El Cuate - Guillermo Paniaga

  • June 2020
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  • Words: 8,951
  • Pages: 23
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El Cuate Guillermo Paniaga Pues nada, manito; nomás que un día llegué a tu ciudad, me gustó y me quedé; qué más quieres que te diga. Sí, sí, vale, boludo. Vos andás con eso de las historias y quieres que te cuente la mía; pero, oye, no es nada del otro mundo, a quién podría interesarle si ni a mí me importa demasiado. Si quieres te cuento pero nomás te pido que no vayas por ahí diciendo que el Cuate es un jodido drogón, ¿de acuerdo? Y ándale de una vez, pedí otra cerveza que tengo el pico seco. Por Dios, no. Iguana no. Pide una Quilmes, boludo, que sabe tantísimo mejor. Pero qué pendejo cabrón eres, Iguana no, por más que digas que es la mejor que has probado; ya que te vas a aprovechar de mi vida, pues en entonces dame el gusto, ¿no? Pídele una Quilmes. ¡Exquisita! Esto es cerveza, cuate. Bien, dejame ver por donde comienzo, no es cosa de andar disfrazando nada, ¿no? Ahora que me convenciste... La falta de consejos, como dice el tango, pero por qué echarles culpas a nadie, ¿no, viejito? A poco que quiero responsabilizar a los otros por la vida que viví. Yo era un pendejo pinche cabrón, bien pendejo y bien pinche cabrón. Las minitas, boludo, las minitas eran lo único que tenía en la cabeza todo el día, has de ver. No va que salía de mi casa y ya iba pensando en un culo, iba pa´mi chamba y ahí seguía pensando en un culo. Y hay que ver lo que cuestan los culos, mano. No cuesta tanto conseguirlos como mantenerlos, a que no miento. Cuando le encontraste la vuelta, los tienes ahí al alcance de tu ya sabes qué, pero guay que uno te guste más que otro y más que

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ninguno, guay con los culos que no te puedes luego sacar de la cabeza, y uno que se cree el gran jodedor, mierda, siempre llega el culo que te hace perder la cabeza, y no vas que te metes con los culos más complicados, manito, son esos, por complicados, por lo esquivo que son, los que nos hacen poner como boludos. Este culo, cabrón, qué reverendo culo... Hubiera sido capaz de cualquier cosa por él, te lo juro. Y de hecho lo hice, manito, y por eso estoy acá, ¿no es eso lo que querías saber? ¿Cómo es que llegué hasta acá? Pues mírale, este culo era un culo de los más deseables, creeme, un culo como el que jamás verás en tu perra vida, cuate, un culo de lujo. Lo conocí en el bar Portiko, que por suerte ya no existe. Me llevó un cuate de los míos para que nomás conociera una güerita que a él le interesaba... Y no estaba mal, te diré, aunque ni comparación con la que me perdió. La güerita andaba un poco ida ya, y eso que recién eran las diez de la noche. Quién sabe qué cosas se había picado, ¿no? La cosa es que nos convidó a su viajecito, si queríamos acompañarla, y va mi cuate y le dice que sí, para no quedar como un pendejo con ella, y eso que él nomás si había fumado de la María, y lo mismo yo... nunca otra cosa, creeme, y eso que ya andábamos para los veinte bien puestos. A mí ya se me está pasando, nos dice la güerita. Bueno, dice mi cuate, vamos todos, ¿no? Y yo dije que sí, pensando que no me iban a dejar ahí solo, que había culo para dos y sobraba, ¿no? Así que dale nomás, vayamos todos. La güerita entonces extendió la mano y mi cuate se la quedó mirando sin decir una palabra. Quiere platita, cabrón, le dije. Y él entonces se echó a reír como burro. A poco crees que tengo algo encima, dijo. Y adónde pensabas ir sin plata, lo encaró la güera. Y no que me estabas invitando. Cuate, le dije, no seas pendejo, ¿no? ¿Quieres o no quieres? Pues claro que quiero. Cuánto nos va a salir. Tanto y tanto. A poco crees que te voy a dar esa tela pa´ que después tengamos que buscarte con sabuesos. Bueno, pues si quieres ve tú a comprarlas. Sale, dime a quién y voy, güerita, que no estoy tan loco como

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para andar regalando tela al primer culo que se me cruza por el camino, ¿no? ¿No crees que tenía razón? A ver si esa gila se pensaba que nos podía pasar así como si nada. Pues entonces ándale, deja de hablar y ve de una vez a comprar. Vas al baño de damas y dices que te manda la Milagros. Y por quién tengo que preguntar. La güerita se echó a reír como antes se había reído mi cuate. Ándale, nomás, que tantito la veas te vas a dar cuenta enseguida. Y esa noche conocí a la Rocío, el mejor culo que haya existido sobre la tierra. ¿Que si hubiese muerto por ella? Hubiese muerto y matado a todos los que ella me pidiera, cuate, incluyéndote a vos, que ni siquiera sabía que existías. No he visto acá lugares como el Portiko, mano, y eso que recorrí cada tugurio de esta ciudad. Me juego la cabeza a que vos no conocés ni la cuarta parte de los bodegones de drogones y putas escondidos por ahí. Pero no vayas a creer y a decir que el Cuate es un drogón putañero, porque eso no te lo perdonaría. Desde que estoy acá me he portado como un santo güey. Nada de nada en las venas y le soy fiel a mi minita. Anduve y ando algunas noches por ahí nomás con afán turístico, como para darle un nombre. Conozco más tu ciudad que la mía, creeme. La caminé de punta a punta y me sé cada uno de los baches, de las baldosas sueltas, de las calles prohibidas. Pero nomás hecho todo esto con afán turístico, viajecitos de estudio como quien dice, ¿no? Pero de todos los sitios que recorrí, y creo que no quedó nada afuera, ninguno es ni la quinta parte de lo que era el Portiko. Tú te mearías las patas con solo asomarte a la puerta. Nomás, para que te hagas una idea, el Portiko estaba en uno de los barrios más jodidos del De Efe. Y hay que ver lo grande que es el De Efe, cuate, no te alcanzaría la vida para andarlo caminando. Para empezar, tienes que cuidar muy mucho el detalle de lo que te pones. No es como aquí que la cosa parece más estable. En Buenos Aires,

