En-busca-de-rumi.pdf

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Si este libro le ha interesado y desea que le mantengamos informado de nuestras publicaciones, escríbanos indicándonos qué temas son de su interés (Astrología, Autoayuda, Ciencias Ocultas, Artes Marciales, Naturismo, Espiritualidad, Tradición...) y gustosamente le complaceremos. Puede consultar nuestro catálogo en www.edicionesobelisco.com Colección Nueva Consciencia EN BUSCA DE RUMI Roger Housden 1.a edición: mayo de 2006 Título original: Chasing Rumi Traducción: Toni Cutanda Maquetación: Marta Rovira Diseño de cubierta: Enrique Iborra Corrección: Andreu Moreno © 2006, Ediciones Obelisco, S. L. (Reservados los derechos para la presente edición) © 2002, Roger Housden Publicado por acuerdo con HarperSanFrancisco, un sello de HarperCollins Publishers Edita: Ediciones Obelisco, S. L. Pere IV, 78 (Edif. Pedro IV) 3.a planta 5.a puerta. 08005 Barcelona - España Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23 Paracas, 59 1265 Buenos Aires - Argentina E-mail: [email protected] ISBN: 84-9777-284-9 Depósito legal: B-22.724-2006 Printed in Spain Impreso en España en los talleres gráficos de Romanyà/Valls S. A. Verdaguer, 1 08076 Capellades (Barcelona) Ninguna parte de esta publicación, incluso el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, transmitida o utilizada en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor.

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1948

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GEORGIOU corría con ligereza, subiendo los escalones de dos en dos, por las desgastadas escaleras de mármol que llevaban al Museo de San Marco, en Florencia. Era una tarde de luz intensa, en el estío de sus dieciocho años. Cuando llegó al último peldaño se detuvo un instante, consciente repentinamente de la atmósfera del museo; los altos y abovedados techos, el tenue olor a cera del oscuro suelo de madera, el fresco tacto de la barandilla de latón, que discurría junto a la escalera. El museo había sido antiguamente un monasterio y, en el siglo XV, ira Angélico, el gran pintor del Renacimiento, había sido monje allí. Uno de sus deberes había sido adornar cada una de las celdas de los monjes con un fresco. Georgiou volvió el rostro nacía la entrada del dormitorio de los monjes, y sus ojos se encontraron con el fulgor de un delicado resplandor. A través de la arcada, como una aparición. La Anunciación, la obra maestra de ira Angélico, le iluminaba desde una gran pared de piedra. En unos segundos, la exuberancia natural de Georgiou dio paso a un ánimo más sobrio y pensativo. Algo en la gracia fluente de la túnica del ángel Gabriel, o quizá fuera la reverencia que el ángel y la Virgen mostraban inclinándose entre sí, refrenó su juvenil paso y llevó su atención al interior. Estuvo unos instantes allí, al final de la escalera, y luego se adentró por el corredor; pero, ahora, con paso calmado. Miró con atención a través del primer par de puertas arqueadas al interior de las pequeñas y blancas habitaciones, deteniéndose brevemente para mirar los frescos que el maestro había pintado para la contemplación de los monjes. Y, cuando llegó a la puerta siguiente, se introdujo en la celda. Allí, pintado directamente sobre la seca superficie de la pared, estaba el fresco del Sermón de la Montaña. Los discípulos rodeaban a Jesús contemplativos. El estaba sentado, un poco por encima de ellos, sobre una estilizada roca de un amarillo suave, que resplandecía sobre la pared de la celda. Cristo tenía el brazo derecho levantado, con el índice apuntando al cielo. Georgiou se quedó inmóvil delante de la pintura, hechizado por los luminosos tonos de color lavanda y verde de las túnicas de los discípulos, por la extraordinaria simplicidad de los trazos; pero, por encima de todo, por la mirada que había en los rostros de los discípulos. Estacan arrobados de tal modo, como nunca hubiera pensado que se pudiera estar; una dulzura tangible de amor, un amor que era de este mundo y no lo era, al mismo tiempo. La expresión de sus rostros parecía mostrar el amor que sentían por Jesús, el hombre, y también por algo más que nunca se hubiera podido expresar con palabras. Empezaron a temblarle las piernas, y un frío intenso recorrió su espalda. La mente de Georgiou se aquietó. Incapaz de quitar la vista de aquellos hermosos rostros, sintió que caía en un profundo silencio. Le flaquearon las fuerzas y, poco a poco, se fue desplomando hasta el suelo. Nunca supo cuánto tiempo estuvo allí sentado, perdido en la obra maestra. Y, cuando al fin pudo ponerse en píe, supo, aunque no con la mente ordinaria, que se había llenado con el amor que da vida al mundo.

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1958

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FLORENCIA: el nombre se demora en la lengua como el sabor de un buen vino. La noche anterior, su amigo Andros le había mencionado su significado: la ciudad entre llores. Ahora, bajo la fresca luz de la mañana, Georgiou paseaba por la Columnata de los Inocentes, la obra maestra que Brunelleschi, el mismo Brunelleschi que construyó la cúpula de la gran catedral de la ciudad, había concebido seis siglos atrás para la fachada del orfelinato de la ciudad. Lanzó una mirada nacía arriba, entre los arcos de la columnata, y contempló, como tantas veces antes, los exquisitos medallones que representaban a bebés en pañales. Se detuvo a mirar el escaparate de una tienda donde vendían papeles jaspeados. Un vendedor de periódicos voceaba los titulares de la mañana. Las amas de casa, hablando en gran medida con las manos, regateaban con los vendedores de frutas y verduras bajo los arcos de la columnata. Una joven esbelta paseaba también por allí, unos cuantos metros por delante de él. Georgiou se quedó con su largo cabello rubio, con el balanceo de su vestido floreado. Una turista, sin duda, la temporada comienza ya. Georgiou cruzó la plaza hasta el Caffé Bergelli, se sentó en la terraza y pidió un capuchino. Llevándose la taza a los labios, observó a los vendedores de flores de la plaza, poniendo en orden los ramos; arreglando las peonías y las camelias según sus colores, en tonos rojos y blancos; colocando los lirios y las rosas en los floreros, según la longitud de sus tallos. La luz del sol entraba a raudales en la plaza, la plaza de la Santísima Anunciación. En el centro, se elevaba la estatua del duque Ferdinando y, por unos instantes, la solemne cabeza del duque brilló con reflejos dorados. Mujeres jóvenes, con su largo cabello negro ondeando al viento, pasaban por delante de la mesa de Georgiou en su camino al trabajo. Las lambrettas pasaban raudas por la esquina de la vía de Battisti, llenando la plaza con el zumbido de unos gigantescos mosquitos. Era el año 1958. Entonces, como siempre, el resto del mundo miraba a Florencia. Recientemente, Ruth Orkin, la famosa fotógrafa norteamericana, había captado para el mundo el espíritu de la vida callejera de la ciudad. Su lente había encontrado un café lleno de sementales italianos en el momento en que se volvían para mirar a una sencilla transeúnte, una recatada joven que mantenía la vista fija delante de ella, con una leve sonrisa en los labios. La eterna danza, sin un indicio claro de quién llevaba a quién. Italia se levantaba y vibraba de nuevo; los horrores de la guerra se habían desvanecido ya en la memoria.

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COMO muchos jóvenes, Georgiou disfrutaba con las bromas de la vida cotidiana en el café, si bien era un poco tímido y retraído en compañía de mujeres. Aunque la mayor parte de sus amigos se quedaba hasta tarde en aquellos mismos cafés, Georgiou solía irse temprano, e iba a las iglesias y a los museos, y se pasaba las horas contemplando las grandes obras de arte de la ciudad. El único lugar que evitaba era el Museo San Marco. Nunca más, aunque había regresado a aquella celda varías veces, había vuelto a tener aquella visión de belleza que había recorrido sus venas la primera vez que vio el fresco del Sermón de la Montaña de Fra Angélico. Hacía ya algunos años que había decidido que sería más fácil de soportar su pérdida de visión sí no volvía a aquel escenario. Quizá fuera esa pérdida de algo que una vez había conocido fugazmente lo que le rozaba en el alma como un grano de arena; aquello le impulsó a lanzarse en su pintura y en su frenética sed de aventuras. Georgiou era un buen pintor de iconos. Le había introducido en el arte su padre, Stefanou, que había llegado a Italia desde Grecia antes de la guerra, buscando una vida mejor para él y para su familia. Su esposa había muerto en el viaje, y cuando el griego se estableció finalmente en Florencia para continuar con su arte, educó a su hijo él solo. Florencia había sido amable para Stefanou y su hijo. La comunidad griega era pequeña, y no había mucha gente que tuviera necesidad de un icono, pero sí que había mucha gente que necesitaba de un buen restaurador de pinturas antiguas, y el griego y su hijo se habían ganado el respeto en la ciudad por su arte y su destreza. Tenían pocas necesidades, y vivían de forma sencilla, en un diminuto apartamento de una calle adoquinada cercana al Museo San Marco, a escasa distancia del Caffè Bergellí. Para un amante de la belleza, del arte, de las ideas, como Georgiou, había pocos lugares mejores que la ciudad donde vivía. Sin embargo, de vez en cuando, y desde hacía unos años, se sentía embargado por una extraña melancolía, por cierta insatisfacción; y, con este ánimo, la fina luz de Florencia se le hacía opresiva al joven pintor. Cuando el desasosiego comenzaba a agitarse en su pecho, Georgiou se iba a caminar. Y no se iba hasta la plaza local, ni siquiera hasta las colinas de Fiesole, que dominaban la ciudad. No. Su sed era mucho más grande, más frenética que todo aquello. Ya a sus veintiocho años se había puesto en camino hacia lugares como Sarajevo, Skopje y Cracovia, en Polonia. A lugares cuyos nombres le saltaban a la vista en el atlas. En una ocasión se fue al monasterio ortodoxo griego de Santa Catalina, en el desierto del Sinaí, en Egipto. En otra se fue hasta Kiev, en Ucrania. A Georgiou le gustaba el atlas más que cualquier otro libro. Le encantaba inspeccionar los continentes y trazar líneas con el dedo a lo largo de un gran río, de un desierto, a lo largo de la costa mediterránea del norte de África, o de una cadena montañosa. -Ahí es adonde voy a ir —decía cuando no podía contener por más tiempo su anhelo. Y, a diferencia de la mayoría de las personas, normalmente lo hacía. Cuando alcanzaba el punto de intensidad en el cual sentía que tenía que liberar la

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locura en sus venas o se ahogaba en la civilizada atmósfera de Florencia, le contaba a su padre el plan del próximo viaje, su padre era un hombre sabio y sencillo, nada dado a hacer a su hijo a su imagen y semejanza. Y, aunque no comprendía muy bien los impulsos de su hijo, Stefanou le daba invariablemente su bendición. El sabía que su hijo había sido bendecido y maldecido con una mente inquisitiva. Los enigmas de la vida (por qué hemos nacido, qué ocurre al morir) parecían aferrarse como una víbora al joven y dotado corazón de Georgiou. -Tengo un filósofo por hijo —les decía a sus amigos, en parte como excusa, pero no sin cierto atisbo de orgullo—. ¿Qué puedo hacer con él? Aquí tiene todo lo que podría desear, pero anhela algo más, algo que no sabe expresar con palabras, igual que su madre. Nunca estará contento en un solo lugar y con una sola cosa. No sé qué va a ser de él. Y así era como, pocas semanas después de que su dedo trazara una línea en el atlas e inscribiera una ruta o un nombre en su imaginación, Georgiou se plantaba allí, con sus preguntas a la espera de respuestas, en terreno virgen. Sin embargo, de un año o más a esta parte, desde que volviera de su último viaje, Georgiou había comenzado a sentirse diferente acerca de los viajes, e incluso acerca de sus propias preguntas. Sentía que no había nada que enfriara aquel fuego que sentía en el pecho. Ni los viajes ni las experiencias pintorescas parecían poder apagar sus brasas por mucho tiempo. Mejor sería seguir el consejo de su padre, pensaba, y valorar más los dones de su vida en Florencia, que ir corriendo a todas partes buscando algo para lo que no tenía un nombre. Y eso, durante un año y un día, era exactamente lo que había hecho.

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GEORGIOU sacó el delgado volumen de poesía que Andros le había dado la noche anterior y lo puso en la mesa. La terraza se había llenado con la primera remesa de espectadores y de amantes de capuchinos del día. Aunque Georgiou tenía amigos de su propia edad, su amigo más íntimo era Andros, que era un poco más joven que el padre de Georgiou. Andros también era griego. A pesar de su edad, tenía aún una buena mata de negro y rebelde cabello, y la potente presencia de un hombre que se sentía en el mundo como en su casa. Era la única persona que parecía comprender el impulso de Georgiou por viajar. Andros reía con facilidad, y gustaba de sentarse en los cafés de la plaza de San Marco y ver el día pasar. Sin embargo, también él había dedicado gran parte de su juventud a viajar con preguntas en la cabeza. Reflexionaba profundamente en la vida y, a menudo, pasaba largos períodos en soledad. Siendo algo parecido a un filósofo, Andros siempre estaba leyendo libros de gente que había vivido nacía mucho tiempo, como Dante, Platón, Eurípides y otros con nombres que Georgiou difícilmente podía pronunciar. Georgiou había pasado por su casa la noche anterior, y Andros se había dado cuenta de que su joven amigo parecía más silencioso de lo habitual. Levantando sus gruesas cejas, Andros volvió sus grandes ojos castaños hacia Georgiou y dijo: -¿Es que nadie pide un pintor de iconos esta primavera, o es que hay algo que te pesa más que la preocupación por ganarte la vida? Georgiou sonrió ante los suaves modos de su amigo, tan laminares para él ahora, a la hora de hacerle hablar. -La vida es buena, Andros —comenzó Georgiou—. Vivo en una de las más hermosas ciudades del mundo, adoro mi trabajo y tenemos clientes suficientes. Cada vez que sueño con ponerme en camino a una aventura, mi padre me da su bendición, y he ido adonde he querido. ¿Cómo puede ser, entonces, que siga teniendo un deseo, algo parecido a una levadura que fermenta bajo mi piel, por algo que no puedo siquiera ponerle nombre?. Sin embargo, por buena que parezca la vida, no hay nada que pueda llenar ese vacío. Creo que estoy cansado de buscar respuestas. Me da la sensación de haber estado buscando en sitios equivocados, y he llegado a pensar que debería aprender a ser feliz con lo que tengo aquí, en Florencia. O, quizá, es más que todo eso. Estoy empezando a pensar que mi tarea es aprender a ser feliz con lo que soy. Andros escuchaba con atención. -Quizá sea eso —dijo tras una breve pausa—. Quizá sea eso. Es cierto que tu vida, aquí en Florencia, ha sido bendecida con la buena fortuna. Sin embargo, me parece oír algo más que un atisbo de resignación en tu voz. Parece que crees que deberías tener en cuenta las bendiciones recibidas, y ser agradecido por la vida que tienes; que deberías olvidar esa sensación de carencia que tienes, y que persiste a pesar de tu buena fortuna. Pero nadie puede convertirse en lo que no es, Georgiou. ¿Por qué no ser agradecido por lo que tienes y además escuchar lo que tu pena te está diciendo? Ese anhelo que te aflige es una forma especial de sufrimiento, amigo mío, y el sufrimiento puede

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convertirse en su propia cura. ¿Has oído hablar de Rumi? Es un poeta. Georgiou negó con la cabeza. Andros sacó un pequeño volumen de la estantería. -Jelaluddin Rumi vivió en la ciudad de Konya, en Turquía, en el siglo XIII. Fue el fundador de una secta mística de musulmanes conocida como los Derviches Danzantes, que siguen existiendo en nuestros días, también fue un gran poeta. Quizá este poema te recuerde a alguien que conoces. Andros se puso a leer en voz alta: Anoche un hombre lloraba: «¡Alá!¡Alá! » Sus labios se endulzaron con la alabanza. Hasta que un cínico dijo: «¡Bueno! Te he oído gritar, pero ¿acaso has conseguido respuesta alguna?». El hombre no tenía respuesta para aquello. Dejó de rezar, y cayó en un desconcertante sueño. Soñó que veía a Jidr, el guía de almas, en un espeso y verde follaje. «¿Por qué has dejado tus alabanzas?» «Porque nunca oí respuesta a cambio.» «El anhelo que expresas es el mensaje de vuelta. El dolor que te hace gritar te atrae hacia la unión. Tu pura tristeza que busca socorro es la copa secreta. Escucha el gemido de un perro por su dueño. Ese gemido es la conexión. Hay perros amorosos de los que nadie sabe su nombre. Da tu vida por ser uno de ellos.» Georgiou se sentó, con la barbilla apoyada entre las manos. -Pero, Andros —dijo al fin—, ¿cómo le vas a dar la vida a algo que ni siquiera comprendes? -Tu anhelo no se puede remediar con estrategias —respondió Andros—. Lo único que puedes hacer es seguir el impulso de tu corazón. Ese sentimiento es un don, Georgiou. Cuando nos alcanza, debemos prestarle atención, y no dejar que la mente ordinaria se inmiscuya. El sentimiento, en sí, es auténtico. Demuestra que estás cerca de algo. En realidad, no sentimos la carencia hasta que estamos cerca. El hombre posó su mano sobre el hombro de su amigo. -Todo irá bien, Georgiou —dijo con una mirada cálida y tranquilizadora—. Todo está bien ya. Escucha lo que te dice el corazón, y no te extraviarás. Andros le puso el libro de poesía en las manos a Georgiou. -¿Por qué no te llevas esto a casa esta noche? —dijo—. Quizá descubras que te dice algo de otra manera. Cuando estés a solas, abre el libro al azar y mira lo que dice en esa página.

