Ahí estaba, sentado, maldiciendo al frio que no lo dejaba escribir. Sus manos eran torpes y temblaban, de alguna manera sentía pena de no poder hacerlo. Del otro lado de la ventana se oía la lluvia, personas corriendo, gritos, risas. No era común que lloviera en mayo. <> pensó. Casi se sentía conminado a hacerlo, tal vez la opacidad, la soledad apacible de esa pieza que él tanto odiaba, sugerían que ese cigarro ausente, esa lluvia, eran lo que faltaba para encontrar respuestas. Sin embargo Sin poder siquiera encontrar consuelo, apoyó sus codos sobre el escritorio y sostuvo su enorme quijada lampiña con sus dos manos y miró fijamente el poema pegado en la pared con intenciones de leerlo, pero no pudo. Era, por supuesto, la única vez que el desamor tendría ese sentido, ya anteriormente había escuchado esa sentencia “la primera vez siempre duele” algo que él nunca entendió. Fue difícil y ahora lo recordaba claramente. Siendo un neófito en el amor, se enamoró y creyó reconocer, como el colectivo, que aquello tendría que ser lo mejor que le pasaría en la vida. En efecto, no fue así. Enamorarse le había costado; su precaria experiencia se tornó contra él, lo físico cobró sentido desde el primer beso y al reconocerlo maldijo su condición de hombre. Algo contraproducente surgía, por un lado maldecía cuando sus erecciones tenían lugar durante un beso, por el otro estaba la ingenua idea del amor, del amor ideal, inocente. Le fastidiaba el hecho de sentir deseo, la dependencia que aquello le generaba, su inseguridad. Nunca anduvo de la mano, nunca abrazo, y siempre que intentaba, la vergüenza lo abatía. A veces angustiado por la insignificancia de su amorío o por un carácter apenas relevante de éste, se sumía en repentinas debates consigo mismo. Ya para ese entonces había dejado de lado la universidad, lo frustraba no ser como los demás y esa idea lo llevaba a sentirse inútil, devastado. Fue inevitable cuando una noche fría llamo a Rosario para informarle que terminaban. Pero la vida continuó y él supo encontrar fortalezas en aquel mundo de los solitarios. De repente Fulanito, por una especie de ímpetu, de brío inexplicable abandonando la silla que lo hubo acogido durante horas de ocio, caminó hasta el placar que tenía empotrado un gran espejo, acercándose a éste abrió aún más sus ojos y rodeado de una absoluta melancolía, fatigado de preguntas observó su reflejo como lo había hecho antes, al no reconocerse, bajo la
mirada. Parecía que una angustia mayor se apoderaba de él pero contra todo permaneció, algún consuelo le dio repasar sus facciones, recorrer con sus dedos las pétreas y angulosas formas de su cara, lo terso de sus pelos. Jamás había sentido tanto vacío, desolación, añoranza. Viéndose allí aceptaba su origen y reconocía en su apariencia el temple de sus ancestros. Reconoció como Aquél mismo sentimiento atroz (amor era el sentimiento) que invadía todo el ambiente, ya no surgía de él, sino que surgía inexplicablemente como neblina densa de aquellas paredes ensombrecidas de su cuarto. Observando como esa misma vencía la capilaridad de cada una de las cosas incluido él. Entonces volviéndose hacia su imagen se dio cuenta que ésta perdía definición, firmeza, sintió que todo allí blandecía, que todo parecía esfumarse, hasta que abrumado enloqueció, y liberando un grito desgarrador comenzó a desnudarse, contemplo su desnudez y se asombró de su perfección y no tuvo mejor idea que estimularse con ademanes funestos, acaso recordándola.