“Cómo ha cambiado el mundo al mirarlo con tus ojos…” Una lágrima derramada. Agamarys lloró desoladamente mientras avanzaba por el valle de Rift. No podía creerlo; no quería creerlo. Todo había ocurrido tan deprisa... Pensar que ahora se encontraba completamente sola le hacía sentirse peor; y trataba de volver a imaginar que estaba con su padre, en el poblado, que todo volvía a ser como antes. Pero sabía perfectamente que esos añorados tiempos jamás volverían: Su padre la había vendido, la había tirado como si de una muñeca se tratase por el solo hecho de conseguir unas monedas de más. Y sus compradores, (su nueva familia por decirlo de algún modo) la habían tratado como a una sucia esclava a la que podían hacer de todo y además estaba obligada a aguantar de todo. La niña emitió un nuevo sollozo lastimero; aún conservaba las marcas del látigo. Después del tercer día había escapado de allí. Había hecho un simple hatillo con sus escasas pertenencias y había huido. Ahora era libre de nuevo. Pero estaba sola. Veinte lágrimas derramadas.
* * * * * * Ayala siguió escalando. Poco a poco. Pasito a pasito. Era difícil y lo sabía. El Kilimanjaro, sin cuerdas, sin adultos que pudieran guiarle, ayudarle, enseñarle dónde pisar... Pero tenía que conseguirlo. Arriba le esperaba alguien, o tal vez algo: La felicidad. “En la misma cima del monte Kilimanjaro-contaban las viejas leyendas Masais,- te espera la felicidad.” Y Ayala necesitaba urgentemente contactar con ella. Todo le salía mal... -¡La vida es injusta!-gritó con los ojos húmedos. Y al hacerlo se sintió mejor.
Sí, la vida era injusta; o al menos no le sonreía a Ayala.
* * * * * * Había transcurrido una semana. Agamarys acababa de llegar al Kilimanjaro en su camino hacia ninguna parte. No sabía a dónde se dirigía, pero tampoco qué buscaba. Observó con resignación la gigantesca montaña mientras recordaba el día que su padre la había llevado allí de excursión. En aquel entonces tenía tan sólo unos 7 u 8 años y lo había observado todo con sumo interés. -Qué tiempos aquéllos...-pensó la chica en voz alta. De repente, le pareció escuchar un llanto lastimero, similar al suyo unos 7 días atrás, cuando se había escapado de sus compradores y se sentía tan sola. Era el lloro de una niña, tal vez menor que ella, y venía del Norte. Agamarys corrió en esa dirección y encontró a una pequeña, con la cara tiznada de negro y manchada, tirada en el escarpado suelo. -¿Qué te pasa?, ¿Quién eres?-le preguntó con suavidad, sentándose a su lado. Otro sollozo intenso. La niña no estaba en condiciones de hablar, ni siquiera le salían las palabras por su pequeña boca rosada. -Tranquila, tranquila…-murmuró Agamarys, sin saber muy bien que hacer. Nunca había tenido una hermana pequeña. Poco a poco, la niña fue tranquilizándose, y se tiró a los brazos de la chica, que la meció con cuidado. -Soy Ayala.-respondió al fin. -Yo Agamarys. Ayala sonrió. O al menos lo intentó porque ese gesto cargado de amargura y tristeza no podía ser menos parecido a una sonrisa.
