Basado en El devorador de sombras, de Gregorio Morales. PORT ROYAL LITERARIA. Primera Edición, 2000.
— Alejandro, dime que eso no es lo que estoy viendo. — Per… pero cómo es posible. No, no puede ser. Es increíble –dijo enajenado, observando lo que tenía delante. — No puedo soportarlo –dijo la chica entre dientes–. ¡Dime que es mentira, por Dios! — A ver, respiremos. Entremos al despacho. Si no me equivoco hay un teléfono, ¿verdad? — Sí, junto al mueble bar.
El devorador I — Hola Alejandro, ¿cómo estás? –preguntó una chica con voz meliflua, alta, de unos veinte años y una melena bruna abundante. — Mejor no preguntes, no quisiera contagiarte mi enfado –contestó el joven con cara de gran desesperación–. Hay problemas con el dinero del viaje de estudios. — ¿Qué ocurre? –se preocupó la chica–. ¿Alguien demoró el pago? — Ojalá se tratase de eso. Es mucho más grave. — Pues como no te expliques… –añadió escéptica. — La agencia ha subido los precios. Ahora deberemos pagar dos mil euros más por el viaje. — Pero… si el precio ya estaba pactado, ¿pueden hacer eso? –dijo irritada. — Al parecer sí. La cadena hotelera ha subido las tarifas sin previo aviso y ahora la agencia de viajes ha aumentado el precio. Supuestamente nos han avisado con tiempo, como falta un mes… –la ironía de Alejandro se manifestaba con risitas, pero en su interior lo que más deseaba era llorar. — Alejandro, tendrás que reunirlos a todos y plantear el problema. Quizá no le importe a nadie pagar un poco más. Dos mil euros entre todos no supondrán demasiado. — Adriana, tu consejo llega tarde –dijo mirando la taza de café vacía que tenía delante–. Ya he hablado con casi todos mis compañeros y más de la mitad se niegan. Prefieren no viajar a tener que soltar un solo euro más. Y claro, me hacen responsable. — Vaya palo, lo siento. ¿Vas a cancelar el viaje, entonces? –añadió con tristeza, sabiendo la gran ilusión que le hacía a su primo viajar para festejar el fin de carrera. — Es lo más probable.
Adriana, veinte años espléndidos y complacientes. Huérfana de padre y madre, se marchó a vivir con sus tíos cuando sólo tenía cinco años. Alejandro, su primo, es mayor que ella tan solo unas horas. Ambos nacieron de relaciones paralelas, sus respectivos padres ennoviaron a la vez, se casaron con tan solo una semana de diferencia y los embarazos llegaron también con unos días de diferencia. Quizá parezca coincidencia, tal vez causalidad. Nadie barruntó por un instante que las vidas de estos jóvenes iban a estar por siempre unidas, pero así fue. Se puede decir que crecieron juntos, como hermanos. De hecho, ninguno de los dos tenía hermanos, por lo que coincidieron a la perfección desde que eran críos. Alejandro, a sus quince años, poco antes de comenzar el bachillerato, se enamoró de su prima. Se enajenó con la idea de estar siempre con ella, de poder oler a cada instante esa mezcla de carisma y perfume que impregnaba cada lugar por el que ella pasaba. Poco a poco se dio cuenta de que su idea era absurda. Sus padres jamás admitirían semejante relación. En ocasiones hasta él mismo se lo negaba, pero la fuerza era demasiado potente como para poder desistir. La influencia de esa joven de busto mediano, pelo azabache brillante y piernas perfectamente torneadas era un capricho al que no deseaba renunciar, al menos no quería reprocharse el no intentarlo. Pasaron los años y Adriana cumplió los diecinueve. En su primer año de carrera conoció a un chico. Semanas más tarde le llevó a casa y lo presentó como su novio frente a sus tíos. Por supuesto Alejandro también tuvo que conocerlo. Desde un principio lo aceptó, pero no admitió demasiado bien el hecho de que Adriana jamás estaría con él. Su novio era un año mayor que ella. Estudiante de ingeniería industrial, mostraba rasgos típicos de ser un chulito que antepone dinero, placer y belleza a cualquier otra cuestión. Como se atreva a reírse de mi prima, lo mato.
— Compañeros y compañeras. Ante los últimos incidentes y vista la respuesta a éstos, me veo en la obligación de cancelar el viaje de estudios –dijo Alejandro, dirigiéndose a una muchedumbre de unas cincuenta personas. Un insensato le respondió. — ¡Eres un inútil! ¿Por qué te ofreciste voluntario para organizarlo todo? No vales para nada. Ahora perderemos parte del dinero que ya hemos pagado por ese estúpido viaje. — Mire, si me decidí a organizarlo todo es porque nadie deseaba hacerlo. No pretendo que me de las gracias, pero al menos yo lo intenté. De no haberme ofrecido voluntario nadie lo hubiese hecho. Ahora las cosas se han complicado por motivos ajenos a mí y a la agencia de viajes. Lo siento pero no se puede hacer nada, a no ser que paguemos lo que se nos pide. — Sí claro, más dinero –añadió una alumna gorda, de las más feas de clase, mientras devoraba una chocolatina con una ansiedad voraz. — No hay más que decir –apostilló Alejandro–. El viaje está cancelado.
