Choque

  • November 2019
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View Choque as PDF for free.

More details

  • Words: 5,872
  • Pages:
El choque de los principiantes con la realidad José Manuel Esteve Catedrático de Teoría de la Educación de la Universidad de Málaga.

Estudio de las relaciones entre la identidad profesional y los inicios en la función docente. En primer lugar, se destaca la escasa correspondencia entre las nuevas exigencias al profesorado y su proceso formativo. En segundo lugar, se comenta la falta de formación inicial de los enseñantes de Secundaria. Y, por último, se sugiere una serie de medidas para evitar el choque con la realidad.

formación permanente del profesorado

Este artículo intenta relacionar la identidad profesional de los enseñantes con la forma en que se inician en la carrera docente: es decir, la relación existente entre las ideas que han asumido durante el proceso de formación inicial y su primer trabajo profesional en la enseñanza. La importancia de estas ideas, asumidas durante el proceso de formación inicial, estriba en el hecho de que se constituyen en el sustrato básico de la identidad profesional del futuro profesor, perfilando el primer modelo orientador del trabajo que van a hacer en ella. Los inicios en la carrera docente tienen en común con muchas otras profesiones el que se realiza en las peores condiciones de trabajo posibles. En efecto, es costumbre en todas las profesiones reservar a los principiantes los trabajos más monótonos y rutinarios; pero, a diferencia de lo que ocurre en la enseñanza, se evita dejar bajo la responsabilidad directa y única de los principiantes la intervención en casos de especial dificultad. Sin embargo, los profesores se encuentran con que por riguroso orden de antigüedad los más veteranos les reservan, primero, los destinos más apartados y los centros más desfavorecidos, tanto por su situación geográfica como por la extracción social de los alumnos. Además, dentro del centro, les aguardan los peores grupos de clase, las peores aulas, los peores horarios y los alumnos más difíciles. Pero, a diferencia de lo que ocurre en otras profesiones, el profesor se queda, desde el primer día, como único y directo responsable de las situaciones más difíciles y comprometidas que pueden darse en su profesión. Es algo así, como si a los médicos recién llegados a los hospitales les reservaran los casos más difíciles y complicados; en los que, para obtener éxito, hay que combinar profundos conocimientos con una intervención sutil y equilibrada que, se supone, sólo se adquiere con una cierta práctica. No es tal la realidad en esta profesión, donde los principiantes empiezan, bien es verdad, en trabajos monótonos y poco brillantes; pero, al mismo tiempo, en un aprendizaje gradual en el que la asistencia de otro profesional experimentado les apoya en los inicios de su quehacer profesional. En el caso de los profesores, no sólo se les ofrece su primer destino en las peores situaciones de enseñanza; sino que, desde el primer día, son los responsables únicos y directos de lo que ocurra en su clase, debiendo atender, simultáneamente, diversas exigencias, a veces difíciles de conciliar entre sí. NUEVAS EXIGENCIAS SOCIALES: LA DIVERSIFICACIÓN DEL ROL DOCENTE En los últimos años, no han parado de crecer las expectativas de la sociedad sobre el sistema educativo. Una vez alcanzada la vieja utopía decimonónica de que todos los niños tuvieran una escuela y un maestro, las exigencias de la sociedad se han ido trasladando hacia objetivos de una mayor calidad. Tras cubrir los mínimos cuantitativos, ahora deseamos una mayor profundización en la tarea educativa, cubriendo nuevos campos en el

