Crisis De La Participacion Educativa

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¿Crisis de la participación educativa? Democracia participativa vs. Burocratización vs. Democracia de consumidores Marta Jiménez Jaén (Profesora de Sociología de la Universidad de La Laguna)

El descontento con la experiencia de participación educativa parece ser un sentimiento compartido por los diferentes miembros de las comunidades educativas, si bien es cierto que a este descontento se puede llegar desde actitudes y convicciones bien diferentes. Recientes estudios sociológicos sobre las prácticas de los miembros de los Consejos Escolares en nuestro entorno ofrecen evidencias empíricas de este descontento, así como de las limitaciones reales de la participación en los centros educativos. Sin embargo, no siempre se reflexiona sobre esta situación tratando de comprenderla en relación con dinámicas sociales, políticas e ideológicas más amplias que están afectando al devenir de la política educativa y de la propia vida democrática en nuestra sociedad. La hipótesis que subyace a las reflexiones que a continuación se desarrollan es que la crisis de la participación educativa forma parte ineludible de una crisis más generalizada de la vida democrática en las sociedades occidentales, que no es ajena a la hegemonía de una determinada concepción de la democracia y la política en nuestro entorno. Con todo, la constatación de la existencia de tensiones y contradicciones en la vida de las instituciones educativas, y el cuestionamiento de cualquier pretensión de determinismo mecanicista sobre la configuración de las voluntades y aspiraciones políticas de los agentes sociales, nos mueve a pensar que es posible (y deseable) una reconstrucción de la vida política en los centros, como parte de un compromiso ético con la configuración de un proyecto alternativo de democracia en nuestra sociedad. En el trabajo hemos distinguido tres apartados. Uno primero, dirigido a desentrañar algunas de las tensiones y contradicciones que presiden los procesos de democratización, descentralización y mercantilización de la educación en nuestro entorno. El segundo apartado pretende introducir un análisis crítico de las interpretaciones deterministas de la crisis de la participación educativa. Al final del trabajo se exponen algunas propuestas para inspirar un modelo alternativo de democracia en los centros docentes.

1.- Tendencias en la política educativa: delegación de poderes e impulso de la libre elección.Para comprender las dinámicas de la participación en los centros educativos debemos preguntarnos, primero, por el sentido de las reformas que se vienen desplegando desde los años setenta en nuestro entorno, articuladas a partir de la aprobación sucesiva de la Constitución, la LODE (con el paso previo de la LOECE), la LOGSE y, aún en proyecto, la nueva Ley de Calidad de la Enseñanza. Estas reformas abarcan a mi modo de ver tres procesos globales: 1º) Una democratización formal de los centros educativos.

2º) Una descentralización de la gestión educativa. 3º) La articulación de la libertad de elección de los padres y la libertad de creación de centros educativos (es decir, la creciente vinculación de la oferta educativa a los requisitos del mercado). Diversos estudios (por ejemplo, Pereyra y otros, 1996) en la última década se han dirigido a analizar las tendencias en las políticas educativas instauradas en los países occidentales desde los años ochenta, que parecen confluir, bajo formas y contenidos específicos, en un marco de creciente descentralización política de la educación. Jon Lauglo (1996) estableció una doble tipología de las formas de descentralización que nos puede ser útil a efectos de interpretar el marco en el que nos encontramos. La descentralización se puede analizar desde una perspectiva política (“¿Quién tiene el derecho legítimo para decidir y mediante qué ideas se justifican tales derechos?”) y desde una perspectiva de cómo se define y establecen la calidad del servicio y la eficacia de los recursos. Reproducimos a continuación un cuadro elaborado por el autor donde sintetiza sus planteamientos: Implicaciones de las diferentes formas de descentralización Política Calidad y eficiencia Alternativas al centralismo burocrático

POLITICAS

Federalismo

Localismo populista Democracia participativa

Liberalismo

CALIDAD Y EFICIENCIA

Profesionalismo pedagógico Dirección por objetivos

Mecanismo del mercado Desconcentración

Énfasis en la distribución de autoridad para la toma de decisiones

Evaluación y control del rendimiento institucional

- La burocracia federal y los líderes son débiles - Sin mayores prescripciones - Gobierno político claramente - Control de los padres - Débil control <exterior> - Decisiones colectivas ; estructura interna plana - Amplia extensión, es decir: - Gobierno local fuerte - Oferta privada - Mecanismo del mercado - Expertos profesionales - Autonomía del maestro - Débil autoridad <exterior> - Fuerte dirección escolar - Escrutinio exterior de resultados y gastos - Competencia - Fuerte dirección escolar

- No hay implicaciones

- Fuertes agentes estatales a nivel regional, planificación regionalmente unificada del sector

- Sistemas de información de la dirección

- Transparencia local - Sólo participación - Proceso colectivo - Control desde - Fuerzas del mercado o: - Autorregulación profesional - Débil control estatal

- Autorregulación profesional - - Indicadores de rendimiento comparados con metas y presupuestos - Demanda de clientes - Acreditación de escuelas

(Lauglo, 1996, p. 199) La historia reciente de la política en nuestro país ha hecho confluir el proceso de democratización iniciado con la Constitución de 1978 con estas tendencias internacionales hacia la descentralización. El sentido de las reformas no es plenamente coincidente según los entornos nacionales, y en nuestro país la confluencia con la instauración de la democracia ha dotado de un carácter peculiar

a la experiencia. El modelo de Lauglo presenta varias ventajas para nuestro objetivo en este trabajo: -

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De un lado, considera que no se trata de modelos absolutamente incompatibles entre sí, si bien “variarán en cuanto a la compatibilidad que muestren entre sí” (1996, p. 201). Por otro lado, al formular una tipología al estilo weberiano, reconoce que nunca se materializa un tipo puro en la realidad; Al mismo tiempo, el autor llama la atención sobre el peso de las inercias de los modelos instaurados en determinados contextos, sin cerrar la posibilidad de que el enfrentamiento en torno a éstos puede favorecer “el compromiso con puntos de vista competitivos, de tal modo que en el curso posterior de los acontecimientos se pueden modificar las pautas de autoridad mediante una sucesión de diferentes énfasis ideológicos, con impulsos de cambio por lo que se refiere a la distribución de autoridad” (1996, p. 202).

