchaba disgustado. Y yo me preguntaba qué podía tener mi vida para interesarle de esa forma a él, a un hombre que sabía decir cosas tan bellas y maravillosas; qué podría apreciar una persona así, tan culta y tan decente, en una mujer vulgar, como yo, que solo servía para extasiarse con sus historias increíbles y con sus palabras de amor. Cómo olvidar aquellas tardes de lluvia cuando solíamos grabar gritos silenciosos o pájaros mensajeros sobre el vidrio empañado de las ventanas, o el momento en que sus manos se decidieron, por fin, a tomar las mías. Cómo pensar en otras cosas, Ángela, cómo hacerlo, si era la primera vez que podía sentir algo diferente al asco que soportaba con tus caricias, aquel consuelo que me regalabas cada vez que mis sollozos te enternecían y tratabas de aliviar el maltrato con que Luis satisfacía sus deseos, un consuelo que yo no rechazaba para no herirte, para evitar que supieras el secreto recelo que sentía. Cómo olvidar aquel amor que yo creía real y necesario, hasta el punto de haber planeado su encarnación —sin éxito, claro— en el cuarto del fondo que tú y yo compartíamos, aún a riesgo de enfurecerte, Ángela; cómo olvidar que, al final, resultó ser un amor ficticio y doloroso, porque Aníbal quiso partir a su lugar y yo me sentí infeliz y no quise entender sus razones. Tal vez, si lo hubiera hecho, si hubiera permitido su partida a tiempo, tal vez las cosas no habrían sucedido en esta forma; pero ya era tarde, pues yo estaba loca, él había perdido la salida y en la ciudad habían crecido, implacables, potencias misteriosas.

18

Jaime Alejandro Rodríguez

Pieza inconclusa de verano

III Y ahí estabas, al otro lado de la estación, sin sospechar que yo te seguía desde temprano —en realidad desde el momento en que volviste a dejar la taberna y con tus palabras grabaste, sin saberlo, más profunda esa terrible alucinación de tus ausencias. Ahí estabas caminante: aturdido, nervioso, y yo te espiaba. Ahora conocía muchas cosas de ti; sabía, por ejemplo, donde vivías —y me figuré tu sufrimiento al verte entrar en aquel hotelucho del centro, plagado de gitanos—, sabía también tu hora de arribo a la habitación y el momento justo en que salías a iniciar la búsqueda, porque me había atrevido a seguirte desde la noche anterior y me había quedado afuera, más por miedo a volver, a tener que soportar las injurias de Luis —a quien imaginé, equivocadamente, furioso por mí deserción inadvertida— o los reproches, cargados de envidia de Ángela —esa mujer a quien yo no consideraba mi amiga—, que por otra cosa; me había quedado afuera, contando los minutos en una noche fría que no podías concebir, plena de angustias y de dudas, pero alimentada por la posibilidad de saberte cierto, real, humano. Sí, allí dormiste sin saber que, afuera, yo velaba tu sueño. El tiempo creció tanto que llegué a creerlo infinito; pero de pronto la ciudad volvió a despertar con su algarabía insoportable y entonces te vi a la entrada del hotel, más pálido y débil y quizá más sucio. Esperaste el bus, te sentaste al lado de la ventana y abriste tus ojos, que se movían como esferas locas, intentando atrapar con la mirada el paso de las calles y las casas en contravía, atento a cualquier indicio. Luego te bajaste en alguna encrucijada imprevista, movido tal vez por una intuición súbita que te obligó a brincar del asiento y a correr hacia la salida, y comenzaste la caminata por esas calles que incluso a mí me parecieron confusas y desconocidas, como si alguien las hubiera dispuesto en esa forma, porque de pronto me sentí extraviada y perdí tu rastro y no tuve a quien preguntar, ni manera alguna de rehacer mi rumbo; como si hubiera ingresado a otro lugar perfectamente extraño. Cuánto anhelé tu mapa, ese papel que yo creía igual a los que ofrecen en las oficinas de turismo y que tú cargabas siempre desde tu aparición en la taberna; y

Jaime Alejandro Rodríguez

19

Ficción y olvido

recordé que tal vez no habría servido de mucho porque yo nunca había utilizado planos en toda mi vida; jamás lo creí necesario, siempre me sentí segura trasegando las calles de cualquier barrio y, sin embargo, ahora me encontraba perdida en mi propia ciudad. Por un momento sospeché que esa hostilidad que se respiraba en el entorno debía parecerse a la experiencia de la muerte y caí en una desolación irremediable. Intenté recordar a mis padres, fallecidos hace tanto tiempo en otras tierras, y sólo conseguí acentuar mi temor por las consecuencias de este acto irresponsable, y volví a pensar en Luis y también en Ángela, padres postizos a quienes había querido sin malestar hasta cuando te conocí, Aníbal; y creo que por eso percibí, en medio de aquella extrañeza, que todo había terminado por saturarme: sus reproches infundados, su paternalismo hipócrita y ese pretendido acto de afecto que ellos, cada uno sin conocerlo, me ofrecían y a la vez me reclamaban. Desemboqué, después de varias horas de angustia, en una avenida y al poco rato volví a orientarme. Sentí un gozo indescriptible al saberme viva, retornada, un gozo que se transformó en éxtasis porque al frente, en la estación, estabas tú, caminante: aturdido, nervioso, y había llegado la hora de regresar a la taberna.

IV Tal vez por eso tuve aquel sueño. Ya estaba encendido el televisor y Luis me había pedido mayor colaboración en las mesas para atender un flujo de gente mayor que el acostumbrado. Ángela limpiaba las vitrinas cuando comenzaron a llegar los jugadores. Había varios tableros de ajedrez dispuestos con anterioridad, pero los naipes reposaban todavía en la urna de cristal. El caminante bebía, despacio, su cerveza y afuera llovía. Lo recuerdo muy bien: tuve la impresión de estar en una escena de teatro. De pronto, Luis miró el reloj y me llamó a la barra, me pidió que fuera a mi cuarto, así que yo le pregunté para qué; él, en medio de una turbación incomprensible, intentó alguna respuesta que, al momento, quedó ahogada por un escándalo que provenía de la entrada. Entonces los vi: muchos, muchísimos

20

Jaime Alejandro Rodríguez

Pieza inconclusa de verano

hombres uniformados, con el rostro empapado no sé si por la lluvia o por el sudor, porque recuerdo que su ingreso estuvo acompañado por un repentino cambio en el ambiente: se hizo irrespirable. Patearon las mesas, destruyeron los tableros, rompieron la urna y empezaron a disparar sus armas; oí la explosión del televisor y todo quedó en tinieblas. Los gritos hicieron más confusa la situación, quise correr hacia Aníbal, pero tropecé con una mesa y luego alguien me tomó bruscamente del brazo y me condujo por el corredor hacia el cuarto del fondo; era Ángela. Seguí escuchando los gritos y los disparos allí adentro y después el chirriar de llantas numerosas y las alarmas intermitentes de las patrullas. Creo que comencé a reír, sin razón, a carcajadas. Un agradable calorcito descendió desde mi frente después de la cachetada con que Ángela intentó tranquilizarme. Me recosté en el catre y ya no escuché nada. Entró Luis muy sonriente y cerró la puerta de una patada, tiró la lámpara de noche al suelo y se acostó con Ángela. Los oí respirar con fuerza, como siempre, al mismo ritmo con que Luis la penetraba. De nuevo temí que la cama se derruyera, pero ya no tuve el mismo miedo de otras noches, sino que aguardé, con paciencia, mi turno: lo deseaba. Oí el ronroneo de Ángela y la queja del catre cuando Luis se levantó. En un acto mecánico, destapé mi cama y una inesperada ansiedad me hizo anhelar la premura de su amor. Vi su sombra al pie de la cama, Ángela comenzó a roncar, la sombra se agachó hacia mi cara y luego sentí todo su peso sobre mi pecho y su olor a naftalina. La luz comenzó a parpadear no sé como, hasta que se quedó encendida. Entonces, sin extrañeza, contemplé el rostro de Aníbal, besé sus labios y dejé que me poseyera durante toda la noche. Quizás, Ángela, todo no ha sido más que un sueño.

V Una pareja de gitanos ha rentado la habitación. Los he visto subir hacia el cuarto que antes ocupó Aníbal y en sus caras no he percibido el más mínimo gesto de inquietud. Así son todos: ajenos a un mundo que se derrumba por sí solo, impasibles y eternos, ciertos aquí o allá, pero inexistentes y etéreos. La dueña del ho-

Jaime Alejandro Rodríguez

21

Ficción y olvido

tel, una anciana de origen extranjero, muy habladora y curiosa, ha guardado las cosas del caminante, aunque me confesó que estuvo tentada a tirarlas desde el comienzo porque sabía cómo era esa clase de individuos y se imaginó que nadie vendría a recogerlas; al decírmelo, noté en sus ademanes, guiños que pretendían complicidad, comprensión o recelo, no lo sé. Son apenas unos pocos objetos: una maleta, rota y sucia, un par de zapatos viejos, su máquina de escribir, el plano de la ciudad y un fardo de papeles. La máquina está desportillada y tiene varios moldes mutilados. Me interesó más el paquete y por eso me he sentado en el sofá de la recepción para hojearlo. Pero he descubierto datos tan desconcertantes que no he tenido más remedio que releerlos con calma. Son notas o borradores de un libro a manera de diario; el título: “Apuntes”. La primera sección (que aparece sin fechas) sugiere el esbozo de una novela. La taberna está descrita minuciosamente, lo mismo que Luis, Ángela, los muchachos y los demás clientes, así como las calles circundantes, con su tráfico desordenado y las paradas de buses de la terminal. La trama es lenta y aburrida hasta que surge mi nombre. No he podido evitar la emoción al verlo allí impreso, aunque sea en esas tristes letras; pero a la vez he sentido una gran decepción: “Olga N.”, es esa N que pretende contemplarlo. ¿N de nadie, de Núñez o de Nadir? La delineación del personaje es muy imprecisa, así que no estoy segura que sea en realidad mi retrato. Después de varios párrafos inconexos hay una nota: “Debo documentarme”. Hasta ese punto llega el primer borrador. El segundo es un diario que comienza con la fecha de su arribo a la taberna. Se describen los pormenores de la relación que nace entre Aníbal y —de nuevo— Olga N. Descubro así que Aníbal, el caminante y el autor son la misma persona, también él registra su sorpresa por la conjunción, pero más adelante, sus palabras se hacen misteriosas e incomprensibles: comienza a mencionar la salida (la necesidad de regresar) casi con las mismas expresiones con que me habló de ella en la taberna. “Lo importante es que los personajes vivan por sí solos”, aparece como única anotación del día de nuestro primer disgusto. Después hay un gran silencio (una

22

Jaime Alejandro Rodríguez

Pieza inconclusa de verano

semana más o menos) y sólo aparecen las fechas sucesivas de los días. Después, retoma los episodios del primer borrador sin llegar a ninguna conclusión. Se da cuenta entonces (y así lo escribe) que la concordancia no es perfecta: “hay un desfase, ¡no encuentro la salida!”, apunta, a mano, con rasgos nerviosos. Después de algunas notas más, finalmente una frase incompleta en una hoja rasgada, también manuscrita: “No puedo prever todo, no podré terminar la h”, supongo que debe decir: “No puedo preverlo todo, no podré terminar la Historia”. Es el día anterior al asalto a la taberna, hace apenas una semana, el mismo día en que estalló la guerra, imprevista por sus cálculos y por mis fantasías, justo un mes desde su primera aparición. La anciana extranjera interroga por mis lágrimas. Supone que, como ella, como todos, debo encontrarme muy desconcertada por la situación (la taberna destruida, Ángela y Luis muertos, la ciudad desolada y un caos absoluto). Miento al confirmar sus presunciones, pues lo que realmente me aterroriza es pensar que somos —todos— insospechados personajes de un sueño, voces que ahora gritan sin ser oídas, fuerzas desatadas por la imaginación de un hombre que murió antes de culminar su obra.

Jaime Alejandro Rodríguez

23

Ficción y olvido

Julia De los innumerables personajes-imagen que guardo en el archivador destinado a los borradores de cuento y/o novela, Julia fue siempre el más volátil. Cada vez que la imaginaba allí sentada en medio de una habitación oscura, llorando, atormentada por algún conflicto, presa de la confusión y la tristeza; cada vez que he intentado escribir para ella una personalidad fuerte, heroica, dramática; su nebulosa imagen se escapa de mi control y entonces salta, brinca, vuelve su cara hacia mí, me hace muecas, se ríe y comienza a buscar la salida de esa habitación estrecha y oscura llena de cachivaches que he inventado con tanto esmero para que surja desde allí su historia. Por esta razón me veo obligado siempre a postergar las páginas de un relato que, de cuando en cuando, vuelvo a retomar, porque me fascina lo serio, lo grave, lo profundo y esas eran las dimensiones que había deseado para la historia de Julia: una muchacha común y corriente que, de golpe, resulta relacionada con un joven hacedor de su destino, justo, emprendedor y revolucionario. Poco a poco, y después de un desarrollo más o menos complicado en el que se mezclan la muerte, las traiciones, los conflictos, las seducciones y todos los demás ingredientes que una buena trama exige, Julia, tras la fatal muerte de su amado, se revela en su verdadera magnitud y de una muchacha tímida, y más bien apocada, pasa a convertirse en un líder, heredera ideal de la misión de su amante. Ahora me entero por el periódico que Julia anda envuelta en un lío judicial de la Madona, en un escándalo público, y no tengo

24

Jaime Alejandro Rodríguez

Julia

más remedio que enviar esta nota a la redacción del diario que me ha servido de fuente para que, por intermedio suyo, pueda ofrecérsele alguna ayuda a la joven sindicada. Sé que no es fácil, pero he de insistir en la ficticia realidad de Julia, quien a pesar de su apariencia corpórea es sólo producto de mi fantasía: una imagen. Verán, la culpa ha sido mía. No hace mucho, tras una profunda crisis de infertilidad creativa, decidí rebuscar en mis borradores el germen para alguna historia, acorralado, como estaba, por la inaplazable necesidad de escribir, cosa que me sucede con cierta frecuencia, especialmente después de periodos de vivencias muy intensas como un amor que se derrumba o un compromiso político que se desploma. Así que, atrapado por cierto magnetismo, que sólo ahora comienzo a comprender, extraje el fólder marcado con el nombre de Julia y después de repasar los apuntes para mi personaje resolví insistir en la historia, previa reflexión sobre las dimensiones expresivas requeridas por el relato y sobre el mensaje filosófico que debería quedar involucrado. Emprendí entonces la loca tarea de imponer un pasado para Julia que explicase esa imagen reiterada de la habitación estrecha, sucia y desordenada en la que ella permanecía inmóvil deshecha y triste. Se me ocurrió de pronto que su estado anímico tenía relación con un posible embarazo, recurso que hasta entonces nunca se me había ocurrido. Y al imaginar su cuerpo hinchado, el sutil movimiento del niño que su manos blancas debían conjurar, Julia volvió su cara hacia mí, como en los juegos de antaño, y aunque al principio creí reconocer en su rostro por fin la aprobación, después de su salto acostumbrado, llegó hasta la puerta del cuarto que yo había dejado a propósito entornada y luego de una risa ambigua, que no supe interpretar, huyó. Empleé todas las técnicas posibles para recuperarla, desde el sueño controlado hasta la meditación yoga, pasando por la ingestión (lo confieso) de drogas psicotrópicas, el alcohol, el peyote y muchas otras; métodos todos que fracasaron uno tras otro: ¡su esencia ya no era imaginaria! Así que abandoné, no sólo la historia de Julia,

Jaime Alejandro Rodríguez

25

Ficción y olvido

sino cualquier intento de componer algún otro relato y me dediqué completamente a la crítica, oficio que, como ustedes saben —pues varios ensayos míos han sido publicados en el diario— me ha dado cierto reconocimiento. Acudo a él para salvar ahora una vida. Porque una cosa es que la realidad de Julia sea ficticia, y otra muy distante que carezca de vida. Sé que más allá de una discusión filosófica aquí se trata de un acto de fe; pero permítanme exponer algunos puntos de vista que, como creador del personaje, creo, deben tenerse en cuanta antes de emprender cualquier acción contra Julia Ortega (leo que así se ha hecho llamar ella ante las autoridades). He leído la confesión de Julia y yo mismo he quedado sorprendido de su perspicacia, de la manera como ha indagado su realidad, de la forma como ha descubierto su esencia, del poder de su reflexión y de su análisis; cualidades que, aunque hacían parte desde el comienzo de la riqueza psicológica del personaje, jamás pensé que pudieran emplearse de la manera como lo ha hecho. Creo que ese es ya un rasgo que demuestra su vitalidad: la capacidad de desarrollar funciones que apenas comenzaban a visualizarse en el relato. Se supone, y para probarlo pongo a disposición los manuscritos originales del borrador de la novela, que tras la muerte de Daniel, su amante, Julia debía primero tener su hijo en la clandestinidad, sola, en medio de aquel cuarto reiterado, y que este suceso marcaría el comienzo de lo que he llamado arriba la revelación de su verdadera magnitud. Es decir, que la imagen de Julia —confundida, en medio de una habitación arrasada— es apenas una imagen in media res, centro y pivote de la historia. Esa ha sido, quizás, siempre mi manera de crear historias: a partir de una imagen que poco a poco y después de una sincera compenetración con ella, comienza a revelarme sus potencias: el cómo llegó a ser lo que es, el cómo vino hasta allí. Lo que sigue entonces es la creación de una o varias posibilidades de continuidad. De la tensión entre origen y posibilidades de continuación surge la idea de mi personaje. Generalmente hasta aquí llega el primer borrador, ese que archivo, como lo he dicho, en mi escritorio en una

26

Jaime Alejandro Rodríguez

Julia

sección especial. Sólo en casos excepcionales, esa primera imagen se convierte en un relato definitivo sin pasar por la etapa de maduración del personaje en el escritorio. Pero, también sólo excepcionalmente una imagen se resiste a la continuidad y a la conclusión como la imagen de esa Julia abandonada en medio de una habitación. Es como si, desde el comienzo, ella hubiese aceptado dócilmente una historia, un origen, esa carga de corporeidad y de verosimilitud que explicaría su imagen inicial, pero no la imposición de un futuro, de su prolongación. Es como si hubiera esperado el momento justo para que alguien la hubiese atrapado y le hubiese comunicado las condiciones mínimas de su dinámica, para asumir con autonomía, por decirlo de alguna forma, su propio destino. Recuerdo dos argumentos que podrán venir al caso, ahora que entro en la parte más difícil de mi discurso (como diría Borges): Uno de ellos proviene de un texto que leí en un libro de divulgación científica dedicado a examinar los enfoques que se han dado al estudio del sueño. El texto en mención hace parte del epílogo del libro e intenta recoger, en una síntesis, el aporte del autor de la selección. Lo primero que concluye el recopilador es que, a pesar del acercamiento filosófico y científico, el sueño sigue siendo un fenómeno incierto, sin explicación, al menos completa, y que, dada su cotidianidad, su presencia inevitable, se hace cada vez más, por contraste, misterioso. Así que, en un intento por cambiar la perspectiva del problema, se pregunta por las imágenes que los sueños generan, un asunto que no tratan los textos que ha colectado. Propone que las imágenes oníricas se producen, son algo así como un paquete energético que se libera y que comienza a transformarse, es decir, se involucran por esta vía a una dinámica del mundo. Y viene aquí la especulación más vibrante que hay en todo el libro (un libro, al fin y al cabo, y pese a sus pretensiones, especulativo): si todos los seres de la tierra durmieran al mismo tiempo, el mundo aparentemente en silencio, inhabitado, se iría poblando con las miles de millones de imágenes que se estarían generando y entonces un observador (el autor habla de un hipotético extraterrestre) se asombraría de la levedad de esos habitantes y tal vez escucharía lo que ninguno de los durmientes: el canto suave de la poesía.

Jaime Alejandro Rodríguez

27

Ficción y olvido

El segundo argumento que viene en mi ayuda para demostrar la vitalidad de Julia, podrá tildarse de antropológico, aunque no pretendo pasar por erudito. Consiste en acoger la versión de algunas culturas sobre la generación de la vida. Apoyadas en la trasmigración de las almas, estas versiones acuden a la idea de que los seres vivientes no son más que espíritus vagos que han encarnado por algún inexplicable, o al menos parcialmente comprendido, mecanismo. En una de estas versiones, tales espíritus se ordenan por jerarquías que les limitan el espacio potencialmente infinito de su vagancia a sectores que no pueden transgredir y cuyo acceso depende de la calidad de su vida previa. Así, existen sectores de vagancia espiritual cuya característica es la de permitir con mayor probabilidad la encarnación a una vida de alta calidad, sectores que sólo pueden ser ocupados por espíritus cuya vida previa ha sido calificada de una manera adecuada. La única posibilidad que tiene un espíritu vago de cambiar de sector, de mejorar su jerarquía, consiste en encarnar en algunos de los cuerpos que su sector actual le permite, realizar un camino de superación en la tierra y volver al espacio infinito del espíritu, ubicado ya en una mejor posición. En el libro coreano Las vidas de Shenner Gohng, se intenta mostrar, por la vía documental, que el anciano Gohng ha vivido otras existencias, cosa que otros libros y otros testimonios también han intentado. Lo sorprendente de éste es el testimonio de la memoria espiritual de Shenner Gohng que no sólo sirve para confirmar el modelo de la vagancia como explicación de la vida. En efecto, todo en el libro tiende finalmente a mostrar cómo el anciano yogui, mediante un tenaz esfuerzo de disciplina y voluntad, ha logrado manipular la estructura del modelo y ha logrado así liberarse de las condiciones de movimiento que allí imperan, hasta el punto de poder elegir el sector y la encarnación siguiente. Shenner Gohng se ha convertido en un ser superior y no sólo ha sido capaz de penetrar cualquier sector del espíritu, sino que conoce los secretos de “La puerta de la carne”, gracias a los cuales puede seleccionar el tipo de vida que desea en la tierra, incluso desagradándose, como él mismo lo confiesa.

28

Jaime Alejandro Rodríguez

Julia

Volviendo a Julia, he reflexionado sobre esa levedad de su imagen y he configurado la siguiente hipótesis: el escritor percibe, por algún mecanismo incomprensible de orden energético, las imágenes vagabundas de los sueños que los hombres liberan cuando duermen. Algunas de esas imágenes, como el espíritu de Shenner Gohng, son especiales, tienen alguna capacidad, esperan el momento en que una mente se abre para, desde allí, imponer sus propias posibilidades de vida. Si Julia es alguna de estas imágenes, no sólo su volatilidad, sino incluso su materialidad, quedaría explicada. Pero aún hay más. Desde el punto de vista puramente físico, si lo que recibe el escritor en forma de imágenes no es más que una forma liberada de energía, la cosmología moderna podrá ofrecerme todavía un argumento adicional: imágenes como la de Julia (en medio de una habitación...), persistentes, nítidas, fuertes y a la vez indóciles, serían simplemente “seres en contravía”. Explicaré este último término: el universo pasa por dos fases, una de expansión y otra de contracción. Actualmente vivimos una fase de expansión: esa es su flecha o dirección cosmológica actual. En ella, el comportamiento entrópico implica que, a partir de un orden elevado de organización de la materia, se tiende al desorden absoluto: vemos que un vaso (forma elevada) se hace pedazos (forma desordenada), no al contrario; esa es la flecha o dirección termodinámica del universo (entropía). Concomitante a ella, está la flecha del tiempo: como sólo es posible, en términos globales, pasar del orden al desorden, entonces nuestra percepción del tiempo tiene también una dirección: del pasado (vaso entero) al presente (vaso roto). Para que la percepción del tiempo tuviera una dirección diferente (del futuro al presente, por ejemplo), el comportamiento natural del universo debería tender del desorden al orden y esto sólo es posible en la fase de contracción del universo. Pero la percepción del tiempo “al revés” no es posible ya que en esta fase simplemente no habría vida y por lo tanto nadie que percibiera nada; y no habría vida porque ella depende de la posibilidad de “consumo” de energía, es decir, de la destrucción de formas ordenadas de energía, y ese comportamiento sólo es posible en la fase

Jaime Alejandro Rodríguez

29

Ficción y olvido

de expansión del universo. Pero la pregunta es: ¿no podrían existir formas vitales capaces de alimentarse de desorden, creadoras por sí mismas de orden? ¿No podrían existir seres que inviertan el proceso, que siendo formas liberadas de energía (desordenadas como los espíritus de Shenner Gohng) sean capaces ellas mismas de crear su propio orden? Quizá somos demasiado pedantes y trágicos al creer que no existen más que ciertas y limitadas posibilidades. Las visiones cosmogónicas de la metempsicosis tienen mucho que enseñarnos al respecto. Al fin y al cabo la cosmología moderna no es otra cosa que una estructura más de la comprensión del universo, como lo son las culturas primitivas que son capaces de percibir tanto las flechas del universo como sus contravenciones. Por otro lado la idea de que la materia es sólo cristalización de la energía, de que la materia es tan sólo su manifestación —tan cara a las culturas de oriente— no es del todo extraña para los occidentales. Sir James Frarcs mantiene en sus exposiciones que la sustancia del universo es espacio vacío soldado con tiempo vacío, una forma poética de afirmar que la sustancia de este mundo es una manifestación de la nada (la teoría cuántica afirma que las partículas pueden ser creadas a partir de la energía en la forma de pares partícula-antipartícula: ¡el viejo yin y yan o energía bipolar!) Pero esto conduce a plantear de dónde sale la energía. La respuesta es que la energía total del universo es cero: en el caso de un universo que es aproximadamente uniforme en el espacio, puede demostrarse que la energía gravitatoria negativa cancela exactamente a la energía positiva correspondiente a la materia. De este modo, la energía total del universo es cero. Esta manifestación de la energía, que es la materia, tiene sus modos de estructurarse, sus niveles de manifestación; así, si deseamos producir un cambio en la apariencia o en la manifestación activa de uno o más niveles determinados escogeremos, dentro de los niveles que sean accesibles, el que posea la influencia controladora más fuerte. La fuerza vital, que en este caso finalmente habría conducido a que una imagen se manifieste, no es más que una sutil apariencia de energía. Lo que yo sostengo es que Julia ha sido capaz de manejar estos niveles de energía que se manifiestan (como quizás es lo que ha hecho

30

Jaime Alejandro Rodríguez

Julia

también Shenner Gohng) y ha logrado convertir su primera calidad fantástica en esencia material para vivir su destino: la imagen se ha impuesto, se ha apoderado de una apariencia real. Sólo así podrían explicarse también las consecuencias del llamado Star System de la industria cinematográfica de Hollywood. Esta estrategia que nace como una maniobra de orden económico y que consiste en fijar en el público una imagen de los actores, ha tocado límites insospechados. Se reconocen casos como el de Bela Lugosi que acabó por creerse los personajes satánicos que interpretaba o el de Johnny Weismuller quien entró en el hospital psiquiátrico bajo los rasgos de Tarzán; y qué hablar de Maryleen Monroe o de Greta Garbo. En todos ellos el personaje toma cuerpo a través de ese otro personaje que es la Star y termina imponiéndose. ¿Qué ha sucedido? Simplemente que imágenes activas, como la de Julia, han aprovechado esa puerta hacia la materialidad en que se convirtió el Star System y se han apoderado de las adecuadas apariencias materiales para vivir su propia vida. Son leyendas que finalmente adquieren una realidad, que pasan de una realidad ficticia a una realidad, por así decirlo, más real. Versiones modernas de esa antiquísima historia de El Golem. Ustedes saben, El Golem, la leyenda de ese hombre espectral que hace tiempo construyera de barro un rabino conocedor de la Cábala, y al que le dio vida colocando tras sus dientes una mágica cifra numérica. La leyenda dice que no le salió un hombre auténtico, ya que su única forma de vida consistía en vegetar de un modo rudo y semi-inconsciente. También se dice que cuando, una noche, el rabino se olvidó de quitarle la hoja de la boca, cayó en un estado de delirio tal, que, corriendo en la oscuridad de las calles, destrozó todo a su paso, hasta que el rabino se enfrentó a él y destruyó la hoja, acabando con la vida del homúnculo. No quedó más que la figura enana de barro que aún hoy se puede ver en la Sinagoga. Pero lo que deseo recalcar es el hecho de que, en el Gueto Judío de Praga, durante mucho tiempo se afirmó que el Golem reaparecía cada treinta y tres años en la figura de un desconocido de barba y ojos oblicuos. La única explicación posible para

Jaime Alejandro Rodríguez

31

Ficción y olvido

este hecho es que el desconocido fuese la figura imaginaria que el rabino medioeval había pensado antes de poder revestirla de materia y que vuelve en regulares períodos de tiempo, en la misma configuración astral bajo la que fue creada, torturada por el deseo de tener vida material. Torturada por el deseo de tener vida material, ser en contravía, espíritu superior, Julia es, sin embargo, una creación. Pero como para el rabino, como para el artista, como para el actor, como para el científico, esa creación ha dejado de ser el instrumento de mi expresión para cobrar vida propia. Se ha liberado de mi dominio (si es que alguna vez lo tuve), se ha apoderado de un cuerpo, de una apariencia material para cumplir su destino; no el que yo le había propuesto, sino otro, muy suyo, muy propio y se niega a ser manipulada. Ese es todo su pecado: necesita defender sus dimensiones, las que, desde su residencia imaginaria, esperaba realizar. Tiene lo que tiene que hacer y nada la detendrá, ni siquiera una cárcel o una ejecución; nada de eso es problema para ella (¿o si?). Nada material la puede detener. Pero también es posible —y esa es mi principal preocupación— que ella decida vivir su corporeidad asumiendo TODAS las consecuencias, no lo sé. Sólo quiero, como escribí al comienzo, ofrecer algunos puntos de vista que como creador del personaje (y pese a este sentimiento de haber sido utilizado), creo que han de tenerse en cuenta antes de emprender cualquier acción contra Julia Ortega (leo que así se ha hecho llamar ella ante las autoridades).

32

Jaime Alejandro Rodríguez

Julia

Obra maestra Esto que me repele, ame trae

Temblorosa, la voz de Luisa fluyó a través de la bocina como un susurro sobrenatural. A pesar del tiempo transcurrido, del final ya remoto de nuestro tributo de amor adolescente, del difícil y también persistente recuerdo de su afecto, reconocí en sus palabras la súplica y esa resistencia infantil de sus primeros besos. Deseaba verme con urgencia, recalcó su voz, y colgó. El asombro retardó mis pasos. Al llegar, la puerta estaba aún abierta y el interior del apartamento bullía de vecinos curiosos. Entrar fue soportar sus ráfagas verbales, sus preguntas imbéciles y el estupor de la vergüenza. Muchas de aquellas palabras rebotaron intranquilas todavía un rato más, durante el examen que practiqué a la habitación, ya solitario, movido por la duda y el desconcierto. Algo había inducido a Luisa a solicitar mi presencia después de tantos años; tenía la esperanza de comprobar que no era otro brazo del terrible monstruo de sus rencores, otra forma de vengarme su virginidad desolada, el eterno retorno de sus culpas. Al comienzo sentí desprecio y pena, pero este sentimiento se trastocó, poco a poco, en horror y luego en fascinación. Su mundo no estaba tan alejado del mío como yo creía; algún canal misterioso e imprevisible los había comunicado secretamente todo este tiempo. La presencia que percibí en medio de su ámbito me reveló estos y otros misterios.

