Vazquez, Figueroa - Un Mundo Perfecto [pdf]

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Septiembre 1997 Volumen nº 7

Copyright © 1997 Alberto Vázquez Copyright © 1997 Deabruak.com

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Todos los derechos reservados Este libro ha sido inscrito en el Registro de laPropiedad Intelectual de Guipúzcoa, España, con el número 1762 en el año 1997 San Sebastián, Unión Europea

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El Gran Hotel Occidente no era, en modo alguno, el mejor hotel de la ciudad. No por ello, dejaba de ser un hotel elegante, dotado de cierta clase, aunque los clientes que lo visitaban eran gentes algo venidas a menos en los últimos tiempos. La actividad en su interior era febril, intensa. Decenas de hombres y mujeres pulcramente uniformados andaban arriba y abajo con ese paso ligero que no es carrera ni paseo. Transportaban de un lado a otro del vestíbulo maletas, bandejas llenas de vasos y de copas, trajes de gala prendidos en sus perchas e inmaculados bajo una funda de plástico, se transportaban a sí mismos de un lado a otro, transportaban sus miserias, sus tristezas y sus desvelos, pero también sus alegrías y sus sonrisas. Sonrisas veladas, como vergonzosas de explotar en todo su esplendor. Farfullaban por lo bajo inarticulados mensajes abocados al olvido pues no había, entre todas personas que poblaban el Gran Hotel Occidente, una sola a quien el mensaje de los hombres y mujeres que farfullaban por lo bajo, tuviese como destinataria. Parecía que con sus susurros espantaban los espíritus que debían de rondan aquel maravilloso edificio, espíritus, por otro lado, lo bastante atareados en sus propios menesteres, como para sentirse aludidos por los burdos sortilegios de estos seres extraviados. A setenta y dos horas para el fin del mundo. Aspecto de confusión en un reino del orden. Son un hormiguero a pleno rendimiento con todas sus hormigas borrachas de actividad, creciendo y rompiendo aquí y allá, esquivándose sin perder los nervios jamás, sin que una disputa se entable entre ellas, sin que nada turbe su sacra misión. Y las hormigas no se hablan ni discuten, o hablan o discuten pero nada las detiene. Ni la extraña invocación susurrante a todos los fantasmas de la historia del hormiguero, a los espíritus padres, a los espíritus abuelos, a los bisabuelos, a los tatarabuelos... A todas las hormigas cuya presencia existe en los panteones de sus pensamientos. Todo, a tres días para que todo termine. Poco tiempo para que todo sea perfecto. Aún queda mucho por hacer. Es grande el trabajo que resta, pero una profunda convicción les obliga a emprender el titánico esfuerzo de ser, al final, felices. Una finísima capa de polvillo cubre el suelo del Gran Hotel Occidente, las paredes, los muebles, la parte superior del marco de los cuadros, los hombres, las mujeres, su consciencia.

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Santiago Acuña y Almudena Dato, sólo dos nombres civiles, eran, tan sólo o ni más ni menos, los fundadores de la Primera República. ¡Estaban tan cansados...! Santiago Acuña, apenas pudo conciliar el sueño. La presión de los últimos días había saltado bruscamente por las ventanas recién abiertas de su cuerpo y lo había dejado vacío, ausente de contenidos racionales, dormido a los estímulos de los sentidos. Almudena, desnuda, dulce, dormía junto a él. Unían sus cuerpos en

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medio del silencio y tres eran los puentes construidos: el talón derecho de Almudena, doblada la pierna hacia atrás, rozaba la rodilla más adelantada de Santiago que, gracias a los dos dedos más largos de su mano izquierda, acariciaba, con uno de ellos, el cuello suave de piel blanquecina y, con el otro, el primero de los finos cabellos de la nuca, cortos y revueltos, como el carácter todos los niños que duermen. Santiago alargó la mano y ya no fueron dos los dedos que sentían la temperatura de la piel de Almudena, sino fue toda una mano la que, en su cuenca, recogió su hombro redondo. Empujó despacio, muy despacio, sobrepasando en muy poco el ritmo del silencio, que es justo la quietud. Almudena giró su cuerpo, sin abrir los ojos, y respiró el aire cálido que salía de los pulmones de Santiago. Un poco se escapaba en el camino de escasos centímetros entre sus bocas, pero no huía para perderse, huía para poder acariciar los pómulos, la frente, las pestañas de la mujer que se debatía entre los reinos del sueño y de la percepción sin saber que debía rendir tributos a los señores y soberanos de cada uno de ellos, y que estos tributos no admitían demoras ni aplazamientos, porque eran los sacrificios sujetos a la misma ley que obliga a las hormigas a quebrar sus cuerpos y a no tocarse jamás, tan siquiera para copular. –Cásate conmigo. Es lo único que Almudena oyó sumida en aquel mar de placer y de sosiego al que, tras el abandono de su cuerpo, los lastres de un millón de años de vida inteligente, habían dado paso. Si hubiese conseguido despertar del todo, hubiera podido escuchar a Santiago repasando, en voz alta, uno por uno, todos los planes que, en silencio llevaba trazando durante la vigilia que siguió a la unión de sus cuerpos. Le hubiera oído definir, primero, el plano en planta que mentalmente tenía diseñado para la disposición de las mesas del banquete, allá abajo, en la tripa del Gran Hotel Occidente, lejos de las moradas de su pensamiento, donde ahora se hallaban. Le hubiera escuchado, después, desdecirse de lo pensado primero y reflexionar en voz alta, que sería suficiente, y, quizás mucho más agradable y familiar, no, desde luego, mucho más agradable y familiar, una boda sencilla con un banquete, copioso y sin medida, pero, eso sí, para dos o tres amigos íntimos y cercanos. De haberse despertado, habría tenido que terminar oyendo, al que pronto sería su esposo, enumerar, uno por uno, todos los platos y viandas, desde los entremeses a los dulces, que, de manera irrenunciable, deseaba que, en su banquete nupcial, fueran servidos con el honor y la prosopopeya que el acontecimiento requería. Sí, ahora estaba seguro. No era tarde todavía. Aún era tiempo de cumplir el sueño aplazado por tanto tiempo. Podían casarse y vivir felices por el resto de la eternidad, aunque la eternidad durara unas pocas horas y a su colapso se pudiese llegar sin apenas comer, ni dormir, hacer apenas nada distinto de ser o de estar. Era tiempo todavía para realizar los sueños. Por el mismo lugar que siempre lo había hecho cada veinte de marzo de cada uno de los años de la historia, el sol nació húmedo y perlado de frescor y

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embargó el alma de Santiago que, como muchos en la ciudad, disfrutaba a través de la ventana de antepenúltimo amanecer del mundo y consiguió, como si de la droga más maravillosa se tratara, que estuviese triste y alegre a la vez, excitado y calmado a la vez, lúcido y denso a la vez.

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Lucía Urrestarazu entró en la puerta giratoria de la cafetería del Gran Hotel Occidente y, durante el instante que permaneció atrapada en el trozo de aire tórrido de su atmósfera privada, los poros de su piel se secaron y ésta volvió a ser, ahora para siempre, pura e inmaculada. Había sido citada por su amiga Almudena Dato. La misma Almudena de la que no había sabido apenas nada en los últimos meses y que, de repente, la despertaba de madrugada y se empeñaba, sin aceptar un no por respuesta, en desayunarse con ella, en cualquier lado, hombre, a ser posible, en la cafetería del Occidente. Se sentó en una de las mesas libres, junto a la ventana. La actividad era enloquecedora y no eran más de las nueve de la mañana. Todo el mundo parecía engullido por el trabajo: camareros por todas partes sirviendo tés, bollos y cafecitos, mujeres de la limpieza barriendo las servilletas de papel sucias y arrugadas que habían caído bajo las mesas del local sin esperar a que los clientes las desalojaran, mozos acarreando maletas y bultos y marcando, con su paso, el rumbo invisible a gruesas mujeronas embutidas en abrigos de visón cerrados hasta el cuello que apenas se bastaban solas para seguirles el paso y tenían que remontar el trecho perdido dando, de vez en cuando, unos saltitos apresurados que desplazaban hacia delante los dedos dentro de sus zapatos de tacón alto y amenazaban con hacer saltar por el aire el hilo que, cosido a las suelas, sujetaba el trozo de cuero de vaca lustrado poco antes por una de las muchas doncellas vestidas de hormiga que, en la tripa del hotel, laboraban, laboraban. Incluso el gerente del local, que de habitual no aparecía por la cafetería hasta entrada la tarde, agradecía en persona, exhibiendo la más patética de sus sonrisas artificiales, la deferencia a una clientela que, en la mayoría de los casos, había acudido allí a darse un desayuno, sólo con la intención de darse un desayuno, y salir corriendo para ocuparse de sus asuntos, que a estas alturas y a falta de poco más de sesenta horas para la fiesta final con la que se pondría el colofón al mundo, eran muchos, y escaso el tiempo para ponerlos en marcha. Almudena Dato bajó unos minutos después de su habitación. Vio a su amiga, que empezaba ya a mojar una rebanada de pan tostado con mermelada en el café y agachaba la cabeza hasta prácticamente besar la taza, abría la boca e intentaba que la esquina de la tostada entrara dentro de ella sin que nada se derramase por la mesa. Lucía no advirtió su presencia hasta que Almudena alcanzó la mesa y, azorada por la vergüenza de no poder saludarla de la manera en que era su deseo, con besos en ambas mejillas y efusivos abrazos y apretones de manos,

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pues hubiera sido descortés besarse con los labios humedecidos por el café negro y la barbilla pegajosa de mermelada de fresa, se limitó, no sin los pertinentes aspavientos que parecían suplir la parte de protocolo obviada, a abrazarla suavemente presionando con la cara interna de sus muñecas los hombros de su amiga y estirar los dedos de las manos en toda su longitud para, acto seguido, chupárselos uno a uno hasta eliminar todo rastro del pringoso dulce. –¿Qué es de tu vida, mujer? –Que me caso. El que me caso fue un disparo a bocajarro, salió de entre los labios de Almudena como una bocanada de gas paralizante y aturdió a Lucía, que no acababa de tragarse el bocado que tenía en la boca. Cuando pudo, al fin, conseguir que cayera en el fondo del estómago vacío, creyó oír el sonido que produjo al rebotar contra él, primero con fuerza y, sucesivamente perdiendo intensidad hasta que lo único que sintió fue un eco lejano. Durante los segundos que se tomó antes de responder, Lucía apretó tanto los labios intentando que nadie en la cafetería escuchara aquel infernal y delatador ruido que provenía de lo más profundo de sus entrañas que, instintivamente ocultó la boca tras la palma de una de las manos todavía húmedas de su propia saliva. –¿Cómo que te casas? –preguntó al fin. –Perdona que no te lo haya dicho antes, pero es que lo hemos decidido esta misma noche –respondió Almudena. –¿Y quién es el afortunado, si puede saberse? –Santiago, quién va a ser, aquel novio que tenía. –¿Santiago Acuña? Demonios, que callado os lo teníais. Claro, que no es difícil mantener algo en secreto cuando no se da señales de vida en meses. Almudena había llamado al camarero, que llegó farfullando algo por lo bajo, y pidió un desayuno completo: zumo de naranja, café, mermelada y un bollo de leche. –Es que he estado atareadísima. Ya te contaré... –se interrumpió bruscamente y cambió el rumbo de la conversación–. Oye, precisamente, después de hablar por teléfono contigo, he llamado a tu hermano y le he invitado a desayunar con nosotras. Tiene que estar al caer. –¿A mi hermano? –Sí, quiero que vosotros seáis mis padrinos de boda. Vosotros dos habéis sido, como quien dice, mi familia –dijo mientras mojaba el bollo de leche en el café–. Por cierto, creo recordar que estabas escribiendo una novela... –No me hables de eso, estoy bloqueada. Tengo escritos el prólogo y la primera parte, pero no arranco con la segunda. No sé que me pasa pero se me resiste. Todos los finales que se me ocurren son un poco absurdos. No doy con la idea buena. Pero no me cambies de tema. ¡Explícame lo de la boda! –Pues, nada, que Santiago me ha propuesto esta noche en matrimonio. Cuando he despertado, hace un par de horas, tenía sobre la cama un enorme ramo de rosas rojas y un anillo de pedida entre los pétalos de la más grande. Ha sido

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muy emocionante –juntaba los puños cerrados Almudena. –Bueno, pero una no se puede casar así como así, de la noche a la mañana. Hay que hacer los preparativos, comprar el vestido, reservar sitio en un restaurante para el banquete... –Santiago ha quedado en ocuparse de la reserva. Dice que lo mejor será celebrarlo aquí mismo, en el restaurante del Occidente. No vamos a invitar a mucha gente. Sólo a tu hermano y a ti. Será una celebración íntima. Y en cuanto al vestido, tenemos todo el día para elegir uno juntas. –En qué diablos habréis estado ocupados últimamente que habéis tenido que dejar para estas alturas algo tan importante como vuestra boda... ¿o es que no sabéis que pasado mañana se acaba el mundo? –alzaba las palmas de las manos por encima de la cabeza–. Siempre serás la misma, dejándolo todo para el final. Almudena no dijo nada y se limitó a ofrecerle una sonrisa por respuesta.

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Mario Urrestarazu llegó a la cafetería del Gran Hotel Occidente quince minutos después de que lo hiciera su hermana Lucía. Al ver a las dos amigas en una mesa, se acercó a ellas y besó a ambas en las mejillas. A su hermana le pasó un brazo por el hombro y sujetó la base del cuello durante un rato. –¿Pero qué ocurre? ¿Por qué tanto misterio? –preguntó mirando alternativamente a las dos mujeres mientras acariciaba las primeras vértebras cervicales de Lucía. A Mario le gustaba su hermana. Siempre, desde que no eran más que un par de críos, sintió una especial predilección por ella. Había un vínculo que los unía, al menos que le unía a él con ella, un vínculo de que sabía de su unidireccionalidad pero que nunca tuvo el atrevimiento de interrogarla sobre la posibilidad de una probable reciprocidad. El la quería con todo su alma, la adoraba y gustaba de expresar su amor con esas leves caricias de las vértebras de Lucía, una caricia muy suave que parecía sólo pretender acariciar el diminuto vello que, en este lugar crecía y que, para Mario, era un santuario en el que la obligada presencia y pleitesía no suponían pesar alguno. Mario se había levantado con una extraña y desacostumbrada sensación de claridez mental y levedad en el cuerpo que le había asombrado, no ya tanto por lo inhabitual de tal estado de gracia, sino por la placentera percepción que, frente a todo lo que ante él se mostraba, se le había despertado. Al poner el primer pie en el suelo y sin haber terminado de bajarse de la cama, ya notó que su cuerpo pesaba dos o tres kilos menos y que el pijama flotaba a un centímetro de su piel. Lejos de asustarse, sintió esa confortable sensación que produce el primer trago del vaso de güisqui, alcanzando en fondo del paladar, deslizándose por la garganta abajo, calentado la base del estómago, hiriendo, en definitiva, todas las entrañas y forjando en ellas una cicatriz que es un aviso que

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evitará que nuevos tragos de licor mellen nuestras paredes internas. El cerebro estaba completamente despejado, ágil, dispuesto a pensar en cualquier dirección. Ni siquiera se había lavado la cara cuando se sorprendió a sí mismo reflexionando, primero en esto, segundo sobre aquello, con una profundidad y una precisión dignas de alabanza, alabanza que no dudó en otorgarse en el tercero de sus pensamientos. Miró a Almudena y sonrió. Intentó que la sonrisa expresase la sorpresa que su hermana debía suponer que sentiría. Es posible que lo consiguiera. De cualquier manera, Lucía no debió de darse cuenta de nada, pues, eufórica, respondió, casi en un grito, a la pregunta de su hermano. –¡Que Almudena se casa con Santiago!

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El cielo estaba completamente despejado. Inusualmente despejado. No había nubes cruzándolo. El sol brillaba en el cenit y lo hacía como nunca jamás se atrevió a intentarlo. Hasta los rayos que emanaba surcaban el espacio a una velocidad altísima, mucho mayor que la de los días normales. Las barreras habían desaparecido. Los rayos eran libres y la libertad les sentaba tan bien que no ponían cuidado en ocultar su alegría. El cementerio aparecía bañado por toda aquella luz. Las lápidas, la hierba, el depósito de cadáveres, todo, hasta las rendijas más recónditas e inaccesibles, aquellas donde anidaban los insectos de la noche y se ocultaban esas criaturas que entienden como hogar la oscuridad, estaban inundadas de luz clara y serena. Los escasos asistentes a la ceremonia de inhumación que estaba a punto de celebrarse, incluso el sacerdote, portaban gafas ahumadas que no ocultaban, en ningún caso, unos ojos tristes y marcados por el llanto y la tristeza por el hombre perdido. Las gafas oscuras evitaban tener que mantener casi cerrados los ojos para evitar el deslumbramiento, para que los punzantes rayos de sol que parecían haber tomado cuerpo metamorfoseándose en largas agujas de coser, no hirieran el frágil interior de los ojos y que la sangre no de desparramase por ellos, inyectándolos en una laberinto de calles y callejuelas de venillas rotas. Nadie se dolía de la desaparición de aquel hombre. Sólo un compromiso atávico profundamente arraigado en lo profundo de sus esencias, había conseguido arrastrarlos hasta aquel lugar, el cementerio, que ni imponía respeto ni causaba temor, y que más bien invitaba, de lo bello y espléndido que se aparecía, a desparramarse entre los panteones y tumbarse al calor de las lápidas exultantes y acogedoras. Consideraban un trámite aquella ceremonia que cuanto antes acabase, antes podrían los asistentes a ella disfrutar del maravilloso día tercero antes del final. Tras sus gafas negras y apretando un gastado librito entre las manos, el sacerdote se dirigió a los allí congregados.