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quizá las diferencias sean más notorias; pero aquí, boludo, nomás que hablas con un saco y corbata y resulta que es un gótico insoportable, y te tomas una cerveza con un pelo largo, y descubres que no le van otra cosa que los boleros de Luis Miguel, y te sientas un rato con un campera de cuero y sale con no sé qué cosas de la cumbia tropical... Y al otro día te encuentras con que el saco y corbata se ha dejado crecer el pelo y fuma marihuana y toca la guitarra en los fogones de la isla, el campera negra se puso un traje y en la oficina canta a Ceratti y el de pelo largo se ha rapado a lo neofascista europeo. Y esto nomás con los que parecen diferenciarse, porque en los otros, cuate, ni qué ni qué... Acá son todos rosarinos, y ándale a cantarle a Gardel. Pero no tomes esto como una crítica, boludo, al contrario, es esto lo que me gusta de tu ciudad, esa cosa predecible a la que por costumbre te mimetizas y entonces dejas las diferencias adentro, para que sólo tú las notes, y esa son las verdaderas diferencias, ¿no? Las que se llevan adentro, que afuera nomás son pinches coloretes de payasos. Si yo soy otra cosa y estoy seguro de lo que soy, ¿por qué he de ir por ahí gritándoselo en la cara al que no tiene ganas ni le interesa escuchar, no? Ok, mano, soy un freak en tu ciudad, pero mi rareza es personal e íntima. Sólo yo sé por dónde va mi yeite; habrá quienes digan eh mira al Cuate que tipo raro es, qué pendejo loco y cabrón, pero ni pinche mierda sospechan por dónde pasa mi yeite. Tu me has visto extraño, mano, no lo negués, de lo contrario no te hubieses interesado tanto por mi pasado, a que me equivoco; pues claro que no me equivoco y bien orgulloso que estoy de no ser como los demás. Sin embargo allá sí era como los demás, sabés, boludo. Allá, en el De Efe, yo era un cuate de mis cuates y me juntaba en los lugares para cuates como nosotros; quería ser un cuate más. El Portiko era un lugar para cuates como mis cuates, y ve tu a aparecerte por ahí con otras ondas, ¿no? Mejor ni te aparecías. Pero ni mi compadre ni yo habíamos ido nunca al

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Portiko y no porque no lo conociéramos sino porque quedaba en la otra punta de la city y nomás que ya teníamos un bodegón que nos recibía con los mejores culos, y más a mano de nuestras camas, que para eso íbamos, ¿no? A tomar unas cervezas y a conseguir unos culos. Pero este pendejo cabrón no va que se pone loco con esa güerita que sabrá Dios dónde lo conoció. Y tanto me insistió para que lo acompañara que al final tuve que ceder; no teníamos coche, así que le puse como condición que pagara el taxi hasta el Portiko. Y lo pagó, nomás, pero se quedó sin tela y ahí nomás tuve que ir yo con la Rocío para darle el gusto a la güerita y a mí, para que negarlo, que ya me había calentado también con ella. Sí, sí, ya sé, boludo, estoy salteando casilleros, pero deja que te lo cuente como lo recuerdo o desde ya te digo que te puedes ir a la recalcada concha de tu reputísima madre. No, güey, no me enojo, pero deja ya de interrumpirme o tendrás que conseguir historias en los libros de tu escuela, pinche boludo. Y pídele otra que esta ya va para el último. Bueno, bueno, que esta vez sea Iguana; pero qué jodido sos, qué tipo jodido. El taxista como que no quería llegar hasta el Portiko, y bien que lo entiendo, pobre pendejo, habrá pensado que lo íbamos a asaltar; también con esas fachas, ¿no? Pero qué quieres que te diga de las fachas... Botas, pantalones negros y ajustados, camisas con los cuellos levantados, el pelo engrasado, qué más quieres que te diga, no me hagas recordar esos detalles que nomás pensarlo... Bueno, como quien dice, las modas cambian, ¿no? Así éramos mis cuates y yo. Sexo y Rocanrol. Claro, drogas. Aquí viene esa parte, mano, y deja ya de interrumpirme. Y mejor te guardas esa sonrisa de argentino cabrón y gastador o te la hago tragar con la Iguana y el vaso. Al final nos dejó en la mismísima puerta; se tranquilizó cuando vio que andaban unos polis dando vueltas por la zona. Mi cuate pagó y nos mandamos sin mirar al de la puerta, como si fuésemos viejos clientes de la casa. No tuvimos problemas para entrar, éramos cuates de esos cuates y

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todo marchaba bien por el momento. Nadie se detuvo a mirarnos como se mira a los forasteros. Las chavas que estaban con la Milagros abrieron apenas los ojos y como que quisieron preguntarle quiénes eran estos guapitos, pero no les dio la voluntad más que para volver a cerrar los ojos y seguir sus viajecitos. La Milagros había despegado muy temprano, ya estaba como de regreso, ¿no? Y a decir verdad la Milagritos necesitaba más de un aceite para un trip como la gente. Dile que vas de parte de la Milagros, me dijo la güera, y yo salí rumbo al baño, tratando de no pisar a los que andaban desparramados por el piso. Desde una esquina me llegó el aroma de la María y yo sentí una cosquillita en la panza, unas ganas de fumar que casi desvío la ruta y me mando hacia la humareda. Pero enseguida pensé en mi cuate y en el culito que nos esperaba y seguí hacia el baño a buscar a la Rocío. Entre tanto pensaba, ¿no? Pensaba que si nos mandábamos esos aceites ni ganas nos iban a quedar para ese culito y la verdad es que yo prefería el culito. Pero a poco que iba llevarle la contraria a mi cuate. Era un culito de su propiedad y hacía con él lo que se le viniera en ganas, ¿no? Que yo estaba ahí de cuate, nomás, y como cuate me tenía que portar. De modo que ni modo, al baño a buscar a quién mocos sabía quién. Vos que escribís, ¿nunca pensaste escribir sobre los baños de las chavas? Deberías. Hay que ver lo pinche mugrientas que son. Los baños de los cuates como que también, ¿no? Si no hay lugar, uno mea hasta en los rincones. Pero los de las chavas son peores, yo no sé cómo hacen para soportar todo el tiempo que se pasan ahí adentro dale que dale a la charla. Que si uno va y quiere hablar con alguien en un baño como que lo miran raro, ¿no? Como que se creen que eres de esos que andan buscando flautas pa´ soplar. Pero las chavas se pueden pasar la noche haciendo sociales en el baño, con ese olor a bosta y bacalao que para qué negarlo, ¿no? Apesta. Y el baño del Portiko no era la excepción a la regla. Ya nomás en la puerta