Admitir que la articulación de democracia y descentralización constituye un proceso complejo y, sobre todo, contradictorio, puede permitirnos comprender críticamente la realidad y abrir sendas para líneas transformadoras de intervención. 1.1.- La democratización educativa.La primera gran reforma, acometida tras la aprobación de la Constitución, fue la democratización formal de los centros educativos, primeramente a través de la LOECE y, sobre todo, a partir de la aprobación de la LODE. El modelo establecido en la LODE concede por vez primera un amplio protagonismo a un órgano de participación democrática de los miembros de la comunidad educativa, a los que se añade un representante de los ayuntamientos. Este modelo se justificó mostrándose como heredero de las propuestas que la oposición democrática, y en particular el movimiento de enseñantes antifranquista, defendieron a mediados de los años setenta frente a la legislación de la dictadura. Así, se articulan los Consejos Escolares como principales espacios de participación en los centros educativos, concediendo una representación a todos los sectores de la comunidad educativa, si bien con un peso mayoritario del profesorado. El modelo se hace extensivo, además, a los centros privados mantenidos con fondos públicos, aunque con competencias algo más restringidas (al asignar a los titulares de los centros ciertos derechos en la toma de decisiones). Que las comunidades educativas asumieran funciones de programación educativa, de elección de los directores y equipos directivos, etc., supuso un hito en la historia de la gestión de los centros educativos en España. Por vez primera, después de los experimentos cercenados de la II República, se establecía un marco para dotar a los centros educativos de un margen de autonomía que

permitiera adaptar sus proyectos educativos al entorno más inmediato, socializar al alumnado en la participación democrática y sentar las bases para que los diversos sectores de la comunidad educativa adquirieran protagonismo en la adopción de algunas decisiones. El modelo instaurado se mueve entre dos polos caracterizados por J. Lauglo (1996): la “democracia participativa” y el “profesionalismo pedagógico”, en tanto en cuanto da participación a todos los sectores, pero con un mayor peso y capacidad de iniciativa del profesorado. De hecho, según Lauglo “El profesionalismo basado principalmente en la calidad del experto pedagógico, antes que en la materia, puede ampliarse para acomodar un cierto grado de democracia participativa.”, pero “hay tensiones entre el énfasis puesto sobre las decisiones colectivas en la democracia participativa, y el énfasis puesto en la autonomía personal inherente al profesionalismo” (1996, p. 202). Con todo, ambos marcos se ven limitados por la intervención externa por parte del Estado, al tiempo que por la peculiar configuración funcionarial de los cuerpos docentes; ambos barren en contra de la articulación de la democracia participativa e incluso contra el profesionalismo del profesorado (que se puede ver contaminado con orientaciones estamentales más típicas de los cuerpos funcionariales). Un problema importante, como veremos, viene dado por la creciente presión por parte del Gobierno Central por modificar las funciones y la relación de la dirección con el Consejo Escolar (particularmente, primero a través de la LOPEG y en el futuro inmediato con la Ley de Calidad de la Enseñanza). En esta última, se establece una separación nítida entre el “gobierno” (es decir, adopción de decisiones), concentrado entre los Equipos Directivos y en parte en los Claustros (las decisiones pedagógicas) y la “participación” (restringida al control), entendida en términos casi simbólicos y marginales. Por otro lado, la definición explícita de la dirección como representación de la Administración en los centros, y la modificación del procedimiento de elección, que pasa a ser “selección” por un concurso de méritos, ahonda en el sentido de burocratizar la toma de decisiones de los centros y, obviamente, debilitar la democracia participativa. 1.2.- La descentralización.Podemos identificar dos grandes fases. La primera, relativa al reparto de competencias en materia educativa desde el Estado central a las Comunidades Autónomas, un proceso complejo por el que con ritmos y contenidos diferenciados según los estatutos de autonomía, ciertas tareas de la gestión de la educación han pasado a manos de las autonomías, a las que se les permite tomar iniciativas para nuevas actividades y proyectos, asignar fondos presupuestarios a los centros públicos y concertados y reclutar, formar y organizar al personal docente. Una segunda fase, principalmente a partir de la aprobación de la LOGSE, que establece por vez primera una relativa descentralización curricular, que parte de una reducción del peso de los contenidos establecidos por el Ministerio de Educación, pasando por los Gobiernos autonómicos y llegando también a los

propios centros educativos, a los que se les reconoce por vez primera un cierto margen en la programación curricular, pero sin pasar por un organismo de nivel intermedio, como podrían haber sido los ayuntamientos. Se ha producido una efectiva delegación de poderes (según Lauglo, una devolución de éstos; 1996, p. 195), que ha aproximado el modelo educativo español al de una buena parte de los países occidentales organizados bajo un marco federal, si bien se mantienen importantes competencias en manos del Gobierno Central. Siguiendo la clasificación establecida por Whitty, Power y Halpin (1999), se podría admitir que el modelo español ha pasado de un marco con amplias competencias del Gobierno Central y algunas concentradas en los centros educativos, a otro en el que el Gobierno Central ha cedido parte de sus competencias al “nivel intermedio superior” (sin que éste llegue a tener la potestad, como en los modelos federales puros, de configurar su propio sistema de educación) y se han visto incrementadas las de los centros educativos. Los motivos que impulsaron esta descentralización hacia los gobiernos autonómicos remiten a la búsqueda del consenso y la pretensión de calmar la disidencia gestada a lo largo de los cuarenta años de dictadura: en este caso la descentralización se mostró como una estrategia de “legitimación compensatoria” (Weiler, 1996). El franquismo se cerró férreamente en un marco de centralismo burocrático, lo cual generó la aspiración a la descentralización en la disidencia, sobre todo la que se articuló en torno al movimiento de enseñantes y la Alternativa Democrática para la Enseñanza (Jiménez Jaén, 2000); los acuerdos de la Transición se tradujeron en esta fórmula de descentralización administrativa, la única que permitió generar el consenso para un tránsito pacífico hacia la democracia. Formó parte, en definitiva, de un intento de legitimación del nuevo modelo político democrático a instaurar, sin que abiertamente se pusiera en cuestión el carácter básicamente centralizado del Estado español. Esto explica cómo durante toda la historia de la Transición y consolidación democrática el reparto de competencias haya sido (y siga siendo) fuente de continuas tensiones sobre los límites del gobierno central y los de los gobiernos autónomos. Así, los ritmos del proceso de descentralización han variado según las orientaciones de los sucesivos gobiernos. Los principales avances (y aún no sin tensiones entre el centro y las autonomías) tuvieron lugar bajo los gobiernos socialistas, mientras la intervención de la derecha en la segunda mitad de los noventa no ha modificado el marco legal del reparto de competencias, pero ha intentado incidir en una cierta recuperación de la iniciativa curricular del Gobierno Central y, sobre todo, en el impulso de mecanismos de evaluación del rendimiento del sistema educativo descentralizado (los decretos sobre contenidos curriculares, pero sobre todo la futura Ley de Calidad de la Enseñanza y, en el ámbito universitario, la Ley Orgánica de Universidades, parecen incidir en este modelo de defensa de un “Estado fuerte” a pesar de la descentralización). Es interesante considerar aquí el análisis planteado por Hans Weiler (1996, pp. 208-209) sobre el carácter contradictorio de los intereses del propio Estado: si bien le interesa “mantener el control asegurando su efectividad”, a la vez también necesita mejorar

y sustentar la “base normativa de su autoridad (su legitimidad)”. No siempre las medidas que favorecen ésta resultan eficaces en términos de control y, viceversa, el excesivo afán por la eficacia y el control puede debilitar las bases de la legitimidad. Todo parece indicar que los conflictos que sustentaron la descentralización constitucional se dan por cerrados y de nuevo reaparece el intento de la centralización sobre nuevas bases (los requisitos de “calidad” a partir de la evaluación del rendimiento); pero así como “las políticas de descentralización de la administración de los sistemas educativos llevan en sí mismas las semillas de sus propias contradicciones” (Weiler, 1996, p. 210), podemos pensar lo mismo de las nuevas políticas centralizadoras, y es en la gestación de nuevos conflictos donde podremos gestar nuevas condiciones para el cambio. Por ejemplo, en nuestro caso, ¿responde a una visión realista el dar por cerrado el proceso de descentralización, cuando a duras penas se mantiene el consenso sobre sus formas?

