2 El Conquistador En Cuernavaca

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El conquistador en Cuernavaca Jueves, 11 de Mayo de 2006

Alejandro

Rosas

/

Historiador.

Don Hernán Cortés topó con Cuernavaca --llamado por entonces Cuauhnáhuac-- unos meses antes del sitio de Tenochtitlan, en diciembre de 1520, mientras se reponía de la dolorosa derrota de la Noche Triste. Preparaba la contraofensiva contra los aztecas y supervisaba la construcción de los bergantines que botaría en el lago de Texcoco para sitiar la ciudad en el lago. En la campaña sobre los pueblos vecinos de los aztecas --que fueron reducidos por el conquistador para evitar un posible apoyo durante el sitio-- Cortés sometió con la espada a los tlahuicas, señores del valle de Cuernavaca. Desde ese momento, el lugar le pareció un paraíso. Su vegetación, el olor a tierra húmeda, la combinación de los colores, la variedad de sus flores, la fertilidad de la tierra y el clima benigno lo convencieron de incluir aquella región como parte de las tierras que reclamaría para sí frente al rey de España una vez consumada la conquista. Establecido en Coyoacán después de la victoria sobre Tenochtitlan, Cortés ordenó la construcción de una torre sobre las ruinas prehispánicas de Cuernavaca. La obra fue concluida en 1524 y desde lo alto se divisaba todo el valle, que tenía como fondo los volcanes que había visto al llegar a México. Por esos años nadie podía disputarle el poder a Cortés; su fama era por todos reconocida y, aunque las envidias estaban a la orden del día, por cédula real había sido nombrado gobernador, capitán general y justicia mayor de la Nueva España. De ahí que por el momento no pensara construir palacio alguno en Cuernavaca. El conquistador quería ser parte de la nueva ciudad de México, fundirse con su destino, echar sus propias raíces en las profundidades de la otrora capital azteca. Y como gran conquistador se apropió del predio en que se encontraban las Casas Nuevas de Moctezuma y además, ante el silencio de sus hombres, del palacio de Axayácatl. En octubre de 1524 Cortés dejó la ciudad de México para encabezar la expedición a Las Hibueras (Honduras). Durante su ausencia corrió el rumor de la muerte del conquistador y en la capital novohispana se desató la lucha por el poder. Sus partidarios, sin embargo, se encargaron de cuidar sus propiedades hasta no tener noticias fidedignas. En Cuernavaca, los hombres de Cortés decidieron ceder a los franciscanos parte del terreno donde se encontraba edificada la torre para que construyeran una capilla. De esa forma evitaron que la Audiencia expropiara la encomienda del conquistador. Acto seguido ampliaron la primera construcción desplegando tres cuartos y una terraza arqueada con vista hacia los volcanes. Cuando don Hernando regresó a México, incorporó la capilla al resto del edificio y a cambio entregó a los franciscanos un terreno más grande donde fue construida la catedral. La situación política se agravó a partir de junio de 1526. Las intrigas hicieron mella en la capital novohispana y Cortés fue destituido de su cargo de gobernador y sometido a juicio de residencia. Meses después lo obligaron a renunciar a los cargos de capitán general y repartidor de indios. En los primeros días de octubre le siguió lloviendo sobre mojado: el gobernador lo desterró de la ciudad de México. Cuernavaca apareció de pronto en sus reflexiones y nuevamente surgió el visionario. Consciente de que sus enemigos ocupaban los principales cargos políticos en la ciudad de México, decidió construir un palacio en un lugar estratégico, rico en recursos de toda índole para hacer frente a cualquier eventualidad. Ordenó así, entre 1527 y 1528, la construcción de una réplica ampliada del alcázar que don Diego Colón edificó en Santo Domingo y que lo había impresionado en 1504 cuando pisó por vez primera las islas del Nuevo Mundo. Mientras se construía la casa del conquistador en Cuernavaca, el emperador Carlos V lo mandó llamar para ajustar cuentas. Cortés cruzó el Atlántico y en España presentó un memorial de peticiones. Para disgusto de sus enemigos, el 6 de julio de 1529 el conquistador recibió su recompensa por los servicios prestados a la corona. El rey le concedió 23 mil vasallos en 22 pueblos, el título de marqués del Valle de Oaxaca y un nuevo nombramiento como capitán general de la Nueva España y de la Mar del Sur. Con todos los honores, y tras haber ganado su batalla personal, Cortés se dispuso volver a México.