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GEORGIOU no había sacado el libro de su bolsillo desde la noche anterior. Pero, cuando se sentó en la terraza del Bergelli a ver el mundo pasar, podía sentir aún los ecos de su conversación con Andros. Se sentía humillado, escarmentado de algún modo, por lo que su amigo le había leído. También se sentía más tranquilo, al saber que no era un error sentirse como se sentía. Se terminó el café y dejó ir la mirada a ninguna parte. Después, se acordó de la sugerencia de Andros. Abrió el libro y lo apoyó en la taza de café. Sus ojos fueron a dar sobre estas breves líneas: Todas las partículas del mundo están enamoradas y buscan amantes. Las briznas de paja tiemblan en presencia del ámbar. Leyó dos veces los versos y luego, lentamente, dejó el libro sobre la mesa. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, a pesar de que la mañana era ciertamente cálida. Las palabras de Rumi le habían alcanzado profundamente, y habian tocado una ternura que estaba más allá de todas sus preguntas, más allá de su ardor y de su deseo de vivir. Dos lágrimas cayeron por sus mejillas. Ese poeta, un extraño, le conocía como nadie. ¿Por qué aquellos versos eran tan dolorosos y tan confortantes, tan amargos y tan dulces? Nunca, en sus veintiocho años de vida, había sentido Georgiou un temblor tal, como el que había sentido al leer aquellos versos. Nunca, salvo la primera vez que estuvo en el Museo San Marco. Georgiou estuvo allí sentado durante largo tiempo, apenas consciente del mundo que se movía a su alrededor. Sabía, aunque de un modo más suave, más amable que el exceso de energía que había dado impulso a sus aventuras hasta entonces, que tenía que ir hasta el lugar donde Rumi había escrito ese poema. Esta vez no iría como un aventurero, ni como un viajero curioso. Ni tampoco iría porque no sabía qué otra cosa podía hacer. Iría por aquel temblor. Iría porque su corazón así lo pedía, sin necesidad de palabras ni razones.

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NO HABÍA motivo para esperar; Georgiou decidió que partiría al día siguiente. Volvió apresuradamente a casa para contárselo a su padre y para dejar las cosas en orden y, aquella misma noche, fue a despedirse de Andros. Andros hizo sentar al joven ante la mesa de roble, y le puso delante un cuenco con una blanca sopa de judías, un poco de pan negro y un vaso de Chiantí blanco seco. Le echó un vistazo a la bolsa que Georgiou había dejado junto a la puerta y, con una sonrisa benévola, le hizo la pregunta que, para entonces, se había convertido en un estribillo familiar entre ellos. -¿Adónde toca ir ahora, amigo mío? -A Konya —respondió Georgiou. Andros asintió con la cabeza y sonrió. -¿Qué poema ha sido? —preguntó. Georgiou le habló del poema y de su temblor. Andros escuchó, y se le quedó mirando durante un rato antes de hablar. -Este viaje puede ser tu perdición —dijo finalmente—. Harías bien en pensar con detenimiento en los verdaderos motivos para llevar a cabo tal peregrinación, Georgiou. Konya ha sido un lugar sin retorno para muchos, incluido Rumi. -No tengo ningún motivo, ninguna razón para ir —respondió Georgiou—. Sólo sé que debo ir adonde ese temblor me lleve. Mi vida no tendrá sentido si no lo hago. Georgiou levantó los ojos y miró a su amigo. -Pero ¿qué quieres decir —continuó— cuando dices que Konya fue un lugar sin retorno para Rumi? -Fue allí donde murió en el amor —respondió Andros—. Sus poemas son sus cenizas. En Konya encontró a su maestro, Shams. Shams sabía de la reputación de Rumi como erudito y teólogo famoso que era. Fue a Konya, entró en el estudio de Rumi y arrojó sus libros por la ventana, y le dijo que no había amor ni verdad, que no existían en ese instante fugaz. Le dijo que no encontraría a Dios en los libros, ni en sofisticadas teorías, ni en la otra vida. Que todo eso eran fantasías, rugió Shams. Le dijo que encontraría a Dios en ese instante, en este mundo, o, de otro modo, no lo encontraría. A partir de aquel momento, Rumi y Shams compartieron un amor que abarcaba ambos mundos, el humano y el divino. Cuando los discípulos de Rumi asesinaron a Shams enajenados por los celos, Rumi se sumergió por completo en la locura del dolor y del amor. Y fue de esa divina locura de donde nacieron sus poemas. »Konya es un destino para amantes —prosiguió Andros—. Esa es la razón por la que te he dicho que es tan peligroso. Esta vez partes hacia un viaje de verdad, Georgiou, y estoy seguro de que recibirás exactamente lo que tu alma necesita. Ni más, ni menos. Y quiero darte dos consejos. Primero, que en cada situación en la que te encuentres por el camino, asegúrate de decir siempre la absoluta verdad, en la medida que tú sepas. Y segundo, presta atención a tus sueños. Si haces estas dos cosas, tu camino se allanará

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desde el mismo comienzo. Andros abrió el cajón de su escritorio y le tendió a Georgiou dos cartas selladas. -Cuando te fuiste con los poemas de Rumi anoche, supe que irías a Konya — sonrió—. He escrito dos cartas de presentación para ti. Tengo dos amigos a los que les encantará conocerte por el camino. Uno es mí hermano, el padre Dimitri, que vive en el monasterio de Iveron, en el sagrado monte de Atos. Lleva toda la vida pintando iconos, y siente un profundo amor por la Virgen María. Luego, está Jasán Shushud, en Estambul. Jasán es un místico, muy respetado por las distintas sectas de derviches musulmanes. Sin duda, será de gran ayuda en tu viaje. -Me conoces mejor que yo mismo —rió Georgiou, mientras metía las cartas en su bolsa. Hablaron aún durante un rato, acompañando el vino blanco con un par de ouzos griegos. Al cabo, se dieron un abrazo, y Georgiou salió al frío de la noche. Cuando pasó por la plaza de San Marco, había aún unos cuantos bebedores noctámbulos intercambiando historias en los cafés. Pero Georgiou no se percató de ellos. Estaba ya entre dos mundos, como una cabra en el aire, entre dos peñascos.

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GEORGIOU se levantó temprano a la mañana siguiente, cuando la mayor parte de la ciudad aún estaba durmiendo. Recorrió las estrechas calles y bajó por la vía de San Giuseppe hasta la grandiosa iglesia de la Santa Cruz, donde los turistas se arremolinaban a diario para visitar las tumbas de Miguel Angel y de Galileo. Frente a la iglesia, había una estatua de Dante. Georgiou levantó la mirada por un instante para contemplar el rostro del gran poeta del amor, y luego bajó la cabeza y pidió en silencio la bendición de Dante. Luego, pasó por la Escuela del Cuero, cruzó el río Arno por el puente de la Santa Trinidad, y recorrió la vía Carmina hasta la estación de autobuses. Encontró un billete para Brindisi, el puerto desde el cual partían los barcos nacía la costa de Ática. Las palomas acababan de despertarse en los alféizares del Duomo, los barrenderos adecentaban las plazas, los panaderos avivaban sus hornos, los vendedores de llores descargaban sus ramos en el mercado. Florencia se disponía para otro día henchido de luz.

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CUANDO desembarcó del barco correo nocturno en tierra firme griega, más allá de la isla de Corfú, Georgiou se encontró en un café con un camionero, que se ofreció a llevarle hasta un lugar llamado Meteora, a mitad de camino de la ciudad de Tesalónica y el monte de Atos. Atravesaron bosques de pinos, atravesaron montañas y valles de negras rocas y tomillo silvestre, hasta que, finalmente, Georgiou bajó del camión en la parte alta de un valle por el que discurría un presuroso río. Nunca había visto un lugar tan extraño. Allí, en mitad de una amplía llanura, las formaciones naturales de roca se elevaban a centenares de metros por encima del valle, como los dedos de la mano de un gigante enterrado. En la cima de cada una de aquellas altísimas rocas había un antiguo monasterio. La niebla de la noche se arremolinaba a su alrededor, alrededor de los monasterios de Meteora. Tras alcanzar la base del pináculo que parecía soportar al mayor de los monasterios, Georgiou se puso a escalar los cientos de peldaños que, rodeando la roca, llevaban a los edificios de la cumbre. Y así, Georgiou se encontró llamando a la gruesa puerta de madera de Megalo Meteora, el Monasterio de la Transfiguración, el monasterio más grande y antiguo de toda Grecia, en el agreste y montañoso interior del país, el hogar de sus antepasados. Pasaron unos instantes hasta que la puerta se abrió, aunque sólo una rendija. Una voz hosca le preguntó qué quería. -Una habitación para pasar la noche —respondió Georgiou. -No es posible. Fiesta de San Juan Crisóstomo —respondió la voz, y la puerta se cerró con un chasquido. Georgiou volvió a llamar, diciendo a voces que no tenía adónde ir, que había hecho un largo camino desde Florencia, en Italia, y que aquélla no era forma de tratar a un pobre viajero en la tierra de sus antepasados. Se volvió a abrir la rendija en la puerta. -¿Es usted ortodoxo? —preguntó la voz. -Sí, lo soy; y soy pintor de iconos —respondió Georgiou. La puerta se abrió de par en par, y un encorvado anciano, con una larga barba gris y hábito negro, le hizo pasar. Él llevó a Georgiou ante el hermano hospedero, que le mostró una habitación en la galería que formaba un cuadrado protector alrededor de la iglesia del monasterio. En la habitación había una mesa, una cama, un icono del Señor y una lámpara de gas, colgada del techo con tres cadenas. Las paredes estaban pintadas de color azul celeste. Georgiou llevaba sentado en la cama unos instantes cuando apareció de nuevo el anciano que había abierto la puerta del monasterio con un vasito de ouzo y un platillo de dulces turcos que la gente de la zona llamaba loukoumía. -El padre Monas le da la bienvenida —dijo el anciano, poniendo su ofrecimiento sobre la mesa. -Gracias —respondió Georgiou—. ¿Quién es el padre Monas?

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-El abad del monasterio. Usted es su invitado y el invitado del Señor. Georgiou masculló un «gracias» y vio que el anciano se iba caminando con dificultad. Se preguntó qué habría impulsado a aquel hombre a pasarse toda la vida en aquella desolada torre de roca en mitad de la nada. Aunque era ortodoxo, Georgiou nunca se había sentido confinado por las creencias y las costumbres de la iglesia tradicional. Aquella noche permaneció en la iglesia alrededor de una hora, escuchando a los monjes entonar sus bellos cánticos, «Kirie eleison, kirie eleison». Se fijó en la alta y delgada figura del abad, el padre Monas, con un hábito negro que le llegaba hasta el suelo. El padre tenía los ojos cerrados, aunque su rostro denotaba una atención plena, respondiendo con un estremecimiento, una sonrisa o un movimiento de cabeza a cada cambio de la música o ante cada uno de los silencios. Georgiou también se sintió conmovido, aunque no tanto como el abad. La fragancia de la mirra le traía recuerdos de su infancia, cuando iba con su padre a la pequeña iglesia ortodoxa de Florencia. Se percató de que los iconos que había en la entrada del Santo de los Santos tenían varios siglos de antigüedad, en el primitivo estilo de Macedonia, la región septentrional de Grecia, donde su padre vivió una vez con su madre. Pero hubo un icono en particular que le llamó la atención. Era una Madonna con el Niño. Los ojos de la Virgen tenían una expresión de tierna tristeza, y su rostro, inclinado para abrazar al Cristo niño, tenía el color de las aceitunas pardas. Contemplando la imagen, Georgiou sintió el pesar de la Virgen que, vivo y húmedo, inundaba su propia alma.

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A LA MAÑANA siguiente, el joven se estaba preparando para partir temprano cuando se cruzó con el padre Monas en la portería. El porte del abad era sencillo y digno. Extrañamente en un griego, tenía los ojos azules. Tras saludar a su huésped, el abad le preguntó adónde iba. Georgiou vaciló, y luego habló. -Voy a Konya. Como peregrino —añadió audazmente, recordando el consejo de Andros de decir la verdad a toda costa—. Un gran santo y poeta llamado Rumi vivió una vez allí. Uno de sus poemas me conmovió tanto, que sentí que tenía que ir. -¿Un santo musulmán; —preguntó el abad. -Bueno, sí —respondió Georgiou, un tanto avergonzado—. Era musulmán, pero para mí era por encima de todo un poeta. Sus palabras llegan al corazón de gentes de todas las creencias. A mí me alcanzó de una forma que rara vez había sentido. -Sí —sonrió el padre Monas—. ¿Y puede ser que lo que su poeta le dio fuera el toque del amor? Georgiou se ruborizó un poco, y asintió con la cabeza. -El amor —continuó el abad— es lo que me tiene a mí aquí, en esta montaña, desde hace cuarenta y dos años. El padre Monas miró al joven. -¿Podría describir ese amor que está buscando? —le preguntó. -Lo conozco cuando lo siento —murmuró Georgiou—. Es un amor en el cual nada queda fuera. -Sí —asintió el padre Monas—. Y esa clase de amor es la mayor de las obras que un hombre puede realizar. Sin embargo, el viaje es diferente para cada uno. Para mí, el amor floreció en este lugar, y no tuve necesidad de ir a ninguna otra parte. Otros necesitan ir lejos en su busca. Todo depende de la semilla de la vida que cada uno lleva en sí, que da su fruto en el momento oportuno. Sin embargo, al final, sea lo que sea lo que el destino te depare, es siempre el amor el que te encuentra a tí, y no al revés. Ese es el motivo por el cual debemos aprender a escuchar. Georgiou se quedó desconcertado con las palabras del abad, pero contuvo su pregunta en la punta de la lengua y esperó. El padre Monas toqueteó por un momento la cruz griega de plata que colgaba de su cuello en un fino cordón de cuero. Parecía pensativo. -En nuestra tradición, la lección más importante que tenemos de aprender es la de la obediencia a Dios. La mayoría de la gente piensa que esto significa ser como niños, que nacen lo que el maestro les dice que hagan. Lo que no saben es que la palabra obedecer, en griego, significa «escuchar». Obedecer a Dios es escucharlo a El en cada situación. Este es mi consejo para usted, Georgiou. Saque provecho de su tiempo en soledad, métase dentro de sí, y escuche la voz que llega sin que la inviten. Escuche a esa parte de usted que sabe muy bien qué es lo que tiene que hacer. Esa es la inteligencia del amor; la voz que habla sin explicaciones complicadas, sencilla y concreta. Cuando oiga esa voz, haga lo que la voz le invite a hacer. No lo piense dos veces, y no mire atrás.

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Georgiou miró al anciano monje, que ahora le abría la gruesa puerta de madera del monasterio para dejarle salir. De repente, se sintió agradecido con aquel hombre que, unos momentos antes, no era más que un extraño. -Esa es la voz que me dice que tengo que ir a Kenya —dijo Georgiou al pasar por la puerta. -Lo sé —sonrió el viejo monje—. Y ya se dará cuenta de que esa voz no deja nunca de hablarle. Lo único que determina en qué medida la escuchamos es nuestra capacidad de escuchar. El abad se detuvo, ladeando la cabeza como sí alguien le hubiera susurrado algo al oído. -Delfos no está lejos de su camino hacia la montaña sagrada, Georgiou. Quizá sea una buena idea que se detenga allí y escuche un rato. En la antigua Grecia, hasta los hombres sabios, como Sócrates, iban al oráculo de Delfos. Delfos era un audífono, por decirlo de algún modo. Uno nunca sabe cómo le puede llegar esa voz. -Y, después de todo —continuó el padre Monas—, para alguien que se pasa el tiempo pintando iconos de la Bienaventurada Madre, sería un acto de cortesía presentarle sus respetos en un lugar que una vez fue un santuario de Gaya, la Bienaventurada Madre de la Tierra. Ella presidió allí durante siglos, protegida por su hijo, el dios serpiente. -¿Cómo sabía usted que yo iba a la montaña sagrada? —preguntó Georgiou sorprendido—. Hay caminos más directos que ése hacia Turquía. -Intento escuchar —sonrió el padre Monas—, y eso es lo que he oído. Quizá Dios le acelere en su camino, Georgiou. Y, estrechándole la mano al joven, el sabio abad se quedó contemplando a Georgiou mientras éste enfilaba hacia el largo vuelo de escaleras de piedra que llevaban a la carretera, abajo en el valle. Georgiou se detuvo un instante al llegar al final de las escaleras. Luego, se volvió hacía el sur y comenzó a caminar por los solitarios valles del norte de Grecia, con el monte del Parnaso y el sagrado santuario de Delfos ante él.

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A GEORGIOU le llevó casi seis días recorrer a pie las montañas hasta Delfos, pero la manera de viajar que más le gustaba era a pie. El caminar le permitía entrar en un ritmo que su cuerpo y su mente agradecían, y le ponía en sintonía con el movimiento de los animales, con la cabra o la mula que, de cuando en cuando, se encontraba en el camino. Le permitía conversar con extraños, o compartir una taza de té dulce con los pastores de las montañas. Pero, por encima de todo, caminar le hacía sentir el suelo bajo sus pies y el cielo sobre su cabeza. ¿Qué más puede pedir un ser humano?, se decía a sí mismo, mientras atravesaba empinados valles y pasos de montaña, escuchando a los pájaros llamarse unos a otros a cada lado, con el rumor de las aguas de los ríos a sus pies, con el susurro del viento entre las copas de los pinos. Al llegar el sexto día, el monte del Parnaso dominaba el horizonte delante de él, y Delfos quedaba a unas cuantas horas de camino, en las pendientes más bajas del monte. Más lejos, hacía el sur, las aguas del golfo de Corinto relucían en tonos azules y blancos bajo el sol de la tarde. Mientras caminaba, Georgiou pensó en el viajero por excelencia, Ulises, el héroe de la Odisea; cómo debió de ver lo que Georgiou podía ver ahora ante él. Pues Ítaca, la isla en la que tenía su hogar el aventurero, se encontraba a unas cuantas millas de la boca del golfo.