Jaime Alejandro Rodríguez

33

Ficción y olvido

Ahora, tras el revuelo, intentó montar las piezas ...Puedo imaginarla en su habitación, mundo comprimido: ventana sin cortinas, ojo visor de un paisaje urbano que se extiende a lo lejos como un reptil agonizante; paredes tapizadas con libros, reproducciones de Mannet, ojos surrealistas atrapados en papel y el retrato gigantesco de un hombre joven, traje entero, años cincuenta; sobre el piso, viejas manchas de pintura, los excrementos secos de algún pájaro sin jaula, trozos de dibujos y bosquejos, manuales abiertos a la luz y un par de zapatos de hombre ausente; dos caballetes como fantasmas desnudos y vacíos, y un techo carcomido por las angustias del humo vicioso que jamás encontró una salida. Puedo ver el ovillo de cobijas que acorrala su cuerpo, el mechón de pelo rubio —un fleco más que sobresale—, no en la cabecera sino a los pies de la cama, sueño invertido; un pequeño, pero blanquísimo, trozo de piel y las cinco almohadillas rosadas de un pie, huella sin destino. Puedo imaginarla envuelta en mil trapos de lana como un enfermo, babeando, con la boca entornada, moviéndose a pequeños, casi imperceptibles, saltitos convulsivos, presa quizás de las zozobras de su último sueño. Puedo ver el otro bulto, inmóvil como siempre, paquete sobre el sillón de terciopelo de la esquina, cubierto con una tela negra y reducido al incómodo espacio del asiento. Puedo ver la explosión de luz que revienta en el lugar... “Tal vez ya nadie lo recuerde o quizá no lo sepas; cuando el río acanalado de nuestra vecindad corría aún desordenado por su cauce natural, cuando aún no existía el puente porque no habían construido la avenida, cuando el barrio se hacía famoso en toda la ciudad; a lo largo de aquellas horas que filtradas por mi memoria de niña feliz, aparecen hoy como lejanas y perdidas, solíamos ir de paseo los domingos desde Luna Park hasta los potreros de Las Lomas. Era tal vez la única distracción de la familia. Cuatro niños-escalera guiados por sus padres, avanzando por la ribera del río que bordeábamos a una cuadra de la casa, como un pequeño ejército de hormigas. Mi padre, pendiente siempre de su hija, acostumbraba a cargarme en sus hombros durante casi todo el recorrido y esto molestaba a mis tres hermanos varones que se empeñaban en conformar una hueste agresiva a mis privilegios. La única estación la hacía-

34

Jaime Alejandro Rodríguez

Obra maestra

mos de ida, a la altura del Hospital, antes de cruzar el riachuelo de aguas sucias que, para nosotros, los niños, era El Amazonas, límite y frontera de dos países: uno territorio explorado y conocido, el otro, espacio infinito de las fantasías. Mis hermanos, inducidos por las crueles bromas de mamá, me llamaban la amazonita y hurgaban mi impaciencia de vencedor frustrado para provocar el mal genio causante de mi fama. Jugábamos a la guerra con flechas, arcos y caballos, hasta que papá llegaba en mi ayuda y me rescataba de la horda de caníbales que pretendía acorralarme en el barranco. Nos íbamos los dos caminando por los montes y cordilleras de la segunda orilla y nos instalábamos en la cima de El Himalaya a inventar historias y relatos; el tiempo se esfumaba al mismo ritmo que las nubes en el cielo. Tras el almuerzo partíamos de nuevo. Arribar a Las Lomas era tocar el fin del mundo; más allá, los abismos, la oscuridad, los misterios. El regreso lo hacíamos rápido, salpicado con frecuencia por regaños, disgustos y llanto silencioso. Después llegar a casa, comer, alistar los libros, lavarse la boca y meterse en la cama; rezar y luego luchar contra una insoportable sensación de culpa, como si las diversiones de la tarde tuvieran que terminar siempre en el castigo. Aquella vez, sin embargo, hicimos un camino sin etapas. Sabíamos que no iba a ser como todos los domingos; papá y mamá discutían todo el tiempo. De vuelta, al momento de cruzar, derramé por accidente la olla de las viandas y ocasioné una ira desconocida en mi madre, violenta e incontrolable. El llanto que siguió a sus golpes contagió de temor a los otros niños. Papá reaccionó, quiso defenderme, pero perdió el equilibrio cuando mamá intentaba apartarlo con demasiada fuerza. Lo vimos caer al lecho del río. Aterrorizados, contemplamos un cuerpo de brazos impotentes que bajaba lento y tortuoso hacia el barrio. Los ojos de la casa lo vieron pasar por la esquina de los parques, ya sin vida. No lo pudieron encontrar jamás. Nunca se lo perdoné. Quizás no lo sepas porque tal vez nunca lo dije; a la vida le bastaron algunas años más para dejarnos solas, huérfanas de hombre, viejas miserables”. ... Se levanta, abre la ventana y respira profundo. Regresa. Unos cuantos ejercicios para desentumecer los músculos. Las notas

Jaime Alejandro Rodríguez

35

Ficción y olvido

del Cantábile de la Novena como aperitivo al desayuno y un bostezo para evacuar las telarañas malolientes tejidas por las pesadillas del descanso. Escribe su nombre con acuarela verde sobre el papel recién pegado a uno de los caballetes: LUISA. Entra al baño, sale de la cocina y conduce hasta la alcoba la bandeja con un pocillo humeante de chocolate, dos panes de integral y un trozo de queso. Levanta la cobija negra, arregla el bulto que ahora es un pequeño cuerpo humano; estira sus miembros, lo asienta y le ofrece un pedazo de pan y un sorbo de chocolate. La mujer recibe el alimento con esfuerzo; se anima. Sus carnes magras, sus arrugas grises y sus ojos sumergidos en el pozo de un rostro anciano, serán plasmados luego sobre el lienzo, un cuadro más en su colección de viejos. Termina el desayuno, vuelve a la cama y reza una oración ante el pequeño altar de la Virgen que tiene instalado en la mesa de noche. Prepara la tela, escoge las pinturas, dispone los pinceles y comienza a trabajar en su obra maestra.... Son dos mujeres solas. Habitan hace tiempo este pequeño apartamento del séptimo piso, me han dicho que es una vieja solterona, extravagante, pintora o algo así. Vive con una anciana enferma. ¿Ustedes han visto a los muchachos que entran y salen a deshoras? Clases de pintura o selección de modelos, según anuncia en el periódico. Su vida pública es exigua; aunque no tenemos ninguna queja, son definitivamente unas vecinas extrañas. De poca colaboración, pero con un comportamiento social aceptable. Mujer de rara belleza, ojos verdes y cabello rubio. Solas, extranjeras o locas, según dicen. Se les conocieron pocos amigos Las vi juntas una vez: la más joven es muy seria, viste con chales y casi siempre lleva la cabeza cubierta; la anciana apenas podía caminar. Por la diferencia de edades deben ser madre e hija. La joven sostiene el apartamento dictando clases de pintura y vendiendo cuadros; yo poseo uno. He visto muchachos que entran y se quedan a veces por varios días. Cuarenta quizá y la viejita unos setenta o más. Dicen que eran dos solteronas. Viven aquí hace mucho tiempo, por lo menos veinte años, siempre solas. Únicamente salen de noche. Nunca conocí a la viejita, me comentaron que era enferma. “Quizás ahora pueda subir a la terraza y contemplar desde su cima artificial ese paisaje que tanto me seduce, imagen saturada

36

Jaime Alejandro Rodríguez

Obra maestra

por las tejas corroídas del vecindario. Gozar del miedo a resbalar por algún descuido. Respirar del aire de las nubes el vapor de lágrimas remotas. Espiar las mujeres del barrio con sus chanclos tristes y sus carritos de mercado. Tener el valor de evocar algún recuerdo agradable y sonreír. Bailar con la escoba el cha-cha-cha. Entonar un viejo tango de Gardel. Reír a carcajadas. Defecar sobre el sifón. Gustar los excrementos. Patear el viento. Volver a reír con desgano. Lamer la gota de lluvia que acaba de morir sobre el cemento. Inventar una danza ritual. Masturbarme. O tal vez acompañar con el silencio esta muerte que me empuja”. ... Sus esfuerzos parecen fracasar. El lienzo es corregido una y otra vez. Una y otra vez acomoda a la anciana en el sillón. Rectifica la luz, ensaya mezclas de color, mide con lápiz, vuelve sobre el modelo, se desespera. Escucha el timbre, observa con impaciencia la figura deformada del efebo que acude a su cuerpo, su colección de adolescentes. Desde el ojo mágico lo despide. Regresa al estudio. Su ira crece al encontrar a la anciana desgajada sobre el piso. La levanta, la coloca sobre la silla, golpea sus mejillas, la mujer reacciona por un instante, estertor feliz, y deja escurrir dos gotas amarillentas de sus ojos; se sostiene, intenta incorporarse y se desploma de nuevo sobre el piso. Luisa la levanta, la golpea otra vez, se aleja, intenta nuevos trazos, rasga el lienzo, escupe a la anciana, la recuesta sobre la cama. Recurre al teléfono, me llama, engulle otro cigarrillo, escribe algunas notas. Son las tres de la tarde, la anciana no se mueve, cuerpo vaciado gota a gota. Final de la obra. Puedo imaginarla cuando eleva sus gritos, arroja los objetos al suelo o carga a la vieja, su madre muerta, de un lado para otro de la habitación sin dejar de llorar, impotente y humillada. La veo calmarse, poco a poco, conducir el cuerpo inerte hasta la cama, cubrirlo con la tela negra, ahora manchada de sangre que puede ser pintura. Sobre el altar sella una carta con mi nombre, sale del apartamento y al trotecito, por las escaleras, sube hasta la terraza, asperjando una carcajada chillona y repulsiva... ...Ahora, en la terraza, contemplando su cuerpo mal acomodado sobre el sillón de terciopelo de la esquina, puedo, solo así, imaginar, con placer y con horror, su terrible sufrimiento...

Jaime Alejandro Rodríguez

37

Ficción y olvido

Nova scherezade Es la muerte, o salir volando. Hay que hacerlo, de alguna manera hay que hacerlo. Rayuela

En lugar del quejido intermitente de las alarmas modernas —al que esta ciudad multitudinaria me tenía ya acostumbrado— escuché el viejo fatigado falsete de las ambulancias de antaño y pensé en el efecto Doppler, porque aún deseaba salir de este encierro inverosímil. Sentí que las ondas emitidas por la sirena comprimían mi piel y, tal vez, por ese condicionamiento mental que causan los años de intenso entrenamiento matemático, comencé a realizar el cálculo de sus posibles cualidades físicas en un acceso de absurda desesperación que me llevó a confundir las probabilidades de escape y a creer que mi cuerpo podría adquirir la índole de una onda. Entonces tuve que hacer un esfuerzo terrible para que mi pensamiento no se desbocara hacia los abismos de la locura. Renuncié a los cálculos e intenté hallar algo más pragmático; agudicé mi oído (único sentido disponible para tal empresa, pues mis otras facultades estaban reducidas, bien porque no podía moverme o simplemente porque algún mecanismo psíquico de defensa las bloqueaba), pero solo percibí el incansable ruido del motor allá afuera, un diesel, o algo así, a juzgar por el cascabeleo que se re-

38

Jaime Alejandro Rodríguez

Nova Scherezade

gaba por el recinto oscuro de mi extraña soledad. Poco después, un punto de luz parpadeó al frente y, tras la neblina, reconocí la chapa Yale de la cerradura del garaje; la miré con firmeza como queriendo abrirla a fuerza de telequinésis, pero necesitaba algo más que la conciencia del término adecuado para abrir la puerta, necesitaba la gracia especial de Carrie, el poder de sus ojos infernales, y ya mi cabeza estaba a punto de explotar con el intento cuando volví a la serenidad y logré apaciguar la convulsión en mis sienes. Sentí enseguida una horrible asfixia que retrajo mi terror a los gatos y a las caras gordas y retorné a la época en que conocí a Mónica (escojo el nombre al vuelo para no detenerme mucho más en ese recuerdo), la niña de cara-gordita, hija del director de la escuela, afectada por un asma quizá menos terrible de lo que mi memoria quiere imponerme , ocasionada —nunca nadie me sacó esta idea de la cabeza— por su inaudita costumbre de cargar gatos a todas horas y quien, por alguna odiosa razón, se enamoró de mí hasta el punto de perseguirme a todas partes en aquel colegio de niños de Kínder, donde no había pasillo ni escondite lo suficientemente oculto para evadirla y cuya persistencia tuvo al fin una compensación, porque su figura —adornada, claro, por la frondosa cola de un gato que sostenía a la altura de su seno— quedó atrapada para siempre en la foto que me tomaron el día que retrataron a todos los niños del curso (al fondo, un mapamundi desteñido; sobre el pupitre —el único recién pintado— un letrero, slogan de varias promociones: “KINDER — Nuestra Señora del Perpétuo Socorro— 19... Por orden de lista, cada uno de los niños pasa al frente, toma el esfero Parker que prestó el director, se acomoda e intenta una cara seria que la mayoría de las veces, al momento del flash, se define en mueca de espanto, de somnolencia o de inocente sonrisa). La fotografía: el cuerpo de Mónica oculta el mapamundi justo en el sector donde debía figurar Colombia, país de privilegiada posición geográfica, con dos mares y tres cordilleras, y el gesto de su rostro infantil (que solo muchos años después, tras un minucioso y sobrio examen, surgió ante mis ojos en su real dimensión) aparece quebrado por una sonrisa ambigua, razón por la cual siempre me avergoncé de aquel retrato a pesar de su afortunada

Jaime Alejandro Rodríguez

39

Ficción y olvido

calidad.... La puerta permanecía cerrada y por sus hendijas seguía fluyendo, con pasmosa continuidad, un chorrito de bruma blanca que terminaba acumulándose cerca de la silla que sostiene mi cuerpo, envolviéndome sin tocarme, sin hacerme daño, porque nunca sentí malestar; quizás algo de dificultad al respirar (suficiente, sin embargo, para invocar lo del asma) y sobre todo esta voluntad de parálisis increíble que todavía no me abandona. Su recuerdo surgió de pronto como un fantasma blanco: Inesita linda, objeto primordial y obsesivo de mis sueños; provocaste ese furor inexplicable en mis venas que me llevó al umbral de la locura, porque fui yo el único, linda limeña, flor de la canela, el único que se presentó a tu puerta justo en el momento más oscuro de tu vida, dispuesto a hacerse cargo de tus caderas in crescendo que te convertían, día a día, en verdadera mujer, dispuesto a encargarme de ese niño que guardabas en tu bodega; Inesita, tú que te arriesgaste a viajar conmigo sin más abrigo que el chal de tu abuela y luego me odiaste porque no fui capaz de hacerme a un trabajo que garantizara tu bienestar, a un trabajo yo, mi amor, el chico de los cinco en física y trigonometría, mi amor, flor de la canela, cómo quieres que consiga trabajo si estas calificaciones no le interesan a nadie, Inesita de ojos lindos, cómo carajo quieres que lo consiga, angelito mío, mi vida, no digas eso, no me eches en cara el dinero que tomaste de los ahorros de tu madre, pobre Enriqueta; qué puedo hacer; si lo deseas podemos volver a Bogotá, allá solicito el ingreso a un taller de mecánica o me uno a la banda del tuerto que sé yo, pero dame una oportunidad. Y yo, como un idiota, porque ni siquiera dejó que le tocara durante aquellos tres meses de heroísmo absurdo, con el pretexto de que era malo para el bebé, cuando yo había leído en las revistas Luz, que mi madre escondía en el maletero del armario, que era precisamente todo lo contrario, pues nada había mejor para la salud de la madre y de su hijo que las frecuentes caricias de la pareja, así, incómodo y todo como debía ser, pero no, no, no y no, ella se negó siempre, linda limeña del signo Capricornio, mi flor de la canela, cómo es posible que tú no me des gusto ahora que nadie nos vigila y tú no, no y no, tú no eres el padre, el padre es otro, y yo, como si lo fuera, y tú, mentiras, ni más faltaba, que tal, y

40

Jaime Alejandro Rodríguez

Nova Scherezade

yo ruegue y ruegue hasta que te cansaste de mis ruegos, flor de la canela, derrama tu mixtura sobre mis labios, linda limeña; y, claro cruzamos de regreso el puente de la alameda y nació el hermoso Leonardo para orgullo de Enriqueta y de todos los antiguos fiscales de tu libertad y para desdicha y deshonra mías, el hazmerreír del barrio, obligado a huir como una caricatura de los donjuanes de pueblo, con la carga de un fiasco inconcebible; y me fugué y juré cambiar de identidad. Angelita, tú no tenías porque saber nada, borrón y cuenta nueva; pero había algo en tu mirada, que lo penetraba todo con la mayor insolencia, Angelita, y de alguna manera te enteraste de mi propensión al fracaso, creo que desde aquella primera noche en que besé tus labios esponjosos y acaricié tu piel suavecita y tierna, satisfaction, y dejé de ver la película en aquel cine de mala muerte al que me habías citado, porque estaba en otro mundo, el de tus babas calientitas y luego, muy luego, me diste a conocer tus misterios después de abandonarme en el basurero de tu maldita soledad, nowherman, fool on the hill, estúpido deep purple, ahora veo con claridad el sueño púrpura de tus maldades, ahora envuelta tu figura en la neblina, reconozco mi maldición... y vi entrar por esta puerta, abierta desde no sé en que momento —porque ahora puedo contemplar la ambulancia que ha estado escupiendo su gas de asfixia—, abierta por mi deseo, o por el poder infernal de Carrie o por quien sabe que otra fuerza misteriosa; la vi, oh Dios, entraste al garaje tú, Luisa, enigma de mis peores días, origen de mi perdición definitiva. Luisa mía que nunca fuiste, como si la derrota, pese a mis ojos de gato, fuera el signo de mi designio, como si nada distinto estuviera escrito en el destino, pues a pesar del Pachulí y de la loca moda de no estar a la moda sólo para complacerte, y del trabajo a medias para comprar tus caprichos, caprichito de ojos verdes, tú no te enamoraste de mí, sino de mis ecos y del fantasma que habitaba dentro de mí. Por qué desnuda, me pregunté al verla entrar, por qué desnuda, grité sin poderte oír, mientras Luisa desnuda comenzó a bailar su antigua danza del masturbe, como antes, cuando ella estremecida por el placer que le provocaban mis dedos marineros, despreciaba mis terribles apetitos, atormentado, como terminaba, por anhelos y

Jaime Alejandro Rodríguez

41

Ficción y olvido

eyaculaciones contenidas, y ella culminaba en la satisfacción; ahí estaba Luisa, como en sus mejores días, frente a mí, piel de marfil para tallar, pozo rubio de mis pesadillas, quién te envía ahora, justo en el éxtasis de mi impotencia, por qué estás aquí, inmune al gas, por qué sonríes con cinismo, chiquilla pervertida, por qué sostienes esa antorcha, por qué cambian tus ojos al amarillo, por qué me abres todas las compuertas... y desapareció por una ventana como ola en bajamar y ya no pensé más en ella, porque también me sentí desnudo y un pudor inusitado me envolvió, al tiempo que un brazo de aire cálido penetró por las hojas del garaje completamente abiertas; las ventanas de par en par, la ambulancia al frente y yo allí desatado, como ahora, sin poder moverme, sin querer moverme. Recordé a los otros dos hombres que atraparon conmigo en medio de aquella confusión callejera y a los verdugos con quienes nos internaron, al tipo de gafas oscuras y al de barba negra; no estaban, no había nadie y fue como si la ciudad se volcara adentro, porque las lámparas temblaron y vi desfilar las calles de mis recuerdos, el olor de los puentes de la veintiséis y el gris verdoso del cinturón de montañas del rededor y luego las ventanas abiertas en los pisos más elevados de los edificios del centro internacional y adentro (nadie las ve, tampoco las he visto nunca, las invento ahora) cabecitas calvas de los gerentes, aspirando la fragancia vaginal de sus secretarias, y más adelante el cementerio alemán y más allá la treinta y luego el aeropuerto, todo a una velocidad inverosímil como en un videoclip, mundo del underground, autos y buses repletos de gente, botaderos de materia humana, miseria y mendigos, olor a mierda en los socavones y en las oficinas públicas; ciudad maldita donde vivo, te amo tanto como a mis amores malgastados, por ti luché todo este tiempo, para liberarte —liberándome— de la inmundicia, por ti quemé buses, por ti lastimé mi brazo, lanzando piedras, por ti, espacio de mis temores y de mis triunfos, estoy aquí soportando una tortura, atado a un marasmo irremediable, sin más sentido que hablar, fuente-borbotón de mis angustias, eludir la muerte si es que llega, entretenerla, hacerle una verónica con el capote de mi lengua, porque ya no sé qué es todo este horror que me detiene y me fascina, y tampoco estoy seguro

42

Jaime Alejandro Rodríguez

Nova Scherezade

de estar vivo, pues, de ser así, hace rato habría corrido a pesar de mis maltratos, aprovechando que no hay nadie que me detenga; pero una idea llegó a mi cabeza hace un momento, masa encefálica de materia gris que se derrama, una idea que se gestó con el aullido de la sirena y luego se escurrió en mi cerebro por el laberinto infinito de mis recuerdos y ahora me hace cosquillas dentro; una idea absurda como es todo este cuento, porque he decidido que no voy a darle gusto a ninguno, ni a los verdugos de gafas negras y barba oscura, ni a los compañeros rendidos que antes estuvieron aquí y mucho menos a ti, Mónica, Inés-Leonardo, Ángela o Luisa, amores malgastados, ni a nadie más, sino que esperaré sentado el arribo de la sombra final de mi conciencia para enfrentar, por fin, mi última batalla; no pararé de hablar, aunque nadie escuche, aunque nadie sepa que, por un instante, seré Dios, el más feliz de los mortales...

Jaime Alejandro Rodríguez

43

Ficción y olvido

Retorno A medida que se acercaba —manejando por la ruta 40—. Soler iba reconociendo lugares. Le gustó la idea de estar regresando a San Rafael como si no hubiera transcurrido el tiempo. (Sin previo aviso, la empresa había solicitado su presencia en el Complejo. Así que —exacto— un año después volvía a una ciudad cuyo recuerdo grato empezaba ya a empañarse de nostalgias). A través de la ventanilla, los golpes secos del aire empezaron a hinchar su ánimo. Dejó que se colaran los aromas para entregarse al juego de los recuerdos con olor. Descubrió, en el espejo que un auto, atrás, le pedía espacio para pasar. Lo concedió. La ruta estaba prácticamente vacía (el tránsito congestionado no llegaría sino hasta dentro de dos semanas, cuando el inicio de las vacaciones de invierno ocasionase el traslado intempestivo y furioso de turistas). Volvió a fijarse en el retrovisor, esta vez llevado por la curiosidad de examinar su rostro. Pese a la débil luz de la tarde, podía observar claramente las grietas de su piel. No era ninguna broma. Lo sabía: era la inevitable evidencia de su vejez. Buscó el encendedor para prender un cigarrillo. No lo encontró en la chaqueta. Abrió la guantera, tampoco. Por fin lo palpó en uno de los bolsillos delanteros de su pantalón. El tacto le retrajo con brusquedad su —ahora— mermada capacidad de amante. Ingresó al paseo de álamos, abandonó la monótona ruta 40 y tomó la avenida Balloffett. Aminoró la marcha para entretenerse con el curioso espectáculo —siempre seductor— de unos habitan-

44

Jaime Alejandro Rodríguez

Retorno

tes que preferían maniobrar bicicletas, y se dejó abatir por el ajeno esplendor de las muchachas. Los recuerdos estrujaban su mente. Apagó la radio. Pasó, despacio, por los lugares vinculados a su afecto. Estaba cansado, pero no habría de instalarse en el hotel, sin antes visitar el barrio. Después iría por el mismo joven ingeniero que lo habría de acompañar (como en la ocasión anterior) durante su visita. Llegó hasta la parada del tren metropolitano, cumplió con el ritual de saludar el monumento a los inmigrantes y se devolvió por la avenida Balloffett, mientras sentía rodar, desde su pecho, una sensación indefinida. Entró al barrio y se detuvo frente a la Casa Grande. La extraña persistencia de la inquietud quebró, por fin, la estabilidad de sus rodillas.

✸✸✸

Pintorreada, como si hubiera preparado una máscara horrenda para su rostro, vistiendo ropas en desuso, la vieron deambular por las calles del centro hacia el norte. Por supuesto, nadie la reconoció. Dicen también que la gente se apartaba para darle paso y que los chicos se burlaban o la agredían, mientras ella continuaba, inalterable, su recorrido, Algunos días antes de la noticia, los vecinos de Pami advirtieron su ausencia. Durante las últimas semanas, había vuelto a demostrar una actitud huraña y cada vez se hacía más arriesgado intentar contacto con ella. El primer síntoma de la regresión fue el deterioro del jardín. Pensaron que se encontraba enferma y acudieron a visitarla, pero ella los despidió con frases agresivas y les exigió intimidad. De modo que no volvieron a insistir. Pasaron varios días sin que nadie le hablara. Después ni siquiera volvieron a verla. Se preocuparon. Entonces lamentaron no tener la dirección o el teléfono de aquel hombre joven, que tiempo atrás, la visitaba. Aparte de él no tenían la más mínima idea de quién podría dar razón de ella. Esperaron.

Jaime Alejandro Rodríguez

45

Ficción y olvido

Cuando alguien comentó, durante una cena comunitaria, la nota del periódico donde se discutía el incremento en el número de enajenados que vagaban libremente por la ciudad, y donde también se reportaba, como ejemplo, el caso de una anciana extraviada, los vecinos de Pami comprendieron que algo grave había sucedido. Pami era la única habitante de los viejos tiempos. La gente que vivió los primeros años del barrio había muerto ya o se había trasladado a sectores más progresistas. Así la trataron siempre, como la anciana de la Casa Grande. Nunca conocieron a ciencia cierta nada acerca de su origen o de su historia. Suponían que era alguna solterona rica y extravagante. Además, desconcertaban aquellas visitas misteriosas hechas con incalculable frecuencia por un muchacho de aspecto físico semejante a ella. Único suceso que alteraba la rígida clausura de la anciana. El azar quiso que yo me convirtiera en el exclusivo portador de sus secretos. En razón a mi trabajo, fui trasladado transitoriamente a la ciudad por un periodo de seis meses. Así que viajé solo y me instalé en casa de unos parientes de mi mujer, ubicada en el mismo barrio de la anciana. Al cabo de unas semanas ya había vencido la nostalgia y me sentía como un paisano más. Fue entonces cuando conocí la historia de Pami. Todo se inició como un reto: pese a los años, el barrio nunca adquirió el aspecto decadente de otros, antiguamente esplendorosos. Este conservó el nivel de lo tradicional. Los nuevos habitantes no tenían la alcurnia de los primeros, pero trataban, a toda costa, de evitar su degradación. Me comprometí a integrar aquel esquivo personaje a las actividades de la comunidad. Para la primavera, organicé la cruzada de las flores y con ese pretexto visité a Pami. La mujer, para quien había preparado toda una retahíla de argumentos fue, para mi sorpresa, en extremo amable. Pronto nos hicimos muy buenos amigos y llegué a sacrificar por ella varios fines de semana, destinados previamente a mi familia. Mujer solitaria y de pocas palabras, Pami cargaba la pena de haber sucumbido ante el amor. Demasiado apegada a su madre —una inmigrante y viuda de la gran guerra—, en su juventud Pami fue presa fácil de un romance deshonesto. El nacimiento de su hijo

46

Jaime Alejandro Rodríguez

Retorno

coincidió con la muerte de su madre. Se deshizo del niño y decidió vivir sola y apartada en la vieja casa. Ahora, en medio de su amarga soledad senil, deseaba recuperar un pasado ya irreversible. Me bastaron pocos encuentros para ganar su afecto. Incluso, logré establecer lazos de relación entre ella y sus vecinos. De ese modo comenzó a ceder en la obsesión de su vejez. Sin embargo, no logré que modificase el ambiente de su casa; vieja, aunque limpia, todo en su interior era oscuro, antiguo y oloroso. Ni un solo espejo colgaba de las paredes. No había televisor ni tampoco ninguna otra de las comodidades modernas. Solamente una radio muy antigua, casi una reliquia, que escuchaba a todas horas, con una regularidad compulsiva. Creo que tuve el privilegio de ser el único invitado a la casa Grande. Creo también que ella sólo a mi me brindó su verdadero amor, porque, cuando supo que yo debía volver, cayó en un mutismo impenetrable. Le hice, no obstante, prometer que seguiría cuidando de su jardín y yo me obligué a retornar. Nunca lo hice... ni siquiera le escribí cartas, y para cuando llegó la Navidad tampoco la tuve en cuenta en el reparto de tarjetas. Ya podrá usted imaginarse, ingeniero, cómo me sentí cuando me contaron lo suyo. Según el periódico, Pami se presentó a una casa del barrio Norte. Llamó a la puerta y preguntó por un nombre desconocido para los moradores del lugar. Ella insistió, asegurando que la persona por quien preguntaba, no sólo vivía allí, sino que era el dueño de la casa. Aunque compadecidos, los inquilinos aceptaron de mala gana su inspección. En realidad los datos de Pami coincidían. Habló de estar acudiendo a una cita y luego se instaló en la sala. No se movió de allí hasta cuando llegó la policía. Volvió a repetir la historia de la cita y mostró una pequeña tarjeta donde, en efecto, aparecía la información que ella sostenía: dirección, teléfono, nombre y fecha. Alguien entonces reconoció aquel apellido impreso: el antiguo dueño, muerto un par de años antes. La fecha de la cita coincidía con la del día excepto por el año. Pami afirmaba, sin embargo, haber visto al hombre y haber hecho los arreglos del encuentro la semana anterior. No hubo duda de su trastorno.

Jaime Alejandro Rodríguez

47

Ficción y olvido

Al leer aquella absurda historia, recordé algunas confidencias. Pami me habló de los encuentros con su hijo (el extraño hombre que los vecinos veían llegar con frecuencia a la casa) y me confesó un terrible tormento: jamás se perdonó el haber evadido nuevas entrevistas con él. Vivió amargada, esperando en vano su retorno. Pero él había impuesto como condición que Pami lo visitara a su casa. Un intento, a su manera, por reformar el modo de existir de ella, de estimular sus intereses en la vida. Pami, sin embargo, insistía en la clausura. Consideraba el deterioro de su aspecto físico como un justo castigo del destino y se negaba a salir de su casa más allá de lo necesario. Se sentía infeliz e indigna en efecto. Por eso, jamás cumplió la cita. Por eso, nunca se enteró de la muerte de su hijo...

✸✸✸

Soler aclaró la voz. Intentó decir algo más, pero calló. Se escuchó el chisporreteo de un televisor sin apagar al otro lado, en la pieza contigua, y en el pasillo, las voces trasnochadas de los huéspedes tardíos del hotel. Quise hacer algún comentario a la historia que Soler acababa de referirme, pero la visión de su rostro, sudoroso y congestionado, me detuvo. Me paralizó también el brillo de sus lágrimas. Luego, se hizo el silencio en aquella habitación compartida. No pude dormir en toda la noche recordando mi última visita a casa de Soler, tras el funeral de su único hijo. Cómo olvidar esa apariencia antigua, oscura y olorosa que todo lo impregnaba... Cómo dejar de recordar la extraña manía de su mujer de escuchar la radio a toda hora.