Estimado diario
Hoy ha sido un mal día –tú dirás que todos mis días son malos días–. No pienses que es por lo de siempre. El amor hacia mi prima es ya un dolor crónico que llevaré por siempre. Pero hoy no voy a aburrirte con lo mismo, hoy va a ser distinto. Hace unos días, como bien sabes, tuve que suspender el viaje de estudios por motivos económicos. Pues bien, hoy parece que se me ha presentado la oportunidad de arreglarlo todo. Tan sólo he de aceptar un trabajito que no sé el porqué se me antoja sucio. El dueño de la agencia de viajes, al verme angustiado ante la situación, me invitó a entrar a su despacho. Con expresión severa me ha ofrecido pagar el aumento si a cambio le hago un favor. Amigo diario, tengo que matar a un perro y así todo estaría arreglado.
— ¿Qué? ¡Estás loco, primo! ¡Loco de remate! –gritó Adriana mientras su flequillo se movía delante de sus ojos verdes. — Aún no sé si aceptaré el trabajo, es sólo una posibilidad. — Pues te pido que la descartes, por favor. Matar a un animal también es un delito. — Así podría viajar… mis compañeros no me verían como a un inútil… –dijo con notable tristeza en su rostro, preso de una desidia que lo envolvía cruelmente. — Tú no eres un inútil. Además, hay formas más decentes de conseguir ese dinero. — Pero no en tan poco tiempo… –añadió muy seguro de lo que decía.
La idea le atormentaba, pero el deseo de viajar vencía a la honestidad. Sólo era un perro, un sucio y vulgar chucho al que dar sepultura para poder ver cumplido su deseo y el de todos sus compañeros. El jueves a las cinco de la tarde quiero una respuesta, dijo el hombre.
Málaga no era una ciudad que le gustase demasiado a Alejandro. Al menos hacía poco frío y los veranos no eran muy calurosos. Mientras caminaba por Alameda camino de la agencia de viajes, Alejandro no dejó de pensar ni un solo instante qué le diría al hombre. El consejo de su prima tenía gran valor para él, pero no el suficiente, ya que desde que se emparejó con ese futuro ingeniero intentó no dejarse influir por ella. Durante su niñez Adriana siempre hizo con él lo que se le antojaba. Era su hermanito dócil, dúctil y maleable; no obstante, jamás lo hizo de un modo abusivo, todo lo contrario. Alejandro se percató de esto tarde, cuando su prima ya jugaba con él a su capricho y lo manejaba tal titiritero al títere. Cuando la vio entrar cogida de la mano de aquel baldío guaperas tomó la decisión de no consentirla tanto y de no decir sí a todo. En ningún momento quiso enemistarse con ella, puesto que, amores no fraternales aparte, la quería como a una hermana. Él sabía de sobra que Adriana jamás intentó seducirlo. Fue su mente la que se empeñó en amar a su prima de otro modo, de hacerla suya para el resto de su vida. Decidió no consentir a su prima como cuando eran pequeños. La respuesta al dueño de la agencia ya estaba bastante clara en la mente de Alejandro.
— Muy bien, chico. Me alegro de que hayas tomado esta decisión –dijo el hombre, con una sonrisa terrorífica y una confianza abusiva.
— Antes me gustaría hacerle unas preguntas, si no le importa –Alejandro se mostró por un instante miedoso y con dudas–. ¿Por qué quiere deshacerse de ese perro? — ¡Es un asesino! ¡Me tiene harto, siempre mata a mis pájaros! –gritó, asustando al joven–. ¿Quieres creer que el otro día mató a un guacamayo que me costó mas de cinco mil euros? — No sé, quizá haya otros modos de… ya me entiende. — Mira, chico, si te estás arrepintiendo, dímelo, no puedo perder el tiempo. A mí me da pánico la sangre y no soy capaz. ¿Lo harás o no? –el hombre parecía más impaciente por quitar a ese perro de en medio que enfadado. — Está bien, explíqueme cómo voy a hacerlo. El modus operandi… Una noche en su casa con pensión completa y el aumento de las tarifas a cambio de matar a un perro. Según me ha contado se trata de un pastor alemán de unos dos años. Se lo regalaron a su hija cuando cumplió los dieciocho, pero ahora la chica está en el extranjero y al padre no le agrada demasiado tener que cuidar del can. Además de no ser muy amigo de los animales de cuatro patas, detesta a este perro porque, según él, ha devorado varios ejemplares de aves carísimos, entre ellos un guacamayo. Pues bien, amigo diario, debo permanecer en su casa durante una noche y, del modo que sea, debo matar al perro. Aún no he decidido cómo voy a hacerlo, pero ya me he comprometido y debo cumplir mi promesa.
