Compacto En Blues - Guillermo Paniaga

  • May 2020
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  • Words: 4,325
  • Pages: 7
Compacto en Blue´s Guillermo Paniaga

Desperté por el frío. Todavía quedaban algunas brasas humeando sobre la arena. Las botellas vacías parecían bloques de hielo náufragos en el gris de las cenizas. Más atrás, las últimas estrellas rindiéndose a los violetas y rojos que avanzaban desde el mar. Me dolieron los ojos. Me dolía el mundo. Hubiese querido quitar el sonido a las olas que rompían en la playa y estallaban en mi mente. A mi lado dormía un tipo del cual no recuerdo el nombre (ni me esforzaré por recordarlo). No sé por qué hice el amor con él. Supongo que el alcohol... Quisiera creer que fue por el alcohol... Sin embargo ahora sé que en el ceder a sus avances hubo algo parecido a un impulso suicida. Me desagradaba. Realmente me parecía un perfecto imbécil. ¿Por qué, entonces? Porque me dolía el mundo y me sentía sucia. Al verlo desnudo, roncando, cubierto de arena, supe que hubiera podido cogerme a todos los idiotas de la ciudad y que con ello no habría logrado más que eternizar mi mugre. Me flagelé creyendo que así me vengaba de Luis. Y no, mierda, yo no merecía sentirme así por él. Un escalofrío me erizó la piel. Recordé el sabor agrio de los besos del idiota que roncaba y sentí nauseas. Me levanté automáticamente y me alejé de él. Entre los bolsos y las botellas divisé mi suéter. Di un paso hacia allá y casi caigo de bruces al tropezar con los pies de alguien, creí que de Leticia, tal vez eran los suyos. No puedo asegurarlo, durante la noche fue llegando al fuego gente que jamás había visto en mi vida. Quien fuera estaba cubierta de punta a punta con una manta amarilla. Eran pies de mujer. El amarillo me lastimó aún más los ojos. Me puse el suéter y miré hacia el grupo que rodeaba el último vestigio del fuego. Por un momento tuve ganas de huir, tomar las llaves del auto y conducir hasta el aeropuerto; regresar a casa sin mirar atrás. Aunque hubiese bastado para limpiarme un poco nada más que con regresar a mi departamento, en el centro de la ciudad. Pero no podía dejar a Leticia sola. Bueno, eso me dije como excusa. Algo más me retenía en la playa, y no era Leticia. Si no era ella, ¿entonces qué? Era una sensación de destino; me espantó reconocerlo, por eso permití que un raspar sobre la arena me librara del pensamiento. Miré otra vez hacia el grupo; uno de los bultos, al que cubría una frazada roja, se movía lentamente. Oí una risa apagada, risa de mujer, luego un quejido ronco, el quejido de un hombre, y luego los gemidos en sordina de la mujer. El bulto rojo hacía el amor. Estuve mirándolo unos segundos, sin pensar, sin reaccionar, ajena a ese movimiento que se hacía poco a poco más veloz. Recuerdo haber pensado “están haciendo el amor” pero en ningún momento me cruzó la idea del sexo crudo. En otras circunstancias (lo sé, lo he experimentado) me hubiera excitado esa cercanía. Pero aquél día no: la prueba es que pensé “están haciendo el amor”, en estos términos, y no: “están cogiendo”, con ese regusto a cosa chancha, a corazón agitándose, a saliva rejuntándose en la boca. Oí un gritó que ella censuró y un resoplido pesado de él. Habían terminado. Y yo seguía allí, viéndolos sin ver. Casi al mismo tiempo que el grito y el resoplido, la frazada roja voló hacia un costado y vi las nalgas peludas del hombre

tendido boca abajo, aún sobre y dentro del cuerpo de la mujer. Ella respiraba agitada. Aferraba con brazos y piernas el cuerpo inerte del hombre, lo atraía hacia ella, como si quisiera perpetuar el orgasmo asfixiándose con el peso muerto, tragárselo con toda la piel. De pronto abrió los ojos y me miró; no a mí en particular, sino en general, como si yo hubiese sido necesaria y hasta lógica en el recuadro del paisaje; su mirada era tranquila, satisfecha de sí, la mirada de quien se asoma a una ventana y observa lo que ya sabía que vería. Estuvo mirándome largo rato y yo también mirándola a ella. No recuerdo que alguna de las dos haya sonreído o emitido cualquier otro gesto. Éramos (ella también lo era para mí) como dos arbustos que se miran resignados a la distancia y a las raíces que la eternizan. Recién cuando el sujeto de las nalgas peludas se movió del cuerpo de la mujer, cuando esos otros ojos me descubrieron allí, con un suéter a medio poner y la mirada hacia ellos, tuve conciencia de mi indiscreción. Sentí vergüenza; un fuego quemándome desde adentro los pómulos. Terminé de ponerme el suéter y caminé con paso firme hacia el océano. Mientras me alejaba oí la risa de una mujer. No giré para comprobarlo, pero supe con toda seguridad que esa risa era su risa y que se estaba riendo de mí; al hombre no lo oí, supongo que al verme habrá fantaseado fugazmente con la idea integrarme al grupo, por una milésima de segundo se habrá creído capaz de recomenzar la cabalgata y montarnos a las dos. Luego de esa milésima, se habrá dormido. Así son todos. Lo pensaba entonces y lo sostengo ahora: así son todos. Te odio, Luis. Te amo, Luis. Las nubes, hacia el horizonte, poco a poco transmutaron los violetas en rojos, en mil tonalidades de rojos; los grumos fueron desgajándose hasta dejar un espacio libre donde inmediatamente después asomó el sol. Todo ocurrió con una sincronía tan perfecta que por un instante me fue imposible seguir sosteniendo la inexistencia de Dios. Olvidé a Luis, Olvidé al imbécil que roncaba junto a las brasas, olvidé la frazada roja, las nalgas peludas, la risa burlona; el mundo que antes me dolía ahora me acariciaba el alma; y yo era el mundo y el mundo era mi alma. Pero fue nada más que un instante, lo que demoró el sol en mostrar el primer borde, la breve pestaña de fuego que me devolvió el asco y el dolor. Las gaviotas comenzaron a llegar a la orilla. Se arremolinaban sobre las almejas que dejaba al descubierto la bajamar. Hubiese querido sentir que el día comenzaba; todo lo que sentí fue que la vida continuaba. Y cansancio, mucho cansancio. Lloré en silencio y sin agitación. Las olas tronaban en la rompiente; ya no me molestaban. Creo que ni siquiera las oía, como tampoco oí los pasos que se acercaban hacia mí. Alguien, con manos tibias, me tocó el hombro; giré sobresaltada. La mujer de la frazada roja (así la llamaré), sonriendo, me saludó y me convidó de lo que estaba fumando. “Te hará bien”, me dijo. Lo rechacé. No porque no deseara fumar, sino porque me molestó que una desconocida se arrogara el derecho de juzgarme al punto de considerar que yo necesitaba algo que me hiciera sentir bien. Yo, para los desconocidos, no necesitaba nada. Ni siquiera de mis amigos soportaba el juicio. “Te hará bien”, insistió, esta vez sonriéndome con todo el cuerpo. La miré a los ojos. Extendió el brazo una vez más, sin decir palabra, sin dejar de sonreír; sus ojos verde esmeralda reflejaban los destellos del sol. Acepté. Al cigarrillo le faltaba más de la mitad. Calculé que podría darle dos pitadas. Odiaba fumar hasta quemarme los dedos. Jamás pude hacerlo. Fueron dos, en efecto, pero ya con la primera mi cuerpo se relajó, las pocas lágrimas que habían huido a la censura se convirtieron en hilos ininterrumpidos que bajaban desde los ojos hacia la nariz y desde allí hacia la boca. Lloré con ganas, feliz, y al poco rato me eché a reír. La mujer de la frazada roja se echó a reír también. Mis piernas se aflojaron, me dolían el estómago y las mandíbulas, pero era un dolor tan maravilloso. Nos dejamos caer y seguimos riendo. De pronto una de las dos detenía la

carcajada y bastaba con mirarnos para retomarla de nuevo. Hubiese podido morir, literalmente, de risa, y hubiese sido una muerte maravillosa. Para cuando por fin pudimos parar, el sol ya estaba casi a medio cielo. Los que dormían alrededor del fuego habían despertado y comenzaban a marcharse. No vi a Leticia entre los que subían a la rambla. El imbécil que había dormido conmigo miraba hacia nosotras. Hablaba con el culo peludo. Rogué al cielo que no se acercaran. Y no lo hicieron. Se alejaron dándose empujones y golpecitos en los hombros, riendo entre ellos, de seguro comentando las alternativas de la cacería. Así son todos. “Tu novio te dejó sola”, me dijo la mujer de la frazada roja. “¿Mi novio?” “¿No es tu novio el que se va con aquél imbécil?” “¡No, por Dios!” Y nos echamos otra vez a reír. De pronto me cayeron las fichas, dejé de reír: “¿Por qué creías que ese tipo era mi novio?”, le pregunté, asombrada y algo asustada. “Porque anoche te vi revolcarte con él, argentina”, me respondió. Me sonrojé; ella se echó a reír. Lloraba; las lágrimas resaltaban el brillo de las esmeraldas incrustadas en sus ojos. Dos segundos después comenzaba yo también a reír. “¿Has visto que no mentía?”, me dijo. “Por qué lo decís”. “Dije que te haría bien y así fue, ¿no?”