Urbanas Ruedas © Iván Cuevas
“De acuerdo con ciertas teorías acerca de la naturaleza física del universo, una fuerza irresistible y un objeto inamovible no pueden coexistir de forma simultánea…” esa fue la última frase que se alcanzó a escuchar de las bocinas del estéreo, antes de que Urbano lo apagara. Definitivamente, los programas educativos transmitidos por la radio a altas horas de la noche, “no eran lo suyo” pensó. Además, él sabía que no tenía ninguna necesidad de entender cómo diantres funcionaban las galaxias y las constelaciones; ya tenía bastantes problemas con el encargo que tenía pendiente de solucionar. La próxima vez, sintonizaría un popular programa de bromas por teléfono. A bordo de su taxi, de aquellos modelos diseñados por los alemanes en los tiempos de Hitler (como vehículos de guerra) ahora conocidos coloquialmente como “vochos”, Urbano sentía el antojo de abrir la guantera y darse una probadita del material que tenía que entregar esa misma noche: un ladrillo compacto de polvo blanco, ilegal y adictivo. “Mejor le acelero y acabo con esto pa’ pronto”, se dijo a sí mismo al tiempo que pisaba el pedal del acelerador para irse acercando al nuevo tercer nivel que acababan de inaugurar en el periférico de la Gran Ciudad. Un poco antes de acercarse al paso a desnivel, Urbano cayó en la tentación: dio vuelta en un callejoncito y detuvo el Volkswagen; y sí, el producto era bueno. Ya más animado, echó a andar la reversa cuando vio que una atractiva joven, ataviada por una gabardina oscura, le hacía la señal de parada. Aparte de ellos dos, no había nadie más en la avenida. “Rete chula de bonita”, pensó Urbano, sintiendo que otro tipo de antojo le estaba naciendo en la entrepierna. “Ay, señor… gracias por detenerse, nadie me quería levantar”. Dijo Romina al asomarse por la ventanilla. Con una linda mueca, Urbano le quitó el seguro a la puerta y dejó subir a la pasajera; ignorando ella que ese era tal vez un encuentro destinal. “¿A dónde, señorita”? le preguntó él, tratando de verse lo menos ansioso posible. “Por favor, lléveme a la Glorieta de los Insurgentes, ya se me hizo tarde”. Mientras el taxi avanzaba por la Avenida, cada uno iba ensimismado en sus respectivas preocupaciones; Urbano calculaba el tiempo para ver si llegaría puntual a Página 1 de 4
Urbanas Ruedas la cita que tenía programada, si se ocupaba primero del asunto de la señorita. Romina sólo pensaba en llegar a la esquina que le tocaba ocupar esa noche, no tenía ganas de recibir golpizas o cinturonazos de parte de su patrón. Pasaron unos minutos de silencio, y fue ella la que inició la plática con un “ya es muy noche para tanto tráfico, ¿no?”, al tiempo que se alisaba la gabardina con esa elegancia vulgar que sólo la vida en la calle puede dar. -
Sí, como que hay demasiada gente en las calles para las horas que son – respondió Urbano, sintiendo como el deseo libidinoso se le convertía en sudor frío al ver que una patrulla se les acercaba en silencio, con las torretas encendidas.