— ¡Déjame en paz! Ya lo has decidido, ¿no? ¿Para qué me pides opinión, entonces? — Adriana, por favor. No pasará nada. Sólo será una noche y el problema del viaje se arreglará. — Se lo diré a mis tíos, no voy a permitirlo –dijo rabiosa y enrojecido su rostro. — No te atreverás. Al menos mientras yo tenga en mis manos algo que te delataría. Recuerda que no soy yo el que se encierra durante todo el fin de semana en su habitación con ese tipejo mientras mis padres están en el pueblo –le dijo amenazándola. — Alejandro, me estás amenazando. Muy impropio de ti. — No me dejas otra opción. Quizá asesinar a un chucho no sea lo más idóneo para mi currículum, pero engañar del modo en que tú lo haces a los que son como tus padres tampoco es una acción demasiado puritana. — Haz lo que te de la gana. Pero luego no me vengas llorando –advirtió Adriana, señalándolo con el índice. — Bisutería barata. — ¿Cómo? ¿Qué dices? –preguntó ante el cambio de tema repentino. — El anillo que llevas en ese dedo con el que me señalas es bisutería, y además de mala calidad –dijo jocoso–. ¿No tiene dinero tu noviete para estirarse algo más con sus regalos? — ¡Vete a la mierda!
Los celos en esta ocasión le delataron. Por suerte su prima jamás sospechó lo más mínimo. Sus disputas bien podían encasillarse como propias y reglamentarias dentro de una relación fraternal. El rechazo de Adriana le llevó a desear hacerlo mucho más. Ya no sólo se trataba de poder viajar ni demostrar a sus compañeros que no era un inútil, ahora lo que primaba era desobedecer a Adriana al precio que fuese. No iba a salirse con la suya como en aquella ocasión en la que, durante una feria en el pueblo, ambos se encapricharon en
montar en una atracción, en una distinta cada uno. Al final la niñita se salió con la suya envenenando la mente de sus tíos con miradas compasivas. Alejandro salió tan mareado cuando aquello terminó de dar vueltas que vomitó nada más poner el pie en el suelo. Ella tuvo la desfachatez de salir sonriendo y pidiendo algodón de azúcar.
II Eran sobre las ocho de la tarde. Alejandro esperaba ansioso a que llegase el autobús, la línea once. La casa en la que tenía que pasar la noche se situaba en las afueras de Málaga, en el Palo. Equipado con su reproductor digital y mirando evadido todo lo que le rodeaba, vio a unos cien metros su autobús acercándose. Se apresuró en buscar su cartera. Al encontrarla no pudo evitar recordar a su prima el día en que se la regaló. Fue en su dieciocho cumpleaños, hacía ya unos años. Le tenía mucho aprecio a esa cartera deportiva, lo que detestaba era la marca, Niké. Si no fuese porque se trataba de un regalo de una persona a la que admiraba la hubiese devuelto o quemado. No deseaba contribuir a la supuesta explotación de niños. Sacó la tarjeta del autobús y se acordó de que no le quedaban viajes. Enfadado, rebuscó un euro entre muchas monedas sueltas que tenía. Por fin dio con uno, subió, cogió su billete y tomó asiento. De pronto sonó una canción que le encantaba, Take a Look Around, de Limp Bizkit. Como una taza de café bien cargado tras una noche de insomnio, Alejandro despertó momentáneamente al ritmo de las guitarras de este grupo estadounidense y se sintió con muchas fuerzas. El perro no iba a poder con él. Lo mataría y demostraría así su facultad de solventar problemas a sus desconfiados compañeros de clase. También restregaría a Adriana su valentía. Cuando faltaban unos minutos para llegar miró el reloj. Tenía tiempo de sobra. Decidió bajar unas paradas antes y continuar el viaje a pie para despejarse y pensar. El autobús se detuvo en una parada muy cercana a la playa y el joven bajó rápidamente. El sol invitaba a caminar y a reflexionar. Accedió a la playa y comenzó a caminar paralelo a la carretera. Pasados veinte minutos llegó al Palo. Se limpió los pies de arena y se calzó. Se encontraba justo a cien metros de la Avenida Sebastián el Cano, calle principal de esta barriada y destino de Alejandro. Cruzó la carretera con precaución y se dispuso a atravesar la Avenida de la Estación para desembocar finalmente en la calle donde se ubicaba la casa. Subió el volumen de su reproductor. De nuevo miró el reloj y advirtió que se había entretenido demasiado mientras caminaba. Aceleró la marcha, dejando atrás un parque, una pequeña guardería y la maldita facultad en la que su prima estudiaba; la Facultad de Ciencias Sociales y del Trabajo, dispuesta en una antigua iglesia y anterior Facultad de Derecho. Si esto es una facultad, que venga el demiurgo y lo vea. Toda la fachada estaba pintada en un tono gualdo y bien parecía más una prisión que una facultad. El cartel que denominaba al centro era mediocre y estaba muy sucio. Alejandro pasó de largo, sin saber muy bien por qué odiaba ese edificio. Una vez en la calle principal sacó de la cartera el papelito con la dirección. Pensó un instante y creyó saber dónde estaba la casa.
— Maldito niñato –decía entre dientes el hombre mientras sorbo a sorbo terminaba la ginebra de su vaso ancho–. Como se atreva a fallarme me va a oír. — ¿Le ocurre algo, señor? –dijo otro hombre, bastante mayor.