1.3.- La libertad de elección y de creación de centros.La Constitución española, y posteriormente la LODE, reconocieron y articularon esto principios a través de un modelo unívoco: la subvención con fondos públicos a aquellos centros privados que establecieran conciertos con las administraciones educativas (los gobiernos autónomos). Con las reformas educativas desplegadas a partir de los noventa, este principio se vio reforzado, al instaurarse la tendencia a la ampliación de las subvenciones a cada vez más niveles educativos: con la LOGSE se extendió a la secundaria obligatoria, y previsiblemente con la Ley de Calidad se extienda al ciclo 3-6 años de la educación infantil. No cabe duda de que las libertades de elección y creación de centros se inspiran en el liberalismo: “Un rasgo característico es la tolerancia individualista de la diversidad social, algo que se deriva claramente del valor de la libertad, en el sentido de . La tolerancia, e incluso el apoyo activo a la atención privada de la educación es un derivado del liberalismo que se corresponde con su tolerancia de la diversidad, con su asociación histórica con la promoción del mecanismo del mercado en la actividad económica y, en la clásica tradición anglosajona, con la preocupación por contener el poder del Estado.” (Lauglo, 1996, p. 185). El apoyo financiero a las escuelas privadas se muestra como consecuente con esta tradición. Sin embargo, en nuestro contexto particularmente el apoyo a la enseñanza privada tiene mucho que ver con el peso histórico de la Iglesia Católica en la escolarización y la política educativa. Su justificación no ha estado en todo momento tan ligada a la tradición liberal (a la cual históricamente en nuestro entorno se ha opuesto activamente la jerarquía eclesiástica) como a la pretensión de la Iglesia de mantener su tradicional posición hegemónica en el mundo educativo. Las presiones para que la escuela pública no fuera plenamente laica y para que el Estado financiara los centros educativos de la Iglesia fueron claras en

el proceso constitucional, adoptando la forma de un derecho de los padres “a elegir el tipo de educación para los hijos e hijas más acorde con sus creencias” en condiciones de igualdad. Así, se ha hecho un uso peculiar de los principios del liberalismo en educación: la posibilidad de que las escuelas privadas subvencionadas desarrollen proyectos educativos inspirados en la ortodoxia religiosa, en nuestra tradición bastante enfrentada al compromiso liberal con el pensamiento racional y la crítica. Progresivamente, sin embargo, este modelo se ha ido engarzando con un modelo de descentralización que se intenta aproximar a lo que Lauglo denomina “el mecanismo del mercado” (1996, p. 192), que sitúa la eficiencia en el centro de los objetivos del funcionamiento de los centros educativos estrechamente vinculada a la competencia: “las instituciones educativas competirán por conseguir clientes, que son libres de elegir entre la oferta comercializada de servicios” (Lauglo, 1996, p. 192). La instauración de una “prueba de conjunto” (la conocida popularmente como “reválida” al término de la enseñanza secundaria postobligatoria) y la posibilidad de que los centros se especialicen en determinados “itinerarios” (medidas contenidas en el proyecto de Ley de Calidad) presionaría en este sentido de la competitividad: pueden mover a pensar a las familias mucho más drásticamente que en el anterior marco que la elección de centro puede ser determinante de los resultados educativos de sus hijos e hijas. Tenemos, por tanto, un conjunto de procesos que se ven acompañados de no pocas tensiones y que en ningún caso están significando una reducción sustancial de la fuerza del Estado en la educación, sino más bien una reconversión de su papel. Whitty, Power y Halpin (1999, p. 54) intentan evidenciar cómo, a pesar de las variaciones nacionales, existen grandes líneas de confluencia entre distintos países con democracias avanzadas: “En el ámbito de los fundamentos políticos, predomina la alternativa neoliberal, que hace especial hincapié en los mecanismos del mercado. Esta descentralización a través del mercado se articula con las justificaciones de la calidad y la eficiencia, basadas en el discurso de la nueva gestión pública, con su insistencia en una dirección escolar fuerte y la supervisión externa, que hace posible el desarrollo de indicadores de rendimiento y de procedimientos de evaluación fundados en la competencia, reforzados, en muchos casos, por la inspección externa. Esta evolución de la política educativa refleja una tendencia más general de las democracias liberales a desarrollarse en la línea de lo que Gamble (1988) llama “Estado fuerte” y “economía libre”. Este Estado fuerte, que, en los sistemas federales, puede referirse tanto al gobierno federal como al de los gobiernos centrales, dirige a distancia, mientras que la idea de la economía libre se extiende a una “sociedad civil” mercantilizada en la que

unos proveedores que compiten entre sí ofrecen a los clientes la educación y los servicios de bienestar, en vez de encargarse el Estado de proporcionar esos servicios colectivamente a todos los ciudadanos. (...) los servicios de bienestar distribuidos mediante los “cuasimercados” están reemplazando a los proporcionados a través de órganos burocráticos”. El control sobre las instituciones educativas, sin embargo, se ve fuertemente incrementado, con la asunción de crecientes competencias de evaluación por parte del Estado. Un efecto importante de estos modelos (en los que se prioriza la medición de los resultados educativos más que de los procesos) es la creciente preocupación por los objetivos económicos sobre otros (entre ellos, la igualdad de oportunidades). Otro efecto notorio, de mayor interés para nuestro objetivo, es la imagen que se transmite de que la educación “parezca tener un carácter menos político” (Whitty, Power y Halpin, 1999, p. 63): de hecho, delegar el poder (o dar la impresión de ello), concediendo mayor responsabilidad a los centros educativos y a las decisiones familiares en materia educativa puede suponer “una completa abdicación del Estado respecto a sus responsabilidades”, permitiendo una “culpabilización” de los propios agentes educativos sobre los posibles fracasos educativos (Whitty, Power y Halpin, p. 65). Todo parece indicar que estos procesos se mantienen vinculados a las funciones del Estado de facilitar la acumulación garantizando unos necesarios índices de credibilidad (en otras palabras, de legitimación).