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GEORGIOU se adentró en el santuario de Delfos una hora antes de la puesta del sol. Para entonces, sólo quedaba allí un guarda, pues la temporada de turistas había terminado. Las ruinas se le antojaron estremecedoramente silenciosas. Tres pilares del templo original quedaban aún en pie, y el guarda le permitió a Georgiou que durmiera junto a ellos. Cuando la noche venció al día, Georgiou se echó en el suelo y se puso a contemplar Sirio, brillante como una joya en el dosel del cielo. Pensó en tantas y tantas personas como habían llegado a aquel lugar, de todos los lugares del mar Egeo, con la esperanza de encontrar una respuesta a sus preguntas. Georgiou, que habitualmente tenía tantas preguntas por responder, no tenía ahora ninguna. Era suficiente con estar allí, bajo las estrellas, con un antiguo pilar griego a sus espaldas. Estaba a punto de dormirse cuando se dio cuenta de que había algo en la hierba, junto a él. Al volverse, vio una serpiente, tendría alrededor de un metro y medio de largo, con la cabeza levantada y su inquieta lengua bífida. La serpiente se le quedó mirando con esos extraños ojos sin párpados, antes de deslizarse por entre los pilares del templo. Georgiou se sentó, inmóvil en la oscuridad, con cada una de las células de su cuerpo plenamente alertas. Estuvo allí sentado alrededor de una hora, pero la serpiente ya no volvió. Se acordó de lo que le había dicho el padre Monas acerca del templo, que en su origen había estado consagrado a la Bienaventurada Madre de la Tierra, y protegido por su hijo, el dios serpiente. «El padre Monas me dijo que debía escuchar —pensó Georgiou—. Quizá éste sea el tipo de escucha al que él se refería.» Georgiou durmió profundamente aquella noche, pero se despertó temprano, por la mañana, con un sobresalto. Había tenido uno de aquellos sueños que se parecen más bien a una visión, de esos que tienen una luz poco habitual y unas imágenes muy nítidas. Vio, de un modo tan real como cualquier figura humana a la luz del día, una sencilla imagen de Nuestra Señora, en una forma que él había pintado muy a menudo, salvo por el hecho de que su rostro era oscuro, tenía la cabeza inclinada hacia la izquierda, y le caía una lágrima por la mejilla. Junto con la imagen, oyó una voz, tan real como cualquier voz que pudiera oír en una conversación normal, una voz que decía: Yo no soy Aquella a quien tú estás buscando; yo no soy Aquella y, sin embargo, Ella no es diferente de mí. Georgiou se sintió embargado — ¿cómo podía ser aquello?— por una profunda sensación de alegría y de pena al mismo tiempo. A lo largo de todo el día siguiente estuvo sentado en silencio, conmovido en sus profundos sentimientos. Una pareja de turistas de Atenas llegó y se fue. Georgiou permaneció en silencio, junto a su pilar, pleno todavía con la presencia de su sueño. Reflexionó sobre las palabras de la María Oscura, y se preguntó qué estaba buscando él en realidad; no había sido consciente de estar buscando a alguien. Él simplemente iba a Konya porque se había sentido impulsado a ello, sin expectativa alguna de resultados. Se acordó del consejo de su amigo Andros, que prestara atención a sus sueños, y que no dejara que su

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racionalismo griego se apoderara de él. «Que signifique lo que quiera —se dijo Georgiou—. Estoy agradecido de haber recibido la visita de tan alta gracia.» Recordó también que el padre Monas le había dicho que el antiguo oráculo de Delfos siempre había hablado con acertijos y paradojas; e, indudablemente, lo que había escuchado allí era un acertijo como pocos. Antes de que se apagara la luz del día, Georgiou desempacó sus materiales artísticos y se puso a nacer un esbozo de la visión que el oráculo le había dado. Pintaría un icono en honor a la Madre Oscura.

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El GUARDA del oráculo de Delfos era un hombre ya mayor cuya familia vivía en el pueblo que había más abajo. A los pocos días de la llegada de Georgiou, el hombre empezó a detenerse de cuando en cuando para observar al joven trabajando en su icono. Un día apareció con el sacerdote del pueblo. -Señor —le dijo el sacerdote—, me gustaría pedirle un favor. La gente de nuestro pueblo siente una profunda veneración por un icono sagrado de la Bienaventurada Virgen que ha estado en nuestra iglesia durante generaciones. Le han dado tantos besos que lo han desgastado hasta la madera, y he tenido que reemplazarlo por otro, que no parece ser tan del gusto de mi grey. Desde que reemplazamos el icono original, las ofrendas del pueblo han disminuido. Sería un honor sí usted nos la restaurara. -No creo que esté aquí el tiempo suficiente como para restaurar su icono — respondió Georgiou al guarda y al sacerdote—. Tengo un largo camino por delante, hasta Turquía, y pronto empezarán a acortarse los días. Al sacerdote se le vio muy triste, pues era raro que un restaurador de iconos pasara por los pueblos de las montañas, y la aparición del joven se le había antojado al hombre una gracia de la mismísima Virgen María. Y, por otra parte, la parroquia nunca tendría dinero suficiente como para contratar a un artista de Atenas. Georgiou sintió la tristeza del hombre, y se dio cuenta de que también él se sentía un tanto decepcionado consigo mismo. « ¿Por qué no dedicar unos cuantos días de mi tiempo a un pueblo que me lo está pidiendo? —pensó—. ¿Tan valioso es mí tiempo que no puedo responder a las necesidades de los demás Este es un lugar bendito, y ya me ha dado un regalo que jamás olvidaré. Me avergüenza mi mezquindad.» Levantó la vista y, mirando al sacerdote, dijo: -Padre, he cambiado de opinión. Restauraré su icono. Iré mañana a la iglesia, aunque volveré al templo por las noches. Me viene bien estar aquí. El sacerdote, encantado, partió para compartir la noticia con las gentes del pueblo, pues era domingo, y muchos de ellos irían a la iglesia aquella tarde. A la mañana siguiente, Georgiou dejó a un lado el icono que había comenzado a pintar tras la visión de la Madre y bajó al pueblo. El icono estaba en un delicado estado, y Georgiou tenía que poner toda su atención y habilidad para devolverle la vida. Los días no tardaron en convertirse en semanas. El golfo de Corinto se hizo más gris y menos azul. Cada noche, cuando volvía a los antiguos pilares, se encontraba con un paquete de comida de uno u otro de los lugareños, y siempre natía una ramita de albahaca y algunas olivas. A veces, cuando el viento soplaba más frío de lo habitual, pasaba la noche con el guarda del templo en su pequeña cabaña. El guarda se llamaba Criti; al menos, así le llamaba todo el mundo, porque había nacido en Creta. Criti solía compartir su comida con Georgiou, aunque rara vez pronunciaba más de unas cuantas palabras de una vez.

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«No es más que un hombre de pueblo —reflexionó Georgiou una noche, cuando se sentó allí en silencio—. Pero hasta él puede compartir su hosca amabilidad.»

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UNA NOCHE, poco antes de que Georgiou acatara su trabajo de restauración, Criti le contó algo extraño. -Vivo bajo la protección de este oráculo desde hace siete años —dijo, mientras le pasaba a Georgiou un poco de pan negro—. El Gobierno me paga un poco por guardar este lugar, pero la verdad es que el que está protegido soy yo. La Madre Oscura vino a mí una vez en un sueño, poco después de empezar a trabajar aquí, y me dijo cosas que ningún hombre debía saber nunca. Yo soy ortodoxo ahora, como siempre, pero le digo que las gentes de la Antigüedad que construyeron este lugar conocían sin duda a la Santa Madre igual que nosotros. Simplemente, la llamaban con otro nombre. El joven se sobresaltó. A nadie le había contado lo de la visión que había tenido la primera noche que estuvo en el santuario. -¿A qué se refiere, Criti, con Madre Oscura —preguntó. -Creo que usted sabe a lo que me refiero, Georgiou —respondió Criti, lanzándole una breve mirada y volviéndose después a contemplar el luego—. Cada vez que le miro, veo la serpiente a sus pies, Ella vino a usted también. Lo sé. -Es verdad —murmuró Georgiou—. Tuve una visión de la sagrada Madre la primera noche que estuve aquí. La conocí al instante, aunque su rostro era más oscuro que el del icono más antiguo. ¿Eso por qué es, Criti? ¿Por qué Nuestra Señora aparece en este lugar tan oscura? -Nuestra Señora es oscura aquí porque su sabiduría es la sabiduría de la noche. Sabrá que, en los iconos más antiguos, su manto está cubierto con miles de estrellas. Ella es la matriz de la cual emergen y tienen su ser todas las cosas. Ella es tosca y oscura porque Ella es la misma vida. Y, como la vida, Ella convoca a nuestros demonios, así como a nuestros ángeles. -Entonces, ¿por qué la Santa Madre es tan amable y misericordiosa en nuestra tradición? —preguntó el joven—, siempre pensé que Ella era el corazón de la compasión. -¡Y lo es! —respondió el hombre—. Pero los antiguos que construyeron este lugar sabían que la fuente de toda compasión es la verdad. Y la verdad está más allá de cualquier idea sobre lo correcto o lo erróneo. La luz del luego parpadeó sobre el rostro de Criti. Las sombras danzaban tras él, en las paredes de la cabaña. En las semanas anteriores, Criti y Georgiou no habían pasado del mero intercambio de cumplidos, y el joven se sentía ahora azorado al conocer a este hombre sin pretensiones. -Dígame, por favor, Criti —dijo—. Si la Santa Madre no es amable y misericordiosa, ¿qué es? Criti sonrió. -Ella es eso. Ella es Nuestra Señora de la Gran Compasión porque nos abraza a todos sin cesar, sin enjuiciar, seamos quienes seamos. Pero Ella también es poderosa. Es terrible, incluso colérica, cuando quiere liberarnos del apego a nuestras ilusiones. Los dos hombres guardaron silencio, mientras la madera verde crepitaba en el luego.

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-Criti —dijo Georgiou por fin—, Nuestra Señora me dijo algo cuando vino a mí. Dijo que Ella no era aquella a quien estaba buscando, pero que aquella a quien estaba buscando no era diferente de Ella. ¿Me podría decir qué significa? Parece un acertijo. Criti rió por lo bajo un buen rato. -Sí que es un acertijo —respondió—. Un acertijo que sólo usted puede resolver. Georgiou guardó silencio. «Este viaje no es como los demás», pensó mientras se levantaba para irse a dormir a los pies del pilar. -¿Qué es lo que espera usted de un viaje de amor? —preguntó el guarda riendo entre dientes, como si Georgiou hubiera dicho en voz alta lo que pensaba—. Cualquier cosa se hace posible. Uno puede hacer bajar fuerzas ante las cuales sólo puede postrarse. Una semana después, Georgiou había terminado por fin su trabajo con el icono del pueblo. Mientras el pueblo entero salía en procesión por la calle principal y en torno a la iglesia en honor del recién restaurado icono, Georgiou se preparó para proseguir su viaje. Tenía un compromiso con el sagrado monte de Atos. Cuando partía, Criti llegó para estrecharle la mano. -Joven —dijo—, se le bendijo para que hiciera feliz a esta gente. Sepa, pues, que la bondad es el primer y último paso en el camino del amor; y, sin embargo, el primer paso y el último paso no son lo mismo. La bondad, como sabemos por nuestra Bienaventurada Madre, es feroz y poderosa, así como amable e indulgente. Cualquiera de estas facetas puede abrir una puerta en su corazón y cambiarle, tanto a usted como al mundo. Georgiou le agradeció sus palabras al viejo guarda. Se abrazaron y luego Criti vio desaparecer al pintor por la subida de la colina.

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LA TOTALIDAD de la península de Atos es un país dentro de ese país que llamamos Grecia. Sólo rinde cuentas ante el patriarca de Constantinopla, que reside en Estambul, y que es el jefe de la Iglesia ortodoxa. La montaña sagrada se encuentra en el extremo de este brazo de tierra, de alrededor de treinta kilómetros de largo, que se introduce en el norte del Egeo. Ninguna mujer había puesto sus pies en ningún lugar de aquella delgada península desde nacía casi dos mil años. Los monjes dicen que la Virgen María naufragó en las costas de Atos tras la crucifixión y que, cuando puso pie en la costa, reclamó para sí aquella tierra. Ese es el motivo, dicen ellos, para que ninguna mujer pueda ir allí. Sólo los monjes viven en Atos, y sus monasterios se esparcen por toda esa agreste y arbolada península, sin nada más que senderos que los conecten. Los monjes de Atos (griegos, rusos, serbios, rumanos, búlgaros) organizan sus vidas según el calendario bizantino, unas cinco horas por detrás del resto de Grecia. Han decidido ir a la deriva con respecto al resto del mundo, (grandes místicos y obradores de milagros han vivido allí a lo largo de los siglos, inspirando a muchos a que les siguieran. Un flujo constante de novicios, cansados o desilusionados de la vida moderna, mantienen vivas estas antiguas comunidades. Georgiou desembarcó del pequeño barco en el muelle de su minúsculo puerto. El barco, que es el único medio para acceder a Atos, iba cargado de peregrinos. Recorrer la península le había llevado dos horas de navegación, chapoteando y balanceándose en el pesado oleaje, ahora, lo único que deseaba Georgiou era reposar la cabeza en suelo firme, pero había tres horas de caminata hasta el monasterio de Iveron, y ya era tarde. Georgiou se adentró por el hollado y estrecho sendero que ascendía a las colinas. Los árboles se aglomeraban sobre el pequeño camino, y el único sonido que le llegaba era el de los pájaros, cientos de ellos, que parecían estar por todas partes. De vez en cuando, por entre los árboles, captaba un destello del reverberante océano, muy por debajo de él ya. A veces, el sendero desaparecía en un bosque de retorcidos y atronados pinos, y eso le llevaba a andar a trompicones por aquí y por allá hasta que daba con él de nuevo. En ocasiones, oía la llamada de algún animal, y se preguntaba si habría lobos todavía en Atos. A cada paso que daba se sentía más ligero, alimentado por la luz del sur, por el aire y por las nítidas siluetas de los árboles contra el cielo azul profundo. Fue así, con esa sensación de estar notando, con los pulmones llenos de fragancias de enebro y de tomillo, como apareció al fin ante él el gran monasterio de Iveron. En la puerta, un viejo monje yacía dormido, con los zapatos a un lado. Georgiou dudó por un instante y, luego, atravesó la puerta para encontrarse en un gran patio con una iglesia en su centro.

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EL PADRE Dimitri estaba solo en su estudio de pintor, una pequeña cabaña en los terrenos del monasterio, al filo de un acantilado. Durante treinta años había estado contemplando la misma franja de océano, desde que dejara su ciudad natal de Tesalónica para tomar la vida monástica. El y su hermano Andros habían compartido su apasionado amor por los misterios de la vida, pero sus historias siguieron caminos diferentes cuando aún eran jóvenes. Dimitri era de natural solitario, dado a la contemplación interior de los misterios cristianos, mientras que Andros era más inquisitivo, menos ligado a la tradición. Sin embargo, a pesar de las diferencias en sus modos de vida y en sus senderos, Dimitri y Andros estaban ahora, en sus últimos años, más cerca que nunca. Intercambiaban largas cartas en las que se contaban sus consecuciones y sus desilusión, y habían llegado a darse cuenta de que sus vidas no tan diferentes después de todo. Dimitri había seguido las enseñanzas ortodoxas en su silenciosa mente, y Andros llevaba años en la quietud donde todas las religiones se encuentran. Ambos comprendían ahora que la libertad sólo tenía sentido desde sus propias ideas preconcebidas. En cierta ocasión, durante una crisis de fe, Andros le había escrito a su hermano para preguntarle sí él también debería entrar en la vida monástica. Dimitri dibujó una imagen de Buda y se la envió a Andros que, de inmediato, comprendió. Él debía seguir su propia historia. Al igual que Buda, él estaba destinado a encontrar su propio camino, y ése era un sendero tan honorable y formidable como el que confina a un hombre en una celda durante treinta años. Dimitri tomó un pincel y lo mojó en el pigmento marrón oscuro del frasco que había delante de su esbozo. Con pinceladas lentas, descendentes, comenzó a pintar el rostro de la Virgen. Él sabía que aquel icono sería diferente a todos los que había hecho hasta entonces. Finalmente, después de tanto tiempo, estaba preparado para traer al mundo la cara que había estado ardiendo ante su ojo interior durante todos aquellos años. Entonces, en sus pensamientos, le llegó el sonido de un golpeteo en la puerta.

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EL PADRE Dimitri quitó el pestillo de la puerta y la abrió de par en par. Georgiou estaba allí, con la respiración agitada bajo la cálida brisa marina, con su carta de presentación en la mano. Dimitri invitó a pasar a su invitado. -Mi hermano habla muy bien de ti —sonrió, poniendo la carta abierta sobre la mesa—. Por favor, permíteme que termine esta capa de pintura antes de que se seque. Es sólo un momento. Georgiou se sorprendió al ver el icono sobre el cual el monje estaba trabajando. Dejó ir la vista por la única hilera de libros que reposaban sobre un estante de madera, la cama de hierro, el pequeño crucifijo en la pared. -Andros dice en su carta que estás haciendo un interesante viaje —dijo Dimitri cuando terminó—. Me gustaría que me contaras con qué te has encontrado a lo largo del camino. Georgiou le habló de su estancia en Delfos y de su visión de la Madre Oscura. Sacó de su bolsa el esbozo y le dijo que había empezado a pintar lo que había visto. -Entonces, has venido al lugar adecuado —dijo Dimitri—. Podemos trabajar juntos si lo deseas, dado que ambos, como habrás visto, estamos absorbidos en el mismo icono. -Óigame, padre —replicó Georgiou—, ¿qué es lo que le llevó a pintar ese icono; su visión de la feminidad parece bastante diferente de las enseñanzas de la Iglesia. El padre Dimitri se recostó sobre el respaldo de la silla y guardó silencio durante unos instantes. -Cuando llegué a Atos, me dijeron que la única forma segura de pensar en una mujer era como si pensara en mi madre. Bajo cualquier otra apariencia, me dijeron, uno se puede distraer del sendero de la contemplación interior. Nosotros hemos tomado esta vida para dirigir nuestra atención más allá del mundo de los sentidos, hacia el mundo de lo invisible. Ese es nuestro camino, aunque ahora sé que el miedo también interpreta su papel en todo esto. También sé que hay otros caminos. Nuestros hermanos en el islam, los derviches, nunca han sido favorables a apartarse del mundo y, sin embargo, no cabe duda de que han generado tantos santos y tan grandes como nuestra bendita Iglesia. -Entonces, ¿usted piensa todavía en todas las mujeres como en su madre — preguntó el joven. Los oscuros y amables ojos del padre Dimitri se posaron sobre Georgiou. -Mira el océano ahí fuera —dijo, llevando su mirada más allá de la ventana—. Por muchas olas que haya, de alturas y colores diferentes, todas ellas no son más que los muchos rostros de un mismo océano. Llevo sin ver a una mujer desde hace treinta años, de modo que la feminidad es para mí como esa inabarcable franja de agua, que todo lo abraza, que todo lo nutre, hermosa de contemplar. Igual que los iconos de nuestra Bienaventurada Madre. Sin embargo, en el tiempo que llevo aquí, los rostros de la mujer, tan variados, tan numerosos, han aparecido ante mi mente como las olas, y he llegado a comprender que todas ellas son la noble expresión de la única Belleza Original. De modo que, para responder a tu pregunta, Georgiou, he llegado a honrar a la mujer bajo todas sus apariencias. Y, debido a ello, también he llegado a honrar a mí

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propio cuerpo, con sus anhelos y sus deseos terrenales. Las palabras del padre Dimitri tomaron por sorpresa a Georgiou. -¿Quiere decir que, después de todos estos años, sigue anhelando y deseando la carne? Dimitri sonrió. -Todavía tengo un cuerpo —dijo con calma—. Afortunadamente, ya no me dan miedo sus anhelos y las imágenes que lanza sobre mi mente. Ahora estoy encantado de pertenecer a la tierra y a la vida de los sentidos. El cielo no está en ninguna parte si no es aquí. ¿Estarías de acuerdo conmigo? Georgiou nunca se había encontrado con un monje que hablara con tanta libertad sobre esto. -Estaría de acuerdo —respondió finalmente—. Pero ¿cómo es que todo eso ya no supone una distracción para su contemplación? -Porque ahora sé que la fuente silenciosa está en todas partes, en todo lo que vive y respira. No se dedica a elegir. Diciendo «tomo esta flor para mí, pero reniego de aquella cucaracha». La verdadera Madre lo abraza todo, inclusive nuestros anhelos y nuestros deseos. Sí la vemos en todo, todo nos llevará a Ella. Eso es lo que me ha llevado a pintar ese icono. Georgiou se levantó y se inclinó para observar la pintura de Dimitri. -Me recuerda al Cantar de los Cantares de Salomón —murmuro. Soy negra y hermosa, oscura como las tiendas de Quedar... -Ese es un cumplido que estoy encantado de escuchar —murmuró el padre Dimitri—. Ésta Bienaventurada virgen es en verdad hermosa, Ella es el océano, poderoso y terrible, hermoso y en calma. No rechaza nada. Celebra ambos mundos, el tiempo y la eternidad. Ruego para tener la visión y el coraje de mostrarla en sus verdaderos colores. Los dos pintores, el joven y el no tan joven, estuvieron hasta bien entrada la noche hablando de su arte. Las luces de gas del monasterio se fueron apagando de una en una, se cantaron las últimas oraciones. Georgiou durmió aquella noche en el suelo de la cabaña del pintor de iconos, para despertar al amanecer con el aroma del espeso café griego, hirviendo a fuego lento sobre la vieja y negra estufa.

