1 UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA Facultad de Bellas Artes Jornada del Grupo de Estudios Musicales del Laboratorio de Investigación, Producción y Documentación en el Área del Lenguaje Musical Tonal 21 de Octubre de 2017 Salón Auditorio de la Facultad de Bellas Artes
Contemplación, Deseo, Instante, Máscaras, Obsesión: Metáforas sonoras en el pensar interpretativo CONTEMPLACIÓN Etimología. El término contemplación proviene del vocablo latino contemplatio, que deriva de contemplum, una plataforma situada delante de los templos paganos, desde la cual los servidores del culto escrutaban el firmamento para conocer los designios de los dioses. De contemplum procede asimismo el término latino contemplari: «mirar lejos». El sustantivo contemplatio, que expresa el resultado de la acción del verbo contemplari, fue utilizado por los primeros escritores cristianos latinos para traducir la palabra griega theoría, «contemplación», ya existente en la filosofía de la Grecia clásica. Un término castellano relacionado con theoría, es el sustantivo «teatro», lugar donde se contempla una representación dramática. Así, pues, estos términos significan la acción y el resultado de mirar algo con atención y admiración, por ejemplo, un espectáculo interesante. De este modo, el significado original del término «contemplar» encierra un triple contenido: a) se trata de mirar, pero de un mirar con atención, con interés, que involucra la dimensión afectiva de la persona; b) dicho interés procede del valor o calidad que posee la realidad contemplada; c) este mirar comporta una presencia o inmediatez de dicha realidad. Distintos significados de «contemplación». Del significado original del término se han derivado históricamente otros significados más específicos: 1) Contemplación estética o artística, donde se contempla una realidad por su valor estético o artístico, por ejemplo una espléndida puesta de sol o una magnífica obra de arte. 2) Contemplación filosófica o intelectual, donde lo que se contempla es la verdad. Es famoso el concepto de contemplación intelectual según Santo Tomás de Aquino: «La contemplación pertenece a la simple intuición de la verdad (simplex intuitus veritatis)» (Suma de Teología, II-II, q. 180, a. 3, respuesta a la objeción 1ª). 3) Contemplación religiosa o sobrenatural, donde se contempla a Dios. En ella se percibe o experimenta de algún modo a Dios. En lo sucesivo, nos ocuparemos únicamente de este significado del vocablo «contemplación». Naturaleza filosófica y teológica de la contemplación sobrenatural A la luz de las enseñanzas escriturísticas y de la tradición espiritual cristiana, se puede afirmar que la contemplación sobrenatural posee dos rasgos esenciales:
2 a) Es un conocimiento experiencial de Dios al que contribuyen simultáneamente la fe y la caridad. b) Esta experiencia se produce de modo infuso y pasivo, mediante una iniciativa divina que excede completamente la capacidad de actuación del alma humana. Pasividad no significa aquí inactividad, sino que el alma se siente movida directamente por Dios cuando recibe el don de la contemplación. Desde un punto de vista filosófico, la contemplación se encuadra dentro de un tipo de conocimiento llamado «conocimiento por connaturalidad», por ejemplo, el conocimiento personal de amistad entre dos seres humanos. Este conocimiento no se produce mediante razonamientos, sino que hay en él un influjo decisivo de la dimensión afectiva de la persona, por lo que se llama también «conocimiento afectivo», a causa del papel esencial que en él juega el amor. La connaturalidad es una tendencia afectiva derivada de la propia naturaleza de los seres, ya que toda realidad creada tiende instintivamente hacia el propio fin, que reviste para ella el carácter de bien (los animales tienden instintivamente hacia lo que permite su supervivencia: volar, nadar, cazar, etc.). En el ámbito de la moralidad humana se produce el mismo hecho, porque toda persona virtuosa tiende como por instinto hacia la virtud. Por ejemplo, la persona prudente emite un juicio prudencial que guía su actuación, impulsada por una especie de instinto espontáneo, por una tendencia connatural de su capacidad afectiva, porque busca y ama la virtud de la prudencia. El conocimiento por connaturalidad se puede explicar en base a la profunda unidad de la persona humana, en cuanto que sus facultades espirituales están enraizadas en un solo principio vital y operativo: el alma. Aunque es cierto que la inteligencia y la voluntad se distinguen realmente, sin embargo en su actuar concreto hay una mutua dependencia e interacción. Nuestras facultades apetitivas están impregnadas de conocimiento, así como nuestros juicios están profundamente influidos por la afectividad. En la vida real y concreta, la afectividad orienta nuestros conocimientos en el sentido de nuestros amores. El defecto principal del materialismo premarxista, en la esfera de la teoría del conocimiento consistía en tener un carácter contemplativo. Partiendo de la objetividad del mundo exterior, los viejos materialistas caracterizaban el conocimiento como un proceso pasivo de percepción, de contemplación; el mundo exterior actúa sobre los órganos de los sentidos del hombre y éste es concebido sólo como sujeto percipiente. Además, se contraponía unilateralmente el mundo objetivo y la actividad humana. La realidad se concebía sólo como objeto y no subjetivamente, es decir, en dependencia de la actividad del sujeto, bajo un aspecto transformado y cambiado por la práctica social de la humanidad. La propia actividad social en la esfera de la producción, el hacer práctico, eran entendidos por los viejos materialistas tan sólo como actividad individual de las personas tendiente a satisfacer sus necesidades estrechamente personales y egoístas. Para el viejo materialismo no resultaba accesible concebir la práctica como actividad creadora tanto del hombre mismo como del mundo en que éste vive. Se debía ello a que se concebía la historia en un sentido idealista y a que se desconocía el papel de la producción en la vida de la sociedad. En consecuencia, sólo se consideraba auténticamente humana la actividad teórica, y el conocimiento se separaba de la práctica, se le contraponía. Lo cierto es que en el proceso de la cognición, el hombre se encuentra no tanto con la naturaleza como tal, como con el mundo “humanizado”, es decir, incluido de
3 uno u otro modo en el proceso de la producción; es precisamente la transformación práctica del mundo lo que descubre al hombre las leyes y la esencia del mismo. También es característico de la contemplación, el comprender el sujeto del conocimiento como individuo abstracto, aislado de la sociedad y visto frecuentemente tan sólo como ser natural. La contemplación es inherente tanto al empirismo como al racionalismo, dado que fuera de la práctica no es posible ni siquiera plantear correctamente el problema de su correlación. En la teoría del conocimiento, la contemplación conduce inevitablemente a la metafísica, ya que hace imposible refutar por completo al idealismo. El marxismo ha superado la contemplación y con ello ha provocado un cambio radical en la esfera de la gnoseología. Atención Plena es la capacidad para mantener la mente centrada en el momento presente, libre de juicios y elaboraciones mentales. El concepto moderno de Mindfulness es la práctica de la meditación aplicada al mundo occidental de una forma aséptica sin ningún tipo de carga o ideología espiritual. Sin embargo, el origen del Mindfulness se asienta en el conocimiento milenario de la meditación budista y en uno de sus principales principios: observar la mente. En el estado normal de la vida diaria, nuestra atención queda divida y repartida entre los numerosos estímulos que nos llegan, especialmente si llevamos un ritmo de vida ajetreado que suele ser lo normal, de forma que la atención se diluye y entramos en un estado de dispersión. Lo peor de todo es que este estado tiende a hacerse crónico, a arraigarse en nosotros, no siendo capaces de vivir de otra manera, y generando además un importante nivel de estrés y ansiedad. En este estado de dispersión la mente queda mermada de todas sus facultades, desapareciendo todo su poder. ¿Qué papel desempeña la atención en el proceso de la creatividad? La atención plena desempeña un papel fundamental en el proceso creativo ya que es la capacidad de observar y explorar la información que nos llega del exterior a través de los diferentes sentidos, la vista, el olfato, el tacto, el gusto y el oído, y también aquella información que nos llega del propio interior como consecuencia de las reacciones que se desencadenan en el sujeto a través de la experiencia de la observación. Así la atención plena nos permite ampliar nuestro campo de percepción y también de conocimiento al liberarnos de los juicios y las opiniones. EL USO y LA CONTEMPLACIÓN. Octavio Paz Bien plantada. No caída de arriba: surgida de abajo. Ocre, color de miel quemada. Color de sol enterrado hace mil años y ayer desenterrado. Frescas rayas verdes y anaranjadas cruzan su cuerpo todavía caliente. Círculos, grecas: ¿restos de un alfabeto dispersado? Barriga de mujer encinta, cuello de pájaro. Si tapas y destapas su boca con la palma de la mano, te contesta con un murmullo profundo, borbotón de agua que brota; si golpeas su panza con los nudillos de los dedos, suelta una risa de moneditas de plata cayendo sobre las piedras. Tiene muchas lenguas, habla el idioma del barro y el del mineral, el del aire corriendo entre los muros de la cañada, el de las lavanderas mientras lavan, el del cielo cuando se enoja, el de la lluvia.