desarrollo personal del alumno y enfrentando nuevas metas sociales. El proceso de incorporación de nuevas demandas a la educación es un hecho histórico innegable. Si bien hace veinte años un profesor podía decir en voz alta que era profesor de una materia determinada, y que, por tanto, él sólo se ocupaba de su materia; en el momento actual se ha generalizado la petición de que todo profesor se interese por el equilibrio psicológico de sus alumnos, el desarrollo de su sentido crítico, atienda su formación cívica, tenga en cuenta los problemas que plantea la coeducación en clase... y una lista tan larga como lo sea nuestro deseo de explicitar las variadas expectativas que nuestra sociedad proyecta hoy sobre el trabajo de los profesores. Cubiertos los mínimos imprescindibles, siempre habrá algo nuevo que atender, algo nuevo por descubrir o por añadir a lo que la educación ya ha conseguido. Máxime en una sociedad en la que se ha generalizado la tendencia a convertir en problemas educativos todos los problemas sociales pendientes. Así, en cuanto se observa la aparición de nuevos brotes de racismo, inmediatamente se exige a las escuelas que incorporen una decidida actuación de educación multicultural y multirracial que favorezca la tolerancia y la solidaridad interétnica. Si aparecen nuevas enfermedades, se elaboran y ponen en marcha nuevos programas de educación para la salud. Si aumentan los accidentes de tráfico, se solicita la inclusión de la educación vial como materia obligatoria en la formación de maestros. Si hay un problema de bilingüismo, producido por un largo período de intolerancia política, el tema se arregla con alfileres en el resto de las instancias sociales, pero las escuelas acaban en el ojo del huracán de las medidas planteadas para solucionarlo. ¿Nos damos cuenta de lo que esto supone para la formación de nuestros profesores? ¿En cuántos campos debemos formarlos? ¿Cuántos años requeriría su formación? ¿Qué cantidad de cualidades y qué conocimientos tan diversificados podríamos exigir, desde estos planteamientos, a nuestros profesores? Siguiendo esta línea de razonamiento, nuestra sociedad puede desarrollar hasta el límite las peticiones basadas en el componente utópico de la educación, proyectando sobre los profesores unas exigencias desmedidas. Una vez instalado este modelo de discurso, toda actuación educativa, por muy buena que sea y por muchos éxitos que consiga, podrá ser criticada: ya que siempre faltará algo que cumplir. O bien, siempre se le podrá achacar el no haber conseguido el equilibrio adecuado en el desarrollo de las múltiples tareas que encomendamos a nuestros profesores. Con esta forma de pensar en la educación, los problemas sociales y los problemas políticos se transmutan inmediatamente en problemas educativos. Cada vez que aparece un nuevo problema social como la extensión del uso de drogas, o el aumento de la violencia entre los jóvenes, enseguida se pretende solucionarlo elaborando los correspondientes programas educativos, y considerando a las escuelas y a los maestros como responsables directos. La sociedad cambia el color de su discurso. Se olvida el enfoque social de los problemas y el análisis de sus causas; y con independencia del origen y de las pautas de desarrollo de estos fenómenos sociales, se añade una nueva utopía a las peticiones utópicas que sobre la educación se proyectan. La responsabilidad del enfrentamiento con estos problemas sociales se desliza imperceptiblemente hacia la educación y los profesores; mientras que el resto de las instancias sociales considera que, tras delegar en la escuela, puede inhibirse en sus responsabilidades ante estos problemas sociales. Como si la declaración de que ahora ya son problemas educativos supusiera un elemento definitivo para su solución. Cada vez se proyectan mayores expectativas sociales sobre la educación. Cada vez se exige a nuestros profesores cubrir mayor número de responsabilidades. En el momento actual, al hilo de unas demandas sociales cambiantes y diversificadas, se modifican y se complican nuestras expectativas y nuestras exigencias sobre el trabajo de los profesores. LA FORMACIÓN INICIAL DEL PROFESORADO DE SECUNDARIA Sin embargo, frente a este proceso de aumento y diversificación de las exigencias sociales sobre el trabajo de los profesores, apenas si se han modificado los planteamientos de la formación inicial que éstos reciben. La puesta al día de la formación inicial de los profesores de EGB y la reforma de los CAPs —anunciada en 1983 y mantenida más de una década en una desacreditada situación de precariedad— son los dos temas pendientes de mayor significación en la política educativa de la última década.