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GEORGIOU aceptó la invitación del padre Dimitri de quedarse en su estudio y finalizar su icono de la Bienaventurada Madre Oscura. Cada mañana tomaban los dos sus pinceles y se ponían a trabajar, normalmente en silencio. Todas las noches, Georgiou iba a la iglesia del monasterio para escuchar el bello canto de los monjes, y a primera hora de la tarde solía pasar una o dos horas en la biblioteca del monasterio. Las bibliotecas de Atos conservan todavía algunos de los libros más antiguos y preciosos de Europa. La copia más antigua del Evangelio de Juan, escrita en griego en el siglo IV, estaba en una urna de cristal en la biblioteca del Grand Lavra, el mayor monasterio de la península. Iveron también tenía sus tesoros. Georgiou encontró allí hermosos libros, todos ellos con encuadernaciones de gruesa piel grabada con una cruz. Aquellos libros le llevaban al mundo de los primitivos cristianos que se iban a vivir al desierto; le introducían en los conocimientos árabes de la geometría y las matemáticas, en los principios de la arquitectura sagrada, en la anatomía medieval. De todo lo que leyó, lo que más le intrigó fue lo relativo a los padres del desierto. «Vigila y reza. Por encima de todo, sé vigilante», decían. -¿Qué querían decir los padres del desierto, Dimitri —le preguntó un día mientras tomaban café—, cuando hablaban de ser vigilantes? -Se referían a lo susceptible que puede ser la mente a las influencias invisibles — respondió Dimitri enigmáticamente. -Me estás hablando con acertijos más difíciles que los suyos —sonrió Georgiou. -Sin darnos cuenta, la mente se sube a lomos de cualquier ola que pasa — prosiguió Dimitrí—. Pero, si prestas atención, tomarás conciencia de algo que no se mueve, por buenas o malas que parezcan las cosas. Tu poeta, Rumi el derviche, lo sabía bien. Él hablaba de ese «algo» como de un campo en el que podemos yacer. Más allá de toda acción errónea o acertada, hay un campo. Alí te encontraré. Cuando el alma yace en esa hierba, el mundo está demasiado lleno como para hablar de él... -¿Cómo es que conoces la poesía de Rumi —preguntó Georgiou—. Él era musulmán, y tú eres ortodoxo. El padre Dimitri miró con afecto a su compañero. -Nosotros, los monjes, no somos tan rígidos en nuestras creencias como tú te imaginas —sonrió—. .Nuestros hermanos los derviches han estado viniendo a Atos desde hace centenares de años, y nosotros, a la vez, venimos dialogando con ellos en Constantinopla desde que la ciudad cayó en manos de los turcos, se dice que los derviches fueron los que les enseñaron a nuestros antepasados en Atos la oración del corazón. Solo se cambiaron las palabras. -¿Qué es la oración del corazón? —preguntó Georgiou. -Es la vigilancia de la que hablaban los padres del desierto —respondió Dimitri—. 30

Es una y la misma cosa, sientas lo que sientas, hagas lo que hagas, estés donde estés, dejas que la respiración lleve a la mente hasta el corazón. Cuando la mente se une al corazón, aparece la cualidad de la presencia. Ser consciente del paso del aliento hasta el pecho te ayuda a hacerte presente, le hace recordar que no eres tú quien respira; es el aliento el que te respira a ti. Y te sientes agradecido por esa presencia que respira. »Es un milagro —continuó Dimitri—. Cada vez que lo buscas, el aliento está ahí, respirándote, pleno de electricidad vital, ¡qué compasiva es la vida con todos nosotros! A algunos les gusta murmurar una palabra o una frase cuando exhalan, como el nombre de Jesús por ejemplo; para los derviches es Alá. Otros prefieren simplemente sentir el fluir del ¡aaah! entrando y saliendo, llenándoles de ser. No son las palabras las que constituyen la oración, es la devoción. Luego, ocurra lo que ocurra, tanto si nos sentimos exaltados como sí nos sentimos abatidos, ocurre todo dentro del abrazo del aliento. Eso es lo que significa vigilar y rezar. Sencillo, pero lleva toda una vida de renuncia. Georgiou estaba desconcertado. -¿Por qué de renuncia: —preguntó— No veo por qué tienes que llevar un hábito de monje o ser célibe para llevar tu aliento hasta el corazón. -Eso es cierto —respondió Dimitri—. Eso son cosas externas. En todos los años que llevo en esta montaña, me he llegado a dar cuenta de que la verdadera renuncia tiene que ver con nuestra atención. Para ser consciente de tu aliento de este modo, en cualquier cosa que hagas, tienes que cambiar el foco de la atención, desde los altibajos de la vida hasta esa mente silenciosa. No se trata de hacer que las olas dejen de levantarse y caer, pues siempre lo harán, sino de ser consciente de la profunda corriente que hay por debajo de ellas. Mañana, si lo deseas, te llevaré a que conozcas a alguien que ha vivido en esas profundidades durante toda la vida. El resto del día lo pasaron en silencio, absorbidos en sus iconos.

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A LA MAÑANA siguiente, el padre Dimitri llevó a Georgiou a lo largo de los acantilados, por un camino polvoriento y sinuoso. Después de una hora o más de caminata, Dimitri le llamó la atención sobre una minúscula cabaña, situada en una posición elevada, por debajo del acantilado, sobre el refulgente océano. -Esa es la casa del padre Sofroniou —dijo Dimitri—. Es un ermitaño y, según dicen algunos, un santo, todas las semanas, una barca pasa por allí, y él sube las provisiones que le depositan en una cesta de mimbre, hay muchos solitarios que viven como él en Atos. Nunca dejan sus cabañas, bajo ninguna circunstancia, ni siquiera para tomar la comunión. -Yo creía que había que tomar la comunión para ser ortodoxo —dijo Georgiou. -Cuando tú estás en comunión, no tienes necesidad de comunión —respondió Dimitri. Descendieron por el empinado sendero hasta la cabaña, hasta que un anciano, encorvado y desaliñado, vestido con harapos, apareció en la puerta. No parecía encajar con la idea que tenía Georgiou de un santo. A pesar de que aún estaban a unos cien metros de él, Georgiou pudo ver que el anciano les miraba ceñudo. Cuando se acercaron, echó mano a un cubo que había junto a la puerta y empezó a tirar piedras a sus visitantes. Georgiou se detuvo, encogido, con los brazos cubriéndose la cabeza. El acantilado era empinado, el sendero estrecho; podían caer fácilmente al océano intentando evitar el ataque del anciano. Estaba a punto de darse la vuelta cuando Dimitri pasó por su lado sin mostrar intención alguna de protegerse de las piedras. -Sigue caminando —le dijo Dimitri cuando pasó por su lado—. Vigila tu aliento. No pierdas la atención ante tus juicios o tu miedo. Georgiou hizo lo que le decían, pero eso era todo lo que podía hacer para permanecer en el sendero. Las piedras parecían ir dirigidas a él más que a Dimitri, hasta que una de las piedras le golpeó en la pierna, y Georgiou gritó enfurecido. -Respira —le dijo Dimitri por encima del hombro—. No prestes atención a tus pensamientos. Sofroniou siguió arrojándoles piedras hasta que la pareja llegó a su puerta. Luego, el anciano se volvió y se metió dentro sin decir una palabra. Georgiou, aturrullado y confundido, siguió al padre Dimitri al entrar. La habitación estaba desnuda, salvo por una mesa, una silla y un icono de Cristo. Georgiou vio cómo Dimitri se acercaba a Sofroniou y le besaba en ambas mejillas, y luego instó a Georgiou a que hiciera lo mismo. Cuando Georgiou se acercó para abrazar a Sofroniou, su olfato se sintió herido por el hedor del anciano. Georgiou se encogió. -¿Quién es esta maloliente criatura que me traes? —preguntó el anciano a Dimitri con una mirada vehemente. -Es un viajero de Italia, un pintor de iconos, santo padre —respondió Dimitri. El anciano se mofó. 32

-Este hombre no es un pintor. Es un imbécil. Esa es la razón por la que te he tirado piedras —continuó, volviéndose a Georgiou—, para sacarte de tu imbecilidad, pero no cabe duda de que estoy perdiendo el tiempo. Ya veo que estás lleno de romanticismo. El romanticismo del anhelo, de andar errante. Sin embargo, en toda tu búsqueda, ¿te has detenido siquiera a preguntarte a quién anhelas; -No lo sé —masculló Georgiou, completamente desorientado y confundido. -Entonces, hay esperanzas —respondió Sofroniou, tan brusco como siempre, acariciando su enmarañada barba—.No saber, ésa es la copa secreta. No saber no significa dejar por imposible la pregunta, joven, significa no conformarse con una respuesta fácil. Vive la pregunta. Siéntela en tu corazón. ¿Quién eres tú en realidad? Esta pregunta es la gran obra, pero, para responderla, tienes que estar dispuesto a cortarte la cabeza y sentarte sobre ella. Georgiou estaba aturdido con las palabras de Sofroniou. ¿Quién iba a querer cortarse la cabeza y sentarse sobre ella? -Profundiza más allá de las palabras —dijo Sofronoiu—. Recuerda, no te conformes con respuestas. Averigua quién está haciendo la pregunta, solo entonces te recibirás a ti mismo al llegar a tu propia puerta. Georgiou pensó que lo mejor era no responder. Estuvieron allí sentados unos cuantos minutos en silencio y, luego, el padre Dimitri se levantó del sucio suelo y abrazó a Sofroniou de nuevo. Georgiou siguió su ejemplo, Esta vez, percibió cierta dulzura en el aire. Volvieron por el sendero que les había llevado allí; el mar, allí abajo, relucía con el sol; un solitario buitre iba y venía por encima de los acantilados, mientras caminaban, Georgiou se dio cuenta súbitamente de que tenía la cabeza vacía de pensamientos y de que se sentía extrañamente contento.

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DURANTE muchos días, Georgiou estuvo trabajando junto al padre Dimitri, esforzándose por dar expresión a la profunda ternura que sabía que estaba exigiendo su icono. Pero la Madre Oscura se le mostraba esquiva, y Dimitri le sugirió que quizá sirviera mejor a la obra si se tomaba tiempo para recorrer los senderos de la península de Atos. De modo que Georgiou comenzó a deambular por las sendas de la montaña sagrada y a visitar algunos de los otros monasterios de la península. Caminaba durante horas por entre los bosques bajos y densos de encinas y pinos, por donde no solía encontrarse con ningún otro ser humano. El sol solía hallarse bajo en el horizonte cuando llegaba al fin a las puertas de algún monasterio, y agradecía la acostumbrada bienvenida consistente en un vasito de ouzo y una bandejita de loukoumía. Georgiou se encontró con muchos refugiados de los senderos del mundo en sus andanzas de monasterio en monasterio. En la casa serbia se encontró con dos ancianos que, en otro tiempo, habían trabajado juntos en una fábrica de chocolate de las afueras de París. Eran refugiados de los conflictos de los Balcanes, que compartían una pequeña habitación alquilada en la zona de la Bastilla. Una noche, después del trabajo, uno de ellos tomó un periódico serbio y se encontró con un artículo del monasterio serbio del monte de Titos en el que se pedían novicios. El artículo decía que, sí no recibían pronto nueva savia, el monasterio tendría que cerrar sus puertas tras una larga historia de quinientos años. Los dos amigos se miraron uno a otro y, en aquel mismo momento, decidieron que tenían que ir allí. Ahora eran los únicos monjes que quedaban en el monasterio. Desde entonces no habían visto ninguna otra parte del mundo a excepción del monte de Atos, y estaban tan satisfechos como al principio de su sencilla vida en la montaña sagrada. «Hay personas que son muy afortunadas —pensó Georgiou al dejar la casa serbia y proseguir su camino—, por haber encontrado el camino de su vida de una forma tan hermosa.» Sin embargo, Georgiou sabía que también él había sido muy afortunado a su manera. «En la vida de todo ser humano hay bendiciones y fortuna —pensó para sí—. Sólo hay que saber verlas tras el disfraz con el que se nos presentan.» En la casa griega de Stavronikita, un hombre mucho más joven le contó a Georgiou que había sido educado en Londres, en una familia griega, y que había sido ayudante de un famoso diseñador de moda de la capital británica. Había vivido al máximo la vida social de Londres, sólo para sentirse más y más vacío en su interior. Luego, comenzó a retornar a la religión de su infancia y, con el tiempo, el impulso de viajar hasta el monte de Atos para hacerse monje se le hizo irresistible. Este mismo hombre llevó a Georgiou al osario, la cripta donde se amontonaban los huesos de los monjes fallecidos: hileras e hileras de calaveras, con montones de fémures bajo ellas. Dos de las calaveras eran de color dorado, y el monje le dijo a Georgiou que eran las calaveras de dos santos, pues sólo aquellos cuyas calaveras se hacían doradas eran declarados santos posteriormente. Aquel hombre joven le dijo que

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había llegado a Atos para poder morir con una calavera dorada. -Sí el Señor quiere —añadió. «Me alegro por él —pensó Georgiou cuando se puso de nuevo en camino—. Me alegro de que esté tan seguro de lo que quiere. En cuanto a mí, no tengo ningún deseo de ser un santo. Lo que deseo es pertenecer plenamente a este mundo, más que poner la vista en el siguiente». En el Grand Lavra, el monasterio más antiguo de todos, Georgiou conoció a un joven que parecía estar sumido en la duda y la desesperación. Entusiasmado con la idea de encontrar a un gran maestro, había dejado su vida en Atenas para pasar tres años como discípulo de uno de los ermitaños que vivían en la montaña sagrada. El anciano le había hecho levantar paredes durante todo el día para luego echarlas abajo al día siguiente. No le dejaba leer nada salvo la Biblia, ni dormir en otro lugar que en el suelo. El joven tenía que complacer al ermitaño en cada detalle de su vida diaria, y tenía que servirle cada vez que el anciano se lo pedía. Pero, en lugar de liberarle de su propia voluntad, aquel trato sólo había servido para sumergir al muchacho en una profunda depresión. Al final, incapaz de percibir motivaciones sabías en los extraños métodos del ermitaño, buscó refugio en el Grand Lavra, aunque sólo para descubrir que su experiencia era muy habitual entre los jóvenes que anhelaban una vida de santidad y que aparecían cada año en la montaña. La historia de aquel joven le recordó a Georgiou el extraño recibimiento que le hiciera Sofroniou. Sin embargo, Georgiou sabía que aquel duro encuentro con el anciano había enriquecido su vida. «No hay fórmula alguna para este viaje —pensó—. Cada vida parece tener su propio curso inteligente.» En una ocasión, en el sendero entre el Grand Lavra y el monasterio de Pantaleimon, Georgiou se encontró con un hombre vestido con harapos que se mantenía de píe sobre una sola pierna, bajo un árbol, con las manos y la cara vueltos hacía el cielo. A sus pies había ofrendas de comida y agua. Otros dos monjes estaban de rodillas delante de él. Cuando se levantaron para irse, Georgiou les preguntó qué estaba haciendo el otro hombre. -Está haciendo penitencia —le dijo uno de los hombres al joven de Florencia. Lleva cinco años en la misma posición, sin moverse. Y en todo este tiempo no ha comido, aunque aún hay personas que dejan comida ante él. -¿Hasta cuándo seguirá ahí? —preguntó Georgiou. -Hasta que el Señor eleve su espíritu al cielo —respondió el otro monje. -Pero ¿por qué? ¿Por qué tiene que torturarse así? -Para él no es una tortura —respondió el primer monje—. Él está feliz de haber vencido las exigencias de la carne. Georgiou se sintió muy triste, aun así, ante la imagen de aquel hombre sobre una solo pierna. Caminó aún durante un rato hasta que, de repente, por entre una grieta de las colinas, el cielo se hizo uno con el mar en una neblina dorada y azul. Georgiou se detuvo a contemplar durante un buen rato aquella maravilla. Era como si el mundo lo hubiera llamado de repente, recordándole que todo estaba bien en él, y para decirle su verdadero nombre: belleza.