4 Vasija de barro cocido: no la pongas en la vitrina de los objetos raros. Haría un mal papel. Su belleza está aliada al líquido que contiene y a la sed que apaga. Su belleza es corporal: la veo, la toco, la huelo, la oigo. Si está vacía, hay que llenarla; si está llena, hay que vaciarla. La tomo por el asa torneada como a una mujer por el brazo, la alzo, la inclino sobre un jarro en el que vierto leche o pulque -"líquidos lunares que abren y cierran las puertas del amanecer y el anochecer, el despertar y el dormir. No es un objeto para contemplar, sino para dar a beber. Jarra de vidrio, cesta de mimbre, huipil de manta de algodón, cazuela de madera: objetos hermosos no a despecho sino gracias a su utilidad. La belleza les viene por añadidura, como el olor y el color a las flores. Su belleza es inseparable de su función: son hermosos porque son útiles. Las artesanías pertenecen a un mundo anterior a la separación entre lo útil y lo hermoso. Esa separación es más reciente de lo que se piensa: muchos de los objetos que se acumulan en nuestros museos y colecciones particulares pertenecieron a ese mundo en donde la hermosura no era un valor aislado y autosuficiente. La sociedad estaba dividida en dos grandes territorios, lo profano y lo sagrado. En ambos la belleza estaba subordinada, en un caso a la utilidad y en el otro a la eficacia mágica. Utensilio, talismán, símbolo: la belleza era el aura del objeto, la consecuencia --casi siempre involuntaria- de la relación secreta entre su hechura y su sentido. La hechura: cómo está hecha una cosa; el sentido: para qué está hecha. Ahora todos esos objetos, arrancados de su contexto histórico, su función específica y su significado original, se ofrecen a nuestros ojos como divinidades enigmáticas y nos exigen adoración. El tránsito de la catedral, el palacio, la tienda del nómada, el boudoir de la cortesana y la cueva del hechicero al museo fue una transmutación mágico-religiosa: los objetos se volvieron iconos. Esta idolatría comenzó en el Renacimiento y desde el siglo XVIII es una de las religiones de Occidente (la otra es la política). Ya Sor Juana Inés de la Cruz se burlaba con gracia, en plena edad barroca, de la superstición estética: "La mano de una mujer", dice, "es blanca y hermosa por ser de carne y hueso, no de marfil ni plata; yo la estimo no porque luce sino porque agarra". La religión del arte nació, como la religión de la política, de las ruinas del cristianismo. El arte heredó de la antigua religión el poder de consagrar a las cosas e infundirles una suerte de eternidad: los museos son nuestros templos y los objetos que se exhiben en ellos están más allá de la historia. La política -más exactamente: la Revolución- confiscó la otra función de la religión: cambiar al hombre y a la sociedad. El arte fue un ascetismo, un heroísmo espiritual; la Revolución fue la construcción de una Iglesia universal. La misión del artista consistió en la transmutación del objeto; la del líder revolucionario en la transformación de la naturaleza humana. Picasso y Stalin. El proceso ha sido doble: en la esfera de la política las ideas se convirtieron en ideologías y las ideologías en idolatrías; los objetos de arte, a su vez, se volvieron ídolos y los ídolos se transformaron en ideas. Vemos a las obras de arte con el mismo recogimiento -aunque con menos provecho con que el sabio de la antigüedad contemplaba el cielo estrellado: esos cuadros y esas esculturas son, como los cuerpos celestes, ideas puras. La religión artística es un neoplatonismo que no se atreve a confesar su nombre --cuando no es una guerra santa contra los infieles y los herejes. La historia del arte moderno puede dividirse en dos corrientes: la contemplativa y la combativa. A la primera pertenecen tendencias como el cubismo y el arte abstracto; a la segunda, movimientos como el futurismo, el dadaísmo y el surrealismo. La mística y la cruzada. El movimiento de los astros y los planetas era para los antiguos la imagen de la perfección: ver la armonía celeste era oírla y oírla era comprenderla. Esta visión religiosa y filosófica reaparece en nuestra concepción del arte. Cuadros y esculturas no son, para
5 nosotros, cosas hermosas o feas sino entes intelectuales y sensibles, realidades espirituales, formas en que se manifiestan las ideas. Antes de la revolución estética el valor de las obras de arte estaba referido a otro valor. Ese valor era el nexo entre la belleza y el sentido: los objetos de arte eran cosas que eran formas sensibles que eran signos. El sentido de una obra era plural pero todos sus sentidos estaban referidos a un significante último, en el cual el sentido y el ser se confundían en un nudo indisoluble: la divinidad. Transposición moderna: para nosotros el objeto artístico es una realidad autónoma y autosuficiente y su sentido último no está más allá de la obra sino en ella misma. Es un sentido más allá -o más acá- del sentido; quiero decir: no posee ya referencia alguna. Como la divinidad cristiana, los cuadros de Pollock no significan; son. En las obras de arte modernas el sentido se disipa en la irradiación del ser. El acto de ver se transforma en una operación intelectual que es también un rito mágico: ver es comprender y comprender es comulgar. Al lado de la divinidad y sus creyentes, los teólogos: los críticos de arte. Sus elucubraciones no son menos abstrusas que las de los escolásticos medievales y los doctores bizantinos, aunque son menos rigurosas. Las cuestiones que apasionaron a Orígenes, Alberto el Magno, Abelardo y Santo Tomás reaparecen en las disputas de nuestros críticos de arte, sólo que disfrazadas y banalizadas. El parecido no se detiene ahí: a las divinidades y a los teólogos que las explican hay que añadir los mártires. En el siglo XX hemos visto al Estado soviético perseguir a los poetas y a los artistas con la misma ferocidad con que los dominicanos extirparon la herejía albigense. Es natural que la ascensión y santificación de la obra de arte haya provocado periódicas rebeliones y profanaciones. Sacar al fetiche de su nicho, pintarrajearlo, pasearlo por las calles con orejas y cola de burro, arrastrarlo por el suelo, pincharlo y mostrar que está relleno de aserrín, que no es nada ni nadie y que no significa nada -y después volver a entronizarlo-. El dadaísta Huelsenbeck dijo en un momento de exasperación: "El arte necesita una buena zurra". Tenía razón, sólo que los cardenales que dejaron esos azotes en el cuerpo del objeto dadaísta fueron como las condecoraciones en los pechos de los generales: le dieron más respetabilidad. Nuestros museos están repletos de anti-obras de arte y de obras de anti-arte. Más hábil que Roma, la religión artística ha asimilado todos los cismas. No niego que la contemplación de tres sardinas en un plato o de un triángulo y un rectángulo puede enriquecernos espiritualmente; afirmo que la repetición de ese acto degenera pronto en rito aburrido. Por eso los futuristas, ante el neoplatonismo cubista, pidieron volver al tema. La reacción era sana y, al mismo tiempo, ingenua. Con mayor perspicacia los surrealistas insistieron en que la obra de arte debería decir algo. Como reducir la obra a su contenido o a su mensaje hubiera sido una tontería, acudieron a una noción que Freud había puesto en circulación: el contenido latente. Lo que dice la obra de arte no es su contenido manifiesto sino lo que dice sin decir: aquello que está detrás de las formas, los colores y las palabras. Fue una manera de aflojar, sin desatarlo del todo, el nudo teleológico entre el ser y el sentido para preservar, hasta donde fuese posible, la ambigua relación entre ambos términos. El más radical fue Duchamp: la obra pasa por los sentidos pero no se detiene en ellos. La obra no es una cosa: es un abanico de signos que al abrirse y cerrarse nos deja ver y nos oculta, alternativamente, su significado. La obra de arte es una señal de inteligencia que intercambia el sentido y el sin-sentido. El peligro de esta actitud -un peligro del que (casi) siempre Duchamp escapó- es caer del otro lado y quedarse con el concepto y sin el arte, con la trouvaille y sin la cosa. Eso es lo que ha ocurrido con sus imitadores. Hay que agregar que, además, con frecuencia se quedan sin el arte y sin el concepto. Apenas si vale la pena repetir que el arte no es concepto: el arte
6 es cosa de los sentidos. Más aburrida que la contemplación de la naturaleza muerta es la especulación del pseudoconcepto. La religión artística moderna gira sobre sí misma sin encontrar la vía de salida: va de la negación del sentido por el objeto a la negación del objeto por el sentido. La revolución industrial fue la otra cara de la revolución artística. A la consagración de la obra de arte como objeto único, correspondió la producción cada vez mayor de utensilios idénticos y cada vez más perfectos. Como los museos, nuestras casas se llenaron de ingeniosos artefactos. Instrumentos exactos, serviciales, mudos y anónimos. En un comienzo las preocupaciones estéticas apenas si jugaron un papel en la producción de objetos útiles. Mejor dicho, esas preocupaciones produjeron resultados distintos a los imaginados por los fabricantes. La fealdad de muchos objetos de la pre-historia del diseño industrial -una fealdad no sin encanto- se debe a la superposición: el elemento "artístico", generalmente tomado del arte académico de la época, se yuxtapone al objeto propiamente dicho. El resultado no siempre ha sido desafortunado y muchos de esos objetos –pienso en los de la época victoriana y también en los del "modern style" pertenecen a la misma familia de las sirenas y las esfinges. Una familia regida por lo que podría llamarse la estética de la incongruencia. En general la evolución del objeto industrial de uso diario ha seguido la de los estilos artísticos. Casi siempre ha sido una derivación -a veces caricatura, otra copia feliz- de la tendencia artística en boga. El diseño industrial ha ido a la zaga del arte contemporáneo y ha imitado los estilos cuando éstos ya habían perdido su novedad inicial y estaban a punto de convertirse en lugares comunes estéticos. El diseño contemporáneo ha intentado encontrar por otras vías -las suyas propias- un compromiso entre la utilidad y la estética. A veces lo ha logrado pero el resultado ha sido paradójico. El ideal estético del arte funcional consiste en aumentar la utilidad del objeto en proporción directa a la disminución de su materialidad. La simplificación de las formas se traduce en esta fórmula: al máximo de rendimiento corresponde el mínimo de presencia. Estética más bien de orden matemático: la elegancia de una ecuación consiste en la simplicidad y en la necesidad de su solución. El ideal del diseño es la invisibilidad: los objetos funcionales son tanto más hermosos cuanto menos visibles. Curiosa transposición de los cuentos de hadas y de las leyendas árabes a un mundo gobernado por la ciencia y las nociones de utilidad y máximo rendimiento: el diseñador sueña con objetos que, como los genii, sean servidores intangibles. Lo contrario de la artesanía, que es una presencia física que nos entra por los sentidos y en la que se quebranta continuamente el principio de la utilidad en beneficio de la tradición, la fantasía y aun el capricho. La belleza del diseño industrial es de orden conceptual: si algo expresa es la justeza de una fórmula. Es el signo de una función. Su racionalidad lo encierra en una alternativa: sirve o no sirve. En el segundo caso hay que echarlo al basurero. La artesanía no nos conquista únicamente por su utilidad. Vive en complicidad con nuestros sentidos y de ahí que sean tan difícil desprendernos de ella. Es como echar un amigo a la calle. Hay un momento en el que el objeto industrial se convierte al fin en una presencia con un valor estético: cuando se vuelve inservible. Entonces se transforma en un símbolo o en un emblema. La locomotora que canta Whitman es una máquina que se ha detenido y que ya no transporta en sus vagones ni pasajeros ni mercancías: es un monumento inmóvil a la velocidad. Los discípulos de Whitman –Valéry Larbaud y los futuristas italianos- exaltaron la hermosura de las locomotoras y los ferrocarriles justamente cuando los otros medios de comunicación -el avión, el auto- comenzaban a desplazarlos. Las locomotoras de esos poetas equivalen a las ruinas artificiales del siglo XVIII: son un complemento del paisaje.
7 El culto al maquinismo es un naturalismo au rebours: utilidad que se vuelve belleza inútil, órgano sin función. Por las ruinas la historia se reintegra a la naturaleza, lo mismo si estamos ante las piedras desmoronadas de Nínive que ante un cementerio de locomotoras en Pensilvania. La afición a las máquinas y aparatos en desuso no es sólo una prueba más de la incurable nostalgia que siente el hombre por el pasado sino que revela una fisura en la sensibilidad moderna: nuestra incapacidad para asociar belleza y utilidad. Doble condenación: la religión artística nos prohíbe considerar hermoso lo útil; el culto a la utilidad nos lleva a concebir la belleza no como una presencia sino como una función. Tal vez a esto se deba la extraordinaria pobreza de la técnica como proveedora de mitos: la aviación realiza un viejo sueño que aparece en todas las sociedades pero no ha creado figuras comparables a Ícaro y Faetonte. El objeto industrial tiende a desaparecer como forma y a confundirse con su función. Su ser es su significado y su significado es ser útil. Está en el otro extremo de la obra de arte. La artesanía es una mediación: sus formas no están regidas por la economía de la función sino por el placer, que siempre es un gasto y que no tiene reglas. El objeto industrial no tolera lo superfluo; la artesanía se complace en los adornos. Su predilección por la decoración es una transgresión de la utilidad. Los adornos del objeto artesanal generalmente no tienen función alguna y de ahí que, obediente a su estética implacable, el diseñador industrial los suprima. La persistencia y proliferación del adorno en la artesanía revelan una zona intermediaria entre la utilidad y la contemplación estética. En la artesanía hay un continuo vaivén entre utilidad y belleza; ese vaivén tiene un nombre: placer. Las cosas son placenteras porque son útiles y hermosas. La conjunción copulativa (y) define a la artesanía como la conjunción disyuntiva define al arte y a la técnica: utilidad o belleza. El objeto artesanal satisface una necesidad no menos imperiosa que la sed y el hambre: la necesidad de recrearnos con las cosas que vemos y tocamos, cualesquiera que sean sus usos diarios. Esa necesidad no es reducible al ideal matemático que norma al diseño industrial ni tampoco al rigor de la religión artística. El placer que nos da la artesanía brota de una doble transgresión: al culto a la utilidad y a la religión del arte. Hecho con las manos, el objeto artesanal guarda impresas, real o metafóricamente, las huellas digitales del que lo hizo. Esas huellas no son la firma del artista, no son un nombre; tampoco son una marca. Son más bien una señal: la cicatriz casi borrada que conmemora la fraternidad original de los hombres. Hecho por las manos, el objeto artesanal está hecho para las manos: no sólo lo podemos ver sino que lo podemos palpar. A la obra de arte la vemos pero no la tocamos. El tabú religioso que nos prohíbe tocar a los santos -"te quemarás las manos si tocas la Custodia", nos decían cuando éramos niños- se aplica también a los cuadros y las esculturas. Nuestra relación con el objeto industrial es funcional; con la obra de arte, semirreligiosa; con la artesanía, corporal. En verdad no es una relación sino un contacto. El carácter transpersonal de la artesanía se expresa directa e inmediatamente en la sensación: el cuerpo es participación. Sentir es, ante todo, sentir algo o alguien que no es nosotros. Sobre todo: sentir con alguien. Incluso para sentirse a sí mismo, el cuerpo busca otro cuerpo. Sentimos a través de los otros. Los lazos físicos y corporales que nos unen con los demás no son menos fuertes que los lazos jurídicos, económicos y religiosos. La artesanía es un signo que expresa a la sociedad no como trabajo (técnica) ni como símbolo (arte, religión) sino como vida física compartida. La jarra de agua o de vino en el centro de la mesa es un punto de confluencia, un pequeño sol que une a los comensales. Pero ese jarro que nos sirve a todos para beber, mi mujer puede transformarlo en un florero. La sensibilidad personal y la fantasía desvían al objeto de su función e interrumpen su significado: ya no es un recipiente que sirve para guardar un líquido sino para mostrar un clavel. Desviación e interrupción que conectan al objeto con
