El Titicaca Para Todos

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El lago navegable más alto del mundo, que une Perú con Bolivia, es el impactante telón de fondo de algunas de las experiencias más singulares que pueden vivirse en Sudamérica, todo con la idea de beneficiar al sitio y a la gente que vive en él. Por Rolly Valdivia

Fotos cortesía The Andean Experience Co.

EL

Terraza Hotel Titilaka.

TITICACA para todos

Titilaka

Lago Titicaca.

En una casa tibia, acogedora y sin puerta principal “porque en nuestra isla no hay ladrones”, una mujer aimara propone y describe travesías tentadoras en las aguas profundamente azules de un lago legendario, en el serpentear de varios caminos que conducen a atalayas que desnudan el altiplano, y en los surcos de una chacra en la que hay que escarbar (cosechar) la papa. La observo y la escucho. “Mañana iré a pescar”, cuenta, y la imagino levantándose antes del amanecer. Salir silenciosamente de su cuarto. Caminar entre sombras hacia el muelle. Subirse al bote que se bambolea y maniobrar con destreza la vela. Sí, allí está ella, dirigiendo su pequeña embarcación en la inmensidad del lago navegable más alto del mundo, recogiendo con afán la red tendida en una jornada anterior, vendiéndole montoncitos de pejerreyes (uno de los peces del lago) a Largo, el boliviano que va de velero en velero, recogiendo la pesca de Anapia para comercializarla al frente, en el estrecho de Tiquina. “¿Te gustaría acompañarme?”, me pregunta María. “No lo sé —respondo—. Usted qué me recomienda”.

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Titilaka

Hoy todo es distinto. El Titicaca está siempre allí. Se puede ver y contemplar desde cualquier lugar. Mi anfitriona me mira con ojos de extrañeza, tal vez con el mismo desconcierto con el que escucha las palabras incomprensibles que pronuncian los extranjeros que ella atiende cuando está de turno, cuando le toca recibir turistas, según el orden acordado por el comité de hospedaje del distrito insular de Anapia (provincia de Yunguyo, Puno). Al presentarse esas emergencias y enredos idiomáticos, su hijo José y hasta su esposo Raúl —profesor y director de la escuela 70234— buscan ayuda en los diccionarios bilingües que la familia guarda como un tesoro. Así se las arreglan. Así se entienden con sus visitantes: estadounidenses, canadienses, a veces europeos que vienen a su isla en busca de vivencias, de experiencias inéditas, de matices rurales. Pero esta noche es distinta. No hay palabras en otras lenguas y no es necesario recurrir de urgencia al diccionario, aunque su huésped —un compatriota que apareció de improviso en la lancha colectiva que todos los jueves y domingos zarpa y atraca en el puerto cargada de bultos y de gente— se la ha puesto difícil con eso de las recomendaciones. Y es que doña María Chávez Zegales no es adivina ni bruja para saber exactamente qué le puede gustar a su recién llegado. Intuye, eso sí, pues no es una primeriza en los avatares turísticos y ha aprendido mucho desde la primera vez que hospedó a un extraño, por insistencia de un pariente que era lanchero y cada cierto tiempo traía gente de otras latitudes. Ella no quería, decía no, en español, y también en aimara —su lengua materna—, pero el pariente logró convencerla. Y allí estaba 76 • Travesías

ella frente a los extraños, muriéndose de la vergüenza y sin saber qué decir ni cómo actuar, queriendo que se la trague la tierra o, mejor dicho, el Titicaca, que aquí es lo más grande y poderoso. Pero doña María no es la única que se azoraba en aquellos tiempos precursores. Sus compañeras que también dan alojamiento en sus viviendas enfrentaron situaciones similares. Y es que no es fácil recibir gente de otros países de un día para el otro. Hay un choque cultural, un impacto, un no saber cómo reaccionarán los foráneos. Surgen dudas: les gustará la isla, la comida, su cuarto. “Ahora es distinto. Nos hemos capacitado y nos alegramos cuando tenemos visitas. Además, poco a poco vamos mejorando nuestras casitas, poniéndolas bonitas”, me diría minutos antes la señora Teodora, actual presidenta del comité de hospedaje, cuando me guiaba linterna en mano por las callecitas polvorientas de la isla. Un territorio que empezaba a explorar.

