Ahora Que Llueve Y Lo Recuerdo - Guillermo Paniaga

  • June 2020
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Ahora que llueve y lo recuerdo... Guillermo Paniaga

Ahora que llueve y lo recuerdo sin tener una clara conciencia de la relación que pueda existir entre esta lluvia y aquel anciano... (aunque lo sé, viejo, claro que lo sé; entonces mejor decir: ... ) ...ahora que llueve y lo recuerdo y que me he propuesto escribir sobre él para obligarme a la esperanza... (pero, ¿sabés hermano?, sólo vislumbro un fugaz concepto de espera, y en esa espera no hay fe; de manera que probemos con...) ...ahora que llueve y lo recuerdo, inevitablemente recaigo en la misma pregunta de entonces: ¿Lo habrá logrado? No lo sé, a veces pienso que sí, a veces que no, depende de los días y del ánimo para que una respuesta reemplace de un plumazo a la otra; tampoco sé qué hubiese sido mejor para el viejo, (o para mí, ahora que llueve y lo recuerdo y que me he propuesto escribir sobre él; aunque la esperanza, ya se ha dicho...) si la muerte o el desengaño, si la grieta o la lucha estéril contra una corriente que se empeñaba hacia el norte y hacia la costa, cuando él sur, siempre sur y hacia la grieta. No lo sé. Soy así, quevachaché: argentino lágrima de tango y queja de bandoneón; qué remedio;

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y encima esta lluvia y este día; y mi pueblo bajo el agua; y mi gente resignada, angustia muda, desencanto, si al final no se va nadie, y si chorea que por lo menos haga, que no hay manera, no hay manera, ya está bien de tanta espera... ¿Te das cuenta por qué dudo, justo hoy que llueve, y que es otoño, justo ahora que lo recuerdo? ¿Entendés por qué lo busco? Bendito seas, si entendés. Bendito seas, porque yo, hermano, no hago más que sabotear milagros y desacreditar a los ángeles del cielo, éste de un gris lluvia y otoño, de agua hasta el cogote y de furia doblegada. Quisiera creer, te juro. ¿Lo habrá logrado? Quién sabe, nadie podría responder con certeza más que el viejo; y él hace tanto que se esfumó. Si la respuesta dependiera de su figura, de su luctuoso andar en tierra, siempre encorvado, como esclavo del pasado, con las manos arrastrando la arena o el asfalto, avanzando cada pie lentamente, como si necesitara el uno permiso del otro para continuar, entonces qué dudas habría: ha fracasado. Sin embargo en el agua el viejo era ágil y fuerte; libre y obstinado. Don Artemio, qué tipo, cuánta espera... Como el faro o los Siete Saltos, el viejo era una atracción en sí mismo, más allá del mito que los lugareños habían forjado a costa de su hermética pena. Sospecho que muchos turistas, como yo, más que por los obvios crepúsculos de álbum familiar, demorábamos la tarde en la playa para ver al viejo en su diario ritual. Llegaba a las seis; bajaba lentamente la duna sosteniéndose con un bastón de rama seca y caminaba hacia el mar con paso lento y arrastrado; sobre la arena, tras de sí, dejaba dos surcos leves, como de esquís sobre la nieve, y rítmicos orificios, en uno de los laterales, que se hacían más notorios en cercanías de la orilla. Casi en el borde de espumas, se quitaba la camisa blanca y la ataba en el bastón que enarbolaba en la arena húmeda; era su bandera en un pedacito de playa, su reclamo infinito frente al inmarcesible océano de sal, señal de una estatua temerosa que miraba el pasado y el fuego mientras huía hacia lo que vendrá... hasta que se sumergía en el reflujo y entonces sí la libertad, y entonces sí la fe, nadando hacia el