De cara al futuro, la situación de la formación inicial de nuestros profesores continúa en la incertidumbre. La comisión de expertos conocida como Grupo XV, que tuvo a su cargo la propuesta de las directrices básicas para la obtención de los títulos de maestro, no consiguió convencer a las autoridades ministeriales de la necesidad de ampliar al grado de licenciatura la formación inicial de nuestros maestros. Desde mi punto de vista, ésta se perfila como la única opción realista para hacer frente a las nuevas demandas sociales que nuestra sociedad proyecta, y va a seguir proyectando, sobre nuestros profesores de Primaria. Una diplomatura resulta a todas luces insuficiente para incluir una sólida formación en las materias científicas y culturales que componen el currículum; una buena formación psicopedagógica que permita la adecuación de los contenidos de enseñanza a los niveles de aprendizaje propios de unos grupos de alumnos cada vez más heterogéneos; el dominio práctico de unas estrategias de enseñanza y de unas situaciones grupales, cada vez más difíciles; y, además la formación suficiente para responder a esas múltiples, específicas y diversificadas exigencias que la sociedad les requiere. La LOGSE define la existencia de un curso profesional para la formación de los profesores de Secundaria que corre todos los riesgos de arrastrar y prolongar los males endémicos de los CAPs, y cuyo desarrollo está aún por perfilar. Al haberse diseñado fuera de la formación normal de las respectivas licenciaturas, cualquier intento de hacerlo en serio tropezará con un problema de identidad. En primer lugar, los licenciados la percibirán como un intento político de alargar un año su formación para aliviar la presión de las estadísticas de paro. En segundo lugar, encontraremos la paradoja de que con la formación de la licenciatura en química, sin más añadidos, será posible encontrar trabajos en la industria química mucho mejor pagados, mientras que para dedicarse a la enseñanza con menores niveles salariales hará falta un año más de estudios. Pero el peor problema es, sobre todos ellos, un problema de identidad profesional. ¿Cómo vamos a decirle a alguien que ya ha acabado su carrera, y que ya tiene un título que le define como historiador o como químico, que ahora necesita comenzar a labrarse una nueva identidad profesional, modificando en un año la mentalidad profesional que se le ha inculcado durante toda su carrera? Analicemos el caso de los profesores de Secundaria. Su formación, salvo añadidos de última hora, se ha hecho en las Facultades de Ciencias y Letras. Ninguna de estas dos Facultades tiene el objetivo de formar profesores. El modelo de identificación profesional que se ofrece en ellas es el del investigador especialista. Comencemos con las Facultades de Letras. El profesor que luego habrá de dar clases de Geografía e Historia no se identifica profesionalmente ni con la Geografía ni con la Historia. (Tampoco se identifica con la Filosofía, si bien en sus primeros años de trabajo, siguiendo el principio de las materias afines, tiene bastantes probabilidades de dar unas cuantas clases de Filosofía y hasta alguna de Religión.) Esto es así, porque nuestras Facultades no pretenden formar profesores, aunque ésta sea la principal salida profesional de los licenciados de las Facultades de

ciencias y Letras. Las Facultades pretenden formar investigadores especializados. Los estudiantes de Historiase definen a sí mismos como futuros historiadores, no como futuros profesores de Historia. Al acabar sus estudios, si tienen éxito, se dedican a la investigación histórica; mientras que, debido a la formación inicial que reciben, la enseñanza en la Secundaria sólo es percibida como una alternativa de segundo orden: un fastidio lamentable para escapar al paro. En realidad, su identidad profesional tampoco abarca a la Historia en su conjunto. Ellos lo que han estudiado es una especialidad, pongamos por caso Historia Antigua, y si se me apura mucho, su identidad profesional se reduce al período prerromano. Su último año en la Facultad lo han dedicado a perfilar su Memoria de Licenciatura sobre «Las necrópolis tartésicas del período orientalizante en Andalucía Occidental», donde el centro de su actividad ha girado en torno a sus conocimientos de Arqueología, Paleografía, Epigrafía y Numismática. Han completado su currículum con cursos de Latín y Griego, absolutamente indispensables para estudiar los documentos de la época, y se han pasado los dos últimos veranos acampados en una excavación arqueológica, sintiendo la pasión del descubrimiento cada vez que desenterraban un nuevo trozo de cerámica. El problema lo podemos describir con otras variantes. Especialidad: Historia Medieval. Identificación personal: Período nazarí. Memoria de Licenciatura: «Contribución al estudio de las conversiones voluntarias en el Reino de Granada (1482-1499)». Estudios complementarios: Árabe, Latín, Paleografía, Epigrafía, Numismática, y Técnicas de Investigación en Archivos. Actividades: dos veranos en la sala de investigadores del Archivo de Simancas. Tras un duro esfuerzo, sacas las oposiciones de profesor de Secundaria y durante unos meses te sientes intensamente feliz. Eres funcionario y tu futuro está asegurado. Sin embargo, nadie te ha advertido de que tenías que comprarte un Atlas. En efecto, se trata de un instrumento imprescindible para encontrar tu primer destino, habitualmente situado en un pequeño pueblo, en plena zona rural, escasamente comunicada con la capital más próxima; o, interinamente, en un Instituto de barrio, recién abierto, en una zona particularmente conflictiva. Los estudios sobre peticiones de destino revelan la huida de los profesores veteranos de los centros conflictivos, que quedan reservados como pista de aterrizaje para novatos. Los problemas comienzan el primer día, cuando nuestro medievalista nazarí y nuestro arqueólogo tartésico se enfrentan con un grupo de cuarenta niños, poco dispuestos a oírles, descubriendo además que deben adoptar enfoques generalistas. Entonces descubren que sus estudios especializados de Arqueología, Numismática, Paleografía y Epigrafía, con los que han llegado a identificarse como herramientas de trabajo, son esféricamente inútiles. Añoran sus excavaciones y su archivo como un paraíso perdido; y descubren con horror que no tienen la menor idea de cómo explicarle a un grupo de alumnos, poco dispuestos, cuando no francamente agresivos, por qué deben dedicar algunas horas de su vida a entender el legado de la cultura griega. Desde el punto de vista de su identidad profesional se trata de un momento amargo y desconcertante. Es necesario renunciar a aquello para lo que se han venido preparando durante los últimos cinco años, para descubrirse relegado a un trabajo introductorio de relación con los bárbaros, incapaces de apreciar sus exquisitos conocimientos y la fina especialización alcanzada con tanto esfuerzo. Para colmo, las civilizaciones tartésicas y las conversiones de los moriscos apenas si ocupan dos párrafos escasos en sus libros de texto. La reacción de autoconmiseración y de desprecio hacia los alumnos, en algunos casos, no llegará a superarse nunca. Nuestro actual sistema de formación inicial produce un tipo de identidad profesional que sitúa a nuestros profesores de Secundaria justo en la posición contraria al trabajo que la sociedad les pide desempeñar; ya que, como señala Peters, todos nuestros alumnos «comienzan en la posición de los bárbaros fuera de las murallas. El problema es meterles dentro de la ciudadela de la civilización, de modo que puedan comprender y amar lo que vean cuando entren allí dentro». Tras cinco años de paseo por las más altas torres de marfil de la Universidad, su destino profesional en la Secundaria se les antoja un cruel destierro, desde las alturas de la ciencia a los arrabales de extramuros. La misma realidad podría aplicarse a nuestros profesores de ciencias. Aunque luego acabarán explicando Matemáticas, Física y Química, e incluso, con un poco de mala suerte algo de Biología, su identidad profesional se reduce a un sólo ámbito y dentro de él a una escueta especialización. El problema no es que no se formen profesores de Química, sino que ni siquiera formamos químicos. Nuestras Facultades de ciencias, en realidad, lo que forman es químicos inorgánicos, químicos orgánicos o ingenieros químicos. En la Facultad han llegado a utilizar el

