Mis manos puedes utilizar... 33 Llegó a Capernaúm. Y cuando estuvo en casa, Jesús les preguntó: --¿Qué disputabais entre vosotros en el camino? 34 Pero ellos callaron, porque lo que habían disputado los unos con los otros en el camino era sobre quién era el más importante. 35 Entonces se sentó, llamó a los doce y les dijo: --Si alguno quiere ser el primero, deberá ser el último de todos y el siervo de todos. 36 Y tomó a un niño y lo puso en medio de ellos; y tomándole en sus brazos, les dijo: 37 --El que en mi nombre recibe a alguien como este niño, a mí me recibe; y el que a mí me recibe no me recibe a mí, sino al que me envió. (Mr. 9:33-37) Introducción ¿Os habéis fijado alguna vez la cantidad de cosas que hacemos con las manos? Por ejemplo, durante este mismo culto. ¿Cuántas veces avisado vuestras manos? Si las contásemos nos sorprenderíamos al ver que las hemos usado un montón de veces. Los hombres somos capaces de hacer grandes cosas. Primero lo planeamos en nuestra mente, y después lo llevamos a cabo con las manos. ¿Os dais cuenta de la importancia que tienen nuestras manos? Ahora bien, ¿de qué manos estamos hablando? Cada uno tiene unas manos diferentes. Miraos por un momento vuestras propias manos. Y comparadlas con las manos de las personas que tenéis a vuestro lado. ¿Cuáles son mejores? ¿Cuales tienen más callos? ¿Cuáles han trabajado más? ¿Es eso lo que hace unas manos diferentes de las otras? Posiblemente sí. Pero si nos fijamos en todas nuestras manos, veremos en ellas una característica común: son las manos de Jesús. Son sus manos porque las ponemos a su servicio. Eso hace que nuestras manos sean diferentes de las manos de los demás. ¡Qué tremenda importancia tienen nuestras manos! I. Manos que trabajan egoístamente Si algo podemos afirmar sin temor a equivocarnos, es que las manos sirven para trabajar. Ahora bien, lo que hace la diferencia es para qué están trabajando estas manos. El texto de hoy, a pesar de ser muy conocido, nos puede ayudar a identificar las diferentes actitudes con las que pueden trabajar nuestras manos. En este texto vemos que Jesús se dirige a sus discípulos y les hace una pregunta: ¿De qué habéis estado hablando? Justo antes de este momento, el Señor ha estado compartiendo con ellos que ha de morir, que el Reino se está acercando pero que es necesario que él se vaya para que tenga un cumplimiento total. Y los discípulos quizás no habían entendido completamente como era el reino del que hablaba Jesús. Ellos seguían creyendo que era un reino muy terrenal. Y claro, ¿cómo no? ellos serían los
ministros de ese nuevo Reino. La cuestión era ¿quién será el Primer Ministro? Ésta es la discusión que estaban manteniendo. Pero cuando Jesús se dirige a ellos directamente y les pregunta de qué estaban hablando, son incapaces de exponer sus pensamientos. Se sienten avergonzados; nadie se atreve a responderle. Este es el silencio de la vergüenza. Los discípulos estaban preocupados de “trabajar” para conseguir sus propósitos. La verdadera falta de egoísmo es rara, y cuando se encuentra se la recuerda. Los griegos tenían una historia de un espartano que ilustra perfectamente este hecho. Según esta historia, debían elegirse 300 hombres para gobernar Esparta, y uno de ellos era un candidato. Cuando se leyó la lista de los elegidos, el nombre del tal no figuraba en ella. “Siento mucho que no fueras elegido”, le dijo un amigo. “La gente debería saber que hubieras sido un funcionario sabio”. Pero él respondió: “me alegro de que en Esparta halla 300 hombres mejores que yo”. He aquí un hombre que se convirtió en leyenda porque estuvo dispuesto a dar el primer lugar a otros y que no guarda rencor por ello. ¡Resulta extraño que uno de los primeros resultados que se registran derivados de la segunda predicción de la agonía de la muerte de Jesús tuviese que ser la discusión de los discípulos concerniente a rangos! ¡Con qué rapidez la pena que les causó esta predicción cedió su lugar a un desviado anhelo por la exaltación! ¡No obstante este fue el tipo de hombres que Jesús eligió para ser sus discípulos! Por esta clase de hombres habría que dar su vida. Así nos puede suceder a veces a nosotros. Tenemos muy buenas intenciones, pero que no sabemos llevar a la práctica, o bien se quedan sólo en eso intenciones de las que, al poco tiempo, se olvida nuestra mente. ¡Pero si aún siendo así el Señor desea usamos! El momento solemne ha llegado ahora para que Jesús muestre a sus discípulos cuál debe ser la verdadera actitud de todo ciudadano del Reino.
