Cuentos

  • Uploaded by: Sergio Aschero
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CUENTOS Sergio Aschero

I La sentí de repente. Estaba concentrado en continuar mi análisis de las series aritméticas de Fibonacci, cuando supe de alguna manera que era observado. Más que observado intuí que estaba atrapado por algo que suponía era un ojo inquisidor que hacía de mí su presa. Sentí una mezcla de miedo y repulsión. Por mi profesión, soy un analista de sistemas, tengo muy poca relación con todo lo exógeno al universo lógico de los números y las ecuaciones, incluyendo por supuesto a los humanos. Mis vínculos personales se ciñen estrictamente a un padre octogenario, medio ciego, del cual heredé su poca vista y a una hermana menor que eligió el convento en lugar de la clausura de nuestra familiar existencia. Mi madre murió al nacer ella y de ese tema mi padre decidió el silencio por todos nosotros. En realidad, en casa casi no se habla. Sólo las palabras necesarias para cubrir las necesidades del subsistir. Nada más. Tal vez por eso yo me dediqué tempranamente a esta profesión donde se busca (y a veces se encuentra), la belleza silenciosa de lo correcto. Sin embargo, ahora no estaba en silencio. Mis sienes latían frenéticamente preanunciando el colapso o el enfrentamiento con el observador. Traté de serenarme haciendo todo el esfuerzo por tornar comprensible la sinrazón en la que me encontraba. Soy una persona frágil e introvertida, de poca vista e incapaz de enfrentar con cierta garantía de éxito a todo lo que se aparte de la apariencia de una computadora. La lógica me indicaba que no podía hacer otra cosa que escapar o mirar. Escapar no tenía sentido ya que me encontraba en mi propia casa y no 1

podía escapar a la probabilidad del encuentro de otros seres y otras miradas que suponía podían ser iguales o incluso peores que ésta. Con lo cual me saqué temblorosamente los anteojos de lectura y, lentamente, muy lentamente, levanté la cabeza con la mayor dignidad posible intentando vislumbrar –dentro de mis límites- el objeto amenazante. Lo vi, borrosamente, pero lo vi. Se encontraba inmóvil, detrás de un vidrio, a pocos metros de distancia, no más de dos o tres de donde yo me hallaba. No me asustaba la forma de su mirar, los glóbulos oculares parecían algo más grandes y salientes que lo habitual, ni su color marrón prepotentemente oscuro; sin embargo me sentía violado por esos ojos acusadores que se metían tranquilamente en mi conciencia, con el solo objeto de exigirme una respuesta a una pregunta que yo ignoraba, pero que categóricamente tenía que ser resulta en un tiempo limitado. De eso no tenía la menor duda ya que los ojos que preguntan no son iguales a los que responden y la urgencia de su mirar era proporcional a la magnitud de mi impotencia. Traté de poner toda la energía posible en mis ojos desorbitados, para tratar de demostrarle mi sorpresa y representar una aparente fortaleza, pero fue inútil. Ni siquiera parpadeó y, en ese instante, comprendí que estaba en presencia de un ser realmente poderoso, con el cual no cabía otra cosa que el enfrentamiento que solamente podía evitarme con la exacta respuesta a su demanda. Y sentí miedo. Mucho miedo. Pensé rápidamente en todo aquello que tenía que ver con las causas pendientes de mi existencia y me tranquilicé. Mi niñez agrisada, mi adolescencia sin relieves, mi madurez sin paisajes. No encontraba en mí

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nada oscuro. Soy soltero, cuido a mi padre mayor, no tengo deudas y trabajo. Mi hermana es una monja y mi madre murió cuando yo era un niño. Eso es todo. Entonces pensé que tal vez la pregunta no se dirigía a mi persona sino a mi especie. Y al observar nuevamente sus grandes y brillantes ojos descubrí que era así: percibí toda la tremenda energía de esa mirada pura que traspasaba sin dificultad mi existencia para internarse a través mío en los recónditos y no muy limpios laberintos de la condición humana. Y allí si sentí el verdadero pánico de responder por aquello que aún no siendo yo, somos. Por lo que hicimos y dejamos de hacer. Por ser los seres más absurdos y crueles del universo. Y sobre todo por saberme mucho más solitario de lo que normalmente soy: un huérfano de mi especie. Empecé a llorar y a gritar, a llorarme y a gritarme, a llorarle y a gritarle, con todas las pocas fuerzas que aún me quedaban, hasta quedar sin sonido, desesperadamente mudo. Caí al suelo, intenté arrodillarme y con las manos implorantes alcancé a susurrarle: ¿por qué a mí?... ¿por qué a mí?... No me contestó. Simplemente movió su larga cola y dando una rápida vuelta sobre sí mismo, se dirigió a la parte más profunda de la pecera.

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II Abrió la puerta lentamente, como todos los días a la misma hora y con los habituales gestos que conectan a la materia con el deseo o la obligación de salir. Al hacerlo se encontró frente a frente con sí mismo que lo miraba atentamente desde afuera como queriendo entrar. Se asustó. Cerró la puerta con violencia y corrió hacia el espejo que le devolvió su imagen reflejada con la inversión natural que toda imagen reflejada produce. Sonrió y volvió a repetir la misma escena una vez más. Abrió la puerta y con alivio no se encontró. Salió. De lo que nunca se dio cuenta es que a partir de ese día su espejo, poco a poco, fue reflejando a sí mismo, en lugar suyo, cada vez que se miraba antes de salir.

