Adultos Mayores Testimonios De Vida

  • May 2020
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Adultos Mayores de Nuevo León

Testimonios de vida

Cuadernos del Consejo de Desarrollo Social 2 José Natividad González Parás Gobernador del Estado de Nuevo León Alejandra Rangel Hinojosa Presidenta Ejecutiva del Consejo de Desarrollo Social

Consejo Ciudadano Cristina Maiz de González Parás Rosana Lara Cortazar Alberto Santos de Hoyos Graciela Pons de Gracia Nieves Mogas de González Isabella Navarro Grueter Gilberto Salazar Lozano Eva Garza Gonda Guillermo Flores Briseño Vidal Garza Cantú Evangelina Hinojosa de González Alicia Navarro de Martínez Ludivina Lozano Leal Ernesto Canales Santos Marisa Fernández de García Enrique Gómez Junco José Maldonado Salinas Gilberto Montiel Amoroso Yolanda Blanco García Margarita Arellanes Cervantes Rosalinda Tijerina David Garza Lagüera María Elena Chapa Hernández Kena María Yáñez Martínez Alberto Martínez Fernández Daniel Flores Curiel

Todos los Derechos Reservados © 2006 Consejo de Desarrollo Social de Nuevo León Av. Churubusco 495 Nte., Col. Fierro, Monterrey, N.L. C.P. 64590

Índice

Prólogo Antes de leer Teresa y José: toda historia, sobre la marcha. José Isabel Puente y Teresa de Jesús Gómez Villela

13

María Graciela o el hueso del corazón. María Graciela Robledo

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Retablo de Emilia. Emilia Bernal Posadas

17

Tres siglos de Balvina. Balvina Arellano Ibarra

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Ojalá. María Antonia Estrada Pantoja

22

Yo no quería venir, pero me convencieron. Salvador Ramírez

24

San Ignacio en la memoria, por la mañana. Eusebia Sánchez Medrano

26

Para remar río arriba. Félix Rodríguez Gutiérrez

28

En casa con doña Coy. María del Socorro Robles Hernández

30

One beer, please. Un beisbolista que aprendió a hacer casas. Pedro Martínez Rivera

32

En las palabras de Petrita. Petra Reyna

35

Habla la hija del héroe. María Isabel Muñoz Rojas

37

¿Qué le platico? Felipa Rangel Torres

39

Tres mentiras. Ma. Magdalena Mireles Valdez

42

¡Para eso me pinto sola! María Santos García Carranza

44

¿Hasta cuándo aprendemos de nuestra vida? Jesús Tovar Camacho

46

Voz de la sierra, madera de la memoria. Francisco Méndez Salinas

49

Las lluvias. Agustín García

52

Carta al padre. Jerónimo Amaya Martínez

55

Reloj, no marques las horas. Rubén Villa Gamboa

57

A más de 15, luz. Fortunata Hernández Ángeles

60

La sombra y el fuego. Reynalda Pérez Alonso

62

Dilemas. Enriqueta Vélez Rodríguez

64

Pedro no está solo. Pedro Fraire Domínguez

67

Mis ladrillos no se van a caer. Ma. de los Ángeles Cruz Contreras

70

Lugar fijo. Tomasa Guel Peña

71

El buen destino. María del Carmen Cerecero Rodríguez

73

Quiero hablar y que me escuchen. Enriqueta Álvarez Torres

75

Cotidianas. María de la Luz Durán Martínez

77

La perseverancia. Guadalupe Ortiz Benavides

79

Casa de tulipanes. Francisca Ortíz

82

Lo antiguo y lo moderno. Margarita Arriaga Jaramillo

83

Trayectoria de Ricarda. Ricarda Escanamé Zamora

85

De minero a talabartero. Gilberto Martínez Arámbula

87

Destierro y raíces. María de los Ángeles Balderas Carranza

89

La buena educación. Francisca Hernández

91

Nunca es tarde para cumplir los sueños. Jovita Cruz Vallejo

93

Melancolía. María Usuna García

95

Golpes. María del Carmen Juárez

97

Amor...¿perdido? Leocadio

100

La vida sencilla. María Elena Domínguez Valdez

103

Cascada Marruecos. Prisciliano Silva Mora María Elena

105

Lección de María Atanasia. María Atanasia Martínez Zapata

108

¿Había historias de tesoros enterrados? Constancia Estrada

110

Ésta es tu Victoria. Victoria Rodríguez Rodríguez

113

Disfrutar el tiempo. Alejandrina Galaviz

116

Sí era muy bueno para pizcar. Juan Longoria

120

Lo difícil de la vida. Bertha Pecina Pecina

123

Una vida ejemplar. María Teresa Rodríguez Sánchez

125

El espectáculo debe continuar. Roberto Villagrán del Valle

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Prólogo

Las personas se revelan a sí mismas a partir del lenguaje, son geografías que se abren y posibilitan la mirada de los contornos de la tierra, descubren el lugar donde nacimos, la lengua que hablamos, lo que somos y sentimos. Las historias orales ofrecen el conocimiento de lo propio y actúan a manera de espejos, permitiendo que afloren las identidades, los ritmos suaves y sus armoniosos encuentros. Encuentros que son vida y se imponen en cada uno de los relatos de forma única e irrepetible, construyen culturas, costumbres y tradiciones, y aparecen inmersos en los testimonios de hombres y mujeres que van tejiendo sus recuerdos, éxitos y fracasos, con imágenes del devenir de la existencia que asoman como huellas en sus rostros cansados y sabios. Dar cuenta de las circunstancias que se desarrollan en el tiempo es el objetivo de estas narraciones orales, otorgar sentido a los acontecimientos y a sus actores. Utilizar a la historia para incluir como práctica los comportamientos sociales, las mentalidades, la cultura popular y lo cotidiano como formas del saber, trazando las líneas fundamentales y los climas de los personajes. Este libro registra la diversidad de las emociones, las luchas y carencias de los adultos mayores y representa un legado para las generaciones futuras, pues revela los caminos sobre el pasado y el futuro de lo que somos y fuimos, introduciéndonos en universos plurales de lazos imperceptibles, con voces que nos invitan a entablar un diálogo sobre lo humano.

Alejandra Rangel Hinojosa Presidenta Ejecutiva del Consejo de Desarrollo Social

Antes de leer Para el área de promotoría social de la Dirección de Marginación Rural y Urbana resultaba imperante acercase a un grupo de adultos mayores para recuperar su memoria de propia voz, para adentrarse en sus historias y comprender a través de éstas su peregrinar y su estancia en el presente que ahora les toca vivir. El registro de sus voces se hizo por medio de entrevistas con preguntas abiertas en las que poco a poco, a través de sus respuestas, nos encauzaron para adentrarnos en un mundo que aunque parece que hace mucho tiempo se esfumó, aún palpita en sus evocaciones y en sus corazones. De inicio, se elaboraron más de 60 recopilaciones de historias en las distintas zonas georreferenciadas como áreas de pobreza y marginación urbana en el estado de Nuevo León. Sin embargo, cuidando la calidad del contenido y el posible interés de los lectores, se fue reduciendo el monto hasta consolidar 50 de ellas, distribuidas en los municipios de Apodaca, Escobedo, García, Guadalupe, Juárez, Monterrey y Santa Catarina. Número suficiente para penetrar en el mágico mundo del recuerdo que atesora miedos, ilusiones, angustias, esperanzas y un sin fin de afecto que sustenta a nuestros ancianos y que están dispuestos a compartirnos porque están cansados de permanecer en el anonimato. La lectura será fresca y amena e ineludiblemente los lectores lograrán conocer de cerca a nuestros viejos y así, sus corazones podrán rebelarse ante la exclusión de la que hoy son objeto. Agradecemos a los promotores sociales que se comprometieron en este trabajo de diagnóstico, entrevistando a los adultos mayores que hoy son los protagonistas de estas historias. Gracias por su colaboración en un proyecto estratégico de reconocimiento a las personas que hacen historia en las comunidades en las que el Consejo de Desarrollo Social trabaja. Edgar E. Rodríguez Favela Jorge V. Castañeda Ochoa Dora I. Adame Pérez Tania P. Mora Fraga C. Violeta Tejeda González Rubén D. Núñez González Sandra B. Elorza Cervantes Esmeralda I. Torres Moreno Francisco J. Soria Hernández Quety V. García Palacios Rafael Limones Díaz Rodrigo Guajardo Hernández

Luis A. Salazar Pérez Luis Alberto Méndez Garza Jaime Gauna Santamaría Claudia C. Jiménez Martínez Saraí M. Salas Cárdenas Oswaldo Velázquez Vega Brenda E. Valle Carrillo Juan Librado Vega José Antonio García Martínez G. Cecilia Chávez Valerio Félix E. López Ruiz

Graciela S. Ríos Cantú Directora de Marginación Rural y Urbana

Teresa y José: toda historia, sobre la marcha UNIDAD PILOTO "Nos conocimos en San Luis Potosí; duramos como dos años de novios. Ella tenía 23 y yo 24. Ha pasado el tiempo: ahora tenemos 50 años de casados". Don José Isabel Puente Rodríguez sonríe mientras cuenta cómo conoció a su esposa doña Teresa de Jesús Gómez Villela. Se muestran un poco nerviosos al recordar su vida en San Luis Potosí: "Era una vida muy tranquila, muy diferente a la de la ciudad", comenta doña Tere, como le dicen de cariño sus vecinas. "Aquí vive uno a la carrera, hay mucha presión. Uno sale a la calle con miedo, con desconfianza". Don José nació el 19 de noviembre de 1932 y doña Tere el 15 de octubre de 1933. Él trabajó como agricultor y tallador de ixtle para sobrevivir: "Cuando nos casamos me acuerdo que yo mismo hice una casita de adobe con mis propias manos pa' irnos a vivir". Tere se muestra emocionada y comenta: "Uno se sentía orgulloso de la casa que construía". La pareja que ahora reside en la calle Álvaro Orozco 4605, colonia Unidad Piloto, emigró de su tierra porque "se volvió el clima muy árido, llovía poco, no se daban las cosechas y los animales se morían", según palabras de don José. Teresa baja la mirada cuando asegura que "ya no había manera de vivir", por eso se vinieron a Monterrey, para trabajar y tratar de vivir mejor. Se casaron en 1955 y 10 años después ya estaban instalados en la colonia Independencia; con siete hijos y "viviendo de la nostalgia", según testifica doña Tere. Sobrevivieron gracias a que José consiguió trabajo como albañil. Teresa ha trabajado toda su vida como ama de casa: "Es más trabajo que andar en la obra", señala entre carcajadas. "Duramos como dos años, porque está duro eso de andar pagando renta; luego, con la escuela de los niños, los servicios y la comida...pues está canijo", refiere don José mientras mira a su esposa. En 1968 se cambiaron a la colonia Guerra en el municipio de Guadalupe: "Ahí vivimos como 18 años. Estábamos muy a gusto, la gente nos conocía, platicábamos con las vecinas...nos querían mucho". En la colonia Guerra nacieron cinco de sus 12 hijos, "todos muy trabajadores, gracias a Dios, nos tocaron muy buenos hijos; todavía le piden consejo a sus padres", comenta orgullosa doña Tere.

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"En el 86 lo perdimos todo", responde don José cuando se le pregunta por qué dejó la colonia Guerra: "Hubo una inundación. Se lo llevó todo, todas las casas de la colonia. Se inundó todo, todo se llenó de lodo y agua; entró como un metro de lodazal en la casa, se echaron a perder todos los muebles...todo se lo llevó el agua y el lodo, no nos quedó ni una garra buena". Por su parte, doña Tere afirma: "Gracias a Dios, mi marido ya estaba construyendo una casa en la Piloto, una casita que un compadre le vendió, pues lo que pasó, ni modo. Nos cambiamos para acá (para la colonia Unidad Piloto) y, sí, al principio batallamos mucho, pero ahorita estamos bien". El cambio de domicilio les afectó mucho. En la colonia Guerra conocían a mucha gente; en la Piloto, en cambio, fue empezar de cero: "No había casi nada de gente, nada estaba pavimentado, batallamos mucho, no había ni agua ni luz, nada de nada; usábamos pipas del Municipio para poder tomar agua", platica don José algo intranquilo. "Había casas de cartón y de lámina, unos cuantos jacales y nada más... Estaba muy ralo de casas", complementa doña Tere. A pesar de las dificultades, la casa ya era suya y no tenían que pagar renta; don José encontró trabajo en Obras Públicas del Municipio de Guadalupe y las cosas mejoraron poco a poco. "La vida estaba difícil, tenía que trabajar mucho, nada de vacaciones ni nada de descansos, muchos hijos: tiempo extra...", comenta entre risas don José. Al principio, no les gustó la colonia ni la ciudad: "Para empezar, no había ningún servicio, ni transporte ni accesos a las cuadras; además, ahora hay muchos problemas aquí. Me acuerdo de mi casita en el campo: me gusta mucho el campo y las matas", expresa doña Tere. A pesar de todo, con el tiempo se fueron adaptando; la colonia creció y su familia también. Ahora, con 12 años de jubilación, don José menciona orgulloso los nombres de sus 33 nietos: "A veces, cuando todos se juntan, no caben ni en la casa". La familia de don José y doña Tere ha sido una familia muy unida, desde que viven en la Piloto no se han separado. Siempre están en contacto y todos los domingos se reúnen. "Ahora las cosas parecen estar bien; faltan muchas cosas, pero parece que van a estar bien. Hemos batallado y sufrido mucho, pero yo estoy agradecida con Dios", comenta doña Tere cuando se le pregunta lo que espera del futuro. Para ellos la vida en la ciudad implicó muchas dificultades; no obstante, confían en que sus experiencias sirvieron para educar a 12 hijos y consolidar una familia que aún lucha y se esfuerza por lograr una vida mejor.

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María Graciela o el hueso del corazón LOMAS DE LA FAMA María Graciela está sentada a la sombra del porche, donde todavía recibe en su rostro luz de resolana. Dicha sombra, bajo la cual tienen lugar estas historias, la da el techo que María consiguió tras muchas de las que ella llama idas a Fomerrey, el mismo con el que se ampara a veces del sol y a veces de la lluvia. Del mismo modo que la luz se filtra en el porche y la resolana entra en las marcas del rostro de María Graciela, por su relato vienen a dar hasta acá recuerdos del chile, del tomate y la cebolla, del aguacate y el nogal. Comienza hablándonos de la huerta entera de su niñez, de un idealizado San Juan de Parras, Coahuila, en el que hace 72 años vio la luz. Vivió en la colonia Independencia a los 10 o 12 años. Llegó aquí con su familia porque en San Juan de Parras simplemente no había cura para su mamá. "Sufríamos mucho con ella porque siempre la teníamos muy mala, y desde bien joven. Murió joven, casi a los 50 años. ¡Estaba más joven que yo!". Aún se admira. La penúltima de ocho hijos tomó la responsabilidad de ser la madre de todos.

"Sufríamos mucho con ella porque siempre la teníamos muy mala, y desde bien joven. Murió joven, casi a los 50 años. ¡Estaba más joven que yo!".

Pero, ¿de qué murió la madre de María Graciela? "De su corazón, de un susto". La naturalidad con que lo declara, nos asombra. "Dicen que se asustó, pues era la mayor, y que (fue) porque su papá la quería mucho. Dicen que porque ella era de rancho y que le dijeron que su papá tenía otra hija. Y ella decía que no, que ella era la consentida. Y después resultó que sí era cierto, pero la niña era ahijada de mi abuelito, nomás que ella le decía 'papá'. "Y entonces llegó y le dijo: 'Ya vine m'hija'. Y que le dijo ella: 'No, usted ya no me quiere, usted quiere a otra hija'. Y dicen que se desmayó y empezó con ataques y ataques hasta que ya murió. Porque ella estaba buena, ella estaba legalmente sana. Nomás fue entonces que vinieron los desmayos. Estuvo mal de su corazón toda la vida.

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"Los doctores nos decían que era una cosa muy fuerte la que ella sintió. Sintió un sentimiento muy fuerte porque ella quería nomás ser la única, y ver a otra hija que él tenía, pues ella sufrió mucho. Y pues luego fueron sus desmayos. Se desmayaba a cada rato...Iba al panteón. Iba porque cuando se desmayaba y volvía en sí, se acordaba de su madre y la iba y la veía. "Y ella dondequiera se caía, se quemaba. Estaba haciendo tortillas y se caía arriba del comal; se quemaba con los frijoles. Tanto así. Siempre estuvo enferma, sus embarazos de ella, cuando nos tuvo, fueron muy fuertes porque se desmayaba. Yo tengo un hueso saltado porque se cayó cuando estaba embarazada de mí. Y dicen que si me duele, y no me duele, porque -hace pausa y jala el cuello de su blusa para mostrarlo- es el puro hueso de cuando estaba embarazada de mí". Resolanas El Monterrey que acompañó a la madre de María Graciela en la búsqueda de mejorar su salud era distinto. Entonces corrían los primeros años de 1900 ("Monterrey era puro monte, 'taba muy chiquito"). La ciudad cambió de forma con el tiempo; con el tiempo, la gente cambia de ciudad. La enfermedad de la madre de María Graciela se le adelantó en su viaje y ella alcanzó la muerte aquí. La caída de la madre de María Graciela se adelantó al nacimiento de ésta, y ese recuerdo óseo en su cuello cambia y toma la sensación de un presentimiento o de un augurio. La madre de María Graciela ahora está muerta, y desde hace muchos años que María Graciela es ella misma madre. Sus hijos, Martín Zedillo, Rosa Zedillo, Elizabeth García y Verónica García, han tenido hijos. Las idas a Fomerrey que dieron este techo han hecho este porche también capaz de acoger a los nietos, capaz de dar lugar a las generaciones venideras. La forma del techo cambia la intensidad del sol y la luz que sigue iluminando el rostro de María Graciela cambia de nombre: ahora se llama resolana. La tarde en que platicamos la luna podía verse antes de que cayera el sol.

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Retablo de Emilia SAN GILBERTO

Hace 15 años la señora Emilia llegó de Tanque del Alto, Zacatecas. Llegó con siete vacas y los primeros años vivió de la venta de leche y queso; sin embargo, la enfermedad de su esposo era tan demandante que dejó de atender aquel negocio. "Me vine porque mi señor estaba enfermo. Mis hijos le hicieron la lucha y lo trajeron ahí (refiriéndose a la colonia), pero Dios no los ayudó. Él se fue: murió hace 13 años". A sus 84 años vive sola en la colonia San Gilberto, de Santa Catarina. Es madre de ocho hijos y comenta sentirse sola. Dos de sus hijas viven fuera de Monterrey: "Ellas tienen que atender ante todo a su familia, por eso las llamo mujeres ajenas". De sus cuatro hijos varones, se queja, ninguno le hace caso: "Ellos se fijan sólo en la caguama". De su juventud recuerda el trabajo con su padre: "Le ayudaba yo a mi papá a cortar el maíz, a juntar calabazas...a todo". Destaca que no hubo necesidad económica a pesar de ser seis de familia, con dos hermanos y una hermana: mientras esta última se dedicaba a la cocina, ella ayudaba a su padre con los animales. "Trabajé con mis papás, trabajé con mi marido, trabajé y trabajé". Con una expresión de nostalgia en sus ojos y una sensación de soledad, recuerda su boda a los 16 años. Asegura extrañar mucho a su difunto marido: "De mi marido yo no me quejo, fue muy buen hombre. Hasta que me muera dejaré de acordarme de él". Su matrimonio lo tiene como lo mejor de su vida; evoca el trabajo en pareja y, una vez más, se acuerda de aquel negocio en la cría de ganado, donde tantos días trabajaron juntos. Considera haber sido muy feliz, aunque eso quedó en el pasado. Desde la muerte de su marido no siente gusto por nada. "Ni por el radio ni por la televisión", y rescata acaso los viajes que hacían cada año a San Juan de los Lagos. "Ahora no me siento feliz de ninguna manera. Quisiera que mis hijos fueran hombres buenos, que no anduvieran nada más de borrachos; borrachos no van a la casa, no quiero que estén averiguando conmigo.

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En el presente, su preocupación más fuerte son sus hijos; los vicios que padecen la angustian, aunque tiene una esperanza: admite que, a pesar de su manera de beber, nunca la han dejado sola: "Yo no tengo que decir nada de mis hijos; les digo 'mira, hijo, esto', y ya me dan la mano". Ha pasado muchas tardes tejiendo y bordando; las telas y prendas que elabora van poco a poco apilándose en casa, aunque algunas las destina a los nietos. Ella se siente útil así; la aguja que mueve entre sus dedos parece contrarrestar a la del reloj. Las tardes en que no teje se reúne con una amiga, la única, por decisión: "Aquí no tengo amigas, ni en el pueblo tenía; a mí no me gustan mucho esas cosas". La soledad embarga la casa de la abuela. Dice que, a veces, el agobio no la deja dormir; luego se harta, y este hartazgo es una resistencia, una manifestación de vida, de querer estar bien y en paz: "Luego ya me impaciento y me digo, ¿qué estoy haciendo pensando tanto mugrero?, y me doy vueltas en la cama". "El 10 de mayo -apunta antes de despedirse- lo pasé yo sola; estaban ellos (sus hijos) en la creencia de que estaba yo con mi hija la del rancho, y ella pensaba que aquí estaban ellos...de modo que lo pasé sola". Entonces menciona que quiere volver a su pueblo, "nomás porque no tengo familiares allá, si no me iba", que le gustaría mucho volver a vivir otra vez sus primeros años de vida.

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Tres siglos de Balvina LA ALIANZA, SECTOR Q "¿Dónde nació, Balvina?" Ella se queda pensando y no responde. Su hijo Florentino la ayuda: "Acuérdese, mamá; a ver, ¿dónde nació?". Balvina tiene 107 años cumplidos y todavía camina bien, sin ayuda. Su lucidez es envidiable, mejor que la de personas de 60 años. A pesar de eso, se recrimina: "Ay, hermano, no sé dónde dejo las cosas y no me acuerdo en qué pueblo nací". Florentino insiste y ella finalmente recuerda: nació en San Pedro Amusgos, Oaxaca. Balvina detalla que han sido una familia andariega. Oaxaca, Veracruz y Nuevo León son los sitios que han marcado sus vidas y que han sentido como propios. Hoy, el pequeño sector de La Marina, Colonia La Alianza, es su hogar. Aquí no hay pavimento, no hay servicios y la pared está hecha de bloques sin zarpear. Por dentro no hay divisiones; el improvisado techo de lámina cubre del sol pero no del calor. Otra cosa es la calidez, que hace de esta construcción una casa de verdad.

“Pues yo he vivido tanto tiempo porque he comido animales diversos como zorrillo, tlacuache, tejón, mapache, armadillo, iguana, jabalí...son muy ricos, ¿qué no los ha comido usted?”

Balvina y Florentino no se han separado un solo instante desde que él nació hace 76 años, en 1930. Balvina vio a su único hijo crecer, casarse, darle ocho nietos, perder a uno y separarse de su nuera manteniéndose siempre a su lado. Con Ubaldo Galindo, padre de Florentino, no corrió la misma suerte. Raro en las mujeres de su época, a los 30 años Balvina no estaba casada ni tenía hijos. Ubaldo llegó tarde a su vida y se fue, ahora lo sabemos, temprano. Le soportó 13 años de maltrato hasta que la abandonó. "Él sabía enamorar con la música, pues era músico, pero era muy mujeriego y eso no se le podía quitar", lamenta.

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Florentino la interrumpe y cita la ocasión en que Galindo encajó una lanza en el pie de su madre, por aquellos tiempos en los que ella lavaba y planchaba ajeno. Balvina nació en el año de 1899 en una familia de siete hermanos y, durante su infancia, vivió la Revolución. Vio a los bandidos robándose mujeres a caballo; vio matarse entre sí a los hombres sospechando la traición; vio a unos colgar, victoriosos, el cadáver de los otros bajo la sombra de los árboles. Después de la Revolución murieron sus padres. Durante la adolescencia de Balvina, su madre contrajo un resfriado que se la llevó; 15 días más tarde, afectado de cintura y riñón, la muerte vino también por su padre. Huérfana en Oaxaca, no concluiría la década de los veinte sin conocer a Ubaldo. Como éste era músico y andaba tocando de un lado a otro, Florentino nació en Chacalapa, un pequeño pueblo de Guerrero. El itinerario continuó en Veracruz, a donde viajaron por dos años consecutivos para laborar en "las temporadas". Comenta Balvina que en Oaxaca se oía que en Veracruz por entonces "se ganaba dinero como recogiéndolo dentro de un sombrero". Y eso explica el timbre costeño en Balvina; habla de Playa Oriente, Veracruz, donde echó raíces también, convencida por uno de sus hermanos más queridos. El porqué regresaron a Oaxaca corre a cuenta de Florentino: "Se necesitaban hombres para tumbar la montaña"; es decir, cortar los árboles y habilitar esas tierras para sembrar. Fueron 600 los que se ocuparon para esa labor, apunta el hijo, se dividían en número y hectáreas para cortar los troncos, quemar y posteriormente sembrar. "Don Flore", como le apodan, considera que en sus tiempos no había mucho más trabajo que el relacionado con el campo. Le correspondieron 50 hectáreas y éstas le costaron 15 años. La guerra entre los ejidatarios en Oaxaca estalló un 7 de mayo de 1965; Florentino contaba 35 años, mientras que Balvina comenzaba a ser una persona mayor. La cosecha ya había sido levantada y no había bancos agrícolas: el problema nacía. Y se cumplió, el arribo de los agraristas fue violento. Florentino no conoce el número de muertos pero sabe que fueron muchos. La vida que hoy continúa la agradece a Dios y a los consejos de su madre: "Tú no debes de pelear nunca, por ninguna cosa vale la pena arriesgar tu vida", vuelve a decir ella. Si Florentino Galindo y Gildardo Arellano, primo de aquél, portaron rifles de seis cartuchos en vista de lo que pudiera suceder, fue porque la comunidad los eligió como autoridades emergentes para cuidar al pueblo de la invasión y proteger incluso a la mismísima autoridad electa. Afortunadamente, no fue necesario "descargar". Tras 1965 vino la segunda vuelta a Veracruz y ésta trajo un segundo esposo para Balvina, con el que no tuvo hijos. En el plazo de los 10 años siguientes, Florentino fue vendedor ambulante, empleado en la Comisión del Agua, artesano del barro y minero. Por iniciativa de un amigo, llegó con su madre a Monterrey en el año de 1975. Su primer empleo en Nuevo León fue como velador.

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Aquí, su primera casa la construyeron en Fomerrey 51. Pero falló. De la varilla que tenían destinada para el techo, les robaron dos terceras partes. Al tiempo, el techo comenzó a desmoronarse. Soportaron la pedacería por más de 20 años. En 1999, Balvina comunicó a su hijo una decisión: "Vende la casa, m'ijito, o se nos va a caer el techo en la cara". Lograron obtener 45 mil pesos, el terreno era grande y la casa tenía dos cuartos; se fueron 10 mil en deudas y necesidades, quedaron 35 mil. Una hermana de Balvina los alojó por dos meses en una casa de la colonia La Alianza, Sector A. Poco más tarde y cerca de ahí, Juan Corpus, hijo de Aniceto Corpus (dueño de la colonia La Marina, hasta hace poco ejido), trató con ellos el terreno sobre el que hoy viven. Dicen que nunca se han acostumbrado al frío de Monterrey, que a veces los despierta y que, otras veces, no los deja dormir el hambre. La Marina es un lugar desértico y sin relieves donde el viento no encuentra con qué detenerse. Hace poco la fiebre y la gripe tuvieron en cama a Florentino durante dos años. No le caía el lugar, confiesa Florentino, "cuando alguien está muy cerca de Dios, el espíritu le pone a prueba; si no soportas la prueba, Dios te abandona, o, más bien, tú lo abandonaste a Él. Ésos fueron días de prueba para mí". Hace 24 años que Florentino conoció la palabra de Dios a través de los Testigos de Jehová; Balvina, en cambio, tiene sólo 12 de haberse convertido. Pero no sólo ha sido Dios el que le ha hecho vivir tanto tiempo. "Los hermanos me llevan con el doctor de vez en cuando, y los doctores me preguntan: '¿Cómo le ha hecho para vivir tanto, Doña Balvina?'. A lo que yo les respondo: pues yo he vivido tanto tiempo porque he comido animales diversos como zorrillo, tlacuache, tejón, mapache, armadillo, iguana, jabalí...son muy ricos, ¿qué no los ha comido usted?"

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Ojalá LA ALIANZA, SECTOR Q La señora María Antonia Estrada Pantoja, mejor conocida como Toñita, vive en una casa que le compraron sus ocho hijos en el sector Q de la colonia La Alianza, donde ya lleva dos años. Sin embargo, no es la única casa en la que ha vivido. Su itinerario habitacional la llevó a recorrer colonias como la Progreso, Pedro Lozano, Central, Provileón y Mirasol; también vivió un año en la Granja Sanitaria, como antiguamente se le conocía a la actual Nueva Santa Lucía. A pesar de las carencias que padeció, aprendió a ser feliz desde su infancia. Recuerda que su padre sólo la dejaba salir los domingos por la tarde al cine. A la corta edad de 15 años, comenzó a laborar como empleada doméstica; se pone seria cuando nos confiesa que todo el sueldo se iba a manos de su padre. La dureza de la administración paterna la describe Toñita en la siguiente frase: "Él sabía si me compraba ropa o zapatos, o lo que fuera: pero yo se lo daba todo". Su matrimonio inició a la edad de 20 años. Él era zapatero y ella le ayudaba puliendo, pintando, incluso poniendo tapas. "Hacía de todo, lo único que no me atrevía a hacer era acercarme a las cuchillas porque, nada más con que te tocaran tantito, te llevaban el dedo". Pero Toñita se enamoró del zapatero. Al poco tiempo, terminaron por bolear y pulir sus respectivos zapatos para dar un paso hacia el altar. Ya casados, Toñita y su esposo decidieron irse de la colonia Nueva Santa Lucía, donde sólo duraron un año: "Yo le dije a mi esposo que mejor nos juéramos de ahí, porque más vale que digan que por aquí pasó corriendo a que aquí quedó". La drogadicción y la problemática entre vecinos, explica, fue la principal razón para dejar en el pasado ese vecindario, donde su casa de entonces alguna vez fue apedreada. Ella y sus hijos trabajaban semana tras semana haciendo un pozo en la colonia San Gabriel; la ilusión: poder fincar ahí su casa. Ante la necesidad decidieron tomar palos y láminas para construir un cuarto en el cual cubrirse de la lluvia y del sol y, por lo pronto, comenzar a vivir. Es grande la nostalgia de Toñita cuando nos cuenta cómo sus hijos no estaban conformes con que ella estuviera viviendo ahí; llegó la ocasión en que se pusieron de acuerdo y, todos juntos, compraron el material de construcción. Lograron levantar un cuarto más aguantador, en el que vivió por ocho años, hasta que Gerardo, uno de sus hijos, decidió llevarla a la que ahora es su casa.

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La otra casa de doña Toñita es la iglesia. Sobre el brazalete que adorna su mano están talladas imágenes de santos. "Me gusta mucho ir a la iglesia porque siento mucha paz, es como si estuviera en el cielo: lloro, río, aplaudo". Fuera de eso, dice que se divierte mucho asistiendo a los talleres de manualidades en el Centro Comunitario del sector Q. Lo define como su mayor interés, ya que es una actividad que, en el futuro, cuando su nuera deje de trabajar y ella no cuide más a sus nietos, será un gran sustento: "Yo lo único que quiero es hacer manualidades", dice con una sonrisa. Antes de despedirse, nos comparte estas esperanzas: "Quiero conocer el mar, no lo conozco...Yo nunca he viajado. Mis padres me dijeron que me llevarían a Saltillo, pero nunca he ido. Ojalá y pueda conocerlo".