II. Manos para trabajar altruístamente La frase de Jesús es contundente: “si alguno desea ser primero, sea el último de todos y siervo de todos”. La verdadera grandeza no consiste en que una persona, desde la altura y con una actitud satisfecha de autoaprobación, tenga el derecho de mirar con desprecio a los demás; antes bien, consiste en sumergirse, identificarse con los problemas de los demás, compadecerse “con” ellos y ayudarles en toda forma posible. Es interesante esta frase: identificarse con los problemas de ellos y compadecerse de ellos. Aquí desearía hacer una distinción. No es lo mismo sentir lástima que sentir compasión. El Señor Jesús jamás sintió lástima al ver la necesidad de las personas que lo rodeaban pero sí compasión. Lástima es sentir pena, es ver al otro como un desgraciado, como algo sin solución; compasión es “ser movido en las entrañas” es que algo se mueve en tu interior y que hace reaccionar “con pasión”, es decir, con amor. Así es como actuó el Señor Jesús. Por eso hablamos de identificarse con los problemas de los demás, de compadecerse con (dicho de otro modo, padecer, sufrir con) ellos y ayudarles en toda forma posible.
De este modo, el que quiera ser grande, auténticamente grande en el Reino de los Cielos, debe ser el último de todos, debe estar dispuesto a compadecerse “juntamente con” cualquier persona independientemente su necesidad, de su edad, de su situación. Pero este texto, nos muestra que hemos de ir más allá; no dice sólo que hemos de ser los últimos, que hemos de compadecernos con los demás, sino que hemos de servir a los demás. Ser siervo, ser esclavo que es lo que literalmente dice, significa estar al servicio de los demás pero sin derecho a una recompensa por ello. Es este mismo Jesús el que dice a los o fariseos que son unos hipócritas porque hacen las cosas para que la gente los vea, ¡entonces ya tienen su recompensa! Pero, en cambio, Jesús demostró en su propia vida que esto de lo que Él estaba hablando era algo muy diferente. Él se mostró como un auténtico siervo, esclavo, que no buscaba una recompensa de parte de los hombres. Durante mucho tiempo, Jesús tuvo que insistirle a sus discípulos en esta enseñanza para que la aprendieran. Es algo difícil de hacer humanamente hablando por que todos deseamos ser reivindicados. Según nuestro texto, “Jesús tomó un niño y lo puso en medio de ellos”. Ahora bien, un niño no tiene influencia alguna. Un niño no puede hacer progresar a nadie en su carrera y aumentar su prestigio. Un niño no puede darnos cosas. Por el contrario, el niño necesita cosas, necesita que se le hagan cosas. De modo que Jesús dice: “si alguien recibe a las personas pobres, comunes, a las personas que no tienen influencia ir riquezas y poder, a los que necesitan que se les hagan cosas, me recibe a mí”. Aquí hay una advertencia. Es fácil cultivar la amistad de la persona que puede hacer algo por nosotros, y cuya influencia puede sernos útil. Y no menos fácil es evitar la compañía de la persona que inconvenientemente necesita nuestra ayuda. Es fácil cortejar el favor de los grandes influyentes, y menospreciar a los sencillos, humildes y ordinarios. Lo que Jesús dice aquí es que debemos buscar, no aquellos que pueden hacer cosas para nosotros, sino aquellos para quienes nosotros podemos hacer algo, porque al hacerlo buscamos la compañía de Jesús mismo. Esa es nuestra recompensa. Es otra manera de decir: “por cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeños, a mí lo hicisteis”. III. Revistiéndonos de Cristo 12 Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; 13 soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. 14 Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto. 15 Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la que asimismo fuisteis llamados en un solo cuerpo; y sed agradecidos. 16 La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con