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–Recordemos la vida y la obra de este hombre –y limpió, con el borde de la mano, el polvo que, sobre la estela de mármol, ocultaba el nombre del difunto–, Juan Cabeza de Vaca, que supo vivir con arreglo a sus convicciones y mantener, con dignidad, todos sus creencias hasta el final de sus días. Reflexionemos un momento sobre lo significó él para nosotros. Lucía y Mario Urrestarazu, Almudena Dato y Santiago Acuña, los únicos cuatro asistentes al entierro, juntaron los dedos apoyándolos en el vientre o bajo el pecho o en la espalda a la altura de la cintura, y no pensaron en nada. Su mentes se encontraban completamente relajadas. No sentían nada. Sentían esa sensación extrema de placer y placidez que se confunde con la nada, que casi es nada. Mario se dispuso a recitar el breve discurso que había venido construyendo a lo largo del camino que lleva desde la puerta enrejada del cementerio hasta el nicho abierto que recogería el austero féretro de madera de pino. Los enterradores ya lo tenían todo dispuesto para alzarlo a los dos metros del suelo a los que se encontraba el nicho. Parecían impacientes por terminar de una vez. –Quiero, en mi nombre y en el de mi hermana, recordar aquí la figura de nuestro tío Juan. Creo que, después de toda una vida de desdichas, en su final fue feliz. Descanse en paz y gracias a todos. Los enterradores alzaron el féretro y lo hundieron en el nicho. Pusieron la placa de mármol por tapadera, y la sujetaron con cemento. Un par de minutos les llevó finalizar la operación. Para entonces eran los únicos que quedaban en el cementerio. A la salida, junto a la puerta enrejada, todos se separaron. Santiago debía atender asuntos ineludibles que le mantendrían ocupado hasta la hora de cenar. Casarse de repente no es algo tan sencillo. Tenía, al menos, que obtener la licencia matrimonial y apalabrar la hora concreta con el juez de paz. Esto sin tener en cuenta la elección del menú para el banquete, la compra del traje de etiqueta o la impresión, cuanto menos en una máquina de las de las estaciones del autobús, de unas tarjetas recordatorias del evento. Almudena adujo un vago compromiso en el Gran Hotel Occidente para no dar más explicaciones. Todos, sabiendo que se hallaba a veinticuatro horas de su boda, no insistieron, en la creencia de que cualquier cosa que tuviera que hacer, seguro que era harto importante. Mario se apresuró a señalarle que, puesto que él debía dirigirse en la misma dirección, podrían hacer el trayecto juntos. Y es que el ajetreo en el que las gentes de la ciudad se habían visto sumidas en estos últimos días, era de un ritmo insoportable, como guiado por el último de los demonios del último de los infiernos. Lucía tenía que ir también al Occidente. Pero prefirió farfullar una escusa, cualquier cosa sobre su novela inconclusa. Alguien a quien casi había logrado desterrar de su recuerdo, le había rogado encarecidamente que se reuniese con él en el bar. La voz que sonaba a través del teléfono lo hacía con tanta pena y era tal la melancolía que rebosaba, que fue incapaz de negarse. Y no es que ella tuviera por costumbre citarse con el primero que llama a su número de teléfono y le pide que

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La mesa de mármol blanco del bar del gran Hotel Occidente en la que Ricardo del Castillo aguardaba, comido por la impaciencia, la llegada de Lucía Urrestarazu, estaba sorprendentemente limpia y brillante. En verdad no era que estuviese limpia y brillante, sino que el polvo, que habitualmente todo lo cubría y hoy también lo hacía, había abandonado su rutina diaria que lo abocaba a la con-

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Ricardo del Castillo observaba, sentado en una butaca de respaldo alto, el diminuto cuadro que colgaba en el lugar más visible de la pared del salón de su casa. Se había hecho enmarcar la invitación oficial de gobierno en la cual se le invitaba a disfrutar, como derecho propio de todo ciudadano, de todos los actos previstos que, con motivo del fin del mundo, tendrían lugar un par de días después. Se sentía bien. No era tan dichoso desde hace tiempo. Y además, el magnífico tiempo que hacía en la calle, con ese sol soberbio que invadía el alma y la elevaba hasta la alegría, arrinconaba y destruía cualquier otro sentimiento, y lo hacía con tal ímpetu que parecía que siempre había morado el lugar que acababa de invadir, redoblaba sus ganas de vivir y le permitía, aunque fueran sólo horas lo que restaba para el final, soñar. Soñaba. Y del sueño pasó al intento de que el sueño se hiciera realidad. Recordó a aquella mujer que un día pensó que podría ser la suya y que el tiempo, aliado con el destino, le arrebató. Recordó a aquella mujer maravillosa de ojos luminosos en los que sostener la mirada era como observar directamente al sol, a ese mismo sol que ahora se salía de su madre. Lucía. ¿Qué hubiera sido de él si ella no la hubiese abandonado, harta como estaba de sus múltiples accesos maniáticos, si el tiempo hubiera transcurrido para con los dos juntos, sin distancias, sin olvidos? Había sido, decididamente, una buena idea llamarla la noche anterior. Sí. Aunque al principio no se encontraba dispuesta, aquella voz amarga y espinosa terminó por ceder y aceptar una cita. Sería una sola copa en el bar del Gran Hotel Occidente. Una, y no la molestaría más. ¡Quién sabe si ella sentía algo parecido! Podía quedar un resquicio para la esperanza. Debía de quedar un resquicio para la esperanza. Podía convertir la alegría que invadía su cuerpo en una felicidad fuera de todo límite y ajena a cualquier sistema de medida conocido o por conocer.

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tome una copa con él, pero una pena y una tristeza venidas váyase a saber de qué recóndito lugar en medio de la lucidez de aquel tercer día antes del fin, impidieron al no, brotar, claro y alto, de sus labios.

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fusión y a la antigeometría y aparecía ordenado sobre allí donde se posara. Parecía no haber polvo, el polvo semejaba haberse volatilizado como por arte de magia. El brillo que insultaba descaradamente con su aspecto magnánimo a quien lo mirara y pretendiese encontrar la respuesta a tan increíble fenómeno, había tomado posesión de lo que en adelante y hasta el momento final, consideraría su reino, un reino de luz, limpieza, orden y clarividencia. Pero no era brillo tal. Todo era ilusorio. Y geométrico. Las motas de polvo geométricamente dispuestas sobre las mesas, el suelo, los anaqueles, a la misma distancia unas de otras, buscaban, en lo perfecto, lo universal. Porque era orden hacia lo que todo parecía tender. Las mesas del bar, sin ir más lejos, estaban alineadas en perfecta geometría y si alguien dotado de los más exactos y sofisticados métodos de medición hubiera tenido el capricho de medir las distancias entre mesas, se hubiese sorprendido al observar que no sólo la distancia era perfecta entre unas y otras, sino que la relación que guardaban entre sí respondía a un orden superior de conocimiento reservado a geómetras eruditos y estudiosos de las leyes de la matemática. Y las copas, sobre el mostrador, que los clientes que se apoyaban en él dejaban a medio consumir mientras mantenían airadas conversaciones que, a veces, se convertían en disputas, y los propios codos de los clientes que se apoyaban en el mostrador e, incluso, las retahílas exacerbadas que salían de sus gargantas, todo ello, estaba contagiado de la locura del orden. Y si algo permanecía ajeno a la dictadura de esta norma, es bien seguro que era porque el momento de acatarla no le había llegado todavía, aunque por el temblor constante e inaplacable que sacudía a estos objetos hacía presagiar la inminencia del decisivo instante. Ricardo del Castillo pudo ver a una magnífica mujer envuelta en una aureola que brotaba de su piel y lanzaba rayos hasta casi un metro lejos de sí, entrar en el bar. En ese momento, el temblor que a él también le sacudía desde que se había levantado esta mañana, desapareció sin dejar rastro y dio paso a un ordenamiento interno de todas sus vísceras, carnes y sentimientos que hizo que casi se sintiese perfecto. Levantó un brazo en señal hacia Lucía que miraba discretamente en todas direcciones intentando reconocer una cara de la que no tenía recuerdo. Y, de repente, bajo aquel brazo alzado mostrando la palma en su dirección, recordó un rostro, una imagen, una historia, un pasado tan lejano y doloroso que había sido arrinconado, marginado, casi expulsado fuera de sus dominios. Era Ricardo, un viejo novio con el que rompió después de una difícil relación plagada de continuos accesos de locura, dolor y conmiseración. Hacía años que no sabía nada de él. –¡Lucía! –no pudo evitar gritar Ricardo del Castillo–. Aquí. Lucía se acercó a la mesa de Ricardo. Durante unos segundos dudó sobre la posibilidad de darse media vuelta y salir de allí: no tenía la menor intención de rememorar tiempos que, para ella, fueron dolorosos. Pero la mirada lánguida con que Ricardo la observaba desde el agujero del fondo de su silla era como la de un perro vagabundo que suplica un trozo de comida. Se soltó los dos botones de su

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americana y, se sentó. Ricardo le sonreía tratando de no parecer ansioso pero tampoco indiferente. –Hola Ricardo –dijo Lucía poniendo ambos brazos sobre la mesa en una actitud que parecía demostrar públicamente toda su fortaleza interior, una fortaleza a la que ningún loco desquiciado podría hacer mella nunca más–. ¿Qué tal te encuentras? Ricardo balbuceó al no poder recordar que era necesario dejar de sonreír para hablar con claridez. –Bien, bien. ¿Y tú? –¿Qué quieres? –interpeló Lucía dejando claro que era ella quien dirigía la conversación. El camarero se les acercó y se mantuvo inmóvil y silencioso junto a la mesa hasta que Ricardo, después de entrar, fugazmente, en los ojos de su antigua novia, pidió dos cafés. –Lucía, mujer, sólo pretendía saber de ti. Con esto del fin del mundo, pensé que estaría bien despedirse de las personas a las que uno ha querido. El camarero se acercaba a la mesa sujetando en la mano una bandeja circular con dos tazas de café y dos diminutos bollitos de crema sobre dos platos de cerámica blanca decorados en azul. La armonía de todo lo dispuesto sobre la bandeja era perfecta. Las tazas mantenían la misma distancia entre sí que los bollitos de crema y la de las unas sobre los otros era justo el doble que la anterior. Y tazas y bollos distaban lo mismo del borde de la bandeja. El camarero parecía no darse cuenta de ello. Había servido como siempre, sin ningún cuidado especial. No podía sentirse artífice de aquella perfección, pues había actuado de la misma manera que siempre lo hacía, es decir, colocando los cafés solicitados y los bollitos cortesía de la casa sin ningún cuidado especial distinto del de evitar, más o menos, que la bandeja se desequilibrara. Tomaron el café en silencio, Ricardo sin saber que decir y Lucía sin ganas de hacerlo. –¿Recuerdas que bien lo pasábamos juntos? –se atrevió a decir, por fin, Ricardo.

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Almudena Dato y Mario Urrestarazu habían llegado juntos en el mismo taxi al Gran Hotel Occidente. Después de abonar la carrera, se dirigieron a la entrada principal, justo en el momento en el que vieron como Lucía penetraba, sin verlos, por una de las puertas laterales al bar del hotel. Había venido en su coche particular y les extrañó que no hubiera dicho que ella se dirigía también al Occidente cuando Almudena y Mario señalaron su intención de ir allá. Bueno, quizás es que cambió de opinión por el camino. Llegaron hasta el registro y Mario solicitó, en voz baja, una habitación.

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–Jaime Casares García –dijo cuando el empleado le pidió su nombre–. Y señora. Insistió en pagar por adelantado un día completo. Habitación 336 podía leerse en medio de la llave magnética. Subieron al tercer piso. La habitación tenía una cama de matrimonio, dos mesillas y un escritorio con papel de carta y sobres membreteados. Mario cerró la puerta mientras Almudena se dirigía hacia la ventana y bajaba la persiana hasta dejar pasar un sólo resquicio de la cegadora del sol a la que le faltaban aún varias horas para menguar su intensidad. Se juntaron en medio de la habitación. Sonrieron y se besaron. Las manos de Mario recorrían el cuerpo de Almudena sobre sus ropas arrugándole el traje y la blusa, apretaban sus caderas, su espalda, sus pechos y se colaban bajo la falda buscando las zonas más cálidas entre sus muslos. Ella respondía a los estímulo de Mario presionándole con sus manos los hombros y la espalda y, no pudiendo contener por más tiempo el ansia de sentir el tacto de su piel, le desabotonaba la camisa sin antes despojarle de la chaqueta. Terminaron arrancándose la ropa con violencia y, desnudos, se metieron bajo las sábanas negras. Dos amantes que habían traído, desde antiguo, una historia con poco amor y mucho sexo hasta el presente. Cada uno de ellos sabía qué pretendía del otro y qué debía dar a cambio. Sostenían un secreto comercio carnal sustentado en el tiempo gracias a una sólida amistad. Habían disfrutado de buenas y malas épocas, alguno de ellos había desaparecido por largos períodos de tiempo. Pero la relación se mantenía. Porque no había compromisos. Sólo un comercio puro y duro. Esta era la última vez que se hacían el amor. Era su despedida.

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A lo largo de las dos horas que estuvieron juntos en el bar del Gran Hotel Occidente, Ricardo consiguió que, al menos en dos ocasiones, asomase en la boca de Lucía, una tímida sonrisa, débil en la primera ocasión, más templada en la segunda. No paró de rememorar los ratos buenos que habían pasado juntos. Las imágenes iban tomando forma en la mente de Lucía a medida que Ricardo narraba aquella historia que parecía referirse a otros y que, debía admitirlo, era la de ellos. Sí, es cierto, su relación fue muy desgraciada, tuvo momentos en los que estuvo a punto de mandarlo todo al infierno y abandonar por un atajo esta vida, pero también, en instantes en los que la locura de Ricardo daba paso a destellos de lucidez transitorios, fue feliz. Aunque sólo sea efímeramente feliz. Fue feliz al lado suyo porque le quiso. Sí, le quiso con toda su alma. Pero de eso ya no queda nada. Por suerte, el tiempo es un tamiz de grano grueso que cuela todos los malos tragos y deja que se los lleve la torrencial corriente del devenir. Suerte que en el tamiz quedan atrapadas esas pepitas de oro que son la felicidad.

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Almudena Dato bajó las escaleras del hotel. Un rato antes, lo había hecho Mario Urrestarazu. Después de hacerse el amor, habían dormido un rato, el sufi-

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Lucía sonrió por segunda vez cuando ya iban a despedirse. Hubiera preferido no saber nunca nada más de Ricardo. De hecho, hasta hoy no había tenido noticias de él en años. Lo tenía enterrado bajo dos metros de tierra en el cementerio de las ideas muertas, allá en la zona oscura del pensamiento. Pero ahora, y después del par de horas juntos delante de un café, no podía decir que se arrepintiera. Bueno, quizás así las cosas estaban mejor. No había por que arrastrar rencores más lejos de este mundo. Estaba bien quedar en paz con todo y con todos. No le había costado tanto esfuerzo. El tamiz de grano grueso había realizado bien su labor y el contacto con Ricardo, el loco, no le había dolido nada. Hasta debía de reconocer que había disfrutado escuchándole. ¡Quién lo iba a decir! Disfrutar con Ricardo. Parecía estar muy mejorado. Es posible, como él decía, que se hubiera curado. Mejor para él. Se merece, todos nos merecemos, un final del mundo feliz. Decía que por fin había alcanzado su equilibrio, que todo estaba en orden, que ya era perfecto... Lucía se levantó, al dar por finalizado el encuentro con el ocaso de su segunda sonrisa. –Pero, ¿adónde vas? –inquirió, asustado ante la posibilidad de no verla nunca más, Ricardo. –He de irme. Tengo muchas cosas de hacer antes de la noche. Ya sabes que con el fin del mundo tan cerca, todo son quehaceres y trabajos de última hora –le respondió Lucía tratando de no exaltarlo. –Pero yo pensaba que podríamos pasar más tiempo juntos, que podríamos ver el final el uno junto al otro... –Eso no es posible, Ricardo. Es demasiado tarde. –¡No te vayas así por favor! Antes te he mentido. En mi vida no es todo perfecto. Bueno, casi lo es. Sólo me falta un pequeño detalle: tú. Necesito que me ayudes, necesito estar contigo. Si no puede ser en el fin del mundo, por lo menos dame un rato más. Una única cita, por favor. Sólo eso, nos despediremos para siempre y no te molestaré más. Te lo pido por lo que fuimos. Ricardo del Castillo casi lloraba. Lucía volvió a sentir la sensación de encontrarse ante el perro vagabundo que suplica un trozo de comida. No pudo negarse a los ojos llorones y suplicantes de Ricardo. –De acuerdo. Una sola cita más. Y después será el adiós para siempre. Mañana. En la cena. Reserva una mesa para dos en el restaurante. El perro vagabundo entreabrió la boca, sacó la lengua y la saliva resbaló al suelo.