Tanto Romina como su taxista suspiraron de alivio al verse rebasados y sin problemas por los policías; cada quien preocupado por las respectivas citas que tenían que cumplir. Él, su entrega; ella, su chamba nocturna. Poco a poco se iban acercando a una señal de “alto”, y conforme se aproximaban a la Glorieta, el número de automovilistas, transeúntes y patrullas, iba en aumento. Poco a poco, Urbano comenzó a sentir como se incrementaba el ritmo de los latidos de su corazón, pues se percató que unos kilómetros adelante, por increíble que pudiera suceder a las 2 de la mañana, había un embotellamiento justo en el entronque de la Avenida Insurgentes con el Viaducto. Eso significaba que iba a llegar tarde a la cita, y que dentro de pocos minutos le iban a llamar al celular preguntando donde fregados estaba la mercancía. “Sabía que esto de tener 2 trabajos no me iba a dejar nada bueno”, pensó. Ya en el lugar donde estaban detenidos y desesperados todos los automovilistas, debido a un choque entre víctimas del abuso del alcohol, Urbano empezó a notar como aumentaba el ulular de las patrullas y el aullido de las ambulancias que se aproximaban. Fue en ese momento que, inesperadamente, Romina se empezó a desabrochar la gabardina; diciéndole a rajatabla: “Esto es un asalto, señor”. Página 2 de 4
Urbanas Ruedas “¿Perdón?” fue la única respuesta, semiautomática, que Urbano alcanzó a balbucear, mientras Romina terminaba de despojarse de la gabardina, tirándola rápidamente debajo del asiento del conductor. Incrédulo, se percató con asombro que Romina llevaba puesto un sencillo vestido estampado con florecitas campiranas, totalmente hecho jirones. Las primeras patrullas acababan de llegar al lugar del accidente. Ella sentenció: “Si en 5 segundos no me da todo el dinero que tiene, ahora mismo voy a salir del carro, gritando que usted me quiere violar; y la verdad no creo que vayan a dudar de lo que digo”. El impacto de la declaración en el ya tenso estado de ánimo de Urbano le hizo frenar bruscamente; lo que a su vez provocó que la guantera del auto se abriera de forma abrupta. Obviamente, la cerró mal cuando le dio por darle una probadita al producto. Así quedó al descubierto a la vista de la pasajera el tabique blanco, el cual Romina reconoció de inmediato. “Y me llevo todo, señor Urbano”, dijo ella, quien ya había leído la tarjeta de identificación que colgaba del espejo retrovisor. Fue entonces que, apelando a las leyes de la relatividad temporal, en el plano emocional, los cinco segundos restantes parecieron estirarse como si estuvieran en una película en cámara lenta. Urbano tenía dos opciones, usar el desarmador que tenía atrincherado en la ventanilla de su lado, o echarse a andar en reversa a toda velocidad, entrar al callejón más cercano y luego clavarle la herramienta a la pasajera. Como si fuera la señal de salida, el celular de Urbano empezó a sonar, y pisando de nuevo el acelerador comenzó la marcha atrás. Romina, al leer los ojos de Urbano en el espejo retrovisor, se dio cuenta de que le quedaban pocos segundos para actuar antes de que la situación terminara en desastre (para ella); era una súbita apuesta entre ambos, a todo o nada, a vida o muerte. Como ya no tenía posibilidades de salir del auto dada la velocidad a la que estaban acelerando, se lanzó sobre el volante del vehículo, tratando de tomar el control de la situación; al mismo tiempo que intentaba adueñarse del desarmador que había visto incrustado en el vidrio desde el primer momento en que subió al taxi. Página 3 de 4
Urbanas Ruedas El vochito entró en una reversa perfecta a la calle aledaña a la ya congestionada avenida, con ambos ocupantes tratando ya no de asaltar al otro, sino de salvar sus respectivas vidas. Desafortunadamente, ninguno de los dos se percató que exactamente por esa misma calle, se acercaba una ambulancia a toda velocidad, provocando un aparatoso choque que dejó muertos al instante tanto a Romina como a Urbano. Así que en ese cruce, ya no había un choque, sino dos. “Otra de esas noches”, pensó uno de los paramédicos de la ambulancia, quienes extrañamente salieron ilesos del impacto del Volkswagen contra ellos. Obviamente, el conductor de la ambulancia y su compañero se quedaron totalmente desconcertados al asomarse al silencioso interior del taxi. Ella con el vestido totalmente desgarrado, y el cuello roto; él con un desarmador clavado en el cuello; con la guantera abierta, y un celular que llamaba de forma insistente y que luego fue apagado como para mantener en secreto lo que acababa de suceder. ------------------Del tabique de polvo blanco guardado en la guantera, nunca se supo nada; y mucho menos apareció consignado su hallazgo en el informe de la policía.
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