salmos e himnos y cánticos espirituales. 17 Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. (Col. 3:12-17) Podemos estar toda la vida intentando ser buenas personas, mejorar nuestras relaciones, actuar como debemos, para darnos cuenta de que por mucho que nos esforcemos no podemos conseguirlo. Por eso es tan interesante la imagen que usa aquí Pablo: habla de despojarse, desvestirse de lo viejo, para vestirse con lo nuevo. En ocasiones predicamos que hemos de revestirnos de Cristo para llegar a todos los hombres. Y es cierto. Pero hay una idea que ha cautivado mi mente: la palabra hebrea labash. Literalmente significa “vestirse de...” o “vestirse con...”. Pero en sentido figurado se usa en el AT para “vestirse” de ciertas cualidades abstractas. Así Job podía vestirse de justicia, o Dios de misericordia. Pero un uso muy importante es cuando se usa la frase que se tradujo al español “el espíritu de Jehová vino sobre...”que literalmente dice que Jehová se vistió de Gedeón, de David... ¡Así se reviste Dios de nosotros y se humaniza y se hace accesible a los hombres! Y es muy interesante notar esta idea de Pablo: no se trata de esforzarse, sino de dejar que Cristo se revista de nosotros para mostrar así al mundo sus virtudes y no las nuestras Pablo empieza por recordarnos otra vez quiénes somos en Cristo: escogidos de Dios, santos y amados. Esto es muy interesante porque Pablo empieza así también su carta a los Colosenses, recordando quiénes somos. Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; 10 vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia. (2Pe. 2:9-10) Por eso no es extraño que Pablo empiece diciéndonos que mostramos a Cristo al mundo cuando tenemos una “entrañable misericordia”. Nosotros que hemos experimentado la misericordia de Dios en nuestras propias vidas y que somos conscientes de ello, ¡somos los primeros que hemos de mostrar la misericordia hacia los demás! Ya hemos explicado en otras ocasiones lo que significa misericordia: sentir dolor en el corazón (en las entrañas según el pensamiento judío) al ver la miseria de los demás (misere, cardía). Así actuó Dios en Cristo al ver la miseria de nuestra vida: le dolió el corazón y de humanó para hacerse palpable al hombre. Así actuó Jesús mientras estuvo en esta tierra y así actúa Cristo ahora a través de nosotros. Y esto no es una obligación. Es algo entrañable, que sale de lo profundo de nuestro ser de una forma natural, especialmente ahora que Cristo es nuestra vida. La benignidad también manifiesta a Cristo. Esto es mucho más que ser bueno. Los antiguos la definían como la virtud del hombre para quien el bien de su prójimo es tan caro como el propio. Y esto nos debe hacer reflexionar sobre el esfuerzo que hacemos para alcanzar un bien para nosotros y el que hacemos para alcanzar un bien para los demás. Jesús sacrificó literalmente su vida para darla en rescate de la vida de muchos. Con esta palabra define Jesús cómo es su yugo; Mateo 11:30 literalmente dice
mi yugo es benigno. Esta apalabra es también la que se usaba para referirse al vino que con los años se suaviza perdiendo su aspereza. ¡Qué imagen tan bonita! Con el tiempo nosotros vamos perdiendo esa aspereza propia de nuestra anterior vida y adquirimos la bondad del Señor. La bondad a secas puede ser severa, pero cuando se convierte en benignidad es una bondad amable y ¡cuánto aprecia y necesita el mundo la bondad amable! También es necesaria la humildad. Humilde no es la persona que se arrastra, ése será un gusano, sino la que sabe el lugar que le corresponde; humilde no es el que se acogota y camina cabizbajo por el mundo, sino el que tiene un concepto correcto de sí mismo, ni más alto ni más bajo, conociendo sus limitaciones, pero también sus posibilidades. Así fue Jesús; Él no fue altivo, enorgulleciéndose de ser Dios mismo sino que cumplió hasta el final el propósito con el que había venido a este mundo: 6 el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, 7 sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; 8 y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. (Fil. 2:6-8) Nuestra humildad se basa en que somos criaturas de Dios, no dioses, y en que somos semejantes en todo al resto de mortales. Por eso sobra la arrogancia, el orgullo, el desprecio y cosas por el estilo. Desgraciadamente esto no siempre se cumple, y es por eso por lo que Pablo nos exhorta también a soportarnos y