. Reímos otra vez, pero ya con menos fuerzas; más que risas eran deseos de nunca dejar de reír, aunque nos estallara la mente. “¿Cómo sabés que soy argentina?”, le pregunté cuando pude hablar. “Eh, boludo, cómo sabe ésta que soy argentina”, parodió agravando la voz, dirigiéndose a un interlocutor inexistente. Reímos otra vez. Oí el motor del último auto que se alejaba de la playa. En el borde de la rambla quedó (tan solo parecía a esa hora) mi Volkswagen azul. Miré hacia donde hubo estado el fuego; sólo estaban algunas botellas, mi bolso y la frazada roja. “¡Tus cosas!”, dije. “¿Qué cosas?”. “Tu ropa, tus cosas, se las llevaron”. “No, no creo”, me dijo. Y antes de que pudiera yo replicar, señalando hacia una cabaña azul distante a menos de veinte metros, agregó: “Que yo sepa, nadie ha entrado a mi casa esta noche”. Ya no pudimos reír, aunque intentamos. Otras gentes llegaron a la playa; unos paseaban a sus perros, otros corrían, otros se disponían a tomar el sol. Yo no quería alejarme del mar. Presentía que apenas posara un pie sobre el asfalto, el mundo me volvería a doler. “Ven, tengo hambre, vamos a desayunar”, me dijo. Acepté. Fuimos por mis cosas remontando la playa con pies de plomo. La arena húmeda y fría aceptaba con desgano nuestros pasos. Recogí el bolso donde asomaban el reloj, la agenda, el teléfono, las llaves del auto. Estaba abierto y no faltaba nada. “En Argentina...”, comencé a decir, pero me detuve. “En Argentina qué”. “No, nada, nada”, le respondí. No quería pensar en Argentina. Tantas cosas quedaron en Argentina. No quería pensar en Argentina. “Vamos –me dijo–, probarás el mejor café que hayas tomado nunca”. “Lo que quisiera probar es otro poco de eso que fumamos hace un rato”. La mujer de la frazada roja sonrió; me tomó del brazo en silencio y comenzó a caminar hacia la cabaña azul. Tal vez porque la risa nos había quitado las fuerzas, no dijimos nada en el camino, ni al llegar, ni al trasponer la puerta. Lo bueno es que no eran necesarias las palabras. En su lugar, yo me hubiese comportado como se supone deben comportarse los anfitriones; hubiese hablado sin pausa, espantada con la idea de que mi huésped se aburriera; hubiese cambiado aburrimiento por fastidio. Hablan, hablan, hablan tanto las personas cuando no tienen nada que decir. Sin embargo, aunque no lo supiera todavía, teníamos mucho para decirnos; sólo que aún no era el momento. La cabaña era modesta pero cómoda. Era un solo ambiente. En el fondo, la cama. A la izquierda, la cocina. En el centro, una mesa con tres sillas. A la derecha, un equipo de audio, tres columnas de acrílico atiborradas de Cds, y el televisor que sólo encendía para ver películas en video. Las sillas eran plegables, como las que usan los directores de cine. La mesa era una tabla redonda de madera sostenida por un pie de hierro

ornamentado. Por dentro, las paredes también estaban pintadas de azul, aunque en un tono más suave que en el exterior. Una lámpara colgante, casi a la altura de nuestras cabezas, sobre la mesa, destilaba una pálida penumbra de taberna irlandesa. Las ventanas estaban cerradas. “Nunca las abro –dijo, adivinándome el pensamiento–; cuando quiero ver el mar, salgo de la casa.” Me pidió que eligiera algún disco mientras ella preparaba el café. Tomé uno al azar, el primero de la columna del medio: un disco de los Beatles. Lo dejé en su sitio. No era una mañana Beatle. Repasé la discoteca arrastrando un dedo sobre los lomos. Coincidíamos en los gustos, ésa bien podría haber sido mi discoteca. Ninguno me atraía. Yo no quería ser yo esa mañana. “¿No te gusta ninguno?”, me preguntó. Alcé los hombros. “Bueno –dijo–, entonces elijo yo”. Accionó el play. El disco ya estaba puesto. “¿Te gusta Tom Waits?”