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ciente para el sol cayese por el lado oculto del horizonte y la penumbra volviera a presidir la vida y los actos de los habitantes de la ciudad. Un dominio que duraría unas horas para ceder, sin pena, de nuevo el tiempo a la luz, pues a no tardar, en no más de dos días, habría de llegar el momento, para la oscuridad, de gobernar definitivamente y para siempre. Entró en el restaurante. Buscó con la mirada al que mañana habría de ser su marido por el resto de sus días, por el día que resta en sus vidas. Lo halló sentado a una mesa inmerso en el estudio de la carta. –¡Vaya! –exclamó Santiago Acuña al sentir la presencia de Almudena junto a él–. ¿Qué has hecho toda la tarde? –Nada. Perder el tiempo por ahí. Ya puedes imaginarte, los preparativos de la boda están a punto de producirme una ataque de nervios. Era ya de noche y en el restaurante las bombillas brillaban tanto en el interior de las lámparas del techo, que parecía que iban a explotar de un momento a otro, como en un fuego de artificio, y todos exclamarían, al verlo, ah, oh, y se morirían bajo una lluvia de cristales rotos y de luz abrasadora. Almudena se sentó frente a Santiago. –Pídeme cualquier cosa –señaló. Santiago llamó al camarero, que llegó hasta ellos con el traje más pulcro y los botones más brillantes que había usado en su vida. Anotó el menú elegido en una libreta que sostenía en la mano izquierda, mientras que la derecha guiaba con precisión un lápiz del que nacía una letra digna de los calígrafos de la corte real. –Dime, Santiago, ¿crees que vamos a ser felices? –Mujer, ¿por qué dices esas cosas? Claro que vamos a ser felices. Vamos a ser tan felices como nunca lo hemos sido. ¿Qué otra cosa nos resta por hacer en este mundo sino ser felices? Todo lo demás ya lo hemos realizado. –¿Estás seguro? ¿No me mientes? –¡Cómo te iba yo a mentir a ti, cariño! No te preocupes, no pienses más en ello. Confía en mí. Seremos felices durante todos y cada uno de los minutos que nos restan de vida juntos. –Tengo miedo, Santiago. Tengo miedo de que nos estemos equivocando y de que la boda no sea una buena idea. –No digas eso, amor mío. Éste era, desde siempre, nuestro sueño eternamente aplazado. Ahora tenemos la posibilidad de cumplirlo. Vamos a ir hasta el final juntos, unidos de la mano. Almudena Dato escondió la cabeza en el pecho unos momentos. Pero la duda pasó tan rápido como vino. –De acuerdo, Santiago. Adelante. Sabes que te quiero con toda mi alma. Haya lo que haya después del final de mundo, te querré siempre. Y una sonrisa iluminada por la luz exuberante de los candelabros eléctricos que colgaban del techo, no volvió a abandonar su rostro el resto de la cena.

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En los cafés, se presentó, radiante, Lucía. Había pasado la tarde, desde que se despidió de Ricardo del Castillo, trabajando en su novela. Un Mundo Perfecto ya penetraba varias páginas en su segunda parte. Lucía se hallaba exultante. Acabaría la novela. Desde luego. Una nueva posibilidad se había abierto después del encuentro con Ricardo. Qué demonios, ¿no había él conseguido que su mundo fuera perfecto, o al menos casi perfecto, y luchaba por que lo que aún no le permitía serlo, ella, cambiara de actitud? Si un loco desquiciado como su antiguo novio podía terminar en orden el mundo, ella, mucho más cuerda y dueña de una lucidez que estaba segura que alboreaba y se incrementaba con el tiempo, estaba capacitada para conseguirlo también. Y desde luego era mucho más sencillo escribir las páginas finales de un libro que conseguir cualquier tipo de reconciliación entre dos personas separadas por varios abismos. Claro que terminaría la novela. El primer paso lo había dado cuando llegó a casa. Se sentó ante el ordenador sin tan siquiera haberse quitado los zapatos, y comenzó a escribir compulsivamente. Diecisiete páginas de un tirón eran el resultado. Y diecisiete páginas válidas que habían soportado una de las más difíciles pruebas a las que sometía a sus textos: la primera lectura. –Vamos, vamos, Almudena. Tenemos muchas cosas que hacer todavía, hoy. Hay que comprar el vestido de novia y elegir uno perfecto no es cosa sencilla –dijo mirando a Santiago Acuña en lo que era un amistoso reproche. Almudena bebió el café que quedaba en el fondo de su taza y cuando, una vez apurado, posó ésta sobre el mantel, se desató una tormenta de armonía en la mesa donde todo, los platos vacíos, los vasos con marcas de carmín de labios en los bordes, los cubiertos sucios de restos de comida e, incluso, los antebrazos que Santiago descansaba atrapando bajo ellos las servilletas que todavía habrían de serles útiles otra vez antes de levantarse, fue la más cabal de las combinaciones que, de entre todas la probabilidades imaginables, podía haber existido. Almudena se levantó cuando Lucía ya tironeaba de su brazo con insistencia. –Bueno, ya voy, ya voy –decía complacida. Y mirando a su prometido añadió–: dentro de un par de horas nos vemos. Hemos quedado con Mario para tomar unas copas juntos. Será nuestra despedida de solteros. Santiago se quedó solo fumando en silencio el puro que había encendido con el primer sorbo de café y pretendía le durase hasta la última gota de la copa de coñac, cuyo aroma acariciaba la cara interna de sus narices para descender, por la tráquea, hasta los pulmones, donde se dispersaba ordenadamente y ocupaba hasta el último alvéolo en cantidades proporcionales al tamaño de cada unos de ellos, más en los grandes, menos en los diminutos, una ínfima parte en los microscópicos.

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–Pues sí, esta tarde me he puesto otra vez con la novela. ¡Y he escrito de un tirón casi veinte páginas! –le decía Lucía a Almudena mientras andaban con ambas manos repletas de bolsas de plástico que contenían tres horas de tiendas y compras. Los almacenes de veinticuatro horas eran algo habitual en la ciudad desde que los comerciantes se declararon la guerra entre sí hace varias décadas. Ahora todo valía y las normas no existían. El lema era vender a toda costa. Almudena, que no tenía el mayor interés por los propósitos literarios de su amiga, trató de no ser descortés y fingió unas palabras de complacencia. Pero para ella había un solo asunto rondando en el interior de su cabeza. Mañana por la mañana, dentro de escasas doce horas, cumpliría uno de los sueños de su vida: se casaría con Santiago. ¿El vestido de novia que acababan de comprar sería el más adecuado? ¿Le sentaría bien en el talle después de haber sido retocado, sin quitárselo de encima, en el mismo comercio donde lo había comprado unos minutos antes, por una modista excesivamente amable que, con toda probabilidad, su único interés era venderle el traje? ¿Habría conseguido Santiago una buena mesa para el banquete nupcial? Y el menú, ¿sería perfecto? La noche hace tiempo que era cerrada. No obstante, nadie en la ciudad se había recogido en sus casas, lo habitual en cualquier día ordinario. Las calles eran un enjambre de hombres y mujeres de todas las edades, de todas las condiciones conocidas, que se mezclaban entre sí y acudían a lugares y llegaban de sitios desconocidos y quizás inexistentes. Parecía que lo único que importaba era desarrollar una actividad frenética. Los escaparates de las tiendas permanecían encendidos, y todas, incluso aquellas pocas que acostumbraban a restringir sus horarios, estaban abiertas y los clientes entraban y salían, compraban y devolvían vorazmente. Un murmullo de voces, que por momentos dejaba de ser murmullo para convertirse en estruendo, flotaba sobre las cabezas, a no demasiada distancia, y se extendía hacia las zonas residenciales donde no existían comercios y allí, los pocos hombres y las pocas mujeres que podían quedar en sus hogares, ajenos al ajetreo exterior, se contagiaban al escuchar el murmullo que se colaba por las ventanas mal cerradas, se lanzaban con lo que llevasen puesto a la calle y se mezclaban con la muchedumbre que viene o que va a destinos desconocidos o, quizás, inexistentes. Lucía y Almudena se encaminaron hacia el Gran Hotel Occidente. Cargadas como iban, con las manos ocupadas por las bolsas de plástico que guardaban todo lo necesario para los futuros esposos, se hacía difícil caminar en contra de la corriente humana que pretendía comprimirlas desde todas las direcciones. Cuando llegaron al hotel, se encontraban exhaustas. En la entrada, les recibió un conserje a cuyo cargo dejaron los bultos. Santiago habría reservado para entonces una habitación en la que disfrutarían de la noche de bodas y a la que Almudena y Lucía acudirían a primera hora de la mañana para vestirse con calma.

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El conserje comprobó la reserva. En efecto, había una reserva a nombre del señor Acuña: habitación 306. Mandó llamar a un botones para que le ayudase con la carga. Las dos amigas se dirigieron al bar. En la barra las esperaban ya Mario y Santiago frente dos copas de güisqui con hielo. Se besaron y Santiago pidió bebidas para las mujeres. Era su despedida de soltero y la de su prometida. Estaba algo bebido pues se había tomado unas cuantas copas por su cuenta antes de venir al Occidente. Uno no se casa todos los días.

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La noche cayó unos minutos antes de lo habitual y el día se alzó unos minutos antes de lo habitual. La multitud no había menguado lo suficiente para poder dejar de ser llamada multitud porque los que se habían retirado a sus casas abandonando sus locos y nocturnos paseos, lo habían hecho sólo durante unos minutos, los justos para ponerse sus trajes de faena e incorporarse en sus puestos de trabajo, muchos de ellos, barrenderos, vendedores de periódicos, taxistas, feriantes, carteros, policías urbanos, peones de la construcción, limpiabotas o conductores de autobús, en la misma calle que un rato antes habían abarrotado. Se podría describir con todo lujo de detalles la extraordinaria escena que las gotas de agua provenientes de las mangueras de los camiones del servicio municipal encargado del riego de las calles, componían armónicamente en el espacio y en el tiempo, sobre todo en el instante en el que los primeros rayos de la luz del sol matinal, robustos para la hora de que todavía era, las atravesaban de parte a parte descomponiéndose en todos los colores del arco iris. Podría narrarse con todo detalle esta escena, pero una mucho más prodigiosa había tenido lugar durante toda la noche y aplazaba, al alzarse el sol por el levante, la posibilidad de poder seguir admirándola hasta el nuevo ocaso. Y era ésta que las constelaciones, la miríada de astros y estrellas que habitualmente invadían el firmamento nocturno sin orden ni concierto aparente, al menos sin orden lógico o geométrico al alcance de la comprensión de los seres y animales que habitaban la ciudad, sin emitir previo aviso ni señal que pudiera alertar de su intención, había comenzado a moverse muy, muy despacio, tan despacio que este movimiento se mostraba invisible al ojo humano. Se estaban ordenando. Se estaban situando a la misma distancia unas de otras, estaban adquiriendo la misma intensidad en su brillo unas y las otras. Allí arriba, el Cuadrado de Pegaso, el caballo alado, que fue casi geométricamente perfecto durante millones de años, emprendió, en una sola noche, la cuadratura que supuso que los trazos imaginarios que unían sus cuatro vértices formaran ángulos rectos exactos, y se convirtió, de esta manera, en la perfección

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absoluta. Su constelación adyacente, la casi lineal Andrómeda, terminó de alinearse y quedó inmóvil para siempre como cola de una sola crin del caballo mitológico. A dos pasos de la Osa Mayor, el Cisne comenzó a alejarse de su vecino, Cefeo, mientras su estrella más brillante, Deneb, se movía buscando el punto en el que la distancia de Vega, de Altair y del propio Cefeo, fuese idéntica. Deneb, diez mil veces más luminosa que el Sol, y Altair, únicamente nueve veces más intensa, trataban de equilibrar sus potencias a marchas forzadas, gracias al súbito incremento de su luminosidad que una emprendió y a la inmolación, hasta casi las puertas de la muerte, que la otra se impuso entre sus deberes. El mejor cazador del firmamento, Orión, dio orden a sus perros, el Can Mayor y el Can Menor, para que se aproximaran a él y cuando tuvo a ambos a la misma distancia, los detuvo con un grito, primero al mayor, pues era el que más rápido se le había acercado, y después al menor, de carrera algo más lenta. El propio cazador, en el momento en el que sus animales se sentaron frente a él, se cuadranguló e hizo que sus armas predilectas, las dos estrellas que portaba en el Cinturón, se situaran equidistantes de todos los puntos de su cuerpo, para así garantizar la máxima presteza en su desenfundamiento cuando las presas, el Pavo, la Grulla, el Fénix, el Tucán o el magnífico Pez Austral, se vislumbrasen en el horizonte. El Puño de la Espada, a medio camino entre Perseo y Casiopea, era el único que no se movió durante el maravilloso baile del firmamento, pues siempre fue, distando por igual de ambas constelaciones, su posición exacta y precisa desde cualquier punto de vista que se observase el cielo. La ordenación de los astros y de las estrellas no había concluido en el momento en el que el día comenzó a clarear. Ocultas por la luz del sol, continuarán sus desplazamiento en el firmamento en búsqueda de la perfección. Seguro que, cuando caiga de nuevo la noche, se hallarán en lugares más cercanos a la ansiada perfección, que en los que el alba les sorprendió.

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Lucía golpeó con los nudillos, pocos minutos antes de las nueve de la mañana, la puerta de la habitación del hotel que el día anterior había reservado Santiago. Tardó bastante tiempo en abrirse la puerta. En un principio, temió que a Almudena le hubiera ocurrido algo desde que se habían despedido anoche, después de tomar varias copas. Almudena, que no había podido conciliar el sueño a causa de los nervios que el casarse al día siguiente le producían, había resuelto marcharse pronto al hotel, al que llegó justo cuando, en la cafetería, se había abierto el turno de desayunos. Bebió un café con leche e intentó comer una rebanada de pan tostado con mantequilla y mermelada, pero la excitación que la carcomía por dentro, no le permitió pasarla y se quedó, mordisqueada, en el plato. Había

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subido a la habitación 306 donde, extendido sobre la cama, se hallaba el vestido que horas después luciría en el juzgado de la ciudad. A sus pies, las bolsas de plástico que contenían los zapatos, la ropa interior, los cosméticos y todos los complementos que habían adquirido la pasada noche, se apretaban ordenadamente unos junto a los otros. Intentando engañar a la creciente ansiedad que se apoderaba de ella, llenó la bañera de agua caliente hasta el borde, se desnudó e introdujo, lentamente, su cuerpo dentro. Unos minutos después se había quedado dormida hasta el momento en el que los golpes de Lucía en la puerta la despertaron. Cuando Almudena abrió, por fin, la puerta, chorreando agua por toda la moqueta y cubierta únicamente por una toalla blanca con el anagrama del hotel bordado en hilo dorado, Lucía se tranquilizó. –Pensé que te había ocurrido algo. –Oh, no. Creo que me he quedado dormida unos minutos –dijo mientras con una mano se sujetaba la toalla al pecho y con la otra se retiraba el pelo mojado de la cara. Lucía entró en la habitación cerrando tras de sí la puerta. –¡Vamos! ¿Qué haces todavía así todavía? –le dijo, medio en broma, a modo de saludo–. Sécate de una vez que tenemos mucho que hacer. Y era cierto. Vestir a una novia poseída por un vendaval de nervios y vestirse, luego, ella misma, en el poco tiempo que restaba, no fue tarea fácil. Continuamente Almudena interrumpía a su amiga que, agachada a sus pies, retocaba el dobladillo del vestido, estiraba las medias introduciendo, sin pudor, las manos debajo de la falda o se esmeraba en que el perfil de los labios hubiera sido pintado con nitidez. –¿Me sienta bien? –interrumpía por enésima vez Almudena. –Estás preciosa, como si tu cuerpo hubiera sido fabricado para este vestido –le respondía Lucía mecánicamente sin desviar la atención de su labor. –¿Seguro? –dudaba la novia. –Segurísimo.