48

Jaime Alejandro Rodríguez

Retorno

El atajo Estamos todos, juntos de nuevo.

No es como en los viejos tiempos. Entonces éramos casi como unos niños: sonábamos aún con historias de hadas y duendes; historias que parecían menos dignas cada vez, condenadas a desaparecer para dar paso a los relatos sobre experiencias de adulto que algunos arriesgaban ya narrar. Empezábamos a reconocer cambios en nuestro cuerpo y la magia del crecer alimentaba nuestra imaginación o nuestro desengaño. Comenzaron a circular incluso las Play Boy en los corredores del colegio, camufladas con cubiertas de las, aún leídas, revistas del Rico MacPato. El mundo abría sus compuertas y nosotros gozábamos las nuevas verdades reveladas. Nos excitábamos al violar la disciplina, pues habíamos descubierto que su trasgresión nos daba un status diferente y presentíamos algo más que la simple vigilancia del orden en la autoridad de los mayores. Experimentábamos las primeras posibilidades de igualdad. Cursábamos el tercer grado de secundaria. El grupo había llegado a conformar una especie de hermandad. Guiados quizás por el deseo de materializar reflexiones y fantasías, nos sentíamos llamados a ser los ruptores, seres investidos de alguna materia privilegiada; como si esa intuitiva percepción de algo más nos hubiera reunido en algún tipo de cofradía.

Jaime Alejandro Rodríguez

49

Ficción y olvido

Aquella vez, durante las fiestas patronales, los pasillos del colegio se convirtieron en el escenario de nuestra osadía. Así lo recuerdo: Subo al cuarto piso, hasta los salones de primer grado. Me acompaña el mono Camilo. A medida que ascendemos, el bullicio de los pisos que hemos dejado se extingue. Arriba prácticamente no se escucha nada. El estruendo del conjunto de rock ha finalizado, pero el espectáculo continúa: la gente se acomoda para presenciar el desfile de carrozas del pequeño carnaval programado para la coronación de la reina de la simpatía. A nadie se le ocurrirá subir al último piso en este momento. A nadie, excepto, quizás, al cura prefecto. Cuando llego al rincón donde se encuentra el grupo de compañeros que Camilo me anunciara, mi corazón late con violencia y bajo mi garganta siento resbalar gotas de sudor como legiones de insectos invisibles. No es el esfuerzo, ni la rapidez con que hemos subido, sino el físico miedo. Aunque no me ha dicho el propósito de su urgencia, Camilo deja entender que se trata de un secreto. Esa mezcla de emociones que va desde la curiosidad hasta la incertidumbre se agolpa en mi pecho, dificultándome la respiración con la macabra intermitencia del asma. Cinco muchachos nos esperan, sentados sobre el piso, formando un semicírculo. Camilo y yo contemplamos la cuerda faltante. Contemplo sus caras: ríen nerviosos y fascinados, como si estuvieran a punto de cobrar las claves de la eternidad. León, hombre serio, de impecable vestimenta, medio calvo y gordo, es el resultado que los años han moldeado en el chico a quien ayudé aquella tarde de locura. A no ser por el par de hoyuelos que aún conserva su cara al sonreír, no le habría reconocido. Podría decirse que es la perfecta antitesis del niño de mis recuerdos. Sus ojos entonces eran menos estáticos; todo su cuerpo se movía con la graciosa agilidad de un zancudo, haciendo honor a su sobrenombre. Contaba historias extraordinarias para nuestra limitada experiencia y esto le daba las prerrogativas de un hermano mayor. Recuerdo todavía la cara del director de curso, cuando León presentó la carta con la cual sus padres le autorizaban usar el pelo largo a pesar de los reglamentos del colegio. Recuerdo también

50

Jaime Alejandro Rodríguez

El Atajo

su inconcebible habilidad para aumentar de estatura al antojo de sus caprichos. El, en cambio, lo ha olvidado. Evade toda rememoración. Quizás olvidó también que esa tarde sucumbió al tremendo poder de los alucinógenos. Reparten pepas. Orozco sólo toma media y León reclama la mitad sobrante para él, asegurando que puede tolerar la sobredosis. Los demás han convenido aceptar la sugerencia de Firpo: una por cabeza. Camilo vuelve a convidarme, pero no insiste ante mi rechazo y guarda el exceso en el bolsillo de su chaqueta. Las toman con una solemnidad casi ritual y esperan silenciosos la percepción de los primeros afectos. Yo los miro expectante; mi tiempo se disuelve en la fascinación; intento examinar sus actitudes y movimientos convencido de haber cometido el pecado de la cobardía. Firpo. Callado y analítico, nadie dudaba jamás de sus argumentos. Parecía tener siempre la razón; bastaban unas cuantas palabras suyas para que rectificáramos algún juicio o descubriéramos una nueva perspectiva, como si incluyera siempre la misma fórmula mágica en sus palabras. Lo respetábamos sin ningún reparo, además, porque sabía encontrar la apropiada justificación para las consecuencias que ocasionaban nuestros actos de rebeldía. Inteligente y decidido, sabíamos que habría de lograr el éxito; y lo obtuvo. Sólo hace falta verlo aquí, sonriente y joven, mucho más joven que cualquiera de nosotros; lleno de vitalidad y muy seguro aún. Sin embargo, sus ojos no son los mismos: cuando cruza miradas a mi rostro, noto su desconcierto, como si recordara que yo fui siempre quien conoció los secretos íntimos de su corazón, aún sin habérmelos revelado. Rossi, después de ingerir su dosis, se empeña en describir, paso a paso, todo el proceso de su experiencia. Camilo se sumerge en el silencio. León, en cambio, comienza a sudar profusamente y luego, pronto, demasiado pronto, empieza a gritar. Firpo se levanta, camina por el corredor y vuelve a sentarse, alejado del grupo, soportando su cabeza con las manos. Orozco, vacilante, repite a todo “yo también”, para confirmar su concordancia con las sensaciones de Rossi. Después inclina la cabeza y hace coro al músico, quien, como uno de los mimos que hemos visto en los espectáculos de teatro, sostiene una guitarra imaginaria y canta yesterday.

Jaime Alejandro Rodríguez

51

Ficción y olvido

Rossi, expulsado un año antes, aprovechó aquella ocasión para lucir sin temor un pelo-largo-de-mujer muy bien cuidado y disuadirnos —para siempre— de su, hasta entonces considerada, poca independencia: como si solo hubiera esperado salir de la cárcel —así solía llamar al colegio—, para demostrarnos la verdadera dimensión de su libertad. “Es la muerte, es la muerte”, me dice cuando le recuerdo las imágenes de aquellos días. Camina despacio, como queriendo ahogar, bajo sus pasos, el recuerdo. Empieza el desfile. Se oyen los aplausos. Me siento tenso y asustado. Camino hacia el corredor y miro las bocas de las escaleras del cuarto piso. Nadie. Vuelvo al rincón para ver cómo siguen los muchachos. Mal. Comienzo a desesperarme. Voy y vuelvo con mayor frecuencia. Pienso en la disculpa que voy a dar al prefecto, ahora que me asalta —me aterroriza— la posibilidad de que aparezca, como siempre, de improviso, guiado por ese sobrenatural olfato para detectar el mal cada vez que se presenta. Me invade la idea de estar sujeto a sus poderes mágicos. Imagino que nos espía a través de los ojos invisibles (¿cámaras de televisión armadas en circuito cerrado y ocultas a nuestros ojos inocentes?), o simplemente que su mente todo-poderosa, descubrirá nuestro misterio. Otra vez los aplausos. Orozco sale corriendo como accionado por un resorte y toma el corredor hacia la escalera de emergencia; trato de alcanzarlo, pero me detiene un horrible grito. Es León. Pierdo de vista a Orozco. Orozco. Una gran sonrisa ocupa el espacio de mi memoria para su recuerdo. Eso, sus dientes demasiado blancos, demasiado bellos y sus ojos, siempre evasivos; eso y quizás el estigma de haber sido el huérfano. Porque así se comentaba su condición, como una marca indeleble, en aquel colegio de hijos de familia. Fue uno de esos casos especiales de admisión que puso en tela de juicio el estricto criterio de selección de los jesuitas. En realidad su tutor poseía las condiciones económicas y sociales necesarias para salvar la rigurosidad de las normas del colegio. Orozco, sin embargo, jamás pudo salvar su condición de marginado. Nunca dejó de actuar en la forma como solía conducir sus cosas: con pesimismo, siempre taciturno y sombrío. Poco a poco se disipó la tenue luz de su alegría.

52

Jaime Alejandro Rodríguez

El Atajo

Nos acompaña ahora con la resignación y la amargura de quien todo lo ha perdido. Su expulsión del colegio y su postración definitiva en la paranoia le dejaron empotrado el sabor de la amargura. León grita. Acudo a Firpo, engañado por el aspecto tranquilo de su figura, pero su mente está en blanco; no reacciona ni siquiera a los golpes con que trato de ganar su atención. El Músico sigue en trance, solo que ahora interpreta una de los rolling. El Músico. Ya mostraba claros signos de esa anormalidad corporal que lo ha convertido ahora en un gigante fofo y malhumorado, tal como nos imaginábamos entonces los ogros de los cuentos. Era el único chico del grupo que no perteneció al colegio. Sin embargo, para las fiestas, llegaba comandando su flamante conjunto P.meteo de música rock avanzada. Tocaba el bajo y poseía una gran sensibilidad artística, demostrada no solo en sus dotes musicales, sino en la composición y el dibujo. Descubrió para nosotros los verdaderos caminos del sexo: tarea que le facilitaba su aparente y definitiva —sólo aparente— mayor edad. Ese desfase entre edad y aspecto físico, lo acompañó siempre, mortificándole la vida. Ahora parece un-anciano-vecino-de-la-muerte. Rossi se acerca y me dice, señalando a León: “es un mal viaje, tranquilo”. Pero no puedo quedarme sin hacer nada. El chico se agarra la cabeza y tira de sus cabellos con una fuerza extraordinaria. Quiero tranquilizarlo pero soy arrojado al piso con un puñetazo seco que logra conectar en mi nariz. Sangro; mal augurio. Rossi llega con un vaso de agua sacado de no sé donde, Camilo también se acerca. León continúa gritando; Camilo y Rossi me miran; casi enseguida comprendemos que no hay otra salida más que avisar, quizás alegar, que está enfermo. Miro sus caras: se encuentran demacrados y sus ojos violentos y rojos están a punto de saltar. Fácil delación. León intenta arrojarse al vacío. Por poco soy yo quien cae —nuevo presagio— al tratar de sujetarlo. No hay más remedio. Los cuatro bajamos a traspiés. En el fondo se escucha un dúo: Eleonor Rugby. Camilo. Siempre fue tímido e inseguro con las mujeres, pero con nosotros era recio y autoritario. Cabecilla en cuestiones de fuerza, fue Camilo quien impuso la prueba —nunca superada— del jabón, la cual consistía en marcar la huella del miembro más grande

Jaime Alejandro Rodríguez

53

Ficción y olvido

sobre una pasta húmeda, como condición de liderazgo. Se ufanaba de conocer a los más audaces comerciantes de La Sesenta y eso le permitía el lujo de contar con información fresca de lo último en slogans, música, pintas y manjares. Solo nos alentaban dos cosas para no estimarlo nuestro líder absoluto: el obsesivo afán por imitar a su hermano (considerado por nosotros como el verdadero hippie) y su terrible cobardía con las muchachas. Ha perdido la virtud de desaparecer ante mis ojos, como en el pasado, y noto la tristeza que esto le ocasiona en su, no obstante, hermosa mirada. León sufre alucinaciones y su cuerpo vibra con violencia. Nos falta fuerza para calmarlo. Decidimos acudir a la ayuda de la gente; la imploramos a gritos, pero nadie se mueve de su sitio: continúan distraídos con el desfile. Es como si no nos vieran. León se suelta y corre hacia la salida. Antes de atravesar la puerta, imagina y describe un tren gigantesco a punto de arrollarlo. Todos. Reunidos de nuevo, gracias a una promesa muchas veces aplazada desde la primera visita al hospital, donde recluyeron para siempre al compañero. Pasean, se miran, no hablan, diría que ni siquiera se reconocen; más bien se avergüenzan, nadie quiere entrar en detalles; eluden la exposición de sus recuerdos; piensan en el pasado como una travesura ya superada por la madurez que han adquirido con el tiempo, pero descubren en mis ojos paralíticos una discreta alegría, sin comprender el carácter exacto de su presentimiento. Saben que han vivido largamente para terminar convertidos en el ser inútil y malogrado que siempre vieron y temieron en mí, pero se resisten a aceptar que habría sido preferible el atajo que ellos mismos me obligaron a tomar. Aquí están, ocupando un lugar preciso de la habitación. Saben que será la última visita al compañero; creen poder desalojar así toda duda de su corazón, como si eso fuese suficiente. Puedo verlos a todos, juntos por fin, amargados por la frustración que los años han tejido tras sus pasos: alternando el uso de las sillas o encendiendo el televisor; pretendiendo atenderme con vasos de agua y llamados a la enfermera, pero incapaces de sostener el duelo que mis ojos inquisidores les plantea. Fui el primero en caer al abismo; sin embargo, todo este tiempo no he hecho nada más que flotar a través de sus historias. He tenido el

54

Jaime Alejandro Rodríguez

El Atajo

privilegio de recrear mi vida con retazos de aquellas que vivieron por mí, mientras ellos han tenido que excavar su propio camino a las profundidades del olvido. Muchas veces he muerto y vuelto a renacer; puedo volver atrás, a las desviaciones de un camino para recorrer, en mi mundo de fantasías, sus alternativas. Esto les molesta: no fui yo quien fracasó aquella tarde. Han sido ellos quienes equivocaron el sendero al bloquear los extravíos. Salimos a la calle. En medio de su trastorno, León se lanza hacia la avenida; Camilo y Rossi se quedan sobre la acera, impotentes. Yo corro tras él, pues calculo —mal— que puedo alcanzarlo. León cruza, se detiene en la acera opuesta y se acurruca contra la pared antes que el enjambre de autos —que avanza sin verlo—, lo atropelle, logro divisarlo, doblegado como un mendigo, mientras siento que una ráfaga de calor asciende desde las rodillas y se detiene en mi cabeza. Luego, nada. Abro los ojos y veo a mis amigos; comprendo que me hallo en un hospital e intento moverme, sin resultados... El silencio será desde entonces mi compañero eterno, mi refugio. Me acostumbraré a las visitas esporádicas; aprenderé a vivir protagonizando relatos ajenos, engañado siempre por una espera sin sentido, por un final que nunca llega. En cambio, descubro que el tiempo, poco a poco, a través de años de frustrado anhelo de libertad, ha capturado en una sola sarta de hombres terribles y acabados a León-Rossi-Firpo-Camilo-Orozco-y-el-Músico, mis queridos hermanos de infancia.

Jaime Alejandro Rodríguez

55

Ficción y olvido

Marasmo Cada esfuerzo mío es una condena dictada y el corazón está —como un muerto— enterrado. ¿hasta cuando estará mi ama en este marasmo? C.P. Cavafis

CERO. Huellas o el final del juego Había pasado la mañana en la playa, caminando de un lado para otro, como un animal enjaulado, ansioso y vacilante, repasando una y otra vez lo sucedido, tratando de hallar las razones de su turbación. Pero cuando intentó, en la tarde, recoger sus pasos, quedó absorto: descubrió que sus pies no habían dejado huellas en la arena. En la mañana, al oír el estruendo de las olas, sentía estrellar su pecho contra el arrecife. Ahora, sosegado por el presentimiento del final, miraba la piel áspera del océano con la seguridad de quien reconoce a lo lejos la tormenta. Se dejó caer sobre la arena, aplacado, de pronto, por la morbosa sensación de la impotencia. Frente al mar, inmerso en sus reflexiones, desmoronó las últimas horas del día. Atrás, la gente del campamento se preparaba

56

Jaime Alejandro Rodríguez

Marasmo

para inaugurar otra noche de estrellas intranquilas. Rogelio permaneció ajeno a las actividades del grupo. Resolvió estar solo, alejarse del bullicio y disfrutar el arrullo del oleaje, tal como lo había planeado desde el principio con sus amigos. Se sentía ligero allí, sujeto a los espasmos de la marea, lejos de latas de cerveza y desperdicios y, sobre todo, libre de inquietudes. Intentaba, a última hora, relevar de su espíritu toda su amargura y olvidar. Olvidar las dos últimas semanas, olvidar los sinsabores de la excursión y llorar su desengaño. Atrás prendieron la fogata. Habría querido que Oscar y Diana lo vieran así, serio y comprimido, como un monje chino, derramando sus pensamientos al mar, mudo y sereno, con la mirada fija y el pelo revuelto por la brisa, pero sabía que ellos juzgaban mal su apatía y su silencio. Sabía también que nadie más, tampoco, se fijaría en su frívola presencia. Por eso, Rogelio deseaba quedarse ahí toda la noche si pudiera y sentir así el rítmico fluir del tiempo en su piel. Se entregó a los encantos del ensueño; divisó una mujer desde la penumbra; creyó verla recostada sobre la cresta de una ola, acercándose como una sirena, toda envuelta por la espuma y ataviada de corales cristalinos; la vio desaparecer, luego, disuelta por el agua. Alcanzó a oír, atrás, el chasquido de la leña que moría a trozos consumida por las llamas de la hoguera y también la algarabía de los campistas, pero no se inmutó. Volvió a pensar en la mujer de sus sueños. Se preguntó cómo besarían las sirenas y llevó un sorbo de agua-mar hasta sus labios para imaginar el placer del mito. Le supo a ron de caña. Atrás, la noche soltaba susurros y lamentos. Rogelio conocía de memoria la desteñida rutina de las veladas. Podía imaginarse el campamento con sus carpas como arañas atrapadas, envuelto en la luz de la fogata, como un vivaque de gitanes. Tal vez, el administrador servía la comida en su choza y la gente procuraba matar el tiempo, incapaz de sacarle gusto a las extensas horas de silencio, o se contaban historias mentirosas al amparo de la brisa, o se hacía el amor bajo las estrellas, o simplemente se dejaba transcurrir la noche con la aflicción de la nostalgia. Podía pensar en las alegrías compartidas al comienzo, pero ahora se sentía extraño y avergonzado. Notó que su sombra había perdido también el poder de su reflejo y no pudo evitar el desencanto.

Jaime Alejandro Rodríguez

57

Ficción y olvido

DESPUES. Presencia o las señales de Telemann Rogelio se esfumó de nuestra memoria, la primera señal se presentó durante el concierto de la orquesta filarmónica, poco después de la excursión. Esperaba ver su figura melancólica desde mi puesto en el auditorio y disfrutar esa manera tan suya de tocar la viola; con la penetración y el goce que ningún otro músico lograba expresar como él. En su lugar, una chica delgada y pálida, notablemente nerviosa, blandía el arco sin la delicadeza que exigían los acordes interpretados de Telemann; detalle que Rogelio jamás habría pasado por alto. Revisé el programa y allí estaba: “Rogelio Hincapié”, entre una enorme cantidad de nombres microscópicos, bajo el título “Becarios”. Se lo hice notar a Diana, pero pareció no interesarle. “Ya aparecerá, está haciéndose el importante”. De todas formas me extrañó su ya prolongada ausencia, pues nunca antes se había comportado de esa manera. Percibí la segunda señal en las sesiones del taller de títeres donde colaborábamos los tres. A pesar de su posición, como segundo a bordo, el director no recordaba a Rogelio con la precisión que merecía. Por entonces, Diana también comenzaba a enredarlo en las telarañas de su memoria. La tercera señal me asaltó poco después: durante algún escrutinio de rutina a mi agenda particular, olvidé momentáneamente su nombre y la razón de la consulta. Pensé que también yo estaba atrapado por el efecto de la amnesia y relacioné el hecho con lo que venía sucediendo. Comprendí que en mi afán por recuperar el recuerdo de Rogelio, estaba presente mi propio terror ante el olvido. Reconocí la esterilidad de la tarea y no volví a mencionarlo. Simplemente desapareció de nuestras vidas. La música de Telemann, sin embargo, fijó su sombra a mi existencia.

POCO ANTES. Deseo o una isla inalcanzable Echó las últimas conchitas en la bolsa y contempló su contenido. Tendría suficientes para completar su colección. Se dirigió hasta el campamento, caminando por entre el agua. Miró el horizonte; habría un kilómetro desde allí, mar adentro, hasta la isla.

58

Jaime Alejandro Rodríguez

Marasmo

Pensó en el placer de alcanzarla, pero comprendió que no contaba con la seguridad de poder llegar a nado hasta su orilla. Desechó la idea. Apuró el paso por la costa. Deseaba llegar a tiempo para la fogata. El sol iba cayendo despacio, perezoso, las sombras cubrían los manglares en cualquier momento. Escrutó el cielo. Calculó que tenía tiempo suficiente para llegar al campamento sin problemas de visión. Pensaba en la alegría de ver a Diana, contemplar su sonrisa deslumbrante, hablar con ella y soñar su cuerpo prohibido. Apuró más el paso. Sintió las caricias de la brisa y el dulce coro de los grillos, mientras intentaba descubrir el foco desde donde surgían los últimos cantos invisibles de los pájaros. Las hojas de los arbustos cortaban, sin sangre, la piel desnuda de sus piernas. Al arribar, vio a los muchachos del campamento armando la fogata. Quiso colaborar con ellos, pero decidió dejar antes la bolsa entre la carpa. Examinó al grupo. No encontró los rostros de sus amigos. Tal vez comían. Llevaba demasiada emoción encima para detenerse a imaginar las causas de su ausencia. Entró en la tienda. Se tumbó sobre el piso y descansó algunos minutos. Al salir, vio a Oscar y a Diana tomados de la mano. La tenue luz de la fogata le reveló con brusca claridad una profunda fascinación en sus miradas. Sintió temblar su cuerpo. Allí estaba Diana, hermosa y brillante, redimida por la noche, feliz y avasalladora. La espió consternado. En los ojos de Oscar, descubrió el ingenuo resplandor de los amantes. Regresó a la carpa y durmió silencioso durante la noche.

CERO. Marasmo o una incursión en las categorías del olvido Al principio fue tan solo un deseo. Ahora percibía la sensación de encontrarse en otro tiempo. No podía afirmar si oía a la gente del campamento, ni siquiera estaba seguro de su posición física: ¿atrás?, ¿adelante?, ¿en medio del mar? No. Era como moverse en otra dimensión. Intentó gritar y no pudo. Quiso alcanzar la fogata y la perdió de vista. Poco a poco, la conciencia de sus anhelos fue disipándose en la atmósfera de su nuevo elemento. Se vio, de pronto, encerrado en el espacio creado por sus propios pasos. Contempló el nacimiento de una flor. Quiso volverse, pero se lo impidió un obstá-

Jaime Alejandro Rodríguez

59

Ficción y olvido

culo invisible. Comprendió que no podía hacerlo; no había más alternativa que avanzar. Se sumergió. Volvió a salir. Dejó de ver su propio cuerpo y en su lugar se maravilló con La Transparencia. Un bienestar infinito invadió sus sentidos. Se halló liviano y frágil. Luego sonrió al recordar el dócil sonido de la palabra libertad.

60

Jaime Alejandro Rodríguez

El Atajo

El poeta y la bella Siempre es lo mismo; llega la noche y mi espíritu sucumbe: me enfrento a un papel blanco, intento escribir mi dolor y fracaso; sigue ahí derramado y silencioso, como si una extraña enfermedad paralizara mis órganos. Siento que mi carne se rasga, que los objetos alrededor me incriminan. Desde la mesa de noche, ojos acusadores (tus ojos, Fabián) me atropellan —ojos adivinos, como bolas de cristal, capaces de encontrar la verdad allí donde pretende ocultarse una mentira. Los recuerdos terminan instalándose sobre mi nuca. Las palabras de mi tía empiezan a zumbar en mis oídos, como si su horror se plegara de nuevo a las paredes del cuarto (a estas paredes transparentes, a estas paredes que parecen de papel para sus manos inquisidoras). La veo tomar su cara arrugada entre las manos, a punto de llorar, levantarse con dificultad del sillón y alzar los brazos hacia el techo. La veo apretar los dientes antes de escupir un grito que suena como chillido en medio de su congestión: pu-ta-mal-a-gra-de-cida, y caer exhausta en la poltrona, tratando de acomodar los noventa kilos de su miserable soledad mezquina. La veo temblar convulsa, transpirar por sus axilas solitarias, intentado ganarle un respiro a la nube tóxica de su angustia, sin poder desprender de su piel el rencor enquistado de sus desdichas. Beber de su sexo desprevenido El jugo viscoso de su terror

Jaime Alejandro Rodríguez

61

Ficción y olvido

Mientras la miro, a través del ojo mágico de la puerta de mi apartamento, como un cíclope mimetizado entre las hojas de cemento y ladrillo que conducen irremediablemente a mi gruta, siento que nace una carcajada en la base de mi garganta. Ahora timbra de nuevo. “¿No estará?” adivino en sus ojos negros, huidizos. Verifica la dirección, escrita en un papel arrugado y sucio, y cruza los brazos en un gesto de falsa impaciencia, Sube alguien, ella mira hacia atrás. Es el vecino de arriba, pasa de largo. Ahora consulta su reloj y se anima a timbrar de nuevo. La carcajada se ahoga definitivamente en mis labios apretados y, en cambio, aborto una sonrisa. Tal vez nunca podré contarte nada. Quizás mi tía lo ha dicho todo ya y, entonces, estamos juntos embarcados en el juego de la mentira; acepté el amor puro y noble (el tuyo, Fabián) que ella me imponía como condición de su silencio y tú te quedaste con mis senos temblorosos y con el aroma de mi cuerpo confundido, que a veces grita de placer y también de dolor como si retomara la noche de mi desgracia; y no dijiste nada. Tu indiferencia es más lacerante que cualquier reproche; tu mutismo y esta terrible conspiración tejida para bien de los demás y para desgracia nuestra. Porque ella ha salvado un nombre y una moral, tú aseguraste un porvenir y yo lavé mi culpa, pero ninguno de los tres sueña ya tranquilo, tal vez, hoy tampoco, podré explicarte porque no soy la puta que no soy. Penetrar victorioso por sus ojos Acallando su dolor con mis besos asesinos Me tiende la mano, indecisa. Yo la ignoro, pues quiero hacerme dueño de la situación desde el comienzo. Miro sus ojos, de frente, y la hago seguir. Noto, entusiasmado, su desconcierto ante la sala vacía. —Vine por lo de... —me dice, mientras veo encenderse el rubor de sus mejillas. —Si, ya sé— le respondo, secamente, interrumpiéndola—. Siéntese. Mira a su alrededor y por fin escoge un lugar cerca de la chimenea que, por hoy, no vomitará su fuego cotidiano. Espero que se siente en el suelo y entonces descubro su figura, redimida

62

Jaime Alejandro Rodríguez

El poeta y la bella

por la luz cruel de los bombillos de cien vatios con los cuales he minado el techo para que no quede ninguna duda de mis actos. Advierto en sus labios un colorete mal untado e imagino mi lengua desmaquillándolos. Saca de su bolso una carpeta, un lápiz y unas hojas sueltas. —¿No quiere un trago antes? — le pregunto, destapando la botella de aguardiente que llevo en la mano. —No gracias, no tomo— responde sin mirarme. —¿Quién diablos es usted? — le grito, y ella levanta sus ojos de cierva sobresaltada. Para tranquilizarla le menciono un par de versos de Porfirio. Acepta el trago que le tiendo. Observo su gesto de mal bebedor y le ofrezco otro trago con el argumento de que será la única forma de concederle la entrevista. Termina accediendo. Ahora que la veo haciendo sus preguntas tontas, entre asustada y feliz, ahora que veo sus manos inocentes hundidas en el mar blanco de sus papelitos de colegiala, siento los versos de mi poema reencontrando su ser y las palabras de Lautreámont me acosan, me obligan y me empujan a tomar su inocencia. La sombra del poeta maldito vaga por el salón. Pronto llegarás, Fabián, con tu olor a calle y tus aires de poeta. Tendré que levantarme al oír que la llave se revuelca en la cerradura y vencer la pasmosa inercia de mi alma; calentarte la comida mientras dejas las marcas de tu hastío sobre mis senos avergonzados y oír que llamas albóndigas a mis caderas sin poder hacerte mi confidente. Cuánto deseo que estés cansado, que hayas descubierto un rostro nuevo, capaz de hacerte olvidar el mío, que tu jefe haya vencido, por fin, la resistencia o que tus amigos, ignorándote, hayan olvidado devolverte el saludo matutino; qué se yo, cualquier cosa que me de la oportunidad de reñirte y de aplazar así, por otra noche, la vigilia de nuestro amor. Enlazar mi libertad a su cuello vulnerable Para atrapar en la angustia de su gritos El extracto de la vida sublimada Persigo sus movimientos, tratando de hostigarla, mientras respondo a sus preguntas con apremio. Mis ojos harán el resto. He

Jaime Alejandro Rodríguez

63

Ficción y olvido

logrado arrastrar su mirada hacia mi rostro, seguro de que terminará riéndose. La luz de mi alma —antes de su arribo, aniquilada—, vibra exaltada por la voluptuosidad de su cuerpo que contagia ahora mis labios. Sus manos la han traicionado cuando, por un leve instante, fugaz pero certero, han querido tocar las mías al recibir la copa. Arrojo mis huellas sobre sus mejillas calurosas. Me retira con brusquedad, pero le recito unos versos sacados de no sé cuál lugar de mi memoria. Me pregunta de quién son y le miento: son míos, aunque son míos. Otro trago hace desembocar su voluntad en la tubería. Su piel me habla, sé que sucumbe, lo sé. Las preguntas cesan y mis respuestas flotan en el aire, incapaces de posarse ya sobre las hojas. Sus manos ceden, me reciben. El deseo la toca y penetro victorioso por sus ojos, acallando su dolor con mis besos asesinos. Lucha, grita, pero logro tomar su carne derrotada. Siento que la rompo, rompiéndome. Algo se quiebra en mis oídos y me sumerjo en el suave placer de su paisaje. Y ahora rompo de nuevo el papel, así como alguna vez se rasgó la inocencia (no escribiré nada, no diré nada, no hay nada que confesar. Guardaré para mí el secreto esplendor de la palabra. Al fin y al cabo, he sucumbido ante su poder y aún me apabulla con su fuerza, aún retumba caprichosa toda su magia y me perturba: me atrae sin opción). Porque ni tú, Fabián, ni tú tía, podrán comprender jamás la calidad de esta luz, de esta realidad, que quieren ver mis ojos; porque vuestras vidas están acabadas hace mucho tiempo, porque vuestra batalla por la apariencia os intimida y enceguece. Por eso, no diré nada, por eso, a vuestros ojos, mi dolor seguirá siendo simplemente un mal recuerdo. Y hacer de su cuerpo poseído El dominio absoluto de mis versos Se arrastra bajo mi cuerpo y huye. No la detengo, no la miro, sólo cierro los ojos y la imagino batallando aún bajo mis falanges destripadoras. Los papeles vuelan intentando salir de la habitación y terminan callados en la alfombra. Su aroma me detiene y rompe los bombillos. Se hace la oscuridad sin que yo me mueva. Creo oír sus pasos, ligeros pero seguros, abismarse en el oleaje de luces

64

Jaime Alejandro Rodríguez

El poeta y la bella

de la avenida. Corre, buscará en el bolso algún billete que la aleje, revisará su falda, su cabello, su pulso, sus muslos dilapidados. Se arreglará el maquillaje, echará un último vistazo a los ciegos ojos de mi apartamento e intentará, infructuosamente, desprenderse de sus lágrimas. Quedo solo, amo de mi propio imperio de tinieblas. La noche duerme y yo callo. Así que seguirás murmurando palabras de fantasma a las paredes de la pieza. Fabián: regresarás con tu ansiedad del trabajo a gritar que miento. Tu imaginación, vertiginosa y compulsiva, me convertirá en la protagonista de tus fantasías; primero como la mujer infiel que te acorrala y luego como la princesa de tus sueños. Sumido en tu mundo intermitente, me dirás que estoy loca, que mi tía es una sombra sin peligro, pero seguirás recibiendo sus monedas alcahuetas. Mis lamentos caen siempre al pozo sin salida de tus oídos inconscientes. Por eso, cuando sepas de esta presencia, que ahora se mueve lentamente dentro de mí, admitirás sin reparos lo que tú —ingenuo entre los ingenuos— ya sabes: que siempre he querido tener el hijo de un poeta.