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había cinco o seis culitos esperando turno. ¿Y qué tenía que hacer yo? ¿Ponerme en la cola? A poco que me iba a exponer a semejante papelón. Nomás tomé coraje y abrí la puerta. ¿Vos te crees que alguna dijo ah, cabrón? Nada de nada, me miraron, en ese amontonamiento, como si yo fuera una más. Y yo ahí, perdido entre tanto cotorreo, sin saber qué decir, ni a quién, que andaban todas ocupadísimas dale y dale al delineador. Odio no poder hacer las cosas que me propongo, pero ahí adentro como que tanto bla bla y tanta pinche mugre me acobardó. Y ya estaba por salir sin pizca de remordimiento cuando al fondo, junto a la última puerta de los sanitarios, la vi. ¡Dios Cabrón Todopoderoso, cómo no creer que existes si nadie más que vos pudiste haber creado esa belleza! Mano, manito, no sabés lo que era la Rocío. El mejor, oye bien lo que te digo, el mejor pinche culo que haya existido sobre la faz de la tierra. Y ahí nomás, sin que nadie me dijera nada, supe que era a ella a quien buscaba. La buscaba para comprar las tripas, sí, pero también era la mujer que venía buscando desde que emplumé los pinches huevos. Creeme, boludo: llegué hasta ella como flotando. Sí, creeme: flotando. Yo no caminaba, no hubiese podido caminar. Estaba en el cielo, sobre nubes, y ella era el ángel más hermoso. Ella era el mismísimo Dios. ¿Crees que pude decir alguna palabra cuando estuve frente a ella? Ni una sola. Ni una sola pinche palabra. Tuve que tragar saliva veinte veces para que se me desatara el nudo de la garganta. Y ella, cabrón, ella que ni que si ni que no, como que no le importaba nada que un chavo estuviese ahí, mudo, mirándole las tetas y los ojos, los ojos y las tetas, como que estaba acostumbrada a las pendejadas como las mías, ¿no? Y de pronto, andá a saber qué carajo habrá visto en mí, me sonrió. ¡Dios cabronazo, Dios pendejo y cabrón, hay que ver lo feliz que me sentí en ese momento! Qué viaje ni qué ni qué. Esa sonrisa y ese hormigueo que sentía en las venas era el mejor viaje que hubiese podido emprender jamás. La

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cachiporra se me puso dura como una roca. Bastó una mirada para que se me empinara, ¿entendés, boludo? A vos, que te lo cuento, ni por un segundo te llegaría esa luz que me llegó a mí cuando la vi. Como pude, y no que la dificultad me la pusieran las chavas amontonadas, me acerqué a la Rocío. Qué hay, le dije. Qué hay, me respondió con esa sonrisa, mano, esa tremenda luz de sus ojos. Pues ahí, le dije. Y nada, cabrón, nada podía salir de mi boca más que esas estupideces. Qué buscas, me preguntó. Y lo pensé, juro que pensé decirle a ti, pero ni qué ni qué, sólo atiné a encogerme de hombros y señalar hacia la puerta, mudo, como si con ese solo gesto ella pudiese comprender que me mandaba la Milagros pa´ ver si me vendía unas tripas, que mi cuate me esperaba y que me había enamorado perdidamente de ella, la Rocío. Y qué crees tú, pues que me entendió cada puta idea incapaz de brotar de mis labios. Me sonrió, metió la mano en el escote y sacó unos papelitos rosados con dibujitos del ratón Mickey y el Pato Donald. Te van a salir tanto y tanto, me dijo. La tela me alcanzaba nomás para dos; somos tres, le dije. Pues lo siento, yo no soy de la caridad, me respondió. Pues ni qué, le compré los dos pensando que tendríamos que echar suertes pa´ ver quién de nosotros se quedaba en tierra, si no le dábamos el esquive a la güera que bien pasada andaba de millas en su travel pass. Ahí nomás que me dio los aceites, pegué media vuelta dispuesto a salir del baño, huir de aquella imagen que de tan luminosa me quemaba los ojos, además de acusarme por mi repentino mutismo, mi cobardía. Pero ella no me dio ese rápido consuelo, boludo, ni qué. Me agarró del brazo y me detuvo. Volví otra vez hacia ella y le sostuve la mirada con un esfuerzo supremo. Qué hay, le dije. Te vas sin saludar, me dijo. Y me estampó un beso que me dejó sin aire sin piernas sin alma sin nada. Boludo, eso sí que fue un beso. Eso sí que fue un pinche y cojonudo beso. Tu no eres de por aquí, me dijo. No, no soy, le respondí. Y qué te ha traído hasta aquí, me preguntó. Y ahí sí, boludo, no

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sé de dónde saqué la fuerza, pero las palabras me salieron bien claritas: no sé qué me ha traído, pero sé perfectamente quién me hará regresar. Ella sonrió, se metió la mano en el escote y me dio una tripita más. Toma, por ser nuevo cliente, cortesía de la casa. Gracias, le dije. Cuando aterrices, me vienes a ver, me ordenó. Pues claro, le dije, más que dispuesto a obedecer. ¿Sentiste alguna vez que tu entorno se desvanece, que ni siquiera vos sos ese alguien que avanza entre sombras y ruidos sin formas y sin sentido? Pues bueno, eso mismito sentí mientras regresaba a la mesa donde me esperaban mi cuate y la güera. Me detuve delante de ellos; la música sonaba como una sierra dándole y dándole a un tronco petrificado, los chavos ahí girando eran como espectros, manchas de colores que aparecían y desaparecían sin que yo me diera cuenta de nada, sin que nada me regresara al sitio, al instante, sin que nadie lograse regresarme de aquel baño donde en realidad me había quedado, en los labios de la Rocío. Y si algo a poco había que me diese a entender que este cuerpito estaba donde estaba, desligado, era el bobo dale que dale como si me hubiese narigueteado las rayas de la bandera yanqui. Y ellos ahí, partiéndose la boca sin remordimientos de nada, y a poco hubiesen debido tenerlo por algo, ¿no? Pues ni modo que les dejé los papelitos sobre la mesa y me regresé para el baño, donde yo me había quedado. Antes nomás de llegar a la puerta se me interpuso la Rocío. Adónde vas, me dijo. A buscarte, le dije, como queriendo seguir camino hacia el baño. Pues aquí estoy, me dijo, y yo que recién caía, boludo. Ahí estaba, cabrón. ¡Estaba ahí y yo que ni qué, entendés? Así de brillante y cegadora era esa luz. Y para qué me buscas, me preguntó. Y qué decirle, mano, ¿que la buscaba porque me había perdido? No, ni te lo creas. Hay frases, por más que sean ciertas y hasta necesarias, que pueden pasar tanto como profunda poesía o profunda mierda, como era el caso, ¿no? Ni modo que me quedé callado, la miré a los ojos y ahí nomás le metí un beso pa´ devolverle con creces el que me