*** “Pudo hacer vida tranquila y dichosa en Cuernavaca, pero el genio es incompatible con el descanso” -escribió José Vasconcelos en su biografía del conquistador. Hombre de empresas, siempre en movimiento, alentado por la misma audacia y valentía que lo acompañaron a Tenochtitlan, Cortés se dio poco tiempo para disfrutar su palacio. El tiempo lo gastaba organizando expediciones, apoyando nuevos viajes, enviando avanzadas hacia regiones desconocidas. Lo movía un deseo íntimo de conocer hasta el último secreto de aquel vasto territorio. En Cuernavaca vivió una especie de exilio. Al regresar a México había decidido no entrar a la ciudad capital porque continuaban los problemas con la Audiencia. Anduvo entre Tlaxcala y Texcoco antes de instalarse, en enero de 1531, en Cuernavaca con doña Juana Zúñiga, su segunda esposa -la primera, Catalina Juárez, había muerto en 1522 en circunstancias extrañas. Corre la versión de que Cortés la asesinó, convirtiéndose en el primer autoviudo de la historia mexicana. El palacio de Cuernavaca, sin embargo, se presentaba también como un remanso de paz. Ahí continuó viviendo su mujer incluso después de la muerte del conquistador. Durante varios años la vida cotidiana de la familia Cortés transcurrió apacible. A don Hernando, sin embargo, la tranquilidad parecía irritarlo, buscaba afanosamente regresar a las andanzas propias del conquistador. Cuando no estaba pensando en mayores hazañas o supervisando la construcción de naves en su astillero de Tehuantepec, se le veía recorriendo las tierras del marquesado del Valle, donde había introducido exitosamente la caña de azúcar. Por momentos parecía disfrutar de las faenas agrícolas. “En este agradable retiro se ocupaba Cortés --escribió Lucas Alamán-- de introducir en sus estados todos aquellos ramos de cultivo que hoy forman la riqueza de la tierra caliente, de propagar los ganados, y no menos del trabajo de las minas, pero el punto que de preferencia atraía su atención eran los viajes y descubrimientos en la mar del Sur. Como si la conquista de la Nueva España no hubiese sido más que un paso que debía facilitar este grande objeto, su ardiente imaginación no se contentaba con otra cosa que con el descubrimiento y conquista de las islas de la Especiería, y con someter a la corona de Castilla el grande imperio de la China”. El palacio era una verdadera fortaleza que contaba con todos los servicios. Ante un eventual ataque de los indios, el conquistador podía hacerse fuerte en el interior de la sólida construcción y resistir cualquier asedio. La armería era uno de sus lugares favoritos, contaba con arcabuces, escopetas, lanzas, ballestas, espadas; por si fuera poco, tenía diez cañones, piezas de armaduras, materiales navales y barriles de pólvora. No podían faltar las cuadras de caballos. En su extensa propiedad tenía huerta, molino “de pan moler”, almacén y horno. La capilla también estaba bien abastecida, en su interior había todos los instrumentos necesarios para los ritos religiosos: casullas, estolas, albas y libros litúrgicos --misales, salterios y de canto llano--. Para el servicio de la casa, el conquistador disponía de cocinera, camarera, repostero, sastre, hortelano, cordonero y varios esclavos negros que utilizaba en otras labores. No faltaba el lujo que acompañaba a todo marquesado. En las salas principales del palacio se contaban 21 tapices, probablemente flamencos, ocho antepuertas, también de tapiz, y 14 alfombras. De los muros pendían cinco guardamecíes, cueros con figuras repujadas y coloreadas de origen árabe producidas en Córdoba. Había dos espadones y un jaez para caballerías, cuatro doseles, para el caso de que llegaran a la casa dignidades, varias sillas, sillones y bancas