— No, Tomás. Termine de preparar el equipaje. El chico al que he contratado para que cuide de la casa no pude tardar en llegar –contestó con voz atenuada–. Apresúrese con todo, quiero salir en cuanto antes. — Faltaría más, señor. ¿Desea algo antes de que me retire a continuar con los preparativos? –ofreció amablemente el viejo. — Sí, lléname este vaso, pero esta vez no le pongas hielo, por favor. Se situó ante una casa enorme. Una verja con un portero automático esperaba. Llamó al timbre y una voz hipada se escuchó por el altavoz. Ya era hora, joder. Tras el muro exterior se extendía un jardín de más de cien metros cuadrados poco cuidado. Lleno de excrementos de perro y con jaramagos en lugar de rosas. Ni un minuto después de que entrase al recinto, Alejandro atisbó que la puerta principal de la mediocre mansión se abrió chirriando. Décimas de segundo más tarde aparecieron dos hombres. A uno de ellos lo conocía, al otro no. Ambos portaban una maleta y vestían de un modo similar; sombrero, gabardina negra algo gastada y gafas de sol tipo policía de película americana. — Si hubieses venido antes te habría enseñado la casa –le regañó el hombre. — Lo siento, ha sido culpa del tráfico, ya sabe –se disculpó. — Bueno, tómate el tiempo que quieras. No sé por qué pero confío en ti. Mata al perro y deshazte de él. Mi mayordomo y yo estaremos fuera tres días. Éste es el tiempo que tienes. — Pero… si termino antes… –Alejandro balbuceó. — Si terminas antes vete y santas pascuas. Sólo te pido que cierres todo y dejes conectada la alarma cuando te vayas. — De acuerdo. ¿Y el perro? — No lo sé. Seguramente intentando comerse a mis pájaros. Tranquilo, es dócil y no te causará daño alguno. Cuando lo veas simplemente llámalo por su nombre y lo tendrás a tus pies. — Muy bien. Ahora si es tan amable me gustaría saber el nombre del chucho –dijo en tono irónico. — Cabildeo, así se llama. Chico, tenemos prisa, nos vamos –dijo impaciente. — Una última cuestión. ¿Y el viaje? — Ya hablaremos de eso, tranquilo. Tú haz el trabajo y ya te recompensaré.
Se oyó un estruendo tras el joven; la verja se había cerrado vehementemente. Observó por unos instantes las numerosas ventanas de la casa. La fachada estaba muy abandonada y era probable que no hubiese visto una brocha desde hacía muchos años. Los marcos de las ventanas, de madera, estaban roídos y los cristales sucios. Entró en la casa y cerró la puerta. Dentro todo era muy distinto. El ambiente era acogedor. Olía a tabaco, un aroma proveniente de un cenicero que aún humeaba. Toda la planta de abajo la conformaban un amplio salón colonial, un enorme despacho y una enorme cocina. Tras escrutar esta planta subió las escaleras. No encontró nada especial, sólo seis habitaciones humildemente decoradas y tres cuartos de baño de lujo. Abrió todas las puertas con algo de miedo. Al fin se convenció de que en la casa no había nadie. He de localizar al perro.
Bajó y entró al despacho. Vio un ordenador que si bien no se equivocaba era ultramoderno. Se acercó. La silla que había frente a la pantalla de TFT era muy confortable, de piel y color caoba. Tomó asiento y encendió la computadora. Mientras se iniciaba el sistema se deleitó con el brillo de la mesa, también caoba y seguramente de madera más que noble. No había una sola mota de polvo, así como ningún documento. Abrió el cajón. El tirador parecía de oro y no era de extrañar que así fuese. Dentro del cajón sólo halló una cajita en cuyo exterior estaban labradas las tres calaveras de Colón. En el interior del cofre halló todo lo que un fumador refinado necesita; papel ultra fino, tabaco inglés en hebras y filtros. Al parecer, además de los puros, le gustaba hacerse sus propios cigarrillos. Por fin el ordenador estaba listo para usarse. En el escritorio sólo había iconos de bases de datos de derecho y de varios diccionarios. Ansioso buscó la e y la halló junto a un traductor de alemán. Hizo doble click y apareció, soberbio y altanero, el gran buscador sobre su interfaz blanca. Alejandro se alegró de poder estar comunicado. Rápidamente descargó un programa de mensajería instantánea para poder hablar con sus amigos y a ser posible con Adriana.
Loco por alguien, dice: Adri, estás por aquí????? Adriana, poder de mujer, dice: ¿Qué haces conectado? ¿Estás en la casa? Loco por alguien, dice: Sí, sto es alucinate. Adriana, poder de mujer, dice: Alex, por favor, no escribas abreviando. Sabes que no lo soporto. Loco por alguien, dice: De acuerdo, lo siento. ¿Estás con tu amiguito, no? Adriana, poder de mujer, dice: No, aún no ha llegado. Por favor, piénsate eso de matar al perro. Ven a casa y no hagas tonterías. Loco por alguien, dice: Estás loca???? No, además, deberías ver la casa en la que estoy, es apasionante. Regresaré antes que mis padres, en cuanto termine con el perro. Pero creo que me tomaré unas pequeñas vacaciones aquí en esta mansión. Adriana, poder de mujer, dice: Sí, mejor será que regreses antes del domingo por la noche. Sabes que no sé mentir y me pillarían enseguida. Loco por alguien, dice: Oye, hazme un favor. No cierres sesión por si necesito algo, ¿vale? Adriana, poder de mujer, dice: Yo no quiero saber nada de lo que estás haciendo. Arréglatelo tú solito, guapo. Loco por alguien, dice: Adri, por favor, es lo único que te pido. Sólo es para sentirme comunicado con el exterior. Adriana, poder de mujer, dice: Está bien, pero por favor, regresa pronto. Estoy preocupada.