Jaime Alejandro Rodríguez

65

Ficción y olvido

Jornada del hombre extraño (La chica de los patios) Para siempre cerraste alguna puerta y hay un espejo que te aguarda en vano la encrucijada te parece abierta y la vigila, cuadrafonte, Jano. (Fragmento del poema Limites de Jorge Luis Borges).

Esperas la salida, intentando tranquilizarte, aunque sabes que no lo conseguirás del todo antes de llegar a tu apartamento. Quizás ayer estabas confundido: el trabajo, la tensión, uno de esos días. Hoy en cambio, admites, las cosas te han salido mejor. El jefe te permitió trabajar en el segundo piso y así no tuviste que soportar la náusea provocada por ese picante aroma a carne condimentada expelido por pulsos desde la cocina. Tampoco tuviste problemas con la clientela y lograste atender cada uno de sus pedidos sin equivocaciones. Incluso resultó muy convincente la modulación porteña de tu voz —practicada por fin sin temores—, pues no escuchaste ni una sola ¿de donde sos, eh?, pregunta odiosa, frecuente e inevitable si te pillan el acento extranjero. El consejo del paisa dio sus buenos frutos; al fin y al cabo, reconoces, por algo los paisas alcanzan el éxito en cualquier actividad y en cualquier lugar del mun-

66

Jaime Alejandro Rodríguez

Jornada del hombre extraño

do; tienen su visión. Quién podría creer por ejemplo que aquí, en Buenos Aires, a más de seis mil kilómetros de Medellín, un paisa, precisamente un paisa, administra nada menos que un Mc.Donald. Gracias a Dios, te atreves a decir dentro del vestier, donde nadie te escucha; gracias a Dios, repites afuera, y vuelves a sentir esa horrible presión en tu pecho que no has logrado aliviar desde hace semanas, porque no sabes ya qué inventar en tus cartas a Bogotá para que tu familia no se burle si llega a enterarse que has cedido en tu orgullo y ahora trabajas como mesero para sobrevivir. Creíste, con sinceridad, en eso del exilio voluntario como una manera de alimentar tu espíritu creador, sediento y seco. Otra realidad, otra perspectiva, dictaminaste, y te largaste dejando maltratadas las mejillas de tu madre y de tu mujer, confiando en regresar colmado de éxito y de experiencias, tal como soñabas cuando niño, cada vez que te volabas de la casa, herido en tu sensibilidad por alguna tonta discusión de familia. Será mejor, concluyes, que sigan creyendo en el ficticio puesto de la Biblioteca Nacional. Tal vez lo más complicado en la tarea de sostener esa versión sea encontrar tiempo para dar salida al alud de datos bibliográficos solicitados, ahora que, suponen, se te facilita la labor de consulta. Sales a la calle y recibes una bofetada de viento caluroso. Piensas en el cuento de Anderson Imbert donde se describen, con patético realismo, los efectos de viento norte que azota siempre la mal bautizada ciudad de Buenos Aires en época de verano. Decides caminar por Cabildo, pues el solo hecho de imaginar que debes tomar un colectivo atestado de gente sudorosa puede causarte un acceso de ira tan violento como para provocar una tragedia de las dimensiones abocadas en el relato, y tú no deseas complicaciones. Cruzas la avenida hasta alcanzar la acera de enfrente, menos congestionada, y caminas entretenido, mirando las vitrinas y las chicas de ropa de temporada, acostumbrado a contemplar a unas y a otras con la misma emoción simple de espectador improcedente. Llegas a Caning y percibes el característico olor de los socavones del tren subterráneo proveniente de la estación. Contienes el impulso de ingresar a ella a pesar de tus deseos. Necesitas llegar cuanto antes a tu apartamento, pues has resuelto indagar el grado

Jaime Alejandro Rodríguez

67

Ficción y olvido

de realidad de tus últimas sensaciones (aunque en verdad sientes miedo de contemplar de nuevo, a la par con la deliciosa visión de la chica de los patios, ésa otra, horrible, irreal y trágica, causante de tus actuales preocupaciones). Te queda sin embargo la esperanza de una respuesta sicológica a los hechos; es lo que has estado repitiendo todo el día, sin atreverte a mencionar nada a nadie, ni siquiera al paisa, con quien te liga una sincera relación paternal. Reduces la velocidad de tu paso para absorber del aire húmedo toda la fuerza de la tarde ribereña y te hundes en la niebla de tus recuerdos. Son dos patios viejos, roídos por la sal remota de los mares, tristes como los tangos de Gardel. Tal vez podría componerse un paisaje de tarjeta postal con ellos, pues flotan hinchados de leyenda por el soplo mágico de los antiguos tiempos: ahí los calefones, deslucidos portadores de fuego, las sillas en su perfecta decadencia, las imágenes dispersas del daguerrotipo —evidencia de una alcurnia enmohecida—, los libros inútiles, mutilados por la desidia; ahí por tanto, la Historia. Vistos desde arriba, en dirección norte-sur, parecen rectángulos trazados a mano alzada por alguna brocha tediosa, cansada de pincelar. Solo en uno —el derecho— se descubre la presencia humana: cerca del sifón, en una quietud apenas estable, un balón de fútbol reposa del juego de los niños. Contra el muro izquierdo, casi imperceptible entre tanto cachivache arrumado, una vieja silla de tijera, extendida insólitamente sobre la playa de baldosas, recibe a una muchacha expuesta al sol, último vestigio de un verano tardío. Son las siete y la luna muestra ya su rostro cercenado.

Después de tanto tiempo en el exilio, crees tener derecho a pronunciar una verdad: las circunstancias te han ido acorralando, poco a poco. Al comienzo, tu alma ingenua y provinciana esperó —días primero, semanas luego, eternidades al fin— el contacto caluroso y espontáneo de las gentes, habituado como estabas hasta

68

Jaime Alejandro Rodríguez

Jornada del hombre extraño

entonces al dócil fluir de la vida. En cambio tuviste que aprender con urgente rapidez otras perspectivas. Aprender bien claro que la pretensión de habitar una gran metrópoli tiene su costo: la soledad irremediable. Eres viajero en tránsito; inhabilitado para echar raíces: tus ojos ya no ven lo mismo; desde tus labios emergen palabras y sonidos imposibles, tu nariz se reciente, tu estómago se resigna, tus manos se paralizan y te reduces por fin —cuestión de supervivencia— a la repetición del otro, al tú que no eras pero sigues siendo hasta el final. Por eso, al comienzo huiste hacia las grutas del metro: en las calles temías ser olvidado. Empezaste a comprender la inquietante realidad de los seres subterráneos creados por Cortázar en alguno de sus textos, ya que tu mismo experimentabas una extraña sensación de seguridad cada vez que atravesabas la registradora en las estaciones. Comenzaste, sin darte cuenta, a comportarte como ellos, a permanecer durante horas en la oscuridad del subte y terminaste convertido en un perfecto trashumante de la noche. Restringiste tu tránsito en la superficie al mínimo tramo posible entre tu departamento o tu lugar de trabajo y la próxima estación. Cuando llegabas a casa y te contemplabas ante el espejo (ese mismo que mirarás hoy con ansiedad), veías tu rostro pálido y en las ojeras notabas los estragos de la tristeza (“son tan pálidos y están tan tristes...”). Pero por más empeño, nunca lograste reconocer a ninguno de ellos —habrías dado cualquier cosa por pertenecer a su estirpe. Ahora no puedes asegurar si el fracaso de tus pesquisas se debió a la asombrosa facilidad de esos seres para escurrirse —ya prevista— o a que tal vez perseguías tan sólo fantasmas pues, si llevas la cuenta, hace cuatro décadas fueron detectados por primera vez y quizás ya todos han muerto. Quizás existe una nueva generación de subterráneos, especulas, algún híbrido capaz de sobrevivir tanto afuera como en las profundidades, o se ha producido el desplazamiento y ahora los seres extraños son aquellos, los que caminan en la superficie. A lo mejor, el ciclo se ha cumplido y ya nadie los recuerda. De cualquier modo intentaste confrontar los indicios detallados en el texto, pero no conseguiste nada: no lograste reconocer al Primero en ninguno de los conductores, pese a que siempre te ubicabas en el primer vagón, cerca del puesto de

Jaime Alejandro Rodríguez

69

Ficción y olvido

comando; tampoco descubriste nada sospechoso en las puertas adyacentes a la administración o en los kioscos, donde se supone tienen sus contactos. Quizás algunas llamadas telefónicas te parecieron semejantes a las descritas en el cuento (hombres y mujeres averiguando por la adecuada ración de alpiste para sus canarios), pero tampoco esto te condujo a nada. Y entonces comenzaste a jugar con la idea de ser el novel Primero, el fundador de una nueva generación, y viste en el hecho de ser extranjero un síntoma estimulante de tus fantasías. No era difícil seguir las instrucciones del libro; en realidad te diste cuenta en poco tiempo que no hay otra alternativa a ese modus vivendi imaginado por Cortázar, lo cual encaminó tu ficción hacia los abismos del horror. Así que dejaste de frecuentar también las estaciones del tren subterráneo y te refugiaste en el apartamento, último bastión de tus temores. La chica parece inmutable y etérea, como un destello. Así, recostada, infame y vertiginosa, con su vestido de baño blanco y sus gafas para-el-sol, parece de pronto un maniquí de tienda. El aire húmedo la envuelve en hilos invisibles y la atrapa en una atmósfera brumosa, fantasmal. Los reflejos de la película de grasa con que protege su piel, devuelven una imagen maravillosa, descaradamente intensa y provocadora: piernas voluptuosas, blancas y macizas; senos grandes, a punto de reventar dentro del corpiño que los sostienen; rostro equilibrado, serio, fatalmente hermoso, enmarcado por bucles rubios que descienden hasta sus hombros. Y un aura mágico, capaz de mantenerla inmóvil —cuerpo embalsamado— por horas, sin que por eso se agoten las lecturas de su cuerpo.

Avanzas de memoria: cinco cuadras desde Santafé hasta Arenales por Caning. Santafé te suena irremediablemente a Bogotá, a chocolate santafereño, a agua-panela con queso, a frío y lluvia, a fútbol, quizás también a tristeza, pero sobretodo a nostalgia y a dolor. Unos pasos más y llegas a Güemes, guamas, pepa´e´guama,

70

Jaime Alejandro Rodríguez

Jornada del hombre extraño

refranes olvidados, otro código de comunicación que ahora te parece lejano, remoto, como si distancia fuera también tiempo, tiempo perdido como en Proust. En la esquina, un automóvil abandonado, testimonio de la decadencia porteña. Te imaginas enseguida un escarabajo viejo y moribundo incapaz de abrir su caparazón para dar paso a esas dos alas mágicas y misteriosas aptas para transportarlo a cortas o a largas distancias en caso de peligro. Pateas una llanta con el deseo de ver desmoronar el automóvil, pero sigue allí: aún le restan algunos meses. Nadie los retira, los has visto a diario, botados en las esquinas sin saber por qué, muriendo lentamente como mendigos, en la más triste agonía. Llegas a Charcas, churcas, todas las chicas son churcas, bellas, rubias, con un cabello ondulado y largo que te recuerda los retratos de Miguel Angel o de Rafael; así, virginales y a la vez tentadores; mujeres bellas e inabordables. Coronel Díaz, ¿héroe?, ¿presidente?, no sabrías informar a quién conmemora el nombre de esta calle, pero estás seguro que en Bogotá no hay muchas avenidas con nombre militar. Ahora Paraguay y en la esquina el bar Varelita donde has visto —testigo inadvertido— los jóvenes de Palermo Viejo reunidos en las tardes, desgranando sonrisas sobre la mesa y jugando al amor de colegiales; los has visto impotente, proscrito por sus reglas. Reduces el paso aún más, te detienes, sientes un temor crecido; una cuadra más y estarás en Arenales, darás vuelta a la derecha, buscarás el número 4480, sacarás la llave grande de la portería, abrirás, ingresarás al ascensor, en el tercer piso te detendrás, caminarás por el corredor hasta el fondo y estarás por fin en tu habitación. Ahora se mueve, cambia de posición, gira con lentitud su cuerpo, como si temiese dejar la piel pegada a la lona del asiento. A pesar de la gravedad de la maniobra, el movimiento ocasiona la perturbación de su entorno, logra despedazar la quietud en sus pequeñas ondas, como sucede cuando se arroja una piedra a un estanque tranquilo. Así, boca-abajo, entregando su espalda a los débiles rayos del sol, la chica exhibe la forma definitiva de su cuerpo. Aunque enseguida

Jaime Alejandro Rodríguez

71

Ficción y olvido

retorna a la inmovilidad, su imagen parece circular, transportada por el empuje remanente de las olas. La silla, sin embargo, permanece bien anclada a las baldosas; es la sensación de movimiento causada por el estremecimiento de la tarde.

Recomponer —alguien lo hará después de ti—, un juego que has aprendido a fuerza de habitar tu ámbito, de convertirlo en asilo y trinchera de tus peores días. Te haces policía de recuerdos, te empeñas en rastrear claves de mensajes de otras presencias antecesoras a la tuya. Buscas indicios, pruebas de alguna catástrofe de amor, recoges los átomos dispersos de algún eco aún flotante. Así, con la sabia paciencia de un relojero, imaginas, armas, tejes la urdimbre, creas los personajes de la historia, averiguas, comparas o viajas atrás, a los orígenes, guiado por la foto amarillenta descubierta en un viejo libro, o el disco dedicado que alguien olvidó en la biblioteca o los sobres o cartas sin enviar. Quizás la flor seca, atrapada en las hojas de un periódico, te sirve para cerrar el ciclo de tus especulaciones. En corto tiempo logras reedificar las torres del pasado, y bajo su amparo te acomodas a convivir con esos brazos imprevistos del recuerdo. Un día descubriste el registro de episodios, impreso en el envés de las puertas del armario y te inquietaste. Ahora sueles leer con morbosa frecuencia, esas frases cortas, esos nombres indecisos, esas fechas recientes o lejanas que conforman un collage de tiempo y de ternura en tu memoria. Reconoces en él la prueba irrefutable de una condición humana, demasiado humana, con anhelos de trascendencia. Puntos dispersos de la misma curva: la del terror ante la muerte silenciosa. La misma ansiedad que llevó al hombre de las cavernas a inventar la escritura, deduces, es ésta, ancestral y primaria, la del hombre moderno por registrar su paso. No importa el resultado, en realidad jamás se confronta, importa el hecho y tú lo sabes mejor que nadie. Quizás por eso has sucumbido a la tentación y también has escrito un graffiti sobre el singular muro: “colombiano vuelto mierda julio/86”. Seguro que alguien inquieto los descifrará después.

72

Jaime Alejandro Rodríguez

Jornada del hombre extraño

La luz comienza a parpadear, el sol agoniza. La imagen pierde la nitidez del principio. Se aprecian ahora los rasgos gruesos de un gran agua-tinta. Los cachivaches se han convertido en sombras sin aliento, el balón es un punto flojo y la silla parece un saltamontes entristecido. La chica, sin embargo, se ve clara como una mañana de primavera. Todo en ella se distingue con extraordinaria precisión. Ahora, derramada sobre un claro-oscuro digno de cualquier pintor flamenco, parece desbordar el ámbito de sus reflejos. Los cachivaches se desmoronan, el balón desaparece por el desagüe, la silla se desploma, las baldosas se hunden y la mujer flota, sostenida por los artificios de la noche.

Ya casi llegas; piensas en tus vecinos. A veces, de mejor ánimo, has dejado entreabierta la puerta o has corrido alguna ventana para permitir el ingreso a los ecos del pasillo; entonces escuchas los pasos del elevador, uno, dos, tres, cuatro, no, ocho, siete, seis, cinco, no. Adivinas el momento en que se detendrá en el tercero, de la misma forma como se reconoce a una persona por sus pisadas. Una puerta, la otra, y aguzas el oído. La señora del dieciséis de vuelta ya de sus correrías con su mascota: una insignificante perra Pekinés, y entonces recuerdas la noche aquella cuando, a pesar de tu discreción, el animal te atacó confundiéndote con el remedio para tu celo. No olvidas el asco, la repulsión, la náusea y ese irrefrenable impulso por patearlo, detectado una fracción de segundo antes de la ejecución. No irá usted a golpear al animal, señor, entendiste, y tú, no, no, un no evasivo con el que salvaste la situación. Desde entonces te cuidas y evitas al máximo el contacto con tu vecina más inquieta. Tal vez el hombre del catorce se acerca. Demasiado amigable, opinaste desde el primer día; demasiada confianza para con un extranjero. Encuentros muy frecuentes, sin horario ni causa, en apariencia fortuitos, pero sospechosos. Te sentiste perseguido y a la vez comprometido con su gentileza. Saludos, servicios, anuncios, comunicaciones, cartas, todas relaciones recibidas de su mano, una mano cada vez más atrevida, llena de insinuaciones y

Jaime Alejandro Rodríguez

73

Ficción y olvido

toques descuidados, hasta cuando lo encontraste sentado en la sala con botella de vino y la mesa dispuesta para dos y tuviste que sacarlo prácticamente a patadas, porque deseaba pasar la noche contigo; así de simple, quiero pasar la noche con vos y sentiste un derrumbe en el pecho y lloraste como un niño, un niño tú, hombre hecho y derecho, con treinta años encima, sollozando como una jovencita indignada, y cerraste la puerta con llave y te pusiste a escribir una carta, malograda al fin por la anticipación de una broma: la que harían tus amigos en Bogotá; ellos quizás habrían dicho, tu eres un pendejo, de lo que te pierdes por dártelas de macho y asunto concluido. Pero quizás no es tampoco el vecino del catorce, es el administrador que viene de nuevo recogiendo firmas. Cuántas habrás impreso en esos formularios de denuncia, cuántos memorandos y protestas, y tú siempre si, si, la manera más fácil de salir del paso. Tampoco; tal vez el portero. Seguramente para pedirte el televisor prestado; un partido de fútbol o de baloncesto o alguna presentación por el canal estatal; ya conoces todos sus pretextos. Solo te mueve el deseo de no perder el apartamento; prefieres la cesión de alguna de tus prerrogativas, el deterioro de tu intimidad, con tal de conservar tu bunker. Pero quizás nadie se acerca, escuchas los pasos de la nostalgia y te sientes solo... Por ahora simplemente esperas entrar a tiempo para ver a la chica. Cierras las puertas del montacargas y escuchas el ruido del motor... Es la detonación de la noche. Aunque la luz se agota, ella, la chica de los patios, sigue reflejando su espectro en el espejo, reflector de movimientos incorpóreos. Se levanta, alza sus brazos, da la espalda y se devuelve. Afuera, en la real oscuridad, ella no existe, es un fenómeno incierto, incapaz de conmover las percepciones. Adentro, en la luna del armario, se incrusta, permanece, otorga por un instante el trozo de su ser arraigado a los deseos. Solo unos ojos anhelantes pueden apreciar su pausada inmovilidad, gracias a la explosión de los axiomas. Ahora se borra, desaparece por momentos

74

Jaime Alejandro Rodríguez

Jornada del hombre extraño

y luego vuelve a deslumbrar. Así, intermitentemente y prodigiosa, se interna con lentitud en los corredores de la casa, manchando de luz el tapete de ladrillos. Bajo el flujo de sus pasos luminosos, el armario cruje y se desgarra.

Ya estás en el piso tercero, tu piso, tienes frente a ti las dos puertas del ascensor detenido, vacilas: ¿salir?, ¿bajar?, ¿volver? Por un instante eres otro y sientes miedo... … Así que llegas de la calle, cansado y sudoroso, caminarás rápidamente por el corredor del tercer piso esquivando tus vecinos, penetrarás a tu apartamento y te encontrarás con un lugar increíblemente saturado aún por la luz de un sol que se empeña en alumbrar más allá de los límites de tu lógica, contemplarás tu espacio agobiante, silencioso, incapaz de amortiguar del todo los ecos de tu impaciencia, abrirás la ventana y sufrirás los embates de un verano sofocante, te dirigirás a tu cuarto, enfocarás el espejo del armario para gozar la única percepción complaciente que te queda, la imagen de la chica de los patios; imagen devuelta por casualidad, la primera vez, en alguno de tus devaneos vespertinos ante el espejo, a la que, sin embargo, jamás le indagaste su realidad, una imagen que no sólo se hizo familiar e inefable en tus oficios solitarios, sino que adquirió una importancia de proporciones gigantescas hasta replegarte a los dominios de un adicto. Advertirás que ella está allí, intacta, imperecedera, dócil como un canario al que le han dado su alpiste, joven escarabajo verde de tiernas alas, y luego, al mirarte, volverás a descubrir que tu rostro no se refleja en el cristal (como ayer, cuando tampoco el espejo quiso devolver tu reflejo y te entregaste a la desolación); entonces, juzgarás por un momento que ha llegado tu hora y, como en el cuento de Borges, sufrirás la desesperación de Averroes; creerás, como él, que estás muriendo; pensarás en salir y arrojarte —¡tras santiguarte, dirán después;— a las mandíbulas del tren subterráneo para saberte bien muerto, pues nunca has podido soportar la ambigüedad; pensarás en abandonarlo todo, o quizá te recluirás, triste, en algún rincón de la alcoba, ajeno a las señas del tiempo circular y envolvente que te persigue y

Jaime Alejandro Rodríguez

75

Ficción y olvido

a la voz del universo en tu ventana. En cualquier caso, no pasará mucho tiempo antes de que recapacites, vuelvas a mirar y la veas allí, luminosa y delicada, te eches en la cama, acomodes como siempre la almohada bajo la nuca para resistir la colisión de los recuerdos e intentes hallar una solución al rompecabezas. No puedes, recuerdas, defraudar a los tuyos, tú, hombre del trópico, inocente siervo de la magia y el despelote, diáfano ser de cuatro estaciones en un día, y te quedarás dormido al fin murmurando lo que tanto dice el paisa: mañana será otro día... De modo que, resignado a tu suerte, decides salir, abres las dos puertas del ascensor y caminas hacia el apartamento…

76

Jaime Alejandro Rodríguez

Eterna errancia

Eterna errancia Apenas si en su memoria sacudida por golpes espantosos quedan tres o cuatro imágenes de la totalidad que alcanzó a ser... ¿Por qué tanta aglomeración en la que no sé distinguir la verdad del recuerdo, los nombres de las presencias?

Tal vez, si te quedaras un poco más, escucharías sus rezos y sus lágrimas y también el asma terrible de sus sueños. Pero no lo haces Ivón, ya no puedes hacerlo, pequeña; estás condenada a recorrer pasillos, a desandar tus pasos, a revisar infinitamente lo ocurrido. A veces, sentada allí, bajo la gruta que forma el envés de la escalera en su quiebre, la ves pasar —Karina, cuerpo, cabello, instante certero— hacía las habitaciones del segundo piso; y, tras ella, ves a Marcela, resignada, como un Sísifo, a cuidar la abuela enferma. Las imágenes son quizás menos coloridas ahora, pero ahí están, vivas aún, como si el tiempo las hubiera atrapado en su infinitud y se complaciera con rociarles gotas de olvido en las mañanas. A veces lo haces. Ivón, te atormentas recordando el día interrumpido... En realidad, Karina era una presencia tan familiar para ti que tal vez por eso aquella tarde, aquella primera tarde, no te sorprendiste al verla en tu cama, dócil e indefensa como un niño, impregnada de una materia que no era simplemente la de tus sueños; así habías imaginado que debía ser el ingreso de Karina a la realidad, su nacimiento... Corriste a revelarle el prodigio a Marcela, pero

Jaime Alejandro Rodríguez

77

Ficción y olvido

resolviste callar por temor a que la abuela —esa presencia ubicua, maligna, pesada— se enterase y alejara de ti la perfecta oportunidad de tener una amiga (al fin una amiga, dijiste, eso dijiste), o una compañera en aquella (esta) casa fría y triste donde vivías desde la muerte de tus padres. Ivón, pequeña, estabas feliz, eso recuerdas, estabas feliz. Así que entraste al cuarto y te quedaste junto a ella, decididamente dichosa. Una imagen nítida y fresca que ahora se estrella, violenta, contra el arrecife de tu pecho: cerraste la puerta con cuidado, arrimaste la silla del escritorio a la cabecera de la cama, te sentaste para observarla sin molestias, varias veces acariciaste sus cabellos lacios y besaste su rostro; arreglaste las cobijas para proteger su cuerpo de los helajes del invierno y velaste su sueño, absorta, hasta cuando escuchaste el llamado ronco desde el comedor de la planta baja. Sabías cuánto molestaban a la abuela los pretextos que tú inventabas para retrasar la cena; aún así, te quedaste un poco más en la alcoba —indecisa, vacilante— porque tuviste miedo de que, al despertar, Karina, asustada por la extraña condición de su nuevo elemento, huyera de la pieza. Pero no te atreviste tampoco a convocarla. Bajaste por fin las escaleras y desde el rellano escuchaste ese “apúrese Ivón mija, cuánta demora” de siempre y pudiste imaginar también el involuntario borbotón de espumajo blanco con que la abuela contenía sus regaños más terribles. No te sorprendió el gesto de amargura de la anciana, pero advertiste, en cambio, una especie de temor, alguna preocupación, oculta e incomprensible, atravesando el rostro de Marcela; y te inquietaste, además, por la inhabitual negativa de tu hermana de responder a tus miradas. Tuviste que cenar —lo recuerdas tan bien— atragantada por esa sensación de culpa o de daño que te invadía cada vez que ellas, pero especialmente Marcela, restringía su trato hacia ti y se tornaban taciturnas y sombrías como entonces; misterios de adulto. Estabas retirando la loza del comedor, dispuesta a cumplir con tu oficio designado, y Marcela (aún la ves hacer lo mismo sin pronunciar palabra, consolada en un porvenir sin esperanzas) ya levantaba a la abuela de su silla de ruedas para llevarla hasta su pieza, cuando escuchaste un leve chirriar desde la puerta de tu

78

Jaime Alejandro Rodríguez

Eterna errancia

alcoba. Alarmada, miraste a Marcela y sentiste, por primera vez gotas de sudor bajo tus axilas, como la punzada de un cuchillo; casi sueltas la bandeja, pero te sosegó la marcha indiferente de tu hermana y supiste (como imaginar lo contrario) que no lo había oído, ni ella ni mucho menos la vieja. Lavaste los platos sin la parcimonia sedante de otros días y te dirigiste, primero a la habitación, luego al baño y a los pasillos, pero no pudiste hallar a Karina por ningún lado. Desconcertada, irrumpiste en el cuarto de Marcela con la intención de descubrirle el secreto, pero ella se demoró atendiendo sus deberes, así que volviste a tu pieza, tranquilizaste tu ánimo ante el pequeño altar y esperaste el sueño, cierva acorralada. No es fácil aceptar que todo aquello estaba cargado ya de tanta irrealidad. Es cierto que ahora la memoria de los hechos es confusa y a menudo absurda, pues sólo han quedado impresionados los momentos especiales y lo demás flota ininteligible, también es cierto que esas tres o cuatro imágenes claras que aún conserva tu memoria de lo sucedido en casa, no necesariamente son las más importantes; hay destellos, voces que de pronto escuchas, como si quisieran acompañar tu soledad, percepciones que te llenan de emoción dudosa, como relámpagos de luz que se esfuman al instante. Así que también es difícil juzgar el grado de verdad (si el problema es ése, la verdad, la demostración de unos hechos que han perdido su ubicación y absoluto en el tiempo) que hay en tus recuerdos. En efecto, Karina había encarnado; y fue sorprendente la manera como se adaptó no sólo a la estrecha realidad de la vieja casa —donde no habría podido moverse más que la abuela— sino también a la de una vida normal y corriente. Al comienzo, recién llegada del sueño (de ese sueño sagrado y reparador al regreso del colegio), Karina permanecía en la alcoba y conversaba contigo, ansiosa, brillante, con el apetito de quien desea conocerlo todo de un solo bocado. Charla que se prolongaba hasta la misma hora inalterable de la cena. Pero muy pronto (demasiado pronto, pero ¿cómo precisar entonces el tiempo, atrapada como estabas en sus dimensiones?), Karina empezó a zafarse del control de tus sueños y ya no era extraño que te acompañase al colegio, o que caminase contigo el regreso a casa: su presencia reemplazó tus amarguras.