microscopio electrónico, han desarrollado cursos especiales sobre técnicas de espectrografía y como Memorias de Licenciatura presentan trabajos sobre temas tales como: «Reacciones de inserción de litio en fosfatos de vanadilo» y «Nuevas rutas de síntesis en el sistema Nb-O-P. Propiedades eléctricas y espectroscópicas». Al parecer, a nadie le importa cómo se siente nuestro especialista en química inorgánica, cuando al año siguiente a la conclusión de su brillante trabajo sobre el Niobio, se encuentra en una clase de Secundaria planteando problemas elementales de química, en el caso de que no tenga que comenzar repasando la tabla periódica de los elementos. ¿Cómo se organiza una clase para trabajar de forma productiva durante nueve meses? ¿Qué prácticas se pueden hacer con los reducidos medios al alcance de un profesor de Secundaria, que, naturalmente, no dispone de un microscopio electrónico? ¿Puedo contarle a los alumnos mi tesina sobre los fosfatos de vanadilo? ¿Qué hago ante un enfrentamiento con un alumno? ¿Y con toda la clase? Formados en la Universidad, nuestros profesores de Secundaria llegan a sus clases dispuestos a reproducir las pautas de investigación, los sistemas de trabajo y de clases típicos de la Universidad; y sólo aspiran a ser comprendidos por los alumnos que se preparan para ir a la Universidad. No han recibido una formación inicial que les permita entender que, en el momento actual, miles de alumnos acuden a la Secundaria sin ningún ánimo de seguir luego otros estudios universitarios. Y que ellos, como profesores de Secundaria, son el último tren al que esos miles de alumnos pueden subirse para amar la literatura, comprender la química, valorar una obra de arte o entender el mapa del tiempo que aparece todos los días en los telediarios. LA FORMACIÓN DEL PROFESORADO DE PRIMARIA La falta de una formación inicial adecuada a las demandas reales de la enseñanza aparece igualmente en nuestros profesores de Primaria, cuya formación se caracteriza por unas concepciones enormemente idealizadas, y por una escasa formación práctica para enfrentarse a la realidad de la enseñanza, tal como ha quedado patente en numerosos trabajos de investigación (Honeyford, 1982; Gruwez, 1983; Vonk, 1983; Veenman, 1984; Bayer, 1984; Martínez, 1984; Vera, 1988; Huberman, 1989). No debe extrañarnos que numerosos autores nos hablen de un auténtico shock con la realidad, descrito por Veenman como «el colapso de los ideales misioneros producidos durante la formación del profesor ante la agria y dura realidad de la vida cotidiana en clase» (Veenman, 1984: 143). En efecto, los trabajos de investigación antes citados nos dicen que la formación inicial de los futuros profesores de Primaria suele basarse en una imagen idealizada del buen profesor que se constituye en norma, de tal forma que se les plantea continuamente un modelo de lo que el buen profesor debe hacer, de lo que el buen profesor debe pensar, y de lo que el buen profesor debe ser, sin que al mismo tiempo se les prepare adecuadamente para la práctica de la enseñanza. De esta forma, el profesor va a quedar desconcertado cuando, al llegar a la realidad, observa que la práctica real de la enseñanza no responde a los esquemas ideales en los que se le ha formado. En esta línea, Bayer (1984: 113) nos dice que «la identidad profesional de los futuros enseñantes se modelaría, en el curso de la formación, sobre los ideales pedagógicos que les son presentados, de suerte que la identidad profesional que se desarrolla durante este período sería de tipo superyoico», es decir, de tipo ideal y normativo. La pedagogía al uso en nuestras Escuelas Normales se limita a hablar a los futuros maestros de Pestalozzi y Rousseau. Los más avanzados incluyen la utopía de Neill —sin advertir a los alumnos que Summerhill es un centro especial—. La norma que intenta transmitirse está constituida por un modelo imposible, en el que el futuro maestro, adornado con todas las características positivas que somos capaces de definir, centra la identificación de la enseñanza en la idea de relación personal; según la cual, el niño, naturalmente bueno, espera con los brazos abiertos la llegada de un maestro comprensivo y amoroso que le ayude a crecer. Ni siquiera nadie le ha explicado la segunda parte de la tesis de Rousseau, según la cual el contacto social pervierte el alma naturalmente buena del niño. De aquí su sorpresa cuando, al llegar a su primer destino, descubre que no todos los niños son naturalmente buenos; y que, incluso, dependiendo del entorno social, algunos niños han conseguido un grado de perversión realmente notable. De la misma forma, donde ellos esperaban una relación personal, individual, cercana a la confidencia, descubren con horror su falta de preparación para enfrentar con estrategias productivas el agobio y el agotamiento físico que supone el hacer trabajar a un grupo numeroso de alumnos, generalmente falto de la más