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había estampado ella en el baño. Te dije que vinieras por mí cuando aterrizaras y no antes de partir, me reprochó, a poco crees que estoy dispuesta a verte delirar. Pues no tendrás que hacerlo, porque no he tomado mi tripa, le dije, y le mostré al Pato Donald que me había regalado. Ella sonrío, y discúlpame que insista en remarcarte cada una de sus sonrisas, mano, pero, tú sabes... Me tomó de las manos y me arrastró hacia el fondo del salón, donde había una puerta de emergencia. Empujó la barra de la cerradura con todo el peso de su cuerpo (y tienes que imaginarla, cabrón, tan hermosa, tan pequeña, blanca, de porcelana, chiquita, como esa pendeja nueva que canta, Avril Lavigne, así de bella y así de frágil, cabrón). Estábamos en un callejón, me arrinconó a la pared y, parada en puntas de pie (ahora pude ver que lo hacía), me volvió a romper la boca. Luego me bajó la cremallera del pantalón, me la sacudió un par de veces para comprobar que estuviese a punto, y se colgó de mi cuello, me rodeó la cintura con las piernas, bajó la mano para acomodarla y ahí nomás empezó a sacudirse, primero despacio, despacio, despacio, despacio, luego más rápido, más, más, más, más, más... Cogimos bien como perros, cuate, bien cogido. Y después ya me tuvo en un puño, ni falta hacía que me insinuara nada; yo estaba dispuesto a ser su esclavo por nada. Y lo fui, cabrón. Lo fui. Lo fui, y convertí a la Rocío en una buena razón para dar mi vida, cuate; matar y morir. Y aquí te veo la cara; esta es la parte que te interesa, a que no, pinche cabrón. Ustedes son todos iguales, la van de sensibles pero al final lo único que les interesa de verdad es la sangre, los culos pateados, los cuerpos desmembrados. Pero deberás tenerme paciencia, porque esa parte aún no llega. ¡A poco pretendes que te cuente mi vida como tu quieres que sea mi vida, cabrón! Mi vida es como es, fue como fue y será como será, en el orden que a mí se me antoje darle, ¿te queda claro? Tendrás que aguantarte, güey, a que llegue adonde vaya llegando.

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Ven a verme mañana, me dijo antes de regresar al Portiko, ahora debo seguir trabajando. Me despidió con un beso corto en la boca, y yo que estaba satisfecho vivía una sensación muy, muy ambigua, cabrón. Por un lado, lo de siempre, ¿no? A poco que tu no sientes lo mismo: ganas de encender un cigarrillo y echarte a fumar solo, aunque la chava siga ahí, al lado tuyo. Pero además de eso, al mismo tiempo quería que siguiera allí, conmigo mientras fumo, acariciándome el pecho, besándome el hombro, preguntándome una y otra vez si la quiero, todas esas cosas que... Pues ahora las deseaba, ¿entendés, boludo, lo extraño que me sentía? A la mesa donde nos habíamos ubicado desde el comienzo, seguían sentados mi cuate y la Milagros, sólo que ahora cada uno por su lado y vaya Dios a saber por dónde. Como no tenía otra cosa que hacer y no tenía ganas ni de sentir ni de pensar, ahí nomás ocupé mi silla y me tomé mi tripita. ¿Quieres que te relate mi viajecito, mano? No vale la pena, sólo te diré que hay viajes y viajes, que hay unos que te elevan al cielo y puedes tocar a Dios, pero como todavía no es tu tiempo, pues en algún momento te tienes que volver, ¿no? Pero otros te bajan al mismísimo infierno y hay que ver si el diablo después quiere dejarte ir. Mi viaje, por suerte, esa noche fue de los primeros. Los otros vinieron después... Ándale, pídete una Quilmes esta vez, y a ver mozo si me cambias esa música pedorra, poné algo de los Beatles. Mirá que sos cabrón; qué pinches basuras quieres que te detalle de mi viaje, nomás que al poco rato de habérmelo zampado quedé estático como la imagen de una fotografía. Textualmente, mano. Fue como si alguien me hubiese tomado una fotografía y, como dicen que algunos indígenas del África temieron, en el papel de la polaroid hubiese quedado no ya mi cara ni mi alma, sino mi mera conciencia, cuate, mi ser, estar y percibir el mundo; un mundo maravilloso de colores y de música, te he de aclarar. Pues nada, cabrón, es así como te lo cuento. Yo era una fotografía

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de mi mismo. Mi cuerpo, esta cosa a la que vos le decís Cuate y le ponés un nombre y por cierto pensás que soy yo, todo esto que ves estaba tirado en un sillón; pero yo, mi conciencia, estaba colgado de una de las paredes, prisionero de un marco rectangular, unos cartones por detrás y una delgada lámina de vidrio por delante, a la que bien hubiese podido destruir con un simple manotazo, pero como te he dicho yo no era mi cuerpo, ni siquiera tenía un cuerpo, mano; yo era una postal, una conciencia que se había detenido en una idea y en un gesto y en un instante y en un mismo sitio en el espacio, de modo que las cosas que percibía no iban pasando, no se movían, no se diluían los sonidos ni se evaporaban las luces; toda lo que yo percibía se iba acumulando: las personas caminando dejaban tras de sí una larga estela de ellos mismos en los movimientos previos, marcando el espacio como las huellas de un avión a chorro; los sonidos también se acumulaban, por lo que se hacía imposible distinguir palabras; era todo un ruido que nada tenía de monocorde ni de estridente, sin embargo; era un sonido agradable que además estallaba en colores y luego esos mismos colores, que eran los sonidos, se sumaban a los otros colores, los de las imágenes, para conformar un cuadro que poco a poco se iba saturando hasta ya no dejar un solo hueco libre, todo se oscurecía y dejaba de existir a la vez que, en un instante imperceptible, el estado de cosas volvía a cero para recomenzar la saturación de imágenes colores sonidos una y otra vez una y otra vez como un compac defectuoso que de golpe te samplea la mejor estrofa de una canción, o como cuando te emborrachas con esa porquería de Iguana, que al mirar un punto fijo en una pared ves que esa pared y ese punto giran hacia los costados o se elevan o descienden constantemente y tu no te explicas no sólo cómo es posible que la pared descienda, sino que además se eleve para volver a descender, pinche pared, pinche cerveza, ¿en qué momento la pared regresa a su sitio para volver a descender?