Jaime Alejandro Rodríguez

79

Ficción y olvido

¿Todo ocurrió tan rápido? ¿No es posible, más bien, que tu reciente perspectiva haya otorgado esa impresión de celeridad a tus recuerdos? Quizás tu memoria recorta pedazos insignificantes y ahora, precisamente ahora, que han tomado tu mente, esas imágenes se desencadenan sin ninguna lógica pero con la nitidez del último chispazo. Todo ocurrió muy rápido; puedes pensar eso si así te consuelas. Recuerdas la voz de Marcela: “Ivón pequeña, debemos prepararnos para lo peor, creo que la abuela está muy grave” el día que preguntaste por su ausencia intempestiva en el comedor. Si escucharas con la atención del comienzo, con la desesperación de los primeros días, oirías las plegarias de Marcela y tal vez comprenderías mejor su desdicha. Cierto es que entonces, como ahora, te invadía una compasión insoportable, no tanto por el destino de una vida como la suya, ya decidida, sino por la terrible y siempre latente posibilidad de reconocer en ella el sacrificio resignado que te favorecía. No estabas, en todo caso, preparada para semejantes reflexiones: Karina colmaba toda tu atención y poco te importó la suerte de las dos mujeres. En realidad te aventuraste con ella a las calles, solo para evadir esa atmósfera funesta que se apoderó de toda la casa cuando la abuela se enfermó sin ningún preaviso. Karina aprendió también a tomarse libertades. Ahora iba y venía de tus sueños en forma caprichosa. Ya no se limitaba a esperarte en la alcoba. A veces la veías deambular por las calles muy segura de sí. Le gustaba jugar a las escondidas en los cuartos y recovecos de la casa. Comenzó también a hacerte bromas. Son cosas que has querido olvidar y por eso no sabes si antes o después, cómo vino una tras otra. El día que se presentó en casa, por ejemplo, pidiendo hospedaje como cualquier pasajero, creíste que había llegado al colmo. Pero, más osada aún, se atrevió a visitar la abuela, sólo para probarte que también la anciana podía apreciarla. —No lo hagas, por favor, no; — ¿por qué no? No seas tonta, Ivón, ella no se dará cuenta, ¿no me has dicho acaso que es casi una ciega?; Sí claro, casi una ciega... como tú ahora, Ivón, casi ciega. ¿Es eso lo que has creído? ¿Son tus ojos o son las imágenes?... Cómo saberlo en estas dimensiones divergentes que ni siquiera incluyen

80

Jaime Alejandro Rodríguez

Eterna errancia

la división del día y de la noche. ¿Recuerdas? Claro que sí, Ivón, claro que si lo recuerdas. Durante el día Karina se hacía inmanejable; mientras en el colegio tú sufrías por su suerte, ella cometía sus actos temerarios, cada vez más hambrienta de realidad; pero las noches seguían teniendo ese mismo sabor ordinario del retorno. Después de las cenas, Marcela (¿no te molesta pronunciar su nombre?, ¿no sientes una especie de cosquilleo en tu garganta cuando piensas en ella?, ¿no crees que su vida ha sido otra forma de morir?) se quedaba en la primera planta con la abuela. Karina te acosaba, anhelante por saltar de nuevo al sueño, pues aún necesitaba de esa energía que da para vivir el ser soñado; pero tú tardabas en dormirte (algunas veces viste a Karina desconcertada, impotente, rabiosa, porque tú no le dabas gusto, Karina, Karina, ...), pues te complacía esperar el ascenso penoso de Marcela y escuchar sus pasos, su lento desvestirse; te imaginabas su desnudez madura y su cansancio; oías su voz al rezar las oraciones y, con el susurro final, a la entrada de tus sueños, te dormías por fin; imagen de sus ojos bellos pegada a tu inconsciencia. Sólo que un día Marcela abrió el cuarto todavía disponible del segundo piso y lo preparó para trasladar allí a la abuela. No supiste nunca por qué ella aplazó después por tanto tiempo el traslado de las cosas. Tal vez la abuela se mejoraba por épocas o quizá se resistía (sí, mejor eso: se resistía) al cambio. No era raro que entonces Karina no apareciera en todo el día; que ni siquiera soñaras con ella durante las noches. Y cuando quisiste (¿arrepentida?, ¿horrorizada?) averiguar por la real condición de la abuela, Marcela no dejó que lo supieras: “No te preocupes por ella, piensa más bien en arreglar lo tuyo, yo me encargo”, fueron sus únicas palabras. Caíste en el desconsuelo. También recuerdas que una noche (es quizá la última memoria cristalina de los hechos) exhausta, te tendiste en la cama a la llegada del colegio y dormiste profunda y aliviada hasta la hora de la cena. Te despertó el llamado ronco de la abuela, como en los viejos tiempos, y bajaste. Desde el descanso oíste voces, te pareció también escuchar risas (tal vez, si te quedaras un poco más...). Al entrar, el espectáculo te paralizó: hallaste a Karina sentada en el sitio de la mesa que generalmente tú ocupa-

Jaime Alejandro Rodríguez

81

Ficción y olvido

bas; avanzaste temblando y escuchaste que ambas (la anciana y tu hermana) la llamaban por el nombre que tú creías secreto; te sentaste sin ninguna explicación y contemplaste aquella cena extraña (matizada como nunca por las sonrisas improbables de Marcela). La abuela conversaba —alegre, fluida— con la advenediza, mientras ella, con un cinismo que juzgaste confabulado, se congraciaba con las dos mujeres y despreciaba, al igual que ellas, tu presencia... Con todas tus fuerzas deseaste por primera vez la muerte. Dicen que al morir, el mundo que hemos habitado se deshace y entramos en un espacio con dimensiones diferentes, o que perdemos toda nuestra capacidad de percibir como hasta entonces y ganamos, en cambio, otras cualidades al principio incontrolables. También dicen que todo aquello que hemos conocido como vida es apenas el segmento infinitesimal de un estado más amplio, conformado por la suma de vidas parciales y diferentes, o que, tras desmayos prolongados, podemos, a veces, sin darnos cuenta, retornar a la misma vida. Cualquiera de estas experiencias destruyen la absoluta —pero solo aparente— seguridad de nuestra existencia. Dicen, por último, que vivir es otra forma de ir muriendo. La imagen vaga de aquellos días, trota como un caballo desbocado en tu memoria. Karina se instaló definitivamente en casa, justo en la alcoba que Marcela había preparado para la abuela, mientras ella —recuperada milagrosamente— siguió viviendo en la planta baja. La casa se colmó de un humor ajeno y repugnante a tus sentidos; una especie de alegría violenta, de euforia loca, que las tres mujeres derrochaban sin piedad. Aunque siempre estaban listos los cuatro puestos en el comedor, aunque tu cuarto permanecía abierto y arreglado, aunque la pensión del colegio era pagada puntualmente. a pesar de esa normalidad aparente —que hacía aún más fastidiosa la situación— tu papel en la casa se redujo a estar-al-lado-de-ellas. Soportaste todo y te defendiste, pero la realidad te ganó poco a poco. Dejaste de ir al colegio: fue el primer paso. Después comenzaste a dormir a deshoras, cada vez más tiempo. Por último, renunciaste a comer y no volviste a las cenas. Pasaste varios días

82

Jaime Alejandro Rodríguez

Eterna errancia

encerrada en una habitación que ya nadie abría, que ya nadie aseaba, enferma, agonizante. Tu cuerpo se agotó y perdiste después la voz (una voz que de todos modos ya no servía para nada, pues nadie escuchaba tus gritos). La percepción de los sonidos fue tu último contacto con el mundo. Durante muchos días aún escuchaste la marcha diaria de las horas: el arreglo de Karina en las mañanas, sus despedida del colegio, las labores de Marcela, los regaños y chocheras de la abuela; en las tardes, el tejido resignado de las dos mujeres, las gotas de lluvia sobre el zinc del tejado, el regreso de Karina, su siesta, su cambio de ropa, su descenso al comedor, las charlas y las risas, los avatares de Marcela, los ronquidos de la abuela (y, tal vez, si te quedaras...). Pero también esa percepción se fue perdiendo y entonces, cuando escuchaste el último sonido, descubriste otras sensaciones, como si el mundo se hubiera quebrado en ese momento. Sensación de algo que no son los colores pero hiere como la luz, de algo que pudiendo ser olor es otra cosa, de algo que se abre sin ser tocado, que se escucha sin ser oído. Algo que se agrupa, ahí, delante de ti, como lo hacen los recuerdos, pero que no pertenece al tiempo. Ahora estás en casa sin estar, habitando los intersticios del olvido. Tal vez por eso, la gruta bajo la escalera —ese lugar oscuro, indeseado, de clausura permanente— es tu mejor refugio. Ivón, pequeña, quizás por eso (sí, debe ser eso) ni Karina, ni Marcela se atreven jamás a abrir esa puerta. Debe ser por eso, querida que, a veces, cuando nadie la escucha, mientras las otras rezan o lloran o se asfixian en sus sueños (tal vez, si tú...). La abuela se arrastra desde la alcoba hasta la gruta... y te acompaña.

Jaime Alejandro Rodríguez

83

SEGUNDA PARTE

Rizomas

Ficción y olvido

Moscas Habría podido salvarse Tal vez, si Lucas no le hubiera puesto atención a ese sentimiento incómodo que lo acosaba desde hacía varias semanas —y que había convertido sus noches recientes en un infierno en el que se alternaban sin compasión el tiempo de las pesadillas con el del insomnio—, si hubiera soportado un poco más, si no hubiera caído en la trampa de creer que su vida había perdido sentido, los acontecimientos habrían tomado un rumbo distinto. Pero no fue así... El primer episodio de la serie fatídica ocurrió sólo unos días antes de recibir la noticia que lo trastornaría irreparablemente. Esa tarde, con el espíritu destrozado por una fatigante jornada de trabajo, caminaba hacia su apartamento, resuelto a tenderse sobre la cama y a no despegar el ojo hasta la mañana siguiente. Pero a unos cuantos metros de la entrada fue testigo de una extraña escena y ya no pudo controlar ese ritmo loco de su sangre que siempre lo llevaba a cometer disparates. Dos hombres vestidos de negro y armados con metralletas, golpeaban a un indigente. El mendigo trataba de zafarse del acoso, daba patadas y vociferaba, pero no conseguía más que aporrearse. Y, de pronto, el hombre empezó a gritar algo que dejó a Lucas estupefacto: «¡déjenla tranquila, no se la lleven, déjenla por favor!». Lucas reparó entonces en una niña que lloraba desconsolada —acurrucada, a un lado de la acera—, mientras presenciaba con espanto el grotesco episodio. En ese momento, explotó.

86

Jaime Alejandro Rodríguez

Moscas

Obviamente, sus esfuerzos fueron infructuosos: no sólo recibió varios golpes, uno en la ceja izquierda, de donde brotó en seguida un hilito de sangre —que primero le cubrió toda la mejilla y luego se apozó en el hueco de su hombro—, y otro en las ingles que lo hizo rebotar hasta el borde de la acera —desde donde tuvo que volar al otro lado para evitar el culatazo que se le venía encima—, sino que al final del zafarrancho, terminó dentro de un automóvil policial, junto con el mendigo y la niña. En la inspección, después de la consabida reseña y a pesar de haber sido ubicados juntos en un mismo calabozo, frío y sucio, Lucas tuvo que hacer un gran esfuerzo para que el indigente accediera a hablar con él. Fue así como se enteró, no sólo de que la niña no era hija suya, sino de que ahora él podía ser el cómplice de un secuestro. Aún acongojado por la derrota, Lucas recibió al otro día, muy temprano, la visita de Raquel, su esposa, y de Sebastián, su hijo de siete años. Raquel había pagado la fianza, pero estaba furiosa, de modo que no tardó en venir la cantaleta: —¿Qué es lo que te pasa Lucas? Tú no aprendes —le reprochaba, mientras, frenética, conducía el auto hacia el apartamento—; la verdad es que nos tienes cansados, ya no soportamos tus locuras, tenemos siempre que sacarte de los líos más estúpidos. ¡Quién lo iba a creer! De pelea con la policía, con el rabo de paja que tienes y claro, somos nosotros los que aguantamos toda la humillación... —Ya cállate —lanzó al fin Lucas, tras la violenta embestida de Raquel. Odio cuando hablas en plural porque es como si quisieras meter en esto a Sebastián. Él no tiene nada que ver y tú no tienes por qué obligarlo a ponerse en mi contra. —Claro que tiene que ver. Te comprometiste conmigo a que serías un buen padre y mira lo que haces —Prefiero que Sebastián sepa cómo soy yo. Por lo menos en eso soy honesto. Algún día él entenderá por qué lo hago. —¿Sí?, ¿eso es lo que tú crees? Pues estás equivocado; yo no quiero que el niño sea testigo de más estupideces.

Jaime Alejandro Rodríguez

87

Ficción y olvido

—¿Y qué quieres que yo haga? —Creo que está muy claro, ¿o no? —Ya entiendo. Listo: hoy mismo me largo —anunció Lucas y se apeó del auto, aprovechando el frenazo que aplicó Raquel para no pasarse un alto. —¡Pues ojalá esta vez cumplas! —Alcanzó a gritar Raquel, antes de cerrar la puerta del auto con violencia. Desde esa misma noche, Lucas se instaló en un hotel, cercano a su sitio de trabajo. No era un mal lugar, con agua caliente y baño privado, pero para llegar había que pasar por varias callejuelas de mala muerte, de modo que el abatimiento comenzaba a acorralarlo aún antes de llegar al cuarto, donde finalmente se rendía a la más penosa congoja. Abría la ventana y se ponía a observar la única vista que tenía disponible: los patios inmundos de los viejos edificios de apartamentos del sector y los arrumes de basura acumulada en las esquinas. En realidad, el paisaje no podía ser más desolador: allende, las ratas se movían por todas partes y los indigentes se agrupaban alrededor de las inmundicias. Inclusive fue testigo de varios atracos callejeros y de la proliferación de prostitutas y travestis que hacia las seis de la tarde salían a asediar a los transeúntes, en manadas que pronto se esparcían como una nube de langostas por toda la zona. Pero lo peor era el olor a orines que se colaba desde todos lados e impregnaba hasta las cobijas. El miércoles en la noche, Lucas pensó incluso en llamar algunos amigos, pero los imaginó en sus casas, con sus hijos, cenando en familia o de parranda o trabajando aún, así que desistió de su idea. Intentó leer un libro, pero no logró concentrase, y casi enseguida lo dejó; prendió el televisor y al poco rato, repugnado por las estupideces de los noticieros, lo apagó. Acarició entonces la idea de pegarse un tiro, pero en realidad no había llegado aún a esos límites macabros. Así que cerró el cajón del velador donde había guardado el revólver, se recostó de cara al techo, siguió con la mirada los caminos marcados por la humedad y, finalmente, hastiado de la puerca vida, se durmió.

88

Jaime Alejandro Rodríguez

Moscas

Quién sabe por qué razón, el amanecer de ese otro día le trajo la esperanza de poder hacer algo para salir de la encrucijada: se le metió en la cabeza que podía empezar a escribir una especie de relato alrededor de su propia vida. Así que los dos días siguientes los dedicó a redactar lo que él mismo denominó “La obra de Lucas”. Empezó por diseñar el recuento cronológico de sus días, desde una infancia remota hasta sus más recientes actos, convencido de que tal balance poseía un carácter simbólico tan poderoso que era no sólo una necesidad, sino ahora un deber, exponerlo a sus lectores potenciales. Allí, en el desvencijado escritorio de su cuarto, Lucas volvía una y otra vez sobre los papeles que, estrujados por su mano impulsiva, a veces flotaban asustados como pequeñas motas o caían lentamente en el piso, resignados a su suerte. Anotaba una idea, luego la borraba, enseguida sacaba más papel de su portafolios, abría la ventana, lo quemaba con el encendedor, luego apelotonaba alguna hoja y la echaba al sanitario. Tan embebido estuvo en aquel par de días que las señoras que atendían su negocio llegaron a temer lo peor. El viernes en la tarde, sin embargo, pasó por allí, dio alguna explicación trivial, puso en orden las cosas, dejó claras instrucciones y advirtió que su presencia en las siguientes semanas sería más bien intermitente. Luego preguntó por Raquel y Sebastián, dejó un papel con la dirección y el teléfono del hotel y se volvió para su cuarto. Esa noche, tuvo una rara pesadilla. Soñó que salía del apartamento con su cámara de vídeo y daba vueltas alrededor de la manzana sin lograr alejarse más de una cuadra. Cuando trataba de cruzar una calle, algo enseguida se interponía para impedirle el paso: monstruos gigantescos o policías fortachones o automóviles raudos que no le daban tiempo o mujeres que le hacían terribles señas de advertencia desde la otra acera, como si las pesadillas infantiles se hubieran colado desde algún túnel imprevisto hasta su sueño de adulto. Angustiado, después de varios intentos, no tuvo más remedio que sentarse sobre la verja del edificio a esperar alguna oportunidad. Entonces preparó la cámara y por inercia empezó a enfocar a los transeúntes. Pero algo extraño empezó a suceder: ¡lo que veía

Jaime Alejandro Rodríguez

89

Ficción y olvido

a través de la cámara no se parecía a lo que realmente enfocaba! Las personas eran las mismas, pero los escenarios cambiaban. Así, por ejemplo, vio un hombre joven de vestido entero que avanzaba desde la otra acera a paso lento, con la preocupación marcada en su rostro, pero cuando lo tomó, apareció en la lente un hombre mucho más viejo, con una barba rala, vestido como un pordiosero, una botella de licor en una mano y en la otra un pequeño tarro de monedas. Volvía una y otra vez de la realidad enfocada a la visión de la cámara y siempre registraba dos historias distintas: vio una joven mujer que corría para alcanzar un autobús, pero al observarla con la cámara ya no era la muchacha de antes, sino una mujer gorda, con el rostro pintorreado que le insinuaba ir a la cama. Vio un niño de uniforme colegial que a través de la máquina se convertía en un anciano panzón y calvo. Vio un muchacho de aspecto distraído y tímido que se transformaba poco después en un delincuente despiadado, y a una chica linda que años más tarde moría atropellada por un automóvil. Se vio finalmente él mismo, convertido por efecto de su máquina de visión, en un asesino; vio su vida avanzar en algunos pocos segundos y ya no pudo soportar más. Despertó ensopado en sudor, aferrado a las cobijas, con un grito atravesado entre el pecho y la garganta y temblando de físico miedo. El reloj marcaba apenas las cuatro de la mañana, pero ya no pudo dormir más. Se levantó y abrió la ventana del cuarto. Una pareja hacía el amor contra un poste, algunos ladronzuelos repartían el botín en una esquina y, a lo lejos, la ciudad tiritaba envuelta en el vaho que descendía de los cerros. De pronto, un silencio profundo anegó el ambiente. Era el silencio que siempre presagiaba algo terrible. Enseguida se escucharon ráfagas de metralla en la calle y automóviles que invadían las calles, y un alud de luces ofendió con su furia intermitente la tibia neblina de la madrugada. Por puro instinto, Lucas se apartó de la ventana y volvió a la cama, donde permaneció recostado, tapándose los oídos hasta que pasó todo el alboroto. Cuando al fin se levantó, su padre lo esperaba impaciente en el vano de la puerta. Debía salir pronto para el colegio —eso entendió—, de modo que se duchó muy rápido y se vistió con la máxima celeridad de la que era capaz. Tomó, sin embargo, algo más

90

Jaime Alejandro Rodríguez

Moscas

de tiempo para arreglar su cabello de manera que la línea que partía su peinado quedara perfecta. Para Lucas, ese aderezo era una condición indispensable si quería salir al mundo con el mínimo de seguridad que requería una misión tan tenaz como emocionante. Así que no tardó en escuchar de nuevo la insistente voz de su padre: —Luis Carlos: baja ya a desayunar, estamos tarde. —Voy, voy, papá —contestó Lucas, dejando la peinilla sobre el lavamanos; se dio un último vistazo en el espejo y corrió escaleras abajo hasta la mesa del comedor, donde ya sus dos hermanos tomaban el café. Algo realmente importante sucedería ese día en la vida de Lucas, pero él apenas le había puesto bolas a ese sentimiento incómodo que lo acosaba desde hacía varias semanas, que lo ponía a sudar como un demonio en las noches y que no lo dejaba en paz a ninguna hora; de tal manera que lo que habría podido evitarse con alguna simple actitud —como saludar a su hermano mayor en la mesa o hacerle alguna pregunta tonta que lo hiciera sonreír— sucedió de todas maneras, y él nunca se lo perdonó. En realidad tardaría todavía muchos años en reconocer la conexión entre esa extraña sensación que lo asaltaba sin ningún anuncio (siempre la misma: un fastidio elemental por todas las rutinas, una asfixia inmanejable hasta para dormir) y la tragedia que llegaba poco después. Lucas pasó aquél día en el colegio de la manera más normal. Además de cierta distracción en clases, que le hizo merecedor de algunas llamadas de atención, y de un cero en geografía, el día transcurrió sin mayores alteraciones. Sólo dos cosas para reseñar: el altercado que tuvo con un amigo de otro curso, con el que solía jugar a la hora del recreo —y que aquella vez, para sacarlo de casillas, había procurado inútilmente desbaratar su peinado. La otra, la más importante, fue que, durante la hora de estudio en la biblioteca, logró, por fin, después de semanas de haberlo intentado, robar la hermosa lámina de la catedral de Notre Dame de la enciclopedia de arte. Fue por eso que ese día entró como una tromba a su casa cuando llegó del colegio, fue por eso que no saludó a su madre

Jaime Alejandro Rodríguez

91

Ficción y olvido

ni a su hermanita: había decidido que su hermano Beto sería el primero en apreciar el trofeo. Con la lámina de Notre Dame en la mano, Lucas siguió de largo hacia su cuarto, imaginó la manera como le daría a conocer la gran noticia, se detuvo un momento ante la puerta y entonces lo percibió: era el silencio que presagiaba la tragedia... El grito aterrador de Lucas se escuchó en toda la casa; un grito que ya nadie olvidaría. Al entrar, había visto a Beto —su hermano, su mejor amigo, el confidente de sus ilusiones— colgado del cable de la persiana, con aquella expresión tan horrenda en sus ojos que tanto lo acosaría después, y esa imposible piel amoratada que se había tomado su cuerpo, y esa lengua asquerosa que se burlaba de su sorpresa... Golpearon con fuerza en la puerta del cuarto y Lucas se levantó asustado. Era el dueño del hotel: —Llevo bastante tiempo llamando, señor, creí que le había pasado algo. —No, no, simplemente dormía —respondió Lucas, todavía aturdido. —¿Con semejante escándalo afuera? Pues sí que tiene usted un sueño pesado —afirmó el hombre que hacía chirriar constantemente su dentadura postiza—. Mire, abajo lo están esperando unos policías. Si es por algo de lo de esta noche, mejor es que vaya alistando sus cosas porque yo no quiero problemas ¿okey? —le advirtió el hombre y cerró la puerta. Lucas se vistió sin bañarse y bajó enseguida. En la pequeña recepción del hotel, lo esperaban dos hombres. Uno de ellos, el más alto, se presentó: —Buenos días. Soy el Teniente Mauricio González del G-2 —informó el hombre a la vez que mostraba una credencial—. ¿Es usted Luis Carlos Orozco? —Sí, ése soy yo —respondió Lucas—. ¿Algún problema, teniente?

92

Jaime Alejandro Rodríguez

Moscas

Tras un momento de indecisión, pero sin más preámbulos, el hombre entonces le anunció: —Lamento informarle que su esposa y su hijo perecieron anoche en un accidente de tránsito, al norte de la ciudad. —¡¿Qué?! ¡¿Cómo?! ¡¿Qué dice usted?! —preguntó alarmado Lucas. —Lo siento mucho... —respondió el oficial, tratando de contener con sus dos manos los gestos de horror de Lucas. —¡No puede ser cierto! ¡Está usted equivocado! —insistía Lucas, cada vez más congestionado. —Eso quisiéramos, se lo aseguro —atinó a contestar el teniente—, pero encontramos su dirección en los documentos de la víctima y las indagaciones preliminares nos lo confirman: se trata de su esposa y de su hijo. Sin embargo, necesitamos que nos acompañe a la morgue para el reconocimiento de los cadáveres. Entonces, ante el desconcierto de todos, Lucas se tomó la garganta con las manos y trató de hablar, pero sus palabras se ahogaron en gritos incoherentes que acompañaba con gestos de grandilocuencia. De pronto, empezó a correr por toda la sala y a manotear, como tratando de espantar alguna nube de moscas imaginarias que hubiera explotado sobre su cuerpo. Aterrado, intentaba alejar de sí el recuerdo del rostro angustiado de la pequeña en la acera, la sonrisa sardónica de su hermano muerto, los ojos lastimeros de Sebastián y las imágenes de la rara pesadilla de la noche anterior que ahora lo cercaban de nuevo... Habría podido salvarse, estoy seguro Pero ya no se pudo recuperar, y ahora anda como un loco más, por las calles, preguntando en su desvarío por su esposa y su pequeño hijo. Y la gente se impresiona tanto con ese movimiento brusco y compulsivo de sus brazos (con el que Lucas parece espantar unos insectos que nadie ve), que se aleja aterrorizada, desperdiciando así la oportunidad de escuchar su singular historia.

Jaime Alejandro Rodríguez

93

Ficción y olvido

Entretela # 1:

Un instante de su piel

Su piel demasiado blanca, al comienzo cegó mis ojos. A través de aquella transparencia, cruzada por cordones azules, vi correr su sangre y vi fluir también, el pequeño río acanalado que contemplábamos desde el puente. «Quisiera quedarme en esta paz, en esta paz...», dijo, y enmudeció enseguida. Pensé: «la vida no es otra cosa que el deseo de estos instantes, ¿por qué, entonces, no somos capaces de agarrarnos a uno de ellos hasta el final?» El arroyuelo trajo en sus aguas un cuerpo extraño (¿un trapo, un perro muerto?) y su piel emitió un sobresalto. Me alejé unos pasos para dejarla sola. Su cabello rubio, esponjoso, lastimaba el gris de una tarde que moría de ganas por llover. A unos metros, el infierno de las calles atentaba contra nuestra tierna tranquilidad y en la base del puente alcancé a detectar la oscura presencia de una rata. Volví mis ojos hacia su cabeza y la encontré coronada de mosquitos de invierno: miles de ellos la sobrevolaban. Un auto cruzó la calle y se internó en el garaje de uno de los edificios del sector. Sus ojos lloraron silenciosos. Oí un gruñir de llantas y luego un insulto. Su cabello dejó de ondular. Una gota grande manchó el pavimento, sonó alguna alarma y, al tiempo, la piel de sus mejillas se contrajo con violencia. Cuando los pitos de los carros chillaron con más fuerza, vi varias ratas alrededor, royen-

94

Jaime Alejandro Rodríguez

Entretela # 1: Un instante de su piel

do sus zapatos. El río nos mostró otra de sus víctimas (¿un trapo, un perro muerto?), el cielo se desplomó y no se escuchó nada más que el ruido de los truenos celestiales. Corrí a refugiarme y desde la portería del edificio contemplé el deterioro final de su figura. Pensé: «vendrá a escampar junto a mí», pero no lo hizo. De sus pies brotó la sangre. En una sola masa se fundió el rojo, el café y el negro y luego el dorado de sus cabellos. Grité: «corre, corre», pero se quedó enganchada a su momento.

Jaime Alejandro Rodríguez

95

Ficción y olvido

En diferido Urgido por la necesidad de comprobar una vez más la artimaña, Oscar enciende la televisión. En realidad, nunca ha sido un buen televidente. El aparato —que no hace mucho tiene en casa— lo usa más para pasar los videos de estreno que alquila o los que presta de la sección de artes de la biblioteca. Noticieros, casi nunca, y programación corriente jamás. Él prefiere las salidas al cine, con todo su ritual, y quizás por eso agradece tanto que la vida haya puesto en su camino a un hombre como Francisco, el guía perfecto, un sabio, tan buen conocedor como insuperable amante. Pero no es a Francisco a quien espera Oscar. Es más, a él ha tenido que mentirle para poder estar sólo esta tarde en el apartamento. Una mentira piadosa —claro— que, después, cuando pueda contarle toda la verdad, él sabrá perdonar. Oscar no recurre al engaño con frecuencia —ni más faltaba, él, que siempre se ha sentido orgulloso de su honestidad—, pero esta vez no ha tenido otra salida. Sobre la mesa del comedor está el sobre. Oscar saca la carta que contiene para volver a leerla. Pronto ha de entregarla a ése otro hombre que en diez minutos —no sabe muy bien por qué— debe llegar. Se ha prometido recibirlo con cordialidad, pero también sin afecto. Espera escuchar lo que tiene que decir, espera entregarle el sobre y, sobre todo, espera luego olvidarlo para siempre.

✸✸✸

96

Jaime Alejandro Rodríguez

En diferido

Las imágenes están un poco borrosas y tal vez por eso la escena no se distingue muy bien. Además, la persiana está apenas entreabierta y el lente, afuera, sólo puede tomar el ámbito de la sala a medias, cortado por las láminas de la celosía y opacado por la escasa luz del interior. Pero se puede apreciar de bulto al hombre que se encuentra adentro, custodiado por varios oficiales, sentado en una silla y encadenado de pies y manos. Parece tranquilo. Se le ve, eso sí, mucho más delgado que en las fotografías que los periódicos divulgaron en los últimos días casi hasta el desespero. Luce también una barba a lo Trosky y unas pequeñas gafas de montura metálica. Lleva puesta una camiseta blanca de mangas cortas y en sus brazos, a lo lejos, se observan algunas manchas que podrían ser huellas de su encadenamiento o simples tatuajes, no es muy claro. El locutor advierte con orgullo que se han instalado nueve cámaras en sitios estratégicos, las mismas que —asegura— se instalan para las transmisiones de los partidos de fútbol o de los festivales de la canción. Ahora lo levantan y empieza a caminar hacia la salida. Otra cámara enfoca la puerta y un momento después se puede ver por fin cuando el hombre sale, precedido por un policía muy grande y calvo. El oficial anuncia algo que no logra escucharse porque el griterío de los periodistas se superpone. Por un momento también las imágenes quedan sepultadas bajo el efecto de los flashes numerosos. Si bien los periodistas no pueden acercarse al cortejo, porque el cordón de seguridad se los impide, se estrujan entre ellos y hasta intentan obtener a gritos declaraciones del hombre. Una toma entonces detalla el sistema de cadenas que enlaza los pies a las manos. Todo muy técnico. El hombre va descalzo. Mientras una cámara toma los pies en detalle, otra enfoca al hombre desde arriba y así se puede ver cuando cae de rodillas. Es difícil saber si todo ha sido preparado de antemano o si la intuición de los camarógrafos ha permitido captar ese efecto tan cinematográfico. El locutor, por si las dudas, insiste en que se trata de una emisión en vivo y en directo. De pronto se hace silencio y se escucha claramente la voz del hombre. Una cámara focaliza de cerca su rostro, que se ve ahora un poco congestionado:

Jaime Alejandro Rodríguez

97

Ficción y olvido

—Hoy gozan ustedes de la función, señores —anuncia sereno y, tras un breve corte, continúa—: pero mañana se horrorizarán de lo que le viene a este país y ya no habrá tiempo para golpes de pecho, se los aseguro. El hombre se levanta, y con una naturalidad digna del mejor actor, gira a su izquierda y enseña agresivamente sus esposas. La cámara a la que se dirige entra en acción. Entonces vuelve a hablar: —Han sido demasiados años de espera y el gobierno está ansioso por hacer cumplir otras condenas. Quién sabe cuántos de ustedes, que hoy miran inmunes el espectáculo, serán mañana las víctimas inocentes, los chivos expiatorios que necesita la reacción para concluir su programa de terror. Gracias al efecto de la cámara, que ahora realiza un blow up sobre el rostro del condenado, se logra apreciar con claridad —se diría que con alivio— una piel arrugada y unos ojos más bien amarillentos y secos que le dan a la cara del hombre el aspecto de una triste fruta pasa. Tal vez, lo hayas olvidado: el día aquél, ahora tan lejano, en que descubriste lo que solías llamar mis inclinaciones... Tendría unos ocho años y todo era terriblemente más difícil, como si yo viviera en otra dimensión, ajena a las certezas de los otros. Llegué incluso a convencerme de que era en verdad un bicho raro, condenado a soportar las extravagancias de los demás y a contradecir los más íntimos dictámenes que mi corazón señalaba. Hasta que descubrí que en realidad no era el único. Sí, sé que no podrías soportar estas afirmaciones, pero es verdad: había otros seres que sufrían lo mismo y andaban tan asustados como yo... Lo recuerdo, sí... Sucedió una tarde en que los acompañé a ustedes, papá y mamá siempre tan formales, donde una familia recién llegada al barrio, a quien ustedes visitaban siguiendo

98

Jaime Alejandro Rodríguez

En diferido

la costumbre de dar la bienvenida a los nuevos vecinos. Mientras las señoras charlaban en la sala y los señores encendían su pipa de la paz, fui enviado, como siempre, a jugar con el niño de la casa. Pese al recelo con que había aprendido a comportarme en estos casos, pronto advertí que ese niño era distinto: no sólo no me acosó con sus impertinencias y sus vulgaridades, sino que me acogió con una dulzura y con una naturalidad que me resultaron sorprendentes. En la habitación, los juguetes, el decorado y todo el ambiente invitaban a desenvolverse de un modo espontáneo y en las palabras y maneras del niño encontré ese modelo de ser que yo soñaba tener para mi propia vida. Esa tarde maravillosa —en la que por fin pude ser yo mismo, sin restricciones o desconfianzas— culminó, sin embargo, convertida en una pesadilla. Cuando terminó la visita —¿lo recuerdas?, claro que lo recuerdas—, quisiste ir tú mismo por mí hasta el cuarto; entonces nos encontraste jugando con las muñecas, abrazados y hablando de ese modo que no tolerabas. No pudiste resistir el choque, ¿te acuerdas? Comenzaste a gritar cosas, me tomaste bruscamente del brazo y me sacaste a golpes del cuarto, mientras le reprochabas a los vecinos la alcahuetería con que trataban a su hijo, su inmoralidad y su desfachatez; incluso les aseguraste que los denunciarías para evitar la amenaza que, para el barrio, constituía su presencia. Y después vino lo peor: tus desafíos y mis prevenciones, tus cantaletas y mis máscaras...