Amigo diario: Hoy hemos cambiado un poco. Creo que se trata de la primera vez que te saco de viaje. Son casi las doce de la noche y estamos a varios kilómetros de casa. Todo esto tiene un ambiente bastante místico. El perro, la verdad, es un angelito y me está dando una lástima terrible. Cuando lo vi allí jugando con ese hueso de plástico y lo llamé, vino a mí como si me conociese de toda la vida. Lo acaricie y enseguida me trajo el juguete para que se lo lanzase. Ahora duerme en la caseta del jardín y no da señales de vida. Bueno, es tarde y hay que dormir. Veremos qué nos depara el sábado. Hasta mañana. Cuando se levantó fue al baño. Abrió el grifo y comprobó tras unos segundos de espera que el agua salía caliente. En una estantería había varios tipos de champús y gel. Uno de ellos era contra la alopecia, lo sabía porque su padre usaba el mismo. La ducha resultó estimulante. Tras secarse bajó a desayunar, desnudo y perfumado con una fragancia para hombres maduros. Una vez en la cocina husmeó en varias alacenas y vio lo necesario para preparar un desayuno: té ceylan, galletas y muchas piezas de bollería. Calentó agua para el té y se sentó. Comió varios cruasanes y optó por acompañar la infusión con un cigarro. Fue al despacho y se lió uno. De nuevo en la cocina saboreó el té, sin azúcar y humeante. Tenía que pensar cómo matar al perro, pero su desnudez le hacía pensar en otras cosas. Se sentía libre, sin ataduras. Quizá aquel lugar era el idóneo para dar rienda suelta a sus fantasías.
III
— ¡Este hombre, siempre igual! No quiere que haya malos olores en la casa pero deja el cenicero repleto de ceniza –dijo una chica que arribó al salón tras atravesar la verja y la puerta principal.
Era la chica de la limpieza. Iba a limpiar tres veces por semana. Esta vez decidió comenzar por el salón. Alejandro se encontraba en la planta de arriba pensando cómo desempeñar su trabajo y escuchó ruidos que parecían provenir de muebles en movimiento. El hecho de pensar que estaban robando le ponía los pelos de punta. Sin hacer ruido bajó poco a poco las escaleras hasta que vio a una muchacha limpiando. Se trataba de una mujer muy bella, delgada pero ancha de caderas, con un trasero motivador, mullido. Suspiró y le habló.
— ¿Hola? — ¡Mierda! ¿Quién eres tú? –gritó muy asustada. — Tranquila, parece que somos víctimas recíprocas. A mi me contrató el señor de la casa para hacer unos trabajitos durante el fin de semana. Soy Alejandro –le tendió sutilmente la mano. — Hola, yo soy Adriana, vengo a limpiar esta casa. Trabajo para el señor desde hace tres años y medio. — Muy bien. Yo tengo que mat… –la lengua pecó y se extendió en exceso.
— Espera, ¿he oído bien? — ¡Joder! Bueno, te cuento. ¿Te apetece un té o un café y te explico? — De acuerdo. Té con leche, sin azúcar, por favor. — Enseguida.
Adriana. En el mismo momento que escuchó ese nombre las ideas de Alejandro se nublaron. Se trataba de una joven universitaria que trabajaba por horas para poder pagarse los estudios. No era muy alta, pelo largo castaño brillante y un rostro exótico someramente alargado. Alejandro pronto se percató de que era aficionada a tomar el sol por el bello bronceado de su tez. Muy distinta a su prima, pero muy guapa y donairosa. Pronto prendió la luz masculina y el hambre instintiva de amor y celo.
— ¡No! ¡No mates al perro! Es muy cariñoso, un poco trasto a veces, pero le tengo mucho afecto. ¿Has pensado llevarlo a la perrera? Sería una opción menos cruel –opinó la chica muy acertadamente. — Pues ahora que lo dices, no. Sería una excelente alternativa al asesinato. Pero el señor quería deshacerse de él y no sé si le agradaría la idea. — Él no tiene por qué saber nada. Cuando regrese y no encuentre al perro se dará por satisfecho. — Sí, quizá. Está bien, me has convencido. En cuanto terminemos el té me lo llevo conmigo y lo entrego. Puedo decir que lo he encontrado y que no puedo hacerme cargo de él –explicó, descansando y oliendo ya la brisa de Punta Cana. — Muy bien. Lo que no sé es por qué no se te ocurrió a ti. ¡Mira que querer asesinar al perro! ¿Cómo ibas a hacerlo? Perdóname que te diga, pero no te veo capaz. — Pues… si te digo la verdad, no había pensado cómo hacerlo aún. Gracias por la idea. Por cierto, ¿qué es ese ruido que viene de la casa de al lado? — Hay mucha gente en el jardín de la casa de al lado. Cuando llegué entraban y salían muchas personas. Ahora charlan en el jardín –dijo Adriana, muy segura de lo que decía. —Seguramente –afirmó–. Por cierto, ¿te ha gustado el té? Yo, la verdad, es que no suelo prepararlo. En casa mi hermana es la experta en temas de hierbas e infusiones –se disculpó, temiendo que el té no le hubiese agradado a la chica.