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Pues sí, mano, yo era una postal inmóvil, una película virgen en una Nikon en la cual habían dejado abierto el obturador, y entonces todo, todo, lo bueno y lo malo, lo bello y lo horrible, se grababa en mí sin saber yo si lo bueno era bueno y si lo era por qué, quién lo decía, quién lo decretaba... Fue un viaje de bella anarquía mental, cuate; un bellísimo viaje. De pronto alguien me descolgó de la pared, me soltó sobre mi cuerpo, y como antes vi que hacían con mi cuate y con la Milagros, me levantó de un brazo, me arrastró hasta la salida y me arrojó dentro de un taxi. Ándale con cuidado, Rocío, dijo el alguien que me había arrastrado y ahí, al oír su nombre, la foto, mi conciencia, recobró este cuerpecito y un dolor de cabeza que ni te imaginas. Miré hacia fuera, ya era entrada la mañana. Junto a mi estaban dormidos o desmayados mi cuate y la güera, y en el asiento delantero, junto al conductor, la Rocío. Quise hablar, pero sólo pude emitir un gemido. La Rocío me oyó y giró para verme. Estaba muy disgustada. Pues era hora de que regresaras ya, me dijo, con un tono calmo que no concordaba con la expresión furiosa de su mirada. Yo seguía sin poder decir nada. Adónde los llevo, me preguntó. Miré a mi cuate y a su chava, imaginé que yo mismo debería de tener esas jetas. No recordaba el nombre de mi calle, ¿puedes creerlo? Estuve por cantarle “vivo en el número 7, calle Melancolía”, pero no creí que estuviese de ánimos para chistes, como yo tampoco lo estaba. Me encogí de hombros, esa fue toda mi respuesta. La Rocío volvió la cara hacia delante y ya no me dirigió la palabra hasta que llegamos a su casa, en pleno centro del De Efe. Nomás pensar en las mañanas del De Efe... Hay horas en que me dan ganas de volverme, pero qué remedio, ¿no? ni modo que prefiera vivir enjaulado... No sé de qué ni por qué me lamento, cuate, si tu ciudad es tan bella o más que la mía; a poco crees que allá podría darme una vuelta por el río, tirarme al sol a ver a estas chavas que están para retedarle, ¿no?... Y sin

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embargo aquellas mañanas, aquellas horas en que el sol apenas comenzaba a tomar un tintecito amarillo apareciendo por entre la cortina de smog, y el calor, mano, ese calor de primavera que calienta sin quemar, que sacia sin hastiar; esas mañanas son como las caricias de la chava que te quiere y que uno quiere, los labios que te besan bajo los árboles y la lluvia; así son las mañanas del De Efe, cuate... Mira nomás lo que has logrado, pinche cabrón hijo de una gran puta; mira lo que has hecho, ¿esto querías? ¿Ablandarme para verme llorar? Pues ten en cuenta, boludo, que no soy de esos que nomás por soltar una lágrima ya están soltando el alma y el corazón; no cuate, tendrás que aguantarte con lo tantito que te dé; acaso crees que serías mi confesor; no, boludo, hay cosas que me reservo nada más que para mí, y aquí quedarán encerradas hasta el día que me muera. No, pinche hijo de puta, no es que me avergüencen, carajo; no se trata de vergüenza, cómo es que te cuesta tanto comprenderlo: estoy hablando de mí, de mis cosas, de recuerdos y sentimientos que nada más son míos, cabrón, y ahí tú si para tu pinche libro te andas inventando historias para cubrir esto que tu dices, los huecos, los ladrillos que le faltan a la pared; allá tú si lo haces y pobre de ti si me entero; al fin de cuentas esta pared es nada más que mía y ya está construida hilera por hilera desde el día en que mi madre me parió, que si tu notas que le faltan ladrillos ha de ser porque no te los estoy queriendo mostrar, cabrón hijo de una gran puta. A ver, dime tú, que tanto te la traés, tus cositas con algunas de tus chicas, con tu vida, con tus metidas de pata, con tus aciertos; dime tú, si eres capaz, las cosas que yo he dicho y que seguiré diciendo aunque tu puta manía de chingarle la vida a los amigos te empuje a querer escarbar en las heridas; allá tú si decides inventarte cosas, pobre de vos, pobre boludo, si me entero... Vale, vale, estás disculpado, pero nomás vuelves a interrumpirme y ya no te sigo contando, cabrón. Que si tengo ganas de ponerme cursi y melancólico, que si tengo ganas de decirte cómo eran las mañanas del De Efe, pues te la tendrás que aguantar;