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A las doce menos diez, treinta y seis horas antes del fin del mundo, Mario Urrestarazu tranquilizaba a Santiago Acuña. Vestidos ambos de etiqueta, esperaban desde hace veinte minutos frente a las puertas del juzgado de paz de la ciudad. –Estarán al caer, no te preocupes. Santiago no podía evitar atormentarse con la duda. ¿Se presentaría Almudena a la boda? Es posible que en el último momento se echase atrás. Era bien capaz de hacerlo. La conocía lo suficiente para saberlo. Estaba seguro de que era capaz de no acudir a la boda y dejarle plantado. Había reservado hora con el juez a las doce en punto del mediodía. ¿A qué

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Hace rato que habían dado las cuatro de la tarde en el reloj del restaurante del Gran Hotel Occidente, cuando sirvieron los postres. Los hermanos Urrestarazu y Almudena y Santiago, ya señores de Acuña, habían disfrutado de un banquete nupcial por todo lo alto. Absolutamente de nada se privaron los comensales. Y es que Santiago, que es quién iba a pagar la minuta, decidió que en un día como el presente, único en la vida de una hombre, no debía poner límite alguno a las ganas de fiesta y alegría de los que, con él, lo festejaban. Hoy todo era felicidad. Con una gran porción de bizcocho helado en sus platos y varias copas de alcohol en el cuerpo, los ánimos de los cuatro amigos se habían excitado y, en la mesa, todos trataban de que todos prestasen atención a las palabras que cada uno tenía que decir. Mario, quizás el más habituado a beber y, por lo tanto, el más ducho en las vicisitudes del diálogo entre exaltados por los vapores del alcohol, consiguió que se hiciera el silencio durante el instante que necesitó para colocar, magistralmente, la introducción a su disertación. –Por cierto, ¿conocéis vosotros la leyenda de los perros de Orión? –¿Qué perros? –preguntó Almudena con una copa de champán entre las manos. –Los perros de Orión, el cazador. Viven en una tierra lejana, muy lejana, de la que casi nadie sabe nada. Yo conocí su historia de boca de un viejo montañero observador del firmamento que me la contó durante el transcurso de un campamento de verano cuando era pequeño. Sí queréis, puedo relatárosla. Mario tenía fama de buen fabulista y de mejor narrador. Excitada la imaginación de los comensales por los efectos de la comida, del vino y del champán,

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esperaban para llegar? –Hay mucho tráfico. La carretera está imposible. Dales un poco más de tiempo –aducía Mario. Por fin, un taxi paró frente al juzgado. Lucía se apeó por una de las puertas y, levantándose la falda sobre los muslos para poder caminar más deprisa, dio la vuelta al vehículo y abrió la portezuela de aquel lado. Allí estaba Almudena, resplandeciente, embutida en su vestido de boda blanco. Mario, como le correspondía en su condición de padrino, ofreció su mano para ayudarla a descender del taxi. –Estás soberbia –le dijo al oído mientras Lucía se afanaba para que el velo no tocara el suelo. Almudena sonreía sin decir nada. Miró al que dentro de unos minutos habría de ser su marido. –Adelante, Santiago, ha llegado la hora. Fue su última frase pronunciada de soltera.

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Los perros de Orión se desplazaban, a la vera de su señor, arrastrando sin esfuerzo unos muy singulares escudos áureos sujetos entre sus firmes garras. Guiaban, con sabiduría, a Orión, el cazador, a través de los océanos de la incertidumbre, de ese caos eterno que confunde a quien pretenda comprenderlo. Dicen que cualquiera puede perderse en Firmamento, la tierra de Orión y de sus perros. Pues ese, y no otro, era el verdadero nombre del país, el que decidieron otorgarle quienes lo crearon, quién sabe si en un momento de lucidez extrema o en la más repugnante de las borracheras. Era cierto que cualquiera podía perderse, y no era menos cierto que a veces ellos mismos, los más bravos habitantes de Firmamento, se perdían en su propio país; pero sólo permanecían extraviados durante una inapreciable fracción de tiempo porque sus instintos, habitualmente humedecidos por la niebla de la memoria y aletargados en el desierto de la oxidación, renacían durante una milésima parte de instante y, rectificando las coordenadas equivocadas, restablecían los sistemas de referencia y la brújula de la punta de sus hocicos volvía a ser, en el deseo de que esta vez fuera para siempre, la guía maestra de sus viajes a través de Firmamento. Se dirigían hacia el lugar exacto. Porque era hacia el lugar exacto, hacia Lugar Exacto, la dirección que todos los perros de Orión decidían emprender. ¡Y eran tantos los caminos que conducían a él...! Parecía que los confundieran. Mas no. Eran tantos que nunca equivocaban el destino. Por eso, porque eran tantos y, al final, eran el mismo. Su dignidad impasible atravesaba mil veces por segundo sus rostros, impasibles, desde el ojo bueno a la cima del cráneo, desde la ceja derecha hasta el lóbulo de la oreja izquierda, desde el horizonte de la frente hasta la brújula de la punta del hocico. Y la dignidad nunca se instalaba a vivir definitivamente en la casa que llamaban Rostro sino que era navegante en los cuerpos de los perros. Era navegante también la dignidad, como ellos mismos lo eran, una navegante prácticamente eterna, que aunque no tuviera como residencia moradas fijas, sí pasaba tantas veces a través de sus puertas, poros y ventanas que no era extraño que diese la impresión de ser genuina del lugar. Y esto es lo que se llamó el rictus de los perros de Orión. Esto, y el hecho de que nunca hablaban, ni entre sí ni a nadie, porque cualquier palabra lanzada al aire hubiera supuesto quebrar el hierático gesto que dominaba sus semblantes e impedir, poniendo como obstáculos casi insalvables las arrugas de la carne y de la piel, el paso de las ráfagas de la dignidad atravesando las autopistas faciales a velocidades increíbles para todos nosotros, los morta-

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bien podía ser ésta una buena sobremesa. –Adelante, pues –ordenó en nombre de todos Almudena. Y se terminó, de un trago, el contenido de su copa.

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les, y nada extraordinarias para seres de su naturaleza. Y no hablaban porque tampoco tenían demasiado que decirse, porque bastante tiempo y trabajo ocupaban en el esfuerzo de mantenerse dentro de sus severos semblantes y empujar los escudos áureos arriba y abajo, hacia el oriente o hacia el poniente, o hacia rumbos carentes de nombre en nuestro idioma, como para poder permitirse perder el tiempo en algo tan insulso como la palabra. Bastaría que crearan unas pocas frases, bastaría incluso con las palabras que los dedos de una mano puedan contar sin repetirse, para que el colapso se produjese en Rostro, para que la muerte invadiera sus cuerpos. Bastarían tres o cuatro palabras y ellas tres o cuatro se resumirían en una sola: suicidio. En cierto modo, eran bellos, a pesar de no ser apuestos en su porte, ni distinguidos en su vestimenta. Seguro cualquiera de las primitivas culturas que conocían y conservaban el concepto de belleza como algo estable e inamovible, apreciarían, en el porte de los perros de Orión, la presencia de lo bello. Aunque se tratara de culturas cuyos ideas sobre lo bello nada tengan de común entre sí. Sobre todo si tenemos en cuenta que los millones de destellos producidos por las ráfagas de la dignidad al atravesar a gran velocidad las autopistas faciales fueron interpretados erróneamente como índices de inteligencia que los hacían parecer, si cabe, más nobles y poderosos. En sus axilas vivían orugas envueltas en capullos de hilo revuelto. No se sabe desde cuándo ni porqué. Vivían y se esperaba que un día rompieran su casa y renaciesen a la vida. Nunca nadie vio a ninguna brotar de los capullos. ¿Qué hacían las orugas encapulladas envueltas en el vello negro de las axilas de los perros de Orión? ¿Creían que era esa su casa, la que se les había otorgado en este mundo? ¿Hasta cuándo vivirían allí? ¿Dormirían para siempre? ¿La esperanza de que algún día surgieran de su inconsciencia era sólo un deseo perdido en los subsuelos brumosos del pensamiento de todos los que conocieron al cazador Orión y a sus magníficos perros parasitados? ¿Eran las orugas encapulladas la respuesta a alguna pregunta, la clave que permitía interpretar los oráculos? ¿O eran sólo unos pequeños y repugnantes animales inofensivos que, embargados por la pereza, no se decidían nunca a renacer? El mar sobre el que viajaban los perros de Orión, ¡él si que era poderoso y absoluto! Un mar de negrura y silencio insondables plagado de calles, callejuelas, caminos y vericuetos. Un mar en eterna paz y en cálida calma: el mar del sosiego, llamado también océano de la incertidumbre por la multitud de vías que, sobre las que establecer informaciones, poseía. El mar sobre el que se decidían los rumbos a emprender, en el que se orientaban los perros de Orión, sobre el que viajaban y, sobre todo, sobre el que vivían. Vivían en él, sí, pues el rumbo era casi el destino y navegar se tornaba, para los perros, en existir. A los perros de Orión les acompañaban, siempre sobre sus cabezas, unos sonidos de dificultosa audición, no por ya por su escaso volumen sino por la rareza de su musicalidad: los himnos de la victoria, provenientes de la mismísima bóveda que cubre a la bóveda celeste. La función de los himnos fue siempre la de

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propiciar el abotargamiento de las vías de comunicación que, entre todas las habitaciones del cerebro de los perros de Orión existen y, de esta manera, evitar que, tras cópulas e impulsos, los pensamientos nacieran y se trasladasen a las patas, o al estómago, o al páncreas. El himno era, según desde antaño circuló en las epopeyas del cielo, el canto alegre de los dioses vencedores que celebraban, durante una larga eternidad, su propia observación. Circulaban, es cierto, también las malas lenguas, y eran sus dueños los que afirmaban que el himno no era tal, y que tan sólo se trataba de un último lamento lastimero de algún dios derrotado y tocado por la muerte que, acostado ya en su propio nicho mortuorio, esperaba, más bien rogaba, que alguien que tuviese piedad suficiente para empujar la losa de piedra que oscurecería su cama, lo hiciese y quedara ya definitivamente rubricado su final. En los límites de Firmamento había murallas. Los perros de Orión tomaban algún que otro ladrillo de las murallas y éstas no se resquebrajaban. No caían heridas en su carne, sangrando o retorciéndose de dolor arrugadas en el piso de terraza. No se derrumbaban para ser tragadas por el mar. No. Resistían. Y por algún misterioso procedimiento, regeneraban al momento el miembro perdido y el que nacía llenaba el hueco sin resquicios ni fisuras. Por cierto, en las murallas había seres anidando. De ellos poco se sabía. Ni su proveniencia, ni su porqué, ni la fecha de su desaparición, si es que tienen, como se sospechó siempre en lo relativo a los todos los seres conocidos del mundo bajo Firmamento, por destino, la desaparición. Anidaban y eso bastaba. Los escudos áureos que arrastran los perros de Orión no eran naves para surcar el mar, no eran máquinas de guerra para conquistar exóticas naciones que añadir a la gloria del imperio, no eran instrumentos de navegación para facilitar la búsqueda de los rumbos adecuados, no eran jaulas en las que encerrar enemigos de la corona ni cobijos para los días difíciles. Eran sólo escudos. Escudos tras los que parapetarse. Eran, los escudos áureos, la gran mentira de la navegación. Tanto que los perros de Orión y toda su dignidad arrastrada, juraban y perjuraban en sus mentes y, de poder hablar sin peligro de congestionar Rostro con las innumerables ráfagas de la dignidad atoradas en las barricadas de carne y piel, lo hubieran gritado sin pesar, que la función de su existencia no era ni más ni menos que esa misma, existir, y que los escudos áureos únicamente podían ser vistos como un accidente circunstancial en sus vidas. Pero sin ellos no hubieran podido sobrevivir. Los necesitaban como un bebé necesita aferrarse a todo lo que se parezca al pezón de su madre, aunque esté yermo o muerto. Sin ellos, sin los escudos áureos, no eran nada. Unos pobres seres desnudos e indefensos. Sobre ellos caerían los himnos de la victoria deslizándose por los chorros de la luz del cenit. Caerían con todo su peso y les aplastarían. Matándolos. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? Eran, para los propios perros, preguntas malditas. Venían de Origen y eran, quizás, ellos mismos Origen. Una raza antiquísi-

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ma, de escasa evolución a lo largo de los siglos, de escasa evolución intelectual y física, a pesar de que su civilización tecnológica fue la más alta jamás alcanzada. Eran Origen y cuando unos se dirigían a otros y se comunicaban a través de un complejo lenguaje de miradas, siempre decían Origen. Origen era una mirada de millones de matices. Su propio nombre es posible que estuviese maldito. Cuando alguno de ellos acariciaba el matiz que para la palabra Origen tenía el significado de suicidio, un leve arqueamiento del labio superior unido a una inhalación de aire por la nariz, todos los que junto a él se encontraban le bombardeaban una y mil veces con la palabra Origen una y mil veces de forma diferente matizada. Matices como el que alzaba bruscamente el seno de la cara y significaba afecto, o el que mostraba en un instante la base del mentón y quería decir amistad, o el que alisaba las arrugas de la frente y gritaba te amo. Nadie ajeno a ellos supo comprender alguno más que unos pocos matices de los casi infinitos que, para la palabra Origen, poseían. Pudieron llegar a traducir, en los casos de largo estudio y ardua dedicación, unas pocas decenas de matices en sus cuadernos. Unas pocas decenas de palabras en un cuaderno de campo de significado inseguro que se convirtieron en un inútil prontuario sin sentido. Quisieron avisarles. Algunos los visitaron y se les acercaron para prevenirles sobre lo que les ocurría, sobre el destino escrito para su causa, sobre lo absurdo de su existencia. Trataron de que se dieran cuenta de lo irracional de su modo de vida, de la artificiosidad de su porte, de todo lo de que las autopistas de Rostro les alejaba. Maldijeron su terquedad en mantenerse dentro de los rictus severos, porque ello era lo que, día a día, les mataba. Estuvieron a punto de decirles que ya estaban muertos. Porque, en cierto modo, lo estaban. Porque eso que se movía y navegaba arrastrando los escudos áureos eran tan sólo patéticos fantasmas y lo que los ojos de los visitantes percibían era la solitaria sábana hueca que para los espectros suponía piel, carne y alma, y bajo la cual no hay nada. Nada. No eran sino una más de las orugas encapulladas que parasitaban sus axilas. De la colonia de orugas dormidas, ellos eran la gran oruga gigante. Y dormida. Les rogaron que despertaran pues aún estaban a tiempo de hacerlo. Al final, desistieron. Y abandonaron. Desde entonces siempre hay perros de Orión cruzando el Firmamento. Porque, ya lo he dicho, para los perros de Orión, navegar es existir y cualquier puerto en el que arribar, la muerte.

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–Oh, Mario, es una historia realmente triste –dijo Almudena rompiendo el silencio al que el final de la narración había dado paso. –Diantre, sí que lo es –añadió Santiago quebrando, a su vez, el halo mágico que los había mantenido inmóviles durante todo el tiempo que duró la narra-

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–Los pobres perros de Orión morirían si lograran encontrar una casa en un puerto donde poder cobijarse y vivir. Pobrecitos. –Bueno, yo creo que ellos sí buscaban, en su fuero interno, una casa. La deseaban encontrar con todas sus fuerzas. Recordad Lugar Exacto. Menos mal que, gracias a que los caminos que se dirigían a él eran prácticamente infinitos, nunca lo encontraban. Porque hallarlo hubiera significado su muerte –repuso Mario. Las manos de los cuatro amigos que se sentaban en torno a la mesa quedaron dispuestas sobre el mantel, con las palmas hacia abajo. Los dedos anulares de Santiago y de Almudena lucían dos brillantes alianzas, circulares, áureas. –¡Qué desgraciados! Buscar durante años y años un lugar y no poder acercarse a él porque hacerlo significaría morir –se lamentó Almudena. –Los perros no sabían que su verdadera casa era el viaje. –Claro, cómo iban a poder pensar en ello si bastante trabajo les causaba no atorar Rostro con obstáculos que imposibilitaran el paso de las ráfagas de la dignidad. Tenían que mantener el rictus –dijo Santiago. Y miró fijamente a Almudena–. No lo olvides. –Ni siquiera podían hablar. Es cierto que elaboraron un lenguaje que les permitía comunicarse pero, ¿por qué se tomaron tantas molestias si les bastaba con expulsar de sus cuerpos las ráfagas de la dignidad y olvidarse de ellas, puesto que tanto dolor les causaban? –preguntó Almudena mientras se servía una nueva copa de champán. –No podían deshacerse de las ráfagas. Eran todo lo que tenían. Sin las ráfagas no serían nada. No se reconocerían a sí mismos. Hubiera sido como arrancarse un brazo o una pierna, no, algo peor, como arrancarse de cuajo el cerebro –le respondió su marido. –Pero no consigo comprender dónde está la raíz de su desgracia. En principio, los perros de Orión, no tenían ningún motivo para sentirse desgraciados. Eran bellos y viajaban por una de las regiones más maravillosas del universo, Firmamento. ¿Por qué sufrían tanto? –El motivo de su dolor estaba dentro de ellos mismos. Se lo causaban por el mismo hecho de vivir. Es decir, que aunque no existían razones objetivas para explicar su pesar, los perros sufrían y mucho. Y es porque el sufrir era algo inherente a su condición. Sufrían porque tal era su naturaleza –intervino, por primera vez, Lucía. –Podían reaccionar, revelarse contra su condición fatal... y no lo hacían –reflexionaba Mario en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular. –Admitían su destino. Fuera cual fuese. –Pero su destino era la destrucción. O, cuanto menos, el eterno viaje, el destierro perpetuo y vagabundo. –Sí, eran vagabundos errantes... –Su propia identidad personal era la jaula en la que permanecían entram[www.deabruak.com]

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pados. Y sin puerta alguna que permitiera la salida. –Quizás su único final posible fuera el de arquear levemente el labio superior e inhalar aire por la nariz. Decir la palabra suicidio, y suicidarse. Dejarse extinguir –aventuró Santiago. –La muerte y la desaparición serían su liberación. Inútil liberación la que llega en el momento en el que la nada hace su aparición, cuando la ausencia continua y el gran vacío final están presentes. –Pobres perros... –Ellos decidían su propio destino... –dijo Lucía. Y se acarició el lóbulo de la oreja izquierda con la mano derecha. Hubo un silencio que no llegó a prolongarse durante demasiado tiempo. Santiago, alzó la voz sobre los susurros en los que casi se había convertido la conversación y dio, de esta manera, por finalizada la tertulia: –¡Camarero, la nota! Todos despejaron sus mentes. Los perros de Orión salieron por las orejas como espíritus incorpóreos que van al cielo y la frivolidad se apoderó nuevamente de lo que había sido una fiesta de celebración. Se levantaron al unísono y cada uno expuso en voz alta los muchos quehaceres que aún tenían pendientes al igual que su no menor sorpresa al conocer la hora que era. Marcharon hacia lugares diferentes, separándose, integrándose en el ejército de soldados anónimos que invadía las calles y las impregnaban de hiperactividad. Y de magnificencia y de voluptuosidad. Porque así parecían emprender sus gestos, sus andares o sus conversaciones. Se enredaron en la celérica maraña todavía imperfecta porque al mundo le quedaban aún treinta horas de vida y esto, según para qué animales, es toda una eternidad.