Hablaron durante un rato. Más tarde, cuando Alejandro se dispuso a llevar al perro a la perrera, Adriana llamó la atención del joven.
— Alejandro, mira –dijo mientras tendía un papel a Alejandro para que lo leyese–. Lo he encontrado mientras limpiaba el estante de madera del despacho. — Veamos –contestó y cogió el papel. La estupefacción pronto atracó en el rostro de Alejandro. Adriana, sorprendida, preguntó al joven el porqué de su asombro. — ¡Cómo que por qué me irrito tanto! ¿Acaso no has leído lo que pone al final? Y la fecha, ¿has mirado la fecha? –preguntó preso del pánico.
— Pues no, lo leí por encima sin prestar demasiada atención –contestó. ¿Es que ocurre algo? — Sí. ¿Tú sabes dónde está la hija del señor de esta casa? — Según me contó el señor, se encuentra en Bristol, Inglaterra, terminando la carrera. — Claro, eso mismo pensaba yo. Ten el documento, léelo –el papel nuevamente volvió a las manos de donde vinieron, pero ahora acompañado de un temblor proveniente de la mano de Alejandro. — ¡Mierda santa! ¡Pero esto significa que…! –ahora era ella la sorprendida–. ¿Qué esconde este tipejo? — No lo sé, y no pienso quedarme para averiguarlo. Me voy de esta casa ahora mismo. ¿Vienes? — Espera. Quizá lo de matar al perro no sea mala idea después de lo que pone este informe psiquiátrico. — No, jamás. Renuncio al viaje, me da igual. Pero no pienso permanecer en esta casa ni un segundo más. ¡Me voy!
Salió del despacho a toda prisa. La joven salió tras él. Una vez en la entrada principal ambos enmudecieron al ver la escena cruel y deshumana que tenían delante. La luz del sol palideció, la vida de cada uno de ellos cedió por completo al miedo y la desesperación. Aquella situación era demasiado brutal y desalmada. Por los ojos de Adriana brotaron numerosas lágrimas. Alejandro apenas podía respirar y comenzó a sufrir espasmos. Poco a poco la situación pasó de insostenible a insoportable. Por fin ella, balbuceando y entre estertores, pudo articular palabra. El universo volvió a latir.
— Alejandro, dime que eso no es lo que estoy viendo. — Per… pero cómo es posible. No, no puede ser. Es increíble –dijo enajenado, observando lo que tenía delante. — No puedo soportarlo –dijo la chica entre dientes–. ¡Dime que es mentira, por Dios! — A ver, respiremos. Entremos al despacho. Si no me equivoco hay un teléfono, ¿verdad? — Sí, junto al mueble bar.
Volvieron a entrar, muy asustados y dispuestos a pedir ayuda. Cerraron la puerta y tomaron asiento; él tras la gran mesa caoba, ella en un cómodo diván de cuero pardo. Avisaré a mi hermana para que me ayude.
— ¿Qué haces? ¿Acaso piensas ponerte a juguetear por Internet con todo lo que tenemos encima? –preguntó indignada. — No. Voy a pedir ayuda. Intentaré contactar con mi hermana. Por cierto, se llama igual que tú. — ¿Si? ¿Cómo esperas que nos ayude tu hermana? — No lo sé. Pero por nada llamaremos a la policía. No quiero problemas. — ¿Y cómo quieres que arreglemos todo esto nosotros? ¿Acaso no recuerdas lo que tenemos ahí, en la entrada?
— Sí, claro que me acuerdo. Pero recuerda tú también que no estamos en nuestra casa. Llamar a la policía significa tener que pasar un largo interrogatorio. No entenderían el porqué de nuestra estancia aquí. Todo sería más fácil si el señor estuviese aquí. — No sé qué te traes entre manos, pero no puedo hacer otra cosa que confiar en ti.
Loco por alguien, dice: Adri, ¿estás por aquí? Contesta por favor, es urgente. Loco por alguien, dice: Veo que no estás. Por favor, en cuanto leas esto llámame. O mejor, ven a esta dirección, tengo un grave problema.
—Nada, mi hermana no está conectada. Espero que lea pronto mi mensaje. —De acuerdo. Mientras, ¿qué hacemos? –preguntó. —Salir ahí e intentar hacer algo –dijo dubitativo. —No, yo no pienso enfrentarme a esa escena otra vez, lo siento. —Por favor, Adriana, no me dejes solo, ven conmigo –suplicó. —Me limitaré a mirar, no pienso tocar nada –aseveró con notable miedo palpable en sus ojos. —De acuerdo.