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a poco crees que he decidido hablar por ti... Pobre boludo, pobre infeliz has resultado ser, cabrón. Tú que te dices escritor, bien deberías saber que si he aceptado hablar algunas de estas cosas no fue sólo para complacerte; ni siquiera en parte fue para complacerte; he decidido soltar la lengua nada más que por mí, cuate, ¿es que no te habías dado cuenta? Al cabo que sí te tomé por mi confesor, aunque no te diga todas las cosas, todos mis pecados, y no espere de ti la pinche absolución... Bien jodido estoy con mis culpas, bien asumidas que las tengo... Hace un rato me preguntabas si la Rocío era una buena razón para morir; empezamos esta conversación por ese lado, ¿no? Hace como una semana; sí, ahora me acuerdo, ahora veo cuál fue tu juego... Ah, pinche hijo de puta, no sos tan infeliz después de todo; mira que te ha costado una semana, pero al fin lo has logrado; y yo que hablo por mí, no soy más que una víctima de tu red, mano, fíjate cómo vengo a notarlo; tú, que la ibas de malito para hacerme enfadar, no hacías más que inventarme esa necesidad de hablar; no por ti ni para ti, sino por mí, pero a ti. Sí, cabrón, eres un pinche manipulador. Pero no, cuate, no estoy enojado ahora que sé tu juego; al contrario, estoy admirado; eres un gran hijo de puta... Nomás por eso tendrás que pagarte otras vueltas de cerveza y ahí sí pide de la que quieras, te la mereces. Sí, la Rocío era una muy buena razón para morir. Esa era tu teoría, ¿no? Que ya no sirve de nada buscarse razones para vivir, a poco que uno nace sin pedirlo y vive como consecuencia... y en consecuencia... y así como no hemos pedido la vida, un buen día nos llega la muerte, y a esa tampoco la pedimos... bueno, a veces quizá sí, alguna vez quizá la hemos deseado... no nos atrevimos... aquí estamos... Pero de todos modos ahí está la muerte desde el día en que nacimos, así la busquemos o no, allí está, ¿no es eso lo que tú dices? Y que al fin y al cabo, la vida sería realmente una vida si encontrásemos una buena razón para sacrificarla... Bueno, sí cuate,

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tú eres el escritor, no me pidas a mí que busque otras palabras; si no se te ocurren a ti... Sacrificarla, entregarla, comprometerla, como quieras llamarle; tú quieres encontrar razones, buenas razones para morir; darle, con ayuda de la muerte inevitable, un sentido al absurdo, ¿no es eso? A poco no me ibas a contagiar tu pinche palabrerío, cabrón, si ya parezco... Bueno, bájate del caballo, mano; ya te he dicho que tendrás que aguantarte todo lo que quiera decir, frase por frase, si lo que quieres es oír la historia de mi razón... Y ella murió, murió antes que yo. Yo aquí estoy, en tu ciudad, mano, qué linda es tu ciudad, ¿no crees que sería una buena razón? Es que tu eres no sé, mano; andas queriendo ver más allá de tus límites; ahí tienes lo que tienes, alégrate; pero no, buscas más, y más y más y más y más y así no hallarás jamás reposo, cabrón. ¿No decís que te seduce la filosofía zen? Entonces al diablo con tus benditas razones para morir; lánzate ya a ese río de una vez y deja de joder a tus amigos con todas tus cabronadas... No, no le estoy evitando el cuerpo a los recuerdos; aunque no los diga, aquí están. Prometí contarte, aunque sea un poco, y no pasa de hoy que lo voy a cumplir. Ándale, llena el vaso. Qué si me emborracho, güey; a poco crees que le tengo miedo a las resacas de la cerveza. Vos porque sos un pinche boludo que no se banca un dolorcito de cabeza. No, cabrón, las resacas de una borrachera no son nada en comparación con las de un viajecito como el que emprendimos con mi cuate en el Portiko. La Rocío nos metió de cabeza en el taxi y no porque se sintiera la buena samaritana, sino porque en el boliche no querían historias con la policía. Va que nos dejan en la calle, tirados a la puerta del Portiko, con unas caras que ni en los libros de aparecidos, y cuál crees tu que sería la consecuencia; pues ni modo, cuate, que la poli por unos pesos hace como que nada, pero anda tú a decirle a los vecinos que nada ni nada si todas las mañanas se encuentran con unos pendejos tirados en la acera. Pinches pendejos, murmuraba la Rocío cuando bajamos del taxi. Por lo que pude

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ver, la Milagros había estado antes en el departamento de la Rocío; apenas transpusimos la puerta, se mandó así sin más al baño, que estaba donde uno menos hubiese podido imaginar, ¿no? Ahí nomás de la entrada principal. La primera impresión que tuve... Bueno, digamos que primera después de un largo rato, hasta que pude habituarme al regreso, a esa espantosa resaca de los viajes, fue que vender aceites en los baños de los boliches no debía de ser una actividad muy rentable: el departamento estaba vacío, salvo un par de colchones pelados tirados por ahí, una mesa y un par de sillas; y la mugre, güey, la mugre que había en ese piso. Si hasta creo que vomité por el olor a perro muerto y no por la resaca. Mi cuate seguía medio inconsciente, de modo que, mientras yo limpiaba el vómito verdecito claro, ni sé por qué te lo detallo

de un color

él se tiró en uno de los

colchones con la Milagros. Ahí nomás se quedaron dormidos. La Rocío seguía murmurando maldiciones; estaba en la cocina preparando café. Ni creas que me sirvió. A poco que terminé de fregar y el piso, sólo donde hubo estado el vómito quedó limpito, me gritó que si quería beber pues nomás que me sirviera y punto. “Y ya que estás mejor, pendejo, terminas y te largas”. ¿Y ellos?, les pregunté, pero no por preocupación, sino más bien como un reclamo. Ellos se van cuando despierten, me respondió. Me serví una taza de café y me senté a la mesa, con ella. Trataba de mirarla, pero había algo, no sé bien qué, algo parecido a lo que sentí en el baño, que me lo impedía. De todos modos, ella tampoco me miraba. Tenía su taza entre las manos y miraba el líquido negro como si estuviese mirando en el fondo del universo. A veces creo que la Rocío, detrás de su máscara de indiferencia y acción, era más bien una contemplativa. Vos sabés a lo que me refiero; una mística desde la piel hasta los huesos. No es que me haya dado la lata con cosas raras, pero se le notaba en la cara, en los ojos, en el alma, que su mente iba más allá de las cosas que tenía delante. Sí, mano, la Rocío o era una hipócrita o una mística, o las dos cosas, y si dileaba en los

