Determinismo

  • November 2019
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Numerosos resultados empíricos producidos por la investigación en psicología y neurología han hecho que se replantee con fuerza un problema de siempre: ¿está el hombre determinado por los genes y el ambiente a obrar “necesariamente” como lo hace? ¿Somos una especie de robots biológico-sensitivos que respondemos de una manera fija e inapelable a las circunstancias del ambiente según nuestros, digamos, programas de procesamiento? Es evidente que detrás de estas preguntas se esconde nuestro entendimiento del hombre. El humanismo tradicional supone que somos seres libres y responsables, no sólo creadores de la propia vida, sino de la sociedad y de la cultura. Este humanismo es también muy importante para una idea religiosa del hombre. ¿Dónde quedaría la arquitectura ideológica de la moderna sociedad, el orden jurídico y político, si debiéramos suprimir los términos “libertad” y “responsabilidad”? Debemos recordar que en la ciencia los hechos son los hechos. En ciencia se habla del mundo en función de los hechos, de la base empírica, que resulta de una variada aplicación de métodos de investigación empíricas (no sólo la experimentación). Es verdad que los hechos no son “lo dado absolutamente” que decían los positivistas, sino que son ya una “interpretación” en sentido popperiano. El instrumental experimental para registrar un hecho cuántico es interpretativo y también lo es la batería de preguntas para registrar los hechos de una encuesta sociológica. Pero, aunque sean interpretativos, los hechos imponen tendencias inequívocas. Esta es la situación actual con la gran acumulación de evidencias psicológicas y neurológicas que hablan a favor del determinismo. Los hechos, es decir, sus tendencias acumulativas, no deben ser cuestionados, ni puestos en duda bajo ninguna sospecha. Sin embargo, sí es importante advertir que la epistemología nos obliga a tener en cuenta que una cosa son los hechos y otra sus interpretaciones. Reflexión sobre la libertad El experimento de Libet, por ejemplo, no es que, en absoluto, no pueda ser discutido en su diseño; pero no lo vemos conveniente porque se encuadra en un conjunto muy amplio de resultados cuya tendencia va en la misma línea. Sin embargo, ¿qué interpretación sacamos del experimento de Libet? ¿Que el “libre albedrío” no existe? Sin embargo, ¿hay interpretaciones alternativas? Si ante unos hechos incuestionados hubiera varias alternativas interpretativas, entonces cada científico debería valorar los argumentos de cada una de ellas e inclinar su voluntad hacia una u otra. Esto es lo que pasa habitualmente en la ciencia. Nuestra interpretación de los hechos psicológicos y neurológicos es que no justifican negar el libre albedrío o la libertad humana, aunque, eso sí, nos hagan caer en la cuenta de algo que ya se conocía desde hace mucho tiempo: los enormes condicionamientos que pesan sobre las decisiones humanas, hasta el punto de llegar en ocasiones incluso a anularlas. En el fondo pensamos que los hallazgos de la psicología y de la neurología moderna nos

permiten profundizar en nuestra idea del libre albedrío. Dan pie a una reflexión en profundidad sobre la libertad y, al tocar este tema, estamos tocando una de las cuestiones decisivas de nuestra idea del hombre. Cuestión decisiva, como decíamos, no sólo para la sociedad, la cultura, la política, el orden jurídico y ético, sino también para un entendimiento de la religión que se funda en la libertad personal del hombre. El experimento de Libet Muchas de la consideraciones actuales se iniciaron tras el experimento de Libet (1983, 1985). Para entendernos con rapidez, digamos que Libet constató que los llamados “potenciales de preparación” para una acción (readiness potential) eran anteriores en unos 300 milisegundos a la conciencia del sujeto de tener voluntad para realizar esta acción. Si la acción se realizaba en el tiempo “0”, la conciencia de la intención estaba a menos 200 milisegundos y el “readiness potential” detectado en el cerebro a menos 550 milisegundos. Parecía, pues, que no era la decisión de realizar una acción la que activaba la preparación cerebral para realizarla, sino al contrario. Por tanto, parecía que la conclusión era: el mecanismo necesario que lleva a la acción se produce en el cerebro inconsciente al margen de la decisión del individuo y la “conciencia de la voluntad” surge después como la “ilusión” de haber sido su causa real. Este hecho experimental parecía confirmar una teoría de la conciencia llamada “epifenomenalismo”: la conciencia no causa efectos neuronales físico-químicos (no causa las acciones), sino que es sólo un testigo del determinismo neural de la conducta; creándose así la “ilusión” de que la conciencia causa la conducta. En el fondo estaríamos complementamente determinados. Tendencias21 ha dado cuenta ya en un artículo de otros aspectos recientes de las investigaciones de Libet. Además, en otro artículo, ha descrito también resultados recientes que muestran avances tecnológicos para detectar la actividad cerebral que genera los actos voluntarios y la discriminación entre ellos. Visión ciega y determinismo neural La anomalía perceptiva conocida como visión ciega nos permite también reflexionar sobre el determinismo neural. Se trata de personas que tienen lesionado el cortex visual primario (área V1 en el cortex occipital) y, por ello, carecen completamente de imagen; son completamente ciegas. Sin embargo, de acuerdo con el caso clínico descrito por el neurólogo indio Ramachandran en su libro “Fantasmas en el cerebro”, se coloca un buzón delante del paciente ciego, se le entrega una carta y se le pide que la introduzca en la ranura del buzón. Lo sorprendente es que, sin tener imagen, sin embargo, logra con una única acción sin titubeos acertar exactamente con la posición de la ranura e introducir la carta. Es lo que llamamos “visión ciega”: el paciente parece ver sin tener imagen.