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La tarde caía como muere un pez fuera del agua. A bocanadas. Es decir, no se deja llevar gradualmente por la sonrisa dulce de la muerte, sino que decide sufrir un prolongado martirio del que sólo él es responsable. Permanece inmóvil y callado en el suelo, y de rato en rato, cuando es capaz de reunir las suficientes fuerzas necesarias para hacerlo, da una bocanada al aire, creyendo que se la da al agua, y vuelve a quedarse sin fuerzas, el pez, y vuelve a quedarse inmóvil y callado en el suelo. Con lo sencillo que sería dejarse morir, al rato, en un casi último esfuerzo supremo, pega otra bocanada al aire, y luego, después del silencio y de la quietud, otra más, y otra, y otra, cada vez más espaciadas en el tiempo, más distantes entre sí cuanto más próxima está la llegada de la muerte. Así caía, también, la tarde. Parecía que el inicio del atardecer era ya un hecho consumado, cuando, extrayendo fuerzas de quién sabe dónde, el sol toma-

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ba la resolución de no resignarse a su destino, y emanaba, en un latido inmenso, un chorro de luz que llegaba rápido hasta el mundo y lo iluminaba por unos segundos, lo cegaba completamente durante alguno menos, y se extinguía mientras preparaba un próximo impulso. Tres, diez, hasta quince latidos dio el sol en su desdichado intento por no fallecer aquella noche. De nada sirvió porque, al final, como hasta el mismo sol sabía desde el principio, la noche ganó la batalla, y la oscuridad se hizo dueña de la ciudad. Como el pez fuera del agua, que da bocanadas al aire y sabe que su muerte es segura y sólo cuestión de tiempo, el día, tan poderoso cuando está en su ecuador, sabe, así mismo, que su suerte está escrita y es conocida de antemano hasta por el más miserable ser de todos los que pueblan este mundo.

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Se sentó ante el ordenador personal dispuesta a dar un nuevo empujón a la novela. Se sentía algo pesada después de tanta comida. Además, aunque había tenido la intención primera de no hacerlo, se había sobrepasado un poco con la bebida. Tres vasos de vino tinto en la comida, dos copas de champán con los postres y una de licor de frutas después del café, habían entrado ya en la sangre y, desde allí, invadían todas las células de su cuerpo, las de las piernas, las de los brazos, las del cerebro, abotargándolas hasta casi conseguir adormecerlas. Pero tenía que luchar contra los efectos somníferos del alcohol. Debía escribir. Puso las manos sobre el teclado y comenzó a presionar. Veía como las letras nacían en la pantalla, y daban lugar a las palabras y a las frases. Y, se sorprendió, daban lugar a una prosa de la que nunca tuvo noticia que se encontrase dentro de ella. Era una prosa, ¿cómo describirla? No se parecía a ninguna de las prosas conocidas. Ni a la de García Márquez, ni a la de Borges, ni a la de Hemingway. Era diferente, desconocida. Pudieran ser éstas las cualidades que la definían. Desde luego, la dejó sorprendida, muy sorprendida. Y asustada, en medio de sopor que la embargaba. Pero no permitió que los dedos se detuvieran. Consintió que danzaran sobre las teclas de plástico. Estaba casi dormida. Apenas podía mantener los ojos abiertos. Y los dedos corrían raudos por el teclado. Tocaba el pecho con la barbilla. Todo su cuerpo, excepto las yemas de los dedos, le pesaba horriblemente, tanto que creía no poder soportarlo por mucho tiempo más. Necesitaba tumbarse una rato, allí mismo, en el suelo, echarse a descansar unos minutos nada más. Y las yemas de los dedos eran ligeras como las plumas del cuello de un ganso. Lucía sintió como la fuerza que había mantenido en movimiento a sus dedos, desapareció repentinamente, de golpe, como si hasta entonces hubiera estado conectada a la red eléctrica y, de repente, el cable hubiese caído del enchufe. Quedó tendida sobre la moqueta, quieta, casi sin sentido. Debió dormirse.

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El sonido del teléfono atronó dentro de su mente. Recuperó, la consciencia de quién era y de dónde se encontraba. Miró en rededor suyo. Sólo se oían el ruido del ventilador del ordenador y la intermitente llamada del teléfono. Se dirigió hacia él, todavía confusa, y lo cogió. –¿Quién es? –preguntó. –Hola, Lucía –dijo una voz que pretendía parecer alegre y desenfadada pero que se delataba como todo lo contrario–. Soy Ricardo. Ricardo del Castillo. Lucía no dijo nada. Escuchaba la respiración agitada del hombre a través del teléfono. –Me preguntaba si recuerdas nuestra cita de hoy. Me pediste que reservara una mesa para la cena. Tengo una magnífica en el restaurante del Occidente, lejos de la orquesta, en un extremo apartado, para que podamos conversar a gusto durante un buen rato –añadió Ricardo. Lucía creía que debía de dolerle la cabeza. Generalmente, cuando dormía un rato fuera del horario nocturno habitual, despertaba con una enorme jaqueca que no conseguía despistar hasta que se tomaba dos aspirinas con un café negro. Mientras sostenía el auricular del teléfono con una mano se llevaba la otra a la frente, en una acto reflejo, y frotaba la palma contra el ceño y las puntas de los dedos, describiendo movimientos circulares, en las sienes. De repente, se dio cuenta de que no le dolía nada. Es más, se sentía en un estado de lucidez y clarividencia desconocido para ella. –¿Lucía? –inquirió Ricardo extrañado por el silencio de la mujer. –Sí, sí –se apresuró a responder Lucía–, claro que me acuerdo de nuestra cita. Una mesa en el Occidente..., está bien. –¿Te parece que quedemos a las diez? –Sí, es una buena hora. A las diez en el restaurante del Occidente. No sabía porqué y, aunque trataba de que no ocurriese, los sentimientos negativos hacía Ricardo estaban desapareciendo. No volverían nunca a ser una pareja, eso ya no era posible, pero al menos, podían quedar como amigos. Colgó el teléfono. Todo el suelo en torno a su mesa de trabajo estaba rodeada de papeles. No recordaba haber realizado una impresión de la novela. Pero allí estaba. Casi completa, a juzgar por la cantidad de material que se extendía por la alfombra. Algunas páginas se habían arrugado en el lugar donde estuvo tendida. había dormido sobre ellas. Miró el cargador de la impresora. Quedaba muy poco papel, unos pocos folios. Los recogió. Serían suficientes para escribir el final del libro. Sí, bastarían.

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Después de levantarse de la mesa, Mario Urrestarazu se dirigió hacia la oficina de su negocio con la intención de cerrar todas las operaciones pendientes. Había trabajado durante toda la vida en esto y en aquello, sin oficio ni beneficio,

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hasta que un día, hace un par de años, decidió que él era el único responsable de su caótica situación financiera. Así que obtuvo la licencia correspondiente y, pidiendo prestado dinero a varios amigos y familiares, alquiló una pequeña oficina en el centro de la ciudad. Iba a dedicarse a la compraventa de casas y fincas. Y el negocio, contrariamente a lo que en él era lo acostumbrado, marchó bien desde el primer momento. Ya con la primera veintena de operaciones, obtuvo la cantidad de dinero necesario para restaurar los préstamos que había solicitado. A los seis meses de abrir el negocio, la oficina que ocupaba se le había quedado pequeña, por lo que tuvo que trasladarse a otra más grande, de paso mejor situada, y, claro, bastante más cara. Pero el negocio marchaba redondo y podía hacer frente a todos los gastos. Así, hasta el día de hoy, sin que apenas una operación presentase pérdidas. La suerte que le había dado la espalda durante toda su vida, mostraba, por fin, su lado amable. Mario entró en su despacho. El personal que le ayudaba en el negocio, había finalizado su jornada laboral hace un par de horas y todo se encontraba desierto. Hoy había sido para ellos, y para él cuando terminara lo que tenía entre manos, el último día de trabajo. Los trabajadores así se lo habían solicitado y le había parecido bien. Mañana, el día del final del mundo, habían decidido tomárselo de vacación. Estaba de acuerdo. Todos se merecían un día de fiesta. Hizo un par de llamadas telefónicas. Redactó tres o cuatro cartas que introdujo en sus correspondientes sobres. Tomó los libros de cuentas y los hojeó por encima. Parecía que todo estaba en orden. Este trimestre también obtendrían beneficios. Anotó unos cuantos asientos, realizó las operaciones necesarias y asintió con la cabeza. Sí, decididamente, todo aparecía en orden. Podía cerrarse el negocio. La actividad que había realizado durante estos dos últimos años, tenía un buen balance final. Había sido un éxito. Todavía tuvo tiempo de ponerse en contacto con un cliente indeciso que llevaba tiempo sin darle una respuesta definitiva a la oferta que le había realizado meses antes. Lo dejó sonar e iba a colgar el teléfono cuando, al otro lado, alguien atendió la llamada. Sostuvo una corta conversación. El cliente no acababa de decidirse. Mario le presionó. Le contó como el negocio se cerraba y que sí quería hacerse con la casa que pretendía comprar, debía de tomar la decisión en ese mismo momento. El cliente, entendiendo que ésta era su última palabra, accedió. El precio y las condiciones le parecían buenas. Cerraron el trato. Mario le solicitó su número de tarjeta de crédito. En unos minutos, el importe de la venta de la casa estaría en su cuenta. Se despidieron amistosamente. Ninguno se olvidó de ofrecer sus mejores deseos para la finalización del mundo. Fue un patrón de cortesía que todos en la ciudad se habían acostumbrado a emplear. Una fórmula cordial para ser utilizada en las despedidas, en los adioses.

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Almudena y Santiago fueron los únicos que no habían salido del recinto del hotel después de levantarse de la mesa. Se despidieron de los demás en la puerta y volvieron a entrar. Tomaron el ascensor más cercano y subieron a la tercera planta, habitación 306. Comenzaba su noche de bodas. –¿Me pasarás el umbral en brazos? –preguntó Almudena mientras Santiago introducía la llave en la cerradura. –¡Cómo no! –sonrió. Le pasó un brazo por la espada y otro bajo las rodillas y, no sin esfuerzo, la alzó en volandas. Cruzó la puerta y entró dentro de la habitación. Estuvieron parados en medio de la penumbra de las persianas semicerradas durante un instante, que Almudena creyó era con la intención de prolongar hasta el máximo posible tan memorable momento y que, realmente, fue porque Santiago no tenía una idea precisa del lugar en el que debía depositarla. Se decidió por la cama y, sobre la colcha, tumbó a su mujer. No hablaban. Santiago cerró del todo las persianas y la luz, proveniente del alumbrado público, fue vetada en la habitación. Se quitó la chaqueta, los zapatos, los pantalones, toda la ropa, hasta quedarse desnudo. A tientas, se dirigió hacia la cama en la que Almudena estaba tendida. Alargó sus brazos delante de sí mismo, como los ciegos sin perro ni bastón lo hacen, y, después de unas cuantas torpezas e indecisiones, halló el cuerpo caliente de Almudena. Acarició su pelo, su cara, su cuello. La besó dulcemente en los labios. En un juego que duró veinte minutos, logró desnudarla por completo. Bajo unas sábanas cuyo color les era desconocido, hicieron el amor, sin apasionamiento, despacio. Intercambiaron ingentes dosis de cariño y de ternura, establecieron cauces de comunicación que nunca hubieran imaginado existiesen. Podían hablar sin luz, ni palabras. Perfeccionaron un lenguaje más sabio y complejo que el de los propios perros de Orión. Ni siquiera necesitaban verse las caras. Su lenguaje se transmitía a través de las pieles en contacto, de los infinitos poros de la piel en combinación. Un poro unido a un poro por un instante de tiempo determinado, tenía un significado preciso y distinto al que otro poro unido a otro poro quería señalar. Palabras sin sonido, sin imagen, invadieron la habitación y fueron a situarse, una vez usadas, cerca del techo, a escasos centímetros de él, y allí se mantuvieron incorruptibles hasta que, ellos o alguien diferente a ellos, decidiera hacer uso de su poder. Palabras de un idioma de ámbito restringido, donde la palabra amor tenía doscientas acepciones distintas, o la palabra ternura poseía trescientas setenta y cinco, o la palabra caricia acumulaba noventa y ocho, o las palabras odio, guerra, desesperación, no existían. Almudena y Santiago inventaron un idioma en pocas horas y a las pocas horas se les olvidó. No lo recordaron más que de una manera vaga y aproximada, como se recuerda la cara de una tía lejana a la que sólo se ha visto un par de veces en la vida. Pero recordaron que fue un idioma delicioso, musical, donde la fluidez de la comunicación alcanzaba las más altas cotas soñadas por todos los que, en el

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mundo, hubieran deseado comunicarse a lo largo de su existencia. Recordaron para siempre, aunque ahora siempre era ya sólo un rato, que el idioma que acuñaron y del cual no quedó rastro escrito o grabado, de aquel idioma que inauguró una cultura ágrafa que resistió durante toda una larga noche al devenir de la historia, era el idioma que debían hablar los que eran perfectos.

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–¿Qué dices? –preguntó Lucía levantando la vista de la taza del café que se acababa de tomar. –Eso, que quiero que nos acostemos juntos –respondió tímidamente Ricardo–. Por los viejos tiempos. La solicitud de Ricardo le llegó a Lucía por sorpresa. No se la esperaba. Era algo demasiado arriesgado para Ricardo. Nunca se había atrevido antes, a tomar resoluciones tan audaces. Sería verdad que los años le habían cambiado. –Pero eso no puede ser, Ricardo, cómo se te ha ocurrido semejante disparate –decía Lucía con una sonrisa entre divertida y circunstancial–. Tú estás loco. –No, no estoy loco. Quizás lo estuve pero ahora no lo estoy. Esta es la decisión más cuerda que he tomado en mi vida. Quiero hacer el amor contigo, la única persona a la que he querido de verdad en mi vida. –Pero Ricardo... –Sé que no tienes marido, ni novio, ni ninguna pareja estable. Nada te impide hacer el amor conmigo –Ricardo trataba de acorralarla con sus argumentaciones–. Y además, ¿qué te cuesta? No pierdes nada y te prometo que disfrutarás. La petición de Ricardo había sido como un golpe en medio del rostro para Lucía. Acostarse con Ricardo. Lo último que se le hubiera ocurrido. Hacía años de la última vez que lo habían hecho, cuando eran mucho más jóvenes y estaban atrapados por el amor. Ahora el amor había huido. Podía quedar, cuanto más, el poso de la amistad. Eso es todo lo que podía llegar a ofrecerle. Aunque, pensándolo bien, qué importaba, a estas alturas de la Historia, podía enviar al infierno todas los convencionalismos y todas los estupideces que impone una vida sensata. Sólo se vive una vez. Y ésta, la vida, se acaba ya. ¿Por qué no enloquecer un poco y romper con el rígido comportamiento al que la moral le había mantenido sujeta desde que era una niña? Era dueña de sus actos. Podía salirse de la ruta monótona de su existencia. ¡Qué diablos! Adelante. –Será un rato muy agradable. No te pido toda la noche, sólo un par de horas. El tiempo suficiente para poder comprobar si el recuerdo que tengo de tu cuerpo, de tu piel, es exacto o ha sido emborronado por el paso de los años –continuaba Ricardo a la desesperada. Y repetía argumentaciones–: Por los viejos tiempos... –De acuerdo –interrumpió Lucía con voz pausada.

