El tallado de la revancha. Despojado a la fuerza de toda dignidad había sido ese hombre que se hallaba encerrado como animal. Su cuerpo casi desnudo y bastante maltratado, temblaba por un frío que no era el propio de los inviernos que conocía. Su cara de rasgos indios estaba empapada en llanto. Lo había pasado peor, todo ese tiempo en el barco. Pero el miedo que ahora tenía era más profundo y doloroso. Lo habían arrancado de sus tierras, su pueblo fue masacrado, conocío el mal de una manera que hubiera pensado no existía. Su cuerpo temblaba por el frío de ese invierno inglés, pero su corazón ardía...ardía de impaciencia por cobrarse todo lo que le habían hecho y que aún le hacían. Llevaba largos y oscuros meses en ese lugar, comiendo muy poco, pero alimentando muy bien su odio. Un odio forjado por duros golpes que la vida y sobre todo estos hombres blancos le habían dado. Pensando en su miedo de olvidar quién era y transformarse en el perro sumiso que ese despiadado y horrible hombre que, de vez en cuando, traía a otros como él a presenciarlo, se incorporó a medias y buscó una piedra que guardaba muy cerca de sí. Continuó con el trabajo, que tiempo atrás había comenzado, de afilarla. Lo habían despojado de toda dignidad, hasta del derecho de ser quien era cuando nació y la única persona que defendía su nombre era esa mujer, Alicia, esa mujer que había sido una luz entre las tinieblas. Pero hasta eso se volvía borroso, como sus otros recuerdos. La había visto por primera vez aquella noche que entró en su jaula, en aquél frío sótano en París. Y después de eso no volvió a disfrutar de ella más que cuando la veía desde la distancia...esa misma distancia que parecía acortarse cuando ella lo miraba, con ojos que transmitían más de lo conveniente, y con ese creciente vientre que los uniría para siempre porque llevaba la semilla de Amarú.