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último sol; un sol que nacía y moría en el agua, porque en Claromecó es así, un ciclo que marcha de costado, allá en el sur, siempre en el sur; entonces hacia allá, sin pausa, con el ritmo condenado de la euforia perenne, la prisa descuidada de quien hace para no desfallecer porque sabe que aún debe esperar un poco más, todavía un poco más. Don Artemio boyaba sobre las olas hasta cruzar la rompiente y luego se adentraba cien, doscientos metros, tan ágil, tan obstinado, tan libre; podía imaginarle la sonrisa clavada en el rostro, esa felicidad de euforia perenne, una alegría que se desdibujaba apenas emprendía el regreso igual de ágil y obstinado, pero menos libre y menos alma. Antes de que el sol se hubiese puesto por completo, lo veíamos salir esmirriado y con el cuero marchito, así como a nosotros sólo en la punta de los dedos, sin saber si por el agua o por los años, pero marchito... y triste de nuevo, en tierra otra vez, rebuscando entre la arena y el viento agrio el rastro de Pandora y de su caja incompleta y cruel. Qué más te puedo decir del viejo, ahora que llueve y lo recuerdo; que hablaba poco, apenas lo necesario, jamás con los turistas... Si no fuese porque los más antiguos del pueblo lo recordaban, aunque taciturno durante la faena, afable en los fogones al regreso de la pesca, cualquiera hubiese pensado que su vocabulario se reducía al saludo obligado por su gentil costumbre pueblerina. Pocas palabras: muchos pensamientos, podría alguien deducir; pero prefiero concederle crédito otra vez a los lugareños, quienes atribuían el silencio a la obsesión que lo forzaba a la espera, a esa sola idea que se resumía en un rostro y en un nombre: Cristina. Don Artemio y Cristina eran el mito de la tormenta. La tormenta, pregunte por la tormenta y verá, me había dicho el chofer del micro antes de llegar. El viaje desde Buenos Aires a Claromecó se lleva siete horas de un día; ni una más ni una menos: siete. Y ése siete, número primo e impar, para un fumador en un ambiente donde se prohibe el humo, toma además características bíblicas y como en el libro santo simboliza la inconmensurabilidad... de manera que pedí permiso para fumar en la cabina. Fue

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allí donde, entre jockeys y cafés negro, quemado y muy azucarado, oí por primera vez la historia de la tormenta. Lógicamente, no la creí. Pregunte

me dijo el chofer, casi ofendido por mi incredulidad

; pregunte a

cualquiera por la tormenta y le dirán. Y efectivamente, todos en Claromecó daban por cierta la historia de la tormenta, en especial los lugareños, claro; y si bien quedaban pocos testigos vivos, esos pocos, ancianos, eran desoídos e ignorados, porque algunos de sus dichos contradecían la versión oficial; se los tildaba de seniles. Y en verdad, a pocos les hubiese interesado oír seriamente lo que los viejos tuvieran para decir sobre Cristina y Don Artemio porque en Claromecó, pequeño pueblo costero del sur bonaerense, igual que en la Patria Grande con sus próceres, la leyenda había destronado la historia. Pero tal vez allí, donde el invierno reduce la vida social al fuego y la noche, y los huecos y los silencios son cubiertos por el hastío, el recurso pueda justificarse; en los pueblos pequeños la búsqueda de un sino que los torne únicos, de un hecho que los trascienda, hace prodigios en la imaginación popular; de manera que del pasado difuso de la tormenta al cuento sobrenatural había un paso imperceptible que ni siquiera había sido necesario dar. ¿No era, acaso, el viejo casco semienterrado en la arena de los médanos del oeste un depósitos de espíritus, el de los corsarios ingleses que encallaron y se ahogaron en los tiempos del virreinato y cuyas maldiciones se oían en las noches de luna nueva? ¿No atesoraba, el salto de Cristian, las odas inconclusas de un poeta suicida, cuyos versos se mostraban a quienes allí recordaban un amor perdido? Y en el vado donde se congregaban para morir miles de caracoles, ¿no describía la arenisca, inútilmente y en un idioma desconocido, los arcanos del mar profundo, semejantes a los del cielo? Si todo esto era cierto, porque no iba a serlo la leyenda del viejo Artemio, mitad hombre mitad alma en pena desde que a la Cristina se la tragó el cielo... Ahora que llueve y lo recuerdo, hermano, y que por fin te saqué un poco la grela,

