Hans Christian Andersen Los cisnes salvajes
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Lejos de nuestras tierras, all� adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a nosotros, viv�a un rey que ten�a once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos eran pr�ncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto para ir a la escuela; escrib�an con pizarr�n de diamante sobre pizarras de oro, y aprend�an de memoria con la misma facilidad con que le�an; en seguida se notaba que eran pr�ncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de reluciente cristal, y ten�a un libro de estampas que hab�a costado lo que val�a la mitad del reino. �Qu� bien lo pasaban aquellos ni�os! L�stima que aquella felicidad no pudiese durar siempre. Su padre, Rey de todo el pa�s, cas� con una reina perversa, que odiaba a los pobres ni�os. Ya al primer d�a pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que hab�a gran gala en todo el palacio, y los peque�os jugaron a �visitas�; pero en vez de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio m�s que arena en una taza de t�, dici�ndoles que imaginaran que era otra cosa. A la semana siguiente mand� a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho tiempo le hab�a ya dicho al Rey tantas cosas malas de los pr�ncipes, que �ste acab� por desentenderse de ellos. - �A volar por el mundo y apa�aros por vuestra cuenta! -exclam� un d�a la perversa mujer-; �a volar como grandes aves sin voz!-. Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habr�a querido; los ni�os se transformaron en once hermos�simos cisnes salvajes. Con un extra�o grito emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron en el bosque. Era a�n de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yac�a dormida en el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios c�rculos sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando vigorosamente, nadie los oy� ni los vio. Hubieron de proseguir, remont�ndose basta las nubes, por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se extend�a hasta la misma orilla del mar. La pobre Elisita segu�a en el cuarto de los labradores jugando con una hoja verde, �nico juguete que pose�a. Abriendo en ella un agujero, mir� el sol a su trav�s y pareci�le como si viera los ojos l�mpidos de sus hermanos; y cada vez que los rayos del sol le daban en la cara, cre�a sentir el calor de sus besos. Pasaban los d�as, mon�tonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas: - �Qu� puede haber m�s hermoso que vosotras? -. Pero las rosas meneaban la cabeza y respond�an: - Elisa es m�s hermosa -. Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, le�a su devocionario, el viento le volv�a las hojas, y preguntaba al libro: - �Qui�n puede ser m�s piadoso que t�? - Elisa es m�s piadosa -replicaba el devocionario; y lo que dec�an las rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no pod�a mentir. Hab�an convenido en que la ni�a regresar�a a palacio cuando cumpliese los quince a�os; pero al ver la Reina lo hermosa que era, sinti� rencor y odio, y la habr�a transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se atrevi� a hacerlo en seguida, porque el Rey quer�a ver a su hija.
Por la ma�ana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era todo �l de m�rmol y estaba adornado con espl�ndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los bes� y dijo al primero: - S�bete sobre la cabeza de Elisa cuando est� en el ba�o, para que se vuelva est�pida como t�. Ponte sobre su frente -dijo al segundo-, para que se vuelva como t� de fea, y su padre no la reconozca -. Y al tercero: - Si�ntate sobre su coraz�n e inf�ndele malos sentimientos, para que sufra -. Ech� luego los sapos al agua clara, que inmediatamente se ti�� de verde, y, llamando a Elisa, la desnud�, mand�ndole entrar en el ba�o; y al hacerlo, uno de los sapos se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el pecho, sin que la ni�a pareciera notario; y en cuanto se incorpor�, tres rojas flores de adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran ponzo�osos y hab�an sido besados por la bruja; de lo contrario, se habr�an transformado en rosas encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en flores, por el solo hecho de haber estado sobre la cabeza y sobre el coraz�n de la princesa, la cual era, demasiado buena e inocente para que los hechizos tuviesen acci�n sobre ella. Al verlo la malvada Reina, frot�la con jugo de nuez, de modo que su cuerpo adquiri� un tinte pardo negruzco; unt�le luego la cara con una pomada apestosa y le desgre�� el cabello. Era imposible reconocer a la hermosa Elisa. Por eso se asust� su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la reconoci�, excepto el perro mast�n y las golondrinas; pero eran pobres animales cuya opini�n no contaba. La pobre Elisa rompi� a llorar, pensando en sus once hermanos ausentes. Sali�, angustiada, de palacio, y durante todo el d�a estuvo vagando por campos y eriales, adentr�ndose en el bosque inmenso. No sab�a ad�nde dirigirse, pero se sent�a acongojada y anhelante de encontrar a sus hermanos, que a buen seguro andar�an tambi�n vagando por el amplio mundo. Hizo el prop�sito de buscarlos. Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella hab�a perdido el camino. Tendi�se sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas, reclin� la cabeza sobre un tronco de �rbol. Reinaba un silencio absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban luc�an las verdes lucecitas de centenares de luci�rnagas, cuando tocaba con la mano una de las ramas, los insectos luminosos ca�an al suelo como estrellas fugaces. Toda la noche estuvo so�ando en sus hermanos. De nuevo los ve�a de ni�os, jugando, escribiendo en la pizarra de oro con pizarr�n de diamante y contemplando el maravilloso libro de estampas que hab�a costado medio reino; pero no escrib�an en el tablero, como antes, ceros y rasgos, sino las osad�simas gestas que hab�an realizado y todas las cosas que hab�an visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida, los p�jaros cantaban, y las personas sal�an de las p�ginas y hablaban con Elisa y sus hermanos; pero cuando volv�a la hoja saltaban de nuevo al interior, para que no se produjesen confusiones en el texto. Cuando despert�, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no pod�a verlo, pues los altos �rboles formaban un techo de espesas ramas; pero los rayos jugueteaban all� fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparc�a sus aromas, y las avecillas ven�an a posarse casi en sus hombros; o�a el chapoteo del agua, pues flu�an en aquellos alrededores muchas y caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un lago de l�mpido fondo arenoso. Hab�a, si, matorrales muy espesos, pero en un punto los ciervos hab�an hecho una ancha abertura, y por ella baj� Elisa al agua. Era �sta tan cristalina, que, de no haber agitado el viento las ramas y matas, la muchacha habr�a podido pensar que estaban pintadas en el suelo; tal era la claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las ba�adas por el sol como las que se hallaban en la sombra. Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo frotado los ojos y la frente con la mano mojada, volvi� a brillar su blanqu�sima piel. Se desnud� y meti�se en el agua pura; en el mundo entero no se habr�a encontrado una princesa tan hermosa como ella. Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigi� a la fuente borboteante, bebi� del hueco de la mano y prosigui� su marcha por el bosque, a la
ventura, sin saber ad�nde. Pensaba en sus hermanos y en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonar�a: El hac�a crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la gui� hasta uno de aquellos �rboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso del fruto. Comi� de �l, y, despu�s de colocar apoyos para las ramas, adentr�se en la parte m�s oscura de la selva. Reinaba all� un silencio tan profundo, que la muchacha o�a el rumor de sus propios pasos y el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies. No se ve�a ni un p�jaro: ni un rayo de sol se filtraba por entre las corpulentas y densas ramas de los �rboles, cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al mirar la doncella a lo alto, parec�ale verse rodeada por un enrejado de vigas. Era una soledad como nunca hab�a conocido. La noche siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luci�rnaga brillaba en el musgo. Ella se ech�, triste, a dormir, y entonces tuvo la impresi�n de que se apartaban las ramas extendidas encima de su cabeza y que Dios Nuestro Se�or la miraba con ojos bondadosos, mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban por entre sus brazos. Al despertarse por la ma�ana, no sab�a si hab�a so�ado o si todo aquello hab�a sido realidad. Anduvo unos pasos y se encontr� con una vieja que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio unas cuantas, y Elisa le pregunt� si por casualidad hab�a visto a los once pr�ncipes cabalgando por el bosque. - No -respondi� la vieja-, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la cabeza, que iban r�o abajo. Acompa�� a Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los �rboles de sus orillas extend�an sus largas y frondosas ramas al encuentro unas de otras, y all� donde no se alcanzaban por su crecimiento natural, las ra�ces sal�an al exterior y formaban un entretejido por encima del agua. Elisa dijo adi�s a la vieja y sigui� por la margen del r�o, hasta el punto en que �ste se vert�a en el gran mar abierto. Frente a la doncella se extend�a el soberbio oc�ano, pero en �l no se divisaba ni una vela, ni un bote. �C�mo seguir adelante? Consider� las inn�meras piedrecitas de la playa, redondeadas y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro, piedra, todo lo acumulado all� hab�a sido moldeado por el agua, a pesar de ser �sta mucho m�s blanda que su mano. �La ola se mueve incesantemente y as� alisa las cosas duras; pues yo ser� tan incansable como ella. Gracias por vuestra lecci�n, olas claras y saltarinas; alg�n d�a, me lo dice el coraz�n, me llevar�is al lado de mis hermanos queridos�. Entre las algas arrojadas por el mar a la playa yac�an once blancas plumas de cisne, que la ni�a recogi�, haciendo un haz con ellas. Estaban cuajadas de gotitas de agua, roc�o o l�grimas, �qui�n sabe?. Se hallaba sola en la orilla, pero no sent�a la soledad, pues el mar cambiaba constantemente; en unas horas se transformaba m�s veces que los lagos en todo un a�o. Si avanzaba una gran nube negra, el mar parec�a decir: ��Ved, qu� tenebroso puedo ponerme!�. Luego soplaba viento, y las olas volv�an al exterior su parte blanca. Pero si las nubes eran de color rojo y los vientos dorm�an, el mar pod�a compararse con un p�talo de rosa; era ya verde, ya blanco, aunque por mucha calma que en �l reinara, en la orilla siempre se percib�a un leve movimiento; el agua se levantaba d�bilmente, como el pecho de un ni�o dormido. A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban volando once cisnes salvajes coronados de oro; iban alineados, uno tras otro, formando una larga cinta blanca. Elisa remont� la ladera y se escondi� detr�s de un matorral; los cisnes se posaron muy cerca de ella, agitando las grandes alas blancas.