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El día se levantó. Por última vez. Hoy el sol nacía por la mañana y, cuando muriera al atardecer, sería en una muerte definitiva y para siempre, sin posibilidad de consuelo en el recuerdo atávico de que, como en los millones de días anteriores al de hoy, se resucita unas horas después de fallecer. El sol era ya un pobre diablo que se iba a morir. Lo debía de saber y aún persistía en su interés por brillar más fuerte, más alto y sereno, que nunca. Crecería hasta el mediodía. Su último crecimiento, su ascensión final. Saludaría durante un instante desde el cenit e iniciaría el declive trazando una línea hacia su desaparición. Y se moriría, así, de golpe, y nadie de los que todavía se encontraran sobre el mundo, lo recordaría o lo echaría en falta. Bastante tendrían estos con disfrutar de las pocas horas que, para sus propias existencias, restaban. Entonces trepaba hacia arriba, se abría paso entre las estrellas lejanas en el firmamento y les recordaba, no sin cierta dosis de ingenua prepotencia, que él era el astro rey, que él mandaba en estas regiones de la bóveda celeste. Decía a los que apenas se movían y entorpecían su camino: –Aparta, imbécil, ¿no ves que soy yo, el gran sol, y que llevo prisa, que he de completar mi recorrido sin apartarme un ápice del rumbo que tengo marcado, desde el inicio de los tiempos, en todos los libros de astronomía, de astrología, y

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–Recordarás que no era un mal amante –Ricardo parecía no haber entendido las palabras de Lucía. De repente, asimiló la frase de la mujer–: ¿Qué? Casi fue una exclamación, más que una pregunta. Los comensales de las mesas contiguas volvieron la cabeza hacia Ricardo sin mover los hombros, como articuladas por un resorte que, a su vez, conectaba una mirada despectiva y censuradora, molesta. –¿Qué has dicho? –repitió. –Que estoy de acuerdo. Que podemos acostarnos. Y no un par de horas. Toda la noche. ¿Por qué no? –sonreía serena. Ricardo no salía de su asombro. La petición la había realizado en un intento que pretendía, más que otra cosa, probar suerte. No esperaba nada. El mundo habría sido perfecto sin que Lucía hubiera aceptado hacer el amor con él. O por lo menos, ahora se daba cuenta, casi perfecto. Pero iba a redondear la partida. No estaba mal cuando sólo había venido a jugar. Pagó la cuenta y, por una puerta interna que comunicaba el restaurante con el resto de las instalaciones, se dirigieron al registro del hotel. Solicitó una habitación doble con su propio nombre: –Ricardo del Castillo Sánchez. –Habitación 307 –dijo el conserje, y puso sobre el mostrador una llave magnética sujeta a un pesado llavero circular con el número 307 grabado en el centro.

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de ciencias de la física y de la matemática, que no puedo defraudar a nadie de los que pusieron en mí su confianza para que completase tan delicada misión? Y todos, estrellas, constelaciones, novas, supernovas, galaxias, cúmulos, nebulosas o simples puntitos de luz sin determinar en la vastedad de la bóveda que cubre al mundo, se apartaban a su paso sin poder, en muchos casos, esconder una sonrisa apagada de conmiseración que parecía querer decir: –Estás muerto, todos estamos muertos, tan sólo es cuestión de tiempo. Pero el sol iba a lo suyo, y si se daba el caso, era capaz de apartar violentamente, con dos o tres de sus brazos de fuego, a quien pretendiera interponérsele en su trayecto, hecho que, sabida y comprobada su capacidad de engreimiento, no era extraño pudiera ocurrir. Y ocurría. Pequeñas estrellitas despistadas que no le habían oído acercarse e interceptaban su trayectoria, eran desplazadas a varios centenares de años luz con uno sólo de sus manotazos salvajes. Y las desdichadas estrellas que no habían estado atentas en el momento en el que el presuntuoso sol pasaba, tenían que vivir el resto de sus días lisiadas y doloridas, pues un sopapo del rey bastaba para destrozar el cuerpo de cualquier morador del cielo. El sol trepaba hoy por la bóveda con la mayor fuerza y aceleración que jamás había utilizado para emprender su ascensión. Su misma aparición sobre el horizonte en el amanecer, había tenido poco de progresiva, tenue al principio y cada vez más cálida según avanzaba el alba, y se había realizado de sopetón, rebosando plenitud, como si de un jovenzuelo prendido por los nervios en su primer día de trabajo ante la incertidumbre de hacerlo bien, se tratase. Pero, para esta hora, todo estaba decidido, firmado y rubricado y, en verdad, nada se podía hacer que no fuera hacerlo bien hasta el final. El pobre sol se moriría al atardecer y desaparecería sin dejar rastro. Su cuerpo no existiría en ningún lado y su alma, si es que la tiene, no ascendería a ningún premio, pues, como ocurre para todos los seres que, de una u otra manera, forman parte del mundo, no hay premios ni castigos para los soles.

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Almudena fue la primera en abrir los ojos el último día del mundo. Lo hizo en el momento en el que el sol se impulsaba hacia arriba con uno de sus histéricos latidos y, por ello, tuvo la impresión de que aquel día final amanecía como el más esplendoroso de toda la historia. Cuando el sol exhaló el suspiro, pudo comprobar que la luz exterior no era tanta como la que había creído en un principio, pero que, de cualquier manera, era lo suficientemente espléndida para mantener la afirmación de que el día de hoy era, sin duda alguna, el día más luminoso de todo el devenir de los tiempos. Aunque no podía tener conocimiento directo de las jornadas acaecidas antes de su nacimiento o de la toma de conciencia de su uso de razón, un día como el de hoy, no podía ser un día cualquiera. Debía ser un día especial.

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Casi a la vez, pero con el suficiente intervalo de tiempo para no cruzarse, las dos parejas que habían pasado la noche en el Gran Hotel Occidente, Almudena y Santiago, Lucía y Ricardo, salieron de ellas y bajaron a desayunar. Los primeros en sentarse fueron los recién casados que, ya desde el momento en el que los otros se acercaban por el pasillo abierto entre las mesas, tuvieron que aguantar toda clase de sonrisas, miradas y comentarios deslizados que hacían referencia a su corta, pero a juicio de todos, intensa, noche de bodas. Mario Urrestarazu, oculto tras unas gafas oscuras, se sentó a la mesa en el justo momento que el camarero, que había abandonado la sempiterna libreta, utilizaba para anotar en su memoria el pedido del desayuno. Venía casi a la carrera, como no queriendo perder un solo minuto la compañía de los allí presentes. –Café, zumo de naranja y una tostada con mermelada para mí, por favor –pidió. Y, quitándose las gafas y volviendo la vista hacia sus amigos, añadió sin mediar saludo–: Es imposible andar por la calle sin gafas ahumadas. El sol es tan intenso que quema los ojos de quien no las lleve. Curiosamente, no hace nada de calor. Frío tampoco. Hay una temperatura ideal. No se siente nada.

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Era un día especial. El sol se desgañitaba intentando superarse a sí mismo, y cada uno de los rayos que se colaban por los resquicios de la persiana, cruzaba raudo la habitación, derribaba los obstáculos, sillas, lámparas y hasta un cuadro con un minotauro de la suite Vollard, que encontraba a su paso y atravesaba la colcha, la manta, la sábana y el pijama de Almudena hasta acariciar, con un grato, pinchazo, su piel. En pie sobre la cama, se desnudó, dejando que el pijama se deslizara hacia abajo y, levantado uno y otro pie, se dirigió desnuda a la ducha. No necesitaba ponerse debajo del agua tibia. Se había despertado y desde el primer momento había tenido la sensación de estar limpia y despejada como nunca lo había estado. Fue un acto reflejo, dictado por la costumbre. Cuando salió de bajo el agua, se secó y, desnuda todavía, se sintió exactamente igual de lúcida y de feliz que lo había estado al despertar. Se subió encima de la cama y de pie en ella, poniendo cada una de sus piernas a cada lado de su marido aún dormido, lo despertó llamándolo por su nombre. Santiago se despertó y creyó que ya estaba muerto, que había dormido durante demasiado tiempo y que el fin del mundo le había alcanzado sin tiempo para prepararse. No le importó en absoluto, pues la visión primera de lo que creyó era el apocalipsis, no le desagradó un ápice. El sexo abierto de su mujer se mostraba en primer término ante él y, algo más allá, podía adivinar el resto de su cuerpo: el vientre, los brazos, los senos, tan erectos ya como lo estaba su pene... En la habitación contigua, alguien gemía, probablemente de placer.

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–A Ricardo ya le conoces... –le interrumpió su hermana. Dirigiéndose a los demás añadió–: Os presento a Ricardo del Castillo, un amigo. Santiago, Almudena Mario y el propio Ricardo iniciaron la maniobra de ponerse en pie, pero la interrumpieron en la mitad, y allí se quedaron los cuatro, flexionadas las piernas a la altura de las rodillas, besándose y estrechándose la mano, mientras Lucía repetía sus nombres en voz alta como dejando que la última sílaba de ellos perdurase en la atmósfera: –Santiago..., Almudena..., Mario, mi hermano..., éste es Ricardo. Hechas las presentaciones, volvieron a sentarse. El camarero regresó con el desayuno. –Habrá que comenzar con los preparativos de la fiesta. No quiero tener que hacerlo todo a última hora. Hay que realizar unas compras y veréis como todo está abarrotado de gente –dijo Almudena–. Tenemos que ponernos en marcha cuanto antes. ¿Qué os parece? –Estoy de acuerdo –le respondió su marido–. Creo que podemos desayunar y dedicarnos a ello inmediatamente. –¿Qué hay que comprar? –intervino Mario mientras mojaba su tostada con mermelada en el café. –Hombre, pues lo típico de las fiestas. Serpentinas, confeti, bengalas, carracas, gorritos de papel, estas cosas... No vamos a presentarnos en la fiesta con la manos vacías, así como estamos ahora –dijo Almudena. –Como queráis, pero a mí estos temas me dan un poco igual. Los únicos que salen beneficiados son los comerciantes que las venden. –Ellos también tienen derecho a vivir. Además, no puedes decir que una fiesta sin confeti ni serpentinas es lo mismo que una con ellos. Es que no hay color. –Bueno, bueno, compraremos los gorritos y el confeti. Por mí que no quede. –Oye Lucía, tú, ¿qué te vas a poner? –cambió el sentido de la conversación Almudena. –No lo sé. No había pensado demasiado en ello. Y la verdad es que tendría que hacerlo –sorbió un poco de su zumo. –Podíamos aprovechar la salida para comprarnos algo. Yo no tengo qué ponerme. –Yo tampoco. Estoy casi con lo puesto. No tengo nada. –Vale, decidido, miraremos algo por ahí. ¿Os parece bien, chicos? Los tres hombres se observaron entre sí y cada uno de ellos despistó como pudo, terminándose el café, rebañando con la cucharilla los restos de tostada que quedaban en el fondo de la taza o, de una forma mucho menos elaborada que denotaba la carencia de recursos improvisativos, mirando simplemente al techo del bar, sin que ninguno fuera capaz de reprimir una fugaz sonrisa un tanto circunstancial.

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–A mí esta faldita me parece sencillamente deliciosa –le decía Almudena a Lucía bajo la circunspecta mirada de la dependienta. Era ésta la sexta tienda en la que las dos mujeres entraban. Nada de lo que en ellas habían encontrado hasta el momento era de su gusto. Y es que, a estas alturas, los comercios habían sido casi devastados por la exacerbada multitud que pretendía, como ellas mismas, adquirir todo lo necesario para la celebración final, a buen precio y de la mejor calidad posible. Los camiones que reponían habitualmente el género eran incapaces de transitar en las calles abarrotadas por el gentío, muchas de las cuales, sobre todo las más céntricas, tenían que haber sido cortadas al tráfico rodado para evitar accidentes y males mayores. Había comercios que, una vez agotadas las existencias de las que disponían y en vista de la imposibilidad de reponer con género nuevo los estantes vacíos, habían tomado la resolución de cerrar sus puertas y colgar el cartel de fin de negocio. A los tres hombres les había sido encargada la realización de las compras de todo lo necesario para la fiesta: el confeti, las serpentinas, los gorritos de papel... –Amarillos –ordenó Almudena, refiriéndose a estos últimos, cuando se despidieron. Después de visitar varias tiendas destinadas a la venta de estos productos y encontrarse en todas ellas con la misma situación, una gran cola que daba la vuelta a la manzana de edificios en la cual estaba ubicado el comercio, hubieron de decidirse por una y aguardarla pacientemente. Para conseguir que la espera fuese más llevadera, Santiago entró en un bar cercano, mientras sus amigos guardaban el turno, y compró tres botellas de cerveza y un par de bolsas de patatas fritas. Cuando dieron cuenta de las provisiones, la cola había avanzado sólo unos pocos metros. Había que tomárselo con mucha paciencia. –Sí que es bonita. Y te sienta de maravilla –le dijo Lucía a su amiga después de observar sus movimientos dentro de la falda que se estaba probando. –Y el color es precioso. Piensa que la fiesta es por la noche y este tono suele quedar muy lucido con poca luz. Además de lo que me disimula las caderas. –¡Si tú no tienes casi caderas! Tu tipo siempre ha sido de artista de cine. –No creas. Últimamente he engordado un poco. Con lo de la boda y los nervios, me dio por comer. –Estás divina. Quédatela. Almudena no se lo pensó durante mucho tiempo y decidió adquirir la prenda: –Envuélvamela –pidió a la dependienta. Y, dirigiéndose a su amiga, añadió–: Tendré que buscar una chaqueta que combine con ella. –Chica, no te quejes, para ti es fácil ir de compras. Todo te sienta bien. Pero yo, mira, nada me gusta.

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–Tranquila, algo encontraremos.

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Sentados los cinco amigos en torno a una mesa del, abarrotado hasta la misma puerta, restaurante del Gran Hotel Occidente, se disponían a comer. Después de dos horas de guardar cola, Santiago, Ricardo y Mario habían, por fin, podido comprar los confetis, sombreros y serpentinas necesarias para la fiesta de la noche. Almudena y Lucía tardaron bastante más en cumplir su objetivo, pero al final lo habían conseguido. Almudena llevaría un conjunto de chaqueta y falda corta y Lucía un vestido de una pieza hasta las rodillas. Llegaron justo cuando una mesa quedaba libre y, al sentarse ellos, el aforo del local, volvió a estar completo. El ambiente, el de su mesa y el del resto de restaurante, era de una euforia controlada y pegadiza que se propagaba a gran velocidad, salía por las ventanas abiertas y contagiaba a quienes aún no estuviesen prendidos por la agitación: los hombres, las mujeres, los niños, los ancianos, los animales, las estrellas y, diríase, que hasta las plantas, participaban de los nervios que la proximidad del final del mundo desarrollaba en todos los cuerpos y crecía más y más según el momento crucial se acercaba. El mismo camarero que les había atendido en el desayuno se acercó braceando entre las mesas, sin libreta para tomar notas, con un lápiz olvidado detrás de la oreja y una mirada desafiante que parecía retar a los presentes a solicitar la más variada combinación de platos y bebidas del menú que, por muy enrevesada que ésta fuera, él estaba seguro de poder recordarla sin dificultad. Mientras entregaba la carta a los comensales, avisó friamente: –Les informo que los precios y tarifas del servicio de restaurante han sido incrementadas en un veinte por ciento. Mario levantó la mirada que ya había comenzado a recorrer las páginas entre los entrantes, las aves y los pescados, y exclamó indignado: –¡Cómo puede ser eso! –Los precios han sido incrementados en un veinte por ciento. Los que ustedes pueden ver junto a los platos de la carta, ya reflejan este aumento. –Claro, como el restaurante está hasta los topes porque todo el mundo quiere celebrar el final..., pues eso, que se aprovechan lo que quieren y más –dijo Almudena. –Es una vergüenza. Somos clientes habituales del restaurante. Esto no se puede consentir –intervino Santiago. –Si lo desean, puedo hacer que venga el encargado y le presenta a él su queja –decía el camarero sin inmutarse. –¡De qué va a servir! Si total van a hacer lo que quieran. –¿Qué hacemos? ¿No levantamos y nos vamos? –preguntó mirando alternativamente a unos y a otros Mario–. Yo estoy dispuesto a hacerlo. Me parece un

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abuso esta subida de precios. Lo que dice Almudena: se aprovechan de que todo el mundo quiere despedirse con una celebración por todo lo alto. –Déjalo, Mario. Vamos a quedarnos. ¿A dónde íbamos a ir a estas horas? Además, venga, hoy es un día especial –apaciguó Lucía. –Pero es un abuso... –Olvídalo ya. Vamos a comer en paz –trató de zanjar el asunto. –Que quede claro que son ustedes unos sinvergüenzas –se dirigió al camarero que todavía permanecía impasible junto a la mesa–. Esto que han hecho, es una indecencia. –Transmitiré su mensaje al encargado –respondió el camarero. Y, después de tomar mentalmente nota de los menús, se marchó de la misma manera que había llegado, braceando entre las mesas sin tocar ni uno solo de los faldones de las mantelerías al pasar junto a ellos.