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puedo adivinar el estupor de tu mirada... Sos un escéptico, como yo, o un pesimista, que es peor; sería tan lindo creer. Aquellos en Claromecó creían, como yo alguna vez creí. No es difícil, te aclaro, porque toda creencia, aún la más fantástica, asienta su base en una explicación lógica, de manera que los hechos reales, entretejidos con la superstición y con los pareceres particulares, generan argumentos que en voz de los más locuaces, mate va ginebra viene, se extienden sin problemas entre los crédulos y las generaciones... Los lugareños afirmaban que la Cristina había sido engullida por el cielo, así nomás, sin vueltas; y las pruebas (¿cuáles?) eran irrefutables; de manera que lo creían porque era cierto, tanto como que si tomabas vino patero y tibio comiendo sandía fría, te morías. ¿Y qué forastero hubiese sido capaz de refutarlos, si hasta la existencia umbría y cíclica del viejo confabulaba contra cualquier intento? La tormenta, hermano; si andás por Claromecó preguntá por el viejo y la borrasca y cualquiera sabrá darte mentas de la historia, de la leyenda, del mito, ya no sé; la tormenta fue en octubre del 45, eso lo dan por seguro, aunque las versiones sobre la fecha exacta difieren y son tantas como días tiene el mes, de manera que, para chequearlo, me fui hasta Tres Arroyos y busqué del 1 al 30 en los ejemplares del diario regional; y para no errarle me fijé también en septiembre, y en noviembre, si hasta diciembre revisé. Pero nada, parece que al diario poco le importaba Claromecó, un caserío insignificante de pescadores por aquellos lejanos días. Sin embargo nadie dudaba de la tormenta, era parte de la historia del pueblo; la leyenda llegó a los jóvenes con la tradición y el boca a boca, aunque me resultó imposible precisar y reconocer un origen válido, porque a los viejos, ya sabés... Nadie ponía en tela de juicio cosas tan ciertas como la fugacidad del meteoro, la súbita inundación, las pérdidas materiales... y la desaparición de Cristina; sin documentación que respaldase la tradición, la aceptaban como se acepta la hipóstasis: pura cuestión de fe. Y la describían tan claro, tan concluyente... había sido violenta y fugaz; una luz poderosa e hiriente; un relámpago repentino que abrió en dos la bóveda celeste y dejó caer un aluvión de furias olímpicas;

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decían que de la grieta fluyó un color amarronado, angustiante, pero que daba gusto oírlo tronar; decían que los hombres, sorprendidos, se dejaron seducir por aquella fuerza intempestiva y nueva; y que algunos, como Artemio, se lanzaron mar adentro para abrazarla y hacerla suya... Artemio con Cristina, en el bote, sintiéndose casi feliz, casi redimido y andá a saber por qué. Pero a la vez el agua invadía la playa y sobrepasaba los límites del pueblo; el ganado murió ahogado; un rayo partió el foco eterno del faro; la tierra sufrió durante años los estragos de la sal y el yodo acumulados... Dicen que llegó así, mágica y sin aviso, como el grito de los corsarios en las noches de luna nueva. Y que así como llegó, se fue; con la misma celeridad. El mismo hueco que le había dado vida la absorbió, la tragó sin dejar huellas, llevándose con ella rayos y truenos, peces y barcos, furias y luces, heridas y redenciones; y a la Cristina en el botecito; y a la mitad vital de don Artemio, allá, en el sur, orillando hacia el oeste, donde el sol acostumbraba morir. Dicen que en medio de la furia Artemio cayó por la borda y ciego por la sal, buscando a Cristina, nadó hacia a la playa creyendo que lo hacía mar adentro. Tocó tierra y se salvó sin que ésa hubiese sido su intención. Llegó al atardecer, horas después, siglos después, cuando ya lo daban por muerto; lo vieron surgir del agua como a un aparecido y ya desde entonces dieron calidad de milagro a la sobrevida del viejo. Sobrevida... a costa de qué; a costa del alma y de la mismísima vida; la tormenta le había tragado alma y vida. Era, don Artemio, mitad hombre y mitad pena; un aparecido encarnado llorando en tierra por la difunta Cristina, y nadando cada día hacia el punto del sol poniente, para reencontrarse fugazmente con ella, para verla en aquel huequito de cielo que sólo el viejo percibía. Éste era el cuerpo del mito. Al menos el que conocían los foráneos. Pero había más... ¿y sería realmente un mito? Cuántas preguntas sin respuestas, hermano, las de antes y las de ahora, hoy que llueve y lo recuerdo, y que es otoño, y que debería preocuparme más por este ahora que me duele... el ahora es un pie de elefante posado sobre mi cuello, un peso