8 otra región de la sensibilidad: la imaginación. Esa imaginación es social: el clavel de la jarra es también un sol metafórico compartido con todos. En su perpetua oscilación entre belleza y utilidad, placer y servicio, el objeto artesanal nos da lecciones de sociabilidad. En las fiestas y ceremonias su irradiaciones aún más intensa y total. En la fiesta la colectividad comulga consigo misma y esa comunión se realiza a través de objetos rituales que son casi siempre obras artesanales. Si la fiesta es participación del tiempo original -la colectividad literalmente reparte entre sus miembros, como un pan sagrado, la fecha que conmemora-la artesanía es una suerte de fiesta del objeto: transforma el utensilio en signo de la participación. El artista antiguo quería parecerse a sus mayores, ser digno de ellos a través de la imitación. El artista moderno quiere ser distinto y su homenaje a la tradición es negarla. Cuando busca una tradición la busca fuera de Occidente, en el arte de los primitivos o en el de otras civilizaciones. El arcaísmo del primitivo o la antigüedad del objeto sumerio o maya, por ser negaciones de la tradición de Occidente, son formas paradójicas de la novedad. La estética del cambio exige que cada obra sea nueva y distinta de las que preceden; a su vez, la novedad implica la negación de la tradición inmediata. La tradición se convierte en una sucesión de rupturas. El frenesí del cambio también rige a la producción industrial, aunque por razones distintas: cada objeto nuevo, resultado de un nuevo procedimiento, desaloja al objeto que lo precede. La historia de la artesanía no es una sucesión de invenciones ni de obras únicas (o supuestamente únicas). En realidad; la artesanía no tiene historia, si concebimos a la historia como una serie ininterrumpida de cambios. Entre su pasado y su presente no hay ruptura sino continuidad. El artista moderno está lanzado a la conquista de la eternidad y el diseñador a la del futuro; el artesano se deja conquistar por el tiempo. Tradicional pero no histórico, atado al pasado pero libre de fechas, el objeto artesanal nos enseña a desconfiar de los espejismos de la historia y las ilusiones del futuro. El artesano no quiere vencer al tiempo sino unirse a su fluir. A través de repeticiones que son asimismo imperceptibles pero reales variaciones, sus obras persisten. Así sobreviven al objeto upto-date. El diseño industrial tiende a la impersonalidad. Está sometido a la tiranía de la función y su belleza radica en esa sumisión. Pero la belleza funcional sólo se realiza plenamente en la geometría y sólo en ella verdad y belleza son una y la misma cosa; en las artes propiamente dichas, la belleza nace de una necesaria violación de las normas. La belleza –mejor dicho: el arte- es una transgresión de la funcionalidad. El conjunto de esas transgresiones constituye lo que llamamos un estilo. El ideal del diseñador, si fuese lógico consigo mismo, debería ser la ausencia de estilo: las formas reducidas a su función; el del artista, un estilo que empezase y terminase en cada obra de arte. (Tal vez fue esto lo que se propusieron Mallarmé y Joyce), Sólo que ninguna obra de arte principia y acaba en ella misma. Cada una es un lenguaje a un tiempo personal y colectivo: un estilo, una manera. Los estilos son comunales. Cada obra de arte es una desviación y una confirmación del estilo de su tiempo y de su lugar: al violarlo, lo cumple. La artesanía, otra vez, está en una posición equidistante: como el diseño, es anónima; como la obra de arte, es un estilo. Frente al diseño, el objeto artesanal es anónimo pero no impersonal; frente a la obra de arte, subraya el carácter colectivo del estilo y nos revela que el engreído yo del artista es un nosotros. La técnica es internacional. Sus construcciones, sus procedimientos y sus productos son los mismos en todas partes. Al suprimir las particularidades y peculiaridades nacionales y regionales, empobrece al mundo. A través de su difusión mundial, la técnica se ha convertido en el agente más poderoso de la entropía histórica. El carácter negativo de su acción puede condensarse en esta frase: uniforma sin unir. Aplana las diferencias entre las distintas culturas y estilos nacionales pero no extirpa las rivalidades y los odios entre los pueblos y los Estados. Después de transformar a los
9 rivales en gemelos idénticos, los arma con las mismas armas. El peligro de la técnica no reside únicamente en la índole mortífera de muchas de sus invenciones sino en que amenaza en su esencia al proceso histórico. Al acabar con la diversidad de las sociedades y culturas, acaba con la historia misma. La asombrosa variedad de las sociedades produce la historia: encuentros y conjunciones de grupos y culturas diferentes y de técnicas e ideas extrañas. El proceso histórico tiene una indudable analogía con el doble fenómeno que los biólogos llaman inbreeding y outbreeding y los antropólogos endogamia y exogamia. Las grandes civilizaciones han sido síntesis de distintas y contradictorias culturas. Ahí donde una civilización no ha tenido que afrontar la amenaza y el estímulo de otra civilización –como ocurrió con la América precolombina hasta el siglo XVI- su destino es marcar el paso y caminar en círculos. La experiencia del otro es el secreto del cambio. También el de la vida. La técnica moderna ha operado transformaciones numerosas y profundas pero todas en la misma dirección y con el mismo sentido: la extirpación del otro. Al dejar intacta la agresividad de los hombres y al uniformarlos, ha fortalecido las causas que tienden a su extinción. En cambio, la artesanía ni siquiera es nacional: es local. Indiferente a las fronteras y a los sistemas de gobierno, sobrevive a las repúblicas y a los imperios: la alfarería, la cestería y los instrumentos musicales que aparecen en los frescos de Bonampak han sobrevivido a los sacerdotes mayas, los guerreros aztecas, los frailes coloniales y los presidentes mexicanos. Sobrevivirán también a los turistas norteamericanos. Los artesanos no tienen patria: son de su aldea. Y más: son de su barrio y aun de su familia. Los artesanos nos defienden de la unificación de la técnica y de sus desiertos geométricos. Al preservar las diferencias, preservan la fecundidad de la historia. El artesano no se define ni por su nacionalidad ni por su religión. No es leal a una idea ni a una imagen sino a una práctica: su oficio. El taller es un microcosmos social regido por leyes propias. El trabajo del artesano raras veces es solitario y tampoco es exageradamente especializado como en la industria. Su jornada no está dividida por un horario rígido sino por un ritmo que tiene más que ver con el del cuerpo y la sensibilidad que con las necesidades abstractas de la producción. Mientras trabaja puede conversar y, a veces, cantar. Su jefe no es un personaje invisible sino un viejo que es su maestro y que casi siempre es su pariente o, por lo menos, su vecino. Es revelador que, a pesar de su naturaleza marcadamente colectivista, el taller artesanal no haya servido de modelo a ninguna de las grandes utopías de Occidente. De la Ciudad del Sol de Campanella al Falansterio de Fourier y de éste a la sociedad comunista de Marx, los prototipos del hombre social perfecto no han sido los artesanos sino los sabios sacerdotes, los jardineros-filósofos y el obrero universal en el que la praxis y la ciencia se funden. No pienso, claro, que el taller de los artesanos sea la imagen de la perfección; creo que su misma imperfección nos indica cómo podríamos humanizar a nuestra sociedad: su imperfección es la de los hombres, no la de los sistemas. Por sus dimensiones y por el número de personas que la componen, la comunidad de los artesanos es propicia a la convivencia democrática; su organización es jerárquica pero no autoritaria y su jerarquía no está fundada en el poder sino en el saber hacer: maestros, oficiales, aprendices; en fin, el trabajo artesanal es un quehacer que participa también del juego y de la creación. Después de habernos dado una lección de sensibilidad y fantasía, la artesanía nos da una de política. Todavía hace unos pocos años la opinión general era que las artesanías estaban condenadas a desaparecer, desplazadas por la industria. Hoy ocurre precisamente lo contrario: para bien o para mal los objetos hechos con las manos son ya parte del mercado mundial. Los productos de Afganistán y de Sudán se venden en los mismos almacenes en que pueden comprarse las novedades del diseño industrial de
10 Italia o del Japón. El renacimiento es notable sobre todo en los países industrializados y afecta lo mismo al consumidor que al productor. Ahí donde la concentración industrial es mayor -por ejemplo: en Massachusetts- asistimos a la resurrección de los viejos oficios del alfarero, carpintero, vidriero; muchos jóvenes, hombres y mujeres, hastiados y asqueados de la sociedad moderna, han regresado al trabajo artesanal. En los países dominados (a destiempo) por el fanatismo de la industrialización, también se ha operado una revitalización de la artesanía. Con frecuencia los gobiernos mismos estimulan la producción artesanal. El fenómeno es turbador porque la solicitud gubernamental está inspirada generalmente por razones comerciales. Los artesanos que hoy son el objeto del paternalismo de los planificadores oficiales, ayer apenas estaban amenazados por los proyectos de modernización de esos mismos burócratas, intoxicados por las teorías económicas aprendidas en Moscú, Londres o Nueva York. Las burocracias son las enemigas naturales del artesano y cada vez que pretenden" orientarlo" deforman su sensibilidad, mutilan su imaginación y degradan sus obras. La vuelta a la artesanía en los Estados Unidos y en Europa Occidental es uno de los síntomas del gran cambio de la sensibilidad contemporánea. Estamos ante otra expresión de la crítica a la religión abstracta del progreso y a la visión cuantitativa del hombre y la naturaleza. Cierto, para sufrir la decepción del progreso hay que pasar antes por la experiencia del progreso. No es fácil que los países subdesarrollados compartan esta desilusión, incluso si es cada vez más palpable el carácter ruinoso de la súperproductividad industrial. Nadie aprende en cabeza ajena. No obstante, ¿cómo no ver en qué ha parado la creencia en el progreso infinito? Si toda civilización termina en un montón de ruinas –hacinamiento de estatuas rotas, columnas desplomadas, escrituras desgarradas- las de la sociedad industrial son doblemente impresionantes: por inmensas y por prematuras. Nuestras ruinas empiezan a ser más grandes que nuestras construcciones y amenazan con enterrarnos en vida. Por eso la popularidad de las artesanías es un signo de salud, como lo es la vuelta a Thoreau y a Blake o el redescubrimiento de Fourier. Los sentidos, el instinto y la imaginación preceden siempre a la razón. La crítica a nuestra civilización fue iniciada por los poetas románticos justamente al comenzar la era industrial. La poesía del siglo XX recogió y profundizó la revuelta romántica pero sólo hasta ahora esa rebelión espiritual penetra en el espíritu de las mayorías. La sociedad moderna empieza a dudar de los principios que la fundaron hace dos siglos y busca cambiar de rumbo. Ojalá que no sea demasiado tarde. El destino de la obra de arte es la eternidad refrigerada del museo; el destino del objeto industrial es el basurero. La artesanía escapa al museo y cuando cae en sus vitrinas, se defiende con honor: no es un objeto único sino una muestra. Es un ejemplar cautivo, no un ídolo. La artesanía no corre pareja con el tiempo y tampoco quiere vencerlo. Los expertos examinan periódicamente los avances de la muerte en las obras de arte: las grietas en la pintura, el desvanecimiento de las líneas, el cambio de los colores, la lepra que corroe lo mismo a los frescos de Ajanta que a las telas de Leonardo. La obra de arte, como cosa, no es eterna. ¿y como idea? También las ideas envejecen y mueren. Pero los artistas olvidan con frecuencia que su obra es dueña del secreto del verdadero tiempo: no la hueca eternidad sino la vivacidad del instante. Además, tiene la capacidad de fecundar los espíritus y resucitar, incluso como negación, en las obras que son su descendencia. Para el objeto industrial no hay resurrección: desaparece con la misma rapidez con que aparece. Si no dejase huellas sería realmente perfecto; por desgracia, tiene un cuerpo y, una vez que ha dejado de servir, se transforma en desperdicio difícilmente destructible. La indecencia de la basura no es menos patética que la de la falsa eternidad del museo. La artesanía no quiere durar milenios ni está poseída por la prisa de morir pronto. Transcurre con los días, fluye con nosotros, se gasta poco a poco, no busca a la muerte ni la niega: la acepta. Entre el tiempo sin tiempo del museo y el tiempo acelerado de la técnica, la artesanía es el latido del tiempo humano. Es un objeto útil pero que también es hermoso;
11 un objeto que dura pero que se acaba y se resigna a acabarse; un objeto que no es único como la obra de arte y que puede ser reemplazado por otro objeto parecido pero no idéntico. La artesanía nos enseña a morir y así nos enseña a vivir. El estado contemplativo del ser humano, se basa en una actitud frente a la belleza del mundo, es una actitud estética que permite a una persona estar más en concordia con su medio, pues no se precipita en la actividad obsesiva de la producción de servicios o mercancías, sino que acompaña a todos los hechos de su vida la contemplación, es decir, es una persona que observa lo que acontece a su alrededor, no vive obsesionada por hacer trabajos y hacer proyectos y realizar metas, si bien el trabajo lo asume con dignidad, con empeño, con gusto, se da el tiempo para observar a los otros, su entorno, lo que le rodea y los acontecimientos, para poder reflexionar en lo que pasa a su alrededor. Pero para despertar esta actitud hay que estar observando la naturaleza, una planta, sus hojas, cómo vuelan los pájaros, cómo crecen las flores. En lo personal, me gusta observar porque me deleita, observo cuando un pájaro se baña en un charco, el brillo de los árboles con la distinta luz del día. Cómo apunta la luz del sol por ejemplo al atardecer en un tornasol anaranjado. Cómo brilla la mañana con un sol luminoso. Esta actitud me permite estar en paz, me da la serenidad necesaria para pensar en asuntos humanos, me da contento y regocijo, porque me doy cuenta que la belleza existe, y eso da la posibilidad de proyectar desde el interior paz, serenidad, lo que puede llegar a dar a un rostro, cierta luminosidad que hace que la gente se vea bella, y entonces, descubre una mujer de mi edad, que la belleza no depende de la juventud, sino que la belleza está en la actitud. LONDRES.- La contemplación de una bella obra de arte puede estimular el flujo sanguíneo en la parte del cerebro relacionada con el placer y equivale a la sensación de estar enamorado, según un estudio británico. Las obras de arte consideradas de mayor belleza, como pueden ser las del paisajista inglés Constable, el neoclásico francés Ingres o el italiano Guido Reni, provocan el mayor estímulo placentero. Por el contrario, obras maestras de otros artistas como El Bosco, Honoré Daumier o Quentin Massys, que representan a personajes feos o caricaturescos, apenas estimulan el flujo sanguíneo. "Quisimos ver qué ocurre en el cerebro cuando se miran pinturas hermosas", afirma el profesor Semir Zeki, experto en neuroestética del University College de Londres, citado por The Sunday Telegraph. "Descubrimos que cuando se contempla una obra de arte, ya sea un paisaje, un bodegón, un retrato o un cuadro abstracto, se produce un estímulo en la parte del cerebro relacionada con el placer", explicó. El equipo dirigido por Zeki sometió a observación con un escáner a decenas de personas sin especiales conocimientos artísticos, porque creyeron que serían las menos influenciables por las corrientes actuales. Los escáneres midieron el flujo sanguíneo en la corteza orbitofrontal medial, la parte del cerebro asociada al placer y al deseo, y permitieron descubrir que la belleza artística produce una sensación placentera inmediata.