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–De verdad, estaba dispuesto a marcharme de aquí si lo hubieseis querido –decía Mario. –Vamos, no le des más vueltas –le rogó Almudena–. Faltan unas pocas horas para el final del mundo. Hemos realizado muchos esfuerzos, cada uno de nosotros, para conseguir que este mundo termine de la manera más perfecta posible. No lo estropees ahora, cuando queda tan poco. Por favor... –De acuerdo, pero me enervan estas situaciones. Son completamente injustas. ¿Por qué han de subir los precios de esta manera? –Bueno, es normal que ellos quieran aprovechar la situación obteniendo unos ingresos extras. Tú, en su lugar, quizás hicieras lo mismo –terció Ricardo. –No, en absoluto. Me tengo por un hombre honrado y los hombres honrados estamos sujetos a unas normas éticas que nos impiden actuar con total desprecio hacia los que, durante toda una vida, han sido los clientes fieles que permiten que un negocio funcione como es debido –Mario se sentía indignado y la ira encendía un poco sus mejillas–. No, a los clientes se les ha de respetar. Eso es lo que digo, lo que yo he hecho durante todos estos años en mi negocio. –Ya basta, no le des más vueltas –intentó, otra vez, zanjar el tema Lucía–. Ya has oído a Almudena. No estropees con un enfado este final del mundo que nos está saliendo perfecto. ¿De acuerdo? –Está bien –accedió, con una sonrisa, Mario–. No seré yo quien consiga torcer las cosas. Es cierto. Tanto trabajo no puede quedar descuidado. Sería una tontería que, por un tonto enojo, todo se echase a perder. –Adelante, esta langosta tiene un aspecto apetitosísimo –añadió Mario mientras soltaba los botones de los puños de la camisa para poder remangársela.

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–Oye, ¿tú juegas a los naipes? –le preguntó Santiago a Ricardo cuando servían los licores. –Un poco. –¿Hace una partidita? –Bueno, si no nos alargamos demasiado. Estos pueden aburrirse. –Oye, por nosotros tranquilos –interrumpió Lucía–. Yo, la verdad, tengo todavía asuntos que resolver, así que me voy y no me volvéis a ver hasta la hora de la cena. –Haced lo que queráis, Santiago –le dijo Almudena–. Me gustaría estar descansada para la fiesta. Voy echarme y dormir un rato. Estoy algo fatigada con tanto ajetreo. –Pues por mí ningún problema –estiró los brazos sobre su cabeza Mario–. Vosotros a lo vuestro. Almudena, Mario y Lucía se levantaron de la mesa. Se dirigieron hacia la puerta sin prisas, alargando un poco más la conversación, mientras, tras ellos, los dos hombres comenzaban el juego. Ricardo repartía los naipes. Santiago sorbía su vaso de coñac. El ajetreo había caído en el restaurante y varias mesas estaban vacías. Un mozo barría el polvo. Algunos comensales departían en voz baja, otros habían comenzado, al igual que Ricardo y Santiago, una partida de cartas o de ajedrez, hubo quienes sólo estaban estando, sin hablar ni realizar acto alguno, quietos en sus asientos, aspirando el ambiente por las narices en el deseo de empaparse de la mayor dosis posible de la paz que inundaba estas horas. Un hombre y una mujer octogenarios fumaban en silencio dos mesas más allá. El lo hacía en una pipa que debía de ser tan vieja como él. La anciana chupaba unos cigarrillos rubios con boquilla y no se tragaba el humo. En torno a ellos se había formado una densa nube blanca que no se dispersaba ni se elevaba, sino que estaba allí, acumulando el humo que expelían de sus bocas al que había sido expulsado un rato antes. Pequeñas dosis de humo lograban escapar a la disciplina de la nube y bastaban para impregnar la atmósfera de la sala con un aroma pesado y duro, que marcaba todos los límites de su territorio. No cruzaban entre ellos una palabra los viejos. Fumaban en silencio. Una dignidad fuera de toda duda se sumaba a la fragilidad de sus aspectos, y ambas, unidas a la teatralidad que el humo blanco otorgaba, veíase incrementadas a los ojos de cualquier posible observador de la escena. Posible pero improbable, pues nadie hizo nada por prestarles atención. La rítmica respiración de sus pulmones fue confundida con el silencio de la estancia. Cuando el sonido de sus cuerpos inhalando y exhalando el humo que los rodeaba iba aumentando ostensiblemente, los que hablaban en las mesas adyacentes, bajaban su volumen hasta convertir el hilo de voz en casi un susurro. Y es que tenían la sensación de que, con su ruido, quebraban algo sagrado y capaz de ser mítico, y el miedo y el respeto les obligaba prácticamente a enmudecer y a delegar la comunicación a idiomas que no requirieran del sonido como materia

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Lucía empujó la verja entornada del cementerio. Caminó entre las calles con nombres de santos, San Judas, San Teófilo, San Fernando, y allí en la última de ellas, a la sombra de un imponente y triste ciprés, encontró la tumba del hermano loco de su madre, Juan Cabeza de Vaca. Este era el asunto que disculpaba su presencia, en el grupo de amigos, hasta la noche. No quería que el mundo se diera por concluido sin despedirse definitivamente de su tío. Y es que el día del entierro no había tenido tiempo suficiente para pensar en él. Ahora, casi sola en un camposanto en el que únicamente dos o tres solitarias figuras se adivinaban entre los panteones, podía reflexionar más despacio, intentaría comprender el extraño mensaje que la obra de Juan Cabeza de Vaca pretendía lanzar al mundo. Deseaba entender su vida, descifrar e interpretar su sentido. Porque estaba segura de que su tío pretendía señalar algo con su gesto. No debía de quedar olvidada su muerte. Claro que había un sentido para ella, pues para todo lo hay. –¿Qué querías decirnos, tío? –le preguntó sin palabras. –Haced lo que debáis para ser perfectos –creyó oírle responder bajo la losa de mármol. Ese era el mensaje. Que nada quede inconcluso, nada sin final, ni un solo deseo por realizar. Cabeza de Vaca señalaba el lugar en el que se encuentra la perfección. Un lugar que no se halla necesariamente en las regiones de la beldad y de la excelencia. Un lugar que bien puede encontrarse en las áreas más oscuras e inaccesibles de los parajes más recónditos. Un sitio que muchas veces carece de nombre y cada uno debe nombrar para poder reconocerlo y poder acceder a él. Un punto, a veces, enterrado en lo profundo de las almas, disimulado entre senti-

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prima en su elaboración. Siguieron fumando, cigarrillo tras cigarrillo, pipa tras pipa y la nube de humo fue haciéndose cada vez más densa, más pesada, se ancló en sus ropas y en sus pieles con la intención de no despegarse más. Todos los que aún se hallaban en el restaurante, clientes, camareros, cocineros y pinches, olvidaron durante unos minutos mirar en la dirección de la nube blanca. Llegó el momento en el que la imagen de los ancianos que había dentro de la nube, desapareció por completo tras el manto blanquecino y sedoso del humo. Poco importaba porque la nube había sido condenada ya a las oscuras regiones del olvido en las mentes de los allí presentes. Al fin, sin que se le diera especial relevancia o a alguien le importase, la nube se disipó. Y los viejos, junto con la mesas y las dos sillas en las que habían estado sentados hasta entonces, no estaban. Habían desaparecido. Por una desconocida razón, quizás porque era su final perfecto, quizás porque interrumpían la perfecta geometría de la estancia que ahora sí lo era, alcanzaron su destino antes de que el destino global de todo el mundo, les alcanzase a ellos.

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mientos, afectos, sensaciones, tristezas y dolores que lo tornan imperceptible, recóndito. Leyó el epitafio que había sido grabado, probablemente por decisión de su hermano Mario, en la losa de mármol que cubría el nicho, bajo su nombre y las fechas de nacimiento y deceso. Se trataba de un ambiguo verso de Nicanor Parra:

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¿Qué quiso decir el poeta? ¿Que fue la poesía la causante de su desaparición? ¿O que con su muerte, acaecida por un motivo que no viene al caso, se volatilizó también la poesía? De cualquiera de la maneras, el verso de Nicanor estaba equivocado en la tumba de Juan Cabeza de Vaca, Mario Urrestarazu, probablemente llevado por el buen interés de adornar el frío texto informativo de la lápida con un toque de belleza y de distinción, había errado por completo. La poesía no era la causante de la muerte de Cabeza de Vaca. De ningún modo, su desaparición podría ser considerada como poética. Sí como perfecta, pero nunca como poética. Cabeza de Vaca se murió porque ese era su sueño, su meta, su destino en esta vida. Se dio cuenta de que debía morirse porque su locura llegó a ser tal, que se convirtió en lucidez extrema, pues es sabido que la distancia que separa la demencia de la cordura describe una trayectoria circular y que, si bien ambos caminos se alejan progresivamente el uno del otro, existe un atajo por detrás gracias al que las dos se dan la mano con suma facilidad. Y, por supuesto, con la desaparición de Juan Cabeza de Vaca no murió la poesía. Todo lo contrario. Nació ese mismo día con tal fuerza y ahínco, que en su primera explosión llegó a clavarse como una lanza en las pieles de todos los hombres y de todas las mujeres, de todos los animales y de todos los minerales, de todas las plantas y de todas las aguas, y fue absorbida y asimilada, y quedó la sensación de que desde siempre había formado parte de sus organismos. –Tú has sido perfecto. Conseguiste lo que deseabas en esta vida. Te admiro, tío –dijo. Y salió del cementerio dejando atrás a aquellas dos o tres solitarias figuras que se adivinaban entre los panteones, seguro que luchando por conseguir sus propios mundos perfectos.

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Cuando Lucía dijo adiós en la puerta de restaurante del Gran Hotel Occidente a un Mario y a una Almudena perezosos que parecían tener como única preocupación en aquel momento la de hallar un modo no demasiado can-

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sado para pasar el rato hasta la noche, no imaginaba que lo que en realidad estos deseaban era que ella desapareciese cuanto antes para, de este modo, cuanto antes, sentirse libres y poder hablar a solas, sin testigos inoportunos. –Almudena –dijo Mario, mirando hacia la calle, cuando Lucía se hubo marchado. –¿Qué? –respondió Almudena. –Quiero acostarme contigo. La última vez. –El otro día fue la última vez. –Ya lo sé, pero no puedo aguantarlo más. Necesito abrazarte, sentirte desnuda. –Ahora soy una mujer casada. –¿Qué importa eso? Antes nunca te molestó el hecho de tener una relación estable, ni siquiera el otro día, que estabas ya prometida a Santiago. No se miraban. Observaban el ajetreo en la calle, los ires y venires de la gente, sus conversaciones, sus rituales. –Vamos, Almudena, será la última vez. La despedida definitiva –insistió Mario–. Lo necesito, de veras. Almudena no se sentía con ganas para mantener una oposición continuada. Además, la idea no le disgustaba. Deseaba descansar, dormir un rato, sentir el roce fresco de las sábanas recién puestas. Podían hacer el amor durante un rato y después dormir desnudos. –La última vez –advirtió. Mario Urrestarazu no dijo nada más. Dio media vuelta y entró en el hotel. Sabía que Almudena le seguía detrás. Podía intuirla. Solicitó una habitación al recepcionista y la pagó. También el alquiler de habitaciones había sufrido una subida importante en sus tarifas. Pero no deseaba protestar. Cogió la llave y comenzó a subir las escaleras. Sabía que Almudena le seguía detrás. Se trataron como energúmenos. Se trataron como energúmenos encelados. No hablaron en todo el rato que estuvieron juntos. Cuando traspasaron el umbral de la habitación, se dedicaron a recordarse con las manos, con los labios, con todas las partes de sus cuerpos. Se conocían demasiado bien. No en vano habían sido amantes durante tantos años. Se hicieron el amor compulsivamente durante dos horas, a golpes, con violencia. La ropa interior de Almudena descansaba, rota, en el suelo. Había sido arrancada de su cuerpo y el lugar en el que se rompió quedó marcado en la piel. La espalda de Mario estaba surcada por líneas enrojecidas e hinchadas producidas por las uñas, largas y duras, de su amante. Compartieron amor y daño, dolor y felicidad. Fueron dichosos y sufrieron. A cada golpe de las caderas de Mario sobre el vientre de Almudena, una sonrisa y una lágrima se encontraban en el centro de la cara. Durmieron después. Uno sobre el otro, en la posición en la que el desmayo y agotamiento les habían sorprendido. Durmieron uno encima del otro, piel con piel, uno dentro del otro, con los brazos extendidos y los dedos entrecruza-

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Almudena y Lucía reservaron para el momento en el que todos se hallasen sentado a la mesa, su entrada en el restaurante. Querían que su aparición fuera efectista, trataban de sorprender y arrancar algún que otro suspiro de admiración. Era una ocasión muy, muy especial. Por supuesto, había que vestirse adecuadamente. Almudena, con su conjunto de falda corta y chaqueta entallada, y Lucía, con un vestido amplio que justo descubría las rodillas y una estola amplia de lana colocada sobre los hombros por si refrescaba después, entraron en el restaurante cuando los tres hombres, todos con sus mejores trajes y con corbatas estrenadas para el evento, se terminaban el cóctel que, previo a la cena y por gentileza de la casa, les había servido un camarero al que no habían visto jamás. –Andamos justos de personal y hemos procedido a realizar nuevas contrataciones a tiempo parcial –explicaba el metre a los clientes habituales que se extrañaban al ver empleados desconocidos rondando sus mesas. Las dos amigas no tuvieron dificultad en hallarlos. Siempre que podían, tenían la costumbre de utilizar la misma mesa y en esta ocasión, como habían realizado la reserva con suficiente antelación, no fue difícil conseguirla. –¡Estáis espléndidas! –exclamó Mario, cumplidor. –¡Vaya par de mujeres! –no quiso ser menos Santiago. –Guapísimas, guapísimas las dos –algo más comedido Ricardo. A uno de los nuevos camareros le había tocado atender su mesa. Vestía un uniforme impecable, en el que todavía podían adivinarse los marcados pliegues del tejido recién extraído de su bolsa. –Buenas noches –dijo con una sonrisa. –Buenas noches –correspondió Mario–. Habíamos reservado un menú especial para la velada de hoy. –Desde luego, está preparado –no abandonaba su sonrisa el camarero–. Debo informarles, no obstante, que la tarifa de precios ha tenido que ser incrementada en un cuarenta por ciento debido a causas ajenas a la casa. –¿Cómo? –casi gritó Mario–. En la comida hemos tenido que soportar una subida de un veinte por cien sobre las tarifas de ayer mismo, lo cual me parece ya escandaloso. Pero un cuarenta por ciento... Lucía, que temía que el enfado de su hermano pudiera incrementarse hasta el punto de estropear la cena, trató de aplacarle con una mano sobre su antebra-

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dos. Uno fue lecho del otro, uno fue manto del otro. Podían haberse muerto allí mismo y hubiese estado todo bien. Pero necesitaban emprender un pequeño esfuerzo más. Tenían que acercarse a la perfección plena. Despertaron. No dijeron nada. No se miraron, ni se despidieron. Debían de levantarse, tomar cada uno su propio camino, y volver a encontrarse un rato después, en la cena.

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zo. No podía permitir que ahora, en el último instante, todo se echara a perder. Tenía que conseguir que Mario se calmase. –Déjalo por favor. Hoy es un día especial. Para mí es muy importante –rogó con esa voz melodiosa a la que siempre se rendía su hermano–. Por favor, por favor... Mario titubeó sin saber que hacer. Acabó por aplacar una ira que aún no había prendido en toda su intensidad, pues, como en todas las quemas, ha de ser necesario un proceso progresivo hasta alcanzar el punto de máxima destrucción. –Lo hago por ti, sólo por ti –le dijo a su hermana. –Gracias, Mario, te quiero mucho –le besó en la mejilla mientras atrapaba su cuello entre los brazos. –¿A qué espera para comenzar a servirnos? –se dirigió con dureza al camarero. –Sí, señor. –El pobre no tiene la culpa –intercedió Almudena cuando el camarero se marchó. –A alguien he de echársela –respondió Mario–. Y si no, que me traigan al director del restaurante. –Eso es imposible –intervino Ricardo–. A saber dónde estará ese pájaro. –Seguro que cenando en un restaurante con mucha más clase que éste y sin incrementos abusivos en los precios. Lucía comenzaba a enfadarse. –Dejadlo ya todos –dijo. –Vamos, vamos, que no pasa nada. Todo está bien –apaciguó los ánimos Mario sonriendo a su hermana mientras le pasaba el brazo por la espalda y acariciaba sus vértebras cervicales. Uno tras otro fueron llegando los platos, algo torpemente servidos por el inexperto camarero novel, y, uno tras otro, fueron dando cuenta de ellos. La velada transcurría por los cauces que todos deseaban. No quedaba un hueco para la tristeza ni para el pesar. Sólo cabía la alegría, el entusiasmo y la felicidad plena.