mínima cohesión. Así, durante su período de formación inicial, los futuros profesores van a identificarse con unos «ideales pedagógicos no realizados, y sin duda irrealizables, vistas las actuales limitaciones de la práctica» (Bayer, 1984: 121). Por tanto, conforme el profesor avanza en el trabajo docente y tiene que hacer frente a las dificultades reales de la enseñanza, esta imagen ideal que el maestro tiene de su profesión va a entrar en crisis (Veenman, 1984). De nuevo constatamos aquí una ruptura en su identidad profesional. El profesor va a constatar que la realidad de la enseñanza no se corresponde con los ideales que ha asimilado durante su período de formación, y con los cuales se compara él mismo y le compara buena parte de la sociedad (Esteve, 1984). Los trabajos de investigación referidos a nuestros futuros profesores de Primaria nos dicen que, durante su período de formación inicial, la idea básica con la que ellos identifican a la profesión docente son «las relaciones personales entre profesor-alumno»; de esta forma, cuando ellos piensan en su futuro profesional, se imaginan a sí mismos centrados en las relaciones personales con sus alumnos. Sin embargo, al llegar a la práctica van a encontrarse con que esas relaciones no constituyen el elemento determinante en las actuales condiciones de trabajo en el interior de los centros docentes (Martínez, 1984: 189). Además, como veremos más adelante, pese a ser las relaciones profesor-grupo las más frecuentes, apenas si han recibido una mínima formación especifica para organizar y dirigir grupos de forma flexible, creando condiciones óptimas para el aprendizaje. Las numerosas lagunas existentes en la formación inicial del profesorado van a conducir a una situación general en la que buena parte de las habilidades necesarias para dominar la práctica de la enseñanza se acaban aprendiendo sobre la marcha, por el método de ensayo-error. Un método con probada solvencia para el aprendizaje de ratas en laberintos, pero bastante bárbaro y costoso para la formación de nuestros futuros profesores; ya que muchos de ellos —como se ha dicho— se inician en la profesión docente en las circunstancias más difíciles, y la probable acumulación de errores les lleva a una comparación ansiógena con los modelos ideales en los cuales se les ha formado. Como consecuencia, algunos profesores van a comenzar a desarrollar unos esquemas de atribución que les llevan a interiorizar los problemas, poniéndose a sí mismos en cuestión, pensando que son ellos los que no sirven para la enseñanza. Si en su formación pedagógica se hubieran seguido modelos descriptivos, enseñando al futuro maestro a analizar el conjunto de variables que influyen en las situaciones de enseñanza, y a desarrollar estrategias para responder ante ellas, al enfrentarse a los primeros problemas utilizarían esquemas de atribución externos, pensando que sus estrategias y sus enfoques no son los adecuados. Sin embargo, a pesar de que en numerosos trabajos de investigación, desde 1954, se han señalado estas importantes diferencias entre los enfoques normativos y descriptivos, aún no se ha generalizado la utilización de enfoques descriptivos en la formación inicial de nuestros profesores de Primaria. La comparación entre el yo ideal en el que se les ha formado y el yo real que aparece en sus primeras reflexiones sobre la práctica de la enseñanza, va a marcar la primera crisis en su identidad profesional, caracterizada por la necesidad de eliminar la distancia existente entre su actuación real cotidiana y los ideales pedagógicos asimilados durante el proceso de formación inicial. En efecto, los contenidos de enseñanza de los que se les provee se les han planteado en el mismo nivel y con la misma didáctica universitaria que antes comentábamos al hablar de la formación de los profesores de Secundaria. Salvo muy contadas ocasiones, aquellas asignaturas que se llamaban Matemáticas y su didáctica, Historia y su didáctica, etc., eran casi siempre Matemáticas e Historia a secas; impartidas por matemáticos e historiadores, formados, naturalmente, en las Facultades de Ciencias y Letras, con una identidad profesional centrada en la historia o en las matemáticas, y no en la formación del profesorado. Pero, con un agravante. Al dar clases en una Diplomatura Universitaria no consideran que deban adaptar su enseñanza al futuro profesional de sus alumnos. Muy al contrario, incluyen, dentro de su concepción de lo que ellos denominan «un buen nivel universitario», el acercar sus contenidos y sus métodos de enseñanza, lo más posible, a los modelos de las Facultades de ciencias y Letras, ya comentados. Así, el aprendizaje de las técnicas de lectura y escritura, o los problemas de la enseñanza de las operaciones matemáticas elementales, pese a constituir una de las tareas básicas que van a desempeñar los futuros maestros, constituyen unas materias ausentes de la mayor parte de los planes de estudio que se diseñan para maestros; mientras que no es de extrañar que se haga un gran hincapié en conceptos y ejercicios de matemáticas avanzadas, o en los últimos recursos de la transcripción fonética. Como resultado, durante su período de formación inicial han recibido contenidos de matemáticas, física, química, historia, literatura, biología, etc., a nivel

