José Antonio Sáinz
TIEMPO SIN MEMORIA
Uno I GUAL QUE si todo perteneciera al pasaje lánguido y anodino de una ópera interminable, el cielo gastado de la tarde provoca que todo caiga por una pendiente hacia la pereza de calles vacías y sol donde lo importante ya ha sucedido o está a punto de suceder y es apenas nada. El aspecto absoluto de las cosas revela el peso insignificante del polvo y la hora derrite la importancia y la necesidad, disuelve la conciencia en una vacación acuosa y fugaz.
La memoria no interpreta ni justifica el presente. La calle, un hueco amplio antes del mediodía que arrastra los pies. Casi todas las puertas cerradas. Sólo turistas, gentes equívocas. La pendiente exige un esfuerzo a esa imaginación hueca que no explica, que no puede alegarse como una coartada y, sin embargo, disuelve la nostalgia y el deseo.
L OS LIBROS esperan el instante definitivo de sus palabras silenciosas, de su instante sin significado. Demasiado tiempo guardado en la librería. Los gestos, la voluntad, el eco amargo o la extrañeza. Algunos lomos se esconden, algunas filas se inclinan con desgana de sueño.
El tiempo multiplicado se diluye. El de fuera se borra frente a un bastidor, como viento al final del verano.
S I PUDIERA olvidar las frases que dejan fuera de la conciencia la realidad. Pero es lo nuevo lo que encarcela en un mundo en apariencia recién inaugurado. Una mesa que se desvencija, cuyo hule no ocultara la ancianidad de sus brechas, bastaría para abrir la nostalgia a las raíces de la historia. Las baldosas de cemento con dibujos de estrellas, el mirador ajado sobre el jardín. Pero todo es nuevo y sin historia. Hasta las piezas antiguas, la alacena a la entrada del bar,
tienen la pátina del día presente, y la mesa oriental, barniz que aún rezuma. Si pudiera creer en las palabras que ya nadie se atreve a usar sin la certeza pintoresca de convertirlas en un homenaje al pasado indeseable y fotogénico. Sin historia, la casa arreglada, los muebles teñidos, nos acogen con el calor frío de la nada sacudida a manotazos. L A CAMISA de algodón recibe la frontera del cuerpo. Ni dentro ni fuera. La duración no se parece a la eternidad. Las nubes han detenido la luz idéntica, sin música. Los ojos de sueño reciente atentos para sorprender las cosas pequeñas, para el acto sorprendente y abandonado de ver. Este rojo no es el mismo que el otro rojo. Las baldosas frías con formas de estrellas enmudecen con sus esquinas hace tiempo rotas y su trabón tartamudo. La camisa de algodón no tiene otra historia que los puntales de piedra
y la forma inmóvil del cuerpo. Si todo tuviese la claridad de la metáfora, podría rescribirse la sucesión de los pasos o los pálpitos de un concepto ya sucio. Nada se puede explicar, nada puede ser siquiera constatado. Sin embargo, mucho más fácil la magia del augur: la palabra magra la palabra oscura la palabra sin voz. Sombras de nombres. Finos espejismos con la soledad en un escaparate y el escenario en todas las plazas. Los transeúntes se aglomeran en los semáforos, en los paseos junto al mar. Cuando las avenidas son un hueco amplio, se inundan de un misterio denso, semejante a lo que pierde su volumen al otro lado del espejo. Cruzar de acera, elegir con exactitud la esquina, mostrar, ocultarse deciden la paridad del tiempo.
L AS FIGURAS de un cuadro hablan de sí con una transparencia demasiadas veces olvidadiza. El santo rechaza a la mujer y es en realidad al artificio, a la calidad social, a lo que renuncia para ser acogido por dos ángeles con rostro de rufianes sin sexo. El libro es el arquetipo del libro. El cuadro, la falsificación de la mirada. El tiempo se extingue en las direcciones de la cruz. La historia se superpone, narra con instantes solapados a la cronología. Las arrugas permanecen inmóviles, detenidas de una vez para siempre aunque nunca existieron y sean dentro del tiempo y fuera, igual que el cuadro, que cualquier objeto que se solapa en las miradas detenidas o que se suceden con memoria y sin memoria, indescifrables en la latencia inextinguible que disuelve la conciencia.
