12[ PAÍS EL CARIBE.
SÁBADO 21 DE NOVIEMBRE DE 2009
PEDRO CONDE STURLA ✑ ERA LA VIEJA ROMA, ERAN LOS AÑOS JÓVENES -MIS AÑOS DE ESTUDIANTE- LOS CINES DE SEGUNDA, SUEÑOS DE PRIMERA, LOS AMORÍOS FUGACES, LOS PASEOS NOCTURNOS POR EL PINCHO, LAS PAREJAS DE AMANTES A LA LUZ DE LA LUNA.ERA LA ÉPOCA DE LA GUERRA OMINOSA DE VIETNAM Y LAS PROTESTAS MASIVAS DE ESTUDIANTES Y OBREROS, ERAN LOS MESES FINALES DE MI ESTADÍA ROMANA, HEMINGWAY Y PAVESE, LA TESIS QUE ESCRIBÍA SOBRE EL PRIMERO
Tres monedas en la fuente arecería, Palma, que al correr de la vida -al paso de las horas, los días, los decenios-, tu imagen se alimenta de esa informe, esa leve y aleve materia que es el tiempo. Te veo allí sentada, aún te veo, sentada casualmente, platicando sonriente con Ennio aquella tarde, en un abril remoto que casi ya no ocupa lugar en la memoria. Era la vieja Roma, eran los años jóvenes -mis años de estudiante- los cines de segunda, los sueños de primera, los amoríos fugaces, los paseos nocturnos por el Pincho, las parejas de amantes a la luz de la luna. Era la época de la guerra ominosa de Vietnam y las protestas masivas de estudiantes y obreros, eran los meses finales de mi estadía romana, Hemingway y Pavese, la tesis que escribía sobre el primero. Era el grupo de amigos y amigas que los años y la distancia se han tragado y era Palma Ferrante en la casa de Ennio y era La Niña Veras -la paisana-, que compartió conmigo lo de Palma. Palma iba y venía, sobre todo, en otoño con sus delgados pasos, cuando el cambio de las estaciones empezaba a producirle ansiedad, desasosiego. Amaba los veranos y las playas y su pueblo natal que era Bellegra, no muy lejos de Roma. Palma era tropical, como su nombre, y era esbelta y alegre, una alegría contagiosa. Parecía hecha a mano, con un cuerpo dotado de los mejores atributos, una carita dulce de ángel travieso que la protegía de los malos pensamientos y unos ojitos verdes. Unos ojitos verdes de un verde suave y sin malicia aparente, casi tirando a miel. Ojos claros, serenos, con un mirar curioso y divertido. Algunas pocas veces me invitó a caminar por las calles y parques de la ciudad antigua que se cubre de un manto de ocre en los crepúsculos, y me llevaba a sitios que conocía de memoria. El Mausoleo de Adriano, la tumba de Augusto, la Fontana di Trevi. Alguna pizzería en Via del Corso. Ocasionalmente me daba lecciones de guía turística sobre historia de Roma que me hacían sonreír. Yo la dejaba hablar y la miraba. Miraba y admiraba. Siempre me pareció una obra de arte, igual que sus hermanas. Otras veces salíamos de noche en grupo para el cine, el cine Olimpia, refugio de personajes de la cultura gay y amantes del neorrealismo italiano, y a la salida nos íbamos a caminar y alborotar por las calles desiertas. Palma y Ennio, alguna amiga pajarera y yo, La Niña Veras y un novio meridional llamado Rocco, con el cual mantenía unos amores arrebatados y felices. A ellos los vi bailar de madrugada, los veo todavía claramente, bailando sin música en la parada del autobús, el conductor del autobús que se detiene a verlos bailar, que espera con los escasos pasajeros a que terminen de bailar con su música por dentro, venerando, quizás, rememorando un episodio de sus años de juventud, cuan-
P
DETALLES. Palma Ferrante tenía los ojos claros, serenos, con un mirar curioso y divertido. Arriba, la fuente de Trevi, en Roma.