12 DESEO Del latín desidium, deseo es la acción y efecto de desear (anhelar, sentir apetencia, aspirar a algo). El concepto permite nombrar al movimiento afectivo o impulso hacia algo que se apetece. El deseo, por lo tanto, es el anhelo de cumplir una voluntad o saciar un gusto. Es posible desear objetos materiales (una casa, un automóvil), situaciones (vacaciones, un reencuentro familiar) o incluso a otras personas (el deseo sexual). Las motivaciones del deseo pueden ser muy variadas. En ocasiones, el deseo surge por el recuerdo de vivencias pasadas que resultaron placenteras. Ese es el caso de alguien que desea comer un determinado plato que sabe que le gusta o que quiere volver a visitar un lugar donde vivió buenos momentos. Cuando el anhelo por una situación del pasado se torna muy intenso y genera tristeza se habla de nostalgia. En otros casos, el deseo es motivado por una potencialidad que se le confiere a aquello que se desea: una persona ve una publicidad sobre un nuevo televisor 3D y desea comprarlo ya que cree que el dispositivo puede proporcionarle entretenimiento y momentos agradables. El deseo forma parte de la naturaleza humana y es uno de los motores que impulsan su conducta. El hombre que desea algo se convierte en un sujeto activo que lleva adelante diversas acciones para satisfacer sus anhelos. Todo emprendimiento parte de un deseo, por lo general relacionado con la autosuperación. Cuando se anhela algo al punto de creer que representa el único camino para alcanzar la felicidad, los seres vivos somos capaces de hacer cuanto sea necesario para obtenerlo. En este sentido, el concepto de deseo está íntimamente ligado al de sueño, ya que se trata de un estado complejo que se encuentra al final de una serie de esfuerzos y de una gran entrega. Los deseos no siempre apuntan a situaciones que tengan como protagonista a quien los siente; por ejemplo, cuando alguien espera que otra persona obtenga resultados satisfactorios de un emprendimiento, puede decirle “te deseo mucho éxito” o “te deseo lo mejor”, entre otras muchas posibles frases de aliento y buenos augurios. Los seres humanos solemos expresar asimismo deseos de felicidad ajena a nuestros amigos y familiares, tanto en situaciones puntuales como de manera espontánea y constante. ¿Qué es el deseo? ¿Una pulsión que nos inclina irremediablemente hacia un objetivo irracional, o quizá una necesidad interna elegida deliberadamente, negociación racional mediante? Para algunos, el deseo es la causa del sufrimiento mismo y su aniquilación, el secreto de la felicidad. Para otros, el deseo da sentido a la vida y es móvil de inspiración y productividad. Efectivamente, las apreciaciones varían sutilmente a veces y terminantemente otras tantas. Recorreremos brevemente estas diferentes ideas, siguiendo entre otras fuentes, el diccionario de filosofía de José Ferrater Mora, las diferentes posiciones filosóficas relativas al concepto de deseo. Si nos remontamos a Aristóteles, el deseo es uno de los componentes del apetito y no sería necesariamente irracional, sino que por el contrario, podría ser un acto premeditado, que tiene como objeto algo sobre lo que se ha de decidir. En este sentido, aquello que es llamado “elección” o “preferencia” sería un “deseo deliberado”. Pero Platón, hace un análisis muy diferente: en primer lugar, plantea un contraste entre deseo y razón, aunque en rigor, admite la existencia de diferentes tipos de deseos, los necesarios y los innecesarios e incluso considera la posibilidad de que el deseo pertenezca exclusivamente a la naturaleza del alma. Así, es frecuente en la filosofía de la antigüedad, considerar al deseo como una pasión del alma. En efecto, cuando se acentuaba el
13 carácter racional del alma, esto podía considerarse como un obstáculo para el predominio de la razón, aunque de todas formas, el término “pasión” no debería necesariamente entenderse en aquel contexto de modo exclusivamente despectivo (por ejemplo, Zenón hablaba del deseo como de una de las cuatro “pasiones” -las otras tres eran el temor, el dolor y el placer-). Para Tomás de Aquino, el deseo no es tan solo un apetito sensitivo. Para este filósofo medieval, el deseo puede ser sensible o racional y expresa la aspiración por algo que no se posee. Sin embargo, Tomás diferenciará entre el deseo y el amor o delectación. En efecto, el deseo puede ser bueno o malo, pero esto dependerá del objeto hacia el cuál éste se enfoca. Ya en tiempos modernos, el deseo suele aparecer bajo el concepto de “pasión del alma” y en un sentido bastante amplio aparece el interés psicológico por el término. Descartes lo verá como una agitación del alma causada por los espíritus que la disponen a querer para el porvenir de las cosas que se representa como convenientes para ella. Y del mismo modo, para Locke, el deseo es la ansiedad que surge como consecuencia de la ausencia de algo cuyo goce presente comprende la idea de deleite. Para Spinoza, el deseo es simplemente el apetito acompañado por la conciencia de sí mismo. Luego, según Hegel, la conciencia de sí mismo es el estado de deseo en general, porque la condición de deseo y de trabajo o esfuerzo aparece en el proceso en que la conciencia vuelve a sí misma en el curso de sus transformaciones como conciencia infeliz. Pero para Sartre el deseo no es pura subjetividad aunque tampoco pura apetencia. En efecto, la intencionalidad del deseo no se agota en el “hacia algo” sino que simultáneamente es algo para sí mismo y para el otro deseado. En este sentido general y especialmente en el caso del deseo sexual, para Sarte, el deseo tiene un ideal imposible porque aspira a poseer la trascendencia del otro como pura trascendencia y como cuerpo aspirando reducir al otro a su “simple facticidad” y a la vez, pretende que esa felicidad sea una perpetua representación de su trascendencia anonadora. Desde el punto de vista psicoanalítico, el deseo podría interpretarse como la pulsión de vida (Eros), la cual tiende a la creatividad. Esta fuerza inspiradora se contrapone con la pulsión de muerte. En este sentido, existe una suerte de equilibrio entre ambas pulsiones. La angustia de muerte podría originarse en el temor de no poder satisfacer el deseo, lo cual nos define como sujetos finitos. Y esta finitud se manifiesta en una pulsión interna autodestructiva cuyas vicisitudes dependen del otro par pulsional. Es necesario destacar la condición pulsional del ser humano. Es decir, el interjuego entre las pulsiones de vida (Eros) que tienden a la creatividad y las pulsiones de muerte que llevan la destrucción. Sin embargo, cada una de estas pulsiones son indispensables ya que, como plantea Freud, los fenómenos de la vida son una acción conjugada y contraria entre ambas. Dicho de otra manera, en toda acción humana vamos a encontrar mociones pulsionales de Eros y de destrucción. Este es el descubrimiento freudiano: que la pulsión de muerte da sentido a la pulsión de vida. La muerte como pulsión El concepto de muerte estuvo presente en la teoría desde los primeros textos de Freud, aunque no siempre sin expresar dificultades y contradicciones. Si cuando hablo de “muerte” en la teoría me estuviera refiriendo al momento en que señala la cesación de la vida, nada tendría para decir. A lo que me refiero es a esa muerte trabajada por la vida
14 que está presente en el individuo desde que nace. No hay trabajo de la muerte, ésta no trabaja. No hay muerte “natural”. La muerte está construida por la vida. A medida que vivimos vamos trabajando nuestra muerte. Cuando está construida desaparecemos. El sujeto va construyendo con su vida su enfermedad, su vejez y su muerte. De esta manera la elección ocupa el lugar de la necesidad. Así el ser humano ilusoriamente vence a la muerte: uno elige dónde en la realidad debe obedecer a la compulsión, al destino. De esta manera no elige a lo más temible sino a lo más hermoso y deseable. En estos textos -resumidos a la letra- va enunciando una posición que luego desarrollará extensamente y que mantendrá a lo largo de su obra: en el inconsciente no existe una representación de la muerte propia. Luego de este breve recorrido por estos textos se puede afirmar que en ellos la muerte no es tomada solamente como un destino fatal e inexorable del ser humano, sino como una problemática que se le presenta a éste en el transcurso de la vida. En este sentido debe entenderse que el yo es una organización que se “basa en el libre comercio y en la posibilidad de influjo recíproco entre todos los componentes; su energía desexualizada revela todavía su origen en su aspiración a la ligazón y la unificación, esta compulsión a la síntesis aumenta a medida que el yo se desarrolla más vigoroso”. Desde esta perspectiva el yo es como una organización psíquica que permite soportar la emergencia de lo pulsional. Es así como este Yo-soporte se constituye en garantía del proceso de estructuración-desestructuración del interjuego pulsional entre las pulsiones de vida y de muerte. En el caso de una estasis pulsional, el yo desaparece en su función soporte al quedar atravesado por los efectos de la muerte como pulsión. Esto lleva al sujeto a vivir una sensación similar a la del primer gran estado de angustia del nacimiento, que trae como consecuencia la angustia infantil ante la separación de la madre protectora. El interjuego pulsional entre Eros y pulsión de muerte está en la base que trata de explicar las manifestaciones que llevan al sujeto a lo displacentero. La "naturalidad" de la muerte, al tomar la forma de una pulsión, está señalando que si bien es un atributo necesario del hombre va a depender del otro par pulsional, el Eros, la pulsión de vida. ¿Puede decirse que morimos como vivimos? ¿Sería ésta una posición que derivaría en que el hombre es un ser-para-la-muerte, propio de la filosofía existencial? Para diferenciar su posición de Schopenhauer y de la filosofía, Freud expresa: "No aseveramos que la muerte sea la meta única de la vida; no dejamos ver, junto a la muerte, la vida. Admitimos dos pulsiones básicas, y dejamos a cada una su propia meta". Es decir, si la vida y sus manifestaciones son una "realidad" de la cual no dudamos, con la muerte ocurre lo mismo, aunque su negación lleve a elevarla a un plano a veces mitológico otras a uno filosófico. Existen dos momentos en la vida de una persona que se le escapan; su nacimiento y su muerte. De lo que sí se debe dar cuenta es de las vicisitudes que ambas tienen en el transcurso de la vida: esta es la problemática que intenta dilucidar Freud. La potencia de Eros Luego de este recorrido es necesario preguntarse cuál es el papel de Eros. Si en la primera clasificación de las pulsiones la sexualidad aparecía como el elemento perturbador, disruptor en la vida del sujeto, ¿Que ocurre en esa segunda clasificación
15 donde toma la forma de Eros o pulsión de vida? ¿Tiende Freud a diluir la importancia de la sexualidad? Pienso que no, pues la sexualidad en este nuevo dualismo pulsional abarca todas las esferas del sujeto. Anteriormente había una zona -la autoconservaciónque estaba vedada a ella. Ahora incluye todas las actividades del individuo, implica el desborde de la sexualidad en todos los órdenes de la vida, se va a encontrar coartada en su fin, sublimada, etc. El Eros o pulsión de vida tiende a integrar a la persona en "unidades mayores", la fuerza perturbadora, disruptora está ubicada en la pulsión de muerte. Esta actúa en silencio y sólo se la escucha en su unión con Eros. Aún más, Eros no se puede pensar sin la pulsión de muerte, pues es esta última la que da sentido a las pulsiones de vida. En los grandes pares antitéticos de la teoría psicoanalítica: energía libre-energía ligada, proceso primario-proceso secundario, principio de placer-principio de realidad, principio de Nirvana-principio de constancia, la sexualidad en la primera clasificación pulsional se ubica en el primer par, mientras que ahora Eros puede estar en ambos, pues depende de su fusión o defusión con la pulsión de muerte, ya que ésta es la que aparece como la esencia misma del deseo inconsciente para convertirse en esa fuerza "primaria", "demoníaca" y, fundamentalmente, pulsional. Si bien la sexualidad en esta nueva clasificación, como Eros o pulsión de vida, se encuentra del lado de la ligazón (bindung), es para señalar su lucha permanente con el otro par pulsional. Estructuración-desestructuración, fusión-defusión, son procesos que separamos pero que en el sujeto se manifiestan juntos, donde Eros se constituye en figura de un fondo donde actúa la pulsión de muerte. El erotismo como afirmación de la vida Es preciso decir que desde el punto de vista dinámico la lucha entre las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte aparece situada en el conflicto nuclear del sujeto humano: el complejo de Edipo y de Castración. Es aquí donde se sitúa el conflicto propio de cada individuo en la dinámica del deseo y la prohibición, la pulsión y la defensa. Refiriéndose a esta dinámica pulsional, Freud alude en Más allá del principio de placer (1920) a la teoría de Platón, desarrollada en El banquete por Aristófanes y que se refiere al andrógino. Estos son seres humanos que tenían todo doble: doble cabeza, manos, pies, etc. Entonces Zeus decidió dividirlos en dos partes. Luego estas dos partes se abrazaban y enlazaban anhelando fusionarse en un solo ser. Freud, con esta cita, se está refiriendo a la búsqueda -en todo sujeto- de ese deseo de la voluntad de vivir. También habla aquí del deseo de muerte propio de todo sujeto humano. Es que la pulsión de muerte, tomada a partir de las formulaciones de Freud en Más allá del principio de placer (1920), es la vuelta a 0 (cero), la apatía, el deseo de “nada”, que puede llevar a un “dejarse estar” o la violencia destructiva y autodestructiva. Por ello no puede reducirse la pulsión de muerte a la destrucción del objeto interno o externo. Esta es la expresión de componentes destructivos, en especial de componentes autodestructivos, pero es también abandonarse al exceso de excitación que lleva a la actuación destructiva, así como a la falta de excitación que trae un sentimiento de inexistencia. Es decir, está presente en el narcisismo que se autosatisface, pero también en aquel sujeto que omnipotentemente destruye al objeto.