La puerta del despacho se abrió sigilosamente, chirriando y dejando pasar un ambiente sombrío. Aún continuaba allí, tan fresco, como si nada hubiese ocurrido. Salieron finalmente del despacho y se situaron uno frente al otro. El perro dormía, tirado en el suelo ajeno a sus propios actos. Su pelaje negro relumbraba considerablemente. Tenía el hocico marrón, carácter natural en un pastor alemán. Lo que no era tan normal era esa tranquilidad y serenidad en simbiosis con la ralea innata del perro; de ese perro que un día turbó la inocencia de una chica de diecinueve años. Grave trastorno de la personalidad agravado por la influencia de un perro. Numerosas pesadillas que quebrantan las funciones cognitivas. Alucinaciones. Paranoia y disfunción neuronal… Junto al animal, un bebé. Estaba boca abajo, con los brazos en cruz y las ropas destrozadas por la mandíbula del perro. Ninguno de los dos se atrevía a recoger el cuerpo. Sus ropitas estaban manchadas con tierra. Por fin Alejandro se decidió a dar el paso. —Voy a coger al bebé. No podemos dejarlo ahí. Adriana calló, quizá ni siquiera le escuchó. Mientras recogía con sigilo el cadáver los gritos provenientes de la casa de al lado aumentaron. ¿Qué haré yo sin mi hijo?, se escuchó. El grito alertó a los jóvenes y miraron por la ventana. La gente se marchaba y la casa se quedaba desierta. Probablemente iban a denunciar a la policía la desaparición del bebé. —Alejandro, ¡han perdido al niño! –dijo espantada. —Sí, pero por desgracia lo encontró el perro y… — ¿Qué haremos ahora? Dímelo porque esta situación se nos va de las manos. — Sí, lo tengo. Vamos a devolver al niño.
— ¿Qué? No, por ahí no paso. ¡Estás loco! —Mira. El crío no tiene heridas. Seguramente el perro lo mató a golpes cuando lo traía hasta aquí. Tenemos que lavar las ropas y el cuerpo. Después entraré en esa casa y lo dejaré en su cuna o en algún lugar, pero en el interior. — ¡No! Eso es una barbaridad. Además, la casa ya habrá sido registrada mil veces. ¿Por qué iba a aparecer el bebé así, por las buenas? — ¿Tienes alguna otra idea? –preguntó irónico. —No, no la tengo.
Subieron a uno de los baños. Desvistieron el cuerpo y lo lavaron. Sólo tenía unos cuantos moratones que no parecían muy recientes. Mientras Alejandro limpiaba cuidadosamente el cuerpo en la bañera, Adriana lavaba a mano las ropas. Buscaron algún tipo de agua perfumada para solapar un tenue hedor que el cuerpo comenzaba a desprender y lo almizclaron. Pronto todo estuvo listo. Buscaron también algún bolso o macuto lo suficientemente grande para guardar el cadáver. Bajaron las escaleras y nuevamente se encontraron en la entrada. El perro ya no estaba.
—Espero que esto funcione. Quiero irme a casa y olvidarme de todo esto –dijo Adriana suspirando. —Intentaré volver lo más rápido posible. Por favor, no te vayas, no me dejes solo en esto –le suplicó. —No, no me iré. Pero procura no tardar demasiado.
Salió al jardín y observó el muro que separaba una casa de la otra. Había un agujero que anteriormente estaba tapado con un trozo de madera que ahora estaba en el suelo. Alejandro supuso que el perro se las había ingeniado para quitarlo, siendo por ese boquete por donde accedió a la casa de los vecinos. Emulando al animal, pasó el macuto al otro jardín y después pasó él. Alzó la vista; la casa parecía desierta. El aspecto de la fachada era similar al de la otra casa, pero más atendida. Caminó despacio y observó que la tapia que separaba la casa de la calle era lo suficientemente alta como para que nadie lo viese desde fuera. Dio una vuelta a toda la casa y no vio ningún acceso por el que pasar. Escrutó toda la fachada y le pareció que una de las ventanas estaba entreabierta. Se acercó y dejó la bolsa en el suelo. Estirándose se percató de que estaba demasiado alta. Miró alrededor y encontró un viejo cubo de madera junto a un pozo ornamental. Lo cogió, probó su resistencia y se aventuró a entrar. De nuevo cogió el macuto y se subió en el cubo. Como en el agujero del muro, el bebé tuvo el privilegio de entrar primero. Una vez dentro y con el cuerpo en la mano buscó la habitación infantil. Subió las escaleras apoyándose en el quitamiedos. El cansancio y el temor a ser descubierto estaban a punto de provocarle un desmayo. Los sudores fríos recorrían su cuerpo. Llegó a la planta superior y abrió todas las puertas. Cuando descubrió la cuna junto a una cama de matrimonio sintió un regocijo copioso. Se apresuró a sacar el contenido de la bolsa y a dejarlo en la cuna. Cuando lo hizo salió corriendo escaleras abajo y salió por la ventana. Rápidamente se coló por el agujero del muro del jardín, lo tapó con la madera y siguió corriendo hasta entrar en la casa. Pero las sorpresas aún estaban por llegar.