Dos F UERA , HUELE a tierra mojada, a lluvia que reconoce los resquicios de las rocas. El sol se filtra entre las nubes y alumbra el ajetreo leve del instante. Apenas nada. Desde lo alto, fuera se extiende como un manto y las distancia se suman a la coreografía de la acción. Desde abajo, fuera es sólo una migaja de un espacio prestado, un roce la inclinación de una sombra. Fuera, apenas nada: la hora. L AS COSAS no guardan ya en su haber la inmediatez o el tiempo. Las cosas se formulan como una pregunta, nunca más como una evidencia. Preguntar es su única obsesión. No importa la edad ni los atributos. Las cosas miran,
preguntan, incapaces en su perplejidad sin memoria. F UERA , el sol deslumbra, no interroga. No es necesario pintar infinitas veces el mismo paisaje. Aun en la oscuridad, se reconocería el dibujo de una grieta. Aun en la oscuridad, las cosas estarían ahí, dispuestas a ser constatadas. Esa es la paradoja: las cifras no tienen historia, se inventan cada vez. Y este sol inmenso demuestra la eternidad del presente. E N EL EDIFICIO a medio construir, enfrente, encontrarías el tropiezo áspero del hormigón, de los ladrillos rotos, hallarías una arista que hablara de algo que no ha sobrevivido. El edificio, un día sin cristales, otro, con rampas de hormigón en lugar de tejado
-su alma un poco antes del tejado-, siempre resulta nuevo. El espacio no dice nada abarcado por el vacío. Y, a la vez, mientras no se detenga, acabado, definitivo, todavía es posible ofrendar una palabra en el lugar virtual de los deseos. N O PODRÍAMOS soportar el asco, el estremecimiento de préstamo y desequilibrio si en la superficie de una piedra, de una ventana o de una camisa que nos abraza, asomara la sombra de su tiempo. Por eso, las líneas paralelas se retuercen y lo viejo es siempre nuevo. Por eso, siempre hay a mano una nueva forma de vivir la muerte lenta de los días. L A CARRETERA está de obras hasta el próximo verano. En ese tiempo borrarán las curvas, asfaltarán las cunetas, dejarán muñones de calzada en los que jamás nos reconoceremos. Pasamos a menudo y siempre encontramos camiones sucios
que nos salpican de arena el parabrisas, palas metálicas que arrancan de cuajo las raíces, furgonetas que llevan a las cuadrillas de hombres que trabajan, que aún estarán casi doce meses trabajando en una línea minúscula, esculpiendo en los mapas la materia del tiempo.
Siempre nos detiene el mismo hombre con la misma sonrisa extranjera. No sabríamos decir si sucede en el mismo punto, si los camiones se incorporan del mismo desmonte, tras la misma curva. El mismo hombre levanta la señal, detiene la fila de vehículos y, sólo entonces, brilla a través del aire su sonrisa, la mueca amable de una condena. N I DENTRO ni fuera. Como un objeto sin distancia. Como una raíz que ignora el contorno de la lluvia y alimenta su deseo de las nubes.
Tres S IÉNTATE frente a las palabras. Quizá sea el momento, ahora, de que hablemos del color azul del silencio, de todo aquello que ha prescrito. Y mientras la oscuridad de fuera nos ilumine y nos protege, desenterraremos la única arma que asalta las heridas del deseo. E L SUEÑO que voy a contarte es, en realidad, un lugar, una casa de dos plantas, abandonada en medio de un jardín sin cuidar, sin árboles. El cielo envuelve todo como si sólo existiera para envolverlo. Dentro, la galería deja pasar un sol dulce que ilumina nuestros pasos sobre baldosas con dibujos geométricos. Los cuartos vacíos se suceden, palpitantes de una historia que nos haría suyos. Luego, fuera, el tiempo se escurre como sólo lo hace en los sueños,
con esa falta de densidad a veces apremiante. La casa, desde fuera, no oculta su abandono hermético en mitad del jardín descuidado, pospuesto siempre el traslado a ese centro del universo que es en realidad la casa. A TRAVÉS DE la ventana, la luna llena, el espliego, los robles, el tránsito diáfano de la hora entre los edificios. No sirven las palabras pegadas a la materia. Cuantificar el estallido mágico de la voz es sólo comprobar que su poder se reduce al empeño de quien habla y a la pausa de quien escucha. De la realidad, sólo se constata la pérdida. Por eso nunca somos dueños del presente y el arrepentimiento nos retrata mejor que el suceso. El tacto de la luna se escapa entre las manos. Abrimos la ventana y las cosas se doblan sobre sí mismas.
L A QUIETUD nos salva. Sólo es necesario detenerse, mirar, para que lo visto se transforme en un paisaje sobre el que se detiene el tiempo. La quietud se convierte así en la medicina imposible del deseo sin sucesión. El aire que lo envuelve todo cobra densidad, tersura, voz, la transparencia que nos ata a la realidad. E L AÑO pasado ya estuvimos aquí. Igual que entonces, el pinar nos reconforta del tiempo que nos precede. Por la noche, a pesar de la estación, hay que usar chaqueta y eso nos encandila como una promesa infantil. Luego, regresamos a esos días que nos preceden. Pero hurtamos la latente sorpresa de que el tiempo no puede encarcelarnos, de que el amor se transfigura en sus actos y en sus lugares.