perdonarnos porque, al fin y al cabo, Dios también ha actuado y actúa así con nosotros. Así que podemos afirmar que la base del perdón es la humildad y la paciencia. La paciencia también revela a Cristo entre nosotros. Me gusta hacer un juego de palabras para definir la paciencia como la “ciencia de la paz”. Sé que es un juego de palabras, pero creo que expresa también su sentido más amplio. Cuando buscamos la paz, podemos soportar cosas mayores de las que soportamos cuando nos irritamos; cuando usamos la paciencia para no salirnos de nuestras casillas podemos pensar más racionalmente y no caemos en extremos; cuando sabemos lo que esperamos y lo esperamos pacientemente, no desesperamos, echamos fuera la desesperación, la irritación, la depresión, la amargura, etc. Y esta paciencia nos lleva a la mansedumbre. Aristóteles la definió como el término medio entre la ira excesiva y la ira mínima. El hombre manso no es que tiene horchata en las venas, el que no se inmuta aunque lo maten; el hombre manso es el que conserva el dominio propio porque confía en Dios, es el que se aira siempre a su debido tiempo y jamás cuando no le corresponde. Es el hombre que muestra al mismo tiempo energía y suavidad en su carácter. Pero por encima de todas estas cosas “vestíos del amor que es el vínculo perfecto”. ¡Qué interesante lo que afirma Pablo aquí! Cuando la situación se hace casi insoportable, cuando la cerrazón de los demás es demasiado grande como para soportarla, cuando la ineptitud acampa a sus anchas, cuando cada uno hace lo que le da la gana, entonces es cuando es necesario con mayor motivo el amor. Sin el amor nada somos:
1 Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. 2 Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. 3 Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve. (1Co. 13:1-3) La idea que subyace aquí es la misma que en el capítulo 2 y versículo 2: Esto se consigue en la iglesia por medio de la unidad: “unidos en amor”. Literalmente quiere decir que estamos entretejidos o bien compactados. ¿Cuál es el elemento cohesionador en medio de las diferencias que hay entre cada uno de los que formamos la iglesia de Dios? El amor de Dios en nosotros. Solo amándonos de una forma especial podemos impactar al mundo de una forma especial. Este amor es el ligamento que perfecciona, corona y da valor al resto de virtudes cristianas. ¿Habéis probado a hacer una tarta sin huevos? Podéis tener todos los demás ingredientes (harina, sal, azúcar, levadura, ralladura de limón, etc.) pero sin los huevos que den cohesión, no se puede realizar la tarta. Así pasa con el amor que hace posible que el resto de ingredientes tengan valor. Y por último, la paz. Literalmente le apóstol está diciendo: “que la paz de Dios arbitre en vuestros corazones”. El verbo que emplea se refería a la arena de los campos atléticos; es la palabra que aplicaba el árbitro que con su decisión restablecía el orden en caso de disputa. De la misma forma, si Jesucristo hace de árbitro en el corazón de cada hombre entonces, cuando entren en conflicto los sentimientos y seamos arrastrados en dos direcciones al mismo tiempo, o cuando el amor cristiano esté en conflicto con la irritación y el enojo, la decisión de Cristo nos llevará por el camino del amor, del perdón y de la restauración. Conclusión Hay una canción cristiana que dice así: Servirte a ti, oh hermano Como Jesús hizo a todos los humanos; Mis manos puedes utilizar, Son de Jesús, mi fiel amigo. Ésta ha de ser nuestra actitud de servicio en la vida; todos hemos de ser unos diáconos, la iglesia ha de ser una comunidad diacónica, es decir, de servicio. Pero de servicio en los términos de Jesús: movidos por la compasión y sin buscar ninguna recompensa de ningún tipo aunque, paradójicamente, la recibamos. Una vez más quiero daros las gracias a vosotros como expresión de mi gratitud a Dios por haberme enseñado tan extraordinaria lección; gracias a todos aquellos que, después de una semana de trabajo duro, os ponéis al servicio de la iglesia ofreciendo vuestras manos, vuestro tiempo y vuestros talentos para honrar a Dios. Esta actitud ciertamente honra a Dios y a vosotros.