Este último aspecto entronca con el eje de preocupaciones de este trabajo: la dimensión política de la participación educativa. No cabe duda de que si todos estos cambios se han ido articulando en torno a la política educativa, la participación en los centros no ha podido ser ajena a ellos. Los agentes educativos han visto en estos procesos modificarse su papel, al tiempo que se ven inmersos en una profunda transformación de los espacios políticos y de sus propias percepciones, actitudes y socialización política. Las transformaciones neoliberales de la política han supuesto una redefinición de las democracias occidentales, no tanto en el terreno formal como en las actitudes éticas y la articulación de la ciudadanía en el seno de las instituciones políticas: “Las nuevas políticas fomentan la idea de que la responsabilidad de la educación y el bienestar, más allá del mínimo exigido para la seguridad pública, corresponde, en gran medida, a los individuos y las familias. No sólo se reduce el ámbito de actuación del Estado, sino que la sociedad civil se define cada vez más como un mercado. Cuando empiezan a delegarse muchas responsabilidades, asumidas por el Estado en

el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, a una versión mercantilizada de la sociedad civil, los derechos de los consumidores comienzan a prevalecer sobre los derechos del ciudadano.” (Whitty, Power y Halpin, 1999, p. 66). ¿No será esto lo que está jugando un papel central en lo que se empieza a considerar como la crisis de la participación educativa en nuestro entorno? 2.- La crisis de la participación educativa.Algunos estudios sociológicos sobre la participación educativa en los últimos años se han destacado por tratar de evidenciar cómo en la práctica se han materializado los cambios legislativos y qué efectos han tenido las reformas en los organismos colegiados de los centros educativos. Si tomamos como referencia los trabajos de M. Fernández Enguita, nos encontramos con un cuadro que el autor insiste en repetidas ocasiones que es nítido: las experiencias de participación democrática a raíz de la aplicación de la LODE han tenido bastante poco de participativas, por cuanto se ha visto reforzado el poder del profesorado sobre el margen de movimiento que podrían haber asumido las comunidades educativas. Tomando como referencia un texto en el que el autor expone condensadamente las conclusiones de sus trabajos (“La escuela como sistema: comunidad, participación y profesionalismo”, 1997), nos encontramos con una caracterización de la participación en los Consejos Escolares en la que lo que predomina es la rutina. Como procesos más notorios el autor alude a los siguientes (1997, pp.170172): -

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En lo relativo a la aprobación de la programación general del centro, “la dirección del centro hurta por lo general al consejo la posibilidad de discutir realmente la programación: en algunos centros se presenta simplemente la introducción a ésta, formada por una serie de vaguedades carentes de contenido real; en otros, se someten a discusión tan sólo los horarios, las actividades extraescolares y/o las tutorías; en otros, en fin, se presenta el contenido de la programación como un conjunto de decisiones –no de propuestas- ya tomadas por el claustro o la dirección, limitándose a aspectos marginales.” La elección de director o directora la muestra como “puramente protocolaria”, en la medida en que cuando se presenta al Consejo ya ha sido previamente aprobada por el Claustro (eliminando posibles candidaturas alternativas). El estrecho margen que las administraciones conceden a los centros para la gestión económica también se ve vacío de contenido: “las cuentas son aprobadas rutinariamente, sin que jamás se discutan prioridades y casi nunca propuestas alternativas. (...) Los únicos recursos económicos cuyo empleo es objeto de

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cierta atención son los especialmente aportados por los padres para actividades extraescolares, etc.” Fuera de estos temas, las cuestiones a las que los Consejos dedican mayor tiempo y esfuerzo son “la discusión de las actividades extraescolares y servicios complementarios, la petición de recursos a la Administración -...-, las cuestiones de disciplina y diversas quejas de los padres sobre los suspensos, las tutorías y otras cuestiones. Episódicamente, la dirección, el claustro o algún profesor presentan la propuesta de incorporarse a tal o cual programa, porque la convocatoria hace preceptivo el informe del consejo.” Las rutinas de los consejos escolares se rompen en dos tipos de ocasiones: “cuando todos los sectores forman una piña para reclamar recursos públicos y cuando se enfrentan entre sí por el ámbito de sus competencias y sus responsabilidades.” El enfrentamiento entre los sectores se produce “cuando los profesores quieren acortar el horario, se niegan a organizar directamente actividades extraescolares, ponen obstáculos a actividades directamente organizadas por los padres, se lavan las manos respecto a las funciones de custodia o reciben críticas o, simplemente, demandas de información que, a su entender, entran en lo que consideran su parcela de competencia profesional exclusiva: la organización de la actividad docente, la evaluación de los alumnos o la valoración de alguna actuación individual (de un profesor)”.

Según el autor, las actitudes de los sectores de la comunidad educativa barren a favor de este funcionamiento rutinario. Así, “los alumnos participan masivamente en las elecciones, pero confían poco en la efectividad de su representación y suelen limitarse a presentar largas listas de pedidos triviales en el turno de ruegos y preguntas.” (1997, p. 172). Por su parte, los padres participan poco, particularmente en la Asociación, a pesar del alto grado de afiliación. El porcentaje de participación electoral es muy bajo (generalmente menor del diez por ciento), salvo en los casos excepcionales de enfrentamiento con el profesorado o entre los padres mismos. Sus motivos son heterogéneos y, en general, no tienen la mayor pretensión de controlar las actividades propiamente docentes. Su intervención se centra, según el autor, en intereses más bien particulares: “sobre todo en la organización de las actividades extraescolares y los servicios complementarios y, si algún motivo puede llevarles a poner en cuestión la actividad del centro seguramente entrará dentro del amplio apartado de la función de custodia: el comedor y otros servicios, las actividades, la jornada y, a caballo con lo específicamente docente, las tutorías (que son la ventanilla dedicada a ellos en el centro)”. (1997, p. 172)