16 Creo que esta concepción está magistralmente desarrollada en Georges Bataille, quien establece una relación indisoluble entre el erotismo y la muerte. Voy a transcribir algunas citas de su libro El erotismo: “La reproducción pone en juego seres discontinuos. Los seres que se reproducen son distintos unos de otros y los seres reproducidos son distintos de aquellos de los que salieron. Cada ser es distinto de todos los demás. Su nacimiento, su muerte y los acontecimientos de su vida pueden tener para los demás un interés, pero sólo él está interesado directamente. Sólo él nace. Sólo él muere. Entre un ser y otro hay un abismo, hay una discontinuidad.” Más adelante, continúa: “Somos seres discontinuos, individuos que nacimos aisladamente en una aventura inteligible, pero tenemos la nostalgia de la continuidad perdida. Llevamos mal la situación que nos clava en la individualidad de azar, en la individualidad caduca que somos. Al mismo tiempo que tenemos el deseo angustiado de la duración de este caduco, tenemos la obsesión de una continuidad primera que nos liga generalmente al ser...”. Es aquí donde surge el erotismo como una dialéctica entre lo continuo, es decir el ser, y lo discontinuo que representa el sujeto, el cual busca permanentemente esa continuidad perdida que no puede ser otra que su deseo de muerte. Por ello la frase de Bataille, “ El erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte”. El erotismo está vinculado a la sangre y a lo que ella simboliza: la muerte. De esta manera, continúa Bataille: “...Lo que está en juego en el erotismo es siempre una disolución de las formas constitutivas. Lo repito: de esas formas de vida social, regular, que fundan el orden discontinuo de las individualidades definidas como somos... Pero, en el erotismo menos aún que en la reproducción, la vida discontinua no está condenada, a despecho de Sade, a desaparecer: está solamente puesta en cuestión, debe ser transformada, desordenada al máximo. Hay búsqueda de la continuidad, pero en principio solamente si la continuidad, que es lo único que podría establecer definitivamente la muerte de los seres discontinuos, no vence.... Se trata de introducir dentro de un mundo fundado sobre la discontinuidad, toda la continuidad de la que este mundo es susceptible. La aberración de Sade excede esta posibilidad...”. En la dialéctica entre el Eros o las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte, la forma en que se expresa esta búsqueda nos habla de un aparato psíquico en el cual el deseo inconsciente determina el pasaje de lo orgánico al cuerpo como lugar del inconsciente, de lo cuantitativo a lo cualitativo, de lo asimbólico a lo simbólico, de la necesidad al deseo, de lo instintivo a lo pulsional. Es acá donde va a encontrarse el deseo de la voluntad de vivir así como el deseo de muerte, según la fusión o defusión entre ambos. Por ello, dice G. Bataille: “El hombre, a quien la conciencia de la muerte opone al animal, también se aleja de éste en la medida en que el erotismo sustituye el instinto ciego de los órganos por el juego voluntario, por el cálculo del placer...”.
17 INSTANTE La palabra instante, del latín “instans” es participio del verbo “instare”, formado por el prefijo “in” (que en este caso indica una posición superior) y por “stare” (estar). Literalmente instante sería lo que está en una posición superior, por encima de otra cosa, y de la expresión usada por varios autores clásicos como Cicerón o Quintiliano “tempus instans” refiriéndose al tiempo que está por encima de uno, que apremia y pasa muy rápido, nos llegó el concepto de instante tal como hoy lo usamos. Podemos entonces decir que el instante es una fracción ínfima de tiempo, que cuando la queremos advertir, de un futuro cercano se ha convertido en presente y ya casi es pasado. La fugacidad es lo que caracteriza a este concepto, que puede durar segundos o algunos minutos, sin tener precisión. Ejemplos de uso: “En instantes comenzará a llover”, “El espectáculo proseguirá en instantes, luego de la breve interrupción”, “En un instante de locura cometí el más grave error de mi vida al golpear a mi mejor amigo” o “No me queda mucho tiempo para despedirme, en instantes el tren iniciará su marcha y separará nuestros destinos”. También se lo usa como sinónimo de breves momentos repetidos: “Los instantes en que el niño cesa de gritar son muy pocos, se está volviendo muy caprichoso” o “A cada instante, mis recuerdos me llevan hacia ti”. Cómo se vivencia un instante es una apreciación muy subjetiva: “los instantes que viví este horror me parecieron siglos” o “Lo pasé tan bien en esta fiesta que me pareció que duró solo instantes”. En la Literatura, existe un hermoso poema reflexivo, titulado “Instantes” que se atribuyó durante mucho tiempo a Borges pero que sería del humorista y caricaturista estadounidense Don Herold y en su versión original estaría escrito en prosa. El tema está centrado en la fugacidad de la existencia y los errores que cometemos al vivir, restándole importancia a las cosas simples como caminar descalzos o jugar con niños, y llenándonos de preocupaciones inútiles. El autor plantea que poder volver a vivir le daría valor a las cosas cotidianas, sería menos previsor, no se haría problemas por cosas que tienen solución y se permitiría cometer más errores. El tiempo forma parte de la vida, de hecho, la perspectiva temporal de la existencia es objeto de reflexión filosófica a nivel humano. Uno de los mayores misterios del tiempo es la fugacidad del instante, la rapidez con la que pasan los momentos felices que pronto pasan a convertirse en pasado. El instante es un breve periodo de tiempo. Sin embargo, que un instante sea un breve periodo de tiempo no significa que sea insignificante ya que son muchas las cosas importantes que pueden ocurrir en un instante. Fugacidad del tiempo Son tantos los instantes que componen la vida del ser humano, tan numerosos los recuerdos que solo algunos de esos instantes dejan una huella imborrable en el corazón. Son aquellos que conectan con la memoria afectiva por algún recuerdo especial. A lo largo de la vida existen instantes de amor, momentos personales marcados por la tristeza, situaciones de éxito profesional, instantes de miedo, momentos marcados por la alegría y la esperanza...
18 La subjetividad en la forma de apreciar el tiempo también muestra cómo se puede producir la paradoja de sentir que un instante es eterno mientras que otro, parece volar a la velocidad de la luz. Los instantes de miedo, dolor y sufrimiento parecen más largos que aquellos que están marcados por la inmensa felicidad en los que la persona tiene el deseo interior de detener el tiempo, hacer una pausa en el reloj vital para atrapar ese instante. Sin embargo, este deseo humano es imposible. La ley del tiempo La vida podría representarse de una forma metafórica por una línea que está compuesta de un constante presente que muestran una sucesión de instantes que muestran una línea causal. Desde el punto de vista de la felicidad, es muy importante aprender a vivir más pendiente del ahora porque el presente muestra la realidad del tiempo mientras que el pasado muestra el valor del recuerdo y el futuro representa la hipótesis de aquello que puede pasar. El paso del tiempo es una realidad trascendente al ser humano, nadie puede hacer nada por parar su propio reloj vital. Sin embargo, sí puede dotar al tiempo a través de su libertad de la creatividad necesaria para sumar color a cada instante al compás de la ilusión. El poema, afirmó Paul Valéry, es “el desarrollo de una exclamación”. Del conjunto de piezas breves escritas por Octavio Paz, desde “Tu nombre” “Nace de mí, de mi sombra, amanece por mi piel, alba de luz somnolienta. Paloma brava tu nombre, tímida sobre mi hombro.” o “Retórica” Cantan los pájaros, cantan sin saber lo que cantan: todo su entendimiento es su garganta. de “Libertad bajo palabra” Viento Cantan las hojas, bailan las peras en el peral; gira la rosa, rosa del viento, no del rosal. Nubes y nubes flotan dormidas, algas del aire; todo el espacio gira con ellas, fuerza de nadie. Todo es espacio; vibra la vara de la amapola y una desnuda
19 vuela en el viento lomo de ola. Nada soy yo, cuerpo que flota, luz, oleaje; todo es del viento y el viento es aire siempre de viaje… hasta los numerosos haikús que pueblan “Ladera este”, elijo uno, reservorio de concentrada energía: “La exclamación”. En este poema son perceptibles una estética del movimiento, una puesta en marcha de los signos en rotación, una forma distinta de concebir el fenómeno creativo. El poema aparece en la franja central de “Ladera este” y su protagonista es el pájaro colibrí: el pájaro que bebe la sangre del sol (como nos recordó el mismo Paz en el homenaje a Alberti, tras el regreso del poeta gaditano a México) y que sobresale como metáfora de la palabra convocada en “Semillas para un himno” o fundido en los ojos de la amada en “Piedra de sol”: “el colibrí se quema en esas llamas”. “La exclamación” es una sucinta escalera de seis peldaños: Quieto No en la rama En el aire No en el aire En el instante El colibrí Algunos críticos han dicho que la exclamación refleja el movimiento del ánimo que advierte con azoro la presencia del colibrí al final del poema, pero el verso que corona la escalera no coincide siempre, como veremos, con la conclusión del texto. La primera estrategia de lectura nos muestra al colibrí en un movimiento desrealizador: desde lo más concreto -la rama- hasta lo más abstracto -el instante-, y es posible elipsar las líneas intermedias y reducir el poema a sólo dos: “Quieto/ el colibrí”. Mas la segunda estrategia de lectura nos ofrece, de abajo hacia arriba, un movimiento inverso que va de lo más abstracto -el instante- a lo más concreto -la rama-: El colibrí En el instante No en el aire En el aire No en la rama Quieto La tercera estrategia para leer este “cuasi haikú”, como le apodó Manuel Durán, consiste en leer el primer verso y todos los demás que no implican negación. Sin embargo, la poda de estos versos frustra la dialéctica que anima al poema, en el mismo sentido en que Paz vio, en “Un coup de dés”, un doble ritmo de contracción y expansión: “En su movimiento mismo, en su doble ritmo de contracción y expansión, de negación que se anula y se transforma en afirmación que duda de sí, el poema engendra sus sucesivas interpretaciones” (El arco y la lira, p. 273). A la oscilación entre el sí (implícito) y el no
20 (explícito) corresponde el movimiento pendular del negro y el blanco, de la palabra y el silencio: Quieto En el aire En el instante El colibrí Lectura de la primera columna más el verso final. La cuarta estrategia consiste en leer el primer verso y sólo aquellos que implican negación: Quieto No en la rama No en el aire El colibrí Lectura diagonal o lectura de la segunda columna más el primer verso.