universitario y con planteamientos didácticos universitarios. Sin recibir, prácticamente nunca, las más mínimas claves de cómo se traducen esos contenidos para hacerlos asequibles a grupos numerosos de niños de 6 a 12 años, habitualmente con muy diversos niveles en cada una de las materias. Se suele partir de la suposición de que lo realmente importante es dotarlos de un «buen nivel universitario», con independencia de que lo aprendido carezca luego de la más mínima relación con lo que ellos deben enseñar. Igualmente, se acepta el supuesto de que las estrategias de enseñanza y la adaptación de los contenidos a los diferentes niveles y formas de aprendizaje de los alumnos no constituye más que un problema secundario, de escasa entidad en la formación inicial de los profesores, cuando éste es el núcleo del trabajo a desempeñar en la enseñanza, y en él se juegan el éxito o el fracaso profesional. Lamentablemente, cuando llegan a su primer destino, los profesores de Primaria descubren que su incapacidad para traducir los conocimientos adquiridos, presentándolos de forma asequible al nivel y la psicología de sus alumnos, junto con los problemas de organización de la clase, constituyen los dos problemas básicos en los que se juegan el éxito o el fracaso profesional (Vera, 1988). Sin embargo, raramente han sido preparados para afrontar estos problemas de forma práctica y deben comenzar su aprendizaje sobre la marcha por el costoso método del ensayo y error. UN INTENTO DE SOLUCIÓN AL CHOQUE CON LA REALIDAD En las circunstancias descritas no deben extrañar los sentimientos de desconcierto que afectan a un altísimo porcentaje de los profesores principiantes. Como señala Veenman (1984), en el primer año de trabajo en la enseñanza los profesores sufren su primera crisis de identidad profesional, al descubrir la falta de congruencia entre la realidad de la enseñanza y la imagen que cada uno se había forjado de ella durante su período de formación inicial. Así, van a necesitar modificar su conducta, sus actitudes, e incluso sus opiniones sobre la enseñanza, alcanzando esta primera crisis de identidad al 91 % de los profesores en su primer año de carrera, tal como señala el mismo Veenman. El encuentro con una práctica de la enseñanza bastante alejada de la identidad profesional que se han forjado durante el período de formación inicial va a llevar a los profesores a distintas reacciones que podemos clasificar en cuatro grandes apartados: — En primer lugar, estaría el caso de los profesores que logran una situación de estabilidad y equilibrio mediante una conducta integrada. Son los profesores que resuelven su crisis de identidad acomodando, sobre la marcha, su conducta como profesores a las dificultades y problemas reales de la enseñanza. Descubren sus propias imágenes idealizadas y las abandonan, sin mayores problemas, sustituyéndolas por concepciones más adecuadas a la realidad que les toca vivir. — En segundo lugar, estarían los profesores a los que la distancia existente entre lo que esperaban y lo que en la realidad se encuentran les va a llevar a posturas de inhibición. Incapaces de hacer la enseñanza ideal con la que se habían identificado, abandonan todo esfuerzo de acomodación a la realidad, cortando cualquier implicación personal con el trabajo que realizan, y recurriendo a la rutinización de su trabajo. — En tercer lugar, estaría el grupo de profesores que, incapaces de romper la contradicción entre su realidad y sus concepciones ideales, van a quedar prisioneros en ella, actuando en la enseñanza con una conducta fluctuante, en unos casos más cercana al ideal inalcanzable, y en otros haciendo diversas concesiones en sus ideales o su conducta que son interpretadas como claudicaciones insatisfactorias. — Por último, un cuarto grupo de profesores va a vivir la profesión docente bajo el predominio de la ansiedad, al querer mantener en la práctica sus ideales iniciales, sin saber acomodarlos a la realidad. La constatación de la distancia existente entre lo que querrían hacer y lo que de hecho hacen en la enseñanza les va a lanzar a un corredor sin retorno, en el que intentan suplir con su esfuerzo y su hiperactividad la falta de éxito en su práctica docente, sin querer renunciar a sus idealizaciones iniciales, inadecuadas e inalcanzables en la realidad de la enseñanza. Para evitar la repetición interminable del choque con la realidad de los profesores principiantes es necesario adoptar distintas medidas entre las que cabe destacar: — La definición de la formación inicial de los profesores de Primaria en el marco de una licenciatura universitaria. Sólo en este marco es posible responder a las múltiples exigencias que nuestra sociedad proyecta sobre los