Ambas chicas se levantaron y continuaron su marcha juntas. Sin preguntarse nada. Se lo decían todo con una mirada: Eran desdichadas y necesitaban consuelo. Con eso les bastaba. * * * * * * -¿Qué buscas?-le preguntó Agamarys un día. Era media mañana y como cada día desde su encuentro las dos recorrían la falda del gran Monte, cada día un poco más. Más alto. Agamarys no sabía porqué. Era Ayala quien la guiaba y dirigía la “expedición”, como si hubiera vivido toda su vida en aquel lugar. En realidad eso era exactamente lo que ella sospechaba. Con el tiempo, la chica había ido hablando cada vez más, contando como su padre la había vendido a esos 3 hombres del turbante, como la habían maltratado en todos los sentidos, como se había escapado… le consolaba mucho que hubiera alguien dispuesto a escucharla, y en eso Ayala era una experta. Pero por mucho que escuchaba, prácticamente las únicas frases que soltaba eran las típicas de la convivencia, tales como Tienes Razón, Deberíamos parar a dormir, seguiremos mañana… Agamarys soportaba a duras penas el silencio sepulcral que vivía en torno a la niña, y le frustraba muchísimo no saber nada sobre ella, pero ya estaba harta. Ese día no iba a parar hasta que Ayala le soltara varias frases largas seguidas. -¿Qué es lo que buscas?-repitió. Ayala tardó lo suyo en contestar; porque esa era otra; la pequeña no sólo prácticamente nunca abría la boca; cuando tenía que decir algo tardaba cosa de varios minutos en elaborar una respuesta, como si cada cosa que pronunciara fuera esencial para sobrevivir.
-La felicidad.-respondió al fin. -¿La felicidad? Ayala asintió. -¿Y dónde crees que estás? El esquelético dedito de la pequeña se levantó señalando hacia el cielo; Agamarys, utilizando su mano para tapar el ardiente sol de los ojos levantó la mirada y topó con la cima del Kilimanjaro, a tantos metros de ellas que ni siquiera se distinguía del todo bien. -¿La cima?-preguntó la chica. Ayala asintió y se sentó en el suelo escarpado del monte. Agamarys la imitó. -Cuentan las viejas leyendas Masais.-susurró.-Que cuando el mundo nació, la felicidad se instaló en la cima del Kilimanjaro. Y decidió quedarse allí. >>Un
joven llamado Ahmed quiso llegar más lejos que nadie, y decidió subir en busca
de la Felicidad. Ahmed era ambicioso, y nadie pudo detenerlo. Se lanzó hacia la montaña junto a su desvanecida cuerda. >>Pasaron
los meses, y acabaron por darlo como desaparecido. Pero el día menos
pensado, sin que nadie lo esperara, regresó. Traía la ropa hecha harapos, el cabello revuelto y una gran sonrisa de satisfacción. Nunca confesó el secreto de su eterna alegría, ni dio detalles de lo que había ocurrido en la cima. Tan sólo se limitó a vivir al máximo. >>Muchos
otros lo intentaron, pero ninguno regresó. Nadie supo jamás como lo había
logrado Ahmed. Cuando Ayala terminó su largo relato (aquellas 13 frases suponían un récord para ella), ambas se quedamos pensativas unos instantes. Al final, Agamarys rompió el silencio. -¿Eso es lo que buscas aquí? ¿La felicidad?
-Sí. La necesito. -Te acompañaré.-se ofreció la chica.-Me parece que ha ambas nos hace falta una visita urgente a su consulta. * * * * * * Partieron al esconderse el sol tras las montañas cercanas. Era la única hora a la que podías asegurarte de que el calor de África no te matara. Sin prisa pero sin pausa subieron y subieron montículo tras montículo, ansiosas por llegar arriba. En su viaje, Ayala se abrió más hacia Agamarys y ambas pasaban las largas horas de la marcha hablando de su pasado, de su presente, y de lo que tenían pensado para el futuro. Para su sorpresa, Agamarys descubrió que tenían muchísimas cosas más cosas en común de las que creía al principio. Gracias a la amistad que surgió entre las chicas, el camino no se hizo tan duro como parecía, y no tardaron demasiado en llegar arriba. Fue su ilusión quien les trasladó hacia la cima. -Pero, ¿Qué…?-murmuró Ayala desolada cuando sus pequeños pies surcaron la última piedra. Allí no había nada. Nada, tan sólo se trataba de un trozo de monte más. El último; por lo demás era exactamente igual al que acababan de atravesar antes. O al de ayer, o al primero… Agamarys y Ayala se abrazaron, contemplando el paisaje, sin saber nada que decir. El viento se había llevado sus palabras. Y sus ilusiones. Aguzando mejor la vista, Agamarys descubrió una diminuta cabaña de adobe y palos en un extremo. Se aproximaron y observaron a un viejo sucio, demacrado y arrugado que sentado sobre una roca, sonreía.