Finalmente, el autor caracteriza críticamente las actitudes del profesorado, al que atribuye “a menudo una actitud desinteresada u hostil ante los consejos escolares. La participación en las elecciones es alta, pero la disposición a formar parte es muy baja.”, al tiempo que identifica “una considerable cerrazón corporativa”, presentándose ante los padres “como un bloque compacto y, llegado el momento, aplican sin piedad el rodillo de la mayoría”. “La mayoría de los asuntos importantes que pasan por el consejo han sido antes discutidos en el claustro, y sus decisiones funcionan de hecho como un mandato para los miembros de aquél”. El director, por otra parte, “más que el brazo ejecutivo del consejo (en el ámbito de sus competencias), (...) es el portavoz del profesorado y el mediador entre este colectivo (que es el suyo) y el órgano máximo”. Para el autor, “el consejo, en suma, no actúa en realidad como un órgano de decisión, sino más bien como una mesa de concertación entre dos partes: el profesorado y el público del centro, pero con una peculiaridad de que, llegado el caso, prevalece siempre la posición del primero” (1997, pp. 173-174). En este tipo de caracterizaciones se evidencian varias posiciones de partida que remiten a una contundente crítica al profesorado: tanto porque se les ha concedido excesivo poder formal, al constituir la mayoría de los miembros de los consejos escolares, como por estar orientados prácticamente por unas actitudes corporativas y profesionalistas, es decir, por guiar sus acciones ante el alumnado y los padres y madres desde actitudes autointeresadas y particularistas. Sin embargo, al caracterizar también al alumnado y a los padres y madres, se reconocen e identifican actitudes similares: el autointerés y el particularismo parecen ser las orientaciones que, finalmente, guían a todos los miembros de las comunidades educativas, que son mostradas en este retrato como espacios desintegrados en tres (o más bien dos) grandes grupos de interés; los órganos de participación son mostrados, en definitiva, como ámbitos formales y procedimentales donde se gesta la “interacción de intereses”, pero entendiendo éstos como marcos organizativos típicos del modelo neocorporativo de regulación de los grupos de interés, esto es, concediendo un papel central y configurador al colectivo que en los centros educativos participa en tanto que actores profesionales, el profesorado. Fernández Enguita se hace eco, así, de las tesis básicas, en la sociología política, de lo que se ha dado en llamar las teorías “pluralistas”, y más en su vertiente específica del “neocorporativismo” presentado por Schmitter (Rivera, 1995, p. 289). Parece suscribir, así, la idea de que la política, finalmente, constituye “un proceso instrumental de maximización de preferencias previamente construidas” (Rivera, 1995, p. 269), es decir, se piensa que los agentes sociales participan de intereses dados con anterioridad al proceso político (la participación en los consejos escolares), al tiempo que las instituciones (en este caso, el centro escolar) son “la arena en la que se produce la agregación de los intereses y deben ser evaluadas en función de su capacidad para agregar o satisfacer los intereses preestablecidos” (Rivera, 1995, p. 270).

Este tipo de planteamientos adolece, desde mi punto de vista, de varios sesgos y errores que es preciso desentrañar para impulsar una nueva manera de comprender la participación y por tanto intervenir críticamente en los centros educativos. El primero de ellos, remite a la relación que se establece en estos análisis entre los “intereses” de los actores y las “decisiones”. Todo parece indicar que los “intereses” vienen establecidos de antemano por las posiciones de los individuos en el entramado educativo y desde estos intereses se articulan las voluntades y se participa en la toma de decisiones. Autores diversos dentro de la sociología política han puesto en cuestión esta interpretación de causa-efecto. Por un lado, los intereses de los agentes sociales no están predeterminados, no son estables a lo largo del tiempo ni vienen conformados exclusivamente por su posición en las estructuras sociales. Por otro lado, no siempre las decisiones y la voluntad de los agentes se conforman atendiendo exclusivamente a sus intereses particulares, al tiempo que los procesos de interacción pueden dar lugar a la configuración de voluntades superadoras del autointerés. Participar en espacios de decisión puede jugar un papel “productivo” de identidades de los propios agentes sociales (Rivera, 1995, p. 272; Revilla, 1995). El segundo sesgo es pensar las instituciones políticas (en este caso, los consejos escolares) como exclusivamente “ámbitos de intercambio y negociación de intereses” (Rivera, 1995, p. 272). Las instituciones son, más allá que estos ámbitos donde tiene lugar el juego de intereses, “conjuntos de <procedimientos y estructuras que definen y defienden valores, normas, intereses, identidades y creencias>” (Rivera, 1995, p. 273); no son, por tanto, meros reflejos de las fuerzas sociales. Pasan a ser concebidas, entonces, como ámbitos de contenido sustancial, más que instrumental. Finalmente, me interesa resaltar cómo los análisis vertidos por el autor no intentan establecer una comprensión contextualizada de la crisis de la participación educativa. ¿Modificaría sustancialmente la situación un cambio legislativo en la composición de los órganos de participación? Los datos que provienen de experiencias en otros países parecen poner en cuestión esta idea: incluso en los casos en los que se ha permitido una representación mayoritaria de los padres en los consejos de los centros, su papel y sus aportaciones a la elaboración de la política del centro siguen siendo limitados (Whitty, Power y Halpin, 1999, p. 130). Pero estos autores no atribuyen al profesorado (no pueden hacerlo en estos casos) la principal responsabilidad del problema, sino que van mucho más allá, remitiendo al contenido del que se está dotando efectivamente a los órganos de gestión y participación educativa: cada vez más contenidos administrativos y cada vez menos políticos y educativos. Es en este sentido como, a nuestro modo de ver, pueden interpretarse las modificaciones que el Proyecto de Ley de Calidad quiere introducir en el modelo de gestión y participación en los centros escolares. Como medidas más

destacadas, resaltamos el recorte efectivo del peso de los Consejos Escolares en la toma de decisiones y el ejercicio de la autonomía de los centros. Las funciones (atribuciones) del Consejo Escolar se ven sustancialmente reducidas: como se puede observar en la tabla que viene a continuación, los consejos escolares ven reconvertidas algunas de sus funciones antes decisorias en informativas o propositivas (programación general del centro, admisión del alumnado, resolución de conflictos disciplinarios, colaboración con otros centros y entidades, selección del director), al tiempo que desaparecen algunas funciones (elegir al director o directora de los centros y designar el equipo directivo por él propuesto, y proponer su revocación; elaborar las directrices para la programación y desarrollo de las actividades escolares complementarias, visitas y viajes, comedores y colonias de verano; establecer los criterios sobre la participación del centro en actividades culturales, deportivas y recreativas, así como aquellas acciones asistenciales a las que el centro pudiera prestar su colaboración). A su vez, se refuerzan sus funciones de control, supervisión y evaluación del centro, así como se le permite hacer propuestas para mejorar la convivencia, y se mantiene la función de aprobación del presupuesto y el reglamento de régimen interno del centro. El papel más administrativo y evaluador del rendimiento del consejo escolar se evidencia claramente, siendo sus anteriores posibilidades de intervenir política y educativamente prácticamente cercenadas. LODE (funciones de los (Fernández Enguita, 1993)

Consejos

escolares) PROYECTO DE LEY DE CALIDAD (MEC, 2002). Artículo 77. Atribuciones del Consejo Escolar.

a)Aprobar y evaluar la programación general del centro que a) Formular al equipo directivo propuestas para la elaboración elabore el equipo directivo; de la programación general anual del centro e informar el proyecto educativo, sin perjuicio de las competencias del Claustro de profesores, en relación con la planificación y organización docente. b) Elaborar informes, a petición de la Administración b)Supervisar la actividad general del centro en los aspectos competente, sobre el funcionamiento del centro y sobre administrativos y docentes; aquellos otros aspectos relacionados con la actividad del mismo. c) Participar en el proceso de admisión de alumnos y velar c)Decidir sobre la admisión de alumnado, de acuerdo con para que se realice con sujeción a lo establecido en esta Ley las leyes; y disposiciones que la desarrollen. d)Aprobar el reglamento de régimen interior del centro;

d) Aprobar el reglamento de régimen interior del centro.