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GEORGIOU volvió al estudio del padre Dimitri y continuó pintando. Los días se convirtieron en semanas, las melódicas oraciones de los monjes en la iglesia comenzaron a impregnar los huesos de Georgiou, la luz del océano se prendió de sus ojos, y la silenciosa atención del otro pintor, de Dimitri, se fijó poco a poco en su mente, un icono de la Bienaventurada Madre Oscura comenzó a tomar forma de un modo firme y delicado. Era una Virgen inusual, de largo cabello negro sujeto con un pasador de plata. Al final, llegó el momento de darle el toque final, una lágrima en la comisura de uno de sus ojos. Aquel día, Georgiou manifestó en voz alta sus dudas sobre la posibilidad de que Atos fuera después de todo el lugar ideal para acabar uno sus días. -Lo que vive aquí es el pasado —dijo Dimitri sonriendo, tras escuchar a Georgiou pensando en voz alta—. Tú eres hijo del futuro, y tu vida te llevará desde la montaña sagrada hasta más allá de los estrechos, hasta la gran ciudad de Estambul. Deja que lo que has encontrado aquí permanezca en tu espíritu, y que te sea útil. Aquí vivimos en la eternidad, mientras que el resto del mundo vive en el tiempo. Tú tienes que aprender a vivir en ambos, y ése es el motivo por el cual tienes que seguir tu camino. A la mañana siguiente, Georgiou se levantó, tomó un poco de café de la estufa, y se acercó a su caballete para ver su obra. Se inclinó sorprendido sobre su pintura. Allí donde había pintado la lágrima de la Virgen el día anterior había una gota de agua y, bajo ella, discurría un rastro húmedo hasta la base del icono, sin menoscabo alguno para la misma pintura. Le hizo una señal con la mano al padre Dimitri. El hombre se quedó mirando fijamente la gota de agua y, luego, se volvió hacia el joven y extendió la mano. -Aquí está tu obra terminada —dijo Dimitri—. La Madre Oscura te ha recibido. Ha llegado el momento de que continúes tu camino hacia Konya, que algunos llaman el camino del amor. La única protección que vas a necesitar es la de la vigilancia, eso que une mente y corazón, por lo demás, has sido bendecido, pues Ella estará contigo aun en la hora más oscura. Recuerda, Georgiou, vigila, y reza la plegaria que no tiene palabras. Georgiou sabía bien que había sido bendecido. A la mañana siguiente, con el permiso del padre Dimitri, prosiguió su viaje a Konya. Dimitri esperó hasta que el joven desapareció por la curva del camino y luego volvió a tomar sus pinceles.

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GEORGIOU bajó a Dafni, el puerto de la montaña sagrada, y subió a bordo del barco que le llevaría a tierra firme. Las aguas estaban picadas, de modo que, cuando al fin llegaron a puerto, Georgiou estaba pálido y tembloroso. Cuando bajó del barco, vio a un par de chicas que paseaban por el muelle, riendo y dejándose acariciar el cabello con el viento. Eran las primeras mujeres que Georgiou veía en meses, y sin embargo le parecía la visión más habitual del mundo. «Habitual y hermosa», pensó Georgiou, viéndolas desaparecer entre la gente. EJ joven pintor de iconos se encaminó hacía el este, hacía la frontera con Turquía, con su Madre Oscura bien guardada en la cartera a su espalda. Mientras caminaba, Georgiou cantaba suavemente al compás de la respiración. Antiguas melodías sin palabras manaban desde su infancia, cantos de alabanza y de lamento a los que, durante años, apenas había dedicado un pensamiento, su paso era ligero; había paz en su corazón.

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GEORGIOU cruzó la frontera con Turquía. Era la primera vez que ponía sus pies en el país de los antiguos enemigos de sus antepasados griegos. El camino hacia Estambul le llevó primero a Edirne, y Georgiou llegó a esta ciudad poco antes de anochecer. Los hombres se apiñaban en las terrazas de los cafés, con sus narguíles burbujeando al unísono. Las gentes se arremolinaban en las estrechas callejuelas del bazar (los turcos lo llaman el souj, el zoco). Los aromas de las especias se mezclaban con el olor del humo de las chimeneas. En la puerta de una posada yacía un mendigo, con una mano extendida y ojos suplicantes. Georgiou le dio una limosna y entró en la posada. Dentro sólo había hombres, dos de ellos con la tradicional chilaba, la jelaben, de los árabes. Uno o dos llevaban los pantalones azules y anchos de la antigua Turquía, mientras que el resto iba vestido al estilo occidental. Georgiou tomó la última habitación. .Acababa de cerrar la puerta y de sentarse en la cama cuando oyó un lamento, que llegaba a sus oídos desde algún lugar del exterior. Era el almuecín, el hombre que llama a los fieles a la oración. Era la llamada más estremecedora que hubiera oído Georgiou jamás. Aquel lamento, resonando en la noche, Allah hu akbar, Allah hu akbar, alcanzó su corazón, y dos lágrimas rodaron suavemente por sus mejillas, Allah hu akbar, se descubrió de pronto musitando, aunque nunca antes había dicho ni una sola palabra en árabe. Dios es grande. Dios es grande. En todas las lenguas y en todas las tierras, las gentes entonan cantos de alabanza. Y las últimas palabras que Georgiou tuvo en sus labios aquella noche, cuando se quedó dormido, fueron ésas: Allah hu akbar, Allah hu akbar.

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CUANDO Georgiou salió de la posada a la mañana siguiente, el mendigo al cual le había dado una limosna el día anterior le estaba esperando en la puerta. -Señor, usted fue generoso conmigo anoche —dijo el hombre cuando Georgiou pasó por su lado—, y quiero compensarle a mí manera. Sería un honor para mí mostrarle el sanatorio de música. Georgiou nunca había oído hablar de un sanatorio de música, y pensó que quizá el viejo mendigo estuviera loco. Pero luego se acordó del mensaje acerca de la bondad del guarda de Delfos. De modo que Georgiou siguió al hombre sin saber adonde le llevaba, a través de las calles de la ciudad. Cruzaron el souj y salieron por el otro lado, hasta llegar a una ligera subida donde las construcciones comenzaban a ceder terreno ante los campos de labor. Allí, delante de ellos, se levantaba un gran edificio con varías alas, rodeado de jardines que habían caído en el olvido. El mendigo le llevó hasta un pabellón octogonal que había en el centro del edificio. Empujó la vieja puerta de madera e hizo pasar a Georgiou a una gran sala blanca, vacía de todo mobiliario. Por encima de ellos, se abría una cúpula pintada en todo su contorno con una gran serpiente escamada que casi se mordía la cola. El suelo, al igual que las paredes, estaba hecho con losas de piedra pálida. Un largo banco de piedra discurría a lo largo de las ocho paredes de la sala. El hombre le indicó a Georgiou por señas que se sentara junto a él. Instantes después, algunas personas más habían entrado y habían tomado asiento en el banco junto a ellos. Algunos parecían ser tan pobres como el mendigo. Unos cuantos parecían trastornados, y los llevaban sus amigos hasta su lugar. Poco a poco, el banco de piedra se llenó de hombres y mujeres de todas las clases sociales. Finalmente, dos hombres con chilabas blancas entraron y se sentaron en el suelo, en mitad de la sala, bajo la cúpula. Los hombres llevaban unos gorros blancos y redondos, y exhibían unas largas barbas grises. Uno de ellos llevaba un ûd, el laúd turco, y el otro un ney, una flauta de caña que utilizan mucho los derviches en sus ceremonias. Guardaron silencio por unos instantes y luego, tras murmurar una oración, comenzaron a tocar. El sonido se elevó hasta la cúpula, se difundió por las paredes y llenó el octógono de belleza. Algo muy profundo se agitó en el corazón de Georgiou. El mendigo, a su lado, se balanceaba suavemente adelante y atrás, con los ojos cerrados y una sonrisa beatífica en el rostro. Los que parecían trastornados se calmaron, los que estaban tristes se tranquilizaron, los arrugados rostros de los que parecían agobiados por las preocupaciones se relajaron. Durante unos instantes más allá del tiempo, los músicos tocaron sus instrumentos. Cuando al fin dejaron de tocar y salieron con paso quedo del edificio, Georgiou ya no sabía cuánto tiempo había estado allí, todas las células de su cuerpo vibraban con la música, se sentía completo, sin temor a nada. -¿Quiénes eran esos hombres? —le preguntó al mendigo cuando salieron. -Eran derviches de la Orden Mevleví —dijo el mendigo—. La orden de místicos que fundó Rumi. En su bondad, han hecho que la música antigua se escuche de nuevo. Este edificio fue famoso en el pasado, durante el imperio otomano. Era un sanatorio

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para enfermos mentales, y la cura era la música. .A lo largo de los siglos, los derviches perfeccionaron el arte de modular y sanar las emociones con el sonido. Utilizaban diferentes instrumentos y claves menores para traer la salud a los enfermos mentales, e incluso al cuerpo. El mendigo se detuvo un momento y luego continuó. -La devoción de esos hombres constituye la mayor parte de su poder de sanación —dijo—. Se perdieron en lo divino, y quienes les escuchaban se olvidaron de sus enfermedades y fueron exaltados con ellos. Ahora, estos hombres han decidido reavivar la costumbre, y las gentes vuelven a venir aquí para curarse. Sin más palabras, el hombre inclinó la cabeza en señal de saludo y luego se volvió y partió decididamente en dirección a la ciudad.

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GEORGIOU continuó su viaje, recorriendo durante días la carretera que llevaba a Estambul, la antigua Constantinopla, la gran ciudad donde, a lo largo de los siglos, se encontraron, lucharon y a veces se unieron los continentes de Europa y Asia. Bastante antes de llegar a los suburbios de la ciudad, pudo ver los minaretes de la Mezquita Azul, la antigua catedral bizantina de la Hagia Sofía, elevándose como agujas sobre el gris Bósforo. Pudo ver los barcos de vapor cruzando de costa a costa, pudo oír las sirenas de los barcos, pudo entrever los grandes bulevares, y sólo pudo imaginar el tumulto de seres humanos que le esperaba allí abajo. Cuando llegó a las primeras calles, le mostró a alguien la dirección que su amigo Andros le había dado y le dirigieron hacía el gran bazar de la ciudad, el souj cubierto del lado asiático. El souj de Edírne no había preparado a Georgiou para lo que se iba a encontrar en el souj de Estambul, con su laberinto de callejuelas. Cada oficio tenía sus propios callejones, cada callejón sus propios tenderetes y tumulto de gentes. Los mendigos suplicaban limosnas, las mujeres se apresuraban con sus hijos entre las faldas, los músicos tañían sus instrumentos con el gorro boca arriba a sus pies; los hombres sentados ante mesitas, jugando a las cartas y al backgammon, el dulce aroma del café turco lo impregnaba todo, los gritos de los vendedores llenaban el aire. La exaltación que Georgiou había sentido en el sanatorio de música había perdurado en él durante todos los días del viaje a campo abierto por la carretera de Estambul; pero ahora, en el souj, se iba desvaneciendo, y empezaba a sentirse solo y perdido en un mundo extraño. La dirección que le habían dado era la de una tienda de la sección de instrumentos musicales del souj. Buscaba a un tal Jasán Shushud, maestro artesano del ney, según le había dicho Andros. Georgiou deambuló arriba y abajo por las callejuelas y, después de perderse varias veces, llegó finalmente a la zona especializada en instrumentos musicales. Sólo un hombre había oído hablar de Jasán Shushud. Le dijo que Jasán había trasladado su tienda fuera del souj poco tiempo antes, y que ahora sólo vendía su trabajo a los clientes que iban a su casa. -No sé dónde vive Jasán Shushud —le dijo el hombre, cuyo nombre era Hakim—. Pero le invito a ser mí huésped si lo desea. Usted viene de lejos, y cualquier hombre que sea amigo del ney es mi amigo. Georgiou le dijo que le estaría agradecido si le ofrecía un lecho para pasar la noche en una ciudad tan grande y desconocida para él. Los dos hombres se tomaron un té y luego Hakím llevó al joven griego a través del laberinto de callejones hasta una calle apartada que apestaba a sangre de cabra. Era el lugar donde hacían sus sacrificios aquellos que solicitaban los favores de Dios, según dijo Hakím con una retorcida sonrisa. Los devotos tenían que matar una cabra, para luego ir hasta la cercana mezquita para ofrecer sus plegarias. Caminaron por adoquinadas calles hasta que Hakim se detuvo finalmente ante la puerta de un destartalado edificio, haciendo señas a Georgiou para que entrara. Al final de una escalera había una habitación, sólo ocupada por una cama cubierta con unas

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desgastadas sábanas. Hakim le dijo que le podría encontrar al final de las escaleras, y que le despertaría por la mañana. Georgiou se sentó en la cama y miró en derredor suyo la vacía habitación, por vez primera desde que dejara Florencia se sintió solo, pensó que quizá había ido demasiado lejos. Había pasado ya por suficientes alegrías y aventuras, que perdurarían largo tiempo en su memoria, pensó en su padre y en su amigo Andros; ¡cuánto le debían estar echando de menos, igual que él a ellos! Pensativo, se quitó la ropa y dejó la cartera junto a la cama. Se detuvo, y luego volvió a tomar la cartera y la puso bajo su cabeza como almohada, finalmente, se sumió en un profundo sueño. Georgiou se despertó con un sobresalto al amanecer, y se dio cuenta de que la puerta de la habitación estaba abierta. Los rayos del sol encendían miles de motas de polvo que danzaban en el aire. Se incorporó para recoger su ropa, y entonces se dio cuenta de que tenía todos los bolsillos vueltos hacia fuera. El reloj, la billetera y todo el dinero habían desaparecido. Un escalofrío le recorrió la espalda. Estaba en una ciudad extraña, y sin un céntimo en los bolsillos. No conocía a nadie. Ni siquiera sabía dónde estaba. Con un acto reflejo, se volvió y abrió la cartera. La Bienaventurada Madre Oscura estaba allí, la marca por donde las lágrimas habían corrido seguía aún visible en su cara, be quedó mirándola y sintió un silencioso alivio.

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SE PUSO la ropa, bajó las escaleras y abrió la puerta del primer piso. La habitación se utilizaba para guardar anímales. Dentro había un par de cabras acurrucadas contra la pared. Georgiou salió a la calle y enfiló cuesta abajo, por el mismo camino por el que habían llegado la noche anterior. Deambuló por las estrechas calles hasta que llegó a un amplio bulevar. -Allí, en una esquina, los dos árabes que había visto en la posada de Edirne estaban hablando con un hombre que vendía pájaros en jaulas de alegres colores. Sonrieron al reconocer a Georgiou cuando éste se acercó, y les preguntó adonde iban. Georgiou les explicó lo que había ocurrido, y les dijo que estaba buscando a un hombre llamado Jasán Shushud. El vendedor de pájaros levantó la vista. -Yo conozco a Jasán Shushud —dijo parsimoniosamente—. ¿Quién le busca? Georgiou sacó su carta de presentación de la cartera y se la mostró al hombre. Este la leyó, la dobló y se la devolvió a Georgiou. -Jasán vende sus flautas en el bazar —dijo—, pero no en el barrio principal de los músicos. Está en el viejo souj, en el callejón de la música. Usted se perdió en el nuevo souj, que se construyó hace sólo cien años y es mucho más grande que el original. Mí pequeño le acompañará para indicarle el camino. Conviene que vaya a buscarlo sin tardanza, pues es viernes y Jasán no tardará mucho en salir hacia la mezquita. Georgiou le dio las gracias al hombre, estrechó las manos de los árabes y siguió al hijo del vendedor de pájaros por entre la multitud.

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GEORGIOU siguió a su guía a través del laberinto de callejones, casi corriendo para no perderlo. Finalmente, el niño se detuvo en una tienda donde se amontonaban las flautas y otros instrumentos, y donde dos hombres bebían té y reían. El niño se inclinó ante uno de ellos y le habló en susurros al oído. Jasán Shushud levantó la vista para mirar a Georgiou. Con una ligera inclinación a modo de saludo, Georgiou sacó la carta de Andros de la cartera y se la entregó a Jasán. -Hace años que no veo a Andros —dijo Jasán después de leer la carta y dejarla a un lado—. Le tengo la más profunda estima. Sea bienvenido, amigo mío. Por lo que Andros me dice en la carta, parece ir usted en busca de Rumi. Georgiou dio cuenta de su viaje a los dos hombres y recitó los versos que le habían inspirado. Les contó cómo le habían robado el dinero la noche anterior y les dijo que, a pesar de todo, seguía albergando la esperanza de llegar a Konya. A Jasán le gustó aquel joven. Podía ver en él su integridad, como sí una tenue luz envolviera su cuerpo. Podía ver más cosas de las que estaba dispuesto a contar. Invitó a Georgiou a asistir aquella misma noche al sama, la ceremonia de danza y música en la cual los derviches mevlevis se ofrecían devotamente a Dios. Le explicó que tanto él como su amigo, Alí Bey, eran derviches de la Orden Mevleví, y que a los derviches se les llamaba también sufíes. -¿Qué es un sufí? —le preguntó Georgiou a Jasán. El hombre guardó unos instantes de silencio. -Un sufí es un enamorado de Dios —le dijo finalmente—. Es aquel que le ofrece su corazón y su alma a Quien está más allá de todos los hombres. Los sufies son los místicos del islam. Buscamos la experiencia del Amado. Le llamamos a El para que descienda y entre en la cámara de nuestra alma. Hay muchas órdenes de sufies, o derviches, como se les llama también. Cada una de ellas tuvo su inicio en la inspiración de un gran santo, o sheij. Nuestra orden recibe el nombre de Mevlevi. Para un mevlevi, la música y la danza son el camino regio hacía la unión con el Amado. La música y la danza le llenan con tal éxtasis que, en ocasiones, ya no vuelve. El sheíj que fundó la orden se llamaba Jelaluddin Rumi. Quizá sea ése el motivo por el cual Andros le envió a usted a mí — sonrió. -¿Y qué es eso del sama al que me ha invitado usted esta noche; —preguntó Georgiou. -Lo verá a su debido tiempo —respondió Jassán—. Que el chico le lleve de vuelta con su padre, Mohammed, el vendedor de pájaros. Allí puede comer y prepararse.