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Yo no quería venir, pero me convencieron LA ERMITA Habla el señor Salvador de cómo fue que llegó procedente de Nieves, Zacatecas: "Se vino primero mi señora; yo no me quería venir, pero a la larga me convencieron". Confirma sus 10 años de estancia en la ciudad y revela que, primero, tenía la idea de emigrar a Ciudad Juárez, que él pensaba que les iría mejor allá porque tenían unos familiares que les ofrecían ayuda. Fue una de sus hijas la que lo convenció para que cambiaran de residencia; le prometieron a él y a su esposa que les comprarían un terreno para, entre todos, hacerse cargo de su manutención, y así cumplieron: "Pues la verdad no tenemos queja, no nos ha faltado nada hasta ahorita". Preguntamos por su edad. Hizo cuentas mentales y dijo tener 89 años. "Pues tal vez tenga más o menos años, porque en ese entonces no te registraban; por ese entonces era la Revolución y la guerra...Entonces, pasaba mucho tiempo". Su historia laboral inició en su natal Nieves. "Me crié como sembrador; después, en la yunta, cuidaba a los animales". Nos comparte la historia de algunas calles y de algunas casas en las que, con gran esfuerzo, trabajó. Ofrece una etapa más de su juventud que, a juzgar por la dureza de sus manos rugosas con las que lanza ademanes mientras habla, se adivina de largas jornadas: "Allá en el pueblo se hacían casas de adobe, y también empedrábamos las calles; no como aquí con mezcla, sino con piedra: en el cerro se dan piedras bonitas". Si hay una costumbre arraigada en don Salvador es la del trabajo pesado. Se detiene un poco a pensar y comenta que, al llegar a Monterrey, resintió el cambio hacia un estilo de vida mucho más pasivo. Asume su fortaleza, está seguro que aún puede utilizarla de algún modo. Luego se amerita: reconoce que también es necesaria otra fortaleza para llevar ya 10 años en su jacalito; sabe que la ha tenido y sabe que también es un logro. Pero don Salvador parece estar en la situación del leñador que no encuentra quehacer en el desierto. La vida en la ciudad es un gran desafío. Hombres y mujeres, niñas y niños, la gente grande, familias enteras llegan todos los días para adaptarse a un lugar extraño y a veces hostil en el que "hasta por morir se tiene que pagar". Sus palabras son rudas, pero hay temple en este hombre a quien el trabajo y el sol han curtido.

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De la muerte habla poco. Dice que la muerte no existe pero los muertos sí. Sonríe para contar una aventura: hace ya algún tiempo cargó el cadáver de un amigo. El recuerdo del olor que exhalaba la descomposición convoca de nuevo la repulsión en su gesto. "Allá no hay en qué llevarlos (a los muertos), a menos que se tope uno con una camioneta y le den un aventón. Nos tocó cargarlo entre cuatro, pero como había muerto de algo como cáncer, iba escurriendo algo. Terminando, nos fuimos a la cantina más próxima y nos echamos unos traguitos para olvidar la sensación y ponerle punto final a la sed, al cansancio y al sentir...Hasta en la espalda nos echábamos a los muertos". La vida sigue. Recién cumplidos los 82 años de su esposa, festejan las bodas de oro. Está orgulloso, feliz; admira a su compañera de toda la vida, como le llama: "Mi compañera no para: si ella estuviera aquí, ya andaría barriendo, lavando; si no fuera por ella, ni plantitas tendríamos. Es mi compañera de toda la vida". Esta tarde ella no se encuentra, pero él ya quiere que esté aquí.

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San Ignacio en la memoria, por la mañana LA ERMITA El cariño de la gente de la colonia La Ermita, en Santa Catarina, donde tiene 14 años de vivir, ha hecho que a Eusebia Sánchez Medrano, de 66 años, la llamen doña Chevita. Ella es viuda y comparte la casa con dos de los ocho hijos que tuvo, uno de los cuales ya murió. En el 2000, tiempo después de llegar a Monterrey, su esposo enfermó. "Iba a consultar por lo de su enfermedad, asegún lo atendían, pero le daban papeles en blanco en el Seguro, hasta que por fin lo entregué". No olvida su pueblo natal, San Ignacio, cerca de Galeana, a donde le gusta regresar cada año, volver a esas fiestas grandes en las que siempre encuentra a uno que otro familiar. Sus hijos ya no se interesan en ir, ellos prefieren quedarse con sus familias en Monterrey, y se lo explica así: "Todos se casaron aquí y aquí tienen sus hijos". Con todo lo que extraña su pueblo, confiesa que no volvería a vivir allá porque no se vive igual: se batalla más y se sufre mucho y, aunque sabe que sus condiciones en La Ermita no son las mejores: "Es muy difícil mantenerse en un rancho, no hay cómo trabajar". Ahora que sus hijos ya están grandes, su familia la componen 18 nietos y un número de bisnietos que no recuerda bien. Dice que a sus hijos les gusta reunirse con ella; en algunas ocasiones es posible que estén todos juntos: "Me hicieron una comidita el día de las madres y aquí estuvieron todos", se alegra. El hijo que vive con ella ya no trabaja, hace varios años sufrió un accidente y desde entonces se encuentra en silla de ruedas; su hija es la que compró el terreno donde construyeron la casa en que viven. La iniciativa de doña Chevita la llevó a adaptar como tienda de abarrotes uno de los pequeños cuartos de la vivienda; de esa forma, procura trabajar para mantenerse. Como no le alcanza para todo, ella sale por las mañanas "a juntar botes en la colonia...hago esto desde que falleció mi esposo". Con lo que reúne al mes obtiene alrededor de 2 mil pesos. Pero el trabajo no lo hace sola: "Varias vecinas y amigas me dan botes, me los juntan para cuando me ven".

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Ella aprecia el lugar donde ahora vive, el cual conoce muy bien: "La colonia me la recorro diario de siete a 10 de la mañana; cuando termino temprano, como a eso de las nueve, entonces me pongo a platicar con la gente que también junta botes: ya hasta somos amigos". Cuando terminó la entrevista iban a dar las 11 de la mañana; el sol comenzaba a ganar intensidad dorando el rostro en el que la sonrisa de esta mujer respondía a los saludos de las amistades que hace unos momentos citaba. Avanza por la pendiente de la calle con los resultados de la jornada: unas bolsas llenas de botes de lámina. Su figura continúa tras la loma que desciende. A la imagen se sobreponen los cerros de Santa Catarina.

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Para remar río arriba UNIDAD PILOTO Doctor Arroyo. En 1942 nació el señor Félix Rodríguez Gutiérrez: "Allá estaba muy tranquilo, nomás trabajar y trabajar en la labor". Don Félix trabajó 20 años de agricultor en su tierra natal; risueño y con su perro al lado, comenta que su trabajo comenzaba desde muy temprano y terminaba muy de noche. A pesar de su esfuerzo, "siempre andaba mal comido porque la siembra no salía bien", la sequía persistía y la lluvia no se veía venir, por eso decidió emigrar a la ciudad de Monterrey. Fue en el año 1986 cuando llegó a la casa de un tío en la colonia Díaz Ordaz; en todo momento lo acompañó su hermano Dionisio Rodríguez. A sus 44 años, casado y padre de nueve hijos, llegó a Monterrey para trabajar en la obra. El cambio de ambiente no le afectó mucho; él mismo detalla que "antes de venirme acá ya había venido varias veces a trabajar por temporadas y luego me regresaba a mi pueblo, por eso no sentí tanto el cambio de aires". Su esposa se llama María del Pilar Martínez Segundo: "ya tenemos como cuarenta años de casados", refiere mientras lanza una mirada a su esposa. En la calle Francisco Sarabia número 4555 de la colonia Unidad Piloto, vive don Félix; su casa es de un piso, de barandal blanco con fachada de color crema. Por las tardes acostumbra sentarse en un tronco improvisado como asiento, siempre con su inseparable perro chihuahueño -apenas alguien se acerca a don Félix, el perro comienza a ladrar; él lo ve y tranquilamente le frota la cabeza. Don Félix es una referencia inmediata de la calle Francisco Sarabia; la mayoría de la gente lo conoce, aunque él mismo dice: "Casi no me gusta salir de la casa, no me gusta andar compadreando ni andar en la calle", pero quien transita por esa calle lo saluda. "No tengo ni amigos ni enemigos en la colonia, todo está tranquilo". Duró viviendo en la Díaz Ordaz un año; en 1987 vio la oportunidad de comprar un terreno en la Unidad Piloto y no la desaprovechó. Desde entonces vive aquí y dice no extrañar a su pueblo, pues "toda la familia ya está aquí, ¿qué voy hacer allá solo? Tenía un hermano allá, pero ya murió; aquí de perdido hay trabajo, allá sólo hay la cosecha y hay veces en que nomás no se da, es cuando salen de montones los problemas".

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Afirma que cuando llegó todo estaba muy en paz, casi no había casas: "Las calles no estaban pavimentadas, el agua la tomábamos de un pozo que surcamos nosotros los de la colonia; entonces no subían las micros, nos teníamos que ir caminando hasta la avenida Eloy Cavazos para poder tomar el camión y llegar temprano al trabajo". Por lo pronto está desempleado, toda su vida trabajó sin Seguro Social y no tiene pensión; sus hijos le ayudan: El grave problema económico que vivió en su niñez, fue una de las circunstancias por las cuales tuvo que dejar el tercer grado de primaria, para después terminar por salirse y jamás regresar; las cosas, como él comenta, se daban así: "No había oportunidad de estudiar en el ejido, no había nada; mis papás no tenían dinero, así que yo decidí salirme de la escuela para trabajar, para ayudarles". Don Félix sabe leer y escribir y quiere que sus nietos estudien y se preparen para que sean personas que no batallen: "Las cosas se van a poner cada día más difíciles, hay más gente y más cabezas; antes uno podía andar muy tranquilo en las calles, ya no: la situación va empeorar con el tiempo". A pesar de esto, las esperanzas de seguir viviendo con el objetivo de ver a sus nietos crecer y superarse, alimentan la alegría que transmite al caminar por la mencionada calle; sabe que la vida es difícil, a él le tocaron muchas adversidades, pero confía en que su familia conseguirá una vida mejor, lo mismo que la colonia. Después de todo, él lo sabe,"la gente que se viene a vivir acá a la Piloto es gente de ejidos que viene para trabajar, para vivir mejor y sacar a su familia adelante".

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En casa con doña Coy LA ALIANZA, SECTOR Q

En la casa de María del Socorro Robles Hernández abundan flores de muchos colores y plantas verdes que, se adivina, son atendidas a diario; también hay árboles frutales y la sombra que brindan es fresca. Con el respaldo de esta sensación, sentada en la mecedora que acostumbra cada tarde, María del Socorro, doña Coy, nos regala esta visión de su infancia en su pueblo natal: "La imagen que tengo de donde yo vivía son las casitas dispersas, los campos muy grandes para correr". Los largos años han pasado tranquilos por la vida de doña Coy, por eso no ha desaparecido de su rostro esta impresión pacífica, de una felicidad serena. La calle de San Rodolfo en la colonia La Alianza Sector Q tiene en doña Coy una vecina amable. Antes, San Luis Potosí tuvo una niña alegre en el rancho de Santa Rosalía, entre Matehuala y La Paz: "Nunca nos faltó la tortilla, siempre jugábamos con los platos rotos que se le quebraban a mamá, ésos eran nuestros platitos para jugar". Recuerda a los animales de carga subir y bajar del cerro arreados por su papá; recuerda que su mamá se encargaba de que ella y sus hermanos aprendieran a ayudar. Cursó primero de primaria y rápido aprendió a leer; luego dejó la escuela para cuidar niños en una casa ajena y poder ayudar en la propia. Ella misma todavía era una niña. Llegó a la adolescencia después de haber cruzado la frontera con Estados Unidos. En la pequeña balsa se apretujaban hasta 12 personas; de forma clandestina, buscaban una vida mejor en el otro lado. Se acuerda doña Coy del contacto que los cruzaba: "Nos dejaba en la orilla y nos decía: 'ahora sí...¡córranle!'". Toda la familia cruzó, pero a doña Coy le gustaba más acá: "La vida sí es muy diferente, la tierra no me cayó. Ahí pizcábamos algodón y sólo salíamos a pasear los domingos que el dueño nos llevaba al pueblo a comprar comida". Luego, el regreso. La gente se ponía visible a las autoridades para que las deportaran y poder volver a casa con la familia.

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Tierras que sí le caían, claro, eran las de San Luis Potosí; en especial Real de Catorce, a donde su madre la llevaba, cuando pequeña, para rezarle a San Francisco de Asís. Uno de aquellos días, cuenta, "choqué con él (un santito) por ir viendo a Panchito (San Francisco de Asís); choqué con él: era un bulto grande y me asusté porque no lo vi. La próxima vez que regresé, el santito ya no estaba". Ahora, en el hogar que tiene junto con su esposo don Pedro, posee muchas estampas e imágenes religiosas que la hacen sonreír cada vez que voltea a verlas: "Yo creo que por eso Dios nos ayuda mucho". Por eso, y porque las personas se dan cuenta de esta actitud que caracteriza tan bien a doña Coy, a su casa asiste mucha gente de la colonia a platicar con ella o con don Pedro o con cualquiera de sus dos hijos; y a estos vecinos que la ven con cariño doña Coy los considera también como sus hijos. A sus 73 años, niños y adultos la llaman “mamá”.

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“One beer, please” Un beisbolista que aprendió a hacer casas LA ALIANZA De inicio, don Pedro no parecía cooperar mucho para compartir su historia. Ya estando frente a él y su esposa en el porche de su casa, don Pedro le pregunta a doña Coy: "¿Qué es esto?, ¿qué quieren estos muchachos?, ¿para qué es?, ¿qué me van a preguntar?". A lo que su mujer responde: "Te van a preguntar de tu vida, que les cuentes del rancho, de todo lo que viajaste, de lo que trabajaste". Fue así como don Pedro tomó asiento en su mecedora y, de manera inmediata, lo reacio de su actitud quedó atrás e inició una historia que jamás imaginamos. A don Pedro siempre le gustó beber. Tomaba todos los días después del trabajo, llegaba a consumir hasta 20 cervezas en un día y, a pesar de ello no faltaba a trabajar al día siguiente. Se le veía tan fresco como si la noche anterior no hubiese tomado nada. Para este contratista y albañil en activo, fueron 40 los años de bebida diaria; justo al cumplir los 66, repentinamente, cesó de beber: "Dejé de tomar porque me hizo mal; estuviera riquísimo si no hubiera tomado nunca, aunque no dejo de estar contento con lo que Dios me dio". Doña Coy lo interrumpe y nos aclara que don Pedro ha sido un hombre de carácter fuerte; recuerda que aunque lo vio ebrio en muchas ocasiones, nunca se peleó por este motivo ni mucho menos llegó a ser agredida por él, ni con insultos ni con golpes. En su infancia Pedro fue boxeador, entrenó duro pero eso no lo hizo peleonero ni tampoco un pugilista profesional, aunque sí comenzó a mostrar las cualidades deportivas que más tarde aplicaría en el béisbol. Tercero de 10 hijos, siete hombres y tres mujeres, Pedro fue un niño de campo cuyo destino inmediato fue trabajar desde temprano en la siembra; era tan pequeño que no alcanzaba a coger bien el arado, pizcaba maíz y sembraba frijol. A sus 13 años, provenientes del rancho San Juanito de los Riveras, la familia emigró a Cedral, San Luis Potosí. Fueron cuatro o cinco años los que se pasó en esa ciudad trabajando en las labores de riego del tomate, cebolla y chile. Pero lo verdaderamente duro en aquel año fue la muerte de su padre; no fue fácil soportar la pérdida: "Yo sufrí mucho de niño; a los 13 años quedé huérfano, mataron a mi papá porque le tenían envidia en Cedral". Ante las carencias, lo poco que les pagaban, la escasez de lluvias y la crisis en el campo, su familia se vio obligada a emigrar por segunda vez, en esta ocasión a Monterrey: "Todos nos acostábamos juntos en un cuarto de ocho metros cuadrados; no teníamos nada, vivíamos en la colonia Niño Artillero, pero poco a poco se fueron casando mis hermanos y la casa se comenzó a vaciar".

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Un día, Pedro se decidió a enviarle una carta a una joven vecina que le llamaba la atención: Socorro, doña Coy, su actual esposa. "Ya la conocía porque un hermano de ella se había casado con una hermana mía; yo le chistaba cuando pasaba hasta que le envié la cartita. Duré un mes de novio con ella antes de casarnos, me la robé un día en que se estaba yendo a trabajar: ya no la dejé ir al trabajo, mejor me la llevé a mi casa". Tras vivir en varios lugares, terminaron por asentarse en la colonia Los Altos, allá por el rumbo entre Cumbres y Cedros, zona precaria para vivir, sin servicios y repleta de paracaidistas. Este sitio le permitió fincar una buena construcción, misma que hace 10 años vendió para comprarse dos propiedades: la casa que ahora habitan en el sector San Rodolfo de la colonia La Alianza, y una casa en Fomerrey 110 para uno de sus dos hijos, el varón. A partir de 1946, antes de casarse, don Pedro trabajó de mojado por temporadas en Estados Unidos. Trabajaba un tiempo en el extranjero y otro tiempo viajaba a Cedral; en ese entonces, comenzaba a visitar Monterrey. Fueron seis temporadas largas las que estuvo en la Unión Americana; Pedro vivió y trabajó en el lado este de Texas, en el oeste en Lubbock, anduvo por Louisiana, Arkansas, Missouri, Illinois y Georgia. Como muchos migrantes que sólo trabajan y se comunican entre ellos, Pedro no aprendió inglés; por necesidad, aprendió una sola frase en aquel idioma: "One beer, please". En ese país don Pedro trabajó también en el campo, y en sus momentos libres descubrió su mejor pasatiempo, además de la cerveza. Como jugaba bien al béisbol, pedía oportunidad en los campos de juego dándose a entender como podía con los güeros y los negros. Su posición era catcher, tenía un temible tiro a la segunda base y era raro que le robaran una base. Además, Pedro solía batear de 3-2, de 4-2 o de 2-1; es decir, su promedio era muy alto, tan alto que fue preseleccionado en Estados Unidos para las ligas mayores. Buscadores de talento le dieron opciones para quedarse y esperar a que cuajara para ofrecerle un contrato. Tal vez porque el trabajo y sus vueltas frecuentes a México no lo dejaron, tal vez porque la necesidad de sobrevivir no le brindó el respaldo para pensar en llegar más arriba, la esperanza se disolvió con el tiempo. El béisbol no le dejó dinero; en cambio, tras hacer una barrida suicida en tercera base, se dislocó un tobillo que sanó con el tiempo. Pero el deporte le heredó grandes e imborrables satisfacciones. Además de beisbolista, en sus vueltas a San Luis y Zacatecas don Pedro practicó un extraño deporte: jinete de caballos de carreras de apuestas. No corría en lujosos hipódromos, sino en ranchos alejados de las urbes; estas carreras sí le dejaban, aparte de grandes emociones y reconocimientos, algunos billetes de recompensa.

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En Monterrey, en su época de recién casado, trabajó 13 años de ayudante de albañil, tiempo en el que alternaba este trabajo con el de machetero. Trabajaba en los patios del ferrocarril, en el lugar que hoy en día ocupa Soriana Colón. Parecía poco ganar 60 pesos al día como machetero; irónicamente, y tal vez con un poco de exageración, nos cuenta que en Monterrey se ganaba en un día lo que en Cedral ganaba en dos meses. Lo que ganaba en Estados Unidos era, a su vez, incomparablemente mayor a lo que llegaba a ganar en Monterrey. Aunque Pedro nunca estuvo en la escuela sí sabe leer y escribir, hacer sumas y multiplicaciones. "Aprendí en el trabajo a contar y a hacer números, a escribir. De joven, a los quince años, como ayudante de albañil, me decían: 'Ándele, muchacho, cuénteme los ladrillos, que ya nos vamos'. Poco a poco fui aprendiendo a hacer números y no sólo aprendí eso, también aprendí a hacer planos de casas y construcciones, así fue que me hice contratista. Yo he hecho muchísimas construcciones, sobre todo cuando trabajé por años para la Constructora Popular". Don Pedro todavía luce las huellas de una terrible caída de tres metros que sufrió cuando se encontraba trabajando y que le dejó los dos brazos rotos. Como le urgía volver al trabajo, y porque no soportaba el calor y la incomodidad del yeso, a la semana del accidente Pedro tomó un serrucho y liberó sus brazos, sin importar lo que advirtieran los médicos. Pedro es un hombre serio, ríe poco y le gusta dormir la siesta de la tarde sobre el piso de la cocina, sólo con una almohada y una delgada cobija que le sirve de colchón. A sus 78 años no le falta trabajo de albañil. Aunque ya no lo hace a diario, hay semanas que las trabaja enteras, ya sea por necesidad o por gusto; el trabajo sigue siendo parte de su vida. Mientras termina de pelar sus nopales, doña Coy interviene para despedirse: "A través de los años la hemos ido pasando ahí pobremente, pero uno debe estar agradecido con lo que Dios le dio; estar descontento es ofender a Dios, no hay que pedir más de lo que merecemos. A Dios nunca le repelé la pobreza: Dios le da a uno lo que merece. Dios nos aprieta pero no nos ahorca".

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En las palabras de Petrita CERRO DE LA SILLA

Viví muchos años en un Fomerrey, pero ahí nunca me gustó vivir porque estaba muy feo; los niños nunca podían salir en las tardes o en las noches a jugar, porque está muy peligroso. Buscamos comprar un terreno y conseguimos aquí, en Cerro de La Silla, y aunque nos defraudaron porque todavía no está regularizado el terreno, espero que todo se arregle. Como los dos trabajamos, entre mi esposo y yo juntamos dinero y ya compramos otro terreno en el que nos gusta cultivar plantas; hemos sembrado cañas, se dan las papayas y los aguacates. Antes, quitaba todas las hierbitas del monte, pero como ya la maestra nos ha enseñado algunas, pues ahora las cuidamos y todos los días vamos a regarlas. Recién llegada a Monterrey con mi esposo y mis hijos, las circunstancias económicas me orillaron a buscar trabajo de empleada doméstica en una casa de la colonia Del Valle. Nunca aprendí a leer ni a escribir, sólo conozco las letras, por eso se me hizo difícil buscar trabajo en otra cosa que no fuera la cocina. Ya sabe usted que eso siempre se tiene que aprender de niña, y más viniendo del rancho como uno. Cuando empecé a trabajar, inicié con actividades de la cocina, no sabía hacer las comidas que a ellos les gustaban, pero la señora de la casa me enseñaba. De inicio tenía que comer también de lo que se hacía en la casa y no me gustaban las comidas, pero poco a poco me acostumbré y luego aprendí a hacerlas. Mis hijos invitaban a sus amigos a comer, en ocasiones, y cada vez que se retiraban salían satisfechos de mis comidas, diciendo que estaban muy ricas. No sé si sea así o por quedar bien, pero siempre lo decían. Tiempo después, la señora de la casa murió; yo estaba muy acostumbrada a ella y al poco tiempo me enfermé y decidí ya no ir a trabajar. Me la pasaba en cama con muchas molestias y dolores.

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Mis hijos ya no querían que trabajara y decían que ellos me daban dinero, pero que ya no fuera para que descansara. Pero mi esposo les dijo que si a mí me hacía feliz estar ocupada, pues que me dejaran; cuando regresé a trabajar, todos mis malestares se hicieron menos. Pero yo creo que también me ayudó que siempre me tomo todo tipo de hierbas curativas y ahora, con la clase de la maestra Delfina, he tenido mucha mejoría, ya me siento bien y ligera y con más ánimos; mi esposo también ha tenido muchos cambios y su salud ha mejorado, la doctora dijo que traía una presión de quinceañero. Los hijos que quedaron en la casa de la señora en donde trabajo, me llamaban a cada rato para que volviera, pues no encontraban a alguien que hiciera las comidas que su mamá hacía. Si yo me enfermo, me permiten salir; pero, cuando no llego o falto, me buscan para saber qué me pasó y pueda ir a hacerles sus comidas. Todos los días hago mucha comida porque ya sé que no falta quién me visite; mi esposo siempre me dice que si voy a hacer fiesta y, al final del día, nunca queda nada. Por eso procuro tener siempre comidita en casa, por si alguien viene, pensando en que si mis hijos están lejos me gustaría que alguien les ofreciera aunque sea un taquito, porque uno nunca sabe cómo estarán lejos de uno.

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Habla la hija del héroe MONTE CRISTAL

Durante las noches, las entrañas de la llamada Cueva del Diablo solían emitir un fuerte sonido que cruzaba todo el pueblo estremeciéndolo. El hombre que por esos años ya era padre de Isabel no iba a quedarse con la curiosidad. Acostumbraba buscar tesoros en su tiempo libre y resolver un misterio como el de esa cueva era tentador. Un día, al caer la tarde, se le vio salir solo rumbo al cerro donde chiflaba el viento. Él no se detuvo cuando la gente le advirtió peligro. Los ojos con que Isabel relata la aventura de su padre todavía guardan orgullo. Ella estaba en casa mientras él, de pie ante las fauces de la cueva, dio el primer paso en el interior oscuro. Llegó al fondo de la cueva; tanteó en la sombra el límite del trecho y descubrió que, empotrada en la humedad rocosa, se abría una nueva fisura. Una grieta que atravesaba el viento. En la orilla del hueco palpó una pequeña laja, una piedra incrustada que alcanzaba a hacer vibrar el viento. El sonido se amplificaba desde ahí hacia todo el corredor; luego, el chillido ponía a temblar al pueblo. El padre de Isabel desenterró la laja y, desde entonces, "la bestia" cesó de aullar. Cuando regresó, el pueblo lo miraba con asombro; le preguntaban ¿qué?, ¿cómo? Él, a carcajadas, relató lo que a otros parecía una gran hazaña. Isabel era una niña aún. Hoy tiene 62 años y seis de vivir en la colonia Ampliación Monte Cristal, en el municipio de Juárez. Hace más de una década que falleció su padre. La historia de la Cueva del Diablo ocurrió cuando ella vivía aún en La Chona, al sur del estado. De ahí llegó primero a la colonia San Ángel, en Monterrey, hace ya muchos años. Cuando su madre murió, Isabel volvía con frecuencia a su pueblo natal para visitar a su padre; la acompañaban sus hijos. Años después, su padre enfermó; Isabel y sus hijos lo trajeron con ellos a la capital del estado, donde finalmente murió.

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El recuerdo de su padre invade la pequeña tienda que es el precario sustento de Isabel y donde vive con dos de sus hijos. Uno de ellos trabaja y la apoya un poco con los gastos; su hija atiende el negocio cuando Isabel sale a hacer las demostraciones en las que ofrece los productos cosméticos cuya venta añade un ingreso necesario para sacar el diario. Doña Isabel deja lucir su alegría tras el recuerdo de tantas anécdotas. Su memoria nos regala aquella tarde de infancia en que comenzó a llover: "Cuando era niña, mi tía y yo fuimos a la presa. Cuando veníamos de regreso, comenzó a llover muy fuerte. Nos metimos debajo de un árbol. Le dije a mi tía que tenía mucha sed. Vimos pasar un rebaño de cabras. Cuando dejó de llover seguía teniendo sed y mi tía me dijo que había muchos charcos, que era agua de la lluvia y pues que tomara. Entonces me agaché y empecé a tomar agua y más agua; de pronto, sentí un sabor raro y le dije a mi tía. Ella se dio cuenta que no era precisamente agua lo que había tomado, sino pipí de las cabras que estaban pastando; enseguida, nos pusimos a reír y reír. No me quedó otra cosa que regresar a mi casa después de lo que había pasado, recordando y platicando lo que me quitó la sed aquella tarde".

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¿Qué le platico? AMPLIACIÓN NOGALES -¿Por qué no nos platica algo de su vida? -¿Qué le platico?...Si no tengo mucho que platicar. A sus 70 años, doña Felipa vive sola. Por su casa rondan un gato y un perro pequeños. Reflexiona que la soledad no es un obstáculo para seguir creyendo que las cosas deben hacerse con voluntad, porque sólo de esa manera puede pensarse en el día de mañana. "Cuando era joven, nosotros vivíamos bien; no éramos ricos, pero no nos faltaba nada, sino que trabajábamos mucho y eso nos ayudaba a tener lo que necesitábamos. Yo le ayudaba a papá en la labor; yo le sé sembrar frijol, maíz, calabaza, garbanzo, y también sé trillar el trigo. Ahorita ya no, porque ya no tengo fuerzas, pero eso sí lo hacía cuando era joven". La señora Felipa tenía un hermano mayor, que ya falleció; a él, su padre le insistía en que también ayudara, "sólo que mi hermano se molestaba mucho y se enojaba con papá, lo corrían de la casa y él se iba y mamá se asustaba...Luego no se iba, pero papá ya no le decía nada ni le pedía trabajar". "Por eso éramos nosotras, yo y mis hermanas, las que teníamos que ayudar a papá en el campo, y trabajábamos todo el día: desde que salía el sol hasta que casi se metía. ¡Antes éramos muy unidos! Pero luego uno va creciendo y ya no es tan unido como antes, por eso papá empezó a tomar, y luego se atenía a que mamá ganara dinero, porque vendía comida, y ya no daba nada de dinero a la casa, todo se lo gastaba en el vino. Como siempre se quedaba tirado en la calle, nosotras teníamos que ir a buscarle y arrimarle unas maderas para hacerle sombra, ¡es que hacía mucho sol! Yo era la que más hacía eso, a veces también mis hermanas, pero más yo. Mi madre se molestaba muchísimo, recuerdo que casi siempre discutíamos por eso... -Ya déjenlo ahí tirado; si se quiere morir, que se muera. Para eso toma. -No, mamá: si él ya trabajó, pues hay que dejarlo tomar; de todas maneras, él trabaja y no hace nada malo.

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"Porque yo pienso -aclara- que una como mujer debe estar sujeta a su marido, el marido es la cabeza del hogar, y papá lo era, por eso teníamos que cuidarlo". "Fíjese, yo me acuerdo que para trabajar en la labor era muy incómodo, y la única manera de trabajar era vistiéndome de hombre, ¿y qué más podía hacer? Me acostumbré y andaba con todos los que trabajaban en la labor; yo actuaba como hombre y éramos como hermanos, ninguno de ellos me gustaba ni actuaba como eso. Pero cuando cumplí 15 años tenía que vestirme de mujer, y cuando lo hice, todas las personas que trabajaban conmigo se asustaron muchísimo, porque ellos llegaron a pensar que era hombre, y que me ven y todos asustados...¡los hubiera visto!". "Ahora, las cosas son diferentes; todo mundo quiere ser como los demás y tener la moda. Mire, antes yo me acuerdo que cuando alguien nos decía algo, aunque no lo conociéramos, teníamos que hacerle caso; si no, lo regañaban a uno muy feo en su casa. Mi padre decía siempre: 'Mira, a ustedes las cosas se les hacen muy fáciles, pero no, mejor hazle caso a los mayores, porque ellos tienen ya más vida y saben más por lo que han vivido'. Yo me acuerdo de eso, y qué esperanza que eso sea hoy: eso ya no pasa. Imagínese cómo sería que yo me vistiera de hombre ahora... "Además, ahora no les cuidan a los hijos como antes. Mire: antes, cuando íbamos a traer agua a una acequia, mamá nos esperaba sentada en una sombra y nos veía desde donde estaba para que nadie nos dijera nada. Pero de todas formas sabíamos hacerla: cuando queríamos platicar con algún muchacho, nos poníamos cerca de un nogal muy grande, y el muchacho detrás se ponía a platicarnos cosas. Sí, sabíamos hacerla: éramos astutas también". Doña Felipa fue madre soltera a los 26 años; el padre de su hijo se negó a reconocerlo como propio y la abandonó. Fueron momentos muy difíciles. A los dos años conoció a Ambrosio, quien sería el padre de sus siguientes 11 hijos. "Todos muy luchistas, y todos ellos ahora son muchachos de bien, todos trabajan y no tienen ningún vicio", dice orgullosa. Pasó el tiempo. Cuando doña Felipa pensó que todo iría mejor, su esposo enfermó: "A mi marido los pulmones se le destruyeron, y pues se murió. Yo no tenía nada, y tenía que trabajar. Mi hijo Cacho se fue ocho días a trabajar en la obra, y con esos ocho días aprendió a trabajar; todos los días anotaba lo que iba viendo y cada día me enseñaba lo que había hecho ese día. Y, así, en ocho días, aprendí a hacer castillos, a poner las zapatas, a levantar muros..Mis hijos y yo, juntos, nos íbamos a trabajar en la obra, así fue como salimos adelante".

