Una aventura llena de pintura ¡Que alguien mueva esa sandía! El cantor de ópera Había una vez un elefante que quería ser fotógrafo. Sus amigos se reían cada vez que le oían decir aquello: - Qué tontería - decían unos- ¡no hay cámaras de fotos para elefantes! - Qué pérdida de tiempo -decían los otros- si aquí no hay nada que fotografíar... Pero el elefante seguía con su ilusión, y poco a poco fue reuniendo trastos y aparatos con los que fabricar una gran cámara de fotos. Tuvo que hacerlo prácticamente todo: desde un botón que se pulsara con la trompa, hasta un objetivo del tamaño del ojo de un elefante, y finalmente un montón de hierros para poder colgarse la cámara sobre la cabeza. Así que una vez acabada, pudo hacer sus primeras fotos, pero su cámara para elefantes era tan grandota y extraña que paracecía una gran y ridícula máscara, y muchos se reían tanto al verle aparecer, que el elefante comenzó a pensar en abandonar su sueño.. Para más desgracia, parecían tener razón los que decían que no había nada que fotografiar en aquel lugar... Pero no fue así. Resultó que la pinta del elefante con su cámara era tan divertida, que nadie podía dejar de reir al verle, y usando un montón de buen humor, el elefante consiguió divertidísimas e increíbles fotos de todos los animales, siempre alegres y contentos, ¡incluso del malhumorado rino!; de esta forma se convirtió en el fotógrafo oficial de la sabana, y de todas partes acudían los animales para sacarse una sonriente foto para el pasaporte al zoo. El papel y la tinta Había una hoja de papel sobre una mesa, junto a otras hojas iguales a ella, cuando una pluma, bañada en negrísima tinta, la manchó completa y la llenó de palabras. “¿No podrías haberme ahorrado esta humillación?”, dijo enojada la hoja de papel a la tinta. “Tu negro infernal me ha arruinado para siempre”. “No te he ensuciado”, repuso la tinta. “Te he vestido de palabras. Desde ahora ya no eres una hoja de papel sino un mensaje. Custodias el pensamiento del hombre. Te has convertido en algo precioso”. En ese momento, alguien que estaba ordenando el despacho, vio aquellas hojas esparcidas y las juntó para arrojarlas al fuego. Sin embargo, reparó en la hoja “sucia” de tinta y la devolvió a su lugar porque llevaba, bien visible, el mensaje de la palabra. Luego, arrojó el resto al fuego.
Sor Juana Inés de la Cruz, una de las más grandes escritoras de México, nació el 12 de noviembre de 1651. Su verdadero nombre era Juana de Asbaje y Ramírez, y desde muy pequeña demostró su interés por conocer: su hermana mayor la enseñó a leer a los tres años. A partir de ese momento sintió enorme gusto y curiosidad por leer los libros de la biblioteca de su abuelo. A los seis años se dio cuenta de que existían las escuelas y universidades y pidió a sus padres que la llevaran. Pero en el siglo XVII la situación de las mujeres era muy distinta a la que existe hoy en nuestro país, ya que niñas y niños tienen derecho por igual de ir a la escuela y prepararse en las universidades. En esa época no se les permitía a las mujeres asistir a las universidades. Las únicas oportunidades para que una mujer tuviera acceso a la educación, a la cultura y al arte, eran, en primer lugar, si pertenecía a la corte del virrey. Y en segundo lugar, si pertenecía a un convento católico. Como Sor Juana estudiaba y leía mucho, a los trece años fue llamada para servir a la virreina Leonor Carreto. Ella influyó en forma definitiva en Juana, quien fue muy admirada en la corte por sus conocimientos. A los 16 años tuvo que tomar el único camino que tenía para poder seguir estudiando: ingresar al convento. Ahí se desempeñó como bibliotecaria y encargada de la contaduría, estas labores le permitieron dedicarse a la lectura y escritura de poesía, prosa y teatro. Debido a una epidemia que se extendió por toda la región, Sor Juana Inés de la Cruz enfermó y murió el 17 de abril de 1695. Sor Juana fue reconocida por su digna rebeldía y su incomparable inteligencia y talento. Sus contemporáneos le dieron el nombre de “Décima musa”.