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MOHAMMED, que también era un sufí de la Orden Mevlevi, llevó a Georgiou hasta el salón del sama aquella noche. Se detuvieron en el exterior de un alto y amurallado jardín en la parte antigua de la ciudad, ante una gruesa puerta de madera que Mohammed golpeó con los nudillos. Abrió la puerta un hombre de baja estatura, con barba, tocado con un fez verde, que les dio la bienvenida con una ligera inclinación y con el brazo derecho doblado sobre el corazón. En mitad del jardín había una antigua casa de madera. La puerta frontal se abría a una gran sala, con una vieja estufa en su centro y una mente de mármol en una esquina. Georgiou se detuvo unos instantes para admirar la fina caligrafía que decoraba las paredes. -Esos son los noventa y nueve nombres de Dios —le explicó Mohammed—. Para nosotros, la mayor devoción, la mayor belleza, se halla en la obra de Dios al haber hecho este mundo. E, intentamos honrar su ejemplo con nuestro arte. «Esta es la casa de nuestro sheij —continuó Mohammed, mientras hacía subir a Georgiou por una antigua escalera de madera hasta el salón del sama, en el segundo piso—. Ha servido como lugar de encuentro para los sufies durante más de trescientos años. Su familia ha proporcionado sheíjes a nuestra orden durante generaciones. Cuando llegaron al salón del sama, Georgiou se dio cuenta de que era el lugar donde los sufies danzaban. Cincuenta hombres o más estaban ya allí, lodos llevaban largas faldas blancas y altos sombreros de fieltro. .Algunos de ellos giraban lentamente sobre el eje de su pie izquierdo, en dirección contraria a las manecillas del reloj, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada. De las paredes colgaban finas alfombras otomanas y, en el extremo más alejado, había una larga inscripción en árabe sobre un sillón regio. En el sillón había sentado un hombre con ropajes oscuros y turbante. Georgiou se quedó mirándole. Era Jasán Shushud. Mohammed le hizo señas a Georgiou para que se sentara a un lado, junto a otros jóvenes y un par de mujeres. Mohammed desenvolvió su ûd de la envoltura de seda verde que lo cubría y se unió a los músicos, pocos momentos después se pusieron a tocar, y en el aire se cernió un sonido largo, infinitamente dulce y triste; la tristeza de un amante que anhelara el reencuentro con el ser amado. Los hombres, con sus sombreros de fieltro y sus faldas blancas, formaron una larga línea, y uno a uno pasaron, con las cabezas inclinadas y los brazos cruzados sobre el pecho, ante el sitial donde estaba sentado Jasán, se inclinaban ante él en una profunda reverencia y, luego, también se inclinaron ante otro hombre que llevaba un sombrero blanco, el maestro de danza, que estaba de pie y en silencio, solemne, en mitad del salón. Lentamente, comenzaron a girar, con el pie izquierdo como eje, con los ojos cerrados. Conforme iban girando, iban abriendo los brazos, ofreciendo a los cielos la palma de la mano derecha, mientras que la izquierda se orientaba hacia la tierra. Con la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda, los danzantes giraban por todo el salón, cada vez más rápido, mientras la música elevaba sus cuerpos como sí estuvieran danzando en el aire. El hombre del sombrero blanco caminaba lentamente entre ellos, tocando suavemente a uno aquí, a otro allí. Giraban como ángeles, y

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ninguno de ellos llegaba a rozar a ningún otro. Uno de los danzantes era un niño de no más de ocho o nueve años. Mientras que otro quizá pasaba de los ochenta. A Georgiou le sorprendió el semblante de sus rostros. Aquello sólo lo había visto una vez en su vida: en los rostros de los discípulos del fresco de Fra Angélico del museo San Marco. El mismo asombro que le abrumó entonces se cernía sobre él ahora. Estaba a punto de desvanecerse. Aunque tenía los ojos abiertos, no había rastro alguno de movimiento en su mente. Casi imperceptiblemente. Jasán Shushud echó un vistazo al joven. El débil atisbo de una sonrisa se vislumbró en los ojos del derviche. Después de lo que parecieron horas (¿quién podría saberlo?), la música se elevó de tono, decreció y volvió a elevarse, y los danzantes comenzaron a salir de uno en uno, inclinándose ante el maestro de danza con el sombrero blanco, inclinándose ante su sheíj, Jasán Shushud, y volviendo a la fila de la que habían partido, en un lado de la sala. La música se desvaneció, y el salón retornó al silencio. -Quiero danzar —murmuró Georgiou cuando su mente fue capaz de articular palabras—. Quiero girar con los derviches.

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A. LA MAÑANA siguiente, mientras compartían un fuerte té de menta, Monammed se ofreció para que Georgiou viviera en su casa y para que se ganara un pequeño salario en su tienda, hasta que tuviera dinero suficiente como para continuar su viaje. Mohammed le dijo que estaría encantado por su ayuda, pues había mucho trabajo en la tienda. Entre la gente de Turquía, es habitual tener pájaros canoros y aves parlanchinas en las casas, y se decía que los pájaros, en especial los canarios amarillos, tenían la virtud de atraer a los ángeles. Georgiou aceptó encantado. Aunque sabía que podría lograr algún encargo como pintor en caso de necesitarlo, pues había una importante comunidad griega en Estambul, la tienda le serviría de puerta de entrada al mundo musulmán, un mundo que sentía que podía enseñarle mucho. De manera que Georgiou empezó a vender pájaros cantores en la calle principal, que discurría a lo largo del límite del souj. Aprendió a diferenciar un pájaro de otro, a valorar su estado de salud, su canto, la calidad de su plumaje. El joven griego disfrutaba de su trabajo, y el negocio comenzó a crecer. Mohammed, complacido, aumentó de inmediato el salario de Georgiou.

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DURANTE varias semanas, Georgiou estuvo yendo todos los viernes al sama con Mohammed, sentado como asistente, tal como había hecho la primera de aquellas noches. Cada vez que iba, entraba en una especie de trance. Una noche, mientras los derviches iban desfilando de vuelta a sus casas. Jasán Shushud se acercó a él. -Veo que te sientes atraído por el sendero del amor —le dijo. Georgiou no encontraba palabras para responder. -Los miércoles y los domingos enseñamos el sama a todos aquellos que lo desean de corazón, puedes venir el domingo. Jasán hablaba con una autoridad inusual. Sonaba diferente al hombre que Georgiou había conocido en su tienda del souj. Georgiou asintió con la cabeza; fue casi una reverencia. Dos días después, Georgiou se reunió con otros cuatro jóvenes en el salón del sama. Durante dos horas, el maestro de danza les mostró cómo llevar la atención al pecho siguiendo el ritmo de la respiración. Él lo llamaba «llevar la mente al corazón», todo lo que gira precisa de un eje, dijo, desde la peonza hasta la Tierra, e incluso una galaxia. El derviche precisa también de un eje, de un centro fijo, para el derviche, el eje era su devoción, anclada en el corazón. Sin devoción, les decía el maestro de danza, la danza no era más que una actuación vacía, sin utilidad alguna para nadie. Georgiou pensó en el padre Dimitri; al igual que él, también aquí se hablaba de llevar la mente al corazón. Poco a poco, con el transcurso de las semanas, los jóvenes aprendieron a girar sobre sí mismos, quedando el pie izquierdo en contacto con el suelo, mientras el pie derecho se elevaba de forma alterna hasta la rodilla para luego entrar en contacto con el suelo a fin de dar el impulso para el giro. Al principio, sólo podían girar durante unos breves instantes, antes de marearse o de sentir vértigo, era una cuestión de atención, les decía el maestro de danza. Cuanto más profunda caiga la mente en el corazón, menos se verá alterado el cuerpo con el movimiento. Cuando comenzaron a dominar la mecánica del movimiento, el maestro de danza hizo entrar a los músicos. Fue entonces cuando Georgiou empezó a comprender lo que el maestro de danza quería decir. La música atraía su atención al interior de su cuerpo, lejos de la mente y de sus preocupaciones acerca de hacerlo bien o mal. Sentía cierta suavidad, una calidez en el pecho, y cuanto más dejaba que la música moviera su cuerpo, más profunda se hacía la sensación en su pecho. Semanas después llegó a conocer lo que era tener una atención interna que parecía llenar su cuerpo de luz, hasta el punto de tener la sensación de estar danzando en el aire.

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El paso del tiempo, Georgiou empezó a aprender el turco, tenía largas conversaciones con Mohammed, y a veces con Jasán Shushud, acerca del camino de los derviches. Ellos le contaron que habían entrado en la orden a través de sus padres, y que sus familias habían sido mevlevís durante generaciones. Mohammed le contó que Jasán Shushud era conocido como un gran maestro entre los sufíes de Estambul. No sólo era sheíj de la Orden MevIevi, sino también de la Bektashi y de la Helveti. Siendo joven, había pasado varios años en la casa de su maestro, saliendo en raras ocasiones, viviendo durante la mayor parte del tiempo en silencio, absorto en prolongados retiros. Había sido bendecido con muchas visiones y gracias desde los mundos invisibles, se decía que podía ver el alma de una persona y de predecirle su futuro, que tenía un poder espiritual (los sufíes lo llaman baraka) con el cual podía apartar los obstáculos al progreso espiritual de la mente de cualquier discípulo, y que exudaba una dulzura que traía la paz a todos en su presencia. -¿Por qué un hombre como él tiene que vender flautas en el bazar? —le preguntó Georgiou a Mohammed una noche, después de la cena. -El trabajo es una bendición para los sufíes —respondió Mohammed—. En primer lugar, nos mantiene en la humildad, la mayor de todas las virtudes. Nos recuerda que somos como el resto de los hombres. El trabajo nos ata al destino común, y por ello estamos agradecidos. Luego, el trabajo puede reunir cielo y tierra, a través de la atención que le prestamos. Cuando hacemos una flauta o entregamos un pájaro con presencia mental, añadimos algo a la creación de Dios. La materia se eleva, al ennoblecerse con la atención que le prestamos. De ese modo, nos convertimos en cocreadores del mundo material, junto a Dios; elevamos tanto a la materia como a nosotros mismos a los dominios del espíritu, que algunos llaman también amor. Esa es la razón por la cual Jasán Shushud seguirá haciendo flautas hasta el día en que se muera. Ama este mundo mortal con el mismo amor que siente por las esferas invisibles. -Y tú, Mohammed, y Jasán, y los demás, todos tenéis esposa. La mayoría de vosotros tiene familia. ¿Es que las atenciones y las responsabilidades de la vida no constituyen una distracción de vuestros esfuerzos espirituales? Mohammed sonrió ante la pregunta del joven. -Nosotros los sufies no tenemos monasterios —respondió—. Para nosotros, la vida diaria, en sí, es sagrada. Cada nivel de realidad tiene su lugar, y debe ser honrado y recibir su debido respeto. Todo es Dios y de Dios. La vida diaria es una devoción espiritual, sí tienes esta orientación mental. Como cabeza de familia, me alegra servir a aquellos que están bajo mí responsabilidad, es una expresión de mi devoción espiritual, tanto como tocar el ûd en el sama. Sólo cambia la forma; el espíritu, por la gracia de Dios, es el mismo. Más tarde, aquella misma noche, Georgiou estuvo ponderando las palabras de Mohammed a solas, en su habitación, pensó en Andros, en Florencia, e incluso en Dimitri, en Atos; pensó en el modo en que también ellos, a su manera, vivían en el espíritu del que Mohammed había hablado; desde su verdad más profunda, más que desde cualquier norma prescrita. Aquella noche, como cada noche, Georgiou sacó el

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icono de la Bienaventurada Virgen de su cartera y se sentó allí con él, a la luz de una vela. Estuvo escuchando profundamente durante largo rato. Antes de quedarse dormido, supo que tenía que llevarle la Virgen a Jasán Shushud.

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CUANDO terminó el trabajo aquella noche, Georgiou recogió su cartera y se encaminó a la casa de Jasán Shushud. Llamó a la puerta del jardín, y el ayudante de Jasán, el hombre del fez verde, le hizo entrar. Cuando se acercaba a la casa de madera, Georgiou oyó voces varoniles cantando suavemente. Unos cuantos sufíes estaban sentados alrededor de Jasán, y Georgiou se sentó con ellos silenciosamente en el suelo. El canto se desvaneció poco a poco, y Jasán tomó un libro, besó su cubierta y leyó una línea de entre sus páginas. El amor revela cada uno de los dones que Dios concede. Jasán miraba fijamente a Georgiou mientras pronunciaba aquella sentencia. Georgiou guardó silencio durante unos instantes y, luego, abrió la cartera y desenvolvió cuidadosamente el icono de la Bienaventurada Madre Oscura de su velo protector. Los hombres que había en la sala se inclinaron para observar el icono y, mientras lo miraban, una lagrimita comenzó a formarse en la comisura de los párpados de la Madre, El sheij murmuró una oración, y el resto se unió a él. Las luces se atenuaron, y los hombres pusieron la frente en el suelo. Georgiou sintió una ola de calor que pasaba por su pecho como una llama y, en el mismo instante, oyó un sonido dentro de él, una única nota, larga, interminable, como la vibración de la cuerda de un arpa. -Desde hace un centenar de años, desde la época de mí abuelo, se nos viene diciendo que recemos por este día —dijo Jasán—. Mí abuelo, que era el sheij de nuestra orden entonces, tuvo un sueño según el cual nuestro linaje se extinguiría en vida mía, a menos que la casa fuese bendecida por una lágrima de la Virgen cristiana. Durante trescientos años, el linaje de nuestros sheijes no se había interrumpido. Mí esposa no ha tenido hijos pero, con la ayuda de Nuestra Señora, ahora los tendrá. Jasán se inclinó hacía Georgiou y tomó el icono. Lo mantuvo frente a su rostro durante unos instantes, inclinando la cabeza ante él. Después se lo devolvió al joven y encendió una larga vela blanca en señal de gratitud. -No soy yo quien tiene que conservar esta Virgen oscura —dijo—. Es suficiente con que la hayas traído a mí presencia. Ella ya pertenece a alguien. Consérvala, Georgiou, hasta que encuentres su verdadero hogar.

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LAS SEMANAS se convirtieron en meses. Georgiou casi se había olvidado del mundo más allá de Estambul. De vez en cuando le venía al pensamiento el camino de Konya, un viaje que estaba aún por terminar; pensaba en su padre y en Andros, en Florencia, y les enviaba sus saludos con el viento. Pero la mayor parte del tiempo se sentía absorbido en su nuevo mundo, un mundo de derviches danzantes y pájaros canoros, por lo que el mundo que había más allá de los minaretes de la Mezquíta Azul se le antojaba poco más que un sueño. Jasán Shushud se percató de inmediato de la facilidad con la que Georgiou había adoptado sus devociones. Vigilaba los progresos del joven y, de vez en cuando, lo citaba en su casa. A veces se sentaban los dos en silencio y, entonces, Georgiou oía cosas que nunca antes había oído. En cierta ocasión, habría jurado que una voz gritaba audiblemente y llenaba la sala con el nombre ¡Alá! ¡Alá! Le echó un vistazo a Jasán, pero el sheíj estaca allí sentado, dando sorbos a su vasito de té, como sí nada sucediera. Otra vez, estuvo seguro de haber oído un dulce canto, pero las ventanas estaban cerradas, y no había nadie en la casa, salvo ellos dos. En ocasiones. Jasán le preguntaba a Georgiou si tenía alguna pregunta que hacerle. Con frecuencia, Georgiou no tenía preguntas que hacer, por lo que recobraban al silencio. Había llegado a amar tanto el silencio, que le parecía estúpido profanarlo con palabras. De cuando en cuando, se preguntaba si no estaría cayendo en la pereza, si debería nacer o decir algo. Un día le mencionó a Jasán este sentimiento. -Las personas suelen tomar lo que hacen como la medida de lo que son —le respondió Jasán—. Sí no están haciendo algo, sea en lo interno o en lo externo, pierden contacto con el sentido de su existencia, se ponen ansiosas, como sí el intervalo entre una y otra acción supusiera un intervalo en ellas mismas. De modo que las personas intentan llenar el hueco en sí mismas con palabras y con acciones de todo tipo. Nadie quiere tener la sensación de no ser nadie. »Para los sufíes —continuó Jasán—, el silencio es una dicha. Y es una dicha porque deja espacio para la sensación del ser. El ser es lo que de verdad somos, de manera que, cuando aparece, nos sentimos aliviados, descansados, con un profundo sentido de pertenencia. Cuando descansas en el ser, con la mente en el corazón, descansas en la verdad. -Me resulta más fácil guardar silencio cuando estoy con usted —dijo Georgiou—. ¿A qué se debe eso, Jasán? ¿Es de algún modo contagioso el ser del que usted habla? Jasán Shushud sonrió. -En cierto modo, sí —dijo—. Como sabes, Georgiou, los sufíes lo llamamos baraka, aunque tú podrías llamarlo también presencia. Hay personas que, por gracia o por mérito, tienen más presencia que otros. La irradian como una onda, y alimenta a aquellos que son sensibles a ella. Sienten una gran quietud cuando están en presencia de esa persona. Cuanto más percibes el sabor de esta presencia, más deseas descansar en

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ella. Y cuanto más descansas en ella, más se la impartes a los demás, y todo eso sin hacer nada. »A este tipo de presencia se le llama también amor —continuó el sheíj—. Recita de nuevo para mí la última línea de tu poema favorito. -Las briznas de paja tiemblan en presencia del ámbar —murmuró Georgiou. -Sí, y ese temblor es la conexión —dijo Jasán—. Las briznas de paja no se funden con el ámbar, ni el ámbar con las briznas de paja. En verdad, se hacen más ellos mismos en compañía del otro. Convertirte en ti mismo es invocar la presencia del amor. A veces, es visible como un temblor. Su presencia es otra cosa, una tercera cosa, que se siente tanto en el amante como en el amado, y que, sin embargo, no pertenece a ninguno. No está limitada a forma alguna, pero necesita una forma que la encarne. Jasán se detuvo un instante y posó la mirada en los intrincados dibujos de la alfombra sobre la que estaban sentados. Luego, levantando la cabeza para mirar de nuevo a Georgiou, continuó: -La forma puede ser cualquier cosa, una pintura, el sonido de la flauta, un verso de un poema, la hoja de un árbol, otro ser humano. Dado que no sabemos qué otra cosa decir, mascullamos algo acerca del reconocimiento. Lo otro se nos antoja indescriptiblemente familiar. El ser reconoce al ser. Eso es lo que le sucedió a Rumi cuando conoció a Shams. Cuando este amor surge entre dos seres humanos, es un don especial. Es algo íntimo y personal y, sin embargo, al mismo tiempo, está más allá de la persona. -Yo conocí ese amor —dijo Georgiou, dejando ir la mirada a través de la ventana—. Pero mi plegaría más profunda es que pueda llegar a vivirlo algún día. -¿Darías tu vida por ello? —le preguntó Jasán—. ¿Te cortarías la cabeza y te sentarías sobre ella? La atención de Georgiou regresó de golpe a la sala. El sheij había utilizado las mismas palabras que natía utilizado Sofroniou, el ermitaño de Atos, en aquel memorable día. Georgiou no respondió, aunque tenía la boca acierta.