do las cosas se hacían sin pensar, luego gritando muchachos, muchachas que ya es tarde, hace frío, invitando gentilmente a subir al autobús, el último de la noche gélida del invierno romano. En aquella locura que era el tráfico de Roma, Palma me tomaba de la mano, me conducía con su manera suicida de cruzar las calles, avanzando imprudente, tirándose entre los carros, diciéndome camina, ven, no tengas miedo. Y claro que tenía miedo, Palma. Tenía miedo de cruzar esas calles en aquel mar de impaciencia que era y sigue siendo el tráfico de Roma. Tú avanzabas de prisa, caminabas conmigo tomándome de la mano en aquel pandemonio, hablándome y sonriendo con tu carita linda. Yo presentía el final. Terminaría mi vida de estudiante bajo las ruedas de un Fiat 500, un Lancia, un Alfa Romeo, no importaba la marca. A pesar de mis temores pasó el tiempo sin mayores sobresaltos y de pronto me vi presentando la tesis ante Agostino Lombardo y un jurado que me proclamó Doctor en Letras. En los dos días siguientes se me juntaron de golpe los trámites, las emociones los afanes, todas las cosas pendientes que había dejado para último, como suele suceder. La compra del pasaje de regreso al país natal, el te-
legrama para informar a la familia, los preparativos y arreglos inesperados, los libros para empacar, la fiesta de despedida, la esencial Carta de ruta que debía procurar en la embajada dominicana para sustituir el pasaporte maculado con visas de los países socialistas, que estaba prohibido visitar. Eso y otros escollos que en principio me parecían imposibles de superar. Palma pasó a buscarme puntualmente en compañía de La Niña para llevarme en su Fiat 500 a la bulliciosa estación de tren, la famosa Estación Termini que Vittorio de Sica había hecho aun más famosa en su film. Parecía fácil, en principio, dejar la casa, el pequeño apartamento de Via dei Vestini, abandonar en silencio un lugar que amaba, mi discreta morada en Roma, allí donde había sido muchas veces feliz intensamente, pasear la vista en derredor, detenerme en lugares que sólo para mi tenían significado, sentir aquel vacío, aquella vibración que parecía correspondida. Con el corazón encogido cerré la puerta, me despedí para siempre. La despedida glacial de mi apartamento en Vía dei Vestini. Bajé el pesado equipaje y subí al Fiat de Palma. También de Palma me despediría para siempre aquel día. Pocas horas después me iría de Roma, si alguna vez me he ido. Regresaría al oprobio, a los doce años de Balaguer. Los tenebrosos agentes vestidos de civil al pie de la escalera de desembarco. El largo interrogatorio. El aeropuerto militarizado. El difícil proceso de readaptación al país. Buscar empleo.
La vida tomó otro rumbo. Poco a poco se fue quedando atrás la época de mi despreocupada vida de estudiante. Otras tareas ocuparon mi tiempo y pensamientos, pero sin perder el contacto con el grupo de amigos ni presentir el golpe que venía, la ira de un destino encarnizado. Meses después, siete meses después de mi llegada a Santo Domingo sonó el teléfono, la voz de La Niña Veras al teléfono, La Niña balbuceando, llorando, mezclando los idiomas, La Niña que me cuenta, que me explica, La Niña a la que grito que no entiendo, que no quiero entender, la voz que me desgarra, que llora, que se rompe, que me duele, que me aturde, que me da la noticia que no acepto, que no puedo aceptar, la tragedia de Palma, pobre Palma, brutalmente arrollada por un auto, arrastrada, golpeada, desfigurada, toda muerta. (Trascinata –me dijo La Niña Veras–: trascinata, colpita, sfigurata, tutta morta). Veintidós años cumplidos y toda muerta. De aquella época conservo la postal que me escribió Palma antes del suceso, la nota de su hermana Pina que nunca respondí y la foto que acompañaba la nota necrológica. Los recuerdos que se convierten en riachuelos, la memoria que se llena de palomas al evocar su nombre, su figura. Las feroces estaciones del tiempo y la nostalgia que no tienen sentido en la vida ni en la muerte. Pedro Conde Sturla es escritor
[email protected] http://www.pdfcoke.com/Pedro%20Conde%20Sturla