e) Conocer la resolución de conflictos disciplinarios y la e) Resolver los conflictos e imponer las sanciones en imposición de sanciones y velar por que éstas se atengan a la materia de disciplina del alumnado; normativa vigente. f)Aprobación de los presupuestos del centro;

f) Aprobar el proyecto de presupuesto del centro y su liquidación.

g) Promover la conservación g)Promover la renovación de las instalaciones, así como instalaciones y equipo escolar. vigilar su conservación;

y

renovación

de

las

h) Proponer las directrices para la colaboración, con fines h)Establecer las relaciones de colaboración con otros educativos y culturales, con otros centros, entidades y centros con fines culturales y educativos; organismos.

i) Analizar y valorar el funcionamiento general del centro, la evolución del rendimiento escolar y los resultados de la evaluación que del centro realice la Administración educativa. i)Elegir al director o directora de los centros y designar el j) Ser informado de la propuesta a la Administración educativa equipo directivo por él propuesto, y proponer su revocación; del nombramiento y cese de los miembros del equipo directivo. k) Elaborar las directrices para la programación y desarrollo k) Proponer medidas e iniciativas que favorezcan la de las actividades escolares complementarias, visitas y convivencia en el centro. viajes, comedores y colonias de verano; l)Establecer los criterios sobre la participación del centro en actividades culturales, deportivas y recreativas, así como aquellas acciones asistenciales a las que el centro pudiera prestar su colaboración; m)Cualquier otra competencia que le sea atribuida en los l) Cualesquiera otras que le sean atribuidas por la correspondientes reglamentos orgánicos. Administración educativa.

Por otro lado, la “autonomía pedagógica” se atribuye exclusivamente al Claustro, que simplemente “informará” del proyecto educativo y la programación general anual del centro a los padres y madres y al alumnado y se refuerza su papel como ámbito exclusivo de decisiones pedagógicas (MEC, 2002):

Artículo 79. Atribuciones del Claustro de profesores. El Claustro de profesores tendrá las siguientes atribuciones: a) Formular al equipo directivo propuestas para la elaboración de la programación general anual, así como evaluar su aplicación. b) Aprobar el proyecto educativo c) Informar el proyecto de reglamento de régimen interior del centro. d) Promover iniciativas en el ámbito de la experimentación y de la investigación pedagógica y en la formación del profesorado del centro. e) Elegir sus representantes en el Consejo Escolar del centro y en la Comisión de selección de Director prevista en el artículo 86 de esta Ley. f) Coordinar las funciones referentes a la orientación, tutoría, evaluación y recuperación de los alumnos. g) Analizar y valorar el funcionamiento general del centro, la evolución del rendimiento escolar y los resultados de la evaluación que del centro realice la Administración educativa, así como cualquier otro informe referente a la marcha del mismo. h) Ser informado por el Director de la aplicación del régimen disciplinario del Centro. i) Ser informado de la propuesta a la Administración educativa del nombramiento y cese de los miembros del equipo directivo. j) Proponer medidas e iniciativas que favorezcan la convivencia en el centro. k) Cualesquiera otras que le sean atribuidas por la Administración educativa.

Y, sobre todo, se redefine la función de la dirección en un sentido claro: el Director y su equipo ejercen nítidamente el gobierno del centro y en tanto que representantes de la administración educativa en el mismo (no como representantes del consejo escolar ante los demás ámbitos del centro y de la administración). Es en este sentido en el que operan las sustanciales modificaciones introducidas en el sistema para su nombramiento (de elección se

pasa a selección por concurso de méritos), la diferenciación de la dirección como una “categoría” (término ambiguo, que intenta situarse a caballo entre los tradicionales “cuerpos funcionariales” y el carácter estrictamente político que concedía a esta figura la LODE), y la definición de sus funciones en el Proyecto de Ley de Calidad de la Enseñanza (MEC, 2002):

Sección 5ª. De la dirección de los centros públicos Artículo 81. Atribuciones del Director. El Director es el representante de la Administración educativa en el centro y tiene atribuidas las siguientes competencias: a) Garantizar el cumplimiento de las Leyes y demás disposiciones vigentes. b) Ejercer la jefatura de todo el personal adscrito al centro y adoptar las resoluciones disciplinarias que correspondan de acuerdo con las normas aplicables. c) Dirigir y coordinar todas las actividades del centro hacia la consecución del proyecto educativo del mismo, de acuerdo con las disposiciones vigentes y sin perjuicio de las competencias atribuidas al Claustro de profesores y al Consejo Escolar del centro. d) Ostentar la representación del centro, sin perjuicio de las atribuciones de las demás autoridades educativas. e) Colaborar con los órganos de la Administración educativa en todo lo relativo al logro de los objetivos educativos del centro. f) Proponer a la Administración educativa el nombramiento y cese de los miembros del equipo directivo, previa información al Claustro de profesores y al Consejo Escolar del Centro. g) Impulsar la colaboración con las familias, con instituciones y con organismos que faciliten la relación del centro con el entorno, y fomentar un clima escolar que favorezca el estudio y el desarrollo de cuantas actuaciones propicien una formación integral en conocimientos y valores de los alumnos. h) Favorecer la convivencia en el centro, resolver los conflictos e imponer todas las medidas disciplinarias que correspondan a los alumnos, de acuerdo con las normas que establezcan las Administraciones educativas y en cumplimiento de los criterios fijados en el reglamento de régimen interior del Centro. A tal fin, se promoverá la agilización de los procedimientos para la resolución de los conflictos en los centros. i) Convocar y presidir los actos académicos y las sesiones del Consejo Escolar y del Claustro de profesores del centro y ejecutar los acuerdos adoptados en el ámbito de sus competencias. j) Realizar las contrataciones de obras, servicios y suministros así como autorizar los gastos de acuerdo con el presupuesto del centro, ordenar los pagos y visar las certificaciones y documentos oficiales del centro, todo ello de acuerdo con lo que establezcan las Administraciones educativas. k) Promover planes de mejora de la calidad del centro, así como proyectos de innovación e investigación educativa. l) Impulsar procesos de evaluación interna del centro y colaborar en las evaluaciones externas. m) Cualesquiera otras que le sean encomendadas por la Administración educativa.

Capítulo II. Del Director de los centros docentes públicos Artículo 84. Principios generales. 1. La selección y nombramiento de directores de los centros públicos se efectuará mediante concurso de méritos entre profesores funcionarios de carrera de los cuerpos del nivel educativo y régimen a que pertenezca el centro. 2. La selección se realizará de conformidad con los principios de publicidad, mérito y capacidad.