¿Cómo se interpreta este hecho? La explicación propuesta por Ramachandan (que es la ordinaria) parte de una consideración del colículo superior. Se trata de una formación neuronal del cerebro más antiguo que, en animales primitivos, constituía el único bucle neuronal para producir la imagen. Mecanismos inconscientes En el hombre la formación de la imagen y su proyección sobre el sujeto psíquico (que la percibe) iría por una nueva vía: el núcleo geniculado lateral y su conexión con las áreas del cortex visual (V1, V2 y V3). Sin embargo, en el hombre, según la hipótesis de Ramachandran, el colículo superior seguiría cumpliendo algunas funciones primitivas relacionadas con la ubicación de los objetos en el espacio. Por ello conectaría con las áreas superiores del lóbulo parietal y produciría una imagen inconsciente que dirigiría la mano del paciente de visión ciega al introducir con precisión la carta en el buzón. Por consiguiente, la acción del sujeto estaría guiada por unos mecanismos inconscientes, al margen de la conciencia de la imagen (que no se produce). El hombre, al obrar, sería aquí como un autómata absolutamente determinado por mecanismos neurales. ¿Para qué sirve entonces la conciencia? Los animales que sólo poseen colículo superior, ¿serían entonces puros autómatas? Automatismos y rutinas Pongamos otro ejemplo, la conducción de automóvil, muy asequible a nuestra propia autoexperiencia, que nos ayudará a entender lo que queremos explicar. Antes de ir a la autoescuela no sabíamos qué es conducir. Fuimos aprendiendo por un proceso reflexivo lento qué son las marchas, el embrague, etc., y en las primeras experiencias debíamos estar reflexivamente atentos a cada uno de nuestros movimientos, todavía forzados y bruscos. Después de veinte o más años de conducción, nuestro estado psíquico al conducir es completamente diferente. Emprendemos un viaje hacia un destino conocido y repetido actuando en la práctica como un autómata. Ponemos marchas, las cambiamos, aceleramos, frenamos, tomamos un carretera, nos desviamos, pasamos de un carril a otro, procesamos la información ambiente (señales, los otros coches, las salidas y entradas, carriles …) como si fuéramos unos autómatas. Nuestro “sujeto psíquico” ha estado ahí, pero no es consciente de haber tomado decisiones reflexivas para frenar, acelerar, cambiar de carril, etc. Su “mente” ha estado pensando durante el trayecto en un problema complejo que debía resolver. Si hubiéramos podido instalar en el coche un aparato de escaner cerebral MRI hubiéramos podido comprobar que los potenciales de acción (readiness potential) se han ido activando, sucediendo y consumando acciones no sólo con anterioridad a la “conciencia voluntaria” (Libet), sino incluso en ausencia absoluta de ésta. En el lenguaje ordinario solemos decir: “he llegado al final del viaje casi sin darme