21 MÁSCARAS El rostro no suele ser un tema filosófico muy habitual. Siguiendo la vía cartesiana, ha primado la tradición racionalista del pensamiento desencarnado, pura abstracción sin anclaje en la corporalidad situada y concreta. Al menos hasta que las corrientes fenomenológicas y existenciales —hasta Marcel, Sartre y, especialmente, Merleau-Ponty — empezaron a subrayar precisamente esa carnosidad, la idea de que somos una conciencia corporal, mundana, encarnada, situada, temporal. Todos ellos hablaron del "significar" del cuerpo, no del rostro en concreto. Si bien resulta claro que por muy expresivo que pueda ser el cuerpo en su conjunto (y lo es), es el rostro el espacio donde esa expresividad y ese "significado" se condensan de manera más palmaria. Tuvo que ser otro filósofo, Emmanuel Levinas, ya en la década de 1960 y alimentado por esas fuentes fenomenológicas, quien por primera vez en la historia concediera centralidad filosófica al rostro como categoría metafísica y ética. Por muy valiosa y fascinante que sea la aportación levinasiana, el presente artículo toma otro punto de partida. Por una parte, entiende el rostro como aquello que singulariza a cada ser humano, aquello que hace visible su ser único y valioso, aquello que el humanismo y el individualismo ético han ensalzado; por otra, entiende la noción de máscara como aquello que oculta esa singularidad, aquello que lo remite a un tipo, a una categoría, a un estereotipo, aquello que corre el riesgo de ser intercambiable, borrable, prescindible. Como resume Jacques Aumont, "la máscara, que tiende a una tipología construida, social, diferenciable, comunicante o simbólica, llega a dificultar la percepción del rostro individual, innato, personal, expresivo, proyectivo, empático". Ver al otro en sus máscaras sociales es un fenómeno habitual, sin duda, pero ver únicamente la máscara social o el tipado, sin reparar en el rostro único, personal, es la raíz de cualquier tipo de actitud racista, clasista, sexista, etnicista, etc.: mirar a una persona y ver un musulmán, un gitano, ver una nariz de judío, una piel oscura, antes que —en lugar de— una cara singular. Esa contraposición entre el rostro individual y único, y un tipo de rostro genérico se aproxima también a la oposición de Levinas (1999) entre el Infinito y la Totalidad, cuando aboga por concebir el rostro del otro como Infinito, como singularidad irreductible a los conceptos, de manera que no pueda quedar en ningún momento subsumido en mi idea de él, es decir, por ninguna tarea de objetivación o tematización que le haga desleír en alguna forma de Totalidad (lindante siempre con el totalitarismo). Levinas es consciente de que todos los mecanismos de percepción que normalmente resumimos bajo la noción de visión están conceptualizados, son una inmensa máquina de clasificación. Es decir, que generalmente vemos los rostros como máscaras, velados y distorsionados por nuestros anteojos culturales, por los prejuicios y estereotipos que nos sirven de atajos cognitivos para tipificar rápidamente a los otros. Son formas de vestir el rostro, mientras que el verdadero rostro —que, según él, "se expresa", "significa" y nos "visita"— estaría desnudo. Ahora bien, sentadas estas similitudes, no seguiremos aquí el desarrollo de la ética metafísica que elabora Levinas, sino que nos centraremos en algunos aspectos de la contraposición rostro/máscara, especialmente en la sociedad individualista moderna, en donde el reconocimiento de nosotros mismos y de los demás se hace a partir de nuestro reconocimiento en cuanto individuo, más allá de nuestra pertenencia a un grupo, una categoría o a un rol social. En este contexto, la singularidad del rostro llama a la singularidad del hombre en cuanto individuo, de modo que la distinción individual hace del
22 rostro un valor, el exponente más nítido de nuestro ser único y singular. Por supuesto, siguen funcionando aquí los mecanismos de la tipificación, de la construcción de máscaras, e incluso habrían sido reforzados en la sociedad de masas, según algunos autores, lo que les lleva a anunciar una "derrota del rostro" que analizaremos y discutiremos. Para esa reflexión partiremos de dos historias que rara vez suelen relacionarse: la reveladora historia etimológica que une las nociones de persona, rostro y máscara, y la historia del retrato moderno y contemporáneo que expone un muestrario de 'rostros' y 'máscaras' igualmente reveladora. Terminaremos en nuestra sociedad contemporánea, intentando componer un balance de los dos rostros, los vestidos y los desnudos, que se nos ofrecen en el seno del imperio de la imagen. Rostro, máscara, persona: una historia etimológica Rostro, máscara, rol, personaje, persona… Todas esas palabras están entrelazadas si nos atenemos a su pasado etimológico. Empecemos con el término clásico griego para rostro, prosopon, que literalmente significa "lo que está delante de la mirada de otros". Lo más curioso para nosotros es que la misma palabra designa, al mismo tiempo, la máscara (tanto la máscara escénica como la ritual). Es decir, los griegos carecían de un término específico para diferenciar lingüísticamente la cara de la careta, como tampoco las distinguían iconográficamente (en las representaciones de los vasos griegos no aparece ninguna demarcación entre rostro y máscara). Para entender esa indistinción de prosopon tenemos que tener en cuenta que la cultura griega es, como todas las culturas tradicionales, una cultura “del cara a cara”, de la exterioridad, una cultura del honor y de la vergüenza. Al individuo se le aprehende desde fuera, por la mirada que los otros le dirigen. De modo que el rostro es un espejo del alma, sí, pero siempre para los otros. No tiene en sí la función de esconder; por el contrario, es el revelador de las emociones, de los pensamientos, del carácter. A pesar de los intentos de Platón para prevenir sobre las confusiones entre ser y apariencia, lo cierto es que en la cultura griega no se palpa esa oposición; al revés, la apariencia revela al ser, es el ser. Y el conocimiento de sí que se produzca pasa necesariamente por esa reciprocidad: son los espejos laterales de los otros, de los semejantes, donde se ve uno y se percibe con una identidad determinada. De hecho, en los textos clásicos griegos, prosopon aparece casi siempre referido a otro —tu rostro o su rostro—; los casos de primera persona, de reflexividad, son excepcionales. Así que el prosopon-máscara es lo mismo que el prosopon-rostro: es lo que se presenta a la vista de los otros, lo visible, frente a las partes tapadas del cuerpo. Prosopon está siempre relacionado con el mirar, con lo que se mira y puede a su vez devolver la mirada. Por eso, por ejemplo, no llamaban así a la cara/máscara de la Gorgona, porque cruzar su mirada, según la mitología griega, equivalía a la muerte; y puesto que no podía ser mirada, sólo tenía cabeza, no prosopon. Lo mismo ocurría con la faz de los muertos, dado que ya no era posible la reciprocidad visual con ellos. Pues bien, en esa comunidad “del cara a cara”, el rostro no disimula, ni encierra o esconde nada. Al contrario, es una película translúcida que expresa y revela, proyecta una personalidad orientada hacia fuera. Exactamente igual sucede con la máscara, cosa que nos cuesta más entender, puesto que nosotros la relacionamos con la disimulación; para los griegos, en cambio, tiene principalmente una función de representación e identificación. Porque:
23 La máscara que se llevaba no escondía la cara que recubría. La suprimía y la reemplazaba. Bajo la máscara dramática, la cara del actor, substituida a la vista, es abolida y su identidad propia, la que revelaba su propia cara, cede su plaza a la del personaje que encarna. Él es ahora Hécuba, Príamo o Paris. (Frontisi-Ducroux 1992 65) Del mismo modo, el fiel que participaba en una mascarada ritual no tenía otra cara que su máscara, ni otra personalidad durante el tiempo de la ceremonia. Para empezar a pensar la cara y la careta como dos realidades distintas que incluso se puedan oponer es necesario primero distinguirlas lingüísticamente. Es lo que hacen los romanos: llaman persona a la máscara y vultus o facies al rostro. La autonomía de esas dos nociones (que se expresa asimismo en la iconografía romana) les permitiría en adelante pensarlas juntas o por separado, tal como lo hacemos nosotros. Según una vieja tradición etimológica, persona derivaría del verbo personare (es decir, "sonar a través de algo"); de acuerdo con esta explicación, persona sería en origen la máscara teatral equipada de un dispositivo especial que alzaba la voz del actor. Sin embargo, los etimologistas actuales prefieren enraizarla en el término etrusco phersu, que significaba también 'máscara'. (cf. Dumery 925; Frontisi-Ducroux 1995 16; Mauss 323). Persona designa al mismo tiempo la máscara y el rol o papel, de modo que no señala en primer lugar una individualidad —cuya representación no necesitaría una máscara—, sino un tipo, una realidad atemporal. Pero esta ampliación semántica lo encontrábamos ya en griego, donde, a partir del s. II a. de C., prosopon viene a designar también personaje (en Polibio, Plutarco, etc.). Además, prosopon comienza a designar la "persona gramatical": serían algo así como "las caras puestas en juego por la relación del discurso" (las tres prosopa o personas del discurso: yo, tú, él). Es interesante relacionar la noción de prosopon o de persona como 'personaje', 'rol' o 'papel' con la evolución del término charakter en griego. Su sentido inicial de "cuño", "marca" o "impronta" visible, adquiere, entre los siglos IV y III a. C., el sentido de "característica distintiva" y, al fin, el de "carácter moral". Según el sentido original, el carácter sería lo que está inciso en la carne o en el alma al modo de una escritura permanente. Los 'caracteres' (como se les sigue llamando en inglés) o las “dramatis personae” encuentran una representación figurativa en las máscaras de la tragedia. Estas máscaras congelaban la expresión en algunas configuraciones emblemáticas, reconocibles incluso a distancia, creando así una auténtica tipología expresiva del rostro. El hombre tosco es representado como de piel, ojos y cabellos oscuros, con labios gruesos y nariz con verrugas; los personajes de alma noble, los héroes, en general se representaban con máscaras de grandes narices "a la griega", etc. El dramaturgo desarrollaba la caracterización fisonómica tipificando al extremo los personajes. Cada máscara se oponía a las otras enfatizando alguna marca somática: "una especie de traducción visiva de lo que la enciclopedia de la época definía, a nivel semántico, como un carácter, una pasión, un vicio o una virtud" (Magli 96). Así, el personaje, el rol hacía referencia a tipos sociales, no específicamente a individuos singulares. Para que persona pase a designar una categoría moral nueva, para que termine por significar "todo individuo de la especie humana", han de confluir todavía muchos factores: han de desarrollarse el derecho romano, la ética estoica y la teología cristiana. Son estas dos últimas las que nos han traído la noción de persona moral, mientras que el derecho romano nos ha legado la de persona jurídica. Efectivamente, con el derecho romano se transforman en ciudadanos romanos todos los hombres libres de Roma, todos adquieren persona civil, es decir, se convierten en