. “Sí”, le respondí lacónica. “Es perfecto para fumar; tomemos antes el café”. Realmente preparaba bien el café; comimos unas galletas saladas que untamos con mermelada. La voz de Tom Waits raspaba la penumbra, llenaba el ambiente, hacía necesario y perfecto nuestro prolongado silencio. Descubrí que el verde esmeralda de sus ojos buscaban un contacto con los míos; yo los desviaba hacia la taza, o hacia la galleta, o hacia algún detalle de la cabaña que pretendía agradable. Una voz muy lejana, muy adentro, insistía con entablar un diálogo: preguntarle el nombre, la edad, su ocupación; afortunadamente no le obedecí. Hubiese estropeado el momento. Y ese momento requería silencio, Tom Waits, y el porro que ella encendió apenas terminó el café. Me gusta el aroma de la marihuana. Creo que a veces fumo nada más que para disfrutar del aroma. Supongo que ella también fumaba no por hábito, sino para darse de tanto en tanto una caricia, un consuelo. La cabaña lo demostraba; estaba aseada y ordenada, olía a pino. Cruzó por mi mente una tarde en las playas de Argentina, pobladas de pinares en cuanta duna los Gesell pusieron un pie. Ella me pasó el porro y las palmeras de la isla volvieron a mi realidad. Fumé y le devolví el cigarrillo; vi detrás del armario una pequeña biblioteca atiborrada de libros que desde la entrada había escapado a mi primera observación. Sin pedir permiso (ya no consideraba necesario solicitarlo para moverme dentro de su casa) me acerqué a la biblioteca. Sentí que me miraba, sentí sus ojos clavados en mi nuca; pero no era una mirada de reprobación, sino de simple curiosidad. Ella estudiaba minuciosamente mis movimientos y el saberme observada me provocó un placentero escalofrío. Mis movimientos eran rígidos, sobreactuados (hubiese querido actuar con naturalidad); me costó un tiempo concentrarme en la biblioteca y caer en la cuenta de que esos libros también hubiesen podido ser los míos. Unos discos y unos libros pueden coincidir en los gustos de cualquiera. ¿Pero qué ocurre cuando esos libros y esos discos no pertenecen al gusto del común de los mortales? Hasta las almas más frías se conmueven, al menos por un segundo, cuando descubren que la persona con la cual comparten una cena, una charla, lo que sea, coinciden tan plenamente. Tomé un volumen del segundo anaquel. El Astillero, del uruguayo Onetti. ¿Es casual que una chica mexicana lea a Onetti y deposite sus libros en el segundo anaquel de la biblioteca como también lo hace una chica argentina? “¿Te gusta Onetti?”, me preguntó. “Mucho”, le respondí, luego dejé el libro en su sitio. “A mí también; es una de las pocas cosas que puedo agradecerle a mi padre”, dijo. No tenía necesidad de preguntar más sobre el tema, sospeché que ya sabía la respuesta; de todos modos lo hice. “¿Tu padre te hizo leer a Onetti?”. “No –respondió indiferente–, simplemente heredé sus libros cuando murió”. Un nuevo escalofrío me recorrió el espinazo. Ella me miró los pezones erectos que resaltaban en el suéter y se echó a reír. ¿Tienes frío?”, me preguntó, todavía riendo. Le respondí que sí, mirándola fijo, riéndome yo también, con la extraña idea de estar viéndome a mí misma. Bueno, extraña... supongo que

por temor la defino de ese modo. En ese momento no me resultó ni raro ni nada, simplemente supe (sí, fue certeza) que estaba viéndome a mí misma; no era un espejo reflejando sólo mi cuerpo: era una historia repitiendo la mía. Tuve miedo también entonces, recién ahora lo reconozco. Esa mañana preferí negarlo. Quise creer que el miedo era ansiedad. Ansiedad por conocer más a esa persona, conocerme a mí misma; para drenar la intensidad, me inventé una amistad inquebrantable, un tejido de almas cómplices que habían tramado sus existencias desde el momento mismo de nacer, sin que ella y yo lo supiéramos. Y era todo tan brillante y tan hermoso en la penumbra