y tres cofres, uno de ellos de Flandes. Durante la década de 1530 el palacio de Cortés vivió su época de oro. El marquesado del Valle creció bajo su sombra aprovechando las fértiles tierras de la región y el palacio fue admirado por propios y extraños. En 1540 el conquistador viajó nuevamente a España y ya no pudo regresar. La muerte le ganó la última batalla en Castilleja de la Cuesta el 2 de diciembre de 1547. *** Con el tiempo el palacio del conquistador sufrió el mismo deterioro que la propia imagen de Cortés. Sus descendientes dejaron de venir a la Nueva España y los siglos hicieron estragos en la noble construcción. A fines del virreinato fue acondicionado para recibir en sus espacios a los delincuentes novohispanos: los aposentos se transformaron en las mazmorras de la Real Cárcel de Cuernavaca. El propio Morelos probó allí la hiel del cautiverio en 1815, unas semanas antes de ser fusilado. Paradójicamente, mientras uno de los más notables ejemplos de la arquitectura del siglo XVI se caía a pedazos, la memoria de Cortés transitaba hacia el infierno cívico de la historia mexicana. Los adeudos propiciaron que en 1834 el gobierno expropiara a los descendientes del conquistador el célebre predio. Ni siquiera cuando el emperador Maximiliano viajó a Cuernavaca --entre 1864 y 1867-- aceptó residir en el viejo palacio, prefirió instalarse en el jardín Borda. Con el triunfo de la república, el gobierno del estado de Morelos ocupó la edificación, que abandonó al sonar los balazos de las guerrillas zapatistas. Cuando la revolución se alejaba del horizonte mexicano, las oficinas públicas nuevamente tomaron posesión de su estructura. Entre 1930 y 1932, Diego Rivera, auspiciado por el embajador estadounidense Dwight Morrow, plasmó en aquellos muros su particular visión de la historia nacional. Mediante el arte, el conquistador fue menospreciado en la que había sido su propia morada. “Hernán Cortés, que soñó un México grande --escribió José Vasconcelos--, no es el hombre indicado para destruir su propia obra apenas comenzada; prefirió sufrir y soportar, retirado en ese mismo Palacio de Cuernavaca donde siglos después la envidia pagaría por ver al héroe insultado sobre los muros que él mismo hiciera levantar…” Al célebre conquistador nunca le fue reconocida la paternidad de la nación mexicana. Si la vida de Cortés fue audaz y azarosa, su muerte no lo fue menos. Sus restos estuvieron cerca de perderse en varias ocasiones cuando en el siglo XIX la turba, encendida por la pasión, arremetió furiosamente contra los españoles, buscando además que los huesos del conquistador desaparecieran entre las llamas de una hoguera de resentimientos. Gracias a la oportuna intervención de Lucas Alamán -quien en la primera mitad del siglo XIX escondió la osamenta del conquistador--, Cortés halló finalmente el descanso eterno. En 1947 sus restos fueron redescubiertos, estudiados y vueltos a sepultar en la noble institución que el conquistador había fundado en el siglo XVI: el templo del hospital de Jesús. El palacio alberga hoy la historia de Cuernavaca. La presencia de Cortés se muestra casi incidental, aunque sus hazañas se entrelazaron a esa fértil región desde el siglo XVI. “Quien quiera que medite la obra de Hernán Cortés de modo desapasionado --escribió Vasconcelos--, comprenderá que merece, como nadie, el título que tanto se le ha regateado de Padre de nuestra nacionalidad. De su sistemático empeño de aliar lo autóctono con lo español por la cultura y la sangre, nació la Nueva España que fue también un México nuevo, el México que es raíz del tronco vivo de nuestra personalidad internacional”. Correo electrónico: [email protected]

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