24 'personas' capaces de poseer propiedades, de firmar contratos, de pleitear, de adquirir derechos y contraer obligaciones, etc. En su plenitud, sólo los paterfamilias dispondrán de ese estatus. Por supuesto, "servus non habet personam" ("el esclavo no tiene persona"), pues el esclavo carece, en efecto, de ancestros y de derechos. Igualmente, los jurisconsultos griegos llaman aprosopon a los esclavos, que no pueden representarse a sí mismos y son 'caracterizados' por sus amos. El derecho romano, por otra parte, subraya el sentido de rol o papel social otorgado a "persona": "homo plures personas sustinet" ("el hombre sostiene muchas personas"), lo que significaba que "persona" es, de algún modo, un concepto sobreañadido al de hombre, pues éste es capaz de 'sostener' o representar distintas funciones, de revestirse con diferentes 'máscaras': actuando ora como padre, ora como comerciante, ora como fiel de tal religión, etc. Pero la noción de persona carece todavía de una fundamentación metafísica clara, y va a ser el cristianismo el que se la va a dar. Como insiste Mauss, es entonces cuando se va a producir "el paso de la noción de persona, hombre revestido de un estado, a la noción de hombre sin más, a la de persona humana" (Mauss 329). Ese paso comienza a gestarse, curiosamente, en el contexto de las controversias sobre la unidad de la Santísima Trinidad. En el s. IV, en el Concilio de Nicea, los teólogos discuten —en griego— sobre la naturaleza de Cristo, y establecen que tiene una doble naturaleza (la divina y la humana), pero que sólo tiene una persona, la cual es única e indivisible. Ahora bien, el término griego más usado para 'persona' no fue prosopon, sino hipóstasis, algo así como 'substrato' o 'sustancia'. Unas décadas más tarde, San Agustín desarrolló la noción de persona, de modo que podía usarse para referirse tanto a la Trinidad (las "tres personas") como a los seres humanos. Además, la idea de persona en San Agustín pierde la relativa exterioridad que seguía caracterizándola, para enfocarse decididamente sobre la intimidad (cf. Ferrater Mora 1994 2.760). Pero fue sobre todo Boecio, en el siglo VI, el que dotó a la noción de persona de una definición que tuvo gran seguimiento: "persona est naturae rationalis individua substantia" ("la persona es una sustancia individual de naturaleza racional"). "Persona" pasaría a ser, así, el nombre de todos los individuos de la especie humana, constituidos por la razón. De modo que el término, que no tenía nada de metafísico en su origen, entra en el vocabulario de la ontología y termina significando el principio último de individuación: es lo que singulariza a cada uno de nosotros, y lo que nos singulariza no accidentalmente, sino sustancialmente, lo que subsiste o permanece más allá de los cambios y transformaciones. La tradición cristiana divulga esta noción que, posteriormente, es enriquecida por numerosos pensadores con las notas de individualidad, igualdad, inmortalidad, dignidad, trascendencia, etc. Entre ellos destaca Kant, quien resalta el sentido ético de "persona" como "un fin en sí misma", que "tiene dignidad y no precio". Una de las cosas más llamativas de esta trayectoria etimológica es que pasamos de una visión exterior y relacional del rostro/ persona a otra interior y sustancialista. Como hemos visto, en la antigüedad griega, el prosopon, tanto como rostro, como máscara o como personaje, es algo que se ofrece a la vista de los otros, que sólo tiene sentido en el cara a cara. También en la persona, como máscara dramática, como personaje o como rol, o incluso en la persona jurídica en la visión del primer derecho romano, percibimos esa exterioridad, ese sentido tan sólo comprehensible en la intercomunicación humana. En todos esos casos se trata de representaciones e identificaciones que requieren álter egos, interlocutores o espectadores. En cambio, en la visión metafísica de persona como sustancia (como la misma palabra indica, lo que sub-yace, lo que está debajo y es invariable, antítesis de nuestra idea de máscara, como algo superpuesto, que esconde),
25 se le otorga un valor intrínseco, una dignidad propia, independiente de sus roles sociales, de sus manifestaciones particulares, de sus máscaras. En la época moderna y contemporánea, sin embargo, han sido muchos los que han reformulado un concepto relacional de la persona, dejando a un lado su definición como "sustancia racional". Algunas de estas tendencias modernas retoman el origen teatral de persona para subrayar el carácter de la existencia humana como “theatrum mundi” y de los individuos como actores que representan distintos papeles en diferentes situaciones, en los tribunales de justicia o en los rituales de sociedad no menos que en los escenarios. Según esta perspectiva, nuestra cara sería una careta, o mejor, un soporte para múltiples caretas, según la ocasión, como en la teoría sociológica de E. Goffman, quien populariza el modelo dramatúrgico para explicar las interacciones sociales en la que el yo no sería más que una percha donde cuelgan los vestidos del papel que interpreta. Así, habríamos pasado de percibir las máscaras como otros rostros, como los griegos, a percibir (en algunos casos) los rostros como máscaras sociales. Y ahora en el triple sentido de representación, identificación y disimulación. Cuando decimos de alguien que "no enseña su verdadera cara", que se esconde tras "una máscara de hipocresía", etc., no estamos hablando como un griego o como un miembro de una pequeña comunidad donde la comunicación es íntegramente cara a cara, donde la interioridad y la subjetividad no han sido desarrolladas. Estamos hablando como sujetos modernos que perciben el rostro, a la vez, como lugar del ser y de la apariencia, como lugar de la esencia y del fingimiento, de la verdad misma y del artificio. El lugar en el que el alma se muestra y se disfraza. Pero también el lugar en el que proyecta sus propios estereotipos la persona que está mirando ese rostro, el lugar que otros visten de máscaras, que perciben de acuerdo a esas máscaras… Retratos: el sujeto moderno en sus rostros singulares Pues bien, una breve historia del retrato moderno nos lleva a recorrer, desde otra perspectiva, la complejidad de la contraposición rostro/máscara que hemos vislumbrado en la historia etimológica. Lo que generalmente llamamos retrato es la "representación de un sujeto", tal como se ha desarrollado —en especial de forma pictórica— desde el siglo XV a las vanguardias del XIX. La idea que nos viene primero a la cabeza es la de semejanza, la de mimesis: la de que el retrato constituye una especie de espejo congelado, un reflejo permanente y generalmente mejorado del sujeto retratado. Por eso, Peter Burke proponía esta definición: "aquella representación de una persona que sus amigos y allegados pueden reconocer como imagen suya, lo cual incluye desde la caricatura en un extremo hasta la idealización en el otro" (VV. AA. 2004 92). Pero, en verdad, puede 'representarse' un sujeto sin que el parecido físico exacto sea determinante; el que sea presentado con su nombre, o con toda una serie de atributos o símbolos correspondientes a su cargo o su posición social, ya le hace 'reconocible'. En general, es por esa razón por la que hablamos también de 'retratos' antiguos, anteriores al Renacimiento (y también de 'retratos' vanguardistas y contemporáneos): porque es suficiente con que el retrato evoque a la persona, aunque no se le asemeje demasiado. Además, la esencia del retrato no suele estar únicamente en su fidelidad a los rasgos físicos del modelo. De alguna manera, se espera de él que plasme el interior del modelo, la viveza de su espíritu, su verdad. Todo retrato aspira así, de algún modo, a ser retrato del alma o de la interioridad. Qué se entienda por interior o alma, he ahí la cuestión, pues no es lo mismo que se trate como algo singularizado (como "rostro") o como algo
26 tipificado (como "máscara"), como fuente de subjetividad o como eje de la posición social. Por eso, la historia del retrato no puede menos que reflejar la evolución del lugar del hombre en la sociedad, la evolución de las ideas relacionadas a su valor y a su dignidad. Y es fascinante observar cómo se plasma esa evolución en los modos en que va representando su propia imagen, su propio rostro. Será por consiguiente el caldo de cultivo del humanismo del Renacimiento, el paso de una visión teocéntrica de la vida a otra antropocéntrica, el que haga que la figuración realista de las personas comience a considerarse importante y deseable. Habrá que esperar al retrato flamenco del siglo XV (empezando por van Eyck y van der Weyden) y al retrato italiano y alemán del XVI (Durero, Holbein, da Vinci, Rafael, Tiziano) para que esa decisiva transformación y consolidación del género comience a dar sus frutos. Hasta ese momento lo normal es representar tipos esquemáticos, formas santificadas de papas y reyes, sin las marcas físicas reales de individuación. Desde el Renacimiento, el retrato seguirá siendo en gran medida retrato del poder, de los privilegiados; seguirá tratando de impresionar y reclamar el reconocimiento de un estatus elevado del retratado en la sociedad. Pero, poco a poco, comenzará a extenderse el número de personas que reclaman para sí ese preponderante papel social. Así, junto a los príncipes y a los miembros del alto clero y de la nobleza, a partir del siglo XVI se hacen retratar también los burgueses: comerciantes, banqueros, artesanos, humanistas y artistas, contribuyendo así a realzar su reputación. Hasta el siglo XVI, "la fisonomía no era todavía vitrina del carácter, no aparece aún el interior del ser humano individual, sino la imagen externa de su identidad social" (Mena Marqués, citado en VV. AA. 2004 350). Hasta entonces lo habitual era 'retratar' las máscaras sociales (los prosopa de los actores protagonistas de la vida civil y religiosa); ahora, poco a poco, irá apareciendo el individuo, se irá pasando "de la pintura del nombre a la pintura del yo" (Martínez-Artero 82). En efecto, es casi un lugar común —desde que ya lo hiciera Jacob Burckhardt en La cultura del Renacimiento en Italia (1860)— relacionar la eclosión del retrato en esa época con el nacimiento del individualismo en Occidente. La existencia de "galerías de hombres ilustres" para exaltar los hechos de individuos sobresalientes apunta a enlaces entre el auge del retrato y lo que Burckhardt llamó "el sentido moderno de la fama". Es asimismo llamativo que coincidiera el auge del autorretrato y el de la autobiografía, o incluso que empezara a desarrollarse el retrato literario, es decir, la descripción narrativa de los rostros de los personajes, cosa inusual hasta la época. Sin duda, la idea de individuo irrepetible encaja bien con las exigencias crecientes de verosimilitud, de búsqueda de parecido. La obra Vida de los pintores (1586) de Vasari es sintomático a ese respecto, pues muestra la preocupación por los retratos y las biografías de los artistas, dos signos evidentes del nacimiento del individualismo, de la valoración de la propia autonomía y de la libertad individual. Aunque esa sociedad individualista no estuviera sino emergiendo tímidamente en el Renacimiento, y el rol social siguiera siendo determinante (como lo corroboran, a su vez, múltiples retratos), lo cierto es que esa visión apunta al aspecto más llamativo desarrollado por el arte occidental, y especialmente por el retrato: su dirección fundamental hacia la mirada introspectiva y hacia el rostro singularizante y único del sujeto retratado. Que esta dirección no fuera en absoluto evidente "lo demuestra el hecho de que ello no ha ocurrido en las otras tradiciones figurativas maduradas en este planeta. Ni en la pintura china, lírica y naturalista. Ni en la rusobizantina, hierática, trascendente y espiritualista. Ni en la islámica, abstracta e iconoclasta. Ni en la india, plástica y decorativa. Ni en la africana, sintética y a su modo formalista" (Caroli 12). Según Caroli,
27 ese acercamiento de la pintura figurativa occidental a la psicología individual constituiría su principal "originalidad". La búsqueda de parecido que es indicio de esa incipiente toma de conciencia de la propia singularidad no excluía, en cualquier caso, un grado más o menos alto de idealización. Como expuso, a fines del siglo XVI, Lomazzo en su tratado de pintura, "el pintor, en el retrato, debe hacer resaltar siempre la dignidad y grandeza de la persona y reprimir la imperfección de la naturaleza" (citado por Schneider 18). Así, muchas de las obras del renacimiento italiano —piénsese en las de Boticelli, por ejemplo—, como también de la pintura francesa de la época, parecían imágenes de estatuas, más que de seres de carne y hueso: figuras nítidas, con superficies lisas, sin arrugas, perfectamente silueteadas. En la pintura flamenca, que continúa la línea abierta por Van Eyck, en cambio, eso es menos habitual. Influido, sin duda, por la reforma protestante, el retrato comienza a funcionar como un espejo que refleja la verdad sin retoques embellecedores; las figuras empiezan a exponerse a cara limpia, a menudo con toda su fealdad. Ello es especialmente claro en los retratos manieristas y barrocos germanos, flamencos y holandeses. Así, la profundización psicológica alcanza en la retratística barroca un virtuosismo más que notable, con artistas como Velázquez, Rembrandt, Franz Hals, Rubens o Goya. El retrato se hace más descarnado y realista, prescindiendo a menudo de la idealización. Además, la lista de las personas retratadas irá en aumento, pues si bien son los retratos de la realeza y los retratos burgueses por encargo los principales, algunos pintores comenzarán a fijarse en los otros, en los miserables, los deficientes mentales, los humildes. No es que hasta entonces no hubieran aparecido reflejados en las obras artísticas, pero "al igual que ya había ocurrido con la pintura de los locos, ancianos, ciegos, tullidos y deficientes físicos en general que habían invadido el arte de Brueghel y del Bosco, las imágenes renacentistas de los pobres no constituían verdaderos retratos individuales, sino que mostraban tipos