Su rostro parece temblar. Cierra los ojos. Avanza despacio, y ahora la cámara que lo sigue desde atrás permite ver una puerta de cristal de doble hoja y adentro el movimiento de algunas personas que esperan el cortejo. Un policía abre la puerta, el hombre ingresa a la sala. Las cámaras enfocan entonces el recinto exterior, donde se encuentran las personas que presencian la ejecución. Se pueden reconocer los rostros del Presidente y algunos de sus Ministros,

Jaime Alejandro Rodríguez

99

Ficción y olvido

así como al Jefe de Policía y otros militares. Pero también están los semblantes congestionados y llorosos de los familiares y amigos del hombre. El locutor anuncia con una inevitable emoción la proximidad del momento. Las cámaras muestran el instante en que colocan al condenado sobre un retablo y le ajustan unas correas. Queda por completo amarrado y lo recuestan. Pero casi al mismo tiempo descubrí que existía también la otra cara de la moneda: la depravación. A casa, constantemente —óyelo bien, papá, óyelo bien—, llegaban visitas, no tanto para saludar a los dueños, sino para conocer al bicho raro. Bastaba que tuviesen la oportunidad de estar unos instantes a solas conmigo para que empezara a sufrir un acoso humillante, pues todos se creían con derecho a tocarme o manosearme sin preguntar si lo deseaba. Cuántos amigos tuyos, óyelo bien, cuantos chicos, aparentemente íntegros, me deseaban; cuántos hombres que conocían mi debilidad se aprovechaban para satisfacer su propia abyección, su propio vacío. Y qué me ibas a creer después que el sutanito éste o aquél era en realidad un corrompido; simples fantasías mías, simples delirios de marica. Así aprendí que, paralelamente al camino recto que todo el tiempo me inculcabas como única opción de conducta, había otro —tortuoso, intermitente— que corría oculto por entre los apetitos indecibles. Aprendí que podía llegar a ser considerado como el más ansiado de todos los manjares, pero también que esa condición indecente con que tú pregonabas mi “rareza” me ponía en una situación desfavorable. Aprendí que ante todo había que afinar al máximo la percepción de las intenciones con que la gente se me acercaba, aprendí a desenmascarar a los otros. Siempre resultaba muy peligroso aceptar el guiño o las palabras tiernas o las caricias amables como mensajes de amor, de ese amor que yo tanto necesitaba —de ese amor completamente ausente en el sendero

100

Jaime Alejandro Rodríguez

En diferido

de los rectos—. Resultaba muy fácil, pues, caer en el engaño. Pero qué ibas tú a ser capaz de comprender esas sutilezas que yo, en cambio, sufría cotidianamente. Para ti, yo era simplemente un chico malogrado, un chico con inclinaciones, un problema en tu vida, una injusticia, un dolor no merecido...

Ahora las cámaras concentran su interés en la sala de la ejecución a donde han llevado al condenado. Un hombre gordo y pequeño, que por su indumentaria parece ser el médico —y que apenas levanta la mirada—, conversa con otro vestido de cura, alto y muy flaco que no deja de frotar sus manos, tal vez por efecto del frío que debe haber del otro lado o por cierto regodeo inconsciente. Lo demás está dispuesto. La sala está colmada de aparatos sofisticados y el hombre está ahora a punto de ser conectado, una pieza más, al circuito de la muerte. El reloj marca las dos cincuenta y cinco. Todo está listo: el condenado ha cedido a toda resistencia, el verdugo y su alcahuete están impacientes y los testigos sólo esperan la orden del juez, un hombre tenebroso, cuyo rostro permanece oculto tras unas gafas inmensas. Sin embargo, habrá que esperar los cinco minutos que restan para que todo ocurra oficialmente. Qué orgulloso estabas de Armando y de Laura. Ellos sí eran tus verdaderos hijos, los que respondían a tus expectativas, los que crecieron admirando tu sabiduría y tu valor, los que estudiaron eso que tú quisiste que estudiaran, los que habían aprendido a caminar sin tropiezos por el sendero que tú les habías predeterminado. Y sin embargo, pese a todo, Armando y Laura me temían. En el fondo de sus almas temían mi presencia, mis actitudes, mis expresiones, porque no sabían cómo manejar mi franqueza. Sabían que yo podía decir toda la verdad, que podía desenmascarar sin temor las farsas, incluida la que ellos habían aceptado como parte de sus vidas temerosas. Y me envidiaban, claro, no tanto por mi condición, sino por la libertad que había logrado

Jaime Alejandro Rodríguez

101

Ficción y olvido

ganar, una libertad que me daba el derecho de odiarte, de reprocharte en la cara tu injusto desprecio. Estabas orgulloso de tus hijos y por eso fuiste tan feliz cuando supiste que Armando había ingresado al Frente Nacionalista y lo animaste a continuar y le enseñaste cómo usar las armas y lo empujaste para que se decidiera a ir a los campamentos y luego casi te mueres de la pena cuando te enteraste de su fallecimiento, una muerte que no ocurrió en la acción —y por la que te habrías sentido aún más orgulloso—, sino que fue decretada por el Comandante como castigo a su cobardía. Esa fue la pena que sufriste, no otra, admítelo. Y entonces te fuiste y nos dejaste solos. Lo que para mí no era ninguna novedad, pero sí para Laura, quien terminó como tú sabes que terminó la pobre. Y entonces empezaste a salir en la televisión: el Comandante más osado, el que organizaba los golpes más cinematográficos, más espectaculares, el hombre que llegó a manejar toda la subversión urbana en el país. Cómo no voy a recordar ahora el día que apareciste en la tele, dando un reportaje en algún lugar de la ciudad, anunciando tu intención de paz, tus deseos de proclamar un partido político y los programas que salvarían a este país, el mismo día que ordenabas poner una bomba en un edificio público donde morirían tantas personas, incluyendo niños e inocentes. Cómo no voy a recordarlo, eras audaz y perverso y por eso no podías soportar que alguien supiera de tu hijo marica y quisiste mandarme lejos y llegaste a planear mi asesinato, no lo niegues ahora, no lo hagas, por favor...

Unas manos enguantadas anudan un caucho en el brazo del hombre y le limpian la piel que cubre la vena donde colocan una gran aguja. Se aprecia con increíble nitidez cuando se introduce en la carne y la vena se inflama. Luego una gasa ayuda a mantener el émbolo, del que sale una pequeña manguera. La cámara hace el recorrido hacia atrás por el conducto y de esa manera se puede

102

Jaime Alejandro Rodríguez

En diferido

reconocer todo el circuito. Otra cámara simultáneamente toma el rostro del hombre, quien sigue ese mismo trayecto con sus ojos. El reloj muestra tres minutos para las tres. Vuelven a parar el retablo y desde el recinto exterior una cámara exhibe al hombre de frente y de cuerpo entero. El cura se acerca al oído y enseguida el hombre hace una afirmación con la cabeza. Entonces se le escucha, pero el sonido de su voz suena distinto, tan distinto... tal vez el cristal de la sala lo distorsiona... o tal vez ya no es el suyo: —Ahora comprendo que no está bien matar —se oye ya sin claridad—. No importa quien lo haga: ustedes, yo o su gobierno. El rostro del hombre se desencaja. Los policías vuelven a colocar el retablo sobre la mesa y el condenado cierra los ojos, como atormentado por la luz de la lámpara que desde el techo intensifica su haz, dejando en el centro de la escena el cuerpo sobre la mesa. Inexplicablemente, desapareciste por meses. Se habló entonces de tu muerte. El perfil de tu presencia bajó a los límites del olvido. Todo se hizo confuso para mí. No supe nada en aquellos días, y aunque había deseado tanto que murieras, no soportaba la incertidumbre. Realicé con mamá algunas indagaciones (Laura, ya lo sabes, se había malogrado. Aún hoy permanece recluida en el sanatorio), pero tuvimos que resignarnos con tu desaparición. Nadie habló más de ti en los noticieros o en los periódicos, hasta el día aquél en que se anunció que el Parlamento había aprobado por fin la pena de muerte para los terroristas y la policía habló de tu captura y del proceso que se había montado para que tú pagaras con la vida los múltiples asesinatos que habías cometido. Entonces nos permitieron visitarte y siempre te encontré allí, en tu celda, o en el locutorio al que nos conducían a veces, más fuerte y más orgulloso que nunca, más prepotente y más diabólico. Deseé con mayor fuerza tu muerte, la deseé, hasta el punto

Jaime Alejandro Rodríguez

103

Ficción y olvido

de rogar que te condenaran. No sabes la alegría que sentí cuando por fin los periódicos anunciaron el resultado del proceso: te ejecutarían. En las calles hubo manifestaciones de alborozo y el gobierno se ganó los puntos que buscaba para ascender en la popularidad que había perdido. Por fin justicia, decían, y yo adhería a la dicha colectiva, aún conociendo el complot que se había armado frente a tu caso. Y esperé con ansia el día en que por fin presenciara tu muerte. Pero no pude hacerlo. Sabes lo mal espectador de la tele que soy...

Se ve un medidor del pulso cardiaco y también un panel de control que ahora, cuando el reloj marca las tres en punto, se enciende. Tiene varias hileras. En la primera aparece la palabra Preparar, en la segunda Comenzar y en la tercera Finalizar. Se alista el dispositivo. El hombre sigue ahí, mirando ahora hacia el recinto exterior. Su cuerpo tiembla. Se enciende entonces la hilera Comenzar y el panel de control acciona el kit de las jeringas para que un líquido descienda por varios conductos que convergen al que llega al brazo del hombre. Se observa su recorrido lento por las mangueras. Las cámaras enfocan el cuerpo. En las manos se aprecian los primeros efectos de la droga. Hay un silencio absoluto en la sala. Los émbolos empiezan a detenerse. El rostro del hombre se ve tranquilo, ya no tiembla. Los efectos del liquido se extienden. El cuerpo está quieto. El aparato que mide los pulsos cardiacos muestra todavía movimientos hasta que al fin se detiene y empieza a chillar el pitito característico que indica que el corazón se ha detenido. En la hilera de los émbolos se enciende el botón de Finalizar. El médico se acerca e indica con un gesto al juez, quien confirma la muerte y ordena cerrar las cortinas. La ejecución se ha cumplido. Las cámaras enfocan los rostros de los testigos. Unos se ven llorosos y descompuestos, otros están serios. La gente empieza a abandonar las graderías y la transmisión en directo, tal como lo anuncia el locutor, termina...

✸✸✸

104

Jaime Alejandro Rodríguez

En diferido

En el televisor suena el chisporroteo que confirma que la cinta ha dejado de rodar y, casi al tiempo, se escucha el sonido del timbre. Oscar se levanta. Apaga el aparato y luego abre la puerta. En su rostro no se puede apreciar ninguna expresión que indique su estado de ánimo. El hombre que ha llegado a su apartamento luce limpio, elegante y bien afeitado. Es más bien maduro, aunque no se puede afirmar que sea viejo, y lleva unas gafas de montura metálica. Por indicación de Oscar, sigue directo a la sala y se sienta en el sofá. Oscar se dirige entonces al pequeño bar que hay cerca al comedor y prepara un trago. A poco, se acerca al recién llegado, le ofrece el vaso con licor y le entrega el sobre. Entonces, sin mirar al hombre, le dice: —Acabo de ver el vídeo otra vez, papá: es un asco. Definitivamente es un buen montaje y creo que hasta ha sido tu mejor actuación, pero es lo más cochino que has hecho en tu vida. Espero no volver a verte jamás, ni siquiera en diferido. Acepté que vinieras porque en realidad eres un hombre muerto —No te preocupes, hijo —responde cabizbajo el hombre, mientras recibe el trago y el sobre—, sólo vengo a despedirme y a pedirte que me perdones, aunque al fin no lo hagas. En media hora debo estar en el aeropuerto. Los del gobierno, tanto como tú, desean verme muy lejos. El hombre bebe el contenido del vaso de un solo trago y enseguida se levanta, se dirige a la puerta y antes de pasar el umbral se da la vuelta. No se distingue bien, tal vez porque la escasa luz del interior no deja ver la escena, pero se pueden apreciar con claridad los surcos del rostro ajado del hombre y, por un momento, Oscar siente que ese aspecto de triste fruta pasa ya no lo abandonará jamás.

Jaime Alejandro Rodríguez

105

Ficción y olvido

Entretela # 2:

Espejismo

Ha sido el límite más próximo al umbral de la alteridad al que he podido llegar: Por costumbre y también por necesidad, levanté los ojos hacia el espejo retrovisor del autobús donde viajaba de regreso a la ciudad. Entonces la vi: la imagen de su rostro joven y fresco destrozó las intenciones de dormir con que había planeado aliviar un poco el largo itinerario que me esperaba. La percepción de su frente confirmó la belleza presentida en su primer perfil. Pero hubo algo extraordinario: sus ojos descubrieron mi reflejo con una familiaridad que yo al comienzo me figuré equivocada. Intenté revolver en mi mente para encontrar el indicio de algún recuerdo, pero no conseguí otra cosa que el desconcierto. Se inició una comunicación muda, pero feliz, basada apenas en el sutil dominio del gesto. Lo dijimos todo en aquel corto idilio luminoso. De alguna manera, el paisaje de la carretera, el aroma a tierra caliente succionado por las ventanillas, el color del trópico adormilado y las oleadas de perfume-sal con que aún el mar penetraba mi nostalgia y mi tristeza; todo eso, fertilizó la posibilidad de nuestro amor; un amor intenso, pero ficticio, porque, cuando —al fin— el sol ocultó sin piedad su mirada, el bus quedó en penumbras

106

Jaime Alejandro Rodríguez

Entretela # 2: Espejismo

y el espejo se transformó en un ojo ciego, ocioso y cruel. Pese a todo, ninguno de los dos arriesgó la certeza del otro y la oscuridad y el silencio de la noche acabaron por enterrar el espejismo. Cuando desperté, decidido a buscarla, la niña ya no estaba en su sitio: algún pueblito perdido de la ruta, durante la noche, había reclamado su posesión. Las horas que escoltaron después mi soledad provocaron la amargura insoportable en un viaje que demoró mucho más que lo esperado. Pero no era la tardanza lo que laceraba mi alma; en realidad habría preferido no llegar.

Jaime Alejandro Rodríguez

107

Ficción y olvido

Sucedió en la oficina del teniente Cuando el teniente levantó la mirada de los documentos y las fotografías que ella misma le había llevado desde temprano a la oficina —y que el oficial, en presencia suya, había estado examinando con atención y en el más absoluto silencio desde hacía más de media hora—, Graciela sintió una punzada en la base del oído izquierdo y escuchó enseguida ese singular sonido (como quien quiebra un escarbadientes) que siempre le anunciaba tiempos aciagos. —¿Y que tal estuvo la noche, sargento? —preguntó al fin el teniente con toda su mordacidad, y agregó en seguida:— por lo que veo bastante bien. Quién lo iba a creer del cabroncito: parece un as en la cama, ¿o no? —Pura envidia suya, mi teniente. Lo dice porque sabe que jamás me acostaré con usted —respondió con furia Graciela y en seguida se arrepintió de haberse dejado llevar por ese impulso incontrolable de su sangre que le hacía decir estupideces. Pero el lúgubre y vulgar ambiente de la sala y la excitación de los últimos acontecimientos habían destrozado sus nervios, así que no podía esperarse cordura de ella; algo que el teniente sabía reconocer muy bien y ahora aprovechaba con eficiencia.

108

Jaime Alejandro Rodríguez

Sucedió en la oficina del teniente

—No sea ilusa, monita —dijo, haciendo una mueca de desprecio con su boca, a sabiendas de haber ganado una jugada—, lo que me preocupa es que usted se apegue demasiado a estos tipejos pervertidos y ponga en peligro los planes. —Si es por eso teniente —respondió Graciela—, despreocúpese, puede estar seguro de mi profesionalismo. —De eso no cabe ninguna duda —afirmó con ironía el teniente, levantando una de las fotografías, ésa en la que Graciela aparecía practicando sexo oral con su amante de turno—... ninguna duda... —¿Puedo retirarme? —preguntó Graciela, con el ánimo de cortar la pesada y absurda entrevista. —Claro, retírese —respondió el oficial—, debe estar usted muy cansada; retírese, vaya a su casa y dese una buena ducha, seguro la necesita. Ah —exclamó el teniente, antes de que Graciela llegara a la puerta —; muchas gracias, lo digo sinceramente —y tarareó alguna canción que ella no pudo reconocer. Graciela cerró la puerta con demasiada fuerza, como queriendo clausurar la escena, pero aún así no pudo evitar escuchar la repugnante risotada del teniente. Sintió de todos modos un alivio al salir de esa sala que odiaba tanto, a la que tenía que acudir cada vez que culminaba una misión, en la que siempre se sentía aturdida, acorralada, repetida y que se había convertido en algo así como en la antecámara del infierno. ¿Tendría razón el teniente? Subió al primer autobús que se detuvo en el paradero, se sentó en una de las bancas desocupadas y dejó caer la cabeza contra la ventanilla. Era algo que solía hacer para mitigar las lesiones que le dejaban las cadenas de la obligación y el sacrificio: jugar al azar; dejarse llevar por lo imprevisible después del cálculo; caminar por arenas movedizas después de haber construido terraplenes seguros. Alcanzó a sentir el alud de las lágrimas que ya la desbordaba, pero logró bloquearlo con un espasmo de su garganta; sólo le quedó la sensación de un dolor atravesado. Sus manos cayeron

Jaime Alejandro Rodríguez

109

Ficción y olvido

sin fuerza sobre el bolso y en su rostro se dibujó involuntariamente una mueca como de Pierrot que le marcó un aspecto sombrío... Y cerró los ojos... Se vio a sí misma, calcada primero en las fotografías de la misión; luego su recuerdo la llevó hasta la habitación de motel donde había estado tantas veces con su amante de turno, y ya no pudo evitar el escalofrío. ¿Tendría esta vez razón el teniente o simplemente estaba perdiendo su competencia? ¿Debía empezar a aceptar lo que todos, incluso ella misma, sabían que algún día pasaría? ¿Qué era lo que sucedía realmente con ella? A lo mejor nada, una abundante ducha, un buen descanso y todo volvería a la normalidad. Según lo convenido en su contrato, tendría veinte días de asueto, tiempo suficiente para sanar heridas, tomar un nuevo impulso y volver a esa reciedumbre que tanto admiraban sus compañeros de trabajo. Bueno, al menos eso era lo que ella creía que los otros pensaban, a juzgar por sus palabras. Pero, ¿ella misma no mentía a las otras para que no decayeran? ¿No inventaba fórmulas de felicitación y apoyo, aunque nunca hubiera estado muy convencida del éxito de sus misiones o de su sentido o de su valor?... ...En el centro de la cama, siempre una sábana adicional, como si el conserje supiera de antemano que la primera terminaría sobre el suelo, húmeda, estrujada e inútil. En el techo y a los lados, grandes espejos que multiplicaban el morboso placer de observar sus propios cuerpos en acción. Lo demás igual: un pequeño baño, eso sí con una tina de adecuado tamaño, una radio, cortinas pesadas, dos cómodas sillas y una pequeña mesa, y, al frente de la cama, un televisor, que casi nunca utilizaron, pese a las claras instrucciones que Graciela tenía de mantenerlo encendido. Entraban a la habitación tomados de la mano, como amantes adolescentes. Se sentaban en la cama y sin mediar ningún protocolo se acariciaban con violencia, sin palabras, intentando romper el miedo. Un par de horas después salían de allí, un poco asustados, pero marcada en sus rostros la apariencia de una felicidad conquistada. Cualquiera los habría confundido con unos amantes dichosos... De pronto, sintió vértigo: alguien se sentó a su lado, pero ella no apartó la vista de la ventanilla. Era algo que le sucedía casi siempre después de culminada la misión: se sentía perseguida,

110

Jaime Alejandro Rodríguez

Sucedió en la oficina del teniente

sentía que sus más mínimos movimientos eran observados, que el teniente montaba ahora la tramoya contra ella. Un día, quizás dos, porque después la sensación desaparecía —o tal vez dejaban de espiarla, quién sabe... ...Con esta última, Graciela había completado ya once misiones exitosas: todo un récord, si se tiene en cuenta que nunca fue descubierta por sus amantes. Era la mejor, no cabía duda. Y no era una tarea fácil: la conquista exigía todo el cálculo posible y luego una impecable estrategia de acercamiento. Había que estudiar la víctima al detalle, jugar con los más mínimos antecedentes de su vida, minar sus resistencias. A veces, como en esta última ocasión, había que asestar un golpe fuerte, aturdir al hombre y luego sí presentarse como si nada, como una tabla de salvación, pero siempre luciendo el más transparente desinterés. Una mínima falla en el programa, podría costarle la vida, así que no podía dejar nunca un cabo suelto. Luego se requería exponer toda su capacidad histriónica, convertirse en la perfecta amante sin amor: no exigir nada, pero entregar todo, no forzar los encuentros, pero precipitarlos, no amar nunca, pero absorber al amante. Se requería tener a disposición muchas personalidades, muchos conocimientos, muchos pasados; reinventar cada vez una vida, contar con todas las coartadas posibles. Para ello, la Agencia suministraba actores y escenarios que en cuestión de días podían rodearla de una familia, de una historia o de una fortuna, si era necesario. El resultado: la víctima caía en la red sin ninguna conciencia del ardid. De otro lado, había que estar dispuesta a conquistar desde un adolescente hasta un octogenario; ella no era quien seleccionaba la víctima, sólo podía jugar a tender las trampas, a minar el campo de batalla y luego entregar al hombre, completamente destrozado, fuera quien fuera. Y lo hacía sin preguntar nada. Graciela era la mejor, sin duda. Pero había una condición necesaria, inviolable: nunca enamorarse, nunca ceder a las trampas del corazón, actuar con toda la cabeza fría posible y aparentar el amor más ardiente. Ella era una experta, podía adaptarse a los ambientes más hostiles, había logrado conquistar las víctimas más difíciles y las había entregado sin ningún remordimiento. Eso era cierto. ¿Por qué entonces ahora

Jaime Alejandro Rodríguez

111

Ficción y olvido

se había sentido tan débil ante la inquisición del teniente? También a eso debería haberse acostumbrado, hacía parte del juego. Pero esta vez, su misión once había sufrido un desperfecto. En lo más íntimo de su corazón, sentía que algo se había colado por un flanco débil. No había sido el amor, sino, tal vez, una sutil manifestación suya: la culpa. Sí, se había sentido culpable, eso era, y sobre todo había sentido la inaplazable necesidad de pedir perdón... Decidió bajarse del autobús. No conocía el barrio a dónde había arribado. Ya llegaría el momento de orientarse. Por ahora sólo necesitaba caminar despacio, como desmoronando sus tensiones. Paseó por algunas calles polvorientas, contempló las viejas casas, el parque infantil y los pequeños almacenes; se dejó emocionar con el aroma del pasto recién cortado y luego se dispuso a tomar un taxi hasta su casa. Mientras lo esperaba, descubrió al frente una iglesia y resolvió entrar. Era una pequeña y modesta capilla, con unas pocas bancadas, paredes blancas en las que colgaban algunas figuras de santos y un suave aroma a incienso. Estaba vacía y silenciosa. Recorrió lentamente uno de los corredores laterales y fue a arrodillarse frente al atrio. Era la oportunidad para pedir perdón, para sacar ese sentimiento que la había avasallado después de las confusas y extrañas relaciones con el amante de turno. Cruzó sus manos en actitud de oración, metió la cabeza detrás de los brazos y lloró como nunca lo había hecho. Esta vez, las lágrimas fluyeron sin ningún pudor y su rostro adquirió una luz singular. Pero, ¿sería suficiente éste acto de contrición? Acaso, ¿el amante de turno aliviaría su propio dolor con sólo enterase de su arrepentimiento? ¿No tendría ella que pedirle perdón personalmente o soportar el mismo mal para que se hiciera justicia? ¿Por qué acudir entonces a la abstracción impersonificada e inhumana de esta figura de madera que tenía al frente y que nada podía hacer en realidad? ¿No era este un acto trivial e incluso cobarde? Salió decidida de la iglesia. Era necesario evitar el dolor y el mal que ahora causarían al amante de turno sus documentos y sus fotografías y todas sus trampas. Aún más, había que evitar otros posibles engaños y dolores, había que cortar el circuito, eliminar al

112

Jaime Alejandro Rodríguez

Sucedió en la oficina del teniente

tramoyista, eso, romper la espiral diabólica en la que se encontraba, salvar algunas vidas del complot, eso era lo que debía hacer. Tomó el taxi, se dirigió hacia las oficinas de la Agencia y en veinte minutos estuvo allí. Al notar que el ascensor se demoraba, subió a pie los cinco pisos que la separaban de la oficina del teniente; pasó sin anunciarse a la secretaria (quien apenas se extrañó de su presencia) y estuvo parada frente a la puerta de la sala unos segundos antes de atreverse a entrar. Abrió el bolso y palpó el arma. Entonces irrumpió en la sala, donde el teniente, desde hacía más de media hora, y en el más absoluto silencio, examinaba las fotografías y los documentos que ella misma le había llevado desde temprano a la oficina. Como siempre, Graciela soportó con estoicismo las acostumbradas impertinencias del oficial, controlando ese impulso desbocado de su sangre que por lo general se apoderaba de su ánimo siempre que culminaba una misión. Apretó con fuerza el pequeño revólver de su bolso, se llevó una mano a su oído izquierdo para aliviar ese dolor que ahora volvía a molestarla, cerró los ojos y, por un momento, recordó el placer y la pasión con que había hecho el amor al último amante, se imaginó con asco al fotógrafo haciendo las tomas detrás de los grandes espejos que tapizaban el cuarto del motel, sintió escurrir un escalofrío por su cuerpo y levantó el arma. Mientras el teniente mostraba una foto —ésa donde se veía a Graciela practicando sexo oral con su amante de turno— y lanzaba su repugnante risotada, por su mente flotaron, a una velocidad incalculable, las imágenes de los últimos acontecimientos. Afuera, todos escucharon con irremediable claridad la risa del teniente y, enseguida, los cinco disparos que, uno tras otro, le encajó Graciela en su cabeza. La encontraron de rodillas, volcada sobre un reguero de fotografías, chorreando sangre por su oído izquierdo y pidiendo perdón a gritos a un hombre imaginario al que invocaba con insistencia...

Jaime Alejandro Rodríguez

113

Ficción y olvido

Entretela # 3:

Verano Aunque extenuada por el calor y por una agotadora jornada de trabajo, Gloria no violó la costumbre de redactar los sucesos del día y se encaminó hacia el cuarto de estudio antes de acostarse. Las frases insulsas fluyeron como las gotas de sudor sobre su frente. Tras concluir, quiso repasar la página, pero sintió de nuevo los rigores del cansancio. Cerró el diario, dejó el escritorio y se dirigió a la alcoba. Adentro, comprobó que la ventilación artificial no funcionaba. Optó por la apatía. Mecánicamente, colocó su peluca sobre el tocador; se desvistió con dificultad, padeciendo el despojamiento de cada prenda; se quitó las pestañas postizas y las guardó en el estuche, lo mismo hizo con las uñas; echó las cajas de dientes en el vaso con agua colocado sobre la mesa de noche, arrancó la máscara que cubría su rostro, colgó la piel de su cuerpo en el gancho dispuesto en el envés de la puerta y luego decidió arroparse apenas con la sábana, pues el ahogo era ya insoportable.

