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El curandero
E
s un hombre extraño. No es cura, pero viste siempre de oscuro (muchas veces de negro, traje y corbata) y se comporta como un iluminado, en ocasiones como alguien que no anda muy bien de la cabeza: te mira y te habla con la agresividad propia de quienes están convencidos de que están tocados por la mano de Dios y que van a ser santos, si es que no lo son ya. Es Kiko Argüello, un hombre que maneja, en lo mental y en lo material, a más de un millón de personas en todo el mundo. Y, esto sobre todo, quiere “curarnos” a los gays. Me pregunto de qué.O Luis Algorri Dentro de la Iglesia católica nadie lo llama así, desde luego, pero es evidente que este señor es el líder de una secta. El llamado “Camino Neocatecumenal” cumple todos los requisitos: un extraordinario culto a la personalidad que se centra en el propio Kiko; una estructura jerárquica y piramidal en la que cualquier opinión se toma como una trai-
Un hombre que quiere “curar” a los gays ción; la creencia en que ellos tienen la verdad y todos los demás están al borde del infierno; la tendencia a aislarse de la sociedad, a relacionarse sólo entre ellos, los convertidos o elegidos; una dependencia psicológica terrible del grupo, que lleva a la anulación de la personalidad y al terror a abandonar a los “buenos”, y, como no podía ser de otro modo, una sumisión económica de escalofrío. Es el famoso “diezmo”: cada miembro del Camino tiene que entregar el diez por ciento de sus ingresos al grupo. No hay cuentas. No se sabe a dónde va ese dinero, ni quién lo maneja, ni para qué. Preguntarlo siquiera sería una traición, otra más. Hablas con Kiko y, la verdad, tienes la clara sensación de que, en algún momento de su vida, este hombre se dio un golpe en la cabeza. Es leonés, como yo, de una familia muy conocida y respetable. Iba para pintor y para cantautor, pero el tiempo ha demostrado que Nuestro Señor, en su infinita misericordia, no fue demasiado generoso con Kiko cuando repartió el talento artístico. Un día “vio la luz” y, en compañía de una mujer igualmente extraña y fanatizada, Carmen, se inventaron el “Camino” que es hoy el grupo más numeroso y poderoso dentro del catolicismo. Kiko tiene más fuerza y, en realidad, manda bastante más que el cardenal Rouco. Kiko es capaz de poner a doscientos mil de los suyos en la plaza de Colón (Madrid) para un supuesto acto a favor de la familia que, en realidad, no era más que una ceremonia de sumisión y vasallaje de la jerarquía eclesiástica hacia este hombre encendido que tiene un poder de convocatoria escalofriante y que habla como si tuviese el teléfono móvil de Jesucristo y lo usase todas las tardes durante un par de horas. Lo primero que te dice es: “Y tú, ¿estás convertido?” Tú, claro, pones la cara de batracio que pondría cualquiera cuando le preguntan una cosa así. De inmediato hace un gesto de desprecio: no estás convertido, o sea no eres de los suyos, así que eres una caca de perro callejera y como tal tiende a tratarte. Siguiente pregunta: “¿Cuántos hijos tienes?” Cuando se entera de que eres soltero, ya la fastidiaste del todo. Tú no dices nada más, porque si encima sospecha que eres homosexual el asunto puede acabar 34 odisea
todavía peor, pero es algo –no sé por qué, ¿por qué será?– que, invariablemente, aparece en la conversación (por llamarla de alguna manera: con el iracundo y visceral Kiko sólo cabe aguantar el monólogo) de este hombre. Y siempre dice lo mismo: –¡La homosexualidad es una enfermedad que se cura! Ahí, ustedes perdonen, uno lo da todo por perdido. Este hombre no está bien de la cabeza. Quizá sabe Kiko, sólo quizá, que esa misma atrocidad la pensaban los dirigentes del régimen soviético, e internaban a los gays en “campos de reeducación” en los que se les sometía a experimentos “médicos” que habrían matado de envidia al doctor Mengele, el “ángel de la muerte” de Auschwitz. Sin duda sabe que
esa misma burrada la piensan, o la dicen que la piensan, los más fanáticos y descerebrados telepredicadores norteamericanos, en cuyas sectas se somete a los que se quieren “curar” a terapias aversivas espeluznantes, parecidas a las que se veían en la película La naranja mecánica,de Kubrick. Luego resulta que no, que nadie se “cura” de lo que no se puede curar, y al final se sabe que no pocos de esos telepredicadores son, ellos mismos, gays armarizados. A Kiko, sin duda, le importa un pimiento que la Organización Mundial de la Salud haya eliminado, hace diecinueve años, a la homosexualidad de la lista de enfermedades. Supongo que pensará que los médicos que tomaron esa decisión eran todos “maricones” o que pertenecían a una conjura diabólicojudeo-masónica para destruir el mundo. En todo caso, a él le basta con que la prensa más cavernaria del catolicismo tridentino ibero, como Alfa y Omega o Alba (por no hablar de las páginas de “información religiosa” de algún diario irracional, a pesar de su
nombre) repitan ese disparate cada vez que pueden. Y sobre todo cada vez que no. Vi una vez a Kiko, va a hacer cuatro años, en lo que se conoció como la manifestación del “Día del Orgullo Episcopal”: aquella marcha de unas 200.000 personas (veinte obispos incluidos) entre Cibeles y la Puerta del Sol para protestar contra el matrimonio entre personas del mismo sexo y, en fin, para insultar a los gays, que fue lo que pasó. Kiko iba en primera fila, sujetando la pancarta. El hombre caminaba feliz, saludando sin cesar, tirando besos, enviando abrazos. Yo lo miraba y me preguntaba: ¿a quién saluda? Hasta que me di cuenta: a nadie. Nadie se fijaba en él, sólo alguna cámara de televisión y nada más que de vez en cuando. Pero él caminaba haciendo gestos teatrales, gestos de orate, como esa pobre gente que va hablando sola por la calle. Estaba en su mundo “interior”. Ahí lo entendí. Quien necesita que lo curen es él. No yo ni ningún otro “enfermo” homosexual. La enfermedad, y muy grave, no es la homosexualidad sino el fanatismo, la irracionalidad, la negación de la evidencia. Pero este Kiko, en realidad, me da lo mismo. Lo que me aterra es imaginar cómo será la vida de los miles de homosexuales que estén encerrados en su secta “autorizada” por el Vaticano. Porque los hay, de eso no me cabe la más ligera duda: si son un millón largo en todo el mundo, es evidente que en el Camino hay varios miles, quizá decenas de miles, de seres humanos que no pueden evitar ser como son… y que, por la presión familiar o la dependencia psicológica de la que hablaba hace un momento, no se atreven a abandonar el grupo. Tiene que ser horrible eso. Una vida de silencio, de fingimiento, de exteriorización extrema de la masculinidad (o de la femineidad mal entendida), de los exabruptos contra los gays, y todo para que “no se note” que uno lo es. No sé si existirá Dios. Eso es algo en lo que no terminan de ponerse de acuerdo los
A Kiko le importa poco que la homosexualidad ya no sea considerada enfermedad por la OMS teólogos de la Empresa Municipal de Transportes. Pero si lo hay, Kiko tendrá que dar cuenta, cuando sea, de qué ha hecho con las vidas de tantas personas a las que ha sometido, con su fanatismo irracional, a una existencia mentirosa y miserable. La verdad es que no quisiera verme en el pellejo de este señor. Y no estoy pensando en el “juicio final” (probablemente eso no existe y yo procuro disfrutar de la vida); quiero decir ahora mismo.O