cuenta”. Lo que esto quiere decir, tal como hemos explicado, que el realidad el que ha llegado al final era un “autómata” que llevábamos dentro de nosotros mismos. Infinitos automatismos Un ejemplo semejante lo tenemos en el lenguaje. Cuando comenzó a formarse en el hombre primitivo apenas había palabras y estructuras sintácticas. Debían ejercerse con un mayor esfuerzo reflexivo. Pero un lento proceso evolutivo de aprendizaje fue automatizando el lenguaje; cuando aprendemos una lengua extranjera repetimos este proceso. Al hablar parece que nuestro “sujeto psíquico” le dice al “autómata lingüístico”: ¡adelante! Y en este momento se dispara un automatismo de contenidos y complejas estructuras sintácticas que no surge por decisiones voluntarias, sino por “encadenamiento automático”. Algo parecido ha sucedido evolutivamente con el movimiento, totalmente automatizado como resultado de una programación que se remonta a los primeros seres vivos. Pero no es sólo eso. Un profesor que explica una asignatura desde su cátedra universitaria no tiene que pensar, coordinar, decidir y dirigir reflexivamente el lenguaje en cada momento: casi actúa como un “autómata intelectual” que, con todo relax, “dispara” su discurso. Nuestra vida está llena de “rutinas” voluntarias que se repiten una y otra vez, dando lugar a numerosos automatismos. Nuestra vida se apoya en ellos. La vida animal, y humana, está construida sobre infinitos automatismos. Son como una necesidad funcional de supervivencia, ya que sería imposible que la conciencia atendiera reflexivamente a todo. Pensemos que se trata siempre de automatismos dinámicos que obran en dependencia de la información que les viene del ambiente (vg. en la conducción, en el lenguaje, movimiento o en los automatismos voluntarios o rutinas del comportamiento).

¿Para qué sirve la conciencia? Moviéndonos dentro de un paradigma emergentista de redes neurales y de sus correlatos psíquicos (el más extendido hoy en neurología), la hipótesis en que nos movemos es que la sensación emergió en el proceso evolutivo y se convirtió en el sistema más eficaz para detectar información del medio. Pero la estimulación (sensación) se asoció a respuestas motoras y así fueron apareciendo los automatismos. La vida animal está montada sobre automatismos deterministas. En gran parte pasa lo mismo en el hombre. A medida que el animal va sientiendo su propio cuerpo (como explica de forma magistral Damasio) y se coordinan los diferentes sistemas sensitivo-perceptivos (visión, olfato, propiocepción…) en una conciencia unificada (por un sistema nervioso central), aparece un “sujeto psíquico” (recopilador de información sensitiva y desencadenador de respuestas automáticas). ¿Para qué sirve la conciencia? Pues simplemente para sobrevivir mediante la coordinación de la información sensitiva que permite al sujeto impulsar las acciones automáticas. Un camaleón, por ejemplo, sólo con colículo superior, ve la imagen que éste produce, detecta el “signo” de la mosca y lanza con toda precisión su lengua para absorberla. Es un “autómata sensitivo” (pero no es un robot, sino un ser “vivo”). Stephen Kosslyn y el mismo Daniel Dennett han reconocido que la conciencia cumpliría una función de vigilancia sobre los automatismos y su eficacia adaptativa. Cuando algo sale mal, la conciencia o sujeto puede interrumpir bruscamente el automatismo, como el mismo Libet admitió. Es lo que pasa cuando está conduciendo,

digamos, nuestro “autómata interior” y, de pronto, pasa algo imprevisto y el “sujeto psíquico”, que estaba pensando en otras cosas, impulsa de pronto el freno del vehículo. Deliberación y acciones voluntarias Sin embargo, en el proceso evolutivo ha sucedido algo muy importante que conduce a la necesidad de que los animales, y después el hombre más plenamente, comiencen a comportarse de una forma nueva que ya no es automática y determinista: se trata de la ruptura del automatismo (o de la conducta “signitiva” o “instintiva”). A medida que aumenta el etograma (número de señales que el animal es capaz de distinguir) y el número de programas de respuesta automática (ante el estímulo de las señales), el animal va entrando en un nuevo estado de hipercomplejidad psíquica. A veces el sistema de señales concurrente es tan complejo y desconcertante que el animal queda como “pasmado”, perplejo sin saber qué programa debe aplicar. El perro no sabe si morder, escaparse, ladrar, mover el rabo o hacer zalamerías. El pasmo dura hasta que el animal inclina la balanza hacia una de las conductas posibles y actúa. La inclinación del animal al “peso” del estímulo que lleva a una u otra conducta parece exigir una “ponderación” del contexto. El animal se inclinará hacia aquella conducta que “pesa más”, pero es el animal el que valora qué posibilidad tiene más “peso” de acuerdo con el sistema de “valores” que ya ha construido en su cerebro, dentro de la programación de la especie. Ponderación y razón Veamos ahora qué pasa con el hombre. La cierta “ponderación” de estímulos que hallamos en el animal ha evolucionado hasta producir la emergencia de la razón. Su función es ponderar de una forma nueva, más profunda y rigurosa, el universo de estímulos que pesan ante el hombre y ponderar las muchas posibilidades de respuesta. La razón (junto con la operación simultánea de otros factores instintivos, emocionales y dentro del sistema de “valores” del sistema neuronal humano, especificado en cada individuo), inclinará la acción humana hacia alguna de las posibilidades abiertas. Se inclinará a la opción que más pesa, pero el que valorará el “peso” será el sujeto psíquico racional (como ya sucede, en su nivel, en el mundo animal). Veamos un ejemplo. Consideremos un hombre sometido a una adicción grave. Por ejemplo, ludopatía (pero sería lo mismo en la adicción a drogas, alcohol, sexo, etc.). Su conducta está totalmente determinada; es incapaz de controlarse y los “potenciales de preparación” (rediness potential) se le activan al margen de su voluntad libre y se imponen en la conducta. El ludópata tiene un psiquismo racional, es consciente de su dramática situación y sufre. Acude a un psicólogo para que le ayude. Juntos emprenden una reconstrucción cognitiva y emocional que, al final, pone en condiciones al ludópata de dejar el juego. La estructura motivacional construida para “dejar el juego” ha “pesado” más que la ludopatía.