profesores, dotándoles de una formación adecuada que les permita desempeñar adecuadamente los múltiples papeles que luego les vamos a exigir que adopten. — La sustitución de los enfoques normativos por enfoques descriptivos en la formación inicial del profesorado de Primaria. Hay que abandonar de una vez las idealizaciones, sustituyéndolas por el análisis de situaciones prácticas de enseñanza, enseñando al futuro profesor a estudiar el complejo grupo de variables que influyen en una situación educativa, y las distintas estrategias que es posible poner en marcha para enfrentarlas. — La profesionalización de la formación inicial de los enseñantes de Secundaria, buscando de forma específica la formación de profesores y no la de investigadores especialistas. Esto no es posible plantearlo desde el diseño de añadidos pedagógicos de formación posteriores a una formación que desarrolla una identidad profesional que nada tiene que ver con la enseñanza. Sólo la puesta en marcha de títulos de profesor de Secundaria, incardinando la formación pedagógica en las Facultades de Letras y Ciencias y buscando una formación generalista dentro de los títulos de Historia, Química, Ciencias de la Naturaleza, etc., puede dar una respuesta satisfactoria a los problemas enunciados. — La integración de períodos de prácticas suficientes, durante la formación inicial, en ambos niveles, con especial atención a las dificultades reales con que se encuentran los profesores en sus primeros años de trabajo en la enseñanza. El correspondiente prácticum debe convertirse en el eje de la formación de profesores, con un diseño adecuado y una definición de objetivos y actividades que articule su contenido, alejándolo de la concepción de añadido pedagógico o de sálvese quien pueda con el que actualmente se tratan las prácticas de enseñanza. — La búsqueda de alternativas a la selección inicial del profesorado, utilizando criterios de dominio de estrategias, esquemas de análisis y destrezas de enseñanza, y no sólo de acumulación de conocimientos, tal como ahora ocurre en los concursos de acceso a los cuerpos de profesores. — La consideración del primer año de trabajo profesional en la enseñanza, de verdad, como año en prácticas. El profesor debutante, al menos durante el primer año, debería quedar como profesor de apoyo de un profesor que desempeña la plena responsabilidad de la clase, sobre todo cuando, como suele suceder, los profesores comienzan su trabajo profesional en las condiciones de trabajo más difíciles.