114

Jaime Alejandro Rodríguez

Sucedió en la oficina del teniente

Una utopía llamada Luisa 1. Cómo olvidarlo. Semana santa del 70: viernes soleado, diez de la mañana. Luisa había salido a esperarme a la plazoleta del pueblo, según lo convenido, mientras yo viajaba en bus —ya con retraso— desde la ciudad hacia el lugar de la cita, después de haberme peleado con todo el mundo en casa; armado apenas con un morral de milico que había conseguido en el mercado de los hippies, vestido con un blue jean desteñido y estrecho, una camiseta china muy delgada, sandalias suela-de-llanta, sin medias (claro) y luciendo un cabello libre y suelto que —por fin aquel día— había franqueado la terrible barrera que le imponían mis orejas-dedumbo; y envuelto por la misma aura vital que dos horas antes, al momento de comunicar a la familia, reunida en pleno, la tremenda decisión de abandonar la casa, se había apoderado de mi cuerpo en forma irremediable. No cabía de la dicha en el bus-destino-usme: los ojos que me miraban (o extrañados o rabiosos o asustados o cómplices) alimentaban mi confianza. Para mi suerte, la música que difundía la radio a esa hora no podía ser más apropiada: el rocanrol sabrosito que me transportaba tan fácilmente al paraíso, a esa especie de edén entrevisto en las películas de Elvis o de James Dean donde sólo hay muchachitas monas, flacas y medio putonas encargadas de la dicha eterna. Así habría de ser mi vida de ahora en adelante, así debía ser. Lo único que me preocupaba era de qué manera habría de integrar-

Jaime Alejandro Rodríguez

115

Ficción y olvido

me a la banda si no tenía ni la más remota idea de hacer música. Claro que para bailarla y gozarla no había quien me ganara, pero hacerla era otra cosa. En todo caso, me habría sentido más tranquilo si, según lo convenido, Luisa hubiera hablado ya con Lucas sobre la posibilidad de colaborar en la composición de las letras, quizás con algún poema mío de esos tan bonitos, tan románticos… Ahora: no es que Luisa me haya plantado, según se supo después, sino que se cansó de esperarme y se volvió para la casa, justo unos minutos antes de que el bus destino-usme llegara a su destino. De cualquier manera, no pasó mucho tiempo antes de que me entrara el culillo y entonces ya no supe si quedarme allí (Like a fool on the hill) esperando a alguien que tal vez ya no vendría, o regresar (Lucy vuelve a casa), pedir perdón y asunto concluido. Lerdo como estaba, tardé bastante en tomar alguna decisión y, como en toda historia de amor, cuando Luisa volvió al lugar de la cita ya no me encontró, aunque no porque me hubiera devuelto o no hubiera llegado, como pensó ella decepcionada al comienzo, sino porque a esa hora estaba en la Alcaldía explicándole a un par de policías corrompidos mi extraña presencia en la plazoleta. Bueno, el asunto es que por fin nos reunimos en la noche, allá mismo en el caserón de Usme, donde Lucas, Gustavo, Blanca, Clara y Leo y una muchachita de pelo largo, liso y negro, de rostro divino —y cuyo nombre sólo conocería después— esperaban impacientes el hervor de la aguapanela que habría de librarlos del frío glacial que había invadido el lugar. Mientras tanto, bebieron ron y gozaron con mis estornudos de primíparo: unos alaridos terribles que lanzaba cada vez que intentaba tomarme un trago con esa naturalidad con la que los otros parecían hacerlo. 2. Llegó un momento, entre la media noche de aquel viernes y el amanecer del sábado, en que me quedé inexplicablemente sólo y comencé a errar por la casa como un zombi. Aunque no era mi primera visita, sentí de pronto la necesidad de reconocer el lugar; al fin y al cabo ése habría de ser mi habitat de ahí en adelante. Quería encontrarme con Leo o con Lucas, ahora que me sentía tan

116

Jaime Alejandro Rodríguez

Una utopía llamada Luisa

bien, para conversar de música. Porque a mí, que quede claro, no me gustaban esas baladitas de Enrique Guzmán o César Costa y detestaba la sensiblería lloricona de Ádamo. Yo, que quede claro, en cuestión de música, lo que amaba de veras era el rock duro, el de Sargent Peper o el de los Rolling, el rock duro, el que ellos, la banda de Lucas, se atrevían a tocar. Hasta conocía varias canciones bien berracas, ya se sabe, letra fuerte y ritmo violento. Incluso había pasado el último fin de semana traduciendo las letras de Woodstock: Jimy Hendrix, Santana, Cream, Trafik y, por supuesto, los rocanroleros de siempre: el viejoelvis, Chuck Berry, Bill Halley, música de verdad. Nada de Rafael o del club del clan, nada de eso. Pero al parecer no había nadie. Arriba encontré los cuartos vacíos. Siempre me habían llamado la atención esas habitaciones desordenadas, llenas de cachivaches y artesanías, colchón en el piso en lugar de cama, móviles figuras pendiendo del techo, cobijas regadas. Nada que ver con el cuartito ordenado que todas las mañanas me arreglaba mamá. Pero lo que me fascinaba realmente eran los afiches. Era como si los personajes que re-presentaban estuvieran allí de verdad: el Che, Mao, Marilyn, Nicol, Cristo, Lumumba; como si en serio estuviese allí toda esa gente chévere. Bajé las escaleras y salí al patio. De nuevo me entró el culillo. ¿En realidad no había nadie? ¿Estarían metiendo droga dura? ¿Sería mejor, abandonar todo esto? No. Estaba decidido: cualquier cosa que ahora hiciese tenía que incluir a Luisa. No. Fin de las dudas. Y un par de manos se posó sobre mis ojos y sin saber cómo ingresé de nuevo a la casa llevado esta vez por ese ángel de pelo negro que ahora ya tenía nombre: se llamaba Inés. Sobre las baldosas heladas del garaje, al lado de Luisa y de Blanca, sentí que un chorro de lava perforaba mi garganta: acababa de tragarme un vaso de ron de un solo sorbo pensando que era aguapanela. Pero bien, todo estaba bien, sobre todo esa “escalera al cielo” que Lucas había tocado en su guitarra acústica y ese “stream”, anuncio de rumba, que se había fajado Gustavo en la batería. Todo estaba bien: las otras canciones que ya empezaban a sonar, la voz de Clara y hasta el triángulo inaudible que tañía Inés con inocencia suma. Todo estaba Bien. Blanca, Luisa y yo, con las palmas, colaborábamos en la percusión.

Jaime Alejandro Rodríguez

117

Ficción y olvido

3. Ese sábado, tras la rumba, todavía confundido, presencié un amanecer saturado por la luz ondulante y tibia de mi propia desazón; y (mientras retornaba el rito diabólico de los pocillos de ron que podían estar llenos de aguapanela o al contrario, y la pared tapizada de afiches —que la noche anterior pareció cobrar vida en medio del convite— volvía a lucir inmóvil, fantasmagórica) sentí que la música suicida de Jim Morrison se deslizaba desde la grabadora hasta mi cerebro con el ritmo de la desolación. Al medio día, una lluvia fina comenzó a manchar de gris todas las ventanas y el sueño se apoderó de la casa. Después de una siesta más bien corta, desperté de pronto en mitad de una escena dantesca: me rodeaban numerosos cuerpos regados sobre la fría baldosa del garaje que soltaban espasmos como de agonía; una pierna, cuyo origen nunca pude precisar, me impedía moverme y el grito que quise expulsar, y que se me quedó atrapado entre el pecho y la garganta, fue emitido por alguno de esos cadáveres con la resonancia del terror. Pero todo estaba bien. Todo había estado muy bien. Mis fibras se habían conmovido sinceramente con ese chorro de música que había saltado desde las guitarras: Jimi Hendrix, Janis, the Rolling, la Banda... Todo bien. Había sentido la música por primera vez, incluso con dolor. Había entendido que música es también golpe o color que rasguña la piel; había comprendido el sentido cósmico de la voz de Jagger. 4. La plaza de los vientos está situada en el cruce de las tres calles principales del suburbio, cerca de la Alcaldía menor y frente a la iglesia. A las diez de la mañana del domingo, podía sentirse ya con toda su fuerza la razón del sobrenombre. A esa hora, cada puesto de venta se encontraba firmemente enclavado, no sólo en la glorieta, que era el sitio de más congestión, sino también en la boca de las tres calles que llegaban hasta la plaza. Se iniciaba, así, la actividad dominical en Usme; una mezcla de fiesta popular y venta de baratillo. Tal vez las cosas ahora sean distintas, pero entonces, la plaza de los vientos era una especie de ágora donde

118

Jaime Alejandro Rodríguez

Una utopía llamada Luisa

tenía lugar toda clase de manifestaciones populares. Allí era dónde la banda de Lucas hacía sus presentaciones de rock. Una de las cosas que más me desconcertó, durante aquellos días en el caserón, fue la manera como el comportamiento del grupo variaba sin seguir ningún modelo. Por eso, tras aquella primera noche medio loca del viernes y la pasividad casi total del día siguiente, en la que nadie salió a la calle —ni siquiera para reponer el ron que tanta falta hizo para curar el helaje de la segunda noche, violentamente fría— me sorprendí tanto con la inusitada actividad del grupo. Muy temprano, Inés se levantó, preparó la aguapanela, despertó a los demás como una madre bondadosa despierta a sus chiquillos. Luego, con Clara, se dedicó a limpiar y afinar los instrumentos, mientras los otros se vestían y ensayaban coros o hacían bromas muy animados. A media mañana, por fin apareció Luisa en compañía de Blanca y me explicó que el grupo daría un concierto en la plaza de los vientos en la tarde. Para fortuna de todos, el Alcalde menor había sido compañero de estudios de Lucas y por eso había accedido con gusto a contratar el grupo para una presentación semanal en la plaza a manera de recreación. Por fortuna, no sólo tenían muy buena acogida, sino que incluso actuaban en las fiestas particulares de la gente del pueblo que así se había acostumbrado a ellos. Era su manera de sobrevivir. Aquel primer domingo, mientras escuchaba el nights in white satin con que se abrió el concierto, mientras observaba a los muchachos del pueblo, emocionados y felices, mientras las manos de Luisa aprisionaban mi pecho con ternura y mantenían el ritmo de mi corazón dichosamente acorralado, mientras la música comenzaba a fundirse con el viento y con el sol, yo no podía pensar en otra cosa sino en la suerte de ser partícipe de la maravilla. Estaba allí, integrado a un grupo de aprendices del rock, en un suburbio perdido, intentando vivir de una manera distinta, sin preguntarme mucho por qué lo hacía, sin cuestionamientos ni temores, sencillamente feliz. 5. Cómo olvidarlo, si ya me estaba acostumbrando al toquecito diario, místico, pendejo, a esquivar el amor baboso de Gustavo,

Jaime Alejandro Rodríguez

119

Ficción y olvido

a soportar los berrinches de Dieguito (el misterioso hijo de Inés). Pero llegó la catástrofe: fui esposado, pateado y encarcelado, tras la trifulca con la que culminó el concierto del domingo siguiente. Todo acabó a la media noche de ese día. ¡Qué desengaño! Para entonces, ya había agarrado el ritmo del grupo, ya mis crisis estaban superadas. Incluso, a esa altura me había resignado a compartir con Blanca su amor por Luisa (que entre ellas no sólo era ese amor entre primas, tan natural, sino un amor más atrevido, más, por decirlo así, carnal) y, aunque algunas cosas todavía me incomodaban, había logrado amoldar mi espíritu a esa manera libre de amar que el grupo practicaba. Toda esa experiencia lanzada al carajo, toda la filosofía de la paz y el amor, toda esa posibilidad de vivir diferente, el gran horizonte de la libertad sin límites, la tranquilidad interior del hippie que ya estaba adquiriendo, la serenidad del yogui, la beatitud del budista que estaba alcanzando, todo para la mierda: la música rock, el bajo eléctrico —que ya empezaba a sonar tan bien bajo el influjo de mis dedos—, mis composiciones y mis poemas para la mierda. Es cierto: bastaron esos diez días para ganarme la fama de drogadicto, autista y esquizofrénico, y si no es por mamá, me llevan directo a un nosocomio, a curarme de la locura. Para evitarlo, tuve que inscribirme en la Universidad y pedir perdón ante la familia, reunida en pleno, que al final respiró tranquila porque su hijo pródigo había vuelto a casa, pero, sobre todo, porque habían logrado desterrar a ese demonio que se hacía llamar Luisa y que por poco arrastra a Federico a los infiernos.

120

Jaime Alejandro Rodríguez

Entretela # 4: Odisea con Mishima

Entretela # 4:

Odisea con Mishima Sucedió así: Acababa de pasar por una crisis emocional muy fuerte cuando, por asuntos de trabajo, tuve que viajar por aire. Ya acomodado en el interior del avión, ajusté mi cinturón de seguridad, saqué el libro que había comprado hacía unos días y me hundí en su lectura. Nada más coincidente con mi estado de ánimo de entonces que esa novela: El pabellón de oro de Mishima que, en un tono depresivo, narra la historia personal de Mizogguchi, un muchacho torpe y tartamudo —a causa de un traumatismo psicológico—, afligido por un complejo de inferioridad tan parecido al que yo sufría que en mi alma empezó a resonar esa imagen del joven japonés arrodillado en el monasterio de Rokuonji como si hubiese sido extraída de mi propia memoria. Tal vez por eso, ni siquiera me percaté del momento en que, ya completo el cupo, el avión decoló y mucho menos del tipo de personas que lo habían abordado. Afuera, la noche parecía haberse adelantado, el tiempo estaba terrible, los avisos de advertencia no se apagaban y el avión se vio sacudido varias veces por los embates de un viento tormentoso que amenazaba constantemente la estabilidad de la aeronave. En el salón, sin embargo, no se escuchaba ni un suspiro. Inmerso en la lectura, yo ni siquiera me inmutaba y los demás pasajeros, adiestrados en el arte de la inamovilidad,

Jaime Alejandro Rodríguez

121

Ficción y olvido

no emitieron ni un sonido, ni una señal de pánico por lo que, en cualquier otra circunstancia, se habría asumido como una situación de real emergencia. Cuando los truenos se hicieron más frecuentes y la lluvia empezó a rasguñar con furia el fuselaje del avión, yo estaba en medio del Monasterio, acompañando a Tsurukawa y a Mizogguchi en alguna sesión de enseñanza. A esa altura me encontraba absolutamente identificado con el terrible dolor del muchacho, quien ya no podía amar y se sentía molesto por la perversa ironía de su amigo Kashiwagi. Había comenzado ya a manifestar esa paranoia enfermiza que lo llevaría a destruir su ídolo, en una desesperada tentativa por zafarse de su paralizadora influencia, que le impedía ser libre de verdad. Así, en ese estado, imposible atender el llamado del piloto a permanecer alerta (que tampoco los demás pasajeros parecían considerar). Cualquiera que observase la escena habría creído que en el avión no había pasajeros, sino muñecos, quizás maniquíes, dispuestos para algún simulacro. Cuando el primer motor se incendió, yo estaba en realidad abismado en medio del templo que ahora había empezado a arder por obra de Mizogguchi, de modo que confundí las llamas que lamían la ventanilla con las danzantes lenguas de fuego que empezaban a consumir el santuario, y el calor y el estremecimiento que empezaron a apoderarse de la nave con el que sintió Mizogguchi tratando de huir, y hasta tosí como el muchacho que ahora se lanzaba en una desatinada carrera... Sólo entonces, alcé la vista, y vi a mi lado, casi sin sorpresa, a Tsurukawa; miré hacia atrás y reconocí a Kashiwagi y más allá a Mariko y a Yokobutu y al Prior: ¡todos estaban allí! En ese momento me asusté de veras, alcancé a pensar que la lectura me había transportado hasta el lugar de los hechos, y entonces intenté pararme, pero el cinturón me haló de nuevo al asiento. Recobré así la conciencia, aunque sólo por un instante, porque enseguida me desmayé y no pude por eso ser testigo del forzoso aterrizaje que, gracias a la pericia del piloto, se llevó a cabo, allí, en medio de una trocha, cerca de la montaña, a pocos kilómetros del aeropuerto; ni del rescate que se efectuó a los pocos minutos, con el cual pudo

122

Jaime Alejandro Rodríguez

Entretela # 4: Odisea con Mishima

ponerse a salvo la misión japonesa que visitaba la zona, y que había abordado, por pura coincidencia, el mismo avión que yo. Desperté en el hospital, acompañado por mis hijos y por mi mujer, quienes me contaron lo sucedido y también que el único enser que pudieron recuperar de mi equipaje fue el libro de Mishima, del que, aún en mi inconsciencia, no quise desprenderme.

Jaime Alejandro Rodríguez

123

Ficción y olvido

El sueño de rebeca Las 3 de la tarde. Agoniza Para Rebeca siempre había sido la hora más plácida: finalizaba entonces la programación de las telenovelas y en el ambiente de la casa se instalaba un aliento especial que la convidaba al descanso. Antes de la siesta, sin embargo, tomaba su tejido y empezaba a trabajar en él. Un rato después, con esa tranquilidad que le daba la conciencia de la labor cumplida, sucumbía por fin al letargo. Por la época en que Darío, su esposo, por razones de trabajo, tuvo que encargarse de una serie de labores que lo obligaban a ausentarse de la ciudad —a veces por largas temporadas— empezó a soñar a la misma hora, con un hombre que, justo antes del reposo, se asomaba desde la calle a la ventana de la sala y la miraba con unos ojos extraños que sin embargo proyectaban un hechizo irresistible. Pese a la incomodidad que —incluso en el sueño— le causaba una presencia tan inoportuna, ella abría la puerta, lo invitaba a seguir, dejaba que se acomodara en el sofá, lo atendía con un café (o, a veces, con una copa) y, tras conversar sobre asuntos que jamás su memoria lograba registrar, pasaban a la habitación y empezaban a acariciarse sobre la cama, pulcramente tendida desde la mañana. Había más ternura que sensualidad en la sensaciones que ella experimentaba en medio del sueño y, a decir verdad, éste nunca cruzó los limites del erotismo. De pronto nacía de su garganta una especie de asfixia y entonces Rebeca se despertaba presurosa, sobresaltada: había llegado la hora del regreso de los niños.

124

Jaime Alejandro Rodríguez

El sueño de Rebeca

El asunto del sueño se fue convirtiendo, poco a poco, en un especie de dicha onanista que le servía a la vez para capotear la aburrida soledad de las tardes y para soportar las ausencias de su marido. Pero, sucedió algo sorprendente. Como de costumbre, iba una mañana de camino a la tienda, cuando creyó ver al hombre de sus sueños. No lo vio de cerca, es cierto, pero habría reconocido su presencia a cualquier distancia; era él, seguro que era él, no había duda: su forma de caminar, su vestido, su cabello. Claro, Rebeca no supo qué hacer, pues, para colmo, el hombre entró al mismo sitio a donde ella se dirigía. Por un momento pensó que el muchacho había averiguado dónde hacía ella las compras, pero después cayó en la cuenta de que en realidad era una tontería pensar en algo así, de modo que decidió tomar las cosas con calma y entrar como si nada... Aunque al fin no fue capaz: asaltada por un estremecimiento sobrenatural, siguió de largo. Estaba segura de que el hombre la esperaba adentro, pero ya no supo qué creer, pensó que estaba volviéndose loca y le echó la culpa a la ausencia de Darío. Al fin y al cabo, era su intermitencia, sus benditos viajes, su discontinuidad, lo que había causado el ansia ésa de los sueños. Algunas amigas se lo habían advertido; ellas mismas habían sufrido experiencias similares, una necesidad incontrolable de remplazar la presencia del hombre que las abandona; una conducta que simplemente respondía a esa naturaleza femenina que no tenía sentido evitar. Sólo que Rebeca no creyó que fuera posible en ella: mientras no pasó de simples alucinaciones estuvo bien, pero ahora, que podía ser una aparición real... Aunque el muchacho ése a lo mejor no tenía nada que ver con el hombre del sueño, lo cierto es que ahora sentía que había ingresado, involuntariamente, a ese grupo de mujeres del que ella se creía ajena: las adúlteras. Hizo entonces el propósito de no dar signos de su confusión; ni más faltaba, todo sería, menos una puta, eso debía estar claro, no sólo en su consciencia, sino para todo el mundo; así que esa tarde se entretuvo en alguna cosa para evitar el sueño, confiada en que a lo mejor era pura falta de oficio, como le decía Darío cuando ella le contaba lo de las otras...

✸✸✸

Jaime Alejandro Rodríguez

125

Ficción y olvido

Jamás lo volvió a ver; tampoco volvió a soñar con el hombre de la ventana; y aunque debió sentirse más tranquila, lo cierto es que las horas de la tarde se hicieron insoportables, sobre todo porque ahora —sin la ayuda del espejismo— el ansia se iba depositando en su mente de una manera que cada vez se hacía menos llevadera. Al menos antes podía desahogar sus anhelos —aunque fuera de esa forma solapada y pueril de sus fantasías—, pero ahora, clausuradas las ventanas, el miedo había edificado un muro infranqueable, sólido, tras el cual ella presentía la presencia real de la libertad. Lo más difícil era aparentar sobriedad en la casa. Ni siquiera frente a los niños podía estar calmada. Descuidaba sus tareas, rompía platos, olvidaba los oficios. Las cosas empezaron a tomar un rumbo inesperado. Ya nada la sosegaba: ni la conversación con sus amigas (a quienes no podía dirigirse con sinceridad, pues pesaba más la obligación de mantener su imagen de mujer digna que la urgencia de sus vacilaciones), ni las salidas a la calle, ni mucho menos los consejos de Darío. Se sentía atrapada, tensionada por los deseos. Así que, a solas, fue construyendo entonces la fuga... Lo primero fue inventar una excusa para salir del barrio. Se inscribió en un gimnasio, y de ese modo pudo destinar las horas de la tarde, que antes dedicaba a la siesta, al cuidado de su cuerpo, con el beneplácito de Darío, el apoyo de sus hijos y la envidia de sus amigas. Allí descubrió su belleza, una belleza que antes simplemente no contemplaba por pudor, pero que ahora surgía en su conciencia como un atributo del que podía enorgullecerse. Allí descubrió también la posibilidad de hablar de su situación sin compromisos, sin ataduras que le impidieran expresar sus ideas y sus sueños. Era como haber encontrado una isla en medio del naufragio, a la que podía recurrir sin miedo a quedarse sola o ser malentendida. Allí conoció también su primer amante... Resultaba increíble: un chico, mucho más joven, se había enamorado casi desde el primer día y no sólo parecía estar loco por ella, sino que la supo cortejar, hasta el punto que muy pronto (quizás demasiado) logró llevarla a la cama. Sucedió en una forma tan natural que ella misma se sorprendió de su espontaneidad y de su iniciativa. Julio —ese era su nom-

126

Jaime Alejandro Rodríguez

El sueño de Rebeca

bre— había tenido el tacto y la destreza de hacerla por primera vez dichosa, no tanto por sus caricias, sino sobre todo con sus palabras. Rebeca estaba convencida de que había conocido por fin el amor en su dimensión sublime; pero comprendió también que esa experiencia no dependía de su acompañante, sino de ella misma. Lo extraño es que la reputación que pronto adquirió entre los asiduos al gimnasio no sólo no la molestaba, sino que la complacía y se ufanó de ser codiciada por otros hombres. Entretanto, su hogar volvió a recuperar la calma. Estuvo más atenta con Darío y, sinceramente, amó mejor a sus dos hijos. Se le vio más activa en la cuadra, mucho más sociable y alegre; conducta que enseguida fue percibida con malicia por los habitantes del barrio, especialmente por sus antiguas amigas, quienes no podían soportar tanta armonía y buscaban constantemente el gusano en la manzana saludable de su nueva vida. Las murmuraciones no se hicieron esperar, tampoco las intrigas impertinentes y muy pronto se sintió acorralada por una especie de engendro de múltiples ojos que la espiaba en espera de cualquier error. Rebeca comprendió muy pronto que no tenía caso resistir. Ella misma habló con Darío antes de que se enterara por terceros. En realidad ya tenía muy claro que su vida había cambiado por completo.

✸✸✸

Rebeca está hecha hoy una vieja. Pronto va a morir. Sus dos hijos —ahora unos adolescentes— la visitan a escondidas, le llevan algo de dinero y cuando se enferma hacen lo imposible para que sea atendida; aunque no es nada fácil para ellos, no sólo porque aún no tienen manera de reunir el dinero por sí mismos (y entonces tienen que recurrir a engaños para que su padre les dé algunos billetes extras), sino sobre todo por el riesgo que siempre corren de que él se entere de sus peripecias. Además, es bien complicado seguir la errancia de Rebeca, pues ella siempre está cambiando de lugar de residencia sin dar aviso.

Jaime Alejandro Rodríguez

127

Ficción y olvido

Si bien al comienzo pareció que las cosas no podían ir mejor para Rebeca, sus últimos años han sido un verdadero infierno, hasta el punto de que, a los cuarenta, es una mujer enfermiza y amargada que nada quiere de la vida, como si hubiese caído en un agujero negro del que le resulta cada vez más extenuante salir. Se casó en segundas nupcias con un hombre guapo y rico que la hizo feliz por un par de años. Todo anduvo muy bien, mientras su vida no cayó en las ansiedades insoportables de la rutina hogareña, mientras su hombre no se convirtió en otro Darío, imbécil y aburrido. Entonces volvió a sus andanzas y pronto se dejó seducir por otro hombre, esta vez menos guapo y mucho menos rico. Se trasladó con él de ciudad y allí vivió unas angustias terribles, hasta que se voló con otro hombre. Imposible hacer la cuenta de cuántos amantes tuvo en este ir y venir, o cuantos itinerarios imprevistos tuvo que emprender. Lo único cierto en su vida era la insatisfacción continua: nada podía aplacar sus deseos de libertad. Diez años después de la fuga de su primer hogar, volvió a la ciudad, intentó el contacto con su familia, pero ya no pudo rehacer su vida. Cayó tan hondo que terminó vendiendo su alma a uno de esos traficantes del sexo que se encargan de juntar cuerpos desechos.

✸✸✸

Así que eso era Siendo las tres de la tarde, hora que para Rebeca había sido siempre la más plácida —hora en que finalizaba la programación de las telenovelas y en el ambiente de la casa se instalaba un aliento especial que la convidaba al descanso—, agoniza. Sus hijos han perdido definitivamente su pista. Pero ella le agradece a la vida que, después de tantos años, haya podido por fin reencontrar al hombre de sus sueños. Está allí, en el vano de la ventana, con su ojos hechizantes y sus finos modales, invitándola a salir; es él, seguro que es él, no hay duda: su forma de caminar, su vestido, su cabello. Como puede, Rebeca se levanta de la cama, la arregla pul-

128

Jaime Alejandro Rodríguez

El sueño de Rebeca

cramente, avanza hacia la ventana, conversa un rato con el hombre y luego —tras comprender al fin su mensaje— toma su mano, se deja conducir mansa y se eleva sobre el muro ahora franqueable de sus miedos...

Jaime Alejandro Rodríguez

129

Ficción y olvido

Entretela # 5:

Procedimiento Evita el mediodía. Si encuentras el pozo apropiado ya hecho, deslízate por él. Una vez abajo y en la oscuridad, permanece un tiempo (el que sea necesario, el que tú quieras) contemplando el fenómeno. El momento del ascenso será tu prerrogativa. Si, en cambio, no has descubierto alguno que sea apropiado, dispónte a construirlo y recuerda que no hay nada más emocionante, para nuestra conciencia urbana, que horadar la tierra. La herramienta es lo de menos. Ojalá puedas hacerlo a campo abierto: la presencia de edificios puede estropear el experimento. Erige la excavación de tal manera que su diámetro sea al menos el triple de tu propia circunferencia (esto facilitará el descenso y también la observación) y su profundidad alcance lo necesario para que la luz del sol ya no ilumine el interior. Luego, asegúrate de inundarlo hasta que se forme un embalse estable que puedas gobernar. Entonces deslízate por el espacio y contempla la maravilla. Este procedimiento, si has comprendido, o cualquier otro esencialmente equivalente, te servirá para mirar estrellas en el día.

130

Jaime Alejandro Rodríguez

El sueño de Rebeca

En la calle de las rejas El hombre disolvió tres cubos de azúcar en la taza de café y luego mantuvo la cuchara entre los labios, mientras su mirada se dirigía al frente y atravesaba los cristales de la ventana para posarse al otro lado de la calle, sobre una de las casas enrejadas. Era fácil presagiar que hoy volvería a llover recio, pues se habían formado ya los mismos nubarrones de aspecto amenazante que en los últimos días habían cubierto el cielo de la ciudad. El hombre soltó la cuchara en el plato sin dejar de mirar hacia afuera y llevó la taza a sus labios. Bebió el café a pequeños sorbos y sólo hasta que terminó, se dispuso a hablar. Aunque no debía tener más de cuarenta años, las contorsiones de su rostro marcaban sus arrugas de un modo tan duro que envejecían dramáticamente su expresión; de manera que, por momentos, me parecía estar frente a un anciano. Sí, compañero, como le digo: aunque ahora se extienden a lado y lado —dejando apenas espacio para algún cafetín de mala muerte—, hace un tiempo sólo había una que otra casa con puertas enrejadas en uno de los costados de la cuadra. La calle se ha ido llenando, ¿sabe?, sobre todo desde que la rentabilidad del negocio ha crecido por efecto de la demanda, pero ése es otro cuento que después le puedo relatar si quiere. No se preocupe amigo, yo sé que no es nada fácil acostumbrarse a ver todas esas mujeres detrás de los barrotes, riendo y empujándose entre ellas, intentando ganar la atención de los transeúntes, exhibidas como mercancía, sobre todo si se tiene en cuenta que a unos pocos metros se halla el centro de comercio y de

Jaime Alejandro Rodríguez

131

Ficción y olvido

negocios más prestigioso de la ciudad, con toda su pulcritud y su asepsia. La Calle de las Rejas, más que una isla aquí, en medio del mar de asfalto, parece un pasaje infernal, la galería inesperada de un laberinto, un mundo divergente cuyo tránsito resulta siempre espantoso o incluso fatal para quien no lo conoce. Pero no se me asuste, compañero, no se me asuste. Observe: una mujer se dispone a salir de una de las casas. Esa, la bajita, la que es más bien gorda, la de pelo y ojos negros y cara linda, ésa. El hombre moreno, aquél que tiene un gracioso uniforme rojo y que hace a la vez de conserje y carcelero en la cuadra, se acercará y abrirá la puerta. No es muy corriente que alguien se presente a esta hora, ¿sabe?, por eso el hombre de las llaves tardará un tiempo en atender el llamado, pero no se impaciente amigo, no se impaciente, acabe de tomarse su café con calma... ...Bajo esta odiosa llovizna que ha hecho que la mañana se ponga tan gris y melancólica, ella, resignada, se dirigirá hacia el norte, mientras las otras se quedarán adentro, vociferando como pajarracos alborotados. Un muchacho —ése que está parado en la otra esquina, esperando la señal; así funciona esto, ¿sabe?— se le aproximará entonces; hablarán y luego partirán juntos al hotelucho que queda en la siguiente cuadra. Un par de horas después, la pareja saldrá y retornará al mismo punto del encuentro. La lluvia habrá arreciado. El muchacho sacará unos billetes y enseguida se separarán. Ella se dirigirá de nuevo a la casa. El negro volverá a abrir la puerta y la muchacha entrará, mientras las otras, todavía pegadas a la reja, como ahora, aprovecharán el breve respiro para hacer muecas obscenas y acosar a algún paisano que pase por el frente. Ella seguirá al fondo del zaguán. A pesar del chubasco, la luz del patio dejará ver la silueta de un hombre alto que extenderá su mano y recibirá los billetes. Obsérvelo con cuidado en ese momento, puede ser una buena imagen para su crónica. Meterá su mano al bolsillo y con un ademán le ordenará a la joven prostituta que vuelva al corredor. Pero no se impaciente amigo, ya tendrá tiempo para apreciar todo esto en detalle. Se lo digo yo...