A BRO LA ventana. El mundo de fuera avanza por un espejismo cuarteado. La razón me explica. Pero todo se integra en un cómputo similar de lo existente. Lo de fuera, apenas ha cambiado, la misma curva en la loma. Entonces, ¿por qué la conciencia se disuelve después de interpelarse de un modo alambicado, fugaz, inconmovible? Conozco demasiados conceptos, he visto, quizá, demasiadas cosas. La razón es simple y ya no puede explicarme su entramado. La conciencia se desliza hacia la insuficiencia feliz de las multitudes. T ODO SUCEDE en el piso de arriba de una casa de dos plantas, algo vieja, pero que no pertenece a un sueño, sino más bien a un anuncio. La habitación es amplia, cuadrada. Puede que haya muebles que pretendan suplantar los atributos de la historia: una gran mesa de maderas asiáticas, una alfombra artesanal,
una nevera desubicada, robusta, arquetípica. La luz falsa no engaña; en ella flota el sentido simbólico de nuestra conciencia: sentimental, evocadora, de un sentido presupuesto anterior al tiempo. Sobre la mesa se sienta un niño, igual que sobre un trono en el centro del mundo. No sé con exactitud de cuál de nuestras pretensiones nace su exceso. Tal vez, de un tiempo abolido.
Te he traído hasta aquí apenas para respirar la luz. No hay otros deseos que los de esta habitación. El cielo que envuelve está lejos. En realidad, es posible que haya querido traerte hasta aquí con la esperanza de que nunca tengamos que regresar.
Cuatro L A MÚSICA se sucede a sí misma, pinta en el aire el desequilibrio de una nota de color y por esa pendiente el instante se anula. La música crea su propia medida. Nadie puede escaparse. Nos hace intérpretes de una existencia geométrica, sumisos al filo incandescente del oboe. Porque sí. Incluso aunque nada pueda durar y este espejismo de sonidos, la brevedad concisa de una melodía, encierre la trampa de los sentimientos. La gran mentira. Porque sólo el silencio se sucede a sí mismo. H E ESTADO esperando durante semanas que algo cambiase durante semanas la tarde trae un cielo encapotado la grúa estática el bienestar vegetal de un bosque de otoño
el tiempo gotea los días se suceden algunas noches el viento mueve los cables de la grúa y su sonido es el de las jarcias de un puerto con añoranza de tempestades durante semanas he estado esperando durante semanas quizá una señal la precipitación o la permanencia Pero la cartografía del cielo no desvela su destino.
U N TRAJE de baño, una canción antigua, la comida para mañana, un libro, el café de la tarde, otra música que se prolonga, todo sucesivo o simultáneo, apenas significante, apenas nada. Fuera, la perspectiva de los tejados. A lo lejos,
pasan camiones; a veces, llega el estallido de su motor. Sin embargo, los conductores no nos ven. Así, igual de frágil el albedrío de la realidad. Nada sucede porque apenas todo es nada, sustentado sobre su idea previa. Desde la lejanía inane de su silencio, un traje de baño, una canción antigua, la comida para mañana, un libro, se suceden sin que signifique nada la densidad lábil de su existencia. D ESPUÉS DE la lluvia, la música del desposeimiento. Después de la lluvia la hora descansa frágil sobre la acera. Dentro, el polvo apenas perceptible disimula el desvalimiento de las cosas. La lluvia ha limpiado las calles, el aire, la luz incumplida, el hueco de la espera.
Desde hace algún tiempo habitamos un territorio que no pertenece a lugar alguno. D E PIE , frente a la galería, contemplo cómo las nubes resbalan por las piedras. Se ha empapado la masa somnolienta de la tarde y ya nada le hará recuperar la elasticidad ensimismada de esta música repetida, del mismo modo que todo se repite. Ningún escaparate iluminado redimirá esta tarde que escatima la luz, el sucederse. Los robles tartamudean una melodía. Podría quedarme así, de pie, frente a la ventana, otra estación entera. E L DÍA no tiene historia. Las nubes tapan las piedras. Debajo, los camiones llevan encendidas sus luces, a pesar de la hora, a pesar de la estación. La velocidad, el sucederse componen el decorado mediocre
de una ópera interminable. A una música le sucede otra. Pero nada rompe el hechizo de la mudez. La lluvia menuda escuece en las grietas de la tierra. Rostros turbios caminan decididos. La conciencia resbala hacia los álamos imperturbables. Ha pasado un siglo.
La lluvia se estremece, incapaz, en este tiempo sin memoria.