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que me doblega el alma... el viejo también lo sufría en el cuerpo. Era, el suyo, un pie de elefante de este mismo dolor; lo dejaba con el torso vencido, los brazos caídos, el silencio inquebrantable... Al menos él tenía una Cristina que lo empujaba cada tarde hacia el agua helada; estaba el anzuelo, la zanahoria del burro, para él estaba Cristina... un fuego alimentado por el dolor, por la constancia, por las ganas de un desquite... él creía en la revancha, vivía por ella, estaba seguro de ella... Poco después del desastre, tal vez más por deseo que por real intuición, don Artemio había profetizado la reapertura de la grieta celeste y el retorno de la fuerza sublime... y eso también, vaya uno a saber por qué (¿o por qué no, después de todo?) en el pueblo lo creyeron. Lo sabían los lugareños, los comerciantes, los guardavidas, pero el turismo, es claro, ignoraba tal profecía: era ésta la única referencia oculta del mito; ¿quién hubiese elegido para veranear un sitio donde era posible que se reabriera un hueco que vomitaba furias y colores que tronaban, y que, de yapa, engullía almas?... Las de los corsarios, la del poeta, la de Cristina y la del viejo, todas las almas yacían en el buche de aquel cielo... ¡Pero guay con decir nada a los turistas, que si no la plata…! ...Por eso nos sorprendió que Santiago izara el banderín rojo habiendo tan buen tiempo, con el mar casi llano, con un día sin viento, tan atípico en Claromecó. Reticentes, obedecimos y abandonamos el agua; pero en el decurso de la mañana, cuando ni una nube permitía sospechar tormenta, ni en la espuma había el menor rastro de aguavivas que justificasen la prohibición, comenzamos a imprecar al guardavidas. Está más que justificada, nos respondió Santiago sin mayor explicación. Esto ocurría

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en Dunamar, pero las aguas del centro también habían sido despejadas. Sin embargo, los guardavidas no se atrevían a evacuar las playas, tal vez para no generar pánico; además, ¿Quién hubiese aceptado abandonarlas con un día tan perfecto y sin una razón coherente? La autoridad del guardavidas era indiscutible en el mar, pero en la arena, viejo... O Tal vez era que Santiago confiaba en que hubiese tiempo suficiente para desocuparlas desde la primera lluvia, aunque... vaya uno a saber... ¿Y cómo había podido suponer, Santiago, que el hueco tormentoso podría reabrirse justo esa mañana? Por don Artemio, por qué más: el viejo llegó a las diez y clavó la mirada en el horizonte. A la diez, ¿te das cuenta? Y él jamás en las mañanas... Santiago llegó hasta él para confirmar lo que ya sospechaba; el viejo lo miró en silencio: entre ellos no se necesitaban las palabras; entonces Santiago, repentinamente acongojado, arrastró los pies hacia el mástil e izó el banderín rojo; por radio avisó al resto de los paradores para que hiciesen lo mismo. ¿Por qué? le preguntaron El viejo

si el día está bárbaro.

respondió escuetamente; y de inmediato sus compañeros enarbolaron la

prohibición. Ahora había que esperar, y rogar a Dios que la tormenta fuese leve, que le permitiera a los bañistas abandonar la playa, que ni las fuerzas ni el ánimo le flaquearan para socorrer a los previsibles rezagados, aún cuando atisbara (guiándose por la leyenda) que cualquier lucha contra las furias sería en vano. Santiago miró al viejo una vez más y, compadeciéndose (¿por él o por el viejo?), desempolvó de la memoria el Padrenuestro que le había enseñado el cura Ariosto en los años del catecismo. ¡Cómo no iban creer en la leyenda, los lugareños, si hasta el cura, que enseñaba a los chicos el temor a Dios recurriendo al terror apocalíptico, había usado la historia del desgraciado Artemio para ejemplificar los versículos del apóstol Juan! ¿O no se habían enrollado los cielos como pergamino aquel día de la tormenta? ¿O no se habían oído las trompetas anunciando la amenaza de los cinco jinetes?