✸✸✸

132

Jaime Alejandro Rodríguez

En la calle de las rejas

Si sabré historias... Conozco la de un muchacho muy parecido a éste, un primíparo también. Antonio, se llamaba... La primera vez que Antonio pasó por la Calle de las Rejas —siendo aún niño, de la mano de su padre— sintió una especie de conmoción. Nunca había visto algo igual. Por mucho tiempo tuvo adherida en su mente la imagen de esas mujeres que, con sus manos aferradas como garras a los barrotes, reían y gritaban, tratando de ganar espacio para poder exhibir su cuerpo. Constantemente soñaba con esos racimos de brazos y pies que brotaban de las rejas de las casas. Llegada la adolescencia, el deseo de poseer una mujer se volvió para Antonio una obsesión que, por momentos, alcanzaba matices de esquizofrenia. La mirada de la vecina, por ejemplo, cuando él la saludaba con timidez, podía estar cargada de sugerencias que tal vez él no sabía aprovechar; quizás el cumplido de las amigas de mamá, en sus visitas a casa, era un mensaje cifrado que él no podía discernir; las bromas que hacían las amigas de su hermano mayor tal vez ocultaban el deseo de estar con él. Pero, ¿cómo estar seguro? ¿Cómo saber con quién dar el paso? Además, había escuchado tantas cosas inciertas, relatos sobre peligros y enfermedades, sobre embarazos indeseados y tragedias, ¿cómo acceder al secreto entonces? Sólo estaba seguro de una cosa: no estaba dispuesto a esperar mucho tiempo. Sus noches eran insoportables; a menudo lo atacaban sueños de los que salía incómodamente mojado, pero de los cuales no lograba retener nada: ni una imagen, ni una palabra que le diera la oportunidad de saber cómo era eso de hacer el amor realmente; simples acercamientos, simples contactos que culminaban en esa mortificante eyaculación involuntaria que ya no sabía cómo disimular. Nunca, sin embargo, se le había ocurrido venir a la Calle de las Rejas en busca del objeto de su deseo; quizás porque esa primera impresión de su infancia mantenía todavía vivos sus temores; pero sobre todo porque su experiencia —en un asunto tan delicado como ése— se reducía a la lectura de algunas referencias literarias sobre burdeles y amores escandalosos; de modo que, con sólo imaginar la visita a un prostíbulo como solución a sus dificultades sexuales, empezaba a sentirse acosado por un estado de cobardía

Jaime Alejandro Rodríguez

133

Ficción y olvido

lo suficientemente fuerte como para bloquear todos sus deseos. Pero un día que —por razón de alguna diligencia— Antonio tuvo que pasar muy temprano por estos rumbos, conoció a Julieta. Tropezó con la muchacha cuando ella salía de un cafetín que a esa hora prematura olía aún al aguardiente de la noche y albergaba todavía los borrachines que no habían podido salir, quizás porque su propia embriaguez los había enterrado en un sueño profundo y estúpido. Esa al menos fue la impresión que le causó el rostro del hombre que salió a la puerta tras la muchacha, gritándole obscenidades y reprochándole no se qué falta de honor. Antonio la siguió. Su cara de niña y sus falditas floreadas —que le daban un aspecto pueril y desolado a la vez— lo conmovieron. La acechó varias cuadras, luego la abordó, se ofreció a acompañarla y, pese a que la advertencia de ella fue tajante: «No se me acerque, ¿no ve que soy una puta?», él insistió. Y no pudo desprenderse desde entonces de la idea de hacer el amor con ella. Cuando consiguió el dinero, como cualquier extraño arregló el encuentro y una tarde pudo por fin meterse por un par de horas al hotelucho de la esquina. Antonio no logró quitarse de la cabeza la sonrisa de Julieta y por eso regresó al día siguiente. En realidad, no había podido dormir. La complacencia de Julieta, la delicadeza con la que ella actuó después de que lo vio rendido allí en la cama, temblando del físico miedo por ser su primera vez, le devolvió la confianza en la vida. Finalmente accedió al misterio y ahora andaba feliz. Le había prometido volver al otro día y ella no se había negado... ¿Qué más podía esperar de la vida? Sin haberlo acordado, se acostumbraron a verse todos los días a la misma hora. A veces, cuando el muchacho reunía dinero, se iban juntos al hotelucho, pero casi siempre él se paraba al frente y desde allí vigilaba por horas la puerta de la casa, presintiéndose observado. Incluso cuando ella salía con otro hombre, él se emocionaba y esperaba a que la pareja regresara para enviarle algún signo, algún gesto que pudiera interpretarse como la señal inequívoca de su constancia. Las mujeres (las de la casa primero, luego todas las de la cuadra) no tardaron en reconocer aquel extraño ritual y en convertirlo en objeto de burla.

134

Jaime Alejandro Rodríguez

En la calle de las rejas

Pero cuando podían estar juntos, ella se comportaba de un modo muy raro: no le hablaba, como si no le importara, como si él fuera uno más. Hacían un amor rápido, insípido, que cada vez lo deprimía, y permanecían luego sentados sobre la cama, espalda contra espalda, sin pronunciar palabra. La explicación que Julieta solía darle para justificar su comportamiento resultaba tan inverosímil que él se negó siempre a aceptarla. Al principio, con el frágil argumento de que podía hacerse cargo de ella, Antonio le había pedido que dejara el oficio, pero pronto comprendió que ése no era el camino para lograr el amor de Julieta. Intentó de todo, desde llevarle flores, hasta componerle poemas. Convirtió su vida en un auténtico sacerdocio, lleno de votos y sacrificios, al parecer completamente incomprendidos. Hasta que un día Julieta no volvió más. Entonces Antonio casi se vuelve loco. Nunca supo si ella se había aburrido de sus visitas o si el patrón se enteró de aquel rito improductivo y la despidió. Lo cierto es que el muchacho, por un tiempo, abandonó todo nexo, se volvió vagabundo, cayó en lo más hondo y erró como un desgraciado por el laberinto...

✸✸✸

...Tal vez este muchacho de ahora —ése, el que aún espera impaciente en la esquina, el pobre—, tal vez, digo, regrese mañana —nunca se sabe— y permanezca entonces por horas frente a la casa y no se mueva en todo el día, ni siquiera cuando la chica de cara linda salga para atender algún otro cliente. Apenas agitará sus brazos cuando la vuelva a ver, pero ella quizás ni siquiera se de cuenta... como ahora, porque es una ingrata, tan ingrata como bonita, la miserable... Pero no se impaciente amigo, no se impaciente... Ya comienza a llover más recio, ¿ve?... El rostro del hombre se había congestionado y ahora el sudor le escurría desde la frente. Entonces bajó la mirada, aflojó el

Jaime Alejandro Rodríguez

135

Ficción y olvido

nudo de su corbata y, como queriendo sofocar sus recuerdos, pasó varias veces con brusquedad una servilleta por toda su cara; luego pidió otro café y se quedó en silencio, revolviendo el azúcar en la taza. Las primeras gotas de lluvia empezaron a resbalar por las ventanas del cafetín y yo me alarmé porque ya no podría reparar nada de lo que sucediera allá afuera; en ese mundo divergente y misterioso que, de nuevo, iba a quedar vedado para mí.

136

Jaime Alejandro Rodríguez

En la calle de las rejas

Entretela # 6:

El otro Lejos de su pensamiento la idea de retornar. Al principio había asumido su nueva condición (no tan nueva cuando me relató su historia) con tal entusiasmo, que, por un tiempo, los primeros años, logró olvidarlo todo y habituarse a los inconvenientes obvios generados de su osadía. Pero, después, ecos de su pasado intentaron romper la resistencia por el flanco más débil de su personalidad: la nostalgia. La imagen de sus padres y de sus hermanos —sobre todo del mayor, en quien se fiaba con una creencia ciega—; los rostros de antiguos amores —algunos de los cuales reposan aún, papel chiteado, en bolsillos interiores de su billetera—; el recuerdo de los amigos de infancia y de adolescencia y luego de trabajo; el barrio, las fiestas, el estudio, el periódico donde componía la página de avisos de defunción. Toda una vida interrumpida, de pronto, sin atenuantes ni pesadumbre, se empeñaba en desfilar por su memoria, disfrazada de sueño o de cara conocida en la calle o de llamado insólito. Luchó contra todo eso y, aunque no pudo evitar la presencia de aquellos embates imprevisibles, se hizo más fuerte en su propia convicción. Aquella tarde de tragos me confió su gran secreto: del archivador de su cuarto de estudio sacó un obituario. El nombre no me dijo nada y el texto no podía ser más convencional. «Ese era yo», me aseguró y comenzó a llorar. No me explicó nada más, tampoco volvió a mencionar el tema y evadió siempre mi curiosidad.

Jaime Alejandro Rodríguez

137

Ficción y olvido

De vez en cuando lo veo allí, sentado en su silla, frente a la máquina de escribir, y su piel se templa, su voz se ahoga. Entonces puedo imaginar su desarraigo. Él lo sabe: conozco su historia, la he indagado, pero también sabe que además de estas líneas inéditas, ninguna otra cosa se ha dicho... ni se dirá... Sabe también que ya no puede renunciar a su otredad.

138

Jaime Alejandro Rodríguez

Carta hallada en la banca de un parque

Carta hallada en la banca de un parque Hijo: son las diez de la mañana. No obstante lo extraño de la situación, es posible que sólo hasta ahora empiece a notarse la ausencia de Aníbal. Si se tiene en cuenta que nunca en sus veintidós años de labores ha faltado o se ha retardado, el hecho de no haber ido al trabajo por segundo día consecutivo debe ser ya un acontecimiento digno de atención. Quizás alguien ha hecho ya una observación falaz, tal vez se han tejido algunas bromas, y la pregunta del jefe ha resultado casi forzada; pero ya vendrá la preocupación general, luego algunas llamadas telefónicas convencionales, la comunicación al gerente, el cuchicheo en los pasillos, la maliciosa especulación de los compañeros, la indagación en hospitales y comisarías, en la morgue; la noticia, el desconcierto, la rabia, el silencio. Imposible imaginar lo que ha sucedido, hijo. En realidad, el único indicio de lo que habría de venir se produjo ayer, muy temprano, cuando el propio Aníbal, al descubrir tardíamente que había olvidado programar el reloj despertador, dejó de sentir ese enojo —tan previsible en él— que, en cualquier otra ocasión, le habría malogrado su estado de ánimo por todo el día. Pero del hecho —claro— nadie más se enteró, de modo que no se podía vaticinar lo que vino después:

Jaime Alejandro Rodríguez

139

Ficción y olvido

Aníbal partió hacia su oficina —tras despedirse de su familia—, como siempre, sin ninguna alteración del ritual, pero con un arrojo especial, imbuido de una intuición, de un júbilo, de una especie de osadía que le facultaba ver caras ocultas en las cosas, manifestaciones diferentes, sentidos desapercibidos. Quizás por eso no se extrañó cuando el bus se desvió de su ruta; lo tomó como algo natural, algo que debía suceder aquel día. Esperó tranquilo en su asiento, observando el magnífico paisaje de una ciudad que se diluía fugaz por la ventanilla. A poco más de una hora de su partida de casa, decidió bajarse. Deambuló durante horas por las calles aledañas, siguiendo un recorrido caprichoso, como si anduviese de turismo. Se detenía en las iglesias, exploraba callejones, se sentaba en las verjas de las casas, saludaba cordialmente a las personas, sin apresuramientos ni alteraciones; entraba a las tiendas, pedía cualquier cosa, preguntaba por los sucesos del día en el barrio, como un vecino más, y luego continuaba su itinerario errático; hasta que lo alcanzó la noche. Entonces se acomodó en una banqueta del parque a esperar quién sabe qué, sin pensar más en la tarjeta del horario, en sus veintidós años de trabajo, en su familia o en lo que dijeran en la oficina.

✸✸✸

Verás hijo: Aníbal fue un hombre absolutamente normal toda la vida. Nació en un hogar humilde, desde donde se le inculcó de una manera muy firme la moral católica que habían heredado a su vez, y de la misma forma, los padres de sus abuelos. Estudió hasta la secundaria en su pueblo natal, un municipio alejado que no había podido salir del letargo desde la época de la independencia, porque simplemente allí el tiempo se había detenido y la resignación se había convertido en idiosincrasia. Cuando se sintió preparado, Aníbal decidió probar suerte en la capital. Por recomendación de un pariente suyo, logró un empleo en una pequeña sucursal de Banco. Allí conoció a quien sería

140

Jaime Alejandro Rodríguez

Carta hallada en la banca de un parque

su mujer. Un amor tranquilo, convencional, sin mayores sobresaltos, mas bien sumiso, que concluyó en una propuesta de matrimonio nada romántica y, tres semanas más tarde, en una boda sencilla a la que asistieron de mala gana: dos compañeros de oficina (que hicieron de padrinos), una amiga de su mujer, los padres y hermanos de ella y un hermano de Aníbal que de casualidad se hallaba por esos días en la ciudad. Al año, nació el primero de tres hijos y la mujer de Aníbal abandonó el empleo del banco, con lo que la situación económica se hizo un poco más complicada para ellos—claro que no tanto como para que Aníbal se quejara. Aunque muy raras veces alguien lo vio sonreír, nunca se le escuchó un reclamo o una maldición por las circunstancias de su vida. Con el tiempo, los niños comenzaron a parecerse a sus padres (que a la vez tenían un semblante tan similar que a veces los confundían por hermanos): tímidos y enfermizos, no les preocupaba sobresalir o imponer alguna condición y, más bien, atendían las reglas con una disposición inverosímil. En el trabajo, Aníbal resistió más de quince gerencias distintas, nunca participó de intrigas o de estratagemas políticas, jamás intervino en las juergas de sus compañeros o en las fiestas que se organizaban para celebrar cumpleaños o cualquier otro motivo. Así que muy pronto logró esa sabia indiferencia tan particular que no molestaba a nadie, y terminó dueño de un espacio, un escritorio y una rutina que nadie le discutía y que no pocos envidiaban.

✸✸✸

Al principio, hijo, allí en el parque, Aníbal será una presencia extraña, algo así como un tumor inesperado que los vecinos rechazarán (no tardarán las llamadas a la policía, los insultos, las pesquisas, el escándalo de las señoras que, de paso hacia las tiendas, se sentirán ofendidas, las citaciones a asamblea o a junta comunal); pero la persistencia de Aníbal hará que, poco a poco, la gente se

Jaime Alejandro Rodríguez

141

Ficción y olvido

acostumbre. Y así lo verán acercarse a las panaderías, todos los días a la misma hora, suplicando su ración de pan y de gaseosa y pronto (quizás más pronto de lo que cualquiera pueda imaginar) ya nadie indagará por su origen, será aceptado con esa apatía más bien cómoda que les permitirá a todos desentenderse (a excepción, quizá, del niño que, como tú cuando aún eras pequeño, acosado por una inexplicable curiosidad, preguntará todos lo días a su padre, quién es ese hombre, por qué está sucio, qué hace, dónde vive). Es posible incluso que lleguen a extrañarlo, cuando desaparezca por algunos días, tras una redada de la policía —que se lo llevará con el argumento de que le proporcionarán su porción de baño y ropa limpia— o cuando algún empresario de la miseria lo reclute para su negocio y ya no vuelva más que para recoger la basura o cuando se ausente definitivamente después de una de esas operaciones de limpieza, en las que caen tantos indigentes. Seguramente tendrá que soportar la competencia de algún otro mendigo que, atraído por la tranquilidad y el buen acomodo que habrá conseguido Aníbal, intente arrebatarle el espacio que ha ganado. A lo mejor se enamore de nuevo, esta vez de la anciana que viene a recoger las botellas y el papel, o quizás logre llamar la atención de la muchacha que cada lunes viene a recoger la ropa vieja que la gente regala. Pero lo más probable es que construya todo un ritmo de vida apacible y hasta seguro, sin conflictos o peligros demasiado considerables, como antes en su oficina. Entretanto se apostará en la banca del parque, conseguirá una manta y un pedazo de espuma de los que no se desprenderá en ningún momento, dormirá hasta las nueve o diez de la mañana —aun si llueve— y caminará el resto del día por los alrededores, recogiendo papeles y desechos que guardará en los bolsillos de su abrigo o, recostado en algún poste, pedirá limosna a los transeúntes. Morirá de inanición y frío algún día de recia lluvia, cerca a la alcantarilla del puente, completamente abandonado y su cuerpo irá a parar a uno de esos congeladores de la morgue, donde reposará hasta que se cumpla un periodo de espera inútil, porque nadie lo reclamará (verás: en la oficina ya nadie lo recordará, se habrán acostumbrado a su ausencia, a otorgarle una ración cada vez más

142

Jaime Alejandro Rodríguez

Carta hallada en la banca de un parque

pequeña de memoria y, en la casa, la resignación se encargará de hospedarlo definitivamente en el olvido). O quizás se unirá a uno de esos grupos de nómadas que habitan los parques durante las noches y se toman las calles durante los días, deambulará sin fronteras a lo largo de toda la ciudad, recolectará lo necesario para sobrevivir y se acogerá a la hoguera que el grupo comparta cada noche; a lo mejor llegue a constituir su propia banda, organizada para explotar una zona determinada; o tal vez termine confinado en la Calle del Cartucho, completamente embrutecido por la droga, sirviendo a uno de esos regentes de la inmundicia, al que tendrá que pagar tributo por el derecho a recoger la basura, quién sabe. En realidad, hijo, él no hace muchos cálculos. Siente una especie de sosiego, de bendición, de alborozo que lo hace inmune a cualquier mortificación, y por eso hoy seguirá —como ayer— caminando por las calles del barrio, convencido de que su vida ha tomado otro rumbo...

✸✸✸

Ya casi llega la hora, hijo. Si estuvieras aquí, podrías verlo desperezarse. Todavía no tiene el aspecto miserable que muy pronto adquirirá —y tras del cual ocultará su propia fortaleza—, pero en su ánimo ya anida la decisión de abandonarlo todo. Ese arrojo especial que se tomó su espíritu desde ayer ya no lo dejará jamás. Seguramente en la oficina el jefe prepara un comunicado que oficializará su abandono del cargo; en su casa a lo mejor lo lloran; pero nada puede ya enturbiar el destino de Aníbal: su determinación es irreversible...

✸✸✸

P.D. Son las once y media, hijo. El reloj de la iglesia está dañado, pero un hombre que ha pasado por el parque hace un

Jaime Alejandro Rodríguez

143

Ficción y olvido

momento me ha informado la hora. Sólo la anoto para que tengas una referencia, aunque sé que esta carta nunca te llegará, es una especie de gimnasia inevitable, ocasionada quizás como reflejo de mi oficio de tantos años: la redacción diaria de memorandos y resoluciones. Sólo espero que alguna vez, cuando veas un indigente como yo y seas capaz de descubrir su verdadero rostro detrás de la costra de mugre endurecido, puedas intuir su historia. Sé que tú, hijo —aún sin la ayuda que pueda proporcionarte esta carta—, tienes la sensibilidad necesaria para hacerlo...

144

Jaime Alejandro Rodríguez

Carta hallada en la banca de un parque

Entretela # 7:

Aroma Mientras dormía, un aroma enrareció el espacio de mi cuarto. Los efluvios de un sueño, me dije, pues comenzaron a desfilar imágenes juguetonas parecidas a los recuerdos. Una de ellas mostró a Claudia desnuda, sobre una playa extraña, pero infinitamente hermosa. Fresca y bella como en sus mejores años; me tendió los brazos, invitándome a sus misterios, como sólo ella sabía hacerlo. Sonrió y desapareció sin darme tiempo para indagar por la tristeza que había en sus ojos. Más tarde, desde un rincón de la alcoba, surgió Francisco. Al comienzo, sólo escuché sus carcajadas, pero después lo vi cerca de la cama y pude apreciar su rostro, joven y enérgico todavía. Me contó chistes y anécdotas de su nuevo repertorio y se despidió con un nos vemos chico que rebotó en las paredes como un eco enloquecido. Enseguida entró Marta y me atendió con un vaso de agua. Se sentó al borde de la cama y musitó sus eternas palabras cariñosas. Luego me besó con ternura, con esa ternura que siempre brotó de su mirada. Cuando ella se levantó y se dirigió a la puerta, quise correr para alcanzarla, pero entonces aparecieron Miguel y Clara tomados de la mano. Habían regresado, hacía poco, según dijeron, de modo que hablamos largo rato de su vida de tantos años en Europa. Tras

Jaime Alejandro Rodríguez

145

Ficción y olvido

su despedida, el cuarto quedó sumido en un silencio absoluto y sólo podía percibirse el aroma empotrado en alguna parte. Abrí los ojos de nuevo y vi cinco ancianos alrededor de mi cama, sonrientes e inquietos. Entonces comprendí: sólo yo faltaba.

146

Jaime Alejandro Rodríguez

Carta hallada en la banca de un parque

La fisura Ha llegado la hora en que comienza la jornada de la tarde y Fabio no está en su escritorio. Lo usual sería que algo realmente inesperado, involuntario y absolutamente justificable se hubiera atravesado en su camino hacia la oficina. Pero Fabio se encuentra a varios kilómetros, en un motel de las afueras, y no tiene ninguna intención de volver al trabajo. Además, en contra de lo que tan sólo hace unos meses se hubiera esperado de él, no hay rastro de vergüenza o de culpa; al contrario, se siente muy bien así, recostado sobre la cama, satisfecho, descarado. Ha prendido el televisor, se ha cubierto con la sábana y — mientras su amante se ducha— tararea una vieja canción. Al frente, tras el estrepitoso acto de amor que —otra vez con éxito— han ejecutado, la luna del espejo se ha cubierto con el vapor de sus sudores. Se le ocurre que podría escribir sobre el cristal cuanto quisiera. Nada podría, en todo caso, vulnerar la dicha de la que se cree dueño hoy. Así que cuando Carolina sale del baño, la invita a recostarse, le da un beso en la mejilla, le acaricia los senos y observa con ternura su cuerpo desnudo. Luego se dirige al baño y de paso, se decide por rasguñar un simple TE AMO en el espejo...

✸✸✸

Fabio no recuerda con exactitud en qué circunstancias esta jovencita encantadora se atravesó en su camino; pero está seguro

Jaime Alejandro Rodríguez

147

Ficción y olvido

de una cosa: no está dispuesto a perder la oportunidad de reencontrar esa pasión que se le refundió en medio de tanta pendejada: los hijos, el auto, la cuota de la casa, las deudas, los recibos, el trabajo, las intrigas. Máxime ahora, que algunos signos de lo que en poco tiempo se convertirá en una irremediable etapa de impotencia sexual, ya se han manifestado (tímidamente, claro: cierta dificultad para atinar con el tesoro, cierto dolorcito que le impide retomar el camino seguidamente, cierta necesidad de colmar con retórica lo que su cuerpo ya es incapaz de ofrecer). De modo que, así lo echen del puesto (cosa más bien improbable, porque si algo ha aprendido bien en todos estos años es a cubrirse sin dejar huella), esta tarde, tal como acaba de prometérselo, la pasará con Carolina, aprovechando el sol y las caricias de esta muchachita; con lo que seguro —al menos por hoy— el fantasma de la decrepitud se ausentará por completo de su mente En la oficina —no hace mucho— Fabio era quien, con franqueza, abanderaba la posición pacata de la fidelidad. Según su teoría, los infieles eran hombres que no habían vivido lo que él llamaba la etapa de la poligamia natural. Él, en cambio, se preciaba de haber tenido una adolescencia exuberante, colmada de todo tipo de experiencias sexuales, perfectamente alocada; época de tres y cuatro mujeres a la vez, de sexo diario, de investigación y práctica del Kama-sutra; época en la que podía permitirse el desprecio y hasta la sorna (no había llanto que lo conmoviese, por ejemplo, ni historia que lo persuadiese del compromiso); de modo que, por eso, era muy probable que su familia no tuviera por qué sufrir las tribulaciones de la infidelidad. Además, se había dedicado a construir, poco a poco, durante los veinte años de matrimonio, la armonía en su hogar. No había, pues, mayor peligro de que algo pudiese enturbiar aquella prudente marcha. Sin embargo, en los últimos tiempos, ha visto minada la firmeza de sus disposiciones. Todo ha comenzado por algo nimio, insignificante, que sin embargo se ha ido llenando de resonancias y desarrollos inesperados: la misteriosa llamada de alguien —una mujer— que asegura conocer un retoño suyo. En realidad nunca se había preguntado si el recurso ése —tan empleado por algu-

148

Jaime Alejandro Rodríguez

La fisura

nas amantes de su juventud que no soportaban la idea del abandono— de afirmar que estaban embarazadas, tuvo alguna vez un soporte real. Ahora, la duda se ha convertido en una obsesión: la sola remota probabilidad de tener un hijo desconocido que quizás lo estuviese buscando, la posibilidad de que una línea tan insospechada como ésa cortase de pronto el segmento invulnerable de su destino, haría de la vida sosegada que lleva (y que además ha promulgado con tanta entereza) un auténtico infierno. Así de frágil ha resultado, pues, su posición y su vida. Quizás por eso ya no soporta lo que hasta ayer, y se han suscitado estos deseos renovados; tal vez por eso supone que su impotencia sólo puede ser conjurada “fuera”, con las nuevas amantes, con esta Carolina que, a buen tiempo, ha aparecido en su vida y que no puede siquiera imaginar que, en la cama de su casa, él es un genuino fiasco. En consecuencia, el discurso que ahora expone a sus amigos nada tiene que ver con el de la fidelidad pacata: se ha llenado de argumentos y de estrategias ingeniosas para demostrar que su nueva posición es la acertada. No hay, pues, manera de convencerlo de que Carolina se presta a un juego egoísta del que solamente él saldrá perjudicado. Está empeñado en reconstruir las maniobras eróticas de su pasado, en desempolvar los manuales y apostar a ese amor baboso e indecente. Es también una manera de alejar su atención de esa otra línea (a lo mejor irreal, eso es) que se acerca desde su pasado y amenaza con atravesar la solidez de su vida presente. En este nuevo sendero que —resuelto— ahora recorre, la velocidad de los movimientos es casi inmanejable. Tal vez por eso, en su intento por seguirla, por no quedarse atrás, Fabio ha perdido todo control y ahora, ante los caprichos de Carolina, no interpone resistencias. Ella quiere verlo a horas cada vez más complicadas, le exige condiciones cada vez más inverosímiles (no tiene nada que ver con dinero, aunque a él eso ya no le importaría tampoco). El otro día, por ejemplo, le dio porque la llevara en su camioneta a hacer algunas diligencias en la mañana. De pronto, le pidió que estacionara en cualquier esquina y en seguida, literalmente, se abalanzó sobre él y por poco lo asfixia con sus besos. Esos incómodos arrebatos de Carolina comprometen hasta su estado físico, pero a la vez son la prueba de

Jaime Alejandro Rodríguez

149

Ficción y olvido

que él aún está vivo, de que debe y puede mantener un ritmo de vida casi tan intenso como el que llevaba en su adolescencia. Así que ya no se preocupa demasiado por ocultarse. Mantiene cierto nivel de precaución, es cierto, pero cada vez se ha ido aventurando más. En la oficina, algunos de sus compañeros no se cansan de advertirle de los peligros que acarrea una relación tormentosa como en la que está empeñado ahora, pero él contraataca, afirmando que lo de ellos es simple cobardía, que a lo mejor se reprochan en secreto ese coraje que él en cambio ha demostrado; así que muchos ya han renunciado a seguir previniendo a Fabio del posible desenlace de sus niñadas.

✸✸✸

En el lecho de su madre moribunda, la muchacha juró vengarse. Al principio, no hizo muchos cálculos; simplemente —con los escasos datos que ella le suministró— se encargó de localizarlo. Pero una vez lo ubicó, empezó a urdir el desagravio: lo llamó varias veces a la oficina y a la casa para anunciarle que conocía un secreto que deseaba compartir; lo siguió varios días, conoció sus más mínimos movimientos, observó sus hábitos y llegó a penetrar en su vida hasta el punto que incluso estuvo a punto de abandonar su proyecto, pues tuvo lástima al verlo tan frágil, tan ordenado, tan pequeño. Sin embargo, se decidió por fin: la serie se había tornado irreversible. No había duda de que el acto infame algún día iba a volverse contra él; a lo mejor lo iba a pagar con la enfermedad de alguno de sus hijos o cargando un karma terrible en su próxima vida; pero no había por qué esperar a que al universo se le ocurriese atender la situación. Había, más bien (esa fue su convicción, su propia fuerza), que favorecer el proceso, acelerarlo: cobrar venganza, pero no en una forma directa, no con una afrenta personal o un vulgar chantaje o con tontas peticiones jurídicas, sino proporcionado cierto empuje a sus devenires potenciales de modo que su vida, ordenada y tranquila, pudiera volverse un auténtico infierno.

150

Jaime Alejandro Rodríguez

La fisura

No fue difícil fingir algunos encuentros casuales, hacerse sutilmente presente en sus rutinas, esperar con paciencia alguna debilidad de su parte, ofrecerse como confidente o como amiga, minar su falsa fortaleza con pequeños detalles, meterse en su vida finalmente. Ha establecido cada jugada como lo habría hecho un ajedrecista; lo ha acorralado sin que él pudiera percatarse de nada y ahora lo tiene en sus manos, como a un niño mimado que no puede vivir sin su madre un sólo momento.

✸✸✸

..Mientras espera que Fabio salga del baño, Carolina piensa en lo que vendrá después. El derrumbe está a punto de consumarse: le pedirá que deje mujer e hijos, que renuncie al trabajo, que se marche de la ciudad, que construya una nueva vida, que se atreva a demostrar su verdadero amor por ella y luego lo abandonará... Afuera, el sol se ha hecho intenso. Carolina abre las ventanas y observa emocionada cómo el pequeño jardín del motel se ha llenado de colores magníficos. El te amo que ha escrito Fabio un momento antes en el espejo del tocador se deshace a medida que el soplo del aire exterior desaloja los vapores del cuarto. En su alma ya no quedan vestigios de ningún sentimiento, como si hubiera logrado la asepsia total. No hay asco ni, mucho menos, culpa; sólo una liviana placidez, tan parecida a la que sintió cuando vio morir a su madre en el lecho miserable de su casa. Hoy, Carolina sabe que puede ser capaz de cualquier cosa, sin tener por qué arrepentirse de nada, pues ha aprendido a mirar la muerte a los ojos. Ahora escucha cuando él cierra las llaves de la ducha. Pronto lo verá en el vano de la puerta, rechoncho y rojo, con esa estúpida sonrisa en su cara, mostrando su desnudez, convencido de que ofrece un trofeo, el majadero...

Jaime Alejandro Rodríguez

151

Ficción y olvido

Entretela # 7:

Mitsuku El recuerdo de tu cuerpo me atormenta, sobre todo porque lo presiento irreal, inalcanzable y misterioso. No creas que soy ingenuo o tonto, no: cuando me senté en la silla del teatro sabía con toda claridad qué deseaba, pero, al abandonar la sala no tuve ya ninguna certeza. Me sentí burlado y ya no supe quién de los dos había desempeñado un papel, si yo el de espectador de cine, o tú el de ángel oriental, o si había asistido al relato de una mentira o a la ficción de una ficción. Entonces tuve una esperanza (esta esperanza): si menos por menos da más, es posible que tú existas. En realidad tampoco estoy seguro de semejante probabilidad, pero es la única que tengo y a ella me aferro con la ilusión de romper el círculo y de poseer así tu cuerpo, de saborear el color de tus tatuajes, de beber, algún día, del manantial de tu sexo misterioso. No vayas a creer que estoy loco, no. Sé medir muy bien cada paso de la realidad, sobre todo si ella penetra con el absurdo furor de la guerra. Sé también que el tiempo ya no cuenta, que tu ser no se altera, pues tu edad no juega a la lógica lineal de las mentiras, que todo ha cambiado para mí, desde aquel affaire maravilloso: cobraste vida y te enraizaste en mi mundo subterráneo con la fuerza de un río desbocado. No tengo otro medio, ni otra manera de llegar hasta ti, más que esta botella lanzada al océano de las ilusiones, este golpe de dados, este artificio, este impulso irracional de hacerte real a pesar de la realidad, con la esperanza de un naufragio cerca de tu isla.

152

Jaime Alejandro Rodríguez

Esta publicación se terminó de imprimir en febrero de 2007, en la Fundación Cultural Javeriana de Artes Gráficas –JAVEGRAF– Bogotá, D.C.

Related Documents


More Documents from ""

Soleras.docx
May 2020 3
November 2019 8
Actividad 8.docx
December 2019 75
November 2019 8
Hacienda Cdmx.docx
November 2019 26