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CUANDO no estaba con los derviches, Georgiou se ocupaba de los clientes de la tienda de Mohammed. Un día entró un hombre que, por sus gestos y maneras, Georgiou pensó que era de Italia. Quería comprarle a su esposa una cacatúa blanca con una jaula dorada. -Ella ha vuelto a Florencia —le dijo el hombre a Georgiou—. Yo estoy de viaje de negocios en Estambul desde nace unas semanas, pero me vuelvo a casa mañana, tengo ganas de volver al civilizado aire de mí propia ciudad, después de soportar tanto polvo y tanto ruido como he soportado en Estambul. En italiano, Georgiou le dijo al hombre que también él era de Florencia, y que llevaba muchos meses fuera. Luego, como recordándose algo a sí mismo, le dijo que estaba en camino a Konya, y que después de llegar allí sería cuando volvería a Italia. Cuando el hombre le preguntó a qué se dedicaba en Florencia, Georgiou le habló de su padre, y le explicó que había seguido sus pasos. -Entonces, ¿qué es lo que te mantiene tan lejos de nuestra hermosa ciudad? — preguntó el forastero—. Parece que allí tienes todo lo que necesitas, una buena profesión y un cálido hogar. -El amor me ha raptado —respondió Georgiou, sorprendido por su propia franqueza con el extraño—. Aunque no sé todavía el amor a qué o a quién. -¡Ah, claro! ¿Qué otra cosa podría ser? —sonrió el italiano—. A todos nosotros, los italianos, nos entusiasma la misma pasión. -No, no me entiende —intentó explicarse Georgiou—.Yo soy griego, no italiano, y no estoy seguro de que mí amor sea enteramente de este mundo. -No hay amor que no sea de este mundo —se rió el italiano—. Hasta nuestros sacerdotes lo saben. La única razón por la que estamos aquí es para amar. Georgiou no sabía qué responder a aquello. El florentino recogió su cacatúa en su jaula dorada y se despidió del joven. Pero aquella visita había removido algo en Georgiou. Volvió a pensar en Florencia, y en Konya, y en que aún no había llegado al final de su camino.

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DURANTE las escasas horas de tiempo libre que le quedaban, Georgiou se dedicaba a visitar el antiguo Estambul: las primitivas iglesias bizantinas, las calles adoquinadas que discurren por detrás del palacio Topkapi, los mercados abiertos que hay junto al soukh… Se subía a los transbordadores del Bósforo por el mero placer de contemplar las costas de Europa y Asia deslizándose ante él. Pasaba tardes preciosas mirando los mosaicos de la Hagia Sofía, que significa Santa Sabiduría, la mayor catedral de Bizancio, aquella que el sultán Menmet convirtió en la Mezquita Azul. Fue un martes, en una lejana tarde de mayo de 1453, cuando el sultán entró en la conquistada ciudad, conocida entonces como Constantinopla. Cabalgó directamente hasta la Hagia Sofía y se sintió tan abrumado por su belleza que la convirtió en mezquita imperial. A la semana siguiente de la visita del italiano a la tienda de Mohammed, Georgiou fue a la Hagia Sofía con Jasán Shushud. Jasán le mostró un mosaico del que Georgiou no se había percatado hasta entonces. Estaba en una pequeña cúpula, en el exterior de uno de los laterales de la catedral principal. Los dos hombres estuvieron contemplando una escena en la cual un pájaro bebía de una fuente mientras otro miraba. Los pájaros estaban pintados en oro, contra un fondo de un profundo azul bizantino. -Esta escena tiene mucho significado para los sufies —dijo Jasán. Georgiou le miró perplejo. -Los cristianos primitivos hicieron esta imagen —continuó Jasán—, pero cualquier místico, sea cual sea su religión, sentirá su significado. ¿Te das cuenta de que una parte de nosotros, la personalidad, va en busca de sus necesidades de comida y bebida diarias, mientras que otra parte, el alma, vigila a la otra en todo momento? Estos dos pájaros son compañeros. No tenemos por qué elegir entre uno u otro. Los necesitamos a ambos, pues juntos nos hacen humanos. Si sólo hubiera uno, nos perderíamos en la ronda diaria de apetitos y deseos. Si fuéramos tan sólo el otro, estaríamos con los ángeles, y no aquí en la Tierra. -Me da la impresión de que la mayoría de las personas nos perdemos en nuestros apetitos —respondió Georgiou—. ¿Significaría eso que el otro pájaro puede haberse dormido? -El otro pájaro está dormido hasta que oye una llamada —respondió Jasán—. Tenemos que oír esa llamada. Siempre está presente, pero hay personas que nunca están lo suficientemente silenciosas como para oírla. Luego, también están aquellos (y tú estás entre ellos, Georgiou, en quienes el segundo pájaro a veces está despierto y a veces está dormido. En estas personas, el anhelo por algo sin nombre roza una y otra vez su corazón. Estas personas reciben la llamada, pero no saben exactamente qué les llama. -Un hombre entró en la tienda nace unos días, y dijo que no hay amor que no sea de este mundo. ¿Qué puede decirme de esto, Jasán? -Ese hombre tiene razón, Georgiou, pues sólo vemos la presencia del amor cuando toca a alguien o a algo en este mundo. Recuerda, las briznas de paja y el ámbar. Sin embargo, ese hombre también estaba equivocado, pues la fuente del amor está más allá de las estrellas. No hay manera de señalarla con el dedo, aunque hace que todo brille en

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su órbita. Deja que un pájaro coma, mientras que el otro vigila, Georgiou. Después, puede que se abra una puerta, y puede que el amor se precipite en mitad de la noche, cuando menos preparado estés para ello, y rapte tu corazón para siempre. Jasán Shushud llevó al joven hasta un banco de piedra en el exterior de la cúpula. -Siento que la idea de tu viaje se ha encendido de nuevo en tu corazón —dijo cuando se hubieron sentado—. Tu estancia en Estambul te ha preparado para el camino, ha llegado el momento de que reanudes el viaje. Los tiempos cambian, Georgiou, y el camino de los sufíes también cambia. Hay sufíes que son invisibles hoy en día; sufíes que no llevan ropajes, que no toman parte en las antiguas ceremonias, y que ni siquiera se llaman a sí mismos sufies. »Su sendero les introduce aún más en el mundo —continuó Jasán—, no los aleja de él. Se les puede encontrar en todos los senderos de la vida, quizá sean jefes de empresas, amas de casa o, incluso, abogados. Sin embargo, aunque viven inmersos en su trabajo, una parte de ellos observa en silencio, como el pájaro. Ese es tu sendero, y también es el enigma que tienes que resolver, Georgiou. -A través de sus manos, Jasán, se me ha mostrado una verdad y una belleza que serían capaces de silenciar ambos mundos —respondió Georgiou—. Mí mente está más silenciosa de lo que nunca hubiera imaginado, mis días son más plenos que en todos los días de mí vida, Y, sin embargo, algo me dice que debo proseguir mi camino. La vida se ha hecho para mí más misteriosa de lo que nunca hubiera soñado. -La vida es siempre un misterio, Georgiou —murmuró Jasán—. Cuanto más creemos saber adonde vamos, menos coincidimos con el discurrir de las cosas, tu historia te llama. Escúchala, y vigila, como el pájaro. Georgiou se indinó y le besó la mano al sheíj. Cuando Jasán se levantó para irse, le entregó una carta a Georgiou. -Llévale esto a la persona de Konya cuya dirección figura en el sobre. Su nombre es Sofía Sarmoun. No es de nuestra orden, ni de ninguna otra orden más que de la suya propia. Ella se mueve con el viento, aunque he oído decir que está en Konya ahora. Ella sabrá más de tu viaje que tú mismo. Ella sabe más de todo que nadie que yo conozca. Y estáte preparado. Ocurra lo que ocurra, no será lo que esperas. Jasán le puso la mano a Georgiou sobre el nombro. -Aún me queda una noticia que darte. Mi esposa está esperando un niño —le dijo sonriendo. Jasán se despidió de Georgiou besándole en las dos mejillas.

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GEORGIOU estaba triste por dejar a sus amigos en Estambul, pero Jasán tenía razón; cuando ha llegado el momento de partir, hasta las estrellas se aprestan voluntariosas al cambio. El hijo mayor de Mohammed, Alí, había vuelto de Persia, donde había estado en una expedición de compra de pájaros. Ahora que estaba en casa, Mohammed no estaba tan necesitado de ayuda en la tienda. Georgiou había ganado el dinero suficiente como para continuar su viaje, de modo que, dos días después de su reunión con Jasán, y demasiado ansioso por llegar a la meta como para contentarse con caminar, tomó el autobús de Konya a primera hora de la mañana. Se sentó en la parte posterior del abarrotado autobús, con la cartera bien agarrada entre los brazos. Mientras las calles de Estambul se deslizaban tras el cristal de la ventanilla, Georgiou tuvo una sensación de extrañeza al pensar que, después de tanto tiempo de viaje, estaría en Konya antes de que finalizara el día. La carretera discurrió a lo largo de un lago de largas sombras y cielo rosa, y luego cruzó una gran llanura vacía hasta adentrarse en el polvoriento desierto de Anatolia donde, mucho tiempo atrás, los cristianos de Bizancio habían excavado sus hogares y sus iglesias en las altas rocas de caliza. En una ocasión, para asentar el polvo y para aliviar las gargantas, el cobrador del autobús recorrió el pasillo tambaleándose y rociando a todos con agua de rosas. Al fin, los minaretes de Konya aparecieron en el horizonte, con las grandes cúpulas de las mezquitas de la ciudad centelleando con los últimos rayos del sol. Georgiou vino a dar a la calle principal, y miró a su alrededor con cierto entusiasmo. Konya no parecía muy diferente de cualquier otra ciudad por la que hubiera pasado en Turquía. Largas y polvorientas calles, sinuosos callejones, vendedores de alfombras regateando los precios con sus clientes, el almuecín llamando a los fieles a la oración, los cafés llenos de hombres apiñados alrededor de las pipas de agua. Todas sus andanzas, sus encuentros y sus aventuras le habían llevado hasta este lugar. Un sentimiento le había llevado a Konya, un sentimiento que no había sido capaz de negar, pero, ahora que estaba allí, ¿qué se suponía que tenía que hacer? Sólo tenía una cosa que hacer, preguntó a uno de los hombres de un café qué dirección seguir para ir a la tumba de Jelaluddín Rumi. Luego, con el corazón palpitando como un tambor, corrió, caminó y volvió a correr calle abajo hasta llegar al santuario del santo. En el camino, compró un par de rosas rojas. Llegó al fin ante un alto muro blanco con un arco en su mitad. Georgiou atravesó el arco y entró en un patio que refrescaban las aguas de una gran mente de mármol. El tejado del mausoleo lo formaba una cúpula cónica de brillantes tejas verdes. En el pináculo había una dorada luna creciente y una estrella. A su lado, un delgado minarete se elevaba hacia el cielo. La gente entraba y salía del mausoleo, los niños arrastraban las manos por la mente, las familias se reunían silenciosamente en los rincones. Georgiou cruzó las grandes puertas de hierro y allí, ante él, se encontró con las tumbas de los santos que habían seguido a Rumi, los sheíjes de la Orden Mevlevi de Derviches Danzantes. En cada tumba se exhibía el alto sombrero del sheij cuyo cuerpo yacía debajo. Los sombreros estaban enrollados en una larga tela blanca, y a su 57

alrededor estaban escritos los nombres de Dios, el Todopoderoso, el Compasivo, el Misericordioso. Georgiou atravesó la silenciosa sala hasta llegar al otro extremo, donde se encontraba la tumba de Rumi. Allí yacía el hombre que había escrito aquellas palabras: «Todas las partículas del mundo están enamoradas y buscan amantes». Allí estaba el hombre que había inspirado a miles de personas a lo largo de los siglos para que lo dieran todo por un amor que no tiene nombre. Georgiou puso las rosas en la tumba, y luego se arrodilló en silencio. Al principio, sintió una profunda satisfacción, algo parecido al alivio que se siente al llegar a casa. Luego, la paz de su corazón comenzó a transformarse en una dulce aunque dolorosa tristeza. Era como si las lágrimas no derramadas de toda una vida tuvieran que manar repentinamente y de una vez. Estuvo allí durante una hora o más, echando en falta algo, aunque no sabía exactamente qué; en su humildad, se sentía agradecido, muy agradecido, por esa grieta profunda que se abría en su corazón y que le unía de algún modo con todos y cada uno de los seres humanos, con toda alma sufriente. Y se sintió muy afortunado al descubrir aquel profundo pesar que irradiaba de su corazón y le bañaba con una ola suave.

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AL DÍA SIGUIENTE, Georgiou fue a la dirección que Jasán le había dado. Llamó con fuerza y durante largo rato a la sólida puerta de madera, pero nadie acudió a abrirla. A la mañana siguiente sucedió lo mismo que había sucedido la mañana anterior. Georgiou insistió; cada mañana, una llamada sin respuesta y, luego, el resto del día en la tumba de Jelaluddín Rumi, sentado en silencio delante de su tumba, ausente ante las idas y venidas de los peregrinos. A veces, los recuerdos de sus primeros años pasaban notando por su mente: momentos de ternura con su madre, y de llanto en la noche por su ausencia; y momentos de soledad junto a su padre en un mundo extraño. Con frecuencia, reposaba satisfecho, consciente sólo del silencio que bullía con el transcurso de los días, oscurecido con demasiada frecuencia bajo esperanzas y preocupaciones. Con los días, sentado ante la tumba, comenzaron a desaparecer todas las preguntas que Georgiou había tenido acerca de su vida y de su viaje, así como acerca del amor. Ya no parecía tener importancia la cuestión de por qué estaba en Konya, o qué dirección tomaría su vida a su regreso a Florencia. Entonces, una mañana, cuando caminaba hacía el santuario de Rumi, sus píes parecieron negarse a seguir el rumbo habitual. Georgiou se detuvo. Una paloma pasó volando y vino a bajar por una calle a su izquierda. Dio la vuelta y la siguió. La paloma iba volando por delante de él, hasta que finalmente se posó sobre la cúpula de un pequeño edilicio de piedra donde había una puerta abierta. Georgiou miró el letrero que había en la pared. Era el santuario dedicado a Shams, el hombre que había abierto de par en par las puertas del amor en el corazón de Rumi. El viajero se introdujo en el edificio. El santuario era mucho más pequeño y humilde que el de Rumi, y no muchos peregrinos iban allí. La tumba estaba cubierta con una gran tela de seda verde y brocados. Había un pequeño sombrero de derviche en uno de sus extremos. Una vela ardía en un cuenco de cristal suspendido del techo por tres cadenas plateadas. Una figura solitaria estaba arrodillada delante de la tumba. Georgiou vio que se trataba de una mujer. Se cubría la cabeza con un pañuelo y, aunque no pudo ver sus rasgos, se dio cuenta de inmediato de la fuerza de su presencia. Cuando se acercó a ella, tomó conciencia del poder de aquella mujer, que parecía emanar de su cuerpo como rayos de luz. Los pensamientos de Georgiou se evaporaron. Se sintió arrastrado dentro de un campo tan fuerte que le llevó a arrodillarse al lado de ella. El silencio no sólo llenaba su mente, sino también cada rincón del santuario. Era tan profundo, que ni un solo músculo del cuerpo de Georgiou se movía. La mujer permaneció inmóvil a su lado. Luego, como si su voz llegara desde un profundo pozo, dijo: -Yo no soy Aquella a quien tú estás buscando —le dijo—. Yo no soy Aquélla y, sin embargo, no soy diferente de Ella. Sígueme. -¿Quién es usted? Georgiou estaba sobrecogido. A duras penas consiguió sacar la pregunta de sus labios, pero la mujer no le respondió. Se puso en pie y, haciendo una profunda reverencia ante la tumba de Shams, buscó lentamente la salida hasta la calle. Georgiou

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se levantó rápidamente y la siguió.

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GEORGIOU intentó no perder a la mujer por las calles hasta que llegaron a un barrio que, para entonces, le resultaba muy familiar. Finalmente, la mujer se detuvo ante la puerta de madera que había estado aporreando cada mañana durante varios días. Tras abrir el cerrojo, la mujer le hizo señas a Georgiou para que la siguiera. Subió por una empinada escalera e hizo pasar a Georgiou a una gran sala cuyas paredes estaban cubiertas con antiguos tapices. Se sentó sobre un largo diván otomano y le hizo señas a él para que se sentara a su lado. La mujer se quitó el pañuelo de la cabeza, y Georgiou la miró con incredulidad. Su rostro era el rostro del icono, sólo que un poco más maduro. Su largo cabello negro estaba recogido a un lado y sujeto con el mismo pasador plateado. Sus grandes ojos, negros como el carbón, le observaban insondables y serenos. -Estuve llamando a su puerta una y otra vez —dijo Georgiou titubeando—. Pero nadie me respondió. -No estabas preparado —dijo la mujer con una suave sonrisa. -¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí? Georgiou sacaba las palabras de sus labios a duras penas. -No quiero nada —respondió la mujer—. No soy más que un espejo, Georgiou, que se levanta ante tus ojos. Cuando estés dispuesto a saber esto, vuelve a mí aquí. Tu llamada será respondida esta vez. Pero cuando vuelvas, has de saber que tendrás que ponerte a mí cargo durante un tiempo que será tan prolongado como sea necesario. La totalidad del viaje de Georgiou pasó ante sus ojos. Vio todas las veces en que una extraña sincronicidad, incluso un milagro, le había ayudado en su camino. Sentado allí, en la otomana de la mujer, supo con más claridad que nunca antes que su vida no estaba en sus manos, y que nunca lo había estado. Jamás se le hubiera ocurrido soñar con un momento como aquel en el que se encontraba. Era como sí todo lo que había vivido, toda la ayuda, vista y no vista, que había recibido a lo largo del camino, convergieran en aquel único momento. No había nada que nacer salvo confiar en ello. Sentía una profunda reverencia por aquella mujer cuya imagen había pintado sin conocerla. Finalmente, pudo hablar. -Estoy dispuesto ya —dijo.