¿Cómo puede alguien sonreír cuando sabe que no hay nada más allá? ¿Cuando sabe que todo a terminado…? Ayala comenzó a llorar débilmente, y el anciano, levantó la cabeza hasta dar con ellas. -¿Qué os pasa?-les preguntó.- ¿Por qué estáis tan tristes? -¿Por qué está usted tan contento, señor…-comenzó Agamarys.-…cuando sabe que no hay nada; que la felicidad no existe? Él sonrió de nuevo. Era una sonrisa cálida y rebosante de alegría que secó sus ojos húmedos e iluminó algo sus corazones. -¿Quién ha dicho que la Felicidad no existe? Claro que existe. La felicidad brota en cada uno de nosotros, desde que el día que nacemos, pero no la encontramos hasta que no somos capaces de mirar más allá. Más allá de la tristeza del día a día. Venid, quiero enseñaros algo. Las dos le siguieron hasta el precipicio del Kilimanjaro; si te asomabas, podías observar todo el Valle de Rift y sus alrededores desde arriba, y se veía todo muy bonito, la niebla de la falda del monte no existía a esas distancia, pero sí se podían ver (y casi tocar) las esponjosas nubes blancas, admirad los ríos que se veían comos caminos de plata, el verde vivo de los árboles y arbustos, y la luz del Astro Ardiente, que inundaba el mundo de dorado y anaranjado, transformándolo por completo. -¿Lo veis?-prosiguió el anciano.-Todo cambia cuando se mira desde arriba, porque así es cuando se ve la parte bonita del mundo, hasta ahora desconocida. ¿Verdad que nunca habíais vislumbrado tanta belleza en Rift? Y eso que lo veis todos los días… >>Ese es
el verdadero secreto de la felicidad. Lo que nos hace felices no es lo que nos
espera en la cima, si no lo que nos ha costado llegar hasta ella; el esfuerzo… …y la amistad… pensad y reflexionad: ¿Acaso no os ha gustado llegar hasta aquí? ¿No ha sido un desafío? ¿No ha sido una aventura?
>>La felicidad
es eso: la satisfacción. El trabajo bien hecho y el esfuerzo. Los pequeños
detalles que hacen que todo sea mejor, como el hecho de observar el mundo con otros ojos. Y tanto Agamarys como Ayala lo comprendieron: La vida en realidad es como un gran monte altísimo por escalar, lleno de peligros, momentos malos, momentos mejores, esfuerzos… Y sólo al llegar arriba puedes observar que es lo que has estado viviendo sin darte cuenta. Sólo desde una cima puedes observar la parte de arriba de las cosas, la más bonita; porque no existen extremos, ni felicidad eterna ni sufrimiento. Todo es lo mismo. Y puede ser nada, como les pareció al alcanzar la cima desolada y vacía; o todo, como cuando observaron el valle desde el acantilado. Todo dependía de los ojos con que se vieran las cosas. La vida es un gran ascenso en busca de respuestas. Y sólo cuando llegas arriba descubres que las tenías desde el principio. Así era todo. Y las dos niñas sonrieron alegres, porque subir el Kilimanjaro había sido más que un desafío. Había sido encontrar la amistad. * * * * * * Pasaron todo el día en la cabaña. Charlaron y charlaron durante largo rato de temas banales. De todo y a la vez nada. Sólo al final, cuando se iban, Ayala se volvió hacia el anciano, y le preguntó. -Señor, ¿Cómo se llama? No sin sonreír, él respondió. -Ahmed. Cero lágrimas derramadas.
FIN