TITILAKA: OTRO PUNTO DE VISTA “¿Qué me recomienda?”, le vuelvo a preguntar a María. Mis palabras parecen despertarla, extraerla de una profunda reflexión. Quizás estaba pensando en Pablo (de 20 años) y Jesusa (de 17), sus hijos mayores que viven en Puno. Allá está la universidad donde se harán profesionales. No es por nada que su esposo y ella se matan trabajando. “Usted debe estar cansado. Usted viene de… ah, Titilaka, me dijo. Eso está cerca de Puno ¿no? ¿Y qué vio allí, le gustó, es como

aquí? Me interroga María y entre sorbos de mate de coca, le cuento mi experiencia en uno de los hoteles más impactantes del gran lago, donde todos los ambientes, todas las habitaciones, ofrecen vistas inolvidables. Titilaka, en el distrito de Platería (provincia de Puno) fue mi estación previa antes de zarpar hacia Anapia. Lo disfruté durante tres jornadas en las que me enteré de su filosofía conservacionista, de su afán por generar progreso y de capacitar a los pobladores de las comunidades circundantes, aún empobrecidas. “Sesenta por ciento de nuestros trabajadores son de la comunidad y 95 por ciento de la región”, se enorgullece Virginia Mamaní, la jefa de servicio de un alojamiento de primera. Las instalaciones —amplias, luminosas, decoradas con matices regionales y contemporáneos— son el fruto de un arduo proceso de remodelación. “Antes de nuestra llegada, este era un hotel abandonado. Dos años estuvo cerrado. Nosotros, con el apoyo de la comunidad vecina, le dimos vida, lo transformamos”. Al decirlo, Marco Castro Manrique, gerente de Proyectos y Desarrollo Hotelero de The Andean Experience Co. —la empresa propietaria de este hotel de diseño en las orillas del lago sagrado— parece emocionarse y sentir una auténtica satisfacción por el resultado obtenido. “No me vas a creer, muchas de las antiguas habitaciones no tenían vista al lago, igual pasaba con el comedor”, afirma. Hoy todo es distinto. El Titicaca está siempre allí. Se puede ver y contemplar desde cualquier lugar. Sus cambios de tonalidad, el paso de los botes, el revolotear de las aves, el sol muriendo en

el horizonte lacustre, el mismo sol que, según la leyenda, mandó a sus hijos para fundar el Tawantinsuyo, el imperio de los incas. Pero además, la remodelación arquitectónica vino acompañada de un cambio de enfoque respecto a la atención de los pasajeros. “Nosotros —explica Eduardo Oleachea, del área de marketing— no sólo brindamos alojamiento, lo que tratamos de ofrecer es una experiencia total y auténtica en la región”. El visitante puede escoger y armar su propio “menú” de excursiones, de acuerdo con su condición física y sus intereses: desde caminatas y paseos en bicicleta por las comunidades circundantes, hasta divertidas jornadas de navegación a la isla de Taquile y el archipiélago de Los Uros o avistamiento de aves. Yo opté por salir a navegar hasta Taquile, una isla poblada por descendientes quechuas aferrados a sus raíces culturales, a sus propias leyes y su particular manera de entender el mundo. Al volver, un intérprete oriundo de Los Uros me llevó a un totoral (cañaveral) para buscar aves y, antes de retirarme, caminé por una playa llamada Charcas y subí hasta un arco de piedra. Fue maravilloso. “Con razón tiene cara de sueño. Mejor duerma y olvídese de la pesca. Eso lo podemos hacer el sábado”, planifica María, quien ya está agarrando confianza y acaba de llamar a su hijo menor, José, de 9 años, para decirle que mañana saldrá conmigo a buscar a las vacas, a pasear por la isla. El plan es aprobado. Hora de dormir en una habitación sin lujos, pero con un buen colchón y varias frazadas poderosas, capaces de espantar el frío entrometido, una gélida cortesía de los más de Travesías • 77

Durante la navegación, se observan numerosas islas que parecen acorralar y empequeñecer al titicaca.

3 800 metros sobre el nivel del mar, altitud en la que se encuentra el archipiélago de Anapia. Despierto con el cantar de los gallos. Un plato de quinua para iniciar la jornada. “¿Le gustó?”, pregunta María. “Claro, cómo no, eso me da fuerzas”, aseguro y muestro mi brazo que contradice abiertamente mis palabras. José me mira y se ríe. Me cuenta que está en el quinto grado, que su papá es su profesor y que su perro —lanudo e inquieto como todos los de la zona— se llama Hitler. También me chismea que el can de la comisaría es malvado y ladrador. “No te le acerques”. Le hago caso y, por si acaso, tampoco me aproximo a los policías que se aburren de lo lindo por falta de delitos. Así, subimos y encontramos una chullpa profanada (una tumba preinca) y me presenta a Adrián, mi nuevo guía. Vamos y venimos. Cruzamos los tres barrios de la isla: Santa Cruz, Central y Santa Rosa. Miramos casitas modestas, calles sin asfalto, una iglesia de piedra, una plaza de piso como mesa de ajedrez, un camioncito abandonado. Al final, encontramos a las vacas cerca del lago. Los niños se alegran. Allí hay mucha espuma, que se echan en la cara. Mira nuestras barbas. Somos los papanoeles del Titicaca, gritan alborozados; me piden que les tome una foto, se olvidan de las rumiantes. Son sólo niños divirtiéndose, como lo harían horas después en la isla de Yuspique, cuando fabricaron botecitos con las cáscaras de las habas.