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SOFÍA SARMOUN se levantó, trajo un cuenco plateado de agua y lo puso en la mesa, delante de Georgiou. Tomó una botellita de agua de rosas y echó unas cuantas gotas en el cuenco. Luego, encendió una alta vela blanca en un rincón de la sala. -Esta vela permanecerá encendida hasta que nos volvamos a encontrar —dijo, sentándose de nuevo al lado de Georgiou—. En tus momentos más profundos de oscuridad, recuerda su llama. La mujer metió la mano derecha en el cuenco plateado y roció el agua perfumada de rosas sobre la cabeza de Georgiou. -Ahora pon las manos en el cuenco. Que tus esperanzas y tus miedos se los lleve el agua, fon toda tu confianza en la compasión de la Madre. Has de saber, Georgiou, que ocurra lo que ocurra, tú estás bajo su protección. Sofía tomó una toalla, secó las manos de Georgiou y las sostuvo durante unos instantes entre las suyas. Georgiou sintió que los ojos de la mujer alcanzaban hasta las regiones olvidadas de su vida. Sabía que no podía ocultarle nada a ella. -Sígueme —dijo—. Tráete la cartera. La mujer bajó las escaleras que llevaban hasta la puerta frontal, pero se detuvo al llegar abajo. Allí, a la izquierda, tras una gruesa cortina, había otra puerta. Sofía Sarmoun apartó a un lado la cortina, abrió el cerrojo de la puerta de hierro e hizo bajar a Georgiou unos cuantos peldaños hasta una pequeña habitación sin ventanas. En la habitación sólo había una cama, un depósito de agua con un jarro debajo y una mesa de madera con un gran cuenco de fruta en medio. Una gruesa alfombra turca se extendía en el suelo, junto a la cama. Una puerta pequeña data paso a un cuarto de baño. -Georgiou —pronunció su nombre con firmeza la mujer—, permanecerás en esta habitación hasta que yo vuelva a por tí. En tu corazón sabes ya que no hay nada que temer. Todo lo que necesites vendrá hasta ti. Recuerda, todo irá bien, Georgiou. Todo irá bien. Luego, la mujer cerró la puerta tras de sí, y Georgiou se encontró en la más completa oscuridad. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no había luces en la habitación. Comenzó a sudar, aun cuando hacía frío en la habitación. Anduvo a tientas hasta la cama y se sentó en ella, con las manos aún pegajosas, con la frente húmeda. Intentó recordar las prácticas que Dimitri, en Atos, y los sufies, en Estambul, le habían enseñado. «Lleva la mente hasta tu corazón —se dijo a sí mismo—. Respira con el corazón.» Buscó a tientas su cartera, soltó las correas y se apretó fuertemente el icono contra el pecho. La oscuridad era tan densa que ni siquiera entraba un resquicio de luz por la puerta. Intentó recordar dónde estaba la mesa, y la puerta del cuarto de baño. Se levantó, con la virgen aún en su pecho, y dio la vuelta poco a poco por la habitación, con el brazo libre extendido delante de él. Tropezó con el depósito de agua, abrió el grifo que había en la parte de abajo y, llenando el jarro de agua, se la bebió a grandes tragos. Luego, poco a poco, regresó a la cama. Se sentó allí, y se tranquilizó por un momento. No había sonido alguno. Olisqueó

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el aire. Olía débilmente a cerrado; arrugó la nariz. Dejó el icono a su lado y se recostó contra la pared. Todo lo que pudo oír fue el sonido de su propia respiración. Movió los brazos alrededor y delante de él, intentando sentir la textura de la oscuridad. Se quedó inmóvil por unos instantes, hasta que finalmente empezó a tener sueño. Estuvo dando cabezadas, con la espalda apoyada aún en la pared, hasta que, de repente, se despertó y, desorientado, se preguntó dónde estaba. Recordó. ¿Era por la mañana o por la noche? No tenía ni idea. Sintió una corriente de miedo. ¿Cuánto tiempo iba a estar en aquella oscuridad? ¿Y por qué; Georgiou volvió a coger el icono, y sintió que una gota se formaba allí donde debía estar el ojo. Sintió que la respiración se aquietaba en su corazón. El miedo se desvaneció. Recordó lo que le había dicho Sofía Sarmoun, que estaba preparado para todo lo que pudiera acaecer, pensó que era cierto. «No me queda otra cosa que hacer salvo confiar —se dijo—; confiar en esta mujer, en la forma en que he sido llevado hasta ella, y en esta oscuridad que me envuelve ahora.»

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GEORGIOU dormía larga y frecuentemente, sobre todo al principio. Pero, cada vez que despertaba, siempre era en la oscuridad. Sin la alternancia del día y de la noche, perdió todo sentido del tiempo. Cuando estaba despierto, la oscuridad le envolvía como un manto de terciopelo que devoraba sus pensamientos y los devolvía al silencio que llenaba la habitación, su mente se ralentizó hasta casi detenerse. De vez en cuando, un destello de temor restallaba por todo su cuerpo como un rayo, con una sacudida que le devolvía a la vida. Entonces, buscaba a la Madre Oscura y se la apretaba contra el pecho, rogando su protección. Cuando sentía que una lágrima comenzaba a formarse en sus ojos, se tranquilizaba y recordaba lo que le había dicho Sofía: «Todo irá bien». Justo cuando empezó a sentirse seguro en la oscuridad y a familiarizarse con ella, Georgiou comenzó a ver cosas. Al principio, la oscuridad pareció volverse gris. Luego, minúsculas chispas de luz danzaron ante sus ojos. Empezó a ver escenas de su vida iluminándose en la oscuridad, como si de una pantalla de cine se tratara. Se vio a sí mismo en el museo, ante el fresco del Sermón de la Montaña; vio a su padre mientras le enseñaba a pintar, se vio a sí mismo, de niño, de píe, solo y desconcertado en una calle desierta. Vio a su madre enferma en la cama, y a su padre llorando junto a ella. Vio a centenares de personas en el andén de una estación, pugnando y gritando por subir a un tren en el que nunca encontrarían cabida todos. Vio formas fugaces que iban y venían, criaturas extrañas hechas de luz que desaparecían antes de estar plenamente formadas. Al principio, estas apariciones le asustaron. Luego, cuando se acostumbró a ellas, Georgiou se descubrió observándolas, y observándose a sí mismo, como el pájaro en la fuente del mosaico de la Hagía Sofía. Él era el que presenciaba, no sólo los acontecimientos de su vida, sino también su participación en ellos. Empezó a descubrir una parte de sí mismo que, a despecho de lo que ocurriera, permanecía en todo momento intacta y en paz. Como testigo de su propia vida, Georgiou fue capaz de sumergirse hasta la raíz de sus miedos, hasta la mente de su aburrimiento, de su desasosiego, de su apatía, todos estos humores y muchos más serían arrastrados por la oscuridad. Vio de qué modo su mente buscaba refugio en los recuerdos del pasado, y en las esperanzas del futuro. Llegó a ver cada remolino de su mente como si pasara a cámara lenta, pudo ver de qué modo sus pensamientos engendraban más pensamientos, cómo discurrían sin cesar, uno tras otro, todo movimiento de su cuerpo y de su mente se ralentizó al ritmo de un buceador en aguas profundas, poco a poco, empezó a perder la consciencia ordinaria del cuerpo. Sin la visión del cuerpo, y sin referencia alguna en el tiempo, ya no pudo ubicarse. Sentía sus miembros esponjosos, ingrávidos. Lo único que quedaba de él era su respiración. Con el tiempo, la única sensación que quedó viva en él fue una simple quietud, que subyacía como un lecho de roca por debajo de todas sus esperanzas y todos sus temores. Aquella quietud era el refugio de Georgiou. Siempre estaba allí, tanto si estaba despierto como dormido, ni aparecía ni se desvanecía.

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En una ocasión, sumido en esa quietud, le llegó la presencia de su madre. No la vio, pero pudo sentirla a su lado, con tanta nitidez que, en aquel mismo instante, Georgiou supo que la misma muerte era una patraña. Su corazón se llenó de gozo, pues supo entonces que ella estaba bien, y que siempre estaría con él.

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DÍA TRAS DÍA, Georgiou permaneció en aquella quietud, casi sin sensación alguna del cuerpo y rara vez con pensamiento alguno en su mente. Entonces, un día, justo cuando estaba al borde del sueño, una mujer de mirada salvaje apareció bruscamente en la oscuridad y llenó la habitación con una danza febril, blandiendo dos largos cuchillos en sus manos, su cuerpo desnudo era rojo como la sangre, su cabello una maraña de retorcidas serpientes negras. Dos serpientes más se enroscaban alrededor de su muñeca, lanzando dentelladas como rayos. Alrededor de su garganta entrechocaban los cráneos humanos que, a modo de cuentas, formaban su collar, sus ojos resplandecían como arcos iris; y su tercer ojo, en el centro de la frente, era un anillo de fuego inyectado en sangre. Georgiou se quedó petrificado. Por un momento, todo lo que hubo fue miedo. Luego, se puso tras su miedo y pudo observar sobrecogido todo lo que sucedía. La terrorífica figura danzó con furia ante él y, luego, súbitamente, lanzó y esgrimió sus cuchillos en dirección al cuello de Georgiou. En aquel momento, Georgiou sintió que toda la historia de su vida, su trabajo como pintor de iconos, su viaje, su romance con la poesía de Rumi, su desasosiego, sus preguntas, su sed de cosas nuevas, todo, se desmoronaba. Observó con sorpresa cómo su cabeza, cercenada y separada del cuello, parecía caer al suelo y rodar hacía la salvaje mujer que danzaba. La mujer la agarró por el cabello, soltó una terrible carcajada, la hizo girar y girar, y se disolvió con ella en la oscuridad. Solo el anillo de luego, su tercer ojo, quedó en la habitación y continuó brillando por sí solo. Georgiou lo miró fijamente y, con lentitud, el anillo se expandió hasta convertirse en la resplandeciente visión del rostro de una mujer. Era tan hermosa como terrible había sido la que poco antes danzaba ante él, y le sonrió con una sonrisa radiante, mirándole con unos ojos cálidos y azules que inundaban de luz la oscuridad. Su cabello, dorado, caía sobre sus hombros; su piel, tersa como la de una adolescente, era blanca y cremosa, su rostro parecía acomodado en una blanca concha. Poco a poco, el rostro de la mujer se disolvió nuevamente en el anillo de luego, que a su vez fue tragado por la oscuridad.

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A GEORGIOU ya no le preocupaba cuánto tiempo habría estado solo en la oscuridad. Ahora sabía que tanto la oscuridad como la luz surgen de aquella misma serenidad y vuelven a ella. Al saber que sus imperfecciones tenían su lugar en el orden de las cosas, del mismo modo que lo tenían sus dones y sus talentos, sintió compasión de sí mismo y de sus deficiencias. No había nada que cambiar en él ni en su forma de ser. No había nada que temer en este mundo ni en el próximo. Ningún mal podía sobrevenir. Fue estando en esa quietud cuando, de repente, le llegó un minúsculo resquicio de luz. Georgiou se tapó los ojos con la mano y, mirando por entre los dedos, se volvió para ver de dónde venía. Parecía haberse abierto un minúsculo agujero en la puerta de la habitación. -No te muevas —oyó la voz de Sofía Sarmoun—. Deja que tus ojos se acostumbren a la luz. Transcurrido un tiempo, Sofía abrió la puerta hasta dejar sólo una rendija. Luego, poco a poco, centímetro a centímetro, desplazó la hoja hasta dejar abierta la puerta de par en par. Cuando Georgiou pudo por fin verla del todo en la entrada, lo que vio no fue lo que le sorprendió; lo que le sorprendió fue el puro hecho de la luz, maravillosa, increíble. Lo que había dado por hecho toda su vida se le antojaba ahora un milagro. Todo, incluso la figura de Sofía, era luz, luz danzante y pulsante. Parpadeando y frotándose los ojos, Georgiou fue hasta ella tambaleándose, y se desmoronó a sus pies. -Gracias —susurró con voz ronca por la falta de uso—. Gracias. Usted me ha hecho ver lo que mis ojos no podían ver. Usted me ha llevado a conocer lo que mi mente jamás hubiera podido conocer.

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-VEN —dijo Sofía mientras daba la vuelta para subir las escaleras. Georgiou la siguió con paso inseguro hasta la sala donde se había sentado con ella la primera vez, sobre el diván otomano, Sofía le trajo un cuenco con una sopa espesa y un vaso de té, y luego se quedó observándole mientras él comía en silencio. Cuando terminó, estuvo allí sentado durante un buen rato, como si estuviera en una profunda reflexión. Levantó los ojos y miró a Sofía Sarmoun. Luego, buscó su cartera y sacó con mucho cuidado el icono de la Madre Oscura. -Quiero que se quede con esto —dijo, tendiéndole el icono a ella con ambas manos—. Sé que es suyo. Sofía se indinó y tomó el icono de sus manos. -Gracias —dijo, mirando a la Madre Virgen Oscura—. Soy yo quien le pertenezco a Ella. Estuvieron sentados en silencio durante un rato, mientras Georgiou tomaba conciencia de que los pájaros cantaban fuera, en el jardín de Sofía. -No tengo preguntas. No tengo nada que decir —dijo Georgiou finalmente. Sofía asintió con la cabeza. -Sí. El buscador se ha desvanecido —dijo—. Tú mismo te has dado la bienvenida a casa. Pero el banquete aún no ha comenzado, para eso, tendrás que volver a donde perteneces. Instantes después, y sin mediar más palabras, Sofía Sarmoun tomó a Georgiou de la mano. Él se inclinó para besarle la suya y luego bajó las escaleras y se sumergió en la ajetreada calle.

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GEORGIOU tomó el primer autobús de vuelta a Estambul, donde subió a bordo de un barco con destino a Italia. Tras cinco días de mar movida y fuerte viento, Georgiou llegó a Brindisi de nuevo, y después de otro viaje polvoriento en autobús, vio por fin el tejado rojo del Duomo, resplandeciente bajo el sol de la Toscana. Cruzó el puente de la Santa Trinidad hasta la iglesia de la Santa Cruz, y saludó una vez más con una ligera inclinación de cabeza a la estatua de Dante, agradecido por el feliz retorno. Pasó por la plaza de San Marco y recorrió la calle adoquinada que llevaba hasta su casa. Stefanou, su padre, estaba en la puerta, regando los rosales trepadores, con los pantalones de pana salpicados con la pintura fresca de un icono. Durante un segundo, los dos hombres se contemplaron en mitad de la calle. Luego, con un grito, comenzaron a darse palmadas en los brazos, llorando los dos de alegría. Aquella noche fueron a visitar a Andros, y los tres estuvieron despiertos hasta altas horas de la madrugada escuchando a Georgiou relatar sus historias, Andros percibió cierta satisfacción en Georgiou que él mismo había llegado a conocer en sus últimos años. «Se ha convertido en un hombre —pensó Andros para sí, mientras escuchaba a Georgiou—. Ya no hará falta dirigirlo más; él es el que se dirige ahora.» Georgiou se acomodó al ritmo florentino con una facilidad que sorprendió a todos menos a él. Retomó su trabajo, con el que estuvo en paz. De nuevo, volvió a pasar su tiempo libre en museos e iglesias, simplemente por la belleza que se podía encontrar en ellos. Y, a veces, se pasaba una hora en la terraza del Caffé Dergelli, en la plaza de la Bendita Anunciación, tomando su capuchino a pequeños sorbos, observando el mundo pasar y admirando los graciosos arcos de la Columnata de los Inocentes y la belleza de las mujeres florentinas.

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POCAS semanas después de su regreso, Georgiou estaba en la Galería de los Uffizi, el mayor museo de Florencia, frente a la obra maestra de Botticelli, El nacimiento de Venus. Había llegado temprano, cuando apenas se habían abierto las puertas, para evitar las multitudes de turistas. A Georgiou le encantaba esta pintura. en todo el mundo podían encontrarse reproducciones baratas de este cuadro, pero siempre le había sorprendido el poder y la belleza del original. Le encantaba el modo en que Botticelli había traído al ser el misterio de la belleza. En una sencilla figura femenina, Venus saliendo del océano desde dentro de una concha, había unificado a la sensual diosa del amor con la ternura divina de la Virgen María. Georgiou se acercó a la pintura, maravillado con las luminosas sutilezas del color; los verdes y los azules del océano y el cielo, el rico rojo del manto que alguien sostiene para cubrir a la diosa, el delicado rosa de las rosas que se lleva el viento. Absorto en el cuadro de Botticelli, no se dio cuenta de que una joven entraba en la galería y se ponía tras él. Flora también había venido a ver El nacimiento de Venus, como solía hacer desde que llegara a Florencia para estudiar arte, hacía ya más de dos años. Llevaba allí un rato cuando el joven que había delante de ella se volvió, como para irse. Sus ojos se encontraron y, en aquel instante, toda la vida de Flora encajó en su lugar. Ella conocía a aquel hombre. Lo conocía de siempre. Y, por extraño que pareciera, le resultaba natural, casi ordinario, estar allí ahora, delante de él. Su rostro se abrió en una amplia y abierta sonrisa. Georgiou, al darse cuenta de que había alguien tras él al darse la vuelta, se encontró con la mirada de una mujer alta, una extranjera. Se sonrieron. Ninguno de ellos habló. Los bellamente cincelados pómulos de la joven y sus ojos, muy abiertos, estaban enmarcados por su largo cabello claro. Su mirada le inundó con una calidez sencilla, sin complicaciones, como sí estuviera saludando a un buen amigo, y él sintió la misma calidez irradiando desde su cuerpo; una indescriptible sensación de estar en casa. « ¿Quién eres tú?» El pensamiento pasó por su mente sin convertirse en palabras. Pero, tan pronto como llegó la pregunta, la mujer habló, sonriendo todavía. -¿No me has reconocido todavía? —murmuró. Flora hablaba con una sencilla seguridad, con las vocales italianas conformadas al acento nasal de una norteamericana. Toda su vida, ya desde que era niña en Indiana, había sido consciente de estar enamorada de un amor invisible. Ella sentía la presencia de esta intimidad y conversaba con ella, toda vez que estaba consigo misma. Aquella presencia había sido siempre suficiente para ella, su consuelo y su alegría privados. Sin embargo, cuando sus ojos se encontraron con los de Georgiou, supo que había encontrado la expresión de este amor en una forma concreta. Georgiou abrió la boca, todo él se ruborizó. Aun después de que las palabras de ella se hubieran desvanecido, la pregunta seguía reverberando en su mente, y súbitamente supo la respuesta. Su cara era la que él había visto en su visión en la habitación oscura.

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Los mismos ojos generosos y radiantes; la misma sonrisa amplía. La mujer que había aparecido en la oscuridad le sonreía resplandeciente ahora, en persona, con una larga falda de flores y una blusa blanca atada a la cintura. ¡Y se habían encontrado junto al cuadro de una mujer que emerge sobre una concha! Aquella mujer era literalmente un sueño hecho realidad. En aquel primer impacto, al reconocerla, Georgiou sintió que la puerta secreta de su corazón se abría de repente; la puerta que permite que un ser humano ame a otro ser humano de una forma total; y, a través de esa devoción, conocer el amor por todas las cosas, grandes y pequeñas, que existen bajo el sol. Allí de pie, frente a ella, sobrecogido por los movimientos de su propio destino, su ser interior hizo una reverencia, aunque no sabía ante qué. Aquella mañana, en la Galería de los Uffizi, en Florencia, Georgiou había descubierto al fin el secreto de Rumi para sí: Sólo existe el amor y, por la gracia, un amor te puede llevar a casa. Cuando se ama a otro con un amor completo y total (sea a Cristo, a Shams, al amor de tu vida, incluso a una flor abierta), si cada una de tus células se exalta en ese amor, no habrá nada que quede excluido, y la tierra y el cielo se harán uno. Y así fue como la fe de Georgiou en un amor que no podía nombrar, y la fe de Flora en un amor que no podía ver, les llevó a encontrarse bajo la mirada de la Venus de Bottícelli. Lo extraño del caso, como razonaría Georgiou años después de su encuentro, cuando se casaron, fue la sensación de que toda la historia hubiera sido escrita desde el mismo principio. Y, por supuesto, probablemente así fuera.

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