El Viejo.docx

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El viejo. Así simplemente se le conocía en el barrio. Era el viejo. Nada más. Vivía en una casucha al final de la calle del barrio en donde pasaron los primeros años de mi infancia. Y la casa era igual de vieja que su único habitante. Las paredes de la calle estaban con la pintura desconchada y manchada. En algunos lugares mostrabanse los ladrillos de la misma manera que las putas del burdel de la Chichona, calles más abajo, mostraban los calzones. Nadie los miraba ya, porque sus dueñas eran pobres viejas atropelladas por la edad que no despertaban ningún mal pensamiento, como no fuera a los viejos verdes del pueblo que aun venían en busca del calor del sexo pagado y arriesgado, intentando cazar una juventud que hacía años se les burlaba desde la barrera de la vida misma. El viejo era un limosnero. Siempre salía desde temprano en la mañana con un costal a la espalda. Nadie nunca, hasta ese día, supo jamás que contenía. No hablaba con nadie. Su mirada siempre estaba en un dialogo eterno con el suelo. Tendría unos ochenta años, más o menos, algo así con una diferencia como de un siglo, pero eso representaba. No más alto que el promedio, avanzaba por la vida arrastrando sus pies enfundados en unos zapatos terriblemente gastados, los que envolvía en muchos trapos para que se sostuvieran en sus pies al caminar. Sus ropas eran harapos que alguna vez conocieran mejor vida, y que ahora intentaban pegarse a su cuerpo sin lograrlo muy bien. No era extraño encontrárselo en algún lugar del pueblo, bien fuera en las calles, en el parque principal, en las plazas de mercado, a la salida de alguna de las tantas iglesias del pueblo, siempre su mano extendida pidiendo: -Una monedita por el amor de Dios-. Y la gente le daba su monedita. Algunos, algunas veces le recordaban que ya le habían dado otro día, pero siempre le daban su monedita. Tampoco era extraño que el viejo desapareciera por varios días, semanas y uno que otro mes del pueblo. Simplemente se dejaba de ver, la verdad no se le extrañaba y generalmente cuando se comenzaba hacerlo, el viejo aparecía. Lo curioso, eso decían los mayores, es que cuando volvía aparecer, parecía mucho más joven, como rejuvenecido. Y tampoco era extraño el que todos los pelados del barrio le tuviéramos miedo a la casa del viejo. Era una forma de jugar, una forma de fomentar la insipiente valentía que empezaba a anidar en los corazones de niños asustados que se decían hombres, con tal de seguir siendo miembros de las castas que, gracias a las historias escuchadas en los radios de cada casa, de cada hogar, nos mantenía unidos y casi que fortalecidos en un mundo que se entreveía fácil, y que en realidad era un universo desconocido.

Circulaban infinidad de leyendas urbanas que iban desde fantasmas, casas poseídas, muertos que aparecían en la única ventana de la casa. Es verdad. La casa tan solo tenía una puerta de ingreso y una ventana alta, pequeña, que daba al exterior y que no permitía ver mucho del interior de la misma. Sus cuatro vidrios siempre estaban sucios desde adentro por lo que era muy difícil que la luz pudiera entrar libremente a la casa. Por eso y gracias a las historias de Kaliman, de Arandú, que alimentaban nuestra imaginación, podíamos tranquilamente inventar historias de terror amarradas al propio misterio del viejo. Muchas noches a altas horas, nos reuníamos un grupo de cinco o seis muchachos y aparte de compartir el último capítulo de la radio novela, nos desafiábamos a ir hasta la casa al final de la calle y mirar por la ventana, o golpear y quedarse un tiempo prudencial por si alguien abría, o intentar mirar por la ventana, limpiar los vidrios, cualquier cosa. O simplemente inventábamos situaciones posibles, que se pudieran estar sucediendo dentro de los muros de la misteriosa casa aquella. Situaciones estas que iban desde invocaciones al diablo, un vampiro, (aunque esta se caía de su peso, ya que todos sabíamos que los vampiros no salían de día, eso hasta un tonto lo sabía), bebés sacrificados en terribles ceremonias, un asesino, (no serial porque en esa época no se sabía que pudieran existir, no allí en mi pueblo). En fin, pasábamos de lo más ingenioso a lo más terrorífico y torcido. Pero la verdad, nadie sabía lo que pasaba en el interior de aquella casa, y menos saber quién era el viejo mendigo. Algunas personas decían, y juraban, haber visto luces que danzaban en su interior, otros habían escuchados gritos, jadeos, llamadas de auxilio. Otros más jurarían que sentían ruidos y que en días especiales, se percibían olores imposibles de clasificar. Otros más habían escuchado una música extraña, que no era natural y los más avezados decían que el viejo venia del espacio y que era un espía sideral a la espera de los demás marcianos que seguramente nos invadirían. Claro que estos últimos eran motivo de burlas y casi nunca se les escuchaba, o por lo menos no eran tenidos en cuenta para nada. Pero cuando el rio suena...

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