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Santiago rebuscaba entre las olas el pie de un ángel, aguzaba el oído para oír las trompetas... barría el azul perfecto en busca de una fisura mínima que prefigurase la grieta... ...Pero nada... Durante más de una hora soportó estoicamente el reclamo de los bañistas, el mío incluido. Su respuesta era invariable y alternando monosílabos con la lisa indiferencia, mantenía la mirada fija en la espalda dura y curtida del viejo. Hasta que, don Artemio, con alguna dificultad, se incorporó. Por reflejo, Santiago miró hacia el cielo, hacia el mar, hacia el horizonte... Nada. ¿Qué había visto el viejo? Don Artemio se arrastró pesado hacia la orilla; con espuma entre los pies, esperó que llegase una ola. El sol de mediodía caía recto sobre las cabezas; la única sombra sobre el agua era la que proyectaba el torso encorvado del viejo. Con la primera rompiente, apenas el nivel del agua le rozó las rodillas huesudas y zambas, se arrojó de cabeza. Y entonces fue como si los goznes enmohecidos hubiesen recibido una repentina lluvia lubricante; el viejo retomó el nado ágil que había abandonado el crepúsculo anterior, pero más seguro, fortificado por el inminente fin de la espera. Algunos bañistas, más por bronca y por envidia que por real preocupación respecto de lo que pudiese sufrir el viejo en el mar prohibido, corrieron a reclamarle a Santiago. El guardavidas recibió las quejas con desdén; involuntario en realidad, porque no los escuchaba, ni siquiera los oía: sus sentidos aletargados sólo enfocaban el decurso recto del viejo hacia el sur, siempre hacia el sur, derecho, rítmico, ágil, veloz; hacia la grieta que se abriría, hacia donde más, para sumergir en ella la mitad humana o retirar de allí la mitad espiritual. Santiago sólo atinó a seguirlo con la mirada... Como el resto, como yo... De esto hace tanto, hermano, tanto, tanto... Decían que era un alma en pena, un muerto vivo; ahora, tal vez, me lo creo porque yo, hermanito... Te juro que quiero creerlo, me esfuerzo por conseguir ese cachito de fe en la

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esperanza inquebrantable del viejo. ¿Será por eso que lo recuerdo así, hoy que llueve y es otoño? No lo sé. Tal vez. Andá a saber. (pero sé, claro que sé) Todos fuimos testigos del resplandor, allá, en la línea del horizonte; un brillo subrepticio como el de una estrella que se extingue para abrir un agujero negro, o como el de un leño chamuscado y fino que alimenta la hoguera con el último cuerpo para tornarse de inmediato cenizas, o como el de la lumbre de una colilla que se fuma en la oscuridad y se arroja al rocío de la madrugada insomne; o como un orgasmo de sexo ocasional, efímero placer nacido sólo para justificar el vacío postrero... así se esfumó el punto negro que, en la distancia, era don Artemio. No hubo tormentas, ni furias ni nada, apenas una brisa fresca siguió al resplandor y movió ligeramente el banderín rojo y la camisa blanca del viejo. Tampoco hubo tristezas, tal vez una lágrima en los ojos que bien pudo haber sido por la molestia de una molécula de polvo... lágrima en el mar, polvo entre la arena: tan únicos, che, tan ellos... ¿Lo habrá logrado? ¿Habrá sido útil tanta espera? Te juro que quiero creerlo, hermano... Pero hay días que no sé, qué querés que te diga; días como hoy, que llueve y es otoño... No sé por qué insisto con este recuerdo, justo hoy que llueve y estoy triste, que en la calle el agua cubre tanto o más que la melancolía, que mi gente se ahoga y se resigna, que no hay gritos ni furia, ni nada. No sé por qué quiero creer en este final para la leyenda, en la grieta silenciosa; tal vez para inventarme una alegría imaginándome al viejo con Cristina, abrazando, suya, la fuerza intempestiva, allá, donde sólo se llega nadando duro y rasgando el cielo. No sé por qué insisto en escribir historias como éstas. Justo en días como éste. No sé por qué. Justo hoy, que llueve y me pesa el alma... Te juro que quisiera creer, hermano, pero... Pero nada, dejalo así; quién soy yo,

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decime, quién soy yo para enchastrar al viejo con mi mufa y arruinarle el final de su historia. Quién, decime.

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