azul de la cabaña, el aroma del café y de la marihuana, los pinos que ya no me importaba que fuesen de Villa Gesell o de un bosque suizo. No le huía a la memoria, por el contrario: ahora la buscaba. Tal vez –pensé–, en esa cabaña había estado todo el tiempo mi secreto, ese algo que buscaba desde que dejé mi casa, mi pasado. Los secretos de un alma son también el alma, y esa alma es también el pasado. Ahora puedo decirlo. Aquella mañana me obligué a sentirlo. Una lágrima cayó de mis ojos sin que yo lo notara. Ella extendió una mano y secó mi mejilla. Era suave y firme, las manos que una siempre espera del hombre que nos acaricia. Cerré los ojos y disfruté el contacto. Pensé en Luis. No fue espontáneo. Quise pensar en Luis. “¿Por qué lloras?”, me preguntó. Alcé mis hombros sin hablar; de haber dicho algo, de haber abierto la boca siquiera, me hubiese echado a llorar de veras. “Está bien, no lo digas si no quieres; a mí también me gusta llorar por mis secretos”. No podía creer que hubiese mencionado esa palabra. Me mordí los labios para reprimir el llanto. Alcé la mano para pedirle el porro. Fumé una bocanada intensa. El llanto se alejó, pero no me sentí mejor. Con las lágrimas y las caricias era como estaba bien. “¿Cómo te llamas?”, le pregunté; ella me miró largo rato antes de responder, como si debatiera consigo misma algún punto culminante de su filosofía de vida; finalmente me lo dijo, pero no se interesó por mi nombre. No mintió; o al menos me dio el nombre con el cual oí luego que la saludaban en la playa. De todos modos no era esa su identidad, como tampoco mi nombre hace a la mía. Llamarme Tal en lugar de Cual –pienso a veces– , ¿modificaría el concepto que tengo de mí, la imagen que me devuelve el espejo? No me concibo llamándome de otro modo. Y sin embargo sé que yo no soy mi nombre, sólo mi nombre. Lo angustiante es que pasarán los años, pasará la vida, y sólo mi nombre permanecerá incorruptible. Moriré y allí estará mi nombre tallado sobre la lápida, aún después de que mi carne sea cenizas. Aquí yace Tal por Cual. Aquí yace mi nombre. Y yo... dónde estaré yo. No lo sé, como tampoco sabía con certeza dónde estaba yo esa mañana. ¿En el humo que se elevaba pesado y aromático? ¿En los discos, en los libros? ¿En sus bellísimos ojos verde esmeralda? ¿En los remordimientos de Luis? ¿En los escalofríos agradables? ¿En el cuerpo que los sentía? ¿En la playa, en el mar, en el sol que no veíamos dentro de la penumbra azul? El disco terminó; ella (la llamaré con el pronombre en lugar de usar el largo y fastidioso mujer de la frazada roja, es mejor así) fue hasta la discoteca, eligió otro CD. Con el primer acorde de una guitarra reconocí la canción: era Joaquín Sabina; lija gruesa, lija fina. Me pasó el cigarrillo. Fumé lento. Joaquín cantaba: ... En Comala comprendí, que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver... Las palabras me penetraron con el suave filo de la verdad, el sentido, la claridad absoluta, ¿cómo es que antes no podía ver y entender como ahora veía y entendía?; al exhalar, dije: “Mi vida es un desastre”. Lo dije así, sin preámbulos, abusando de ese estado de complicidad que había idealizado al transformarla en mi espejo. “¿Y quién es el culpable?”, me preguntó. No me miraba a mí; estaba dibujando sobre la mesa con tizas de colores que no sé de dónde sacó. La mesa era de madera rústica, de manera que los trazos se afirmaban sin problemas, mejor incluso que en los pizarrones escolares. “¿Quién es el culpable