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bares, pues, ni modo, era para ganarse la vida. La prueba estaba en su departamento; a que si tienes lana para gastar no te la tiras en pasarla bien, en vestirte padre, en conseguirte unos buenos muebles, y una tele de esas con pantalla plana, y un equipo musical de la puta madre. Pues ella ni lo uno ni lo otro. ¿Qué hacía con la plata? Pues quién sabe; lo poco que encontré me sirvió para rajar, para subsistir los primeros meses, pero nada más. Aquí me tienes, tan esclavo de mi trabajo como tú, o como el mozo que nos trae las cervezas. Me duele mucho la cabeza, dije, y ni siquiera sé si vale la pena. No sé por qué dije lo que dije, tal vez porque no se me ocurrió otra cosa, pero lo más probable es que haya querido despertar su compasión. Lo cierto es que no quería irme así sin más. Además, le dije, hoy ya es mañana. Y cómo es eso, me preguntó, sin sacar los ojos del café. Pues que tú ayer me dijiste, en el callejón, búscame mañana, y hoy ya es mañana. Entonces ella me miró y sonrió. Qué pinche pendejo eres, me dijo, y volvió a mirar el café. Tomé su actitud como una invitación a quedarme si quería, y yo sí quería. No pregunté, no le pedí permiso; acabé mi café y me tiré en uno de los colchones que había en la sala; cerré los ojos y traté de no pensar; traté de hundirme en la resaca, ser yo mismo la resaca para que dejara de afectarme. Y creo que lo logré, mano, porque me quedé dormido. Decime una cosa, ¿qué sentirías vos si, después de un viaje, después de la resaca, después de dormirte y no saber dónde estás parado, si después de todo eso despertás y te encontrás con que, a tu lado, yace desnuda la mujer más hermosa que existe sobre la tierra? ¿Qué sentirías si, al verla, recordás a todas tus mujeres, el esfuerzo que te costaron, lo nada que son en comparación de la que ahora está a tu lado, si esa hermosura, al notar que has despertado, te besa en los párpados, y luego en la nariz y luego en la boca? Decime, boludo, ¿qué sentirías más que ganas de estar muerto, de que aquello sea el paraíso o el infierno, pero que sea la eternidad?

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Mi cuate y la güera no estaban; se fueron anoche, me dijo la Rocío. ¿Anoche?, pregunté, todavía aturdido, sin saber muy bien a qué iba mi réplica, pero consciente en el fondo que ese detalle era para preocuparse. ¿Anoche?, repetí. Miré hacia la ventana, era día, como cuando habíamos llegado. Dormiste todo el día, me dijo. No sé que caras puse, pero no han de haber sido de las mejores, porque ella rió con ganas. No te preocupes, tu amigo quedó en inventar algo para tus padres, todo está bien. Yo le miré las tetas, a poco que estaba aturdido pero cómo hacer para no mirarlas; se me empinó la picha de golpe, así como me ocurre al despertar. Ella volvió a reír; eres un pinche pendejo, me dijo, ¿me quieres decir qué debo hacer contigo? Por qué me lo preguntas, dije yo, un tanto avergonzado. Ella giró y se echó de espaldas, cruzó los brazos detrás de la nuca. Deberías verte dormido, eres tan lindo dormido. Luego volvió a ponerse de costado, llevó una mano a mi picha y me clavó un beso que ni en el cielo, mano; ni en el cielo ni en el infierno; estaba en la tierra, estaba vivo, ¡y qué belleza el mundo y la vida, mano! ¡Qué belleza! Cogimos despacito, muy despacito. Muy despacito... Ni qué lo digas, mano; por tu cara me doy cuenta que sos un boludo como yo, de los que se inventan, a fuerza de desearla, la belleza hasta donde es imposible hallarla. Ni rastros de la resaca; estaba en el paraíso, ahí, en ese departamento que era el mismísimo infierno; y estaba en la tierra, estaba vivo, estaba ahí con la más guapa de todas las putas del mundo, ¿eh? Y, pues nada, que al fin y al cabo ya había cometido el error de enamorarme. El departamento seguía oliendo a perro muerto y a sudores viejos, pero nosotros olíamos peor y en verdad no me importaba. Cuando acabamos, creeme, mano, fui yo el que quiso abrazarse a ella, fui yo el que quiso fundirse y perpetuarse en ese abrazo, fui yo el que estuvo a punto de preguntarle si me quería, mientras ella encendía un canuto. Pero me

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contuve, a poco crees que iba a perder mi dignidad. Eso sí, le besé las tetas, y tenían un sabor amargo, pero me gustó. ¿Quieres comer?, me preguntó. Y hasta entonces me di cuenta del hambre que tenía. Pues claro, le respondí. Pues tendrás que bajar a la tienda, porque aquí no tengo nada. Me levanté, busqué mis pantalones debajo de las sábanas (ni te imaginas como estaban de sucios y arrugados, los pobres) y luego me fui abotonando la camisa muy lentamente, con vergüenza de decirle que no tenía un miserable billete encima. ¿Qué, no tienes hambre?, me preguntó, impaciente. Pues ya te dije que sí, le respondí. Entonces a qué tantas vueltas, cabrón. Busqué los zapatos con la misma lentitud, incluso me demoré aún más en calzarme las medias. Ella se echó a reír. La miré avergonzado, me puse de todos los colores. Anda, apúrate de una buena vez, que yo también muero de hambre, hay dinero sobre la mesa, en la cocina. Agarré la tela y salí sin decir palabra. Cuando abrí la puerta, quedé como perdido. Había un pasillo a oscuras, en vano busqué la perilla de la luz; hacia la derecha había algo de claridad. Fui hacia allá. Había una escalera de mármol, como de caracol, ¿no? De esas con barandas de hierro de los edificios antiguos. Miré hacia abajo y calculé que estábamos en el segundo piso. Hacia arriba había unos cuatro pisos más; en el techo había una cúpula vidriada; por allí se colaba la luz. Recién entonces pude ubicarme en el espacio, al menos, ya que en el tiempo ni qué ni qué. Era de mañana o de tarde, era hoy o ayer, quién sabe las horas que había dormido la mona. Eso sí, en todo el edificio había un silencio de cementerio, como si los demás departamentos estuviesen deshabitados. Ni una pinche voz, ni un puto chillido de mocoso, como si el mundo no existiese dentro de esos ladrillos. Cuando por fin me decidí a bajar, oí unos pasos provenientes de los pisos inferiores; subían las escaleras; era una buena señal, había un mundo y yo, al fin y al cabo, seguía vivo y en ese mundo. Comencé a bajar. En el segundo tramo de la escalera me crucé con el dueño de esos pasos que me habían aliviado. Ni

