El carlismo y la guerra civil Entre la muerte de Fernando VII e129 de septiembre de 1833 y el estallido de la guerra sólo transcurren cuatro días. El 1 de octubre Don Carlos María Isidro proclama desde Portugal sus derechos dinásticos (Manifiesto de Abrantes). El día 3 se produce la primera proclamación de Don Carlos, en Talavera, y el día 5 es reconocido como Rey en Bilbao y Álava, mientras surgen partidas carlistas por todo el país. No fue una simple guerra dinástica, sino un conflicto civil de fuerte contenido social. Ideológicamente, en el bando carlista se alinearon los absolutistas más intransigentes, como los antiguos firmantes del Manifiesto de los Realistas Puros de 1826. Todos los Manifiestos iniciales en apoyo de Don Carlos revelan que los objetivos del levantamiento eran dos: la defensa del Altar y del Trono y el legitimismo, que se concretaba en la defensa del derecho sucesorio masculino en favor del Infante. Socialmente, estaba encabezado por una parte de la nobleza y por miembros ultraconservadores de la administración y del Ejército. A ellos se unieron la mayor parte del bajo clero, especialmente el regular, que veía en Don Carlos una garantía para evitar la pérdida de la influencia de la Iglesia; la mayoría del campesinado, reacio a cualquier sistema fiscal reformado y bajo la influencia ideológica de los curas rurales; e importantes sectores del artesanado, que temían que los cambios sociales y económicos que podían traer los gobiernos moderados o liberales terminaran por hundir sus talleres frente a la gran industria. Llama la atención la escasa proporción de generales que se alineó con el carlismo (apenas unos 80, entre los 577 que componían el escalafón en 1833). Sus mandos fueron casi todos oficiales o jefes que, en el momento del levantamiento, dirigían los escuadrones de los Voluntarios Realistas. En el aspecto geográfico, el carlismo triunfó sobre todo en las zonas rurales, y especialmente en el Norte, en el País Vasco, Cataluña y el Maestrazgo aragonés y valenciano. Una de las razones de ese arraigo fue la defensa de los fueros, que pronto fueron enarbolados por Carlos como uno de sus principios programáticos. Asociados al Antiguo Régimen, y por tanto defendibles fácilmente desde la óptica ultraconservadora, significaban un conjunto de privilegios para las poblaciones vasca y navarra, y una promesa de recuperación de sus antiguas “libertades” para catalanes, aragoneses y valencianos. La reivindicación foral fue creciendo a lo largo de la guerra, y se convirtió después en la principal bandera de enganche del carlismo en el exilio. De la misma forma, su extinción estuvo siempre presente