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Este es el presente de doña Felipa: "Hoy mis hijos han crecido, cada uno vive su casa y, bendito Dios, todos están bien; ninguno tiene un vicio. Mire, Cacho albañil, yesero y electricista; Nino es carpintero, albañil y mecánico; Chayo albañil y mayordomo; Chevo es electricista, soldador y obrero; Fernando electricista y albañil; Ramón es predicador".

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"Dios nunca me ha abandonado, solamente te pone las pruebas que puedes aguantar". Alegre por los logros de sus hijos, concluye la señora Felipa: "La vida es larga, pesada, y dices 'bueno, yo voy a trabajar el día como si fuera el último, yo me encargo de ahora; Diosito, tú encárgate del mañana'". Y ese es su futuro.

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Tres mentiras MONTE CRISTAL Cuando uno de los hijos de doña Magdalena se vino a trabajar a Monterrey, no pasó mucho tiempo para que ella y sus otros hijos lo siguiesen: año y medio. El esposo de Magdalena no los siguió. La familia llegó aquí sin él y con sólo lo indispensable. Por un tiempo se quedaron a vivir en casa de unos familiares, pero se fueron pronto porque comenzaron a sentirse incómodos. Eso pasó hace 18 años. Pero, ¿quién es Magdalena? "Soy de Ciudad Valle Hermoso, Tamaulipas, el lugar de las tres mentiras: ni es ciudad, ni es valle, ni es hermoso. Viví muy poco tiempo ahí y luego radiqué en Tampico; ahí me crié la mayor parte de mi juventud y también conocí a mi marido, luego me casé. Posteriormente tuve a mis hijos en esa cuidad. Mi mamá es de aquí de Nuevo León y mi papá es de Tamaulipas". El hecho de haber adoptado una sobrina cuando joven fue bastante significativo para Magdalena. Recuerda: "Antes de venirme adopté a una niña que es hija de un hermano y de mi cuñada; mi cuñada se encontró en una situación difícil y me pidió ayuda: fue cuando me ofreció a la niña a cambio de que le pagara el parto. Yo le dije que estaba loca, que no tenía con qué mantenerla. Acepté, pero le puse como condición que tenía que operarse después de que naciera la niña; ella no quedó muy convencida pero aceptó, y pues la niña casi nació en mi casa".

"Me fue difícil porque la gente no es hospitalaria aquí, son conservadores y muy desconfiados, por lo que no brindan ayuda a cualquiera. Aquí batallé bastante para trabajar porque para eso tampoco te tienden la mano si no eres de aquí. ".

Hace una pausa. Luego, declara: "A ninguna madre se le justifica que deje a sus hijos".

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Enseguida, un poco de culpa sube a su rostro y lo ruboriza. Confiesa que ya juzgó demasiado a su cuñada en vida; ahora que ella ha muerto, ya no quiere hacerlo más. Reconoce que, en su caso, nunca pudo ver como iguales a sus hijos y a la niña. "Cuando veía pelear a mis hijos con ella, me dolía que la niña les pegara a mis hijos", sostiene, recomendando la reflexión a los padres que se enfrenten con una situación semejante. Magdalena quiere que su experiencia sirva de ejemplo. Con un tono melancólico, al que se sobrepone la agudeza, menciona cómo fue su llegada a Monterrey: "Me fue difícil porque la gente no es hospitalaria aquí, son conservadores y muy desconfiados, por lo que no brindan ayuda a cualquiera. Aquí batallé bastante para trabajar porque para eso tampoco te tienden la mano si no eres de aquí. Trabajé en una revistería, donde venden de todas; me pagaban siete pesos diarios y sólo trabajaba tres días a la semana, por lo que no dejaba de buscar trabajo de enfermera. Pero se batalla". Su paso por una fábrica llamada Libretas y Cuadernos, en aquel tiempo ubicada en la calle Reforma en el centro de la ciudad, forma parte de su currículo laboral. Aún recuerda la entrevista con el gerente: "Siempre he tenido uñas largas; cuando tuve la entrevista con el gerente, me preguntó que qué andaban haciendo esas bonitas manos en una fábrica, y me dio el trabajo. Trabajando ahí me salió una nueva oportunidad en la que cubría a una enfermera; cuando cubres a una guardia se dice guardias especiales, y es lo que yo hacía. Así batallé, hasta que un día en el periódico leí que en el asilo Luis Elizondo estaban ocupando una enfermera. Estuve tres años trabajando hasta que busqué trabajos particulares cuidando adultos mayores. Ese trabajo es muy pesado, desgastante". No puede durar mucho tiempo de pie porque los años han llenado sus piernas de dolencias; dice que debido a eso ya no trabaja. Despacha en el mostrador de la pequeña tienda que tiene en su casa, cuyo ingreso la ayuda un poco. Fuera de eso, sólo recibe el apoyo económico de su hija y el de su hijo, "el que vive en Puebla". Con ese dinero le alcanza para consultar, pues con los años se han manifestado las enfermedades. Magdalena dice que la doctora del Seguro le aconsejó acudir con una psicóloga. Comenta que, tras consultarla, la psicóloga concluyó que muchas de sus enfermedades se derivan de la soledad. La mayor parte del tiempo la pasa sola, tras el mostrador de la tienda; a veces recibe la visita de dos hermanas de la religión y, por las tardes, mientras atiende, alcanza a platicar con las vecinas. Tiene 11 meses de vivir en la colonia y, según parece, comienza a hacerse de amigas.

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¡Para eso me pinto sola! PRADOS DE SANTA ROSA La mecedora está colocada en la mitad del porche con plantas y flores. Sentada sobre el mueble, una señora de no más de 65 años, de pelo entrecano y piel aperlada toma el aire de la tarde. Es de Torreón, así lo muestran los rasgos en su rostro, el saludo con acento norteño, la actitud; emigró a Nuevo León y hoy vive en Apodaca; su casa se encuentra en la colonia Prados de Santa Rosa. Ella se llama Santos. Acelera el compás de la mecedora tan pronto nos ofrece una silla; enseguida, descubre algunas memorias que enganchan a quien las escucha. En ese momento, nada es más claro: basta tan sólo una frase para avivar la curiosidad. Su voz tranquila poco presagia lo que está por venir. "Mire, cuando yo estaba chiquita, mi mamá me platicaba que, como a la edad de cinco años, todo el tiempo vivía enfermita y sentada en una silla". ¿Cuál era su enfermedad? Aunque evade la respuesta, el hilo de la conversación no se rompe. "Pero ya después que entré a la escuela, salía en los bailables, eventos que me gustaban y nunca olvidaré. ¿Cómo olvidar el jarabe tapatío? Eso sí, cada vez que me pedían cantar una cancioncita no me lo repetían dos veces, y nos la echábamos", relata con una risa que deviene carcajada. "Salía a pasear a cualquier fiesta que hubiera en el pueblo: bodas, bautizos, quinceaños. Y fue en uno de esos bailes donde conocí a mi señor, aunque él no bailaba y nomás mintiendo fue como nos echamos el ojito". Al platicar acerca de las fiestas a las que asistía, le es más que imposible omitir que así conoció a su marido, "un hombre mujeriego", como lo llama, con quien tuvo siete hijos. "En total son ocho: una que tuve cuando me casé, la cual está viviendo en Corpus Christi". Sin rodeos, cuenta lo que más felicidad le había dado: el nacimiento de su primera hija, ver que sus hijos crecieron y, ahora que ellos ya tienen sus propios hijos, el ser abuela. "Me da mucho gusto cuando vienen mis nietos, pero más gusto me da cuando se van", dice entre risas que se contagian. "Sí, porque me dejan bien loca de la cabeza. Ya ve que los nietos nomás se juntan y...¡ay canijo! Haga de cuenta que pasa una tropelada de conejos, acá brinque y brinque, y corre y corre. Como en las fiestas de Navidad que todos nos reunimos; hacemos tamalitos, asado de puerco, piñata y, pues échale". Luego con el típico ademán de la botella en mano, remata: "Cuando se puede".

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Doña Santos suspira mientras por la calle corren niños jugando; entonces, continúa: "Recuerdo que me encantaba en el rancho hacer tortillas de maíz a mano, molía mis tinotas del 18 de nixtamal, iba al molino y lo traiba y luego ya me ponía a echar tortillas, ¡n´ombre, las tortillas! Las tortillas calientitas y recién hechas; luego, con un molcajete de chile, acompañadas de frijolitos recién cocidos y huevo, ¿se imagina?". Cada palabra, cada aroma que el relato hace imaginar, se convierte entonces en un deseo. ¿Cómo no saborear esa comida de rancho, tentarse por el deseo de poder saborear esos platillos? Es extraño cómo cierto momento o cierto comentario reviven un tesoro. Cómo ante unos ojos atónitos reencarna una vida lejana en el rancho. "Mi esposo y yo sembrábamos frijol, maíz, caña y algodón; yo me iba a ayudarle en lo que podía, como rascarle ahí a la tierra, a darle tierrita al algodón. No, no...¡para eso me pinto sola! Y, luego, cuando me arrimaban los montonones de frijol, pues a garrotear para soplarlos. Juntaba mis costalotes de maíz, de frijol y después los vendíamos". Después de algún tiempo, las semillas de frijol y maíz no germinaron más que desesperación. Por aquellos tiempos, las infidelidades de su marido acabaron con la paciencia de doña Santos, así que le puso un ultimátum: "O cambias, o me voy con mi hija mayor", dispuesta a emigrar a Corpus. Pero finalmente llegó a Nuevo León; en Apodaca construyó una casa firme. "Así también yo", agrega, con una voz orgullosa de haber superado el reto. "Yo la levanté a base de sacrificios". La palabra sacrificio lleva a doña Santos a un tema de su tristeza. Los ojos brillan antes de las lágrimas, que se adelantan y quebrantan su voz: "Lo más difícil para mí fue cuando murió un hijo mío chiquito, de tres meses, porque nació enfermito y estuvo hospitalizado mucho tiempo. De nada me sirvió. Después, cuando murió mamá y papá...Son cosas que uno no quiere recordar, porque a mí me duele, me duele mucho; porque, si yo tuviera a mi madre, otra cosa fuera: aquí la tuviera a mi lado o viniera a verme, de perdido".

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¿Hasta cuándo aprendemos de nuestra vida? TIRO AL BLANCO Tengo tantos recuerdos que no terminaría de contarlos. Puedo comenzar con mi vida en el rancho: cuidaba las cabras para ayudarle a mi papá, que me enseño a jinetear becerros. Les diré que tenía muchos amigos y traveseábamos juntos, nos íbamos hasta las presas a manganear. Lo que más recuerdo de mi infancia es el día de las madres; pero, más, recuerdo a mi mamá, que me hizo falta cuando murió. Pero Dios sabe por qué hace las cosas. Cuando era niño mi casa era grande, mis hermanos estaban muy chicos. Seis hermanas y dos hombres, vivíamos en una casa hecha con rama y con lodo; ahí viví muchas noches frescas; el techo era de palma. Crecí en la majada, que es en donde teníamos el ganado, ahí asistíamos casi todo el día; teníamos casitas chiquitas de palma para cubrirnos del sol. Me gustaba andar todo el tiempo en caballo para lazar a los animales. Hasta que, a mis 14 años, tuve que dejar todo para irme a trabajar a la frontera. Anduve por Matamoros y ahí aprendí a andar en tractor; me juntaba con pura gente grande porque mi mamá decía que aprendiera de ellos, pero...¡viera cómo aprendí! Llegué en el mes de febrero y estaba todo seco, hacía un aire helado. Nos dieron chamba en la siembra de algodón y en la pizca; cuando no había trabajo, nos regresábamos para mi pueblo. Me gustó mucho la frontera. Conocí a mi esposa en un ejido cerca de Tula; yo vivía en Miguel Hidalgo y ella en Alfonso Terrón. Cuando me animé a casarme yo tenía 40 cabras; le dije a mi padre: "¿Sabe qué? Ya tengo 40 cabras; yo de aquí para delante voy a trabajar para hacerme vivir". Y pues me casé, vivimos en una casita en su ejido pero un día se pusieron difíciles las cosas y me tuve que ir para "el otro lado", con los americanos. Estaba muy difícil la situación, tenía 24 años. Dejé a mi mujer pero nunca le falté porque empecé a trabajar y a mandar dinero. Para ese entonces mi mujer empezó a comprar cabras del dinero que yo mandaba, hasta que completó 400; mandó hacer un corral para meter a todas, me vine de "el otro lado". Yo vivía en Houston y ahí trabajaba en la limpieza de oficinas, pero extrañaba a mi esposa e hijos, y pues me regresé.

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Un día acabamos con todo, sólo quedaron los corrales y marcas de los animales, todo se vendió porque me enfermé de algo desconocido. Los doctores nunca supieron qué tenía, me llevaron a San Luis, a Victoria, pero jamás supieron qué era. Tenía que comprar medicina, estaba muy cara, hasta que se terminaron las cabras. Nunca me curé. Ni supe qué me dio, sólo sé que me quedé sin cabras. Mi esposa estaba muy triste. "No te entristezcas: rézale a Dios para que me alivie y nos volvemos a hacer vivir", le decía. Entonces mi mujer consiguió a un curandero, y me curó con una medicina que yo todavía no acabo de creer: en una botellita como de una inyección traía un líquido, y con el dedo sólo me frotó en la espalda; cada tercer día iba a curarme, me daba unas pastillas que él me hacía porque ni los doctores pudieron curarme. Los doctores me sacaron radiografías y no me encontraron nada y, al último, ese señor vino a aliviarme; gracias a Dios, aún estoy aquí. Nomás me alivié, me crucé para "el otro lado" y fui a dar hasta Houston de nuevo. Llegando había bonanza de trabajo. Primero, en una fábrica de puertas; después, en una oficina de computadoras. Estuve de barrendero; aguanté una temporada, me hice de centavos y, a los 11 meses, mi esposa ya tenía un riatazo de animales. Cada 15 días le mandaba 300 dólares y ella, muy lista, compraba animales para vivir de la leche, del queso y de la venta. Desde la enfermedad aprendí a guardar, porque después se enferma uno y más vale perder el ahorro que perderlo todo. Pero todo es tan incierto; cuando me regresé de Houston de pronto no llovió y tuvimos que venirnos para Monterrey porque no había cómo seguir con los animales y la cosecha. Todo se escaseó, por eso dejamos el rancho, pero no la vida. Uno nunca sabe cuándo pueda morir, así que mejor hay que estar preparados porque la muerte también cuesta. Cuando era niño mis padres tenían capital, había 300 cabras, 25 vacas, 29 yeguas y 20 burros. Pero todo se acaba y, cuando murieron, se acabó. Ahora yo tengo ocho hijos; todavía tengo cabras, hice un corralito en el cerro: no son muchas pero ahí están. 17 años tengo de vivir en la colonia CROC: cuando llegué no había nada, sólo monte y un arroyo seco que bajaba del cerro. Todavía baja, pero las casas lo taparon y, cuando llueve, aún se ve cómo pasa entre los patios y, a veces, el agua que baja se lleva las paredes. En el municipio de Tula, Tamaulipas, fui representante de 10 ejidos en una sociedad de sistemas de riego. Cuando voy a Tula en cualquier lugar tengo amigos, me conocen y, sobre todo, recuerdan mi trabajo. Eso me da muchas ganas de seguir haciendo cosas por esta colonia y me hace sentirme útil aún a mis años. Creo que es una virtud que yo tengo, porque recuerdo lo que decía mi papá: "Aquél que respeta será respetado", y creo que mi mayor virtud es respetar, ayudar. Me considero una persona servicial, respetuosa y me siento satisfecho a mis 72 años porque aún tengo sueños.

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Una de mis mayores preocupaciones en estos momentos de mi vida es mi salud y la de mi esposa, pero ahí vamos, saliendo adelante. Me preocupan también, por ejemplo, los servicios de la colonia, la regularización de los terrenos; desde la calle CROC y México para arriba son irregulares. El Consejo de Desarrollo Social nos ayudó con manguera, con una parte de la bomba; lo demás fue una cooperación comunitaria. Tengo y tuve muchos sueños. Pensaba en una bicicleta y me hice de ella; después, caballos; pensé en un carro y le compré a un maestro su camioneta. No cambiaría nada porque estoy feliz con lo que viví; me gusta vivir, ser activo, me gusta el perfume de Avon. Me gusta el olor a chiva, a vaca, a tierra mojada; no me gusta andar sin nada, por eso tengo mi tiendita. No cambiaría nada. Aprendí a no ilusionarme por nada, por eso me gusta trabajar; me gusta vivir, aunque ya esté viejo y me falte poco...

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Voz de la sierra, madera de la memoria EULALIO VILLARREAL "A mí me gustaba mucho andar en el monte, en la sierra, con las cabras... Pero, ¿saben cuál era mi gusto de andar en la sierra? Quitarle la raíz a las biznagas y que se fueran rodando cuesta abajo. O piedras. Aflojaba las piedras hasta que las aventaba...¡N'ombre: brincotes! Y topaban en las palmas y se las llevaban". Quien habla es Francisco Méndez Salinas, don Panchito, y se refiere a otros tiempos allá en Saltillo. Hace más de una década quedaron atrás la sierra y también Saltillo entero; hoy, el cerro del Topo Chico respalda su figura alta, delgada y maciza a sus 78 años. El pelo cano y tupido sobre la frente y en el ceño inciden, duras de sol y vida, vetas de piel. "Vine a dar aquí por cuestiones de enfermedad. Se me afectó un riñón y ahí anduve, hasta que aquí me lo quitaron", explica. Y aquí se quedó. La mayor parte de su vida la hizo en Saltillo, desde que nació un 4 de octubre de 1927, hasta hace 12 años, cuando la enfermedad. Don Panchito perdió a su madre unos momentos después de haber llegado a este mundo. Lo crió una pareja de tíos que, no teniendo descendencia propia, decidieron acogerlo. Fue el menor de cuatro hermanos, de los cuales sabe fallecieron dos. "Nada más me queda uno y no sé si vive o no: tiene más de 15 años que no me escribe...Está en México". Don Panchito tiene un taller de carpintería en el número 522 de la calle Coss, colonia Eulalio Villarreal, Escobedo. Hay un júbilo amarillo pues ya casi es verano, la resolana impone sus gestos teñidos de sepia y ahí, a las cinco de la tarde, se vuelve algarabía. Niños y niñas terminan su clase; son las correteadas y los rechiflidos, el montón de pequeños que, a gritos, se despiden de don Panchito tras aprender el oficio. Pero, y el maestro, ¿cómo lo aprendió? "Yo lo aprendí en la escuela. En la escuela nos enseñaban de todo; en ese tiempo, había nada más de estudiar hasta tercer año, en los ranchos...pero los maestros le enseñaban a uno costura, le enseñaban trabajos manuales, a hacer cocina, albañilería y muchos aprendimos todo eso".

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Desde entonces ha sido, sucesivamente, pastor, soldado, minero, chofer, asistente de un seminario católico (culto que abandonó hace poco), encuestador para la Secretaría de Hacienda, carpintero, entre otras cosas. Es, además, padre de 22 hijos; a él y a su esposa, doña Sabina Flores, le sobreviven 17 y de éstos, la menor, María Concepción, ha regresado a vivir con ellos. Aunque, aclara don Panchito, todos los siguen viendo: "En un domingo vienen unos, y luego, el otro domingo, vienen otros". Con los años, con la riqueza vívida de los años, don Panchito incursionó en una nueva vocación: cuentacuentos. Hace circular el tesoro de su memoria por la imaginación de quien lo escucha. Es un registro humano del tiempo que ya pasó, un continuador que evita el olvido de lo que una vez estuvo y el que recuerda las palabras de antes y de los que ya se fueron. "Tanta cosa que hubo, y pues la platica uno como una historia de todo eso que pasó". Historia del animal que no terminaba nunca "Hay veces que regañan a los niños por traviesos, pero ¿quién sabe cómo sería uno? Nosotros éramos muy traviesos y nos pasó una escena que algunos la creen y otros no. De noche jugábamos, pues no había teles ni radios ni nada, así es que se la pasaba uno jugando a escondidas, carreras; en la noche, ya que acabábamos de trabajar... "Había una presa grande ahí y las bestias llegaban por la noche a tomar agua. Pues un día que nos vamos llevando un mecate pa'garrar un caballo, pa' jinetearlo. Esperábamos que llegara y se le aventaba el lazo; del que le aventaba el lazo, nos prendíamos todos pa' detener la bestia. Ahí la traíamos y la llevábamos a un campo que le nombraban 'coladera de la presa' y estaba parejito ahí, jugaban a la pelota... "Domábamos y montábamos a las bestias hasta que se cansaban; ya después no te hacían nada, nomás enterraban el hocico pa'bajo; 'ya está listo, suéltenla, que se vaya', decíamos... "Una vez estuvimos esperando a las bestias a que llegaran; entonces, como siempre en las manadas hay un burro -el que engendra las mulas y le dicen el burro manadero- uno de nosotros dice 'n'ombre, no viene nada de bestias, pero ahí viene el burro...pues éste déjenlo que se arrime a tomar agua y lo agarramos'. Lo jineteamos, sí. Y ya dice uno 'ya vámonos, vamos a ver si llegan las bestias, éste ya no quiere respingar ni nada; vámonos arriba de él, lo tiramos, lo soltamos ahí cerca de la presa'. "Entonces se montó uno, luego se montó otro; se montó otro más y todavía sobraba lugar pa'uno; y ahí vamos. Ya cuando íbamos como unos cinco...¡n'ombre, que nos bajamos! Esa cosa sería el diablo: se iba haciendo largo.

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Recuerda que el abuelo le decía que, una vez, Pancho Villa... "Platicaba mi abuelito que en Paredón, Coahuila, hay un crucero de vías del tren que va pa' Piedras Negras y el que salía de aquí: pues que venía Pancho Villa a tomar Saltillo en el tren de Torreón... "Como los puentes antes nomás eran de madera, entonces lo quemaron. Villa se vino y fue con los peones -porque en cada estación había una cuadrilla de peonespa' que arreglaran las vías. Como era el general, tenían que obedecer: duraron dos, tres horas pa'rreglar pa' la pasada. Entonces que llega un general, general Ángeles, y que le dice: 'Con la novedad, mi general, de que se nos va a quedar mucha gente: ya no cupieron en el tren; ya acomodaron toda la caballería adentro y, de a tiro, no caben, ¿qué hacemos?' dice... "Bueno -le responde Villa-, vaya, todo el que no quepa apeñuscado ahí arriba me lo manda ahorcar'. No, pues qué carajos...En un dos por tres se acomodaron todos arriba. ¡Sobró tren!".

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Las lluvias EULALIO VILLARREAL

Don Agustín sabe lo que es el hambre y lo que es perderlo todo en una noche de interminable lluvia. A sus casi 86 años sabe de los estragos de un movimiento armado. Evocando su natal San Juan de Dios, municipio de Galeana, don Agustín aún recuerda las luces, fuegos, ferrocarriles y estruendos en la espesura de las batallas revolucionarias cercanas. "Tendría cuatro o cinco años aún", expresa quien hoy es padre de seis hijos. "El ferrocarril se veía porque pasaba cerca del pueblo. Ahí los soldados lo descarrilaron, quizá se toparon con enemigos porque se escuchaba un retumbe fuerte y se veían como mosquitos; luego, lumbre. Mi abuelo nos decía que tuviéramos cuidado", relata.

“Nosotros alcanzábamos para comer un solo día porque no había más; el resto de la semana, a sufrirla. Si vive uno de milagro: uno sabe lo que es el hambre. Pero Dios es muy grande".

Sin embargo, más allá de presenciar una guerra cruenta entre revolucionarios y federales, de aquella época lo primero que le viene a la mente es el hambre: "Luego de la Revolución se vino un hambre muy fuerte, trabajábamos semanas enteras en el monte y a veces sólo comíamos un día a la semana". Tras ayudarle a su padre en la labor, recuerda que lo más cercano a un alimento para ambos era una barrica de agua. "Nomás bajaba mi papá de la sierra para ver si había qué comer para las demás familias; había como cuatro hermanos pequeños, pero ya no se encontraba maíz". En su memoria sólo estaban aquellas personas que cada 15 días llegaban a donde estaban ellos, llevando cuatro cargas de maíz en un burro. "Que (las cuatro cargas) no era nada para el pueblito. Nosotros alcanzábamos para comer un solo día porque no había más; el resto de la semana, a sufrirla. Si vive uno de milagro: uno sabe lo que es el hambre. Pero Dios es muy grande".

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A sus hijos les dice que ellos, "están en la gloria; a pesar de que no trabajen aquí, tienen aunque sea una tortilla para comer. Mis hermanos empezaban a llorar, pero ¿de dónde les daban? Había veces que sí teníamos con qué comprar, porque trabajábamos. Pero no había qué comprar, y donde quiera estaba igual", asegura quien, igual que a su esposa Olivia, vivió su infancia en aquellos lares. Don Agustín llegó proveniente de Galeana en 1963 al barrio de Tampiquito, en San Pedro Garza García. Su primer y único oficio, ya en la metrópoli, fue la albañilería, labor a la que dedicara aproximadamente 30 años de su vida. "La pura obra, no sabía otra cosa más que eso. Entonces las fábricas estaban en el centro y uno no sabía ni cómo...El trabajo era en la obra", reitera. Pasaba el tiempo y la familia crecía. Entonces, la pareja decidió trasladarse con sus hijos a un lugar cercano al río Pesquería, en las inmediaciones de la zona poniente de General Escobedo (hoy, vado San Martín). La intención, detalla don Agustín, fue tener un espacio propicio para la crianza de animales de engorda. "Vivíamos más allá del vado, ahí teníamos nuestros marranitos. Y sí funcionó porque empezaron a rendir los animalitos". Pero vendría aquella tarde de septiembre de 1988. Las constantes advertencias de los diferentes medios de comunicación sobre la llegada de un huracán no llegaron a la familia García, que pensaba en aquello como algo ajeno. "De repente se vino el huracán Gilberto, a nadie le avisó, nadie sabíamos, aunque sí estuvieron anunciando pero nadie creíamos. Entró en la noche y ya en la mañana el agua ya venía hasta arriba aventando todo. Pensábamos: ya nos quedamos sin nada, pues ni modo. Dios lo hace, Él nos lo quita, y pues Él nos lo tiene que restituir al rato". Tras perder todas sus pertenencias, recuerda, fue el propio alcalde de Escobedo quien les dijo: "Váyanse a vivir al cañón, ahí les voy a dar terrenos. Pero éramos pocos, éramos sólo siete damnificados. Nos dijo: ahí hagan sus corrales; los que tengan marranitos, ahí quédense'". Sin embargo, entre aquellos siete damnificados venía una líder que era la que también los dirigía cuando habitaban en las cercanías del vado. "Ahí duramos un rato nomás los siete, pero de repente entró otra líder y se pusieron de acuerdo las dos lideresas, y empezaron a meter gente y más gente, y después ya no éramos damnificados sino una colonia. Viendo eso, el alcalde nos avisa que hay una lista con siete damnificados con los que quería hablar. Nos dijo: ¿ustedes son los damnificados? Yo a ustedes no los voy a molestar, nomás que quiero que se salgan porque van a entrar los porros a tumbar las casas y a prenderles fuego'".

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La supuesta reubicación se convirtió en una batalla por la tierra entre porros municipales y paracaidistas. "Le dijimos que estábamos de acuerdo, pero le preguntamos: ¿dónde nos vamos a meter? Y nos contestó: a orillas del río, ahí nadie los va a molestar". Así la situación, señala que las siete familias se reubicaron a orillas de lo que hoy es la zona conocida como "La Isla". "Los porros llegaron con camiones de volteo a tumbar los tejabanes; yo, siendo de los reubicados, me dieron un día más. En la noche me moví y con las tarimas hice otro tejabán, en un carretoncito que tenía echamos las camitas y lo que pudimos. Llegamos a un caminito cercano a unas nopaleras, había un viborero. Casi toda la noche trabajé para hacer el nuevo tejabán. De ese modo nos movimos: ahí duramos como 3 años". No obstante, al paso de algunos meses, la nueva zona conquistada no estaría exenta de repartición de líderes vecinales. "También ahí pasó lo mismo que allá: éramos siete pero de pronto se llenó de gente. Y si el alcalde no dice nada, pos nosotros tampoco; total, no somos dueños de la tierra. Se llenó de paracaidistas".

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Carta al padre EULALIO VILLARREAL Su padre fue un soldado recio, dueño de una rectitud marcial que mucho después quedaría historiada en cada uno de sus hijos, por cierto, todos dedicados a las labores del campo. Tal fue el caso de don Jerónimo Amaya Martínez, ahora vecino de Jardines de San Martín, quien viera su primera luz en el ejido La Ventana, municipio de Guadalcázar, San Luis Potosí. Al hablar de su familia, lo primero que viene a su mente es aquella rectitud intratable de su padre, un federal emplazado en las principales ciudades del centro del país: "Mi padre fue soldado, pero entonces casi no se permitía platicar de padre a hijo; mi padre fue muy recio: poquito platicaba uno y ya estaba él enojado", recuerda languideciendo su voz. "A veces no entendía razones, era muy gorrudo. Era soldado raso, yo creo no tenía grado." Don Jerónimo relata que su oficio desde los 14 años de edad, y por más de 50, fue la agricultura y la cría de animales. "Ese fue mi destino ya toda mi vida, sembrábamos maíz y frijol". Y aunque su padre contaba con algunas cabezas de ganado, al momento de enlazar su vida a la de Juana de la Cruz, también oriunda de La Ventana, su camino no iba a cambiar: seguiría en la agricultura y el pastoreo. "Cuando yo me casé, ya que me mandaba yo, me dediqué a la agricultura y al criadero. Tenía un ganadito de chivas y una manadita de yeguas". Expresa que al principio fue duro el trabajo en el campo, pero que al paso del tiempo la costumbre hace la regla: "Es duro... En la agricultura se trabaja la tierra y es agarrar el arado uno, pues ¿qué más? Tener trabajada la tierra cuando es de temporal". Advierte que las tierras donde laboró eran suyas en tanto eran tierras ejidales. Ahí sembraba cinco hectáreas y media. Además, tenía su corral con animales: "Unas yegüitas en las que me ayudaba Cristino, mi hijo; cuando creció, entre los dos la trabajábamos". Comenta haber llegado a Jardines de San Martín debido a que sus hijas tuvieron la oportunidad de comprar casa cerca de ahí. "Tengo dos hijas que viven en El Pedregal, otra que vive aquí a dos cuadras y otra aquí al lado. Tenemos cinco hijas y un hijo; se llaman Cristino, Juana, Cleta, Eustacia, Ebodia e Inocencia.