¿Qué ha pasado? Un determinista diría que todo ha sido un proceso necesario, al margen de la voluntad de sujeto. Pero hay otra interpretación posible: que el “sujeto psíquico” (que para esto se ha formado en la evolución), abierto a varias posibilidades, ha valorado el mayor peso de una de ellas y ha inclinado la balanza con su voluntad. ¿Qué es el “libre albedrío”? La ciencia nos ofrece los datos para entender de una forma matizada el “libre albedrío” del hombre (y, en su nivel, en los animales). Las evidencias y la teoría científica nos permiten matizar, pero no negar la libertad. 1. El animal, y el hombre, han formado por evolución sus programas para una supervivencia óptima en el medio. 2. La conducta tiene siempre “causas”: en ocasiones necesarias (en los automatismos), pero en ocasiones inductoras, pero no necesarias (cuando necesitan el completomente de una valoración e impulso del “sujeto psíquico”). Pero siempre hay “causas” (la libertad no es una absoluta espontaneidad nacida de algo que no tenga relación con los procesos naturales). 3. Las especies animales, y el hombre, han creado una infinitud de automatismos y rutinas de todo orden (motores, linguísticos, de pensamiento, de conducta ordinaria …) que, lógicamente, pueden registrarse neuronalmente con independencia de la “voluntad reflexiva” del sujeto. 4. En ocasiones la conducta muestra patologías en que el sujeto pierde incluso el control real sobre su conducta (como en las adicciones, psicopatologías, criminalidad, etc.). 5. Pero la superficie de la tierra ha creado “ámbitos de indeterminación” por cuanto ofrecen a la conducta animal diferentes opciones (cada una es una estructura causal que atrae la conducta hacia ella): de ahí que el “sujeto psíquico”, que debe valorar y optar por una u otra opción, sea un producto evolutivo extraordinariamente eficaz de adaptación óptima. 6. Las decisiones del sujeto pueden manipularse por intervención sobre los causas que las producen, bien sea actuando sobre las variables intervinientes en la experimentación, bien sea actuando sobre los estímulos sociales para inclinar al sujeto hacia una u otra conducta: la gente, en la vida ordinaria, se siente en efecto libre (porque tiene la experiencia de que hace opciones efectivas entre posibilidades), pero lo que hace está controlado por quienes dominan la sociedad y nos hacen comprar tales o cuáles productos o actuar por tales o cuales valores. Punta del iceberg La tradición filosófica, ya desde Boecio, describió al hombre como “rationalis naturae individua substantia” (un individuo de naturaleza racional). La condición racional del hombre ha sido confirmada por la ciencia; la misma ciencia es producto del discurso creativo y optativo del científico. Pero la razón actúa como la punta del iceberg de una inmensa montaña sumergida de

automatismos, condicionamientos, necesidades funcionales, mecanismos neuronales que producen la actividad psíquica, causas estimulares externas e internas, emociones, instintos, etc. La razón no está en rivalidad con los automatismos, sino que se apoya en ellos. El hombre se sabe persona (es decir, productor de su conducta por decisiones responsables): pero siente con dramatismo esa condición. Pensemos en el adicto o en el psicópata que se siente “atrapado” en una determinación casi insalvable. Nos sentimos dentro del mundo, condicionados por nuestra naturaleza y por el ambiente; pero sabemos que somos personas que hacemos diariamente nuestra vida impulsando opciones selectivas de entre ámbitos de posibilidades. La sociedad también entiende que los seres humanos son personas creativas y responsables, aunque es consciente del condicionamiento que nos “atrapa” y que jurídicamente se expresa en los “atenuantes” o circunstancias que deben ayudar a juzgar la “responsabilidad” de nuestras acciones. La ciencia es congruente con esta manera equilibrada de ver las cosas: al menos una interpretación posible de la ciencia. Otras interpretaciones robóticas y deterministas serían contradictorias con nuestra experiencia individual, social y con los pilares en que se asienta la convivencia humana.

Javier Monserrat

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