Verdad, Justicia Y Memoria Colectiva

  • May 2020
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El significado de la palabra verdad abarca desde la honestidad, la buena fe y la sinceridad en general, hasta el acuerdo de los conceptos con las cosas, los hechos o la realidad en particular.1 El término no tiene una única definición en la que estén de acuerdo la mayoría de estudiosos y filósofos profesionales y las teorías sobre la verdad continúan siendo ampliamente debatidas. Hay posiciones diferentes acerca de cuestiones como qué es lo que constituye la verdad; cómo definirla e identificarla; si el ser humano posee conocimientos innatos o sólo puede adquirirlos; si existen las revelaciones o la verdad puede alcanzarse tan sólo mediante la razón; y si la verdad es subjetiva u objetiva, relativa o absoluta, o aún hasta qué grado pueden afirmarse cada una de dichas observaciones. Este artículo procura introducir las principales interpretaciones y perspectivas, tanto históricas como actuales, acerca de este concepto. La justicia es la concepción que cada época y civilización tienen acerca del bien común. Es un valor determinado por la sociedad. Nació de la necesidad de mantener la armonía entre sus integrantes. Es el conjunto de reglas y normas que establecen un marco adecuado para las relaciones entre personas e instituciones, autorizando, prohibiendo y permitiendo acciones específicas en la interacción de individuos e instituciones. Este conjunto de reglas tiene un fundamento cultural y en la mayoría de sociedades modernas, un fundamento formal: •



El fundamento cultural se basa en un consenso amplio en los individuos de una sociedad sobre lo bueno y lo malo, y otros aspectos prácticos de como deben organizarse las relaciones entre personas. Se supone que en toda sociedad humana, la mayoría de sus miembros tienen una concepción de lo justo, y se considera una virtud social el actuar de acuerdo con esa concepción. El fundamento formal es el codificado formalmente en varias disposiciones escritas, que son aplicadas por jueces y personas especialmente designadas, que tratan de ser imparciales con respecto a los miembros e instituciones de la sociedad y los conflictos que aparezcan en sus relaciones.

Por alguna razón, la noción de memoria colectiva, que es habitual, que es frecuente entre nosotros, y cuyo uso se constata en el ámbito académico, en la vida corriente y en los medios de comunicación, me produce incomodidad. Me produce malestar como individuo, y este hecho, simple y particular, me obliga a interrogarme. ¿Por qué razón experimento esa desazón cada vez que oigo apelaciones enfáticas o suaves a la memoria colectiva? ¿Será acaso por las condiciones en que nací y crecí? Nací cuando acababa la autarquía franquista, cuando despuntaba un desarrollo turístico que parecía amenazar la estabilidad del orden católico, cuando empezaba la oposición universitaria al Régimen y, sobre todo, cuando comenzaba la televisión, cuando comenzaban las emisiones de la televisión en España. Es decir, pertenezco a la primera generación estrictamente catódica, aquella primera generación que aprendió a ver televisión, el mundo y el entorno cuando los severos programadores de Prado del Rey aprendían también su uso y su gestión. Nací, además, en el seno de una familia adaptada al Régimen, una familia que no se consideraba ni vencedora ni derrotada, una familia característicamente contemporizadora, propia de lo que se llamó el franquismo sociológico, y en la que se mezclaban el miedo, el silencio, la resignación. Era ésta una familia en la que fue frecuente la invocación del pasado colectivo, el recuerdo de un desastre y de un pánico, el de la guerra. Mis mayores hacían continuos ejercicios de memoria o lo que ellos creían que eran constantes ejercicios de memoria para instruirme, para educarme, para aplacarme. Insisto: ¿por qué me molesta tanto la apelación habitual y pública que en España se hace a la memoria colectiva? A este individuo que se desconcierta con ese malestar y con una desazón antigua, tratará de responder el historiador, ese historiador que fue adolescente y que ha crecido, que ha leído, que ha estudiado y que no contesta sólo con emociones, con rencores y con afectos. Intentaré responder con frialdad y con pasión. Decía Nabokov que deberíamos escribir con la frialdad del poeta y con la pasión del científico. Trataré de responder con la temperancia del historiador.

Un conjunto de mitos y falsas definiciones han contribuido a enturbiar el entendimiento acerca del significado y alcance de la reconciliación, por lo que se hace necesario puntualizar algunas clarificaciones sobre el tema: 1. La reconciliación no puede ser el primer proceso que se convoque, ni puede ser decretada. Las víctimas esperan que se les haga justicia y esta puede tomar diversas formas: sancionar a los culpables, compensar a las víctimas, reconocer socialmente lo ocurrido y el dolor que les fue causado. Las autoridades –con mayor o menor consenso ciudadano- pueden optar por formas de justicia compensatoria, en aras de asegurar la estabilidad y paz social al corto plazo, y amnistiar a los culpables en el marco de la legislación nacional. Pero ya no puede extenderles una amnistía con respecto al derecho internacional y la actual globalización de la justicia, por lo que los verdugos podrían ser posteriormente extraditados a otros tribunales extranjeros o internacionales que los reclamasen en otras latitudes, si existen convenios para ello, o tendrían que permanecer en territorio nacional donde único la amnistía decretada puede protegerlos.

2. Amnistía no es amnesia. La verdad casi nunca es unívoca, pero los hechos sí lo son. Los distintos protagonistas poseen diferentes verdades sobre las cuales intentan explicar su actuación. Los hechos son unívocos, aunque su reconstrucción requiera de la revisión seria y sosegada de las versiones diferentes que existan sobre ellos. La reconstrucción más exacta posible de los hechos es la esencia del proceso de búsqueda de la verdad. Los procesos de reconciliación han de seguir o mezclarse con la búsqueda y establecimiento de la verdad, la reflexión colectiva sobre el pasado reciente, las lecciones aprendidas y las medidas que se recomienden para eternizar los "nunca más" en la memoria histórica nacional.

3. Empatía no es simpatía. La reconciliación no exige la amistad con los antiguos verdugos. Lo que demanda un proceso de reconciliación es la comprensión del contexto donde todos actuaron –de uno y otro lado- y de los métodos inaceptables que ambos pudieran haber empleado para alcanzar sus objetivos, por legítimos que fuesen algunos de ellos.

4. Para recibir perdón hay que pedirlo de manera clara y sincera a las víctimas, las únicas que pueden extenderlo. La amnistía legal es la exoneración por parte del poder judicial de la sanción debida por los crímenes cometidos. Las amnistías no representan un reconocimiento de que la persona era inocente, sino constituyen un acto de clemencia por razones de estado ante un culpable a quien se libera de tener que cumplir la sanción merecida. El perdón que puede llegar a extender una víctima tampoco supone concederle al verdugo un reconocimiento de inocencia, sino la decisión de la víctima de hacer dejación de sus legítimos reclamos de justicia punitiva contra aquel en el futuro. El estado tiene la prerrogativa de amnistiar cancelando las sanciones legales, pero sólo los afectados tienen el derecho de perdonar por el sufrimiento que les fuera inflingido. Los políticos pueden intentar persuadir a las víctimas de la alta conveniencia social de avanzar rápidamente hacia una nueva convivencia social y de la contribución que a ese válido fin se haría extendiendo el perdón a los victimarios. Pero son pocos quienes pueden dejarse persuadir a ese arreglo sin ver previamente a su verdugo reconocer sus faltas y sin pedirles perdón, de manera clara y sincera.

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