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Llegando aquí todavía anduve trabajando, tendré dos o quizá tres años que dejé de ver. Trabajé con algunos señores en la obra, yo trabajaba ahí con ellos". Aunque no recuerda mucho acerca de la política ni de la historia de México, acepta que a veces había cambios en la política, pues "hasta en el ejido había cambios", por ejemplo en el Comisariado Ejidal. "Hay que siempre apoyar a quien vea uno que puede ayudar. La ayuda llega a veces, a veces no, pero como quiera es la obligación de uno apoyar a los candidatos, sea lo que sea". "Cuando Lázaro Cárdenas, decían en aquel tiempo que era el que había dejado los pozos petroleros para aquí, para México. Unas cuantas letrillas que llegué a ver", dice para inmediatamente aclarar que sabe leer pero ya no ve nada, "ya perdí la vista", señala. "Uno andaba entre otros ejidos, y se daba cuenta cuando se encontraba un periódico tirado o cuando le contaban". Desde pequeño, sus pasatiempos y gustos fueron determinados por la labor. "Casi no me gustó mucho la música, casi no, porque, desde que yo crecí, yo nomás al trabajo. Yo no conocí de cuestión de juego, de ninguno. Yo casi no salí. A mí nomás me traiban en el trabajo. Ya cuando yo quedé libre, nomás me divertía en mi trabajo", reitera. Al ejido La Ventana se le llama así porque se encuentra rodeado de sierras bajas que forman un valle, explica. "Nomás tiene una pura entrada y una salida, es como un valle. Entra la carreterita, es un caminito empedrado". Había coyotes, gatos monteses, zorros y demás animalillos de esos; "andando con las chivas uno, a veces los divisaba", recuerda. Sus ojos claros se abren de tal forma que pareciese buscarlos. "En La Ventana, allá más allá (en el tiempo), había más de mil ejidatarios. Ahorita tiene un anexo el ejido, ahí hay mucha gente. Es grande La Ventana, es el ejido más grande de Guadalcázar. Allá no se oía decir de los trabajos que hay por acá; hasta ahora después, cuando yo me vine para acá, sí empieza ya la gente a venirse para este lado". Lejos. Tras La Ventana. Allá más allá. En el tiempo.

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Reloj, no marques las horas EULALIO VILLARREAL Ya sea comerciando relojes o labrando cantera, a don Rubén, el tiempo le trajo por igual alegrías y sinsabores. Dueño de una mirada alegre, expresiva y, según algunas mujeres, también encantadora, don Rubén Villa Gamboa encontró en la composición de corridos la máquina de vapor que desempata la guerra contra los tantos recuerdos que tiene. Su historia comienza un 15 de abril de 1933 en Laguna Grande, Zacatecas. Fue ahí donde se dedicó a labrar cantera y mármol, esto desde los 13 años cumplidos. Su labor fue fabricar fachadas de casas, ornatos, capiteles y angelitos para panteón. De sus obras, una de las más importantes, relata orgulloso, fue el labrar la segunda torre de la Iglesia más antigua de Ojo Caliente, Zacatecas, con la ayuda de su hermano Jesús Villa. Sin embargo, el tiempo tendría deparado otro destino para don Rubén. Eso ocurrió ya en el año de 1961. Lo que vino después, en Nuevo León, comenzó en la entonces Villa de Guadalupe, donde inició su oficio como comerciante. Comenzó siendo vendedor de frutas por un lapso de dos años. Pero aquella labor resultaría menos de un cuarto de hora dentro del oficio que después realizaría. Y es que, llegada la oportunidad, trabajaría en diferentes relojerías de la ciudad. Relojerías hoy extintas. Durante 10 años las manecillas indicaban su labor dentro de la Relojería Arreola, luego pasó a la Relojería Canales, donde vendió joyería durante cinco años.

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Año de 1989 pasado, cuando comenzó la historia de este hombre tan despreciado. Aprovechó su mandato para cometer sus fraudes dejando a México hundido con muchas necesidades. Todos parecían vampiros todos clavaron los dientes atesorando el dinero nada importaba la gente.

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La mercancía que vendía eran joyas, relojes, cadenas y esclavas. "Se vendían Rolex, Haste, Steelco, Bulova y Contiky, puro fino, puro reloj fino". Además de las dos primeras, la vida le dio tiempo para laborar en Relojerías Ariel. Pero llegada la hora se retiró del oficio laborando un par de años en Salinas y Rocha. Instalado en la ciudad, don Rubén vivió la vida de un nómada. Siendo sincero, dice acordarse de haber vivido en las colonias Independencia, Sierra Ventana, en el recién creado Infonavit de Valle Verde segundo sector y, por si fuera poco, también vivió en Pánuco, Veracruz. De regreso a Monterrey, conoció a su esposa, María del Rosario Iracheta, quien falleciera a principios de los 90. Aquella relación lo convirtió en padre de dos hijos, Rubén Ignacio y Francisco Villa. Además de los domicilios citados, don Rubén y sus hijos vivieron en, por lo menos, cuatro diferentes casas en las colonias Jardines de San Martín y Eulalio Villarreal. El tiempo que bien medía don Rubén fue suficiente para incursionar laboral y sentimentalmente en Estados Unidos. Trabajó ocho años en Laredo y dos más en Amarillo, Texas; sus últimos dos años en la Unión Americana los vivió en Los Ángeles. Una de sus pasiones es la música. El género del corrido es para don Rubén un vehículo insuperable en la expresión de aquello que no puede resumirse con palabras. Ellas han sido sus musas. Ha compuesto corridos por amores y desamores a lo largo de su vida. Quereres igualmente nacionales y extranjeros; todos ellos, dice, bonitos recuerdos. "Fui muy bribón", acorta el diálogo y concluye, dada la naturaleza del tema. De su labor creativa destaca aquel corrido compuesto en honor de la reunión que tuvo con sus tres hermanos. Ocurrió hace un par de años en Guadalajara, luego de 50 años de no verse. Todo un acontecimiento en sus vidas. "Lo compuse y lo canté en la reunión con mis hermanos; 50 años se dice fácil, pero es mucho tiempo sin vernos", subraya. También recuerda la política mexicana. En su memoria están los ex presidentes de México Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez. En su férrea opinión, los dos últimos poco más maldosos que el primero. Pero sin llegar al extremo del más maldoso de los presidentes: Carlos Salinas de Gortari. "Le compuse un corrido al Pelón (Salinas de Gortari), pero no me lo dejaron cantar; los grupos le sacaban, me decían que estaba prohibido tirarle al Presidente". Precisa que, por más que buscó quién entonara sus versillos, llámese grupo, conjunto, trío, fara fara o solista, las negativas estaban tan a la orden del día como las fechorías de aquel presidente. "Fui en una ocasión con Los Coyotes de Río Bravo para que me la grabaran, me cobraban 2 mil pesos. Luego, un amigo mío tiene una cantina donde seguido llegan grupos; yo les pedí a los grupos que cantaran el corrido de Salinas, pero no quisieron, dijeron entonces tener miedo de algún ofendido".

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Comenta haber esculpido poco a poco la letra, para después adaptarle, de otros corridos, la música que le daría forma. Sonreía al acordarse. "De puro coraje por lo que le hizo a México iba a grabar el corrido. Coraje porque echó a perder el país, lo mandó a la fregada, se hizo un despapaye", acusa. Sentado en el sofá que da a la calle de su casa, don Rubén vuelve a observar las manecillas, pero ahora sabe que "el corrido ya está cantado; lo demás, ya está de Dios". Algunos de los versos que se encontraban en la hoja donde los escribió por primera vez, rezan lo siguiente: Año de 1989 pasado, cuando comenzó la historia de este hombre tan despreciado. Aprovechó su mandato para cometer sus fraudes dejando a México hundido con muchas necesidades. Todos parecían vampiros todos clavaron los dientes atesorando el dinero nada importaba la gente.

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A más de 15, luz GLORIA MENDIOLA

Lo que más recuerdo de mi infancia es que me gustaba ir a sacar cosoles del río; nadábamos hasta el otro lado y atrapábamos esos animalitos que son como camarones. Los sacábamos para comerlos. Se los llevábamos a mi mamá y nos los cocinaba para la comida. Mi mamá se llamaba Estanislava Ángeles y mi papá Mauro Hernández; somos siete mujeres: tuvo dos niños, pero murieron. Recuerdo que cuando era niña no había nada, ni tele, ni nada; no había ruido, no había maldad. Nos bañábamos en el río así, revueltos con niños; no andábamos abrigados como ahora, que se avientan con short o con corpiño, las niñas. Nos bañábamos desnudos, como Dios nos puso en el mundo, hasta que sentíamos que ya teníamos frío y entonces salíamos del agua, nos vestíamos...no había pena. Allá era muy tranquilo. Cuando tenía como 15 años, estábamos con mi mamá y éramos muy pobrecitos. Mi papá no quería trabajar, nomás la pura tomadera, y mi mamá se aplicaba en lavar ajeno, en vender pan, hacía tamales, hacía gorditas, cosía ropa ajena, remendaba para poder darnos la vida siempre, darnos de comer. Ella salía a vender pan, no sabía si hacía frío, calor o si llovía: ella era mujer y hombre. Mi papá...él nomás estaba adentro esperando a ver qué llegaba; llegábamos y él nomás estaba borracho, de adorno, nomás era de que nunca quiso trabajar. Mi mamá nos sacó adelante a todos, sufrimos mucho con ella; batallamos mucho con mi papá. Yo estudié sólo hasta segundo año y, eso, a tirones; nomás iba tres días a la escuela, los demás le ayudaba a mi mamá a lavar ropa ajena. Soy la menor de nosotros. Me la pasé muy mal con ellos. Le pegaba mucho mi papá a mi mamá. La arrastraba enfrente de nosotros, nos correteaba con un machete; nomás nos decían: "corran, porque ahí viene mi papá". Nos aventaba el machete. Nadie sabe lo que sufrimos en esa casa...nomás nosotros, sufrimos mucho.

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No estudié, pero pues agarré una carrera de partera; veía señoras y atendí muchos partos, más de 15. Pero aquí no puedo porque no hay hierbas que se necesitan para que se alivien -se llaman "cola de ratón"-, para darles a las mujeres. Se les da de volada, crudas; enseguida, se hincan y de volada cae la cría. Tienen que estar hincadas y, para que no estén mucho así, desaguadas, se les da otra hierba, que le decíamos cihuapatle. Es una hierba para las mujeres; es muy buena porque limpia el estómago. En el rancho, a las mujeres las meten en un baño grande y las bañan con una hierba que se llama mahuite. Se deja un rato y se hace como un kool-aid; cuando se pone morado, se para a la enferma y se mete en el baño. Los partos son una fiesta, hacen mole y caldo, y a la partera le dan un pollo entero cocido. Mi abuelita me enseñó a ser partera, pero mi mamá también era; he visto nacer a mis nietos. Mire: a éste le corté el ombligo con un carrizo, le hice un nudo... Después, se hace un pocito y se entierra, se cubre con unas piedras para que los perros no lo saquen. Todos mis hijos nacieron con una partera: dos por mi mamá y los demás por otra señora. Es muy bonito eso, a mí me gustó mucho ser partera; todavía vienen a buscarme las señoras de arriba, las de la Gloria Mendiola, a que les acomode la criaturita. Se van al hospital, se alivian bien, y así no andan con que las van a rajar o quién sabe qué. Yo nomás me vine del rancho por mis hijos, por mi esposo, pero pues mi esposo ya Dios me lo quitó hace 13 años; él era jardinero en la colonia Del Valle. Un día, llegó diciendo que le dolía mucho la boca del estómago. Ese día no quiso comer. Pasaron cuatro días y, el último, se vino aquí a caer: murió de pura borrachera, también era muy fumador. Cayó y no se levantó jamás; aquí falleció. Aquí mismo lo velamos. Me quedé con mis hijos; nunca trabajé, nomás les hacía lonche a ellos. Lo más importante es ser feliz y todavía vivir otros añitos más, mientras Dios no me quiera quitar del mundo, me considero muy feliz porque tengo la esperanza de ver a mis nietitos...Mis hijos me visitan y me traen regalitos como ropa, pero ahora no me trajeron, porque el domingo que pasó cumplí los 70 años y no me trajeron porque fuimos al panteón...Pero este domingo dicen que van a venir todos. Me siento muy contenta con esto que recordé de mi vida pasada, me hizo sentirme y recordar lo que hice.

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La sombra y el fuego PRADOS DE SANTA ROSA El duro frío de hace algunos inviernos obligó a doña Reinalda a tomar una solución drástica: dentro de su hogar decidió encender una fogata. Doña Reinalda convulsionaba sobre las llamas cuando la encontraron; encima de su brazo, el suéter derretido por el calor quemaba su piel. "¿No ve cómo tengo aquí mi brazo? De una vez que caí en la lumbre. Estaban mis muchachas pero no se dieron cuenta, era en tiempo de frío y, como me dan de repente (los ataques), que no siento yo. Les digo: Si supiera que me va a dar, pos me sentaba o me acostaba, pero pos no".

Por eso doña Reinalda ya no se aleja demasiado de casa, siguiendo los cuidados de sus hijas que tratan de tenerla a la vista para evitar otro accidente. Doña Reinalda es conocida por la mayoría de los asistentes al Centro Comunitario "Prados de Santa Rosa" como La Abuelita. Se le puede ver después del mediodía aprovechar la sombra que el muro ofrece, mientras el sol pega de frente en su casa. "Aquí estoy a gusto, porque siquera aquí le da a uno el airecito cuando ya cae la tarde". Del aspecto de doña Reinalda puede inferirse que se trata de una anciana de alrededor de 80 años pues ha perdido los dientes a causa de las caídas que tuvo cuando repentinamente sufría los ataques. Sin embargo, ella asegura tener 60 años. Originaria del municipio de Bustamante, doña Reinalda comenta haber padecido la negligencia de una maestra rural. No impartía la clase "porque se fastidiaba con tanta criatura que tenía, y todo eso. Mejor se iba a su casa a acostar y ahí nos dejaba en el salón. Pos mejor nos salíamos y cada quien ganaba para su casa, ¿qué hacíamos?", explica La Abuelita con un ademán que denota decepción. Producto de esto es que sólo haya cursado el primer año de primaria y que sepa "leer poco, pero no hacerle cuentas, no le sé ni dar feria".

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Mientras platicamos con doña Reinalda, pudimos percibir que no tiene una noción clara del tiempo; es decir, sabe que transcurre pero no en términos de años ni meses, sino de mucho o poco. Así, cuando se le pregunta cuántos años tiene viviendo en la colonia o cuánto tiempo estuvo casada, responde: "No le sé decir". Sin embargo, entrelaza los mismos sucesos de su vida para ubicarlos en el tiempo, y es así que sabe que los ataques le comenzaron poco antes de que se casara, o que se quemó el brazo antes de que se fueran a vivir a Prados de Santa Rosa. Doña Reinalda tiene seis hijos, tres de los cuales viven en Estados Unidos y tres aquí, en Nuevo León. Habla de vez en cuando con los que están en el otro lado, pero apunta que no ha tenido contacto con una hija que vive en Houston, Texas, desde que se fue para allá, porque se fue enojada. Lo mismo pasa con sus hijas que viven aquí y no la procuran. Al cuestionarle qué ocasionó el enojo de sus hijas, La Abuelita se encoge de hombros y expresa: "Pos sabe por qué se enojarían". La anciana no muestra pena visible sobre estos hechos; por el contrario, se le ve tranquila al hablar del tema, reafirmando la imagen pasiva que se obtiene de ella en una primera impresión. Mientras se acomoda el mandil que ha usado por décadas, muestra de una interminable actividad doméstica que está dispuesta a continuar aunque su cuerpo le exija dejar de hacerlo, La Abuelita de 14 nietos, tres bisnietos y de muchas señoras, niñas y niños que acuden al Centro Comunitario, sonríe como mostrando cierto agradecimiento por acompañar, con una pequeña charla llena de recuerdos, el airecito de cuando ya cae la tarde.

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Dilemas LAS PALMAS Lo primero que doña Enriqueta nos dijo fue que no sabe leer ni escribir, que tiene dos hijos y dos hijas: Francisco, Lino, Cecilia y San Juana, todos de apellido Camacho Vélez. "Me vine para acá porque allá uno es muy pobre, porque allá el trabajo es rudo, ¿sabe? Si usted sabrá...¡Quién sabe!". Doña Enriqueta dice sentirse desamparada y negligente. El acontecimiento que la hace culparse así sigue siendo la muerte de su esposo. Cuando eso pasó ella tenía 33 años y cuatro hijos; hoy tiene 76 y es abuela. "Mi esposo murió de un accidente...No, pos es que empezó de espantado y, como no tenía quién me apoyara, fue descuido mío, por no tener cómo sacarlo del rancho: es que como tenía unas chivitas, no lo atendí, y yo tenía mis hijos chiquitos. Él andaba en el monte y allá pasan cosas, se ven cosas. Ya cuando supimos, estaba espantado y falleció". La muerte de su esposo fue el suceso que propició su llegada a Monterrey, debido al desequilibrio que surgió en la organización de su casa al faltar la fuente proveedora de recursos para el hogar: "Ya de ahí (la muerte de su esposo) me vine para acá sola, con mis hijos, y pos el capital se acaba cuando falta la cabeza principal; ya no hay quién trabaje. A pesar de eso, gané lo que pude trabajando para sacar adelante a mis hijos". Como es normal a su edad, los achaques no están ausentes, padece de los párpados y del corazón; lo cierto es que se le ve aún sana y con muy buena memoria. "Uno en los ranchos es muy tonto, ¿verdad? Luego luego piensa uno en el matrimonio, se le figura a uno que el matrimonio es todo en la vida, y pos no. Allá la vida era más difícil, no es como ahora, que el hombre se pone a hacer lo que hay que hacer y la mujer pues por ahí anda. Nos manteníamos de la tallada de palma, que se sigue usando por allá; pues, bueno, en aquellos años tenía uno que hacerle la cuna al niño, pos no había de otra. Uno era pobre, aquí no es rico, pero aquí no tallas ni usas la puya; es como siempre: aquí le tira uno nomás a comer y a lo que hay".

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"En el rancho la vida es más dura, hay que irla a buscar, y aquí no, pos cae sola. Es que pos una trabajaba igual que el hombre; trabajaba a veces embarazada, echaba el maíz, llevaba a cargar la carreta, a descargarla, había que desyerbar, que levantar. No, pos ahora no; ahorita no lo hace uno, ahí anda la máquina... "Enviudé a los 33 años, ya después me vine a seguir a mis hijos para acá; como le digo, ahora ya me dan de comer, aunque otra parte me la da el gobierno", comenta doña Queta, sin dejar de rematar la mayoría de sus frases no sólo con sonrisas, sino con carcajadas que describen una alegría que no escatima en mostrar ni en compartir. La mirada le cambia recordando a su único gran amor, y lo describe con gusto: "Mi esposo era bonito para mí, lo conocí en un baile, andábamos de fiesta. En aquellos tiempos era música de cuerdas la que nos gustaba oír y bailar: de guitarra, violín, contrabajo, acordeón...depende. Allá en el rancho sí sabíamos bailar, no como ahora, que lo que hace la gente es nomás dar de brincos. Pos sí, así eran aquellos momentos de antes; usted se fija en una persona y, por fea que esté, se le hace bonita, ¿verdad? Él era bueno, era agricultor. La madre de uno no era una alcahueta, uno tenía su novio por medio de carta amorosa. Si la miraban a una platicando le pegaban; todo con cuidado. Ahora no: 'tráete al novio a comer', 'no, pos que pase'. Cuando alguien estaba embarazada, ya se sabía, pero no decían; ahora no, dicen 'pos mira que ya me falta tanto', 'pos fíjate'. "Cuando uno vino a Las Palmas, vino a batallar; a estar ahí debajo de unas láminas, porque aquí estábamos, como quien dice, en la orilla del monte, sin ver a nadie. Mire, nosotros vinimos a vivir aquí pobremente, debajo de un tejabán; sí, porque, pues la madera, pues está bien cara ¿verdad? Y para destrozarla, como que está difícil. Y la lámina, mire: pos ahí la tengo -señala a su techo-; la quitaba de un lado y la ponía en otro. Nos acarreaban el agua las pipas; ahorita no se batalla, pero antes sí. En la colonia, al inicio, había como unas 10 familias, pero no todas juntas; unas aquí, otras allá y otras más allá (señala de lado a lado las cuadras de la colonia). Estaban los terrenos medidos, pero había que venir a trabajar, a escarbar para la zapata", explica doña Enriqueta desde la colonia que nunca piensa dejar. David Flores, El Indio, fue el que los ayudó a gestionar los terrenitos. Para ellos, él fue una buena persona, porque hay algunos otros, dice, que les quitan el dinero, se van y ya no vuelven. Anduvieron trabajando, porque había que andar pidiendo el terreno, ya fuera para el oriente o para el centro de la ciudad; si allá los esperaban, allá iban, con la pala cargada o el talache, o la cobijita para irse a quedar afuera de Fomerrey. Se llevaban el talache porque decían que les iban a entregar y había que llegar trabajando a su nuevo predio. "Pues ni modo, andaban las granaderas cuidando que no nos atropellaran los camiones, allá por el centro, allá por el palacio, todo eso...

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"Cuando llegué a Monterrey, trabajaba en los mercados, yo le ayudaba a una señora a hacer de comer, a hacer tortillas, como ella vendía comidas..., de hecho, todavía vende, ahí por el ferrocarril de San Bernabé, pero nomás que ya de aquí está muy lejos, como me cambié para acá, y pos no: ya no pude. Antes de estar aquí vivía en la colonia Talleres, allá agarra uno sólo un camión, y aquí no, está retirado. La comida en el rancho es temprano, la gente va a comer temprano porque hay que ir al molino, y pues aquí no, no se puede. Ir a comer allá es muy distinto que aquí, y trabajar también lo es; pero, trabajar, yo ya no", exclamó entre risas doña Enriqueta. En el dilema de seguir en la soledad o buscar un nuevo compañero sentimental, doña Queta platicó y recordó las peripecias de la viudez temprana: "Pos mire, como está difícil, ahorita en estos tiempos o antes, cuando enviudé no sabía si tener otro hombre o no. Una nunca está segura de lo que hace en esos momentos, ¿cómo sabe una si el hombre se interesa nada más por una o por la hija? Y después salimos perdiendo, ¿verdad? Pues tenemos Juan y perdemos las gallinas, pues por qué no mejor perdemos a Juan, y se acabó, dice entre risas. Cuando una está joven no falta quién le diga algo, ¿verdad? Pero quién sabe con quien se junte, y para no echar malas, ¡n'ombre! Mejor así sola, si pues al cabo ya había conocido lo que era hombre, ya para qué nos tironeábamos; porque si pues suponga usted, por fea que sea la gente, no falta. “Yo de muchacha de 33 años, sin marido y con hijos, tenía que lavar, hacer tortillas, que tallar. Tenía un hijo allá en el rancho que tenía como 14 años, y yo sola; lo mandaba con otra persona a traerme lechuguilla y yo tallaba de noche, pues lo que me dieran pa' comer, fuera frijol, blanquillos o maíz...Mi ganancia: la comida de mis hijos", concluye.

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Pedro no está solo LA ALIANZA Don Pedro ha vivido los últimos tres años de su vida solo y parece que así seguirá por el resto de sus días. Su esposa no quiso estar más con él y no le quedó otra que irse a la colonia La Alianza, a un pequeño cuarto del único hijo que le ve con gusto y lo frecuenta. "No le tengo coraje ni odio; yo la sigo y la seguiré queriendo por siempre, aunque ahora lo que me da es lástima". Don Pedro se queja de su aún esposa, misma que hace tres años lo corrió de su casa y le hizo mudarse al sector Villas de San Bernabé de la colonia La Alianza. "Veinte años la aguanté, se gastaba todo mi dinero, no me lavaba ni me planchaba, pocas veces me hacía de comer...A pesar de eso, yo la seguiré queriendo, como dicen, 'hasta que la muerte nos separe'. La veo como cada dos semanas, le llevo lo que puedo de mandado a ella y a mi nieta; ella no me dice ni una palabra, casi ni me dirige la mirada, y si le saco plática nomás es para pelear. Yo no sé por qué actúa así, si yo nunca le pegué". Pedro Fraire vive de una pequeña pensión vitalicia que le da el Gobierno por haberse accidentado en uno de sus trabajos anteriores; aunque la caída de seis metros que sufrió no lo dejó inválido, sí lo tuvo inconsciente en el hospital tres días. Hoy se le ve a veces triste, a veces de buenas. Le duelen los riñones, sufre de la próstata, usa un parche diario para el corazón; la espalda, hay veces que no la aguanta, tiene pulmones de ex fumador de cuatro cajetillas diarias; dice tener un hígado fatigado y que también le da dolores...Pero a pesar de tantos achaques, la vista no le duele: "Yo veo bien de lejos, puedo ver hasta aquel cerro; alcanzo a ver esas letras de allá: no necesito lentes". Quedó huérfano de padre a los ocho años, y su madre apenas hace siete años que murió; tuvo seis hermanos y fue padre de 14 hijos, uno de los cuales lo amagó y amenazó con matarlo a cuchilladas. Ese hijo se encuentra ahora en la cárcel por haber atacado a unas muchachas, aunque no sabe exactamente lo que les hizo. "Visito de vez en cuando las casas de mis hijos, unos no me reciben y otros lo hacen de mala gana. Llego diciéndoles que si no tienen una limosnita para este pobre viejo".

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Del padre que lo dejó siendo apenas un niño, don Pedro aprendió a dar los primeros pasos en el trabajo. Sembrar fue su primera labor apenas a los siete años, los animales le echaban tierra con las pezuñas y le hacían chorrear el maíz, no echarlo en el surco como se debía; a lo que su padre le solía gritar con enfado: "¡Pendejo! No tires el maíz, nunca aprenderás a sembrar". En los pocos años que tuvo padre, don Pedro vio y sintió los golpes; el chirrión fue la mejor herramienta para golpearlo por el motivo que fuera. Para su madre también hubo muchos dolores: "Mi padre era muy enérgico, por celos golpeó mucho a mi mamá. Es que esos hombres no las valoran, aunque sí las quieren. A mí fue al que golpearon más, trabajaba de niño y ni así los tenía contentos. Mi mamá no tenía objeto para golpearme, lo hacía con lo que tuviera a la mano o con sus manos; los dientes de leche me duraron poco, mi madre me los tumbó todos a golpes". Esos padres que bien o mal lo educaron se volvieron indefensos cuando el destino los alcanzó. "Mi padre murió de fiebre tifoidea. En 1942, en Zacatecas, se murió mucha gente de eso: se morían tres o cuatro al día. Ya muerto mi padre, lo velaron sobre una cama de tablas; aún tenía restos de la sangre que les salía a los que fallecían de eso, sangre negra y hedionda. Yo lloraba diciendo: ¡papito, papito, no te mueras!. Pero no sólo estaba ya fallecido, sino que mis familiares me impedían acercarme a él, no por verlo ahí tirado, sino por el riesgo de que me pegara la enfermedad. Hasta que, mordiendo las piernas de unos señores, pude verlo de cerca aunque sea un ratito". A su madre, ya de viejita, don Pedro tuvo que bañarla, cortarle las uñas, de la misma forma en que nunca dejó de entregarle gran parte de la raya. Como a su ex mujer, Pedro nunca dejó de querer a su madre; de la raya que le daba a ella, él estaba contento con lo que fuera que le regresara, así fueran 5 pesos o aunque no le diera nada él estaba contento. "Las mamás siempre tienen la razón: 'yo hago lo que tú digas, mamita'. Yo fui el que más estuvo al pendiente de ella; la curé cuando le salieron unos raros gusanos blancos de sus piernas, en el Seguro le dieron dos o tres días de vida, pero me la llevé a mi casa y, gracias a Dios, me duró otros 7 años". A los 20 años de vida y recién casado, don Pedro llegó a Monterrey porque en Zacatecas ya no llovió y la siembra se vino abajo. Un señor, conocido como don Juanito, tuvo a bien rentarle un tejabán para él y su esposa en la colonia Talleres; una casa sin servicios, con cama de cartón y cobijas de periódico. Fueron 14 años, los que trabajó en Mosaicos El Gallo; otro tiempo estuvo en Hojalata y Lámina, luego en Fundidores Nacionales, haciendo válvulas para el agua; además, laboró para Celulosa y para Muebles La Malinche. Pero hubo un trabajo que nunca lo dejó y a final de cuentas le dio más dividendos: la albañilería. Se volvió uno de esos albañiles que cobran barato y hacen muy buenos trabajos, aunque recuerda que este oficio fue el que casi le quita la vida por la caída que sufrió, así como lamenta no haber sabido contar ni hacer sumas o multiplicaciones, porque advierte:

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"Me hacían tonto con las rayas, me pagaban menos porque yo no sabía medir metros cuadrados ni multiplicar los blocks que había puesto". Eran ya siete años los que tenía sin trabajar en nada y menos en la obra, hasta que en estos días Pedro logró animarse a colocar 50 blocks levantando el inicio de una pared. No es común que una persona de 70 años sea el alumno de más edad del primero de primaria del INEA, ni tampoco lo es que en estos días le haya salido otra chambita de albañil, después de siete años de no trabajar: "Ahorita vengo del Centro Comunitario grande de La Alianza; fui a recoger unas medicinas que nos dan. Al salir, un vecino me pidió que si podía poner unos blocks; ahorita voy derecho a mi casa a ponerme ropa de trabajo y me regreso. No sé si vaya a poder, pero el intento le voy a hacer, ya no soy el de antes". Ese día, nos encontramos a don Pedro en la calle después de haber ido a buscarlo a su casa, y andaba de buenas, como nunca lo habíamos visto. Pedro Fraire es un vecino muy bien identificado por los habitantes de las zonas de La Alianza que suele frecuentar, es conocido en los Centros Comunitarios; los jueves procura no faltar a las reuniones para adultos mayores en el Centro Comunitario grande de La Alianza, y los miércoles es raro no verlo por la mañana junto a sus compañeros estudiantes de primaria del INEA en el Sector Q. No se sabe si es porque hace mucho sol o porque evita mostrar su calva, pero don Pedro siempre usa una gorra verde o un sombrero de paja. De inicio, al conocer a don Pedro parece ser de esa clase de adultos mayores que demandan mucha atención, pero no es así. Pedro es tan bueno para entablar una conversación ágil, interactiva y entretenida como pocos adultos de su edad; don Pedro es un individuo que vive solo, pero que aún intenta hacer amigos y gusta de frecuentar conocidos. El señor que le contrató para poner los blocks de su último trabajo, es fecha que no le ha pagado ni un quinto; la vecina que organizó una tanda de mil pesos hace más de un año, tampoco le ha pagado, aunque él decidió ya no reclamarle su dinero. Lo bueno es que estas penurias parecen no angustiarle de más y todo se lo deja a Dios; a don Pedro se le ve más interesado en otras cosas, como la escuela: "A los maestros les da gusto que esté en primero de primaria, me ponen de ejemplo con otros muchachos que están nuevos; a mí me da mucho gusto que me entiendan y que me enseñen a leer. Entré a la escuela porque quiero ser alguien en la vida, de perdido si Dios me deja tres o cuatro días más de vida, aprovecharlos y hacer algo, quiero aprender a leer, a hacer cuentas"

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Mis ladrillos no se van a caer LA UNIDAD María de los Ángeles Cruz, Ángela, como le dicen, nació en San Pedro de las Colonias, Coahuila; llegó a Monterrey contando apenas con 10 años. Su infancia la vivió en la Ferrocarrilera: "Mis padres, mis cuatro hermanos, mi hermana y yo vivíamos ahí muy bien, aunque siempre fuimos maltratados por mi padre". A los 14 años, queriendo huir de los golpes y del sufrimiento que le ocasionaban, y creyendo estar enamorada, contrajo matrimonio con un hombre de quien, dice, le duele hasta recordar su nombre. No hubo fiesta, viajes o luna de miel, pero a ella en realidad eso no le importaba: estaba ilusionada. Vivían en casa de sus suegros quienes también la maltrataban; ella soportaba sola esperando el momento en que su marido llegara, creía que con el paso del tiempo todo se acomodaría mejor y que, por fin, encontraría la felicidad. Se equivocó. Su marido empezó a golpearla y nunca más dejaría de hacerlo. Nuevamente se encontró frente a una vida frustrada y desesperanzadora. "Todo fue un fracaso". Ángela no podía seguir así, aunque no era apoyada por nadie; sentía la necesidad de un respaldo. El momento llegó: "Me reponía en el hospital de una golpiza dada por mi marido, cuando una amiga me vio y me dijo: 'Tú no puedes aguantar tanto; si no por ti, por los niños...ponte a trabajar y saca a tus niños adelante, sola'. Así que me di valor y me fui un día sin decir nada. Las pocas cosas que tenía las dejé y sólo me llevé lo valioso que tenía: mis hijos." Huyendo de su esposo, se encontró vagando, aprendiendo a no temer a lo desconocido e intentar cosas nuevas. Vivió en Santa Catarina, Juárez, las Pedreras, La Isla y, de ahí, llegó a La Unidad, colonia escobedense en la cual tiene viviendo ya nueve años. Anduvo por los Estados Unidos viviendo múltiples experiencias, tenía que sacar para mantener a sus hijos. Trabajó de zanahoria, limpiaba calles y plazas; también fue obrera y ayudante de albañilería. Cuando comenzaron las obras de la primera línea del metro, trabajó ahí. Sabe hacer de todo: una zapata, anillar las varillas para hacer columnas, etcétera. El endurecimiento de sus manos registra la experiencia de su vida. Regresó a limpiar las calles cuando se concluyó el trabajo de la línea del Metro, hasta que un accidente la marcó. Era un día común de trabajo, Ángela llegó y tomó la escoba, preparándose para iniciar la jornada; de repente, un carro la arrolló. Le lastimó la columna y la ató a una cama por mucho tiempo; de entonces a la fecha, la han operado 13 veces. Ya no trabaja, vive de una pensión. Y, aún así, Ángela se siente muy feliz por su vida, por el esfuerzo que hizo, por sacar adelante a sus hijos: "Yo digo que mis hijos son como unos ladrillos, porque son muy unidos".