SEMBRANDO TURISMO Ya no tengo dudas. No he venido a Anapia porque sea un fanático de la pesca. Es más, no recuerdo haber lanzado alguna red o anzuelo en mi vida. Tampoco me ilusiona excesivamente la idea de alimentar reses o cosechar habas. 78 • Travesías

Mi interés es aprender de la gente. Quiero compartir con ellos, escucharlos, verlos trabajar. Sentirme parte de una comunidad aimara, aunque sea por unos días. Eso es lo que me ha impulsado a recorrer casi medio Perú, para desembarcar finalmente en este lejano archipiélago del Huiñaimarca, como se le conoce al lago menor del Titicaca, donde la propia comunidad se ha organizado para recibir directamente a los visitantes. La organización comunal —enraizada en las alturas andinas y altiplánicas— es la base de este sistema turístico que surgió hace más de 10 años, por iniciativa de la propia población. Actualmente se han formado diversos comités, relacionados con las actividades específicas que realiza cada familia: hospedaje, transporte en lancha, paseos en botes a vela y comida típica. A su vez, todos los comités son parte de la Asociación de Desarrollo de Turismo Sostenible de Anapia (Adeturs), que cuenta con un local cerca del puerto, una sede que ganaron gracias a su eficiencia en un concurso nacional. Con la finalidad de evitar la disputa por los pasajeros, se ha creado un sistema de turnos rotativos. También se han establecido tarifas únicas en cada servicio. Así se acaba con el regateo. El orden impuesto se respeta escrupulosamente y de eso puedo dar fe, ya que por un error involuntario fui a parar con todo mi equipaje en la casa de la señora Lidia, quien no debía ni podía recibirme. Su hijo salió disparado en busca de la presidenta del comité. En cuestión de minutos, la señora Teodora estaba frente a mí, explicándome con una amabilidad desbordante que no podía dormir donde Lidia. “Ella no está de turno, sino María, la número nueve en la rotación de 13 integrantes”. Teodora me contó también que cerca de 60 familias (en toda la isla no hay más de 120, me diría después el profesor Raúl) están relacionadas con el turismo y que, en su caso particular, ella se siente muy contenta porque poquito a poco ha ido mejorando.

LA RUTA Los turistas suelen llegar a este rincón del Titicaca en botes privados. No son cruceros ni embarcaciones de lujo, pero los lancheros del comité conocen su trabajo y trasladan a los visitantes con esmero, y les permiten gozar a plenitud del panorama espectacular del trayecto, en el que se imponen los picachos nevados de la cordillera Real de los Andes. El viaje por sí mismo es un deleite. Una gran aventura que se inicia en Punta Hermosa, una orilla convertida en muelle. Durante toda la navegación, se observan numerosas islas que parecen acorralar y empequeñecer al Titicaca, el lago compartido por Perú y Bolivia. Sus aguas, según los tratados, dividen a los dos países, pero, en la realidad cotidiana, siguen uniendo al pueblo aimara. Ellos vienen, nosotros vamos. Nos vendemos y compramos cosas en soles o en pesos. Compartimos las fiestas, jugamos futbol, hablamos las mismas lenguas, pero vivimos en países diferentes. “Así es la situación, mi hermano”, me comentaría alguien durante la navegación. Travesías • 79

No recuerdo su rostro, tampoco su nombre, sólo sé que sus palabras se quedarían flotando en mi mente y ahora, por recordarlas, ya perdí el rumbo de mi crónica, justo cuando trataba de explicar que las lanchas turísticas no llegan directamente a la capital del distrito, sino a Yuspique, una de las islas que forman parte del archipiélago de Anapia. Sobre Yuspique relatan que, un buen día, el ex mandatario Alberto Fujimori decidió poblarla con vicuñas, el camélido sudamericano de las ásperas pampas altoandinas. Desde entonces, gracias al capricho presidencial, en este pedacito de tierra habita la preciada doncella de los Andes, que se ha convertido en uno de los mayores atractivos de la zona. Inevitablemente, los turistas desembarcan, caminan, suben a los miradores con la intención de contemplarlas. A veces hay suerte, otras no tanto, pero vale la pena el esfuerzo, sobre todo cuando éste se recompensa con una exquisita huatia (con pejerreyes, papas, habas y ocas —un tubérculo blanco— cocidas bajo tierra). Son las señoras del comité de comida típica las que preparan la huatia y, después de la comilona, los socios del comité de velero llevan a la capital del distrito a los turistas. En el puerto, los reciben las mujeres que les brindarán alojamiento y alimentación durante toda su estancia.