— ¡Adriana! Has venido –se lanzó a ella y la abrazó. —Me das asco. Tu amiga me ha contado lo que habéis hecho. ¿Hasta dónde eres capaz de llegar para demostrar tu valentía? –dijo muy enfadada y colérica. —No lo sé. Todo lo hemos hecho sin pensar. ¿Qué hubieses hecho tú? —Desde luego, eso no. Eres repugnante. Voy a llamar a la policía. —¡No, no vas a llamar a nadie! ¡Por que si lo haces…! —Sí, claro, me matarás y me devolverás a mi cama metida en un saco de patatas, ¿no? –contestó irónica. —No nos ocurrirá nada. No hemos dejado huellas; ni en el bebé ni en la casa. Todo resultará muy extraño en la investigación policial una vez encontrado el cuerpo, pero eso no nos atañe a nosotros –aseguró. —Lo único que vais a conseguir con esto es inculpar a los padres. La policía pensará que ellos han asesinado a su hijo. Permíteme que te diga, pero no tienes corazón, Alejandro.
Se oyeron llegar varios coches. Los tres se asomaron a la ventana. Bajaron varias personas de cada vehículo. ¿Por qué no viene la policía? Entraron en la casa. Pasaron varios minutos y los tres chicos continuaron discutiendo en el salón hasta que un grito desgarrador los sumió en un silencio sepulcral.
—Mira lo que has conseguido con tus estupideces –dijo Adriana. —Tranquila, no pasará nada. Sólo tenemos que esperar a que las aguas se serenen y podremos salir de esta casa. —Esto es un delito, ¡un puto delito! —Tranquila. En el caso de que nos veamos afectados yo asumiré la culpa de todo. No os va a pasar nada a ninguna de las dos. —Al menos veo que ha surgido en ti una hombría carente anteriormente. Instantes más tarde llegó una ambulancia. Dos personas bajaron con una camilla. De pronto se empezaron a oír gritos de nuevo. Una mujer salía ayudada por dos hombres y la introdujeron en la ambulancia para salir a toda velocidad. Las otras personas subieron a los coches y la siguieron. El ambiente se calmó.
—Vamos a salir a la calle, como si no hubiese pasado nada. Tenemos que irnos inmediatamente –ordenó Alejandro. Las chicas obedecieron. Conectaron la alarma, cerraron la puerta y corrieron hacia el exterior. En la calle observaron a varias personas cuchicheando. —Voy a acercarme a preguntar. — ¿Qué? No, no lo hagas. ¡Tenemos que irnos! –imploró Adriana, la chica de la limpieza. —Dejadme a mí. Enseguida regreso. Con sigilo y fingiendo curiosidad preguntó a una mujer mayor.
—Disculpe, señora. — ¿Sí? —¿Qué ha ocurrido? He visto una ambulancia salir de aquí a toda prisa. — ¿No lo sabes? Pues han encontrado a su hijo en la cuna. ¡Imagínate! ¡En la cuna, santo Dios! –gritó rabiosa y con lágrimas en los ojos. — ¿Y qué tiene de eso malo? Señora, no entiendo. —¡No! ¡Claro que no tiene nada de malo! –volvió a gritar. —Un bebé en una cuna… Qué mejor sitio que ese, ¿no? –dijo el joven. —Sí, es el mejor sitio para un bebe. Pero no para uno que había sido enterrado en el jardín esta misma mañana. ¡No, no es el mejor lugar!
Mientras, en otro lugar: —Señor, ¿se habrá cumplido el auspicio? —Sí, es más que probable. Cuando regresemos a casa tendremos que comenzar. Ahora sólo hay que tener fe en ese chico. Es nuestra única esperanza. —Permíteme que le diga, señor. No le veo capaz de semejante misión –dijo el sirviente, escéptico. —Si ha sido capaz de matar a esa fiera, podrá con todo –afirmó, frunciendo casi todo su rostro. —Muy bien, si usted lo cree así, yo le respeto. Por cierto, acaba de llegar la nueva epístola. —Démela. Sí, es posible que la Tierra se detenga. Posible incluso que desaparezca. Es un sí o un no continuo, es dualidad. Encontraré el camino del equilibrio y hallaré postradas sobre piedras a la lógica y a la magia. Las localizaré plácidas en sus postulados y virulentas en su acciones. Una anhela poseer y dominar a la otra y la otra a la una. Eximia es la paciencia del que, ignorante, desconoce la fuerza de la unión; pero cruel es el deseo de quien pudiendo evitar el Caos cierra los ojos y se deleita con la destrucción y la guerra. Entonces llegarás tú y, asolada, te enfrentarás a la imprudencia del que se inhibe en sus quehaceres. Batallarás por salvaguardar el delicado hilo cíclico que ante todos se manifiesta. Podrás vencer o morir, no hay otra posibilidad. Hagas lo que hagas, decidas lo que decidas, las creaciones permanecerán ligadas y vinculadas porque tú eres el nexo que las une.
Continuará