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Lugar fijo LA UNIDAD Doña Tomy tuvo una vida muy feliz hasta que apareció en su vida Moisés, el que sería su esposo. Tuvieron 10 hijos: Mario, Lupe, Martín, Roberto, Nelly, Nena, Jorge, La Mily, La Güera y El Güero. Hoy es una abuelita que ha hecho de todo por la vida. Vivían en un terreno de la colonia Los Altos que pagaban en abonos con mucho sacrificio. Se atrasaron en unos pagos y los intereses fueron aumentando hasta volver la deuda inalcanzable. Pedían mucho dinero, era para ellos imposible y, aunque lograron pagar, fueron defraudados. Se produjo el desalojo bajo una lluvia de amenazas. Buscaron rápidamente un terreno o un lugar cualquiera para vivir, se fueron al municipio de Juárez donde vivían a orillas de un río en condiciones insalubres; no tenían luz, agua, ni mucho menos baño. Aunque estaba desesperada, ella decidió quedarse ahí -no tenían muchas opciones- e hicieron dos cuartos con madera y cartón. Poco después, ella enfermó. Le detectaron tuberculosis. Comenzó el tratamiento y logró curarse. Pensó que sus penas habían pasado, pero, cuando empezaba a sentirse recuperada, llegó a ella la noticia de que una de sus hijas, a su vez madre de cinco niños, padecía la misma enfermedad. Era su hija menor. Una tarde, inesperadamente, al estar platicando con ella, su hija fue arrebatada por una tos imparable; comenzó a escupir sangre y "en esa tarde, a las cuatro, se la lleva Dios". Tomasa pedía desesperada una ambulancia y que la llevaran a un lugar para atenderla... Los paramédicos sentenciaron que ya no había nada por hacer. Murió en su casa, sentada en un sillón, con la mirada que parecía perderse en la nada. Pero no era así: a lo lejos, por la misma puerta que atravesaban sus ojos vacíos, se veían venir sus hijos. Fue un dolor muy grande para Doña Tomasa, quien se hizo cargo de los cinco nietos. Luego de sepultar a su hija, y al intentar volver a su vida cotidiana, se dio cuenta que no podía seguir en ese lugar. Las cosas se habían complicado, los miembros del hogar se incrementaron. Abuela y nietos huérfanos se mudaron a vivir con uno de los hijos mayores de doña Tomy, aunque nunca se sintieron a gusto. De nuevo, depender de alguien empezó a volverse insoportable. Decidieron irse a vivir a un terreno que les prestaron en la colonia Agropecuaria, donde tampoco tenían servicios; para conseguir agua tenían que caminar mucho en pleno sol. Al ver que batallaban demasiado, volvieron a mudarse. Consiguieron una casa en Fomerrey 113 y, al llegar ahí, ya fue diferente; los niños comenzaron a asistir a la escuela, los tres mayores empezaron a cursar el primer año. Todo parecía ir bien, pero las cosas no siguieron así. Al estar ya estabilizados, sin esperarlo, les pidieron devolver la casa.

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Comenzaron a buscar nuevamente, pero nadie les quería rentar por tener demasiados niños. Al verse tan apurada, una de sus hijas, quien actualmente vive en el otro lado, compró un terreno en la colonia La Unidad donde actualmente viven. Los niños pudieron continuar en la escuela. Actualmente se siente muy orgullosa de sus nietos; los tres mayores están por salir de la secundaria. Ahora sólo le preocupan sus dos nietos más chicos, espera salgan de la secundaria y sean personas de bien. Ella está consciente que donde actualmente viven no es lugar suyo. Ha intentado comprar un terreno para poderles dejar algo seguro a esos niños que ha criado como sus hijos, pero, por su edad, ya no le dan oportunidad en ningún lado. Y vive siempre con el temor de que, cualquier día, otra vez, vuelvan a quedarse sin un lugar fijo, propio.

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El buen destino SAN GILBERTO Doña Carmelita nació en La Barrica, en el municipio de San Pedro. Su familia siempre fue muy pobre, ella y su hermana gemela fueron las más chicas del matrimonio; cuando nacieron, su padre abandonó a su madre. Nunca más volvieron a saber de él. Al ver que la situación económica se complicaba, su madre decidió darla en adopción. Aun así, ella afirma haber sido muy feliz en su niñez: "Mis padres adoptivos eran muy buena gente y mis hermanos nunca me vieron mal. Yo tuve una infancia bien bonita, gracias a Dios; vivíamos como en un ranchito, teníamos como 20 vacas, a mí me gustaba mucho arrear las vacas y me gustaba mucho cantar. Ahí andaba yo descalza y las piedras ni me calaban; andaba yo descalza, cantando y arreando las vacas". Con una sonrisa, recuerda sus travesuras: "Un día, íbamos mi hermana y yo en un burro, y una prima que, según, nos iba dirigiendo; le dije: 'Mira, manita, no nos vayas a tumbar'. Y, apenas entramos a un monte, que nos tumba sobre un montón de tasajillos...ésos tienen un chorro de espinas. Cada espina que me quitaban era un grito que me echaba y, aparte, me pegaron por no hacer caso. Imagínese".

"Yo pensé: 'ay, qué bueno; ya vamos a tener nuestro terreno'. Ese día que me lo dieron, estaba una piedra allí, y me senté en esa piedra y de ahí ya no me moví...y esa piedra está aquí, debajo de la construcción".

Doña Carmelita estudió hasta el segundo grado de comercio en una escuela de monjas. En cambio, su hermana gemela, quien se quedó a vivir con su madre, tuvo que trabajar desde muy temprana edad. "Luego se casó muy chica, como desde los 15...Es que no es lo mismo, ella no tuvo alguien que la dirigiera; mi mamá sí estaba ahí, pero también trabajaba mucho, lavaba ajeno". El primer novio de Carmelita, su primer novio de verdad, fue su actual esposo, Bernabé Bernal. "Todo lo demás eran chiquilladas".

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Lo conoció a los 16 años y él tenía 15; duraron ocho años de novios antes de casarse. "Mi papá me regañaba mucho, no lo quería nada, ¡hacía unos corajes cuando lo veía! Me pegaba. Iba yo a la acequia a lavar y, cuando se enteraba de que iba él conmigo, na'más nos miraba y me daba mis buenos". Bernabé es para ella el amor de su vida; el día de su boda lo recuerda como el más feliz. "Nunca nos hemos separado, ya vamos para 40 años de casados; aunque mi viejo tiene su defectito, le gusta fumar y tomar. Pero, gracias a Dios, él nunca me ha golpeado, es muy cariñoso, muy buena gente". De su matrimonio tuvo siete hijos, cinco mujeres y dos hombres, de los cuales viven con ella dos, uno "dejado" y un soltero a punto de casarse. "Se casaba este mes, pero la pospuso; me apura qué pensarán los papás de su novia, ahora se casará en noviembre, pero sí se casa". Rememora que, cuando contrajo matrimonio, se fueron a vivir a casa de su suegra, donde duraron 20 años. No vivían en las mejores condiciones: "Cuando el Gilberto, me acuerdo que esa noche que llovió el agua entraba y salía por la casa, hasta parecía que estábamos afuera, porque goteaba bastante". Luego del huracán, le comentaron que estaban dando terrenos a los damnificados en un lugar que, a la postre, sería la colonia San Gilberto. "Yo pensé: 'ay, qué bueno; ya vamos a tener nuestro terreno'. Ese día que me lo dieron, estaba una piedra allí, y me senté en esa piedra y de ahí ya no me moví...y esa piedra está aquí, debajo de la construcción". El canto sigue gustándole mucho a doña Carmelita, pero ahora sólo lo ejecuta en el coro de su iglesia. Antes, fue a concursar al popular programa "Aficionados" de Rómulo Lozano. "Gané el primer lugar una vez y, en otra, el segundo; cuando gané el primero me dieron un uniforme de premio y, en el segundo, una sobrecama y unos secadores". Nunca ha perdido contacto con su hermana gemela: "Si no nos vemos, hablamos por teléfono; ella se llama Martha". Con sus hermanos adoptivos, en cambio, ya no se ve; explica que cada quien hizo su vida y que ya es muy difícil verse. Le gusta participar en actividades comunitarias. Al llegar a la colonia, fue promotora del Centro de Salud durante casi seis años, también participó en campañas de vacunación contra el dengue y otras. Hasta que llegaron sus nietos, cuando se dedicó a cuidarlos y no le quedó más tiempo. No se siente sola. Es una mujer llena de actividades: "Si estoy aquí, pues pongo mi música cristiana y canto; aparte, en la casa siempre hay mucho quehacer". A sus hijos le gustaría verlos más, pero mantiene contacto con ellos por medio del teléfono. Tiene muchas amigas. "Mi viejito ni quiere salir conmigo porque dice que conozco a todo el mundo; cuando vamos a Soriana, saludo a todos, me dice". No tiene enemistad con nadie, comenta que el pleito no le gusta, y concluye: "La vida es muy bonita, es muy amable".

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Quiero hablar y que me escuchen SAN GILBERTO Doña Enriqueta llegó a la colonia San Gilberto como la mayoría de sus vecinos: damnificada tras el desastre natural provocado por el huracán Gilberto allá por 1988. Nació en el poblado de La Ascensión, también conocido como La Chona, cerca de la cabecera de Aramberri. Tuvo 16 hijos de los cuales ahora sólo le sobreviven seis. Con ella viven Lalo, que tiene problemas de retraso mental, y uno soltero que es el que la mantiene.

Está separada desde hace algún tiempo, no recuerda exactamente cuánto: "Tuve un matrimonio muy duro, mi viejo es muy malhumorado, que por el azúcar, pero, ¿qué culpa tengo yo?". Su suegra se lo advirtió antes de casarse, que tendría una vida difícil al lado de ese hombre, ya que era muy impulsivo y corajudo. Su infancia la recuerda como feliz; no sabe leer ni escribir, aunque sí fue a la escuela: "Yo me acuerdo que sí me mandaban, pero yo me quedaba en las casas de las orillas con otras chiquillas. Me aburría mucho. Yo creo que la escuela no me gustaba nada, y pues nunca aprendí". Se casó muy chica y el maltrato empezó también temprano. "Yo ahora hasta me arrepiento, creo que a una por eso la tratan así; a una le decían cualquier cosa y, ¿pues qué le podía decir? Si yo no sabía nada, yo me dejaba toda". Lo que más le ha marcado la vida han sido los tantos años de sufrimiento en su matrimonio: "Una vez me golpeó hasta que me quebró las costillas; si tenía ganas de pelear, ya malo". Su esposo la corrió varias veces de casa, pero ella se defendía. Peleó por el terreno y sufrió por vivir ahí y hacerse de sus cosas, por lo cual nunca permitió que la sacara. "Un día me dijo que yo era una tal por cual y que no servía para nada, que me fuera yendo, pero yo le dije: 'Óyeme, no; yo de aquí no me voy...¡Si esta casa es mía!". Decidieron separarse y el terreno y la casa fueron divididos en dos por madera y blocks. Aunque esto suponía el término de su sufrimiento, el acoso no ha parado. "Nada más me está espiando a ver qué hago, si salgo o no; lo malo es que él tiene el teléfono allá, en su lado, y no me pasa las llamadas. Si barro y me paso un poco de la banqueta, me empieza a gritar que no lo moleste".

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Una de las tantas veces en que la corrió, doña Enriqueta decidió ir a una dependencia del Municipio cercana a su casa. "Fui al CAVIDE, aunque no me resolvieron nada. Me mandaban por un acta de matrimonio y a hacer no sé qué tantas cosas; y yo dije: 'pues no, mejor así lo dejamos'". Hoy se siente una mujer liberada y feliz: "Yo, después de este hombre, ya me salgo, ya tengo amigas; antes no podía hacer nada, no me dejaba ni ir con mi hermana aquí abajo". Ahora pertenece a varios grupos de adultos mayores y convive con muchas personas; está en un grupo de baile y ha perdido muchas inhibiciones. "Yo ya estuve mucho tiempo callada y con miedo, ahora ya me toca conocer y saber; yo ya ahora quiero hablar y que me escuchen".

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Cotidianas FERNANDO AMILPA

Una de tantas tardes visitamos a la señora María de la Luz Durán Martínez. Con ella viven su esposo, uno de sus hijos y su nieta de cinco años. En la casa no hay agua, esporádicamente una pipa les da el servicio. Originaria de Guanajuato, doña María nos cuenta cómo recuerda a sus hermanos que viven allá y a los que emigraron a la ciudad de México. Cuando hay dinero, dice, viaja para revivir el pasado junto a sus hermanos. Al llegar a su casa, nos atiende de una forma tan cotidiana que pareciera conocernos desde hace mucho. Recibe visitas con frecuencia en su casa. La vez en que nos recibió lo hizo con una gran sonrisa; fuimos descubriendo la impresionante confianza y familiaridad que invade el hogar. Sus cuatro hijos vienen a verla seguido y una de sus hijas la visita a diario; se lamenta un poco cuando nos confiesa: "Ayer no vino, quién sabe por qué", y se queda pensando. Su esposo siempre le dice: "¿Por qué no vas a visitarla tú? ¡Siempre quieres que venga, nomás andas en la iglesia!". María de la Luz explica que acude a la iglesia para enseñar a su nieta a rezar, de lo que nos platica: "A mi chiquilla le gusta; me dice: 'buela, yo voy a rezar contigo', y se me pega mi nieta de cinco años". De su infancia, recuerda que jugaba a las muñecas: "De niña, jugaba con las monas; ya de grande, las hacía para las otras niñas y jugábamos juntas". Dentro de esta etapa de su infancia, su madre cayó enferma. Doña María tuvo que cuidar a sus hermanas pequeñas; para cuando pudo contraer matrimonio, su madre ya había muerto. Conoció a su esposo en Guanajuato, lugar en que ambos vivieron. Vuelve a su niñez cuando evoca las visitas con su padre a la iglesia y a las fiestas de la plaza: "No como las de aquí, que son de cumpleaños, sino fiestas en la plaza del pueblo, con conjunto musical para festejar a los santos patronos y agradecer a las vírgenes".

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En un principio dijo no recordar nada de su juventud; más tarde reveló que, cuando muchacha, trabajó muy duro, tras la enfermedad de su madre tuvo que hacerse cargo del hogar: "De joven, ya no me acuerdo; mi mamá estaba enferma y pos ¿qué más? No había trabajos como ahora". Antes, los empleos comunes para la mujer se reducían a las labores del hogar: "Nomás lavando, haciendo comida...Nomás en la cocina, haciendo el quehacer, el lonche pa' los hombres". El asistir a misa ha sido, desde hace tiempo, una de sus costumbres más arraigadas; ello le hace rememorar a su madre: "Mi mamá nos llevaba a la iglesia. Me gusta mucho ir a la iglesia; después, cuando ella falleció, nos llevaba una prima". Al momento de entrevistarla, la huella de algunos golpes sobre su rostro era evidente; al respecto, en tono gracioso y entre risas, nos explicó que éstos se debían a la caída que sufrió recientemente mientras leía La Biblia, en su casa. Da gracias a Dios que el incidente no fuera para más. Sabe leer muy poco, no sabe escribir y no disfruta de ver la televisión porque menciona que le quitaría tiempo para las labores domésticas: "Si me gustara, pos no haría el quehacer", comenta, y vuelve a reír. La vida es para ella cada día más costosa; con desilusión y un poco de impotencia, describe: "Viviendo una de pobre...pensando en que no tenemos pa'la luz, pa'l gas y pa'todo, eso es lo que nos preocupa en veces: ya no alcanza uno pa'nada de tan caro que está todo". Sin embargo, está en un programa de apoyo que le ayuda a aliviar un poco la situación en la que se encuentra: "Me dan ayuda de la tercera edad, en Soriana me dan despensa". Se despide. En su casa la esperan los quehaceres, la lectura de La Biblia, su nieta, el recuerdo de Guanajuato. La hora de cada día en que piensa en su padre, en su madre. La hora en que piensa en el recorrido del día de hoy y se imagina la jornada del día de mañana.

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La perseverancia FERNANDO AMILPA En una de las tantas calles que comprenden la colonia Fernando Amilpa vive la señora Guadalupe Ortiz, de 68 años de edad. Con ella tuvimos una larga plática acerca de su vida, su vida que ha sido muy dura, sin dejar, a su edad adulta, el anhelo de buscar algo mejor. Su infancia no ha sido muy diferente a la de otras señoras, por lo que la necesidad de trabajar opacó los juegos infantiles. "Mi niñez fue muy difícil. Nací en Villa de Juárez, ahí viví hasta los ocho años; yo era de las mayores. Recuerdo que mi mamá tenía gallinas, chivas, marranos, y éramos muy pobres, pero nunca faltaba para comer; recuerdo que mi abuelita no me quería, siempre vivió diciéndome: 'Te pareces a tu padre, te pareces a tu maldito padre'. Es que mi papá era 25 años mayor que mi mamá, él la crió, pero para él... "A los ocho años, que nos vinimos a vivir a San Nicolás, recuerdo que me levantaba a las tres de la mañana para mandar a mi papá al trabajo; el lonche lo hacía en la noche, porque mi mamá estaba operada y, de ahí, todo el tiempo fue trabajar... "Mi papá me pegaba mucho; era la mayor, tenía 12 años cuando me decía: 'Tú eres la mayor, tú tienes que recoger, tienes que hacer el quehacer'. Mi mamá nada más hacía las tortillas y hacía la comida. Nosotros recogíamos la casa, lavábamos las vasijas, barríamos el patio, que era muy grande: era un solar. A mí me golpeaba cuando mi hermana no lo hacía, y yo recibía los golpes. A mi mamá siempre le dolía el estómago y por eso no podía arrimarse a nada; en ese tiempo, yo no pensaba nada. Mi vida ha sido muy traficada, yo decía que mi papá no me quería, pero él decía: 'Cómo no te voy a querer, si tú eres la consentida; te pego porque te quiero, para que no se vayan por el mal camino, para que no sean groseros, que no digan malas palabras'. A mí no me gusta decir malas palabras, pero enojada soy muy maldicienta". La necesidad seguía presente en la casa de la señora Guadalupe y comenzó a trabajar a una edad muy temprana: "Cuando cumplí los 13 años, me fui a trabajar a la colonia Chapultepec. Ahí la señora me enseñó a hacer tamales, siempre fue muy buena con nosotras. Luego mi mamá se fue conmigo y estuvimos trabajando como siete años; me pagaban 90 pesos, a mi papá le pagaban 150 pesos por semana...Él no quería que trabajara, nunca quiso".

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En su juventud, Guadalupe aprendió a bailar y a divertirse un poco con algunas de sus amigas, y en ocasiones con su madre, pero no fue fácil debido a la actitud dominante y celosa de su padre: "Casi no jugué. A mi papá no le gustaba que tuviera amigas, menos amigos; él pensaba que cuando me iba a trabajar, me iba de prostituta...Él era así, no quería que trabajáramos. Cuando era joven no había tanta maldad; donde yo vivía, en Las Puentes, atravesaba todo el primer sector a las cinco de la mañana, era monte y nunca me pasó nada". En su edad adulta, la señora Guadalupe vivió muchas dificultades en su matrimonio; nos cuenta que les buscó una solución y, al hacerlo, se llena de orgullo. Doña Guadalupe se tiene respeto a sí misma: "Yo dejé a mi marido el primer año, a los dos meses de casada; no me parecía que se saliera y anduviera con otro amigo en un carro con mujeres. Cuando se dio cuenta que estaba embarazada, él me empezó a buscar y le dije que había abortado. Después, la casualidad, el destino, y quién sabe qué más, pero él me vio con bata de maternidad y me fue a buscar otra vez: 'Perdóname y perdóname, mira que el niño me va a necesitar'. ¡Para nada! Él ni lo necesitó, más bien peor. Mamá era la que más me aconsejaba: 'Mira hijita, una de mujer comoquiera necesita un hombre, y mira que los niños necesitan a su papá'. Y le hice caso, me volví a juntar con mi marido. Al niño lo quiso mucho, pero nunca le dio un consejo; lo recriminaba, le decía palabrotas: 'Tienes que estudiar, cabeza de perro'. No era el modo. Le aguanté 30 años". Nos cuenta de sus sueños y, sobre todo, de sus logros: el haber terminado la secundaria, el estudiar corte y el querer seguir aprendiendo más y más. "Yo terminé la primaria y la secundaria, hace dos o tres años; siempre quise estudiar la primaria. Cuando estaba con mi marido, como a los 38 años, ya me faltaba un libro de Ciencias, pero mi marido se enojó y me tiró los libros porque quería la cena a las seis y yo llegaba a las siete. Un día, cuando llegué, me agarró los libros y me los tiró a los rieles...Yo me desanimé, pero estudié corte por correspondencia". A la señora Guadalupe le encanta seguir aprendiendo; ahora, una de sus vecinas le enseñó a hacer pulseras y con eso se ayuda un poco. Declara que nunca se cansa de aprender y que le gusta echarle ganas a lo que hace; evoca los sueños que de niña deseaba: "Yo quería ser maestra o enfermera...Así fue con mis hijas; una quiso ser maestra y la otra enfermera. Una fue maestra, pero se salió que porque le pagaban poquito, y la otra está de enfermera en Lampazos, pero ya estudió de casada". Guadalupe nos comparte un consejo; al hacerlo, su semblante cambia, su rostro se endurece un poco y su voz se torna seria: "Nosotras las madres tenemos la culpa de cómo son los hijos, no los enseñamos a respetar, los dejamos hacer lo que quieran, los aventamos a la calle para que no estén molestando; nosotros mismos tenemos la culpa.

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Lo veo en mi hija y con mi nieta: 'ay, mamá, es que pone mucho gorro, por eso le digo que se salga a la calle'. 'No, ponla a estudiar, que te diga la lección, como lo hacía yo contigo', le digo a mi hija: 'Me tenías que dar una lección completa si no estudiabas'. Fue maestra, y no tiene paciencia con sus propios hijos, no debe de ser así. Yo no fui así, me dediqué al hogar; yo cuando empecé a trabajar ya estaban grandecitos, el menor tenía 12 años... A los papás que empiezan su matrimonio, les recomiendo que procuren muchos a sus hijos, que les den cariño". Del presente, doña Guadalupe nos comparte qué es lo que quiere y espera: "Ya uno de grande no espera nada; tener tranquilidad, estar en paz, que la dejen vivir, hacer lo que a uno le guste; la misma pobreza no deja hacer lo que a uno le gusta". Y, sin embargo, como la vida de Guadalupe nos lo describe, el esfuerzo se sobrepone a la circunstancia y, a veces, hace muchas cosas posibles. La voluntad de esta mujer es heroica.

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Casa de tulipanes FERNANDO AMILPA La referencia para encontrar el hogar de doña Francisca es la flor de tulipán. Una vez que encontramos el jardín, la llamamos; nos recibió con una sonrisa y le propusimos entrevistarla. Aceptó. Lo primero por lo que preguntamos fue su edad; nos dijo no recordar con exactitud su edad ni la fecha de su nacimiento. Posteriormente su hija nos aclararía que su madre tiene 80 años. La historia comienza con algunos datos relevantes: nació en Venado, un pueblo pequeño que pertenece a San Luis Potosí. Fue huérfana desde pequeña, jamás pudo asistir a la escuela, por lo que no sabe leer ni escribir. Doña Francisca refleja en su rostro una gran tristeza; con ojos llorosos y voz entrecortada, recuerda que su mamá y su papá la abandonaron muy pequeña: "Ansinita", señala con sus manos la estatura que tenía cuando los perdió. Recuerda que su padre trabajaba en el campo: "Yo iba a dejarle tortillas a la labor". De pronto, su rostro cambia; otras muertes vienen a su memoria: las de sus hermanos. Trasmite una gran soledad al darse cuenta que, de todos, solamente ella queda con vida; enseguida, un largo silencio fue tranquilizando su estado de ánimo. Su casa carece de luz y de piso: "Cuando llueve, todo se moja". Ella fue la que compró el terreno y sólo se sostiene con una pequeña ayuda que recibe por parte del Gobierno; por tal motivo, le falta dinero para comprar las escrituras. Son cinco hijos y cinco hijas las que tiene; desgraciadamente, dice, van muy poco a visitarla y ni siquiera el día de las madres la recuerdan. Ella piensa que porque tal vez no se portó bien. Nos comparte sus gustos antes de despedirse, los cuales reflejan parte de su esencia personal, aunque a sus años se sienta muy sola: "Me gusta nomás lavar y estar en mi casa; a veces voy con mis hijas...¡hasta donde viven! Luego m'ija me pregunta qué hago tan lejos y sola, es que estando en la casa me dan ganas de salir, para no tullirme. Vivo solita, nomás con un nieto que tiene poco, pero me salgo, me acompaña el perro de mi vecina, que ni recuerdo su nombre, porque luego los niños me agarran a pedradas. También me gustan mucho mis flores, aquí todo el año florecen los tulipanes".

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Lo antiguo y lo moderno FERNANDO AMILPA

Recordar su natal San Isidro Fernández llena de luz el rostro de Margarita Arriaga Jaramillo, de 88 años. La sonrisa adquiere solemnidad cuando, haciendo memoria, se topa lo mismo con lo bueno que con lo malo, lo difícil. Así, sabemos que su infancia, más que de juegos, se trató de trabajo. Nos la imaginamos sembrando la jornada entera por los campos, en las inmediaciones de solares calientes que curtieron su piel e hicieron llegar dureza a sus manos, esas manos que desquelitaban y hacían de los viejos árboles leña: "Ayudábamos a nuestros padres a juntar leña pa'la lumbre y cuanta cosa. Recuerdo que molíamos 25 kilos de nixtamal en la piedra. Dígame, ¿ahora quién lo hace? Ni siquiera un kilo. Era puro trabajar y trabajar muy duro...y no le preguntaban a uno su parecer". Mientras vivió con sus padres, madrugó. Tenía que levantarse muy temprano para quebrar la masa, hacer tortillas. Así, enseguida nos mostró lo que para ella es su admiración: un comal, un comal que representa todos sus años, del que ella nos platica: "Esto es en lo que nosotros torteábamos: teníamos las manos livianas...pero ahora ya no servimos ni pa'eso, ya estamos todas tullidas". Doña Margarita continúa la historia sin soltar el comal de barro. Evoca cómo comenzaba un día de trabajo en el sol de la labor sembrando maíz, calabacita y frijol; recolectaba tomate, calabaza y flor de calabaza para la comida. Ella trabajaba mucho, sí, pero reconoce que no estaba sola. Nos comparte que, aunque su padre era ya viejo, él doraba tortillas para el desayuno y, en ocasiones, cuando se marchaban a la sierra para tallar lechuguilla, les llevaba un costal lleno de gorditas redondas retacadas de chile. La comida era un gusto y, del recuerdo de este gusto, siguen más. Doña Margarita se alegra cuando nos habla de sus diversiones: "La vida del rancho eran bailes y bailes; aunque andábamos con la pata rajada, ¿pa'qué le decimos que andábamos muy curras? No es más que la verdad". En cuanto a la diversión de los hombres en su pueblo, complementa, ésta se reducía a la tomada. Pero no es de oquis que lo comente: ella está orgullosa de jamás haber visto a su esposo alcoholizado.

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Al emigrar a Monterrey continuó trabajando demasiado; hoy agradece por no tener ninguna molestia en su espalda. Todavía se muestra con ánimos de salir a vender, nos muestra el carrito en el que lo hacía, aunque ahora le falta dinero para seguir con el negocio: "Agarré el negocio de vender; mi esposo me surtía del mercado, él vendía para pagar los gastos de la casa, y yo pa'lo que yo quería...Me estoy perjudicando, estoy acostumbrada a trabajar, siempre trabajar, vendiendo quesos, camotes, elotes, calabaza, tuna y cuanto más, ¿cómo creen que estoy a gusto?". Las cosas han cambiado. Doña Margarita lo resume en una forma muy sencilla: los tiempos de antes y los tiempos de ahora, y lo expresa en dos contrarios: lo antiguo y lo moderno. A mucha honra, se asume antigua; dice que los modernos carecen de aquellos valores que hicieron de su esfuerzo una vida digna. "Ojalá que la juventud agarrara un poquito de lo de antes; se compondrían las cosas un poco. Pero si uno les dice algo, dicen: 'Esa viejilla es antigua'".

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Trayectoria de Ricarda UNIDAD PILOTO

"No tengo miedo a morirme, pero como quiera uno se siente sola"

"¿Dónde estás, Ricardita?", le gritaba su papá, buscándola por la labor. Ella se daba habilidades para acompañarlo a escondidas. A su papá no le gustaba que sus hijas fueran a la siembra de maíz, según recuerda la señora Ricarda Escanamé Zamora, quien acaba de cumplir 75 años. Con añoranza, doña Rica, como la llaman sus vecinas, nos platica las vivencias y los gustos de su pasado. De niña le tocó ver las grandes maravillas de las cosechas, la abundancia de la vegetación en el campo y, sobre todo, experimentar una infancia fascinante, llena de libertad y sin maltrato físico; ella era la consentida de su padre. "A mí me gustaba buscar víboras", las buscaba para luego avisarle a su papá y que él las matara. A su padre no le gustaba llevarla porque creía que las niñas no podían enfrentar estos peligros, lo que no sabía es que su hija sortearía no sólo éstos, sino el reto de sobrevivir casi sola. La señora Ricarda creció huérfana de madre; la señora Cuca Zamora Lomas, su madre, murió casi al mismo tiempo que su hijo Jesús, hermano de Ricarda, quien tenía un mes de nacido. El luto invadió a la familia; lamentablemente, su hermana Julia, de ocho años, y Emilia, de 18, murieron tiempo después. A los 12 años ella se encontraba sin madre y sin hermanos, sola, al lado de su padre. Sin embargo, el señor Anastasio Escanamé, papá de doña Rica, siguió a su familia, pues tiempo después la muerte lo alcanzó. Cuando su familia se convirtió en un recuerdo, ella apenas tenía 14 años. Buscando un respaldo en su vida, alguien en quién apoyarse, conoció a quien ahora nombra como "el hombre", con quien tuvo 12 hijos, cinco de los cuales murieron. Ese hombre es Eduardo Samaniego Laredo, quien hoy cuenta con 86 años de vida.