Artículo 85. Requisitos. Serán requisitos para poder participar en el concurso de méritos los siguientes: a) Tener una antigüedad de al menos cinco años en el cuerpo de la función pública docente desde el que se opta. b) Haber impartido docencia directa en el aula como funcionario de carrera, durante un período de igual duración, en un centro público que imparta enseñanzas del mismo nivel y régimen. c) Estar prestando servicios en un centro público del nivel y régimen correspondientes, con una antigüedad en el mismo de al menos un curso completo al publicarse la convocatoria, en el ámbito de la Administración educativa convocante.

Artículo 86. Procedimiento de selección. 1. Para la designación de los directores en los centros públicos, las Administraciones educativas convocarán concurso de méritos. 2. La selección será realizada por unas Comisiones de Selección de acuerdo con el ámbito territorial que determine cada Administración educativa. 3. Las Comisiones estarán constituidas por representantes de la Administración educativa y del centro correspondiente. De estos últimos, al menos el cincuenta por ciento lo serán del Claustro de profesores de dicho centro. Los representantes de la Administración educativa serán los vocales permanentes y estarán encargados de la baremación de los méritos presentados por los aspirantes. Una vez realizada la baremación de los méritos, se incorporarán a la comisión los representantes del centro que corresponda. El pleno de la comisión aprobará la baremación de dichos méritos, valorará los proyectos de dirección presentados por los candidatos y propondrá a la Administración educativa el candidato seleccionado. 4. La selección se basará en los méritos académicos y profesionales acreditados por los aspirantes y en la experiencia y valoración positiva del trabajo previo desarrollado como cargo directivo y de la labor docente realizada como profesor. Se valorará de forma especial la experiencia previa en el ejercicio de la dirección. 5. Las Administraciones educativas determinarán el número total de vocales de las comisiones y establecerán los criterios objetivos y el procedimiento aplicables a la correspondiente selección. Artículo 87. Nombramiento. 1. Los aspirantes seleccionados deberán superar un programa de formación inicial, organizado por las Administraciones educativas, consistente en un curso teórico de formación y en un período de prácticas. El curso teórico incorporará en su contenido los aspectos fundamentales del sistema educativo, de la organización y funcionamiento de los centros escolares, y de las funciones de organización y gestión de personal y de los recursos materiales y demás contenidos atribuidos a la función directiva. Los aspirantes seleccionados que tengan adquirida la categoría de Director a que se refiere el apartado tres de este artículo, estarán exentos de la realización del programa de formación inicial. 2. La Administración educativa nombrará director del centro que corresponda, por un período de tres años, al aspirante que haya superado este programa. 3. Los directores así nombrados serán evaluados a lo largo de los tres años. Los que obtuvieren evaluación positiva, adquirirán la categoría de Director para los centros públicos del nivel educativo y régimen de que se trate. Dicha categoría surtirá efectos en el ámbito de todas las Administraciones educativas.

Este tipo de medidas remiten al proceso de mercantilización de la educación y la consiguiente priorización del rendimiento de los centros educativos sobre la importancia de los procesos educativos propiamente hablando. Si los centros educativos experimentan una “delegación de competencias” por las cuales

se les convierte en efectivos artífices de la búsqueda de objetivos que vienen cada vez más determinados por las preferencias del mercado, el contenido de las decisiones a adoptar se ve cada vez más orientado administrativamente (e incluso económicamente) y menos política y educativamente. Las presiones por la eficacia se han traducido en un reforzamiento de la autoridad de los directores (presionados por la necesidad de cumplir objetivos preestablecidos por las autoridades y el mercado) frente a las posibilidades de revitalización de los organismos democráticos de participación (la democracia es lenta, y a menudo se le atribuye ineficacia). Y también, al mismo tiempo, se está produciendo efectivamente una reformulación de la función de los padres: “Mientras que, en el pasado, las discusiones sobre los padres y las escuelas se centraban en la forma de cumplir éstos sus funciones como coeducadores, el discurso que utiliza gran parte del pensamiento contemporáneo destaca cada vez más la obligación de las escuelas de cumplir sus obligaciones con los padres.” (Whitty, Power y Halpin, 1999, p. 134). Todo apunta a que es el “individualismo posesivo”, y no la articulación de voluntades y aspiraciones colectivas, lo que se viene impulsando. 3.- La reconstrucción de la política en los centros educativos: otra participación es posible1 (y deseable).Suscribimos aquí las tesis de ciertos autores, más insertos en la filosofía política, que intentan vincular los fenómenos de crisis de la participación política en nuestras sociedades con el creciente influjo de lo que se ha dado en llamar el “liberalismo conservador” como modelo de definición de las democracias occidentales, caracterizado por tres premisas básicas: “de un lado, por una imagen de lo político como un <ámbito de actividad circunscrito al estado, el gobierno y sus instituciones>; de otro, por una idea de la política como forma de acción estrechamente relacionada con el <ejercicio del poder> y con la ; y, finalmente, por una noción de la política como , esto es, a desarrollar por una o <élite> política constituida por los políticos presentes en cualesquiera de las instituciones del estado” (Rodríguez, 1996, p. 144). Esta concepción de la política (y resalto lo de concepción, por cuanto de ideología tiene) parece estar inspirando dos fenómenos que hemos constatado en la caracterización de las dinámicas de los centros educativos: la creciente apatía y rechazo a participar activamente en los centros (rechazo a la política en sí), de un lado, pero también el peso significativo que pueden haber adoptado los intereses particulares sobre los colectivos en la actual conformación de las actitudes de los agentes educativos cuando participan en los centros, así como la pretensión de condensar las decisiones más políticas en los especialistas. Frente a ella, los filósofos de la política insisten crecientemente en la necesidad de ofrecer reflexiones que vayan más allá del ser de la política para afrontar con rigurosidad y compromiso la construcción de un deber ser alternativo de la misma, con una 1

Hago un uso particular aquí de los lemas empleados por los recientes movimientos antiglobalización y estoy en deuda con Sara Morgenstern por su lúcida extrapolación, como lema programático, al ámbito educativo.