Abraham, A. (1986): El enseñante es también una persona, Barcelona: Gedisa. — (1987): El mundo interior de los enseñantes, Barcelona: Gedisa. Alonso Hinojal, I. (1991): «Una esperanza ilusoria: La elevación del prestigio del maestro», en Autores Varios: Sociedad, cultura y educación, Madrid: CIDE/Universidad Complutense. Bayer, E. (1984): «Práctica pedagógica y representación de la identidad profesional del enseñante», en Esteve, J.M.: Profesores en conflicto, Madrid: Narcea. Breuse, E. (1984): «Identificación de las fuentes de tensión en el trabajo profesional del enseñante», en Esteve, J.M.: Profesores en conflicto, Madrid: Narcea, pp. 143-161. Esteve, J.M. (1984): Profesores en conficto, Madrid: Narcea. — (1987): El malestar docente, Barcelona: Laia. Tercera edición: Barcelona: Paidós, 1993. — (1989b): «Teacher Burnout and Teacher Stress», en Cole y Walker (eds.): Teaching and Stress, Milton Keynes: Open University Press, pp. 4-25. — (1989c): «Training Teachers to Tackle Stress», en Cole y Walker (eds.): Teaching and Stress, Milton Keynes: Open University Press, pp. 147-159. — (1989d): «Educación, reforma y marginación», Cuadernos de Pedagogía, 174, octubre, pp. 70-73. — (1991): «Los profesores ante la Reforma», Cuadernos de Pedagogía, 190, marzo, pp. 54-58. Goble, N.M. y Porter, J.F. (1980): La cambiante función del profesor, Madrid: Narcea. Gruwez, J. (1983): «La formation des maitres en France», European Journal of Teacher Education, 6(3), pp. 281-289. Hamon, H. y Rotman, P. (1984): Tant qu’il y aura des profs, París: Seuil. Hellawell, D. (1987): «Education under attack», European Journal of Teacher Education, 10(3), pp. 245-258. Heraud, L. (1984): «El enseñante en dificultades: métodos de investigación y perspectivas psicoterapeúticas», en Esteve, J.M.: Profesores en conflicto, Madrid: Narcea, pp. 35-50. Honeyford, R. (1982): Starting teaching, Londres: Guilford. Huberman, M. (1989): Les cicles de vie des enseignants, Delachaux: Neuchael. Léon, A. (1980): «La profesión docente; motivaciones, actualización de conocimientos y promoción», en Debesse y Mialaret: La función docente, Barcelona: Oikos Tau.

Martínez, A. (1984): «El perfeccionamiento de la función didáctica como vía de disminución de tensiones en el docente», en Esteve, J.M.: Profesores en conflicto, Madrid: Narcea. Martínez-Abascal, M.A y Bornás, X. (1992): «Malestar docente, atribuciones y desamparo aprendido. Un estudio correlacional», Revista Española de Pedagogía, 193, septiembre-diciembre, pp. 563-580. Merazzi, C. (1983): «Apprendre á vivre les conflits: une tache de la formation des enseignants», European Journal of Teacher Education, 6(2), pp. 101-106. OIT (1981): Emploi et condicions de travail des enseignants, Ginebra: Bureau Internationale du Travail. Ranjard, P. (1984): Les enseignants persécutés, París: Jauze. Veenman, S. (1984): «Perceived problems of beginning teacher», Review of Educational Research, 54(2), pp. 143-178. Vera, J. (1988a): La crisis de la función docente, Valencia: Promolibro. — (1988b): El profesor principiante, Valencia: Promolibro. Vonk, H. (1985): «The gap between theory and practice», European Journal of Teacher Education, 8(3), pp. 307-317. — (1983): «Problems of the beginning teacher», European Journal of Teacher Education, 6(2), pp. 133-150. Zubieta Irún, J.C. y Susinos Rada, T. (1992): Las satisfacciones e insatisfacciones de los enseñantes, Madrid: CIDE.

Related Documents

Choque
November 2019 26
Choque Final
November 2019 15
Choque - Unirio
November 2019 21
Choque Electrico
November 2019 26
Choque Palestra.zip
November 2019 24