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A los 14 años se casó con el joven Eduardo Samaniego, de 25, y las cosas cambiaron. Con los años la seca trajo a su esposo e hijas grandes al municipio de Guadalupe. Ellos empezaron rentando en la colonia Villa Olímpica y a ella no le quedó más remedio que sumarse a esta decisión de salir de la Hacienda Guadalupe, Coahuila, donde se criara. A su edad, la señora Ricarda es una persona lúcida, alegre y agradable; sin embargo, al abordar el tema de su relación de pareja, su rostro se torna sombrío y la invade una gran tristeza. Ella poco desea hablar del tema, sólo nos da a entender que ella sufrió mucho con él y hace 20 años que se separaron porque era "un desobligado", según afirma. Nos comenta que su esposo tomaba mucho y la violentaba, hasta que una vecina la animó a denunciarlo y a separarse. De ser una mujer sumisa que trabajaba dentro y fuera de su casa (lavaba ajeno, hacía tortillas, se metía al monte por leña), lo enfrentó y no dudó en sostener su decisión de alejarse de él. "Se llenó de gente cuando pusieron el agua", esa es la expresión de la señora Ricarda, quien fue una de las fundadoras de la colonia Unidad Piloto. Ella recuerda que cuando rentaba en la Villa Olímpica vendía leña junto a su esposo y subían al cerro para conseguirla. Así es como ellos vieron que andaban limpiando terrenos y decidieron comprar uno en el año 1975, en la calle Francisco Sarabia. Cuenta que la líder llamada Guadalupe Chávez se los ofreció, aún sin saber que en doña Rica encontraría un gran apoyo. Cuando se separó de su esposo, la lideresa le dijo: "La casa es suya; si se pone pesado el señor, nomás me dice, ni la ha pagado él, la casa es de la mamá y los hijos". Ella recuerda que vivían en un jacalito de láminas negras y palos que se trajo del cerro. Dice que en aquel tiempo sólo había unas seis casas, pero estaban salteadas, muy salteadas. Reconoce que su ex esposo ayudó a numerar los lotes de la Unidad Piloto y que se encargaba de "echar el agua". También menciona que mandaron hacer un pozo para abastecerse de agua, y que luego de muchos años pusieron la red colectiva de agua y "se llenó de gente". Luego de lidiar en repetidas ocasiones con la muerte, doña Ricarda asegura no tenerle miedo, ya que desde su ideología religiosa eso es algo natural. Sin embargo, a las personas adultas mayores, como ella, les preocupa más el sentirse solas: "No tengo miedo a morirme, pero como quiera uno se siente sola". Sus hijos vienen cada domingo, y en ocasiones su casa no se da abasto para albergar a los hijos, nietos y bisnietos. Además, ella es una persona activa que participa de las actividades de la comunidad, como juntas, loterías y talleres. Y, por si fuera poco, todavía sube al cerro en busca de leña o tierra para las matas, junta botes de aluminio y le ayuda a vecinas a lavar trastes. Doña Rica considera que los padres y madres podrían empezar por educar a sus hijos e hijas para tener una mejor vida en la Unidad Piloto: "Hacer un esfuerzo con nuestra familia; con los vecinos que se portan mal, pues hablar". Porque ella cree firmemente que las mejoras en la colonia "sirven para nuestros hijos" y que la única manera de cuidar este patrimonio de la colonia es haciéndolo todos juntos, como vecinos y vecinas.

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De minero a talabartero UNIDAD PILOTO "De mentiritas, tengo 80, y de veras tengo 78", dice entre risas el señor Gilberto Martínez Arámbula. Recuerda que siendo un adolescente en su natal Parral, Chihuahua, tuvo que aumentarse la edad para empezar a trabajar en la minería. Así es como empezó el juego de sus años. Los años también jugaron con su vida, su madre María Luisa Arámbula y su padre Hilario Martínez tuvieron 11 hijos, siete mujeres y cuatro hombres. Sus hijos, al igual que el padre, se dedicaron a la minería; pero fue hasta 1961 que, trabajando en la mina, sufrió un accidente: se rebanó la yema de dos dedos, uno en cada mano. Después de trabajar en la mina se vino al municipio de Guadalupe a buscar cómo sobrevivir. Sin embargo, no llegó solo: lo acompañaban su esposa, Trinidad Colación Chávez, y sus siete hijos. Aquí, en Guadalupe, la cantidad de hijos aumentó a diez y también el número de descendientes: "Tengo 33 nietos y 13 bisnietos", dice con orgullo. El señor Gilberto goza de una mente lúcida y de una memoria tenaz, es capaz de citar fechas y datos que para muchos son difíciles de recordar. Cuando llegó a Guadalupe tuvo que buscar cómo dar sustento a su familia. Empezó a vender frutas y verduras en un mercado. Hacia el año de 1968 la competencia había crecido tanto, que decidió cambiar el giro de su comercio. Relata con asombro que conoció a un señor llamado Jesús Moreno, quien le dijo que era talabartero, y él no le creía: "N'ombre, ¿qué vas a ser? Y, oiga, sí era talabartero". Juntos, el señor Moreno y él se dedicaron al oficio de la talabartería, del que don Gilberto tenía conocimientos previos. Con esta actividad continuaría muchos años y, aún a la fecha, es de la que se ayuda. El señor Gilberto recuerda cómo llegó a vivir en la calle Pájaro Azul 5012-A, de la colonia Nueva Almaguer. Nos platicaba que le gustaba mucho venir para estos rumbos cuando vivía en Guadalupe, pero que nunca buscó un terreno para vivir. Fue en 1985 cuando a un hijo le ofrecieron un traspaso aquí y él gustoso aceptó. Por aquel entonces, se acuerda, subía al Cerro de la Silla. "No había casas o servicios. Subía por trenecitos de leña; a mí me gustaba andar allá arriba".

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Detalla que hace 15 años había coyotes en donde ahora hay casas habitación. Hoy en día, don Gilberto ya no gusta de ir "arriba", considera que el paisaje no es el mismo. Las diferencias que lo hacen sentir esto las ejemplifica con un gusto que hoy le sería imposible repetir, no le dan ganas: cuando niño, subía el cerro de su tierra natal, llevaba unos dulces y se sentaba a disfrutar de las golosinas y del panorama. Y el panorama, reitera, ya no es el mismo. Recuerda con nostalgia que estuvo casado por 48 años con su esposa, quien ya falleció. Ahora vive en la casa de Nueva Almaguer, acompañado de algunos de sus hijos, nietos y bisnietos que se reúnen cada sábado para convivir con él. Y así, como fue heredado el oficio de minero en su familia, ahora don Gilberto heredó a uno de sus hijos, Rubén, el oficio de talabartero; y es con él con quien hasta hace algunos años trabajaba de manera activa en un taller que tiene detrás de la casa. El señor Gilberto y su hijo Rubén nos ofrecieron un recorrido por el taller. Se han especializado en las monturas para caballo. Las monturas están cubiertas por telas, esperando a ser usadas. Han realizado su trabajo de talabartería de todos tamaños y precios, incluso elaboraron una montura de 10 mil pesos que lleva aplicaciones de alpaca. No pierden la esperanza de continuar forjando su oficio y extender su mercado a Estados Unidos.

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Destierro y raíces UNIDAD PILOTO "Yo no sé si mi madre vive", dice con un hilo de voz la señora María de los Ángeles Balderas Carranza. A sus 66 años, no ha podido responderse esta incógnita. Los vecinos la llaman Angelita, y nos cuenta que su madre y su padre, Amelia Carranza y Cándido Balderas, vivían en el municipio de Iturbide, Nuevo León. Tuvieron cuatro hijos: Manuel, Angelita, Porfirio y Natividad. Sin embargo, como dicen por ahí, "el matrimonio es un azar". En este azar, la madre de doña Angelita no tuvo suerte; su esposo Cándido la violentaba. Ante esa situación, Belén Lara y Porfirio Carranza, padres de Amelia Carranza, se llevaron a su hija y a sus cuatro nietos al Barrial, Hualahuises, su lugar natal. Amelia se puso a trabajar para mantener a sus cuatro hijos y, más tarde, tuvo otras dos hijas. Cuando Angelita cumplió 18 años recuerda que su madre le dijo: "Vamos a comprar una cabra para la niñita" y ya no volvió. Ella nos comparte que su madre se llevó a estas dos hijas más pequeñas y supone que se unió con el padre de estas menores. A ciencia cierta, nadie sabe.

"Esto era puro pedregal, eran como 10 casas, era puro monte. ¿Quién iba a pensar que iban a fincar en el peñascadero?".

Ante la ausencia de su padre y de su madre, los responsables de estos cuatro hermanos fueron sus abuelos maternos, Belén y Porfirio. Ellos los cuidaron, ya que al padre jamás lo volvieron a ver. A los 19 años, Angelita se casó, luego de tres años de noviazgo con Guadalupe Salazar. Creyó que con esta unión tendría un brazo derecho en cual apoyarse. "Lo que me respalda es mi señor", pensaba en ese entonces. Tuvieron siete hijos: José Guadalupe, Abel, José Refugio, Miguel Ángel, Rita, María Elena y Ramiro. Los niños fueron creciendo y las expectativas también. Su esposo se fue a trabajar a los Estados Unidos y eso marcó su relación marital. Al principio su esposo le mandaba dinero y estaba al pendiente de su familia; con el paso del tiempo, eso fue cambiando. "Yo lo quería mucho y le lloraba", recuerda con nostalgia.

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Al ver la situación, Angelita buscó la manera de sacar adelante a sus hijos. Así fue como llegó a Monterrey. Vino a asistir a un familiar (lavar, planchar, hacer de comer) y se enteró de un traspaso en la Unidad Piloto, y lo tomó. Han pasado 24 años desde que llegó a esta colonia y ahora vive en la calle Francisco Sarabia 4530. La líder Guadalupe Chávez era quien repartía los terrenos. Recuerda: "Esto era puro pedregal, eran como 10 casas, era puro monte". Incluso ella está sorprendida de la cantidad de gente que ahora habita en las faldas del Cerro de la Silla: "¿Quién iba a pensar que iban a fincar en el peñascadero?". Angelita reconoce que sacar a sus hijos adelante no fue una tarea fácil. Lloraba de desesperación, y se sentía muy sola: en Monterrey no tenía más que un familiar. Aunado a esto, cuando llegó a la Unidad Piloto no había luz ni agua; su vivienda era muy pequeña. Sin embargo, hoy puede decir con orgullo: "Tanto que he sufrido y aquí ando". Sus pasos son lentos, la edad y un pie lastimado marcan su andar. Se para de su silla y sigue platicando mientras acomoda y acaricia sus plantas. Tiene más de 30 plantas en su jardín...quizás la intención sea echar raíces. Angelita vive con su esposo Guadalupe y su hijo el soltero, quien es el que da sustento al hogar. Las condiciones físicas de la colonia y su casa han mejorado, pero Angelita sigue en busca de esas raíces.

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La buena educación FERNANDO AMILPA Originaria de Monterrey, la señora Francisca Hernández vivió por la avenida Constitución, cerca del Parque España, y desde allá llegó hace diez años a la colonia Fernando Amilpa. De su infancia recuerda con gusto los juegos que tenían entre hermanos aunque les quedaba poco tiempo después de trabajar. La relación con sus hermanos era muy buena: "Nos llevábamos muy bien con mis hermanos; cuando teníamos tiempo, jugábamos a la cuerda". Pero no todo en la infancia de la señora Francisca tiene un tono alegre: el trabajo fue desde muy temprano una constante: "Siempre trabajé, desde los 8 años trabajé; no tuvimos infancia y la escuela sólo fue un año de primaria. Mis papás trabajaban...puro trabajar y trabajar. Sí sé leer y escribir; a mí me hubiera gustado estudiar enfermería; aquí (en el Centro Comunitario) debería de haber primeros auxilios. Yo me inyecto sola, pero con los vecinos no me comprometo... "Siempre trabajando: los trastes, la cocina, cuidar burras, chivas. Mi papá nos daba las indicaciones: a mí me tocaba la cocina, es lo que más me gustaba, desgranábamos el maíz de las mazorcas, lo lavábamos, cocíamos todo en lumbre, en leña, en chimenea. El día que tuve novio me dio mi papá una cintareada; mi papá era muy estricto, yo trabajaba en casa, y de ahí a la casa hasta los 22 o 24 años. Hasta que conocí al papá de mis hijos". La música le recuerda una de sus mejores etapas; llenaron su juventud cantantes como Vianey Valdez, Los Toppers, Enrique Guzmán y Angélica María, lo que sonaba en aquellos tiempos; ahora, en su adultez, prefiere oír a Vicente Fernández. La cocina es "su lugar"; aún sigue la tradición de su infancia: juntar leña. Su nuera, que vive en la misma casa, continúa con este ritual de familia: "Todavía cocino en leña, los frijoles los coso afuera. Antes, vivíamos en Constitución, por el Parque España. Eso antes era un barranco y ahí estaba nuestra casa: juntábamos leña de los basureros o de los mezquites, los cortábamos con un machete. Todavía aquí, en la colonia, no me da vergüenza; corto leña y pongo los frijoles, o cajas de tomate; mi nuera ya se hizo igual que yo, no le da pena".

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Se siente orgullosa de ser madre soltera, más de haber sacado adelante a sus dos hijos, de 28 y 22 años, respectivamente: "Mis hijos han salido muy buenos, no toman, no fuman ni nada; me dicen que son los más guapos de la cuadra. Yo nunca les pegué, mejor les hablaba. Mi papá nos pegaba con una vara de nogal; una vez, que me dejó la mano hinchada, perdí el año en la escuela". El trato que les dio su papá, le sirvió a ella como una enseñanza para no hacer lo mismo con sus hijos; todo lo contrario. De sus hijos, lo más importante en su vida, le preocupa que estén bien y que tengan un buen trabajo. Entre sus ambiciones nos comenta que le gustaría aprender y conocer más de cocina y, ahora, de nutrición. A manera de consejo, la señora Francisca recomienda: "No maltraten a los niños. A mis niños no los maltraté, me decían que se iban a hacer maricones". Y, en eso, nos vuelve a comentar lo orgullosa que está de sus hijos.

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Nunca es tarde para cumplir tus sueños FERNANDO AMILPA He vivido en Monterrey desde los seis años. Viví en la colonia Terminal, por donde está la estación del ferrocarril que, por cierto, no estaba como está ahora: antes no estaba pavimentada, ahora sí. En aquellos años le ayudábamos a mamá a vender tortillas en el Mercado del Norte; ella no nos dio escuela. Todo el tiempo estábamos con ella mis cuatro hermanos y yo; desde ese entonces, quedó viuda. Aunque, eso sí, éramos muy unidos entre hermanos. Cuando había oportunidad, jugábamos con los juegos de aquellos años que eran muy bonitos, como la víbora de la mar, las escondidas, y otros más; no teníamos muñecas. En la colonia de nosotros había mucha pobreza, teníamos que trabajar mucho, les ayudábamos a nuestros papás. Es más: antes no había tantos juegos como ahora, tantos videos, que con ellos se la pueden pasar todo el día jugando.

“¿Saben? Me hubiera gustado mucho saber leer. Leo el periódico o alguna revista; pero, que yo me exprese en voz alta, ¡pues no! Y saber escribir también quiero, ¡eso me hubiera gustado!”

En mi juventud era lo mismo, teníamos que trabajar; no nos daban permiso para andar tan noche como ahora, ¡ni había tantos bailes como ahora! A las 11 ya teníamos que estar en casa, y los permisos que nos daban era para fiestecitas de amigas. No recuerdo otro tipo de baile que hayamos ido. La rutina de aquellos días era ir a trabajar y regresar a la casa; no era como ahora, que hay cines y muchos bailes. En ese entonces había muchos grupos musicales, recuerdo el grupo Los Rancheritos del Topo Chico.

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Luego me casé a los 21 años y tuve a mis hijos, tres hombres y cuatro mujeres; ya tengo 15 años de viuda, ya todos mis muchachos se casaron y actualmente vivo con una hija y su niña. Tres de mis hijos viven cerca de aquí y los otros más lejos, pero aquí mismo, en Monterrey. Ellos vienen a visitarme cada semana; mis hijos son muy tranquilos, pero uno de ellos es tremendo desde siempre y todavía. Les comparto que para mí en este momento lo más importante es mi hija, la que está aquí, y quisiera verla sin tantos problemas. Uno siempre busca las preocupaciones, dice la doctora, a pesar de que estén casados. En esta colonia tengo 30 años viviendo. Antes vivía en la orilla del río; también fue puro sufrir: acarreábamos el agua, por las noches, de una llave que nos pusieron. Para lavar nos íbamos al río, había unos ojitos de agua, y antes estaba limpio; el agua estaba clarita, ahora hasta huele mal. Ha habido muchos buenos cambios en la colonia: antes no teníamos luz. En aquellos años la teníamos colgada, batallamos para que la pusieran colectiva, pero llegó a está colonia y nos la pusieron. Con el agua batallamos más y aún nos falta mucho por mejorar: la pavimentación, por ejemplo; aunque hay muchas calles pavimentadas, todavía faltan otras. Antes nos juntábamos los vecinos, ahora ya no; los que nos conocíamos de años, se han ido regando, y ahora es más difícil juntarnos. Todos trabajan, nunca están en sus casas. Yo era puro quehacer; apenas ahora, que estoy yendo al Centro Comunitario, desde que empezó, hace un año. El Centro está bien bonito. ¿Saben? Me hubiera gustado mucho saber leer. Leo el periódico o alguna revista; pero, que yo me exprese en voz alta, ¡pues no! Y saber escribir también quiero, ¡eso me hubiera gustado! Yo me enseñé sola. Pobre de mi madre, yo le echo a ella la culpa; como ahora las mamás mandan a sus hijos a la escuela... Por eso, creo que a los jóvenes debe ofrecérseles el estudio, pedirles que sean buenos hijos y buenos hermanos, para que sean una familia unida y tengan mucha comunicación con papá y mamá.

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Melancolía LA REFORMA

Doña Mary, como le llaman sus vecinos, es una mujer que refleja en su rostro el sufrimiento por lo dura que ha sido su vida. Una mujer como muchas, madre de siete hijos, por cuyo bienestar siempre ha luchado, a pesar de la diabetes que padece y su corazón enfermo. Es valiente, tiene ímpetu y voluntad. Su historia merece ser escuchada: "Éramos siete hermanos, yo era la más chica; me acuerdo que mi papá en aquel tiempo trabajaba de ferrocarrilero y ganaba realmente muy poco, apenas y alcanzaba para comer. Nunca tuve oportunidad de convivir mucho con mi mamá, porque ella murió cuando yo tenía cinco años, a causa de una enfermedad. Tal vez eso fue la causa de la desintegración total de mi familia. Tiempo después, mis hermanos deciden irse a los Estados Unidos. Estando allá, ellos le mandaron hablar a mi papá y tomó la dura decisión de irse a trabajar para allá, por la gran necesidad, y me dejó al cuidado de una tía... "Tal vez esos fueron los años más difíciles; sin mi mamá, sin mis hermanos y sin mi papá, yo me sentía desamparada. Me acuerdo que lloraba mucho todos los días y también recuerdo que todas las tardes siempre estaba en la ventana de la casa asomándome, esperando que regresara mi papá. Por lo mismo, yo me enfermaba mucho. Después de cinco o seis años, tuve comunicación con mis hermanos y con mi papá, y fui a visitarlos allá; pero sería la primera y última vez que volvería a saber de ellos. Cuando regresé de allá, conocí al que sería el papá de mis críos. Me casé a los 17 años y ya nunca más volví a saber de ellos. Quisiera saber cómo están, si aún viven o ya murieron todos". Al platicar sobre su vida matrimonial, entristeció; sus ojos se humedecieron en lágrimas: "En mi matrimonio tuve 10 hijos en total: cinco mujeres y cinco hombres; duré 23 o 25 años de casada. Luego me separé de él por problemas que se presentaban en la casa, discusiones...usted ha de saber cómo es un matrimonio.

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Al principio todo es felicidad, pero con el tiempo empiezan los problemas. El caso es que me separé. Fueron los momentos más difíciles de mi vida, porque yo me hice cargo de mis 10 hijos al darles estudios, vestirlos y de comer; nunca quise aceptar ayuda de él... "Darles de comer fue muy difícil, porque en aquel tiempo no tenía trabajo donde me pagaran lo suficiente para mantener a 10 hijos. Todavía tengo presente esos momentos: no tenía qué darles de comer, muchas veces yo me quedaba sin comer para que mis hijos comieran algo, aunque fuera frijoles todos los días. A veces se iban sin comer a la escuela; cuando tenía que comprarles ropa escolar les tenía que comprar de uno en uno, cuando agarraba dinerito... "Mi primer trabajo fue de sirvienta en una casa: aseando, lavando, planchando; era muy poco lo que me pagaban. Más tarde conseguí trabajo en Fomerrey, donde trabajé durante 30 años. Ahí me jubilaron y me dieron este terrenito (en La Reforma), lo cual me fue de mucha ayuda, pues aquí llevo viviendo desde hace cinco años". Doña Mary no puede contener más sus emociones. A la par del llanto, confiesa: "Me duele no haberles podido dar estudios a mis hijos, pero le doy gracias a Dios que me dio oportunidad de verlos crecer y de criarlos a todos". Enseguida, se despide: "ya no quiero seguir recordando, ¡dispénseme!"

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Golpes LA REFORMA A veces, María del Carmen Juárez se queda sin comer para poder comprar los medicamentos que su diabetes requiere. Tiene 26 años luchando contra esta enfermedad, y contra la pobreza. Su lucha es múltiple: tampoco cuenta con el apoyo de ningún familiar; el único hijo soltero que cuidaba de ella hasta hace dos años ya se ha casado y, a veces, la visita. Hace tres años que el resto de sus hijos se ha olvidado de ella. A la fecha, vive con su esposo de 62 años de edad y con una pequeña niña de ocho años que quedó bajo su cuidado. La verdadera madre de la niña cayó en una depresión; los doctores diagnosticaron que no podía hacerse cargo de ella. A pesar de todo, la niña es el motivo de existir para doña Mary: no tiene a nadie más. Esta mujer describe así parte de la historia de su vida: "Nací en Galeana, tengo 63 años; hace cuatro que me cambié pa'cá, por causa de mi enfermedad; antes, cuando yo me enfermaba, me tenía que venir desde Galeana hasta aquí. Como mis hijos, cuando estaban solteros, vivían aquí, ellos me llevaban con el doctor y también pagaban mis medicamentos. Me enfermo mucho porque tengo defensas bajas, según dice el doctor... "Tengo muy malos recuerdos de cuando yo era una niña; mi papá nos abandonó cuando todavía éramos muy chiquitos. Yo tenía más o menos cinco o seis años. Además, éramos una familia muy grande, pues en total fuimos 16 hermanos los que vivimos. Tres de mis hermanos eran mayores que yo; los tres murieron en una mina. Así que en un principio fuimos 19 hermanos. Después que mi papá nos abandonó, la vida fue un poco dura. Al principio batallamos por comida, pero a mi mamá le ayudaban sus hermanos con despensas y también con sus hijos... "Cuatro años más tarde, mi mamá se volvió a casar con un ganadero, un hombre muy bueno, pues nos quería como si fuéramos sus hijos; pero la mamá de él era muy mala. Ella hizo sufrir mucho a mi mamá y, a mí...Ah, sí, realmente era muy mala esa señora. Ella golpeaba a mi mamá cuando no hacía lo que ella quería, como ella lo quería, no le importaba cómo. De mí, ni se diga, pareciera que me quería matar a golpes, pues siempre me golpeaba con lo que agarrara. Yo nunca entendía por qué...y a mis hermanitos también los golpeaba...

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"Por culpa de ella nunca aprendí a leer ni a escribir, pues iba y me sacaba de la escuela. Ella decía que una mujer no tenía por qué ir a la escuela, decía: 'Una mujer nació pa' trabajar y criar a los hijos'. Que la escuela no servía para nada. Por lo mismo, mi mamá mandó a mis hermanos con mis abuelos. Bueno, unos con mis abuelos por parte de mi mamá y otros con los hermanos de mi mamá; los otros cinco nos quedamos con mi mamá... "Cuatro años más tarde mi mamá tomó una decisión: 'Creo que ya no aguanto más de ver cómo esa señora nos golpea', me dijo muy triste: 'Quiero que te vayas a Saltillo con tu tío, tú no tienes por qué sufrir así, aquí conmigo'. Me dolió mucho. Tuve que dejar a mis hermanos desamparados, porque yo era la que los cuidaba. Mi hermana mayor ya no quiso seguir con mi mamá y se fue a la ciudad de México, no sé con quién...yo me fui a Saltillo. Allí trabajé en casa de una señora ayudándole con los quehaceres de su casa, ya que mi tío también era muy enojón y muy trabajador en el campo. Me dijo que no me quería de huevona en su casa... "En Saltillo conocí a mi esposo, él es de Zacatecas. Mi mamá, cuado se enteró de mi pretendiente, me rogó que no me casara con él, pues ella decía: 'No quiero que te cases con él, no porque sea pobre, sino que tuvo una vida muy difícil: en su familia fue muy maltratado, su padrastro lo golpeaba mucho y también a su mamá. Él te va a hacer lo mismo'. Pero claro que no le hice caso a mi mamá, porque yo estaba enamorada y porque pensé que todo iba a cambiar, y me fui con él. Sí, en verdad sí era muy pobre. El primer día que me fui con él nos dormimos en la zalea de los borregos, pero eso a mí no me importó. Bueno, yo tenía 20 años cuando me casé y, como ya le dije, tuve 16 hijos en total, de los cuales cuatro de ellos se me murieron... "Poco después de estar con él, se cumplió lo que me dijo mi mamá: me empezó a golpear, se emborrachaba mucho y creo que era mujeriego, porque andaba de chiflado con una prima mía. A veces no llegaba a dormir, se iba y no regresaba sino hasta un día o dos después. Cuando me embaracé del primer hijo, a los siete meses de embarazo, él me mandó pa'cá, a Nuevo León, con mi mamá, para aliviarme; no quiso que me aliviara allá. Nunca se preocupó ni siquiera de hablarme, de preguntar cómo estaba yo o si el niño nació bien; al contrario, me puso una demanda de abandono ocho meses después de haberme aliviado. Nunca supe por qué ni quise saber. Me mandó decir que si quería regresar con él o no, que a él no le importaba pagar el divorcio. Pero mi mamá no tenía con qué pagar ni quién cuidara de mí y de mi hijo... por eso mi mamá me aconsejó que regresara con él. Ella, mi mamá, no sabía que él me golpeaba, porque yo nunca se lo quise decir para no hacerla sufrir. Así que volví con él... "En ese tiempo me propuse sacar adelante a la familia. Yo era muy trabajadora, pues le ayudaba en el campo a sembrar frijoles, maíz y trigo; mi esposo con la yunta y yo poniendo los granos en los surcos. También teníamos ganadito de borregos, chivas y gallinas. En las mañanas me levantaba a las cuatro de la mañana pa' ir al molino, luego hacer de comer y luego a trabajar; por las noches tejía y bordaba ajeno, y así salimos adelante. Aún no entiendo por qué mi esposo nunca cambió su comportamiento conmigo, nunca me valorizó, nunca me quiso un poco y, todavía, hasta ahora, me sigue maltratando...

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"Hace tres años llegó borracho, yo ya estaba acostada, cuando empezó a decirme cosas; yo, por no oírlo, me quise salir de allí, pero me agarró y me tumbó. Quise levantarme de nuevo, pero fue cuando me puso un botellazo en la cabeza. Y ya no supe cómo, pero me fui arrastrando afuera a pedir auxilio con los vecinos, ya no supe nada. Desperté cuando estaba en el hospital... "Cuando mis hermanos se enteraron de lo que pasó, me dijeron que lo echara en la cárcel, porque el doctor les dijo que recibí cuatro golpes en la cabeza y que corría el peligro de ataques, porque un pedacito del hueso del cráneo se me fue adentro de la cabeza; gracias a Dios me lo pudieron sacar. Duré 15 días en el hospital. Después, sí lo metí en la cárcel, pero mis hijos sufrían mucho por su papá, porque se enteraron que, por haberme hecho eso, lo iban a dejar 10 años. No aguanté ver a mis hijos sufrir y les dije a mis hermanos que lo iba a sacar. Mis hermanos me dijeron: 'Si haces eso, ya no cuentes con nosotros, porque ese hombre nos da asco nomás de verlo'. Pero, por mis hijos, fui a sacarlo. La licenciada me dijo que, si lo sacaba, que ya no me fuera a quejar, porque ya no iban a hacerme caso; hasta ahora, ya no volví a ver a mis hermanos... "Mis hijos me dijeron que yo me tenía que estar con él, porque ellos ya no se iban a hacer cargo de mí. No tengo con quién ir, por eso he pensado irme a un asilo; pero, mi niña, ¿con quién la dejo?".

La historia de doña María del Carmen es quizá una de las más crudas que este libro presenta; abunda en detalles dolorosos. Tras entrevistarla, se le hizo saber que estaba en todo el derecho de negar la publicación de la historia, como respeto a su sufrimiento y a su privacidad. Por el contrario, doña María insistió en que ésta debía publicarse tal como ahora la leen. Ella dice que, por un lado, quiere ser un consuelo para las mujeres que se encuentren en la misma situación; y, por otro, el más importante: una precaución ejemplar, una advertencia para que, a partir de su caso, ninguna mujer se vea envuelta en la misma experiencia. Confía en que cualquier mujer que reflexione lo suficiente en su historia, no permitirá que hagan con ella lo mismo.

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Amor...¿perdido? LA REFORMA

Don Leocadio es un hombre solitario. No acostumbra a hacer amigos, pero siempre está dispuesto a ayudar en su comunidad. Con 76 años de edad, mantiene todavía el recuerdo del primer amor de su juventud, un amor que nunca pudo ser. Tiene 10 hijos, siete de ellos en los Estados Unidos y tres que viven aquí, en los municipios que colindan con Juárez; sus hijos son el sustento económico de sus días. Viudo desde hace 21 años, perdió a su compañera a causa de una enfermedad contraída en el momento de parir. En su rancho, las mujeres daban a luz por sí mismas. Leocadio era muy pobre y no tenía para un doctor ni con qué satisfacer las necesidades del embarazo de su mujer. Nunca volvió a casarse. Con sus propias palabras, nos comparte algunas anécdotas de su vida: "Yo nací en un ranchito llamado Amaro, del municipio de Doctor Arroyo; siempre fui muy pobre, toda mi familia. De chico, siempre trabajé en el campo, en la siembra, sembrábamos maicito, frijoles, trigo y calabaza; también cuidando los animalitos de mi papá. Teníamos muchos cabritos, llegamos a tener 60 o 70 cabritos, pero de nada servía: en aquel tiempo nadie compraba nada, todos estaban en la misma situación, bien pobres todos... "En un tiempo, se dio muy bien la cosecha de trigo. ¡N'ombre! Lo veías de lejos. Cuando lo movía el aire, parecía agua. Cinco hectáreas, nomás...Pero poco me duró el gusto porque se vino un aguacero, duró ocho días la lluvia; no, pos se nos echó a perder toda la cosecha. Nomás cinco hectáreas, ¿cómo ve? Eso fue algo triste... "Luego, en aquel tiempo de juventud, cuando yo ya tenía unos 17 o 19 años, fue cuando anduve de enamorado de una muchacha llamada Carmelita. Ella era maestra de una escuela de ahí; yo la conocí cuando mi tía me mandaba a recoger a mi sobrino en esa escuela.