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nos saludamos y apenas si nos miramos; lo poco que pude ver del tipo era que estaba vestido de negro y tenía pinta de chulo. Seguí mi camino sin darle mayor importancia. Una escalera más y ya estuve en el recibidor de la planta baja. Nomás tendrías que haber estado allí para comprender cuando te digo que al abrir la puerta de calle sentí que el mundo me estallaba en la cara. Fue como si de repente los ruidos despertaran de un largo sueño, como si el mundo hubiese estado esperando por mí para ponerse en movimiento. La luz me partió los ojos, los bocinazos me calaron los tímpanos, y el olor del humo me despatarró los pulmones. Tuve ganas de regresar corriendo a los brazos de la Rocío, pero nomás de pensarla recordé que ella también tenía hambre y vos sabés que no hay nada más efectivo que un estómago vacío para hacerte olvidar del miedo y el fastidio. Bien, y dónde quedaba esa maldita tienda. Sabe Dios dónde estaba. Le quise preguntar a una vieja que pasaba por ahí, nomás, con su chango de las compras; pero apenas intenté decir una palabra, la vieja me miró como si yo hubiese sido un demonio que la invitaba a pasar al infierno y apuró el paso mirando una y otra vez hacia atrás pa´ ver si yo la seguía; y buena gana hubiese tenido de seguirla y hacerle pegar un buen susto a esa vieja puta... Pero hay que comprenderla, cuate; al poco que se fue corriendo, me miré en el reflejo del vidrio de un auto y hay que ver las caras que tenía: sucio, barbudo, despeinado y con la ropa hedionda y arrugada; pues ni qué, pobre vieja. Me arreglé lo más que pude, hubiese sido bueno que me detuviera la poli con el hambre que cargaba y la Rocío esperándome. Hacia la derecha, en la esquina, vi un pizarrón de esos que se usan pa´ los precios y me dije que ahí estaba la tienda, pues. Me dieron ganas de queso y eso fue lo que compré; algo de pan, cervezas, unas salchichas, leche y galletas. También unos chocolates para regalarle a la Rocío, aunque fuese de su tela. Ya en el camino me eché al buche unas galletas, y con el estómago aún vacío pero con promesa de más, me volvió tantito el buen humor que me

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había robado la realidad, la calle... A veces me da por pensar que endiosamos demasiado a la realidad, ¿no? Como que no nos permitimos las locuras que son nuestra esencia, la de nosotros, los locos, ¿no? Me da por pensar que nosotros los locos somos los aztecas vencidos y sumisos a la realidad de los Pizarros, ¿no? Primero dioses y después ni qué, hacha y espada y ahí nomás quedamos, con el pescuezo partido... Yo esperaba reconciliarme con mi sentido de realidad cuando ingresé al silencio y la semipenumbra del edificio de la Rocío. Pero lo que encontré fue algo distinto; no en la fisonomía, sino en la percepción que yo tuve de ella. Fue como si me hubiese acostumbrado a los hachazos de Pizarro, ¿no? y ya no pudiese recomponer mi seguridad, mi integridad. Fue, para qué negarlo, un presentimiento, la certeza de que ya andaba descabezado y no habría Dios ni Demonio que recompusiera la situación. Como antes había fantaseado con la idea de regresar y olvidarme del mundo del afuera, ahora sentía el impulso de pegarme la media vuelta y olvidarme de la Rocío y de todo lo que había pasado hasta entonces. Pero qué diablos, en el fondo, el miedo, los miedos, pueden resumirse en un solo origen: el miedo de morir, pero de una muerte emparentada con el dolor, no sé si me comprendes cuate. Uno en el fondo no le teme a la nada, sino al dolor de perder el todo sin conciencia de la pérdida aunque sí del dolor. No sé si me entiendes. Claro que me entiendes. Como también comprendes que la Rocío era una buena razón para morir. Por eso desobedecí a mi instinto y me dirigí derechito a las escaleras; subí escalón por escalón con paso firme, cuate, pero pesados, tan pesados. Cuando llegué a la puerta de la Rocío, en esa penumbra a la que ya me había vuelto a acostumbrar, oí gritos y golpes; era la voz de un tipo, y los golpes sonaban aplastados, como caídos sobre un cuerpo con el puño cerrado. Luego oí la voz de la Rocío que pedía por favor que ya no le pegaran. Entonces, cuate, abrí la puerta y me encontré con el chulo de la escalera, el que había cruzado al bajar, sosteniéndola del

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pescuezo y dándole sin asco en los riñones. Suéltala, le grité. Y tú quién eres, pendejo hijo de una gran puta, me gritó el chulo. Vete, me gritó la Rocío, vete y no aparezcas nunca más por aquí. Suéltala, cabrón, le grité al chulo, yo todavía en la puerta, sin atreverme a dar un paso. Vete, me gritó la Rocío. El chulo la soltó y se me vino encima. Sacó un puñal de la cintura. Vete, gritó una vez más la Rocío. Y yo, mano, como que empecé a correr hacia las escaleras, ¿no? A poco me iba a ser el valiente con ese chulo que se me venía con una punta derechita al estómago. Ven aquí pendejo de una gran puta, me dijo el tipo, cuando yo empecé a correr. Me siguió por el corredor a oscuras, era rápido el muy guacho, tanto que me dio alcance al llegar a las escaleras y fue ahí donde se me abalanzó con el brazo en alto. Por puro reflejo, cuate, le di esquive al puntazo y el chulo calló redondo por las escaleras. Se dio la cabeza con uno de los escalones y quedó desmayado en el rellano. La Rocío se vino corriendo; cuando vio al chulo tirado y sin conciencia, corrió hacia él llamándolo por su nombre. Héctor, Héctor, qué te han hecho, Héctor; qué le has hecho hijo de puta. Pues nada, le dije, y era la pura verdad. Entonces ella le sacó la punta de la mano y se me vino al humo escaleras arriba. Hijo de puta, qué le hiciste, hijo de puta, qué le has hecho a Héctor, gritaba, histérica. Me lanzó un golpe con el puñal y yo le atajé la mano; le presioné la muñeca hasta que lo soltó. Lo levanté del piso, la miré un segundo, un segundo nomás, durante el cual pensé que estaba buena, el mejor culo que había visto en toda mi puta vida, y ahí nomás le clavé la punta en el cuello. Aquella mañana morí, cabrón. Morí para mí, para mis cuates, y me tuve que hacer de nuevo, ¿comprendes? Este que hoy ves aquí. Pero no me quejo, ¿sabes? No me quejo. Fue una buena razón.

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