cada invitado. Esto les permitirá ser recíprocos cuando alguien de esa familia contraiga nupcias. Y ahí estoy ahora brindando con compatriotas y bolivianos, con cerveza paceña y también pilsen Trujillo (peruana). Fiesta binacional en una isla del Titicaca, con sones de saya y morenada, con estridencias de cumbia norteña, con platones de cerdo al horno con papa y ensalada. Todos comen y beben y son bienvenidos y allí esta la señora María con su falda de lujo, su chal elegante, su sombrero de dama aimara. A su lado, el profesor Raúl luce serio y formal, con un suéter oscuro y su pantalón con la raya bien planchada. Me retiro temprano. El domingo en la madrugada zarpa la lancha colectiva. “Y por qué no te quedas hasta el final del matrimonio”, me propone una voz chispeante y animada. “Mañana continúa la pachanga en la casa del otro padrino y en la de la novia. El lunes es la despedida. Anímate. Si te quedas al fin podremos ir a pescar”. No me dejo tentar. Sigo sin lanzar redes y anzuelos, aunque ahora estoy casi seguro de que, si alguna vez lo hago, será en Anapia, desde la lancha de Froylán o el velero de doña María. Ojalá nomás que Largo pague buenos precios. No voy a madrugar para hacer un mal negocioπ

Titilaka

BODA A LA VISTA No soy pariente ni amigo ni compañero de trabajo de los novios. Es más, ni siquiera me sé sus nombres. Sin embargo, estoy en su boda, brindando y divirtiéndome con sus familiares y paisanos, con sus vecinos de siempre, con sus conocidos de toda la vida. Pero no me he “colado”. Mi asistencia es consecuencia de la tradición, porque cuando una pareja se casa en Anapia, todos, absolutamente todos —sin importar su nacionalidad ni origen— pueden participar en los tres días de fiesta. Eso me lo dijo don Froylán, el patrón de la lancha en la que llegué. Después me lo confirmarían Teodora y Lidia, y hasta el profesor Raúl. Todos me animaban a asistir. Otra vez no tengo dudas. Se posterga la pesca una vez más. El sábado es de matrimonio y a las 11 de la mañana ya estoy clavadito en la plaza, en el atrio de la iglesia, echándole un ojo al perro policial, que gruñe y amenaza, y otro a la callecita por la que deben de aparecer los novios, la banda de músicos y quizás hasta el cura que llegará en lancha desde tierra firme. Los novios se dan el sí. Aplausos. Fotos y lágrimas. Sus familiares los rocían con confeti para que sean felices por siempre y empieza la marcha hacia la casa del padrino. Se destapan las botellas. Los invitados forman cola con sus regalos: frazadas, ollas, platos, cajas de cerveza. Todo lo que se recibe es registrado en un acta. Así, los flamantes esposos saben qué les obsequió 80 • Travesías

Travesías • 81

isla taquile

Puno

lago titicaca

GUÍA PRÁCTICA

titilaka

Lago Huiñaimarca

CÓMO LLEGAR

isla Yuspique

anapia

Desde Lima hay vuelos diarios a Juliaca (45 kilómetros al norte de Puno, la capital regional) con Lan Perú (www.lan.com).

PErÚ bolivia

DÓNDE DORMIR

HOTEL TITILAKA Península Chucuito, Lago Titicaca, Puno T. 51 (1) 700 5100 www.titilaka.com 552 dólares por noche, incluye excursiones y alimentos. En Anapia El hospedaje se brinda en casas acondicionadas por 13 familias de la isla. Éstas tienen un cuarto (dos camas) y un baño especial para los visitantes. Costo por noche: 6 dólares.

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DÓNDE COMER

familia que lo hospede. Productos emblemáticos como la quinua, la papa, las habas y hasta el chuño (papa deshidratada) serán seguramente la base. Pero, sea como sea, hay que probar la huatia (los alimentos que se cocinan bajo la tierra), típica de esta región.

PARA TENER EN CUENTA Los huéspedes del hotel Titilaka podrán degustar algunas delicias de la comida novoandina y diversos productos propios del altiplano. En Anapia, la alimentación estará a cargo de la

Para visitar Anapia, es importante contactar a Froylán Limache (T. 51 (51) 793 825) o a Rómulo Machaca (T. 51 (51) 550 070. También puede comunicarse con la ong Swiss Contac (T. 51 (51) 369 078), institución que apoya, a través de capacitación y talleres, a las familias que apuestan por el turismo en la isla.

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