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¡Viera qué mujer tan chula! Su pelo largo, negro y chino; blanca, de muy buen ver y, además, muy buena gente. A mí me gustaba mucho...Creo que yo también le gustaba. Me decía que me quedara a ayudarle en el salón a limpiar, ¡hasta a veces me decía que si me iba a comer a su casa! "Ella me metía al salón y sacaba a todos los niños; les decía que yo estaba castigado y me encerraba adentro del salón con ella ahí dentro...Pos ahí se me lanzó encima y me besó. Poco después nos hicimos novios. ¡N'ombre, estábamos bien enamorados! Tanto, que hasta la soñaba. A veces ni dormía por pensar en ella, esperando que amaneciera pronto para ir a verla, ya ni me iba a trabajar en la siembra ni a cuidar los cabritos. Mi papá me regañaba, él me decía que qué me pasaba o si andaba en malos pasos; pero eso a mí ya no me importaba, pos yo estaba enamorado. Ella me decía que me fuera a vivir con ella. Yo tenía miedo. Pensaba que a lo mejor ni se iba a casar conmigo, porque como ella era maestra, y yo que no sé ni leer ni escribir; además, porque andábamos de novios a escondidas, pos mi tía era muy corajuda y no dejaba que nadie anduviera de volado en la familia... "No duramos mucho. Cuando mi tía nos descubrió, pos fue a sacarme del salón y, de paso, todavía le dijo a Carmelita que la iba a meter en la cárcel porque ella era mayor que yo y, además, era maestra. Carmelita no dijo nada, nomás se quedó callada y temblorosa. Por ello dejamos de vernos. Creo que un mes o dos meses. Cuando quise ir a buscarla, ya no estaba ahí trabajando; me dijeron que se casó con otro. ¡N'ombre! Me sentí muy triste. Ya no tuve ganas de vivir. Dejé de comer, me emborrachaba; parecía yo un palo de escoba de lo flaco que estaba. Luego, por desquitarme, le dije a mi papá que pidiera la mano de una muchacha que vivía cerca de la casa; yo, pensando que la familia de esa muchacha no me iba dar la mano de su hija, por eso dije a lo menso... pero, al último, sí aceptaron. La verdad es que me casé sin estar enamorado de mi mujer, y creo que nunca me enamoré de ella, porque, la verdad, siempre quise a Carmelita, y aún tengo ese recuerdo conmigo... "El caso es que me casé con Delfina, mi mujer; ella no era muy bonita, pero muy trabajadora la condenada; trabajábamos juntos en la siembra y ella trabajaba también en tallar la lechuguilla. Por eso le fui agarrando cariño; aparte que ella era muy cariñosa y tranquila, porque a veces yo la regañaba y no me contestaba nada. Me casé a los 20 años de edad; con mi mujer tuve 10 hijos, cinco hombres y cinco mujeres; duramos más de 30 años de casados.

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Cuando mi mujer se embarazó de mi primer hijo en el rancho, no había doctor ni teníamos pa' pagar uno; también éramos muy pobres y no teníamos qué comer, y pos a mi mujer le daban los antojos y yo no tenía con qué comprarlos. Ella una vez, por el hambre que tenía, se hizo un atole caliente para calmar el hambre, se lo tomó y le hizo daño; le dio mucho dolor en el estómago y, según dijeron los doctores, por eso le dio la enfermedad del apéndice que se le reventó. Y aparte porque tuvo muchos hijos, ella murió a causa de eso: murió cuando yo ya tenía 51 años de edad... "De ahí, ya nunca me volví a casar".

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La vida sencilla LA ERMITA

María Elena es originaria de Nieves, en el estado de Zacatecas; llegó a la ciudad hace aproximadamente 10 años junto con su esposo don Salvador. Ambos viven en compañía de su hijo en la calle San Jorge, de la colonia La Ermita. "¿Cuántos años tengo, oye?", pregunta a su esposo y empiezan a hacer cuentas. "Nací en 1926, tengo muchos". A sus 80 años es una mujer activa, que gusta de viajar y estar acompañada de sus hijos e hijas. Su infancia la disfrutó en un pueblo cercano a su lugar de origen: "Éramos bien machetonas, mi mamá nos regañaba porque nos íbamos a las vacas sin su permiso; de repente, ya andábamos ahí montadas en los becerros". Se dice que por aquellos lados hay mucho dinero escondido. "En la época de la Revolución, dicen que la gente enterraba el dinero porque no había bancos. En las minas abandonadas de por allá, la gente encontró muchas cosas; una vez nos tocó que nos siguiera una yegua, y mi tía nos dijo: Sonsas, ahí había dinero'". Se casó en 1944 en su pueblo natal, donde conoció a su esposo. Fue pedida después de una semana de que se conocieron, y a los dos meses y medio ya se andaban casando. "Cuando nos conocimos yo ya estaba comprometida, pero a mí ese muchacho no me gustaba, y le dije que no". Como todos los matrimonios, el suyo ha tenido altibajos; recuerda que su papá le dijo que era importante la decisión que estaba a punto de tomar y, que si ella decidía casarse, debía estar con su marido en las buenas y en las malas. "Y así lo he hecho, hay que aguantarse".

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Sus hermanos y su madre se molestaron mucho cuando ella se casó, "pero nunca me dijeron que no me casara. Mi mamá no me hablaba. Después, a los ocho días de que me casé, me mandó hablar mi mamá con un sobrinillo, que fuera con mi esposo...Llegamos a la casa y ahí tenía la boda, tenía mucha comida y ahí nos hizo la fiesta después de ocho días". Tuvo 12 hijos. "Fueron 12, pero se me fueron dos; yo como quiera los cuento: no me gusta decir que sólo 10, no me hago a la idea". Murieron con sólo un año de diferencia entre ellos; primero, su hija, "ella murió de cáncer, pero nunca nos dijo; sabíamos que estaba enfermita, pero no que era eso...Ella no me dijo, pero me dijo el doctor que tenía azúcar y cáncer". Al morir su hija, ella no estuvo presente. "Me vine a Monterrey porque me tocaba cita con el doctor; antes de venir, le dije: 'Me esperas', ella dijo 'Sí'. Llegando aquí me hablaron, que ya estaba muerta, tenía un tumor muy grande que le agarró el páncreas y otras cosas". Al año siguiente, en noviembre, murió también su hijo. En contraste, recuerda con alegría su visita hace cinco años a Disneylandia; visitaron la playa, quedaron maravillados con el parque. Sus nietas de California planearon todo un recorrido: "Fuimos a la playa unos días, unas playas bonitas y, de ahí, a Disneylandia; nos subimos a todos los juegos". Orgullosa, ve las fotos y recuerda los momentos felices vividos allá. Le gustan mucho las plantas, son su afición, del mismo modo que fueron la pasión de su mamá, ahora difunta. Ella disfruta de tener el patio lleno de flores y hojas; tejer también es otra de sus aficiones, que aprendió desde niña. "Ahorita me da pendiente mi hijo que vive en Ciudad Juárez, se desbalaga mucho y hasta un tiempo estuvo dejado; a nosotros no nos dicen nada, pero ya la señora hasta se fue". A pesar de todo, ella es feliz disfrutando de la vida, con sus plantas, sus quehaceres y sus actividades del diario.

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Cascada Marruecos LOMAS DE LA FAMA Prisciliano Silva Zamora tiene 63 años de edad y actualmente vive en un cuarto de madera que hizo hace un año en Cascada Marruecos, predio al interior de la colonia Arboledas de las Mitras. El sol de la tarde arrecia. El humo del incendio de un cuarto similar al de él, apenas se apacigua; la pequeña columna se disipa con el viento para enseguida ser remplazada por otra. Y es que pareciera que fue apenas ayer cuando las llamaradas se elevaban por entre los cables de luz, desde aquel cuarto de lámina y madera hacia el que Prisciliano y sus vecinos dirigían un coro de miradas atónitas ante lo que pudiera suceder. "Yo me dedico a recolectar cartón, fierro, botes de aluminio, todo lo que se pueda recolectar, reciclar. Mi pago por semana es muy poco, para mí son 400 o 500 pesos por semana, pero para mí solo, pues con eso la vivo”.

Hoy, alborotados por las ventiscas que acechan las colinas del Cerro de las Mitras, los rizos entrecanos de su cabeza luchan por escapar al nudo que los aprisiona en una cola de caballo. Dentro de la crisis, quien es mejor conocido como Cristal, aporta una dosis de optimismo: "Yo tengo una casa, que es de mi familia, que vive en Monte Or número 117, en la colonia de Cimas de Poniente. Pero, por motivos de...pos de ser yo gay, vaya, pues nos contrapunteamos y me cambié yo para acá, y tengo un año y fracción viviendo aquí. Por eso estoy aquí... "Soy de Saltillo, Coahuila, de un ranchito que se llama San Francisco del Ejido. Tiene como 300... bueno, unos 400 y feria de habitantes, entre niños, chicos y grandes. Ahí estuve sirviéndole a la comunidad como enfermero, porque soy enfermero también, como unos 15 o 16 años... "Aquí, en Monterrey, en la colonia Hidalgo, yo estuve viviendo pues varios años. Ahí estudié yo la primaria, y ahí me crié, en la colonia Hidalgo.

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Pus, de chicos, pus fuimos muchos...Yo vendía naranjas y boleaba, todo eso, e iba a la escuela. Éramos muy pobres allá en la casa, teníamos una casa de madera también. Por eso vivo aquí bien y sufriendo con la misma gente que es mi gente; digo, para mí es mi gente toda la gente que está aquí. Porque yo también sufrí bastante... "Luego de ahí, pues, empecé a crecer, vaya. Salí de sexto año y, estuve atendiendo un restaurantito que teníamos ahí, como una fondita, para vender comidas. Y luego, ahí empecé a juntar dinero y compré un bajo sexto y me enseñé a tocar la música. Ya cumpliendo como 16 o 17 años empecé a trabajar en las cantinas con el bajo sexto. Tocaba y cantaba, luego, ya por buena o por mala suerte, pos cumplí los 18 años y me fui para el rancho, y pues allá encontré una señora, una muchacha que, pues, nos hicimos de familia... "Ahí entré al Centro de Salubridad y Asistencia de Saltillo. Me dieron oportunidad de estudiar enfermería. Estuve ayudando en el ejido de San Francisco, por el tiempo que ya le dije, como enfermero. Ahí estuve también como secretario de Comisaría Ejidal y Juez Auxiliar de ese ejido. De ahí, nos vinimos para acá, porque mi mamá comenzó a estar enferma y todos nos cambiamos para acá, a la colonia Hidalgo... "Después, entré a trabajar por aquí para hacerme de un terreno, pero pues con puro sacrificio paré la casa, hice la casa, y...Como les dije: pues no, no pudimos hacer buena vida yo y la señora y, pues, automáticamente, me separé de ella. Digo, estamos casados, pero pues no, porque he sido gay siempre, desde mi infancia. Nomás que, pues ella supo cuando yo tenía con ella un año y feria de casado. Entonces, convino estar conmigo después. Pero ahora que ya creció m'ija, entonces que ya me miran en mi casa acá, cómo me visto, cómo ando, cómo me muevo, cómo soy, pues ya dijeron que 'mejor ahí están las puertas abiertas' y que 'no queremos aquí que andes dando mal aspecto'. Entonces, me voy... "Tengo tres muchachas y dos muchachos, que esos viven por allá en San Bernabé, y otro vive aquí en la colonia, que ahí está en la casa. Pero yo no, ya no pude estar viviendo con ellos, ya le digo, porque pus me sentía muy amarrado, me sentía muy estresado o a veces quería yo, pos irme de este mundo ya, de un jalonazo. Y, como tengo diabetes, yo quería echarme todas las pastillas de diabetes para que me parara mi corazón, y ya estar ahí. Pero empecé a hablar con mi doctor del Seguro y ya me dijo esto y esto otro, y que no debía hacer eso. Y ya, me empecé a deshacer de eso, y empecé a tener amistades y amigos, y todo eso. Platicaba con mis amigas y amigos como yo, y pues nos dimos mucho la mano, y me han dado la mano a mí. Y ya cuando me vine para acá, mi amiga que vive cercas de mí, se llama Josefina, me invitó a que agarrara un terreno ahí, atrás de su terreno, y así lo hice. Ahí tengo mi cuartito. Para mí es una fortuna tener un cuartito aparte... "Mis hermanos viven muy lejos, uno vive en la colonia Hidalgo, otro vive en San Bernabé. La otra vive en el rancho y uno ya falleció. Ellos sí me aceptan muy bien y me miran, me hablan y los visito yo. Me voy vestida para allá y hablo con ellos, me aceptan muy bien. Querían que me fuera con ellos, nomás que no me pude estar con ellos, porque, no sé... Como que yo solo, o sola, me siento mejor...

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"Yo me dedico a recolectar cartón, fierro, botes de aluminio, todo lo que se pueda recolectar, reciclar. Mi pago por semana es muy poco, para mí son 400 o 500 pesos por semana, pero para mí solo, pues con eso la vivo. Tengo una camionetita que compré con el mismo cartón, de hace como cinco años. La pagué, y en eso reciclo todo y luego lo vendo, en la camionetita. Y ando con un diablito en todas las calles, en las colonias de acá abajo, que son Fama 4 y Fama 5, parece, y la INDECO, que es aquí debajo de la colonia... "De que vivíamos juntos yo y la señora, tenemos ya muchos años, tenemos ya casi los veintitantos años. En la misma casa, pero yo en un cuarto de arriba, porque tengo un cuarto yo arriba. Y ahorita ya tengo tres meses que no lo abro porque pos no me subo. Haz de cuenta que no me nace. Voy porque tengo mi camioneta parada ahí, pero de que me suba al cuarto a ver cómo está o a darle una sacudida, nada, nada. No me llama la atención, no me nace... "Para la gente que vive como yo es un mensaje. Y para la gente que está viviendo en esta comunidad en la que estamos, pues serían ya dos mensajes. El mensaje para las personas que viven como yo, de ser gay, pues yo diría, mejor que nunca se casaran con una mujer porque sufren mucho. Yo sufrí cuarenta y tantos años con mi esposa, que pus que para mí es...Pues no es triste, digo, porque yo me salí de ahí, ya me siento más realizado. Vivo mucho más contento y más desestresado, sin compromisos de nada... "Tengo compromisos ante ella, digo, porque no estamos divorciados ni nada. Pero, pues sí siento que a la mejor está sufriendo ella, pero yo la miro como una amiga, cómo te quiero decir... Pues sí: como una persona, pero no como algo que me nazca querer, como una mujer a un hombre, no. De extrañarla, pues casi no la extraño... "El mensaje, el otro, para las gentes que viven aquí: Que ser uno así, humilde o ser de gente de bajos recursos o lo que sea, está uno más a gusto o más rico que el rico. Porque así valoriza uno todo lo que tiene, o lo que gana, lo valoriza uno mejor. Y, sobre todo, se da mucho más la mano la gente que vive aquí que la gente que está a otros niveles. Digo, porque la experiencia con las gentes ricas las tuve mucho tiempo, pero, con ellos, digo, saqué infinidad de comparaciones que, si hablara, pues no... "Para mí, en adelante, pues tener un pedazo de tierra, digo, de terreno, para hacer mi cuarto y vivir en paz. Juntar un dinero quizá en el banco para poder pasar mi vida o irme por ahí para otra parte, donde pueda trabajar en otra forma. Porque yo con mis hermanos o mis hermanas no les quiero dar problemas en esto, problemas de que vayan a ver por mí el día que yo esté enfermo. Ya sea que tenga yo mi dinero guardado, ya sea que me meta en una casa para ancianos, y ya..."

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Lección de María Anastasia LOMAS DE LA FAMA

La mayoría de los niños que no precisamente gustan de asistir a la escuela, sueñan siempre con la fuga, poder escaparse del salón de clases. Para la niña que por aquellos años era María Atanasia, ocurría todo lo contrario: añoraba estudiar. Durante una semana lo consiguió, logró ingeniárselas para asistir al aula y, a la par, escapar de la vigilancia y la prohibición de que estudiara. Escapaba también de los trabajos que, entonces, a los 8 años de edad, ya eran su obligación: lavar, cuidar a sus hermanos, atender adultos mayores, cortar leña, hacer la comida. Lo recuerda todavía hoy, a sus 60 años. Le parece una hazaña y, en efecto, lo es. Una vez que esa memoria la llena de alegría, al gesto de doña María sobreviene un silencio. Es que su madre era alcohólica, y por eso ella tenía que hacerse cargo del hogar; por eso no pudo estudiar; y, por eso, el escaparse aquella semana a la escuela, le significó tanto. A los 11 años la madre de la pequeña María se desentendió de todo; María y sus hermanos fueron a parar a la casa de un tío. Hubo ocasiones en que el tío los trató bastante mal y hubo ocasiones en que llegó a correrlos. En menos de cuatro años, a sus 15, María se vería obligada a dar un salto muy apresurado hacia el matrimonio. "Tuve mala suerte", expresa, y en su rostro parecen cargarse, de un golpe, todos los años. Su esposo solía maltratarla. Con él procreó ocho hijos de los cuales ya han muerto dos. Su esposo tuvo un problema en el pueblo de Zapata, San Luis Potosí, de donde ella es originaria y donde solían vivir; emigraron a Monterrey por un problema que su esposo tuvo allá. "Al llegar, fuimos a rentar a la colonia Independencia y vivimos ahí durante ocho años. Después, rentamos en una colonia de San Pedro por cinco años. Enseguida, llegamos a Fomerrey 22; la colonia era nueva y era puro monte y pura piedra...Fue muy difícil, las condiciones eran muy adversas".

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Pero la vida cambia. También para mejor. "Ahora mi vida es más bonita. Mi esposo ya no me pega, tampoco me regaña. Mis hijos no me dejan, están conmigo; tengo comida. Ahora comencé a estudiar la primaria, llevó sólo dos clases y me gusta mucho aprender". "Me desespero, me siento mal por no darme cuenta qué dicen los papeles y no saber que están mal; los papeles de mis hijos están todos mal, en algunos mi nombre no está completo y la edad y apellidos no son. Esto sucedió por no saber leer; nos los dan y nos dicen que los chequemos; pero, como no sabemos leer, así se quedaron, pensando que estaban bien. Por eso, mi expectativa más próxima es aprender a leer y a escribir", enseguida doña María Atanasia Martínez Zapata abraza a su nieta, con quien está sonriendo para la fotografía.

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¿Había historias de tesoros enterrados? LOMAS DE LA FAMA

Su papá de mi abuelito era revolucionario. Cuando la Revolución, los señores de antes llegaban y les tiraban la comida, les tiraban todo. Que causaba muchas hambres...Y pos ellos ya no comían, porque se andaban escondiendo, no sé dónde, para poder escarbar los pozos que tenían las ratillas esas enterradas, y se comían como las mazorcas que enterraban los cuervos, o no sé cómo decían.

“En el rancho mío, mío, mío, duré 16 años. Dicen que ahora hay plaza, pero ya no he regresado. Dicen que hay una iglesia, donde les dan de comer a los ancianos, cuidan niños. Pero yo no he ido, porque no había ni luz. Dicen que ahora sí hay luz”.

(Había historias de tesoros enterrados), pero eso era en las minas. Mi abuelito decía que los sacaban, que los carrancistas (los sacaban), no sé cómo...Yo oía que le platicaba a mamá. Y le decía a mi abuelito que por qué siempre andaban escarbando. Y en las minas, nosotros vivíamos en un cerro grande, como éste, pero sobre el cerro. Y en los cerros había (tesoros), pero hasta ahí me acuerdo. Yo, que me acuerde, eso me decía mi abuelito. Ya después él se casó con mi abuelita y empezaron a trabajar, a ser agricultores; empezaron a tener, y después ya tenían muchas chivas. Mi abuelito le daba a mi mamá tantito, y luego a mí, que tenía como 10 años, pues estábamos bien... no sé, pues no tenía mi papá pa' darnos. Entonces yo me vine a trabajar acá; salía a trabajar con la señora Montemayor y me pagaba 20 centavos. Y de esos 20 centavos los ayudaba, a mis papás, para darles. El (pueblo) de nosotros, decía mi abuelito que antes se llamaba el Papagayo, porque ahí decían que era El Espinazo del Diablo. Y ya después, ya de mucho tiempo, le pusieron El Tanque de López, municipio de Vanegas, San Luis Potosí.

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Es un rancho grande que está sobre el cerro; en ese rancho donde nosotros estábamos había pura agua de cuando llovía, pura agua de la agricultura, de cuando llovía. El agua la traíamos de los pozos o de esas alquibercas que tenían, nos traían y nos vendían agua. Cuando sembrábanos ya, pero ya muy al último, nos llevaban las semillas de zanahoria. Yo nomás llegué como a segundo o tercero (de primaria). Aparte había trabajo pa' los niños. No, yo me acuerdo (que los maestros) no eran como los de hoy. Yo me acuerdo que mi maestro se llamaba Pascual, pero casi no venía. Si teníamos un cuarto grande pero no, casi no duraban. No nos alcanzaba pa'l lonche, porque nos daban leche, lechita. Los libros sí nos los daban. Íbamos con huarachitos o con la camisita negra. En el rancho mío, mío, mío, duré 16 años. Dicen que ahora hay plaza, pero ya no he regresado. Dicen que hay una iglesia, donde les dan de comer a los ancianos, cuidan niños. Pero yo no he ido, porque no había ni luz. Dicen que ahora sí hay luz. Después de los 16 años me fui pa' otro rancho más abajo, como un kilómetro más abajo: Santa Teresa de Jesús, pero 'tá muy chiquito. Es como llano, como que ahí sí había pozos, pero de agua salada...Cada que escarban sale agua, pero sale salada. Para tomarla íbamos para otro rancho; como en el rancho de nosotros, que es el Tanque de López, ahí había unas presas grandotas, y ahí se juntaba el agua que llovía. Pero tocó la mala suerte que, cuando tenía poquito de estar aquí, mi mamá falleció. Y ya vinieron y me ayudaron, pero ya estábamos solos. Y anduvimos sufriendo con las tías, con mi abuelito. Por poquito ya nomás volvía al cerro, pa'llá. Pero ya al cabo me salí yo y dejé a mi papá con una tía, y después ya me hice yo de irme. Me casé y seguí con mi papá, y hasta la fecha estuve yo con mi papá, hasta hace tres años... Pero sí sufrimos un ratito. Y ya entonces me junté con mis hijos. Primero estuve rentando en San Pedro; y, luego, de San Pedro, pues ya, ya me vine cuando era un monte aquí ya. Aquí tenemos 20 años. Pos yo no regresé porque... es que quedamos huérfanos desde chiquitos, y yo acarreé a mi papá, y luego ya nos fuimos para otro rancho, y pos, ¿a qué iba? Si aquí tengo a todos mis hijos. Ya no tenía ni mamá; tenía aquí a mi papá y, pues ya no tengo que regresar ahí. Me imagino que yo no tengo nada que extrañar de ahí, yo lo que quería era a mi mamá; pero, de sufrimiento, pos no. Ya de casada sufrí un buen rato porque tenía que moler, tenía que hacer tortillas, tenía que lavar ajeno, hacer morelianas, hacer leche quemada para mantener a mis hijos. Y ya después estuve otro buen rato, y un concuño me dijo que viniera a vender quesos, y vine a vender quesos. Mucho tiempo anduve acá por la Unidad Modelo vendiendo. Ya después me quedé y me acarreé mis hijos, y ya después empezaron a trabajar. Y aquí hice mi vida, aquí vivieron todos mis hijos.

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Cuando llegué, llegué a rentar a San Pedro. En frente del panteón municipal, ahí fue, ahí renté como cuatro años, y de ahí me vine. Yo me vine porque andaba vendiendo quesos, y como vivía mi concuña, entonces ya me vine con ellos. Ya entonces me traje a un niño, y luego me traje a la otra, y trabajó ella, y pues decidí quedarme, y me quedé. Y hasta la fecha. Venimos aquí porque estaba solo, era un monte. No estaba como esto, había mucha piedra. Y luego yo compré arroyo, porque yo vivía adentro del arroyo. Porque mi casa...vivía mero adentro, a mero adentro del arroyo. Y para salir, para ir a ver pa' arriba necesitaba subirme al techo, porque tengo en mi casa un sótano. Allí donde vivo es un sótano, el que tengo abajo, ahí es donde vivo. Rellenamos poquito, hice un cuarto abajo y luego hice otro cuarto para emparejar al arroyo, para salir al nivel de la calle. Entonces empezaron a venirse mis hijos, y se bajaron. Pos es que...economizar para poder tener. Porque si no, esto...pos antes estaba el material bien barato y con poquito podíamos. Trabajaban mis hijos, y pos ahora se casaron y ya tienen.

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Ésta es tu Victoria EULALIO VILLARREAL

Cae el sol de las cuatro de la tarde de junio sobre la colonia Eulalio Villarreal, en Escobedo. Todavía hace mucho calor. Pesa subir la cuesta de la actual calle de Villa de Santiago; era más pesado antes cuando sólo era parte de las faldas del cerro del Topo Chico. Subir y quedarse en la esquina de Anáhuac, girar a la derecha y, en la quinta o sexta vivienda (block con leyendas de los Rayados, algunos árboles, la tierra barrenada para comenzar a pavimentar), ahí tiene lugar la casa de doña Vicky. Mujer de 70 años, morena, bajita, cabello lacio y corto; de su carácter dice mucho la actitud de temple y entereza con que mira pasar la tarde, esperar la suerte o la visita, esa paciencia activa con la que sigue atenta el ritmo del tiempo. Es que se trata nada más y nada menos que de una de las fundadoras de la Eulalio Villarreal. La mujer es emprendedora y participativa, tiene una visión de progreso que los avances logrados demuestran, además de poseer un instinto nato para la organización, de lo que pueden dar cuenta quienes la conocen y que también participaron: los primeros que llegaron aquí, cuando no había nada. "¿Aquí? Uh, n'ombre, ¡éramos pero pobres! Batallamos mucho, demasiado, junto con el señor Juan Diego Casanova. Anduvimos todos aquí, todos; no había casas, no había nada más que un tejabancito allá, otro atrás y el que nos vendieron a nosotros, pero puro monte", recuerda y nombra a alguno de los compañeros vecinos con los que compartió esta lucha por hacer de su terruño una colonia digna. Victoria Rodríguez Rodríguez nació un 6 de marzo de 1936 en Monterrey. Vio la luz en un hogar de la colonia Industrial, "en la Calzada Victoria, pa'cabarla de amolar... Yo creo que a lo mejor por eso me pusieron Victoria". Ríe. Conoció el trabajo por primera vez como empleada en la casa de los señores Jorge Kuri y Marina Áncer, a la edad de nueve años, empleo en el que se mantuvo durante otros nueve, cuando los Kuri Áncer le ofrecieron un mejor sueldo en la fábrica de ropa Hilton.

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Ahí, la joven Victoria invertiría cinco años más de trabajo, hasta los 23, cuando casó con su esposo, Luis Beltrán Guel: policía, ex sargento, padre de sus cinco hijos, y fallecido hace ya hace seis años, con quien siempre, dice orgullosa, se llevó tan bien. En aquella ocasión, los Kuri Áncer apadrinaron la boda. Doña Victoria lee y sabe escribir; el mayor logro, y para ella una bendición, fue cómo un día se dio cuenta de que podía. Sucede que doña Victoria jamás cursó grado escolar alguno: "No estudié, nunca tuve estudios... pero, será como Diosito me acompaña, yo puedo hacerte una carta, te puedo contestar una pregunta, ¿verdad? Yo sé". Es una autodidacta nata; el mismo paso del tiempo, la pura experiencia, generó en ella el conocimiento. "Papá no quería que trabajáramos, él quería que estudiáramos; pero, como muchas de las veces sí hace falta el trabajo, para comprar ropa o equis", agrega con una jerga que sorprende en las personas de su edad, pero que demuestra su capacidad para incorporar las usanzas de hoy. Es el testimonio de su contacto directo con el presente, con el día a día: el registro vivo de su actualidad. De la Calzada Victoria, doña Vicky y don Luis emigraron a la colonia Ferrocarrilera, donde vivieron por 25 años. "Pero luego, de ahí, ya ve que rentando en cualquier momento le piden a uno las cosas, las casas, y yo vendía duritos, tostadas... de todo le vendía en aquel entonces, y anduvimos buscando el terreno, y aquí (en Eulalio Villarreal) lo encontramos: tengo ahorita casi desde que empezó la colonia, casi 20 años". Con un dejo de nostalgia que permite entrever la satisfacción de los logros que pueden apreciarse en la colonia, doña Vicky nos comparte que, en aquel entonces, todo era colectivo. Poco a poco, relata, consiguieron la entrada de las rutas 207, 208, 55, 220. La colonia comenzaba a tener circulación. Desde aquellos años, por las virtudes que la caracterizan, la señora Victoria ya había sido nombrada jefa de manzana, puesto que sigue desempeñando en la actualidad con gran eficacia. "Me tocó buena suerte que aquí, la poca gente que había, pues gracias a Dios que anduve con ellos y nos ayudamos", agradece, antes de continuar: "Pa' donde quiera andábamos: nos cortaban la luz del Pedregal, y ahí van todos con el señor Juan Diego, pa'rreglar la luz, pa'volvernos a conectar. Nos daban las dos, tres de la mañana trayendo la pileta pa'que hubiera agua pa'la gente, pa'l otro día... "Mucha gente esperaba los servicios y, muchos, unos que otros, se vinieron a un tejabancito. Y, la mayoría, hasta que ya vieron todos los servicios de agua y luz se vinieron". En eso, sonríe porque alguien la saluda desde la calle.

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Durante aproximadamente seis años, el grupo de vecinos emprendedores y doña Vicky se organizaron para obtener aquello que tanta falta les hacía. Pues, antes "cocinábamos con leña y, los que podían, pues compraban su tanquecito de gas; empezaron a entrar las pipas y, ya después, mis hijos me compraron tanque de gas y es como hacía yo". Al fondo de la casa, uno de sus hijos parece no perderla de vista, tenerla siempre cerca: la cuida. Los retratos de su esposo y de sus nietos lucen en la entrada de su hogar. Las imágenes guadalupanas tapizan con devoción el muro que la respalda; en la sombra, por sus tonos color oro, se distinguen las estatuas de los santos. "Dios me ha tirado a esto que estoy ahorita, de jefa de manzana". Considera que, a pesar del esfuerzo, si tuviese la oportunidad de volver a nacer, su vocación sería una vez más el servicio social, las labores por la comunidad. Es lo que a ella más le gusta y lo que la hace muy feliz. A la fecha, doña Vicky tiene más de 15 nietos, el mayor de 20 años, y "ya se me anda casando el sinvergüenza, ahora en septiembre", dice con humor vivaz la orgullosa abuela. Para despedirse, doña Vicky elige una pregunta: "¿Me creerán que es la primera vez que estoy contando toda mi vida?"

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Disfrutar el tiempo LOS ENCINOS 1. Su casa es sencilla, limpia, ordenada; tiene un porche, dos mecedoras donde nos sentamos a platicar, un cuarto para dormir y sala. En la cocina hay un comedor pequeño, afuera tiene un patio amplio, donde está el asador. Cuando vienen sus hijos, ahí se quedan un rato y, a veces, se ponen a asar carne. En su cuarto de dormir tiene las fotografías de la boda de sus hijos y tiene una mesita sobre la que está colocada La Biblia que le gusta mucho leer. También tiene ahí un pensamiento (escrito) que le regaló una de sus nueras y que habla sobre la madre; ella lo considera especial porque se lo regaló cuando tuvo un pequeño problema con ella. Tiene también dos figuras de porcelana que ella aprecia mucho, regalo de uno de sus nietos; se trata de dos abuelitos que están sentados tranquilamente en una mecedora, el abuelo está leyendo un libro y la abuelita está tejiendo. A ella le dan mucha risa estas figuras, porque dice que así los ha de mirar su nieto. Hubo un momento en que salió el esposo y ella le preguntó: "¿Verdad, viejo, que estabas bien guapo?". El señor sólo rió y dijo: "¡Ah, mujer!". De rato, el señor sacó una foto de su cartera; la foto era en blanco y negro, de cuando él tenía 20 años. Nos dijo Rosalío: "Pos sí, a lo mejor sí era galán", y fue cuando los tres (Alejandrina, su esposo y el nieto) soltaron la carcajada. 2. Recuerdo una infancia triste, nací en el estado de San Luis Potosí, fuimos ocho hermanos; a mis cuatro años de edad, todo era un caos. Mis padres tenían numerosos problemas, peleaban a diario; mi padre golpeaba a mi madre en la cabeza...Obviamente, mi madre jamás se defendió, lo que propiciaba más violencia. Recuerdo que me daba tristeza ver cómo mi mamá estaba llena de cicatrices... Un día, unos tíos nos trajeron a vivir a Monterrey, lejos de mi padre; no obstante, él regresó. Mi madre lo aceptó porque lo quería mucho y nos llevó a vivir a otra casa, donde siguieron los maltratos. Mi madre siempre fue sumisa y no pudo desprenderse nunca de él, lo que nos provocaba a todos como niños mucha tristeza y, en el caso de mis hermanos, un rencor que hasta le fecha no han podido olvidar... Lo bonito de mi infancia sucedió en la escuela. Tenía dos amigas a las cuales quería mucho, jugábamos juntas al voleibol. Nuestro equipo se llamaba Las Azucenas y yo era la capitana, esa fue una etapa hermosa de mi vida que siempre recordaré con mucho cariño...