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III Me encontraba de nuevo ante ella. En el viaje anterior fui a las Cíclades, con el objeto de convencer a mi familia de que mi vida estaba encadenada por propia decisión a la suya. No sé si me entendieron y sin embargo, ahora en París, sentía que ésta era la última oportunidad para intentar llegar a su distante corazón. Su blanca piel volvía a erizar la mía, convirtiéndome sin dudas en el más devoto adorador de su belleza. Habitaba desde hacía mucho en uno de los palacios más ricos de la capital francesa y como siempre estaba rodeada de su corte de admiradores que impúdicamente la adulaban y fotografiaban sin medida, haciendo caso omiso de mi alterada y cada vez más angustiada presencia. Seguía siendo superado nuevamente por el deseo de los otros. Sintiéndome perdido y sabiendo que era imposible llegar a ella de otra forma, empujé con violencia a las personas que me impedían aproximarme a su cuerpo, y con espasmos incontrolables pude tocar por primera vez la blanca, amada y tersa piel de su rostro. El frío que desde la punta mis dedos recorrió en un instante mi cuerpo azorado, me hizo descubrir con horror que la Venus de Milo no tiene la menor intención de enamorarse de mí.

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IV Salió al patio con una tiza en la mano y impensadamente trazó una fina línea recta en el suelo aún frío de la mañana. A partir de su impronta trató de imaginarse en algún circo de su infancia y empezó a recorrerla de un extremo a otro con la vara ilusoria de sus brazos abiertos intentando no perder el contacto de sus pies con el tenue hilo blanco que en su juego lo preservaba de caer al vacío inexistente. Estaba satisfecho. Partiendo de la línea ideó otro juego que le permitía aventurarse a traspasarla para expresar con toda la claridad y agresividad de la que era capaz su rabia por el tipo de vida que llevaba, quedando resguardado inmediatamente al retrotraerse a su posición inicial. La tenue línea otorgaba seguridad al peligro de su esporádico cruzamiento. Se rió con ganas, sintiendo sus pulmones llenos de victoria y adrenalina. Para mejorar la propuesta se le ocurrió dibujar un cuadrado partiendo de la línea inicial como uno de los lados. Por lógica, ese cuadrado debería ser más poderoso y protector que la propia línea. En su interior (donde él estaba), podía hacer o encontrar todo aquello que deseaba; en el exterior se situaba todo lo que detestaba y quería perder. Se dispuso a jugar. Lo único que no tuvo en cuenta al hacerlo es que el cuadrado (por propia decisión) jamás lo dejó salir de su perímetro. Como contrapartida, tampoco el cuadrado percibió que el hombre había encontrado su paraíso.

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V El padre estaba escribiendo. El niño que lo miraba en silencio de pronto sintió el deseo de dibujar y se lo dijo. El padre lo sentó en su regazo aproximándole una hoja que arrancó de su cuaderno y la caja de colores. El niño abrió sus grandes ojos verdes y mirándolo con ternura le pidió el color azul. El padre sonrió, recordando que el pequeño aún no era capaz de abrir la caja que lo contenía; buscó y tomó el lápiz azul, lo colocó con suavidad en la palma extendida de la mano de su hijo y se dispuso a seguir con su tarea. El niño aproximó su frágil mano a la hoja blanca y con el apéndice azul entre los dedos trazó decididamente un rasgo ondulado desde un extremo al otro del papel. –Ya terminé, papá. El padre volvió a sonreír. Dejó su escrito y mirando con orgullo la ondulación azul sintió el deseo de devolver a su amado hijo una visión poética del dibujo, que él, alguna vez, deseó obtener de su padre pero nunca encontró. –Es un hermoso dibujo del mar con olas azules. El niño lo miró con sorpresa y en un tenue pero seguro hilo de voz le respondió: –No, papá, es una línea azul. En ese instante el padre comprendió que su propia infancia ya no servía de modelo para el mundo que su hijo había empezado a diseñar.

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VI Estaban solos en la mitad de la nada tratando de rediseñar sus vidas. Un frío blanco los envolvía encegueciéndolos casi por completo, haciéndoles confundir los límites de sus cuerpos, del entorno y de sus deseos insatisfechos. Se miraron con intensidad abrazándose aún más y se dieron cuenta de que a partir de ese instante el ayer ya no les pertenecía. Una vez enterado de esto, el paisaje se colapsó y de repente se encontraron inmersos en una realidad donde la nada se proyectaba hacia ellos con la sana intención de devorarlos. La espesura de lo inabarcable los amortajó suavemente cubriéndolos con un húmedo velo de imprecisa forma. Y de este modo quedaron preparados e inmovilizados a merced del intangible. En ese momento el todo decidió detenerse provocando un sintiempo estremecedor. A continuación el cielo tronó tres veces estableciendo la diferencia entre el allá y el acá. Y precisamente desde el allá, el Ojo de Dios se abrió también tres veces desplegando todo su poder transformador, que se irradiaba por medio de un haz de luz iridiscente que los transportó de inmediato a otro estado indescriptible. El Ojo de Dios no estaba muy dispuesto a dirigir su mirada hacia acá, pero los vio. Y en un innombrable gesto que todavía no se explica, los convirtió en una parte esencial de ese bosque amado por los tres del que nunca más pudieron (ni quisieron) salir.

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