pretensión central: “ofrecernos ideas regulativas y horizontes utópicos que sirvan para orientar nuestro quehacer político individual y colectivo” (Rodríguez, 1996, p. 145). Las reflexiones que provienen, en definitiva, tanto desde algunas vertientes de la sociología política como de la filosofía política apuntan en la tesis que inspira este trabajo: la necesidad de formular posibles orientaciones y prácticas alternativas de la gestión de los centros educativos, movidos desde la convicción de que las instituciones y los agentes escolares tienen la capacidad (yo diría que también la obligación moral y política) de intervenir de forma crítica frente a las tendencias hegemónicas en nuestra sociedad y en la configuración de la vida democrática. Quizás el aspecto más preocupante de lo que hemos venido caracterizando hasta aquí es la constatación de que en los centros educativos la vida política está casi muerta, o más bien que se ha desarrollado desde una concepción de la democracia que entronca en sus elementos fundamentales con la tradición del liberalismo conservador contemporáneo. De la crítica a esta concepción política y las prácticas en ella inspiradas (a menudo inconscientemente) sólo puede deducirse una idea que defendemos como nuclear: la necesidad (la voluntad, la aspiración) de que nos impliquemos en un proyecto de reconstrucción de la política en los centros educativos, como parte de un compromiso más amplio de defensa y articulación de un proyecto profundamente democratizador de nuestra sociedad. Un primer e ineludible reto de esta reconstrucción debe ser su arranque desde “una reflexión crítica, éticamente fundada y discursivamente razonada sobre los medios y los fines que orientan nuestro quehacer político”. Aunque se parta del reconocimiento de una amplia pluralidad de fines e intereses individuales y colectivos, sin embargo “es posible aducir razones públicas para justificar que unos fines e intereses podrían ser más razonables, estarían más justificados y serían más justos y legítimos que otros”. En otras palabras, la reconstrucción de la política pasa necesariamente por su vinculación a principios éticos fundamentales. Frente al individualismo posesivo neoliberal, podríamos recurrir a imperativos éticos más rotundamente humanistas: “tratar a los hombres como un , es decir: como que no pueden ser usadas meramente como medios para la satisfacción de otros fines sino, por el contrario, como seres que no tienen <precio> sino ” (Rodríguez, 1996, p. 147). Según J. Muguerza, este principio lleva en sí la virtud de contener el reconocimiento de algo fundamental: el “imperativo de la disidencia”, el derecho a decir “No”, lo cual no significa sólo realizar una labor de crítica éticamente fundada frente a las normas, leyes y acuerdos existentes, sino también “la determinación de fines socialmente deseables, la negociación de (y el compromiso con) los mismos y, sobre todo, la puesta en práctica de los mismos” (Rodríguez, 1996, p. 149). La democracia es concebida aquí en un sentido alternativo al que se nos viene imponiendo, basándose en dos exigencias:

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“dar entrada a la constante y sempiterna deliberación públicoracional entre individuos libres e iguales acerca de los fines y de los objetivos que deben orientar el quehacer político interindividual, así como a la aprobación democrática de los mismos;” “garantizar la participación efectiva, libre e igual de los ciudadanos en la determinación de tales fines, así como la posibilidad de la crítica y el disenso e, incluso, la desobediencia y la resistencia activa (individual y colectiva) frente a aquellos actos, leyes u objetivos que, a pesar de haber sido socialmente aceptados o mayoritariamente aprobados, uno o más individuos puedan considerar, por razones de conciencia, injustos.” (Rodríguez, 1996, p. 150-151)

Por tanto, la participación política ni necesariamente está guiada por la sola lucha individual autointeresada, ni tampoco es la materialización ineludible de posiciones de fuerza por parte de quienes detentan posiciones de dominio. No son éstas las únicas categorías y criterios presentes en toda forma de actividad y relación política. La política, entendida desde este sentido ético democrático, “sería más bien una forma de actividad guiada por la libre y razonada deliberación entre individuos libres e iguales y encaminada a la formación, maduración y discusión pública acerca de los fines colectivos y del bien público” (Rodríguez, 1996, p. 153), lo cual lleva implícito adoptar una concepción de principios como la libertad, la igualdad, la justicia, la participación y la propia democracia sustancialmente distinta de la hasta ahora imperante. En definitiva, la reconstrucción de la participación educativa (como parte de un proceso de reconstrucción democrática de la política) debería encaminarse en un sentido de ampliar las posibilidades que hasta ahora se han configurado en los centros educativos. Un propósito en este sentido democratizador podría abarcar diversas iniciativas, por otro lado planteadas y defendidas en nuestra sociedad desde distintos ámbitos, que se dirigieran al objetivo de que la ciudadanía educativa tuviera más posibilidades de participar y pudiera ejercer efectivamente un mayor control democrático e influencia política en la educación: -

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Abrir la posibilidad de combinar los marcos de la democracia representativa en los centros con formas de democracia directa, en el interior de los distintos sectores (particularmente el alumnado y los padres) como entre ellos: por ejemplo, abrir debates y formas de participación (asambleas, referendos,...) más allá de los órganos formales; impulsar que los representantes efectivamente hagan partícipes a sus colectivos respectivos de las decisiones que mantienen, pero sobre todo impulsar procesos de configuración de voluntades de manera intersectorial de modo que la función de representación asuma un contenido real y efectivo de delegación sujeta a mandatos específicos;

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democratizar las asociaciones que operan en la vida educativa: los sindicatos, las AMPAS, las asociaciones estudiantiles; la potenciación de la implicación de las instituciones y asociaciones sociales locales en la vida de los centros; la extensión sustantiva del contenido de las decisiones de los órganos de participación más allá de lo que la ley establece, dotando de contenido sustantivo las competencias formalmente establecidas; la protección y perfeccionamiento de los derechos de las minorías y los grupos socialmente discriminados presentes en los centros educativos.

Para conseguir y articular este tipo de propósitos hay que convencer y convencerse de que es posible superar lo que hasta ahora se han mostrado como murallas invencibles y eternas para una participación verdaderamente democrática en los centros educativos: las murallas de la sectorialización, la burocratización, el autointerés y el ejercicio autoritario del poder. Pero sobre todo me parece que es preciso empezar a creerse que “otra educación es posible”: una educación inspirada en los valores cívicos, y que se orienta hacia justicia y la igualdad y no tanto hacia los resultados medidos desde los cánones del mercado. En la articulación de este proyecto alternativo, el profesorado puede (y a mi juicio debe) jugar un papel central, lo cual implica pensarnos no tanto como miembros de una cuerpo funcionarial, o de una semiprofesión controlada, mal remunerada y desprestigiada, sino como efectivos intelectuales (Jiménez Jaén, 2000). Desde nuestro punto de vista (heredero de ciertas interpretaciones de los análisis gramscianos sobre las funciones sociales y la situación de los intelectuales en la sociedad), los enseñantes somos agentes activos de la producción y difusión de la cultura en la sociedad; por ello, estamos en una situación privilegiada para acceder y dar a conocer concepciones de la vida y el mundo alternativas a las que se muestran como únicas y definitivas por el poder; por ello, tenemos condiciones para asumir compromisos que van más allá de nuestros estrictos intereses, pudiendo actuar como expertos y políticos comprometidos con el cambio (Gramsci, 1975). Debe tenerse claro que la forma “profesionalista” de orientar las percepciones y concepciones del profesorado no siempre ha sido útil para el poder, pero mucho más difícilmente puede serlo para desplegar una labor igualitaria, participativa y progresista en la enseñanza y la sociedad porque, en definitiva, actúa en contra de la consolidación de las propias actitudes solidarias y transformadoras. En nuestro pasado, núcleos importantes del profesorado se han adherido activa y solidariamente a proyectos transformadores de la escuela y la sociedad. Pero las convicciones asumidas en aquel entonces difícilmente se mantienen si no se practica continuadamente la crítica y se renuevan los compromisos con quienes más lo necesitan en la sociedad.

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