De Profundis Pedro Conde Sturla
El llanto del padre se hacía eco del llanto de la madre, esposa amante, compañera ejemplar, imagen del dolor que no resigna. Junto a ella en cuerpo y alma -valle de lágrimas en el regazo tierno de la abuela- desahogaba su pena la menor de las hijas, y con la hija la abuela misma, la dulce abuela que era estatua de sal en su expresión doliente y, por contraste, muda. Junto a la ventana, más que llorar gimoteaba el hijo varón, miraba lejos. Junto al hijo varón, y de rodillas ante un lienzo del Sagrado Corazón de Jesús, imploraba la tía solterona. Y junto al padre, el compadre, portador de la infausta noticia, también daba muestras de pesar y lo confortaba pidiéndole resignación, compadre, resignación. Y el llanto del padre arreciaba, aumentaba su desesperación, los ojos se le volvían rosas de sangre, mármol dolido su frente. En el ámbito de la servidumbre reinaba por igual un aura luctuosa. Lloraba sin parar la vieja cocinera de manos callosas, más vieja a fuerza del trajín que por la edad. Lloraba la muchacha encargada de la limpieza, lloraban la lavandera y los peones, y hasta el jardinero, el apático y curtido jardinero, dejaba caer alguna que
otra lagrimita, mostrándose sinceramente conmovido en su interior. Pero allí la manifestación de pesar era un reflejo pálido del drama que vivía la familia, doliente por el amor y por la sangre. La madre, que era la imagen viva del dolor, se había convertido en estatua de sal. El valle de lágrimas que era la hija se había secado. La abuela, que era estatua de sal, pegaba gritos que se oían en las puertas del cielo. El hijo varón había roto la ventana de vidrio con la frente. La tía solterona se daba golpes de tambor en el pecho. Y junto al padre, el compadre -su compañero de correrías de toda la vida- trataba de infundirle ánimos pidiéndole resignación compadre, resignación. Y el padre se anegaba en lágrimas, pedía justicia a Dios, si había Dios, y los ojos se le volvían rosas de sangre. ¿Cómo podía resignarse, compadre, cómo podía? En el traspatio los perros aullaban cada vez más fuerte, casi como queriendo darle razón al amo en su queja. Y con los perros hasta las piedras duras y las flores más sensibles mostrabanse ofendidas de dolor. Por no decir de los gallos en la traba, las vacas en el establo, los potros en el potrero. En los alrededores, todo respiraba un aire de tristeza. El coro de dolientes, dentro y fuera de la casa, parecía elevarse al cielo en un crescendo infinito. Junto al padre, el compadre mitigaba ahora la desazón y la pena apurando tragos de ron de una botella que traía en algún bolsillo de su uniforme de campaña, y después de cada trago le ofrecía al padre la misma medicina, que el padre no tocaba, y el compadre bebía en su lugar y volvía a repetir la cansona letanía: resignación, compadre, resignación. Y el llanto del padre arreciaba, y el coro de lamentaciones aumentaba su caudal sonoro. El compadre, que no era hombre de mucha paciencia y comenzaba a perderla, volvió a repetir compadre y a repetir el trago y a repetir compadre, por última vez, compadre: mire que no es para tanto. Y el llanto del padre no arreció. Mas bien el padre se quedó mirando al compadre como a un extraño ¿Oí lo que había oído, compadre? Entonces bajó la guardia, que nunca había tenido muy en alto, y se tiró al suelo a dar pataletas de niño malcriado. El coro de dolientes hizo mutis. Y el compadre visiblemente irritado le gritó al
padre que se dejara de ñoñerías, compadre, y el padre tampoco esta vez pudo creer lo que había oído. Desde el suelo, en posición claudicante, le replicó, compadre, ¿ñoñerías? ¿Qué no es para tanto, compadre? ¿Y le parece poco, compadre? A pesar de su dureza exterior, el compadre era incapaz de ignorar la tragedia del amigo y compañero de armas, y pensó que en el fondo tenía razón. Por primera vez sintió la afrenta como una deuda propia. No, no era poco, compadre. Después de treinta y cinco años de servicio en la policía lo habían puesto en retiro y sólo le faltaban dos, apenas dos, únicamente dos muertitos para llegar a cien y empatar con el coronel. (De Los cuentos negros). PCS (25/9/88)