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Años después, ya cuando yo era toda una señorita, conocí al que sería mi esposo y compañero hasta la actualidad: Rosalío Menchaca. Él es de Zacatecas; hombre de pocas palabras y orgulloso. Durante ese tiempo, trabajábamos en una empresa fabricadora de cloro, ésta se ubicaba en la Avenida Gonzalitos. Ahí lo conocí, al principio sólo lo veía pasar y, como chica decente, no tomé la iniciativa, pero no tardó mucho tiempo para que él me invitara a platicar con las siguientes palabras que jamás voy a olvidar: '¡Adiós, morenita!', y me guiñó el ojo, '¿platicamos a la salida?'. Recuerdo que en ese momento pensé: '¡Ah, qué pena!'. Y no le hice caso. Pero como estaba muy guapo, y me gustaban sus ojos y su cabello, pues yo emocionada porque se animó a hablarme. Él me esperó a la salida y yo fui; a partir de ahí comenzamos a platicar, nos fuimos conociendo, me enamoré de él y nos hicimos novios... Recuerdo también cuando mis papás se enteraron de que tenía novio; me quisieron separar de él, no querían que lo siguiera viendo, pensaban que era una tontería eso de tener novio. Un día me dijeron que íbamos a ver una casa, cerca del penal del estado, porque nos queríamos cambiar de hogar; me pidieron que les acompañara y ya estando allá que se les ocurre dejarme encerrada, con llave, y me exigieron que no lo viera nunca más, y que me enojo y rompí a llorar. En verdad me hicieron enojar mucho. ¿Cómo es posible que tuvieran esa mentalidad? Como si yo fuera a olvidar a Rosalío sólo porque me estaban encerrando. Me negué a comer y a hablar con mis papás, me encapriché: no me hacían entrar en razón. De verdad en ese momento me sentí triste, enojada, con rabia y desilusión. No pensé que mis padres fueran a tratarme de esa manera. Pero me salí con la mía... Pronto empezaron a desesperarse porque no les hacía caso, entonces trataron de hacerme salir, pero me negué; les decía: '¿Aquí me querían dejar? Aquí me quedo...¡No me voy a mover!'. Quisieron convencerme de varias maneras, hasta que mandaron traer a Rosalío. El señor Menchaca llegó y yo pensé que era un truco más de mis papás, hasta que Rosalío gritó y me pidió que saliera para platicar. Esa fue la única manera en que acepté salir. También, claro, me prometieron dejarme ser novia de él. Sólo duramos un año de novios y nos casamos. Pero, como por ahí dicen, esa es otra historia que después contaré más a detalle, para que Rosalío y yo la platiquemos... Llevamos 44 años de casados, nuestro matrimonio ha sido normal, como la mayoría de los matrimonios, hemos tenido nuestras altas y bajas; a veces discutíamos pero siempre resolvimos nuestras diferencias, siempre he pensado que jamás nos vamos a separar, porque nos casamos para toda la vida y vamos a permanecer juntos hasta que uno de los dos llegue a faltar. Y estoy consciente que a veces se toman decisiones y hay que apoyarse mutuamente; por eso me tocó seguirlo, pues nos cambiamos de casa y ahora estamos viviendo en Los Encinos, estamos aquí desde hace cuatro años. Esta casa la compró mi hija y nosotros se la estamos cuidando, y como en ese entonces lo acababan de jubilar decidimos poner una tiendita para entretenernos en algo, porque a mí no me gusta estar sentada sin nada qué hacer y aburrirme. Pero en estos momentos ya no la tenemos...

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3. Para una madre cada momento es especial al lado de sus hijos. Podría estar todo el tiempo hablando sin parar de cada una de mis "coronitas", así les llamó yo porque para mí los hijos son las coronas que Dios le da a cada una de las madres. Cada nacimiento de mis hijos lo recuerdo con mucho cariño. Tuve seis hijos en total: tres hombres, dos mujeres y un hijo muerto... Tengo unos hijos buenos: mis hijas son de carácter tranquilo y preocuponas, y mis hijos siempre andan de muy buen humor, son buenos padres de familia. Tengo un hijo que no vive en Monterrey, está en Houston, él siempre fue el hijo rebelde... A mi hijo "El Aguerrido", así le decimos en la familia, le dio por ser luchador; era cuando él estudiaba en la prepa. A diario llegaba a la una de la mañana, todo golpeado y lastimado; así me lo traían los muchachos que andaban con él. Pero mi hijo era muy terco y le gustaba mucho andar en las luchas; por eso yo no podía hacer que desistiera de dedicarse a las luchas, porque decía que eso era lo suyo. Claro que después se le quitaron las ganas de dedicarse a las luchas y un día decidió irse a los Estados Unidos; desde entonces sigue viviendo allá. Claro que a esta edad ya sentó cabeza y es un buen padre de familia...Al menos allá no sé de las locuras que hace y eso de cierta manera me hace estar más tranquila... 4. En este momento lo que me preocupa es mi enfermedad. Comenzó hace 11 años, cuando me detectaron un tumor en la cabeza; estaba cerca del nervio óptico, presionándolo. Por lo mismo, se me nublaba la vista y no podía ver muy bien. Me hicieron estudios y los doctores recomendaron que se me hiciera una operación para retirar el tumor y que éste dejara de presionar el nervio óptico y así pudiera recuperar mi vista... Que mi experiencia de vida sirva a los demás. La cirugía la programaron cerca de la Semana Santa. Fueron ocho días de preparación para la operación, fue muy angustioso ese momento, no podía comer sólidos ni respirar por la nariz; ocho días me tuvieron en observación. Recuerdo que fue muy angustiante, estresante y de mucho miedo. La operación se tuvo que hacer por la nariz. Fueron momentos muy difíciles; al tener que respirar por la boca, tenía que estar abierta: a cada rato tenía la boca seca, siempre tenía una sed terrible: nunca había tenido una sensación similar. Además, me advirtieron que iba a ser una operación muy riesgosa, pues por la nariz operaron y tenían que tener mucho cuidado para no tocar y lastimar algún nervio de la cabeza; si tocaban un nervio importante, podía quedar en estado vegetativo.

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En esos momentos me dedique a hacer oración y pedirle a Dios por mi enfermedad, por mi familia, por los momentos difíciles en que nos encontrábamos. Fue cuando me empezó a invadir una tranquilidad, y comencé a aceptar lo que viniera, positivo o negativo. Se puede decir que fueron momentos tristes, difíciles y de intensa reflexión que me hicieron valorar cada momento al lado de los que quiero... Aunque en estos momentos comienzo a perder la vista otra vez, vuelven a hacer los mismos estudios de hace años y nos preguntamos si el tumor volvió a aparecer; me encuentro a ratos triste y con ganas de llorar...Sé que tengo que ser muy fuerte y mostrarme optimista: nadie quiere ver a Alejandrina derrotada. Mi familia está apoyándome como en aquel momento y no les agradaría saber que me estoy deprimiendo... En este rato, al recordar, me doy cuenta que sí he vivido mi vida y la he sabido disfrutar con sus buenos y tristes momentos. Estos recuerdos que ahora cuento han sido la pizca que le da sabor a mi vida.

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Sí era muy bueno para pizcar AMPLIACIÓN NOGALES

"¿Así que quiere que le platique de mi vida?", comenta don Juan mientras se rasca la cabeza. "La vida no era como ahora, antes se vivía diferente: antes nos enseñaban a respetar; ahora, le dice uno algo a los muchachos y luego luego se le echan a uno encima, le dicen de cosas". Don Juan nació en la comunidad de San Ignacio de Loyola, en el municipio de San Pedro, en Coahuila. Su padre le enseñó el valor del trabajo, pero no con consejos, sino con el ejemplo. Al quedar huérfano de madre a sus ocho años, don Juan entendió que, ante la ausencia de su padre por el trabajo, su vida dependería de él. "Yo no estudié porque no quise, pero también porque era muy ignorante: yo no sabía qué era eso ni para qué servía, y mi papá también era muy ignorante. Él no me decía nada. Yo me acuerdo que me levantaba tarde y me quedaba solo en la casa, mis amigos iban a la escuela y yo me pasaba toda la mañana solo, esperando que ellos llegaran a casa para salir a jugar fútbol. Antes las pelotas eran de garra y el espacio que usábamos eran las calles: allí jugábamos y todos nos llevábamos bien". El no asistir a la escuela no era una decisión propia, a la edad de seis años su madre le dijo que tenía que contribuir en la casa. Todos los días lo levantaba a las seis de la mañana para que llevara el almuerzo a su padre. "Pero es que, mire: primero, mi padre trabajó cuando los dueños de todo eran los españoles, ellos tenían todo y nosotros no teníamos nada. Entonces, mi padre se levantaba a las cinco de la mañana, antes de que saliera el sol, para irse a trabajar. Terminaba de trabajar en la noche, ya cuando el sol se estaba metiendo, ¿cómo quería que uno estudiara? La gente tenía que trabajar para los españoles; si uno no trabajaba, lo corrían. Como ellos le daban de comer y le prestaban un cuartito para dormirse, pues uno no decía nada, tenía uno que aguantarse...

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"Luego, ya con Lázaro Cárdenas, repartieron las tierras, y a mi papá le dieron un pedazo de tierra. Con eso pudo salirse de donde estaba y empezar a trabajar unas tierras para él. Ya trabajaba el tiempo que quería, ya no trabajaba desde que salía el sol hasta que se metía, ya podía trabajar lo que quería... "Mi papá me llevaba a trabajar con él, nos íbamos juntos a la presa de El Palomito, y allá nos encargábamos de hacer los canales que habían de llevar el agua a la labor...desde entonces trabajo. Todavía yo le trabajo en la labor, cuando me dicen que hay que ir a pizcar, pues uno no tiene dinero y se ayuda. A veces me hablan y nos vamos a pizcar: 50 pesos al día". Don Juan parece un poco parco al hablar sobre su pasado; sin embargo, ante la pregunta: ¿Qué con las muchachas, cómo se relacionaba con ellas?, su expresión cambió. "A las muchachas de antes se les respetaba, era diferente, no como ahora: las muchachitas de ahora se les deja hacer lo que ellas quieran, y antes no. Antes las estaban vigilando siempre...Antes las muchachas llevaban la falda hasta acá, y uno no podía hablar con ellas porque las mamás las regañaban y les daban sus guantadas, pero luego uno las veía a escondidas". Es entonces cuando don Juan sonríe y agrega: "Primero les mandábamos una carta, se la mandábamos con un güerco y le dábamos 10 centavos, es lo que costaba un pan, y con eso le llevaba una carta. ¿Y para qué era la carta? "Pos para poder andar, es que uno no podía verla y como la única manera de decirle era la carta, le mandábamos la carta con el güerco; luego ella nos respondía con una carta, diciéndonos que sí o diciéndonos que no, y ya. De ahí, uno sabía... "Ya después uno se las ingeniaba para verla, como en los bailes: uno iba y las sacaba a bailar. Pero uno sólo podía bailar con ellas, una o dos tandas...y nada más. Por eso uno tenía que bailar con una y con otra, como las llevaban las mamás, pues no podía bailar uno mucho. También cuando estaban ellas en la cocina de la casa, y salían a tirar el agua, pues uno las esperaba allá afuera y les daba uno un beso: por eso se tardaban mucho para tirar el agua. O a veces salían mucho para tirar el agua...uno se las arregla siempre". "Ya después los bailes fueron cambiando. Antes las muchachas salían a los bailes con sus mamás; después, el muchacho que organizaba el baile iba y le pedía permiso a las mamás para sacarlas a los bailes, y ése mismo tenía que regresarlas a todas, y no podía dejar que otra persona lo acompañara, porque luego no las dejaban salir a bailar... "Una vez, estaba en Michoacán con unos amigos y los invité a ir a un baile, y luego otro muchacho me gritó: 'Así debías ser de bueno para pizcar', y uno que estaba a mi lado le dijo: ´Cállate, que es muy diablo para pizcar'". Y añade don Juan con la sonrisa: "Es que era muy bueno para pizcar". Entre otras cosas, platica don Juan, regresó a la comunidad de San Ignacio de Loyola para buscar una mujer y juntarse. De esta mujer no mencionó el nombre, y es que seguramente su recuerdo será doloroso. Ella decidió partir y dejarle solo con dos de sus cuatro hijos; las razones, don Juan no las refiere.

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¿Y cómo es que llegó a parar a la comunidad de Ampliación Nogales, en García? En realidad no eran planes de don Juan; a pesar de bastarse a sí mismo, los años no pasan "dioquis", como lo diría él. Con el transcurso del tiempo, quienes se encargan de contratar trabajadores para el campo, excluyen cada vez más a las personas mayores y les contratan menos. Es por eso que don Juan se asistió del amparo de su hijo, con quien vive actualmente. A pesar de mostrarse alegre y saludar a las personas, su rostro no sólo muestra fatiga, sino decepción. Su vida, los juegos en la calle con sus amigos y el mandar cartas a las muchachas más guapas del pueblo por sólo 10 centavos, no son tan grandes como para olvidar que las jornadas de trabajo eran de sol a sol y que cada peso que le han dado pareciera costarle muchísimo más. Aunque está rodeado de su familia, dice sentirse un poco solo, porque la vida así es. "Porque a veces no nos dan a escoger".

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Lo difícil de la vida PRADOS DE SANTA ROSA

Doña Bertha tiene 71 años, nació en Lampacitos, municipio de Arramberri, y hace aproximadamente una década que se vino a vivir a Monterrey. Tiene ocho hijos de los cuales cinco son hombres que se dedican a la obra y tres mujeres. Una trabaja en un hospital y las otras son amas de casa. De su esposo sólo le quedan los recuerdos, pues falleció hace tiempo. En la actualidad vive con uno de sus hijos. En una casa humilde construida de material, lámina y madera, se encuentra viviendo doña Bertha. De su vida, lo primero que llega a su mente es la infancia en el rancho en el cual creció: "De lo bueno, poco, pero bien vivido. En el rancho no podíamos hacer nada, era de irnos a columpiar, a jugar, bañarnos en el río, recoger nueces". Recuerda como si fuera apenas hace unos días lo difícil que era vivir en el rancho: no contaban con ningún servicio, tenían que acarrear agua para poder consumir y era de ir caminando kilómetros por lo menos dos veces al día, hasta llegar a un arroyo. Para salir adelante, su familia se dedicaba a cortar tomate y nueces para después venderlos entre las personas del pueblo y así sacar un poco de dinero. El lavar ropa era todo un reto ya que tenían que lavar en el arroyo, llevaban consigo un lavadero de palo y entraban al agua para poder lavar con más facilidad. No importaba el clima; si no lavaban, simplemente no tendrían qué ponerse al día siguiente.

"Tenía los niños chiquitos y batallé mucho con ellos, porque también les tocó acarrear agua de muy lejos de un arroyo; cargaban tinas en la mañana y, llegando, me ayudaban a poner el nixtamal, molerlo y otras cosas más".

Todo lo que realizaban implicaba un gran esfuerzo: "Lo más difícil era que teníamos todo lejos; si nos enfermábamos, como no había camionetas, nos llevaban en caballo o en mula para que nos atendieran.

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Batallábamos bastante; fíjese: cuando se enfermaba uno se lo llevaban en lo que se decía camilla, ponían unos palos así, luego los atravesaban y ahí ponían cobijas, y ahí nos acostaban y nos llevaban entre cuatro". Doña Bertha comenta que, por más que pasaba el tiempo, el pueblo parecía no progresar. La situación seguía siendo la misma como si los años no pasaran ni provocaran un cambio. Después se casó y tuvo a sus hijos; ellos también tuvieron que pasar por las mismas dificultades: "Tenía los niños chiquitos y batallé mucho con ellos, porque también les tocó acarrear agua de muy lejos de un arroyo; cargaban tinas en la mañana y, llegando, me ayudaban a poner el nixtamal, molerlo y otras cosas más". Por lo difícil que era vivir en aquel lugar, decidió venirse para Monterrey, para ofrecerles a sus hijos mayores oportunidades y estudios. Al venirse de su pueblo, vivió por un tiempo en la Fomerrey 33, pero después se cambiaron a la colonia Prados de Santa Rosa, donde tiene alrededor de seis años viviendo: "Llegué desde que inició la colonia". Enseguida lo duda un poco, pero comienza a hacer cuentas diciendo: "Sí, porque la niña de mi nuera tenía como el año, y ahora ya va en tercero de primaria". Cuando llegaron a la colonia también batallaron por un tiempo, pero las cosas fueron cambiando en menos de lo que imaginó. "Cuando llegamos aquí no teníamos agua, había muchos moscos y zancudos, no había luz, todos los cables estaban por el suelo, hasta nos daban toques por doquier porque estaba el atascadero; lo mismo pasaba cuando llovía: como las calles no estaban pavimentadas, se hacia un lodazal". Cuenta también que los primeros años que vivió en la colonia eran parecidos a su vida en el pueblo, sobre todo por no tener agua. "Cuando llegamos a la colonia teníamos que acarrear agua de un ojito, iban a traer agua en un triciclo y ya después empezó a venir la pipa. Si no, pues me traían agua de un garrafón, los que iban". Doña Bertha atribuye el bienestar de la colonia a la organización de los vecinos y su interés por estar mejor. "Recuerdo lo que hacíamos juntos los vecinos de la colonia con el alcalde César, quien nos decía que iban a traer la pipa, los servicios y el pavimento". A pesar de todo lo que le tocó vivir, doña Bertha concluye optimista: "Ahora, gracias a Dios, todo es diferente".

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Una vida ejemplar AMPLIACIÓN NOGALES Originaria de Hacienda de San Carlos, en el municipio de Parras, Coahuila, Teresa no ha conocido otra filosofía de vida que luchar por las cosas. Vivió en un internado de los cinco a los 12 años de edad, cuando los Madero, dueños del viñedo donde trabajara su padre, se hicieron cargo de su educación: "A los cinco años mataron a papá: cuando un tío mío que le decían 'El Güero Agustín' se estaba peleando y le dieron un balazo, papá escuchó y gritó que quién le había hecho eso, y le contestan: 'También para ti tenemos'. Y, en eso, le dieron un balazo y se murió. A los 14 años se fue a vivir a Monterrey, en donde trabajó en una de las casas de los Madero, y ahí estuvo poco tiempo; fue un episodio en que andaba de un lado para otro hasta que, a los dieciséis años, ocurrió un evento trascendental en su vida: contrajo nupcias con Mario: "No era como ahora, las personas en aquel entonces cuando andaban de novios, andaban a escondidas, luego ya se robaban a la muchacha, se la llevaban con el juez, y del juez directo a la casa de la novia, y los papás del novio irían a la casa de ella". Tiempo después, este matrimonio pasaría por una situación que no se hubieran imaginado nunca: aparece en sus vidas Graciela, su hija, que es su nieta, o su nieta que es su hija, quien transformaría su vida; desde este momento, el mundo de Teresa ya no será siquiera parecido a lo que antes había vivido.

Una de sus hijas llegó de Puebla con su hija Graciela, quien tenía apenas un año y medio de edad. La niña no hablaba, no se relacionaba con nadie; un doctor de Puebla les había dicho que tenía una enfermedad en la columna vertebral, y que la iban a llevar a operar allá. Mario y Teresa no lo permitieron, le dijeron a su hija que no iban a dejar que se la llevara a Puebla, que ellos la atenderían, y que la iban a curar. "¿Y qué le digo a Raúl?", preguntaba la mujer consternada al no saber qué explicación le daría al padre cuando la viera llegar sin la niña: "Dile que es suya, y que no se la vamos a quitar, solamente la vamos a cuidar hasta que esté bien". Lo cierto es que no volvería por ella en mucho tiempo. Cuando llegó, Graciela lo único que hacía eran movimientos giratorios con la cabeza. "Era todo, y esto puso a pensar a todos en la familia". Tenían la certeza de que no era nada de la columna, sino algo de la cabeza.

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La llevaron al DIF; ahí la atendieron y le dijeron que no tenía nada en la columna, sino que era un problema que tenía que ser atendido en el Centro de Rehabilitación y Educación Especial. Ahí le solicitaron realizarle unos estudios "pero eran muy caros, uno era de la cabeza, que costaba como 2,800 pesos; el otro, ése en que la meten como en un tambito, costaba como 3,000 pesos; pos de dónde los sacaba, pero se los tenían que hacer, así que me puse a pedir. Andaban las personas para eso de los alcaldes y con ellos fui, y con el alcalde también, total que junté como 4,000 pesos, y con eso" Incansable, Teresa recorrió muchos lugares buscando ayuda y, cuando finalmente llegó al DIF para que le hicieran los estudios, entró con la trabajadora social quien le dijo: "Usted hágale los estudios, ya veremos cómo hacerle para ayudarle, véngase mañana y déle de comer a la niña". "Tempranito, como desde las cinco de la mañana, ya estábamos listos para irnos. Cuando llegamos le hicieron los estudios; en eso, entro con la trabajadora social y que me dice: 'mire, pudimos arreglar algo, usted sólo va a pagar 500 pesos' ". Los resultados de los estudios indicaron que Graciela había tenido un golpe en la cabeza, encima del oído, el cual le generaba intensos dolores y que, por la ubicación, era complicado operar, así que no lo harían. La gran cantidad de medicamento que le daban le provocó serios trastornos de salud, al grado tal que no sólo le daban los dolores de cabeza sino que también convulsiones severas: "como cada veinte segundos, a mi hija le daban esos ataques y nosotros pos tratábanos de que no se golpeara". Finalmente, mejoró su estado de salud; una vez controladas las convulsiones, una de las hermanas de Teresa le comentó que sería bueno que la llevaran al kínder para que estuviera con otros niños, "porque no hablaba ni se juntaba con nadie, andaba nomás con la cabeza agachada; era muy risueña, pero nomás". Ahí en el kínder se encontró con una psicóloga, quien se asumió como encargada de la situación de la niña que, a la edad de 6 años, todavía no sabía hablar. El tratamiento sería cada tercer día. Al ver que no era suficiente, empezó a atenderla diariamente, fungiendo así no sólo como su terapista, sino como su mentora. Un día que llegó a recoger a Graciela, Teresa notó un semblante misterioso en la psicóloga que le dijo: "No quiero que se vaya a poner triste". "¿Por qué?, contestó Teresa, "¿pasó algo malo?". La psicóloga le contestó: "Tiene que ver esto". A la edad de ocho años, Graciela decía sus primeras palabras: "Mami, te quiero mucho". La continua lucha de Teresa había rendido frutos.

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El espectáculo debe continuar NUEVA ESPERANZA

Por azares del destino la hizo de bolero y algodonero, también de payaso además de trapecista, tragafuegos y luchador en un circo, y esto sin contar que manejó la rueda de la fortuna durante más de 40 años. Definiéndose a sí mismo como un milusos, Roberto Villagrán del Valle, don Beto para sus vecinos de la 18 de Octubre en Escobedo, y La Nutria para la escena circense del norte del país, en sus 86 años de vida ha ido "de arriba pa´bajo tratando de sacar pa´l cabrito en bola". Junto a su esposa, Felisa Murillo Flores, quien por cierto siempre ha sido su sostén espiritual, don Beto asegura haber traído al mundo a 24 hijos, 49 nietos y ya 24 bisnietos, a pesar de haber perdido a la mitad de sus hijos siendo estos aún pequeños. "Bendito sea Dios que todavía vive Felisa conmigo. Y que no me la vaya a quitar, porque yo me voy tras ella", expresa. Oriundo de Parral, Chihuahua, pero criado en Torreón hasta los 15 años, don Beto no repara en insistir que la vida es como el mismo circo, pues "a veces nos toca reír, a veces llorar, pero al fin las cosas salen". Y es que las ganancias de uno de sus primeros empleos, la vendimia de algodones de azúcar, fueron suficientes para educar a sus doce hijos hasta preparatoria y "haberlos logrado como hombres de bien". "Mis hijos no toman ni fuman, ni han usado pantalones de esos que traen ahora el encuarte hasta acá hasta abajo. De mis hijos hay unos que andan hasta encorbataditos", subraya. 1. Su acercamiento con el circo se dio, según comenta, cuando se dedicó por completo a operar juegos en las ferias barriales y a fabricar figuritas de yeso que sirvieran como premios, además de iniciarse en el espectáculo como fakir de tragafuegos. "Yo empecé comiendo lumbre, desde entonces me llamó mucho la atención el circo, me subía a los trapecios y, aunque me caía, no me dolían los golpes. Le hice a las maromas aunque nunca fui una estrella -reconoce. Como si hubiese sucedido ayer, recuerda a detalle aquella tarde donde, luego de algunas insistencias por parte de los entonces propietarios del Circo Atayde Hermanos y ante la incapacidad de Tintín (el payaso principal), dio vida a su personaje: el payaso Memorio.

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"Se enfermó Tintín y pues algo había que hacer, así que le dije a la esposa de Tintín que me pintará como él, me prestaron su ropa y unos zapatotes grandotes", explica. Asegura que el recibimiento que tuvo del respetable fue muy alentador. Además de ello, diferentes voces le recomendaban ampliamente dedicar su futuro a ser payaso. "Quítate del trapecio, ya deja el alambre, quédate de payaso que ahí está tu porvenir. Tú puedes ser un gran payaso", rememora aquellas frases. A diferencia de otros payasos de la época, expone que la ventaja de Memorio fue que él siempre improvisaba al vuelo ya que no usaba libreto y a la gente así le gustaba. "Pero a mí me llamaban más la atención los trapecios. Sí, como quiera payaseaba, pero cuando se ofrecía", advierte. Sin duda uno de sus números más emocionantes y ovacionados por varias ciudades de la república, fue aquel donde luchaban mano a mano Máscara Negra vs. El Oso, como fielmente rezaban los carteles del momento. "Yo la hacía de Máscara Negra, luchaba contra un oso que estaba amaestrado desde pequeño. Nos dábamos nuestros agarrones en una especie de ring que montaban en medio de la pista", detalla don Beto. Recuerda que el oso medía casi dos metros de altura cuando se encontraba erguido y que, después del clásico intercambio de cachetadas y manazos en el pecho, Máscara Negra y el oso se trenzaban en el piso como cualquier pelea de perros. Ante lo desproporcionado que lucía aquella gresca en el papel, y en la realidad, Máscara Negra no escatimó en revelar el secreto que hacía lucir pareja la pelea. "Comoquiera el osito era muy bueno, ya sabía hasta donde. Él doblaba sus brazos para respaldarse en sus coditos y no caerme encima. Si no imagínese, me mata", detalla en voz baja. Viajando con el circo dice haber conocido varias partes de la república como la Huasteca, Veracruz, Chiapas, Cancún y Acapulco. "En uno de esos viajes conocí a mi esposa", describe orgulloso. "Ella es de Aguascalientes, yo le pregunté que si quería vivir conmigo aquí en el circo, al principio decía que no, al último ya venía con su veliz en un costal, y pues... vente". Destacó que en su matrimonio no están casados por ninguna ley y que así han vivido muy felices. "Le digo a veces a mi esposa que yo ni con el pensamiento he pensado separarme de ella. Y ahora ya menos, pues ya tengo hijas de sesenta años, pos ¿cuándo?". En el ambiente feriero, como él mismo lo denomina, además de La Nutria, dice tener el apodo de Maestro. Ganado a pulso por sus más de 50 años en el oficio, además de saber manejar y reparar todos los juegos mecánicos. "Es más, aquí en el circo que está a la vuelta, si usted va a preguntar por La Nutria le dan razón. Me dicen Maestro porque dicen que de la feria conozco mucho", relata. 2. Sin embargo, el mundo en el circo no todo fue serpentinas y risas, pues con el paso de los años, los hijos de don Beto percibieron como una amenaza que su padre continuara trabajando en la industria de la diversión. "El más chico de mis hijos me sacó de lo de la feria quesque porque ya no quería que sufriera tanto. Nos compró un terrenito aquí en la 18 de Octubre y nos vinimos para acá, y desde entonces me dedico a poner un brincolín y ahí ando de arriba pa´bajo tratando de sacar pa´l cabrito en bola, pero hay veces en que ni para eso sale".

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Insiste en que sus hijos ya no quieren que ande en esto, pues afirman que si por ellos fuera, no quisieran que saliera de su casa nunca. "También el más chico fue el que me compró una televisión grande porque ya no quiere que ande aquí, pero yo les digo a mis hijos: miren hijos, dejen que su padre siga trabajando porque si no, se les va pronto, déjenlo que siga trabajando. Y me han dejado seguir trabajando y aquí ando con muchas ganas, también les digo que si de rodillas ando y puedo salir a vender algodones, de rodillas me voy a vender algodones". Rememora que, si se ha mantenido tanto tiempo saludable se lo debe a su irresponsabilidad para cumplir con los vicios. "No tengo más que el vicio del cigarro y no sé ni fumar, a la edad de veinticinco años vine a probar la cerveza, pero fue pura llamarada de petate como decimos nosotros. Nomás vi que nacieron varios de mis hijos y ví que iba por mal camino y me dije: si yo de joven no tomé porque voy a andar tomando ahorita, creo que pensé bien porque le iba a fallar a mi esposa y a mis hijos". Asegura tener ya más de cuarenta años sin probar, ni antojársele, una cerveza. "Qué bueno que pensé con la cabeza porque yo digo que ésta, Dios no las dio pa' pensar, no pa' crear piojos nomás". 3. En el plano político, don Beto manifiesta reservarse un par de demandas hacia los dirigentes que le rodean. "Tengo ganas de subirme al estrado, pa' sinceramente dar unas quejas de cómo vivemos nosotros aquí. Yo les digo a muchos que la 18 de Octubre ya no es una colonia, ya es una majada, es un corral de chivas. No hay nada, tenemos que irnos caminando por en medio de las calles, no hay luz, no hay nada, nomás llueve y pues es un trochil de marranos." La 18 de Octubre, según explica, fue la primera colonia del sector pues aún no existían ni la Santa Martha, la Concordia, Nueva Esperanza. Puras promesas. "Los patrones son muy buenos para las promesas, a mí se me tiraron las promesas de las bolsas. Mire, yo fui payaso, fui tragafuegos, fui trapecista, fui soldador, fui mecánico, fui empastador de cables de acero, de todo, ¡y mira!...Se me tiraron las promesas, ¿Usted cree que es de justicia manejar más de cuarenta años la rueda de la fortuna? Y mire dónde ando, acá todavía. Y aún así he podido sacar a mis hijos adelante a base de...que me ha sudado la frente. Yo le estoy diciendo la pura verdad porque yo lo pasé. Que ya no nos hagan más promesas. Promesas, nomás promesas...de promesas, pues no vivimos".

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Cuadernos del Consejo de Desarrollo Social 2 Se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2006 en los talleres de Grafoprint Editores. En su formación de utilizaron tipos Franklin y Pace en 10 puntos. El tiro consta de 1,000 ejemplares más sobrantes para reposición.

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