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–¡Son las once menos veinte! –exclamó Santiago mientras miraba el reloj de su muñeca sin soltar la cucharilla rebosante de helado que estaba presta a ser engullida. –Hemos de darnos prisa, si no, no llegaremos a tiempo y nos perderemos lo mejor de la fiesta –dijo Mario. –Es en la plaza Victoria, ¿no? –preguntaba Almudena y se comía un último trozo de tarta de chocolate. –Sí, en la plaza Victoria –contestó Lucía. –La cuenta –pidió con un grito Mario.

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Pagaron y salieron a la calle. –Tengo el pastel en la garganta todavía –bromeaba Almudena–. No hubiera estado mal un cafecito para bajarlo. –No tenemos tiempo –dijo Mario–. ¿Queréis ir a la fiesta, sí o no? –Desde luego, no te enfades, guapo. –A ver si encontramos un taxi. Santiago salió a la calzada e intentó parar a varios pero todos iban ocupados. En algún campanario cercano daban las once de la noche. –Si al final no llegaremos a tiempo... –se lamentaba alguien. –¡Taxi! –gritó por cuarta vez. Y en esta ocasión tuvo éxito. El coche paró junto a la acera y comenzaron a subir en él, Mario delante, junto al conductor, y los demás detrás. El taxista, al ver su número, protestó: –No pueden montar cinco. –Vamos, hombre, haga usted una excepción. Nos dirigimos a la fiesta del fin del mundo –trató de convencerlo Mario. –Es imposible –se negaba el taxista–. Si me cogen, me multarían y hasta podrían retirarme la licencia. –Mire, si le sancionan, nosotros pagamos la multa –Mario trataba de sopesar los riesgos. Era bastante difícil encontrar otro taxi vacío y, siendo la hora que era, de cualquier forma, no llegarían a tiempo. Tenían que arriesgarse. –No sé, no sé –dudaba el taxista. –Ya le decimos que nosotros nos hacemos cargo de la multa –trataba de convencerle también Ricardo. –Pero la licencia... –Además, vamos a la plaza Victoria, a unas pocas manzanas de aquí. El taxista no se decidía. Almudena, que ya se había sentado en el asiento trasero del taxi, cruzó las piernas y, al subirse un poco la falda, mostró sus magníficos muslos. –Por favor, que le cuesta a usted –pidió–. Y a nosotros nos hace tanta ilusión ir a la fiesta... El conductor del taxi dudó un poco más. Pero estaba a punto de ceder. Almudena descubrió, en aquel momento, una supuesta carrera en las medias, a la altura en la que la falda comienza a ocultar la parte superior de sus piernas. Se introdujo, con parsimonia, un dedo en la boca y lo chupó ruidosamente. Con el dedo húmedo frotó el lugar donde la carrera amenazaba con extenderse en todas direcciones. Por fin, el taxista accedió: –De acuerdo, no me gusta nada trabajar de este modo pero suban –dijo. Y añadió–: Y recuerden que si me multan ustedes se hacen cargo de la denuncia. Montaron en el taxi. El tráfico era más denso cuanto más se acercaban a la plaza en la que debía de estar a punto de comenzar la fiesta. A pie, en coche, en bicicleta, utilizando todos los medios de transporte imaginables, aquellos que deseaban recibir con júbilo al fin del mundo, prácticamente todos en la ciudad,

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estaban a punto de encontrarse en un mismo lugar.

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El taxi hubo de parar tres calles antes del llegar a la plaza Victoria. Los múltiples ríos de gente que se empeñaban en desembocar en una plaza rebosante de cuerpos y ya casi completa, dificultaban que un vehículo tuviese acceso directo a ella. Se bajaron y casi hubo necesidad de tomar la decisión de emprender el camino hacia su destino, pues la muchedumbre los arrastró en el mismo momento en el que pusieron pie en tierra. Justo pudo Mario pagar al taxista. Éste se tuvo que quedar con el cambio ya que para cuando se disponía a devolverlo, Mario caminaba de espaldas a varios metros lejos del taxi, arrastrado por un brazo del río. Se gritaron para no perderse los unos de los otros. Santiago, sintiendo el cuerpo de Ricardo pegado al suyo, llevaba sujeta de la mano a su mujer. No perdía de vista a Lucía, separada de ellos por tres hombres adornados con sombreros de papel y collares de flores artificiales que tiraban serpentinas levantando un brazo por encima de sus cabezas y manteniéndolo allí durante un rato después de realizar el lanzamiento, hasta que, en un hueco repentino que se abría entre los cuerpos que arrastraba el río, lograban bajarlo de nuevo para tomar otro rollito de papel y repetir la operación. Mario era el más retrasado de los cinco. Hubo momentos en el que perdía de vista a los demás, pero, al rato, los vislumbraba de nuevo y trataba de nadar hacia ellos. Santiago logró apartar a dos de los hombres de los sombreros de papel y tenía a Lucía a tan sólo un cuerpo de distancia, cuando recibió un empujón que casi hace que se cayera al suelo. Afortunadamente, la propia presión de la muchedumbre hacía imposible caerse. Cuando llegaba una ola y todos se tambalearon hasta perder el equilibrio, nadie caía. Unos hacía de sostén de los otros. Si una persona hubiera dado con su cuerpo en el suelo, significaría que todos los demás, las miles de personas que allí se encontraban, estarían también rodando sin control unas encima de otras. Mario, cuando veía a sus amigos, apartaba con las dos manos y sin ningún miramiento a las personas que encontraba en su camino, y trataba de llegar hasta ellos. Ya los tenía casi a su alcance. Observó como un brazo surgía de la superficie, agarraba a su hermana por el cuello de la chaqueta y flexionaba el codo hasta conseguir atraerla hacia él. Santiago había conseguido atrapar a Lucía y ahora tenía asidas, con una mano a ésta, y con la otra, a su mujer. El último tramo en su viaje por el río de hombres y de mujeres, lo realizó Mario en volandas, con las puntas de los pies estiradas a varios centímetros del suelo, angustiado por haber perdido todo contacto con él. Pero era el método para viajar más seguro en aquellas circunstancias. Sujeto entre varios cuerpos por el pecho, la espalda y los costados, circulaba en la dirección de la corriente sin posibilidad para tropezar y caerse. La buena suerte hizo que no se separase demasia-

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do de los demás. Cuando Lucía lo tuvo cerca, alzó el brazo en un intento por atraparlo, pero erró. Mario trataba de sacar un brazo del lugar en el que lo tenía atrapado. Así, sería más sencillo conectar con la mano abierta de su hermana que pretendía darle alcance. Lucía aprovechó que una de las corrientes internas que en medio de río había, le acercó lo suficiente a Mario, para realizar un nuevo intento de asirlo. Esta vez, su esfuerzo obtuvo recompensa. Agarró a su hermano por el cuello de la camisa y tiró, con todas sus fuerzas, de él. Mario, que aún no había conseguido hacer pie, notó el fuerte tirón que casi le ahoga y que lo alzó más lejos del suelo. Lucía no estaba dispuesta a soltarlo bajo ningún concepto. Finalmente, en el hueco que dejó tras de sí una ola al pasar, dio un último tirón seco y consiguió traer el cuerpo de Mario. Los cinco estaban juntos.

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El río desembocó en la plaza. Allí, las aguas estaban en calma y, a pesar de que no quedaba un solo hueco y no paraba de entrar gente, la quietud de los cuerpos hacía soportable la espera. La corriente les llevó hacia el centro de la plaza y allí se detuvo. Pronto no habría sitio para nadie más. Los que a partir de entonces llegaran, tendrían que conformarse con disfrutar de la fiesta en las calles adyacentes. Habían conseguido un buen sitio. Desde allí podía verse toda la plaza. Al frente, en lo alto de un edificio, un reloj iluminado daba la hora. Eran las doce menos veinte de la noche. Habían preveído que el final de mundo llegaría tres minutos antes de la media noche. Todavía restaban diecisiete minutos para el momento preciso. La plaza era un cuadrado perfecto. Los edificios que constituían sus lados, eran todos de idéntica altura y sólo el promontorio en el que se hallaba el reloj, sobresalía del conjunto. Los balcones que colgaba de las fachadas eran iguales entre los de un mismo edificio e iguales entre los de los cuatro edificios. Tenían la misma forma, las mismas dimensiones, sus barandillas de hierro habías sido forjadas en la misma fundición, los colores en los que habían sido pintado eran del mismo tono y de la misma saturación, y hasta las cuerdas para tender a secar la ropa recién lavada, eran tres e iguales en todos los casos. Sólo los diferenciaba el hecho de que todos los balcones aparecían numerados, sobre la puerta que daba acceso a ellos, y que este número era, evidentemente, distinto para cada cual. Si abajo en la plaza no cabía una persona más por muy menguada que esta fuese, en los balcones encontrar un sitio vacío era tarea imposible. Muchos de los que los abarrotaban no eran propietarios de las viviendas a las que los balcones pertenecían y estaban allí después de haber pagado a sus dueños reales cantidades astronómicas de dinero por su disfrute. Eran pues, balcones convertidos, para la ocasión, en palcos de honor a los que unos pocos privilegiados habían podido tener acceso. Fue tal el afán que algunos propietarios pusieron el hecho de obte-

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ner el máximo rendimiento posible al alquiler de los balcones, que no reservaron plaza para ellos o para sus familias y se encontraban recibiendo al fin del mundo abajo en la plaza, en medio de la muchedumbre, en lugar de hacerlo cómodamente desde sus hogares. El griterío que flotaba sobre la plaza era ensordecedor. Si bien varios miles de personas hablando al mismo tiempo pueden producir un rumor que alcance un volumen importante, esas mismas personas chillando y gritando sin control, son capaces de ensordecer a quienquiera que se exponga por demasiado tiempo a este suplicio. Pero en la plaza nadie parecía darse cuenta de nada, todo era felicidad a raudales. Serpentinas, gorros de papel, bigotes postizos, bengalas, petardos, tapones de botellas de champán surcando los aires, el propio champán surcando los aires a chorros, música de charangas, pitos, carracas, cohetes, todo en cantidades ingentes, desbordaban la plaza. Incluso, si este ruido no fuera lo suficientemente atronador, a las doce menos cinco, cuando faltasen dos minutos para el final, una colección de fuegos de artificio sería quemada de golpe, con traca sonora incluida en los últimos momentos. Y es que todo era poco para recibir como se merecía a fin del mundo. Lucía, Ricardo, Mario, Almudena y Santiago no habían soltado sus manos y las mantenían entrelazadas aunque el peligro de separarse parecía haber desaparecido. Apenas cambiaban palabras entre ellos. Se sentían tan bien que el hablar era casi un sufrimiento. Todos se sonreían cuando se miraban y aún sonreían cuando dejaban de mirarse. Sonreían a la nada, como cuando se está embobado, sin motivo aparente. Sonreían porque no podían concebir otras expresión para sus caras en ese momento. Se sentían felices y ya eran perfectos. Todo era una armonía exacta. Miraron al firmamento. No había una sola nube que ocultara las estrellas que brillaban con la mayor intensidad de toda su existencia, una intensidad que, de apagarse toda la iluminación eléctrica de la plaza, hubiera bastado para ver sin dificultad. Almudena fue la primera que se dio cuenta. Tiró del brazo de Santiago y alzó la barbilla indicándole la dirección en la que debía mirar. Santiago, observó el cielo y golpeó con su hombro el de Lucía y ésta hizo lo propio con Ricardo y con su hermano. Miraron hacia arriba. Todos los astros y estrellas de la bóveda celeste habían culminado su ordenación. Ahora todas distaban la misma distancia las unas de las otras. Ahora el firmamento estaba poblado de multitud de puntitos iluminados formando una cuadrícula perfecta en la que cada uno de ellos era un punto de encuentro entre todas los caminos imaginados. El techo del mundo era ya perfecto. Dentro de diez minutos el mundo lo sería también.

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Podían verse a algunos hombres que habían subido a niños en sus hombros para que tuviesen, desde allí, un lugar de observación privilegiado y, al mismo tiempo, estuvieran a salvo de los aprietos de abajo. Unos jóvenes que vestían el

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uniforme de marinero y que debían hallarse disfrutando de un permiso para desembarcar, habían seguido el ejemplo de los anteriores, sólo que lo que estos tenían sobre los hombros eran unas guapas jovencitas que habían conocido allí mismo y que, vista la incomodidad provocada por la falta de espacio físico, habían solicitado a los marineros que las alzasen en hombros, a lo que estos, encantados, se apresuraron a acceder. Una charanga comenzó a interpretar una conocida y pegadiza canción. La muchedumbre, al reconocerla, se aprestó a corearla. Pronto la plaza fue una sola voz que logró enmudecer al modesto sonido de los instrumentos del conjunto musical. Según el minutero del reloj iluminado se acercaba a las doce menos tres minutos, el griterío aumentaba, si cabe, aún más. La alegría era desenfrenada y nada hubiera sido capaz de abatirla. Nadie, ninguna persona que se hallase en la plaza, estaba triste. Si todavía, a estas alturas, alguien tenía algún motivo para ser infeliz, el contagio por contacto del que habría sido objeto al mezclarse con las gentes que se encontraban en la plaza, hubiera puesto fin a esta tristeza. El reloj marcó las doce menos cinco minutos de la noche. Una espectacular colección de fuegos artificiales hizo explosión en el cielo para júbilo desbordado de todos los presentes. Por un momento, las estrellas geométricamente dispuestas en el firmamento, se vieron acompañadas de infinidad de puntos de luz de todos los colores, rojos, verdes, violetas, amarillos, que se esparcieron sin destrozar la cuidada y perfecta composición de los astros naturales, vivieron en armonía durante unos brevísimos segundos y murieron permitiendo a las estrellas ser, de nuevo, las reinas y señoras de techo del mundo. Después del baño de luz y de color, una traca que iluminó la noche en un instante e hizo recordar al poderoso sol de los últimos días, atronó en los oídos de todos los hombres y mujeres que aguardaban el final en la ciudad y se extinguió. Y por fin se hizo el silencio. Esperaban el último y definitivo movimiento del minutero del reloj. Un sólo movimiento más. Eso es lo que restaba de mundo. El final había llegado. No se oía nada. La muchedumbre había enmudecido. Todos estaban en paz, todos eran felices. Eran perfectos. Santiago Acuña apretó la mano de su mujer dentro de la suya. Acercó los labios a su oreja y dejó caer allí las dos últimas palabras para fueran el eco que la acompañara en el final. –Te quiero. Mario también apretaba la mano de su hermana y ésta, la de Ricardo. Pero eran incapaces de articular palabra. Se sabían magníficos, excepcionales, como nunca se habían reconocido en la vida. Eran tremendamente felices, tanto que a duras penas podían contener la emoción. Unas lágrimas colmadas de dicha resbalaron por las mejillas de Mario. Se felicitaba por haber sabido concluir con certeza una vida no siempre fácil.

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Lucía Urrestarazu sonreía. Se sentía perfectamente bien, inundada toda ella de una paz infinita. Separó los labios e hizo ademán de decir algo. Durante un momento pareció que los iba a volver a cerrar y dejar que el silencio pusiera fin a su existencia. Justo al final, un instante antes del colapso definitivo, dijo: –Yo os abandono ahora. Debéis desaparecer. Y yo desapareceré un instante después. Es hora de marchar. De morir. Recordad que nada hay tras mi muerte. Porque todo muere conmigo. La novela está terminada ahora que pongo estas últimas palabras. Y con la novela termina la existencia. Que con mi muerte muera todo. Que con mi desaparición desaparezca todo. Que no quede nada olvidado ni nadie que me llore. Morid todos conmigo. Es mi deseo. Escuchad el sonido del polvo definitivo. Es un ruido leve, de una levedad y mansedumbre enloquecedoras. Pero ya no queda tiempo para enloquecer. Es hora de marchar. Es el final. Espero que hayáis sido capaces de conseguir que vuestro mundo haya sido perfecto. El mío, sin duda, lo ha sido. Morid solos. Os he abandonado. Muera yo también un instante después. Y desaparezca más allá de la más perfecta de las desapariciones...

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no hay nadie en este papel en blanco no hay nadie JORGE OTEIZA

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