de que tu vida sea un desastre?”, insistió. Hubiese querido que en lugar de preguntarme me diese una respuesta. Yo no lo sabía. No podía echarle la culpa a nadie de lo desastroso de mi vida. ¿A Luis? A Luis lo conozco hace poco más de tres meses y mi vida viene cuesta abajo desde antes incluso de dejar Argentina. ¿Mis padres, entonces, los viejos amigos, las circunstancias? Mierda, yo era más que las circunstancias. Era más que mi nombre. Era yo y era asquerosamente libre. Cada uno de mis pasos había sido producto de mis decisiones. Nadie me había obligado a nada; no lo habría permitido. Qué espantoso fue aquel darme cuenta de lo libre que yo era. Tan libre que podía decidir no sólo los caminos de mi vida, sino que, incluso, el permanecer con vida. Tanto, tan libre era que había terminado por esclavizarme a mi libertad. Sí, por temor a ella, yo era una prisionera de la libertad. “¿No lo sabes?”, insistió. “Yo soy la culpable”, dije en un susurro apenas audible. Ella sonrió con satisfacción. “Ya me decía yo que tú eras una chava de las mías. Ven, párate y mira este dibujo”. Le obedecí, aunque bien podía ver el dibujo desde mi sitio. “¿Qué crees tu qué he dibujado?” Miré desde todos los ángulos los trazos que había rayado sobre la mesa. No tenían una forma definida, no me recordaban a nada, pero eran hermosos. Y esto mismo le dije. “Pues entonces es una hermosa nada”, dijo ella, echándose a reír. “¿Nada? Pero vos querías mostrarme algo”, reclamé. ¿Qué esperaba de unas líneas de colores? ¿Una moraleja, una enseñanza trascendental? ¿Por qué siempre creo que el otro tiene las respuestas a mis preguntas? ¿Por qué le doy al otro la sabiduría que a mí se me niega? Y en este caso, el otro me seducía aún más, porque ese otro era yo misma. Si ella sabía, entonces yo también sabía. Pero ella se limitó a reír de nuevo, y a fumar, pitada tras pitada, hasta que ya no quedó más que una tuca detestable. La miré con recelo. “No te preocupes, tengo más”, me dijo, adivinando mis pensamientos. Con un trapo húmedo borró en tres pasadas el dibujo antes de que yo pudiera detenerla. “¿Por qué lo borraste? Era tan hermoso”, le reclamé. “Ahorita mismo sigue siendo hermoso y nada”, me dijo. El sol había avanzado velozmente. Ahora se sentía calor en la cabaña. Yo tenía el suéter puesto. Debajo la bikini. Un fino bigote de sudor apareció sobre mis labios. En el borde de la nariz también noté algunas perlas de sudor. “Quítate ese suéter, hija; vas a morir de calor”. Ella vestía una remera blanca sobre su bikini. “¿Podrías prestarme una remera?”, pregunté. “Ah, tienes vergüenza”, dijo ella. “No, es que...” “Pues no deberías avergonzarte de tu cuerpo, es donde Dios decidió que vivirías y debes aceptarlo como es”. “No estoy avergonzada de mi cuerpo”. “Entonces déjate de pendejadas y quítate ese suéter”, dijo sonriendo, lo cual amortiguó (incluso anuló) la crudeza de su comentario. “No son pendejadas, simplemente...”. “¿Es que haces el amor vestida?”, me interrumpió, aún riendo. “Claro que no, me refiero a que...” No terminé de pronunciar la frase que ella se había quitado la remera y el sostén de la bikini. “Vamos, no son más que un par de tetas”. No sé si fue porque en aquél momento me sentí como una remilgada imbécil, o porque me resultaba imposible concebir que mi espejo se independizara de (y se adelantara a) mis actos, lo cierto es que me quité el suéter de un tirón y luego arrojé el corpiño a los pies de las torres de Cds. Reímos otra vez; otra vez nos sentíamos tan bien. Y no teníamos vergüenza, yo no tenía vergüenza; me gustaba mi cuerpo. Me gusta. Me gusta que los hombres me miren y me deseen. Y me gustó que ella me mirara con deseo. “¿Todas tuyas?”, me preguntó. “Las dos”, le respondí riendo. Ella extendió las manos, iba a tocarme; retrocedí. Ella se acercó, yo permanecí quieta; posó las manos sobre mis pechos, los presionó suavemente. “Pues sí, son todas tuyas”, dijo, acercándose más. Nuestros rostros quedaron separados apenas por un hilo de luz. Podía oír su respiración acoplándose a la mía. Yo exhalaba y ella aspiraba. Ella exhalaba

y yo aspiraba. Bebíamos nuestro aliento. No sé cuánto tiempo estuvimos en esa postura. Nuestras respiraciones se agitaron, mi corazón se aceleró. Y entonces la besé. O ella me besó. O nos besamos. Ya no lo sé. Simplemente ocurrió... Despertamos al atardecer. Hablamos largo rato, en la cama. Fumamos. Salimos a ver la puesta del sol. Cuando por fin regresó la noche, fui por mis cosas y me marché. Esa misma noche me apresuré en perdonar a Luis. Seguimos juntos. Me mira y sonríe cuando algunas tardes, sobre la mesa, dibujo con tizas cabañitas de color azul.

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