humanos casi caricaturescos, cargados además de connotaciones morales. Eran la representación del vicio y la sinrazón más que la de un desposeído en concreto" (Azara 110). Pero, ya a principios del siglo XVII, Annibale Carracci, Caravaggio, Ribera, Murillo y otros artistas realizaron lo que parecen verdaderos retratos de figuras humildes como un aguador o una freidora callejera de huevos; aunque, eso sí, seguían siendo figuras anónimas, su nombre no importaba. Después, Velázquez pintó a los enanos y bufones de la corte dotándoles ya de una considerable dignidad. En el siglo XVIII, pintores como Traversi, Chardin o Goya retratan también otras figuras humildes, no como meros personajes graciosos o como representantes de alguna profesión, sino como individuos con rostro propio. Los retratos de estilo neoclásico y romántico (David, Ingres, Delacroix), sin embargo, volvieron a dar mayor idealización a los personajes, en detrimento del realismo alcanzado en las etapas anteriores. Con las vanguardias comienza el declive de lo que hasta entonces se había entendido como retrato. A partir de 1900, la mimesis, el parecido del retrato artístico con el retratado deja de ser un criterio definidor, por lo que en esos casos sólo podemos seguir hablando de retratos en un sentido aproximativo, por evocación. Se habla, por tanto, de la decadencia del género retrato. Ahora bien, debemos tener claro que estamos hablando desde un punto de vista artístico, pues desde un punto de vista sociológico no se puede hablar de fracaso, sino de triunfo absoluto del retrato tras la invención de la fotografía y de las posteriores técnicas de reproducción visual. De hecho, no se puede negar que, cuantitativamente hablando, sea ésta, la contemporánea, la verdadera época dorada del retrato. Tanto que, como sugiere Calvo Serraller (cf. VV. AA. 2007 9), podemos hablar del "«triunfo-derrota » del retrato contemporáneo": el retrato como mero documento triunfa
28 arrolladoramente; el retrato como arte sufre una derrota o, al menos, una transformación abrumadora. La fotografía, inventada por Niepce en 1824, y perfeccionada por Daguerre, llega al dominio público a partir de 1839. Para entonces el retrato pictórico por encargo ya había alcanzado, desde la segunda mitad del siglo XVIII, una extensión sin precedentes. La demanda a disponer de la propia imagen, la conciencia de la propia singularidad, no hará sino crecer de manera espectacular en capas cada vez más amplias de la sociedad mediante la técnica fotográfica, un modo más cómodo, económico y exacto de acceder a la reproducción de la imagen. La invención de la fotografía coincide, además, con una revolución industrial que modifica en profundidad las pertenencias locales, provoca el éxodo rural, acentúa la urbanización y suscita en cada vez más gente el sentimiento de su propia individualidad. Es significativo, asimismo, la coincidencia con la extensión del espejo, que empieza a ser un objeto doméstico común incluso en los estratos más humildes. Verse a sí mismo, por tanto, se convierte en un hecho habitual, casi banal. Y más con la fotografía, que supone aún más claramente ese "advenimiento de yo mismo como otro", en palabras de Roland Barthes: "[e]s curioso que no se haya pensado en el trastorno (de civilización) que este acto nuevo anuncia" (44). Sin duda, ya a fines del siglo XIX, nos encontramos en pleno proceso de democratización del individualismo. Precisamente, poseer una imagen propia, un retrato singularizante, deja de ser un signo distintivo, un privilegio de unos pocos. La oportunidad de tener un rostro que proporciona a cualquiera el retrato fotográfico irrita a más de uno, empezando por Baudelaire, quien — en 1859— escribe: "[l]a sociedad inmunda se abalanza como un solo Narciso para contemplar su trivial imagen sobre el metal" (citado por Le Breton 42ss). Pocos años antes, en 1850, Melville ya había expresado su profundo disgusto: "el retrato, en lugar de inmortalizar al genio como hacía antes, no hará dentro de poco más que mostrar un tonto al gusto de la moda. Y cuando todo el mundo disponga de su retrato, la verdadera distinción consistirá sin duda en no tener ninguno" (ibíd.). Melville, sin duda, no alcanzó a comprender lo que se avecinaba: la absoluta imposibilidad en un mundo como el nuestro de mantenerse anicónico, de sustraerse de tener múltiples retratos e imágenes de sí mismo. Más pronto que tarde, en la segunda mitad del siglo XIX, empezaron a barajarse diversas propuestas para establecer un documento de identificación con una fotografía del rostro. En la Exposición Universal de 1867, en París, fueron utilizadas ya como cartas de acceso. Después, las autoridades policiales y la administración del Estado no tardarían en desarrollar la idea: cada individuo debería ser identificado mediante una carta de identificación con su nombre completo y una fotografía de su rostro. Una fotografía de frente, con la expresión más neutra posible, sin sonrisa o gesto de ningún tipo. Exactamente igual que la foto del Documento Nacional de Identidad que cada cinco o diez años debemos renovar, rostro en reposo sobre un fondo claro. Hecho de forma mecánica, a menudo sin mediación humana (en un práctico fotomatón), solemos llamarlo "foto de carné", pues ya ni siquiera solemos ser conscientes de que nos estamos haciendo un retrato. Un retrato que hace ya mucho tiempo pasó a ser absolutamente obligatorio como documento identificador. La pintura difícilmente podía rivalizar con el hiperrealismo que producía la fotografía. Es claro que lo que a un tiempo se interpretó como una dura competencia, también resultó liberador para las artes plásticas. La obsesión por la mimesis, por la semejanza perfecta, decreció —para eso ya estaba la fotografía—; el artista quedaba libre para explorar vías
29 abstractas, más allá de la imitación formal de la naturaleza. Ello, como no podía ser de otra manera, afectó sobremanera al más figurativo de los géneros: al retrato. ¿La "derrota del rostro"? Comienza así con las vanguardias —y especialmente, con el cubismo— un proceso de des-figuración, de progresiva pérdida del grado de semejanza que escandalizó a los espectadores de su época. De pronto, el sujeto retratado tiende a desdibujarse, a fundirse con los demás elementos del entorno. Sin carnosidad, los rostros se aplanan, se uniformizan. Para Galienne y Pierre Francastel, ya no puede hablarse de retrato, dado que —siguiendo la vía inaugurada por Cézanne— los artistas consideran a los sujetos básicamente como fragmentos de realidad entre otros fragmentos: No se trata de retrato cuando un artista utiliza simplemente los rasgos de un rostro para introducirlos en una composición que a sus ojos posee otra finalidad, sino únicamente cuando, en su espíritu, la finalidad real de la obra realizada es la de interesarnos por la figura del modelo por sí mismo. Ahora bien, en ningún momento un Matisse o un Picasso se esfuerzan por vincularnos a la personalidad de su modelo. No hacen más que insertarlo en la compleja red de sus actividades imaginarias. (Francastel 228) Dicho de otra manera: Los fauves y los cubistas utilizan al hombre como lo hacen con una botella o una guitarra, como simple accidente de lo sensible, sin otorgar ninguna acción al carácter individual de este objeto, ni a la posibilidad de que encarne algo diferente a ellos mismos. (Francastel 230). Pero no es sólo en los retratos, sino en las representaciones de las cabezas y los rostros en general donde ocurre esa desfiguración, hasta tal punto de que hay quien, como Jacques Aumont, llega a hablar de una "derrota del rostro" que se apreciaría de forma evidente en la pintura vanguardista, y que es después extendida a todas partes en la sociedad de la imagen: desde el cine a la prensa, desde la publicidad a la televisión. Esa "derrota" se expresaría en factores como los siguientes: Vuelta del tipo, de lo genérico: el individuo sólo interesa en cuanto pertenece a una clase o a un grupo; la representación del rostro excluye la expresión, o sólo la incluye si fortalece el tipo, lo transindividual. Extensión de la rostreidad: […] alcanza a todo, potencialmente —animales, máscaras, paisajes, partes del rostro—. Disgregación del rostro, rechazo de su unidad: partes del rostro recortadas, pegadas, devueltas a la superficie de la imagen. Magnificación infinita, monstruosidad del tamaño, o a veces, por el contrario, liliputización. Toda suerte de daños, tachaduras, desgarraduras [...]. (Aumont 20) Factores, todos ellos, que abundarían en la misma dirección: "la de un abandono de la referencia al rostro como concentrado expresivo de humanidad, e incluso, en la mayoría de las ocasiones, la de una destrucción deliberada de esa referencia" (Aumont 170). Todos estos movimientos de desfiguración, de descomposición, se perciben claramente, en efecto, en la pintura contemporánea: rostros explosionados (por el cubismo de Braque o Picasso); rostros disgregados (esparcidos por todo el lienzo, Duchamp; y más, con la técnica del collage); rostros retorcidos (rostros como de goma; o mordidos, roídos por
30 dentro..., Francis Bacon); rostros tachados (raspados, como con heridas..., Atlan, Dubuffet, Lam); rostros desenfocados (frecuentes en los 70 en pinturas hechas a partir de fotografías…, Gerhard Richter); rostros ampliados (Warhol y el pop art, Chuck Close...), etc. Podríamos aumentar la lista fácilmente, pues son numerosísimos los casos en los que la subjetividad del individuo retratado queda diluida, convertido en uno más de una masa anónima. Como son numerosos los retratos en los que el rostro se asemeja a una máscara. Pensemos en el famoso retrato de Gertrude Stein, pintado por Picasso en 1906: su rostro es como una talla de madera, sin ningún accidente, liso e impersonal; más claro aún en el 'retrato' de Ivonne Landsberg, de Matisse, sorprendentemente semejante a una máscara africana. Algo parecido ocurre en los retratos pintados por Modigliani o Giacometti, por ejemplo. Esos "retratos" no se distinguen apenas de las otras pinturas de rostros anónimos y despersonalizados que cuajan los cuadros de los artistas de vanguardia. Malevitch, por ejemplo, se acerca al arte de los iconos: sus cuadros planos, geométricos, austeros, presentan personajes frontales, una especie de maniquíes o robots, inmóviles, intemporales, con los rostros vacíos y los rasgos borrados. A veces reemplaza los rasgos de sus rostros por la hoz y el martillo, otras veces por la cruz cristiana. Como los maniquíes de Chirico, esas cabezas en forma de huevo, que no pueden mirar, ni diferenciarse por unos rasgos únicos, no tienen ningún signo individualizador, sólo son peones de la masa, máquinas inexpresivas. Otros muchos retratos artísticos del siglo XX, impulsados por el expresionismo alemán (pensemos en los retratos de Kirchner, Beckman u Otto Dix), pierden la calma de las facciones en reposo, como hasta entonces había sido habitual, y añaden el grito, la desfiguración consciente, la violencia. A ello se suma que a menudo no se haga un único retrato (retrato-resumen o retrato-biografía) del modelo, sino una serie de ellos, siguiendo con frecuencia un proceso de metamorfosis. El género clásico del retrato se basaba en la idea de que la identidad de un individuo estaba fundamentalmente definida y era más o menos invariable, de modo que el retratista no tenía más que plasmarlo en el lienzo, copiando sus rasgos individuales, la expresión de su carácter. El artista del siglo XX, en cambio, a menudo ha retratado repetidamente a la misma persona, cada vez con una identidad diferente, refractario a la idea de que sólo una de ellas sea la 'verdadera'. En este sentido, hay quien concibe el género del retrato moderno como "un muestrario de máscaras —como, tal vez, todos los retratos en cierta medida— pero de forma diferente en cuanto que lo es de forma abierta y consciente" (M. Warner, citado por VV.AA. 2007 20). También los 'retratos' de Warhol son más parecidos a una máscara o a una superficie sin sustancia, sin fondo psicológico alguno. Como han señalado numerosos críticos, más que hacer retratos, Warhol fabricó iconos transformando la identidad de sus personajes —y de sí mismo— en una imagen congelada y despersonalizada a través de la manipulación de la fotografía. Con ese brillante uso de la superficialidad, es considerado como el perfecto ilustrador de la sociedad del espectáculo, el iniciador de la estética posmoderna que hoy inunda por doquier la publicidad en todas sus formas. En las últimas décadas se habla de un impulso del retrato, especialmente tras la revitalización de la escuela figurativa inglesa, con Hockney, Freud y Bacon. Sin duda, se percibe en ellos un renovado intento de desentrañar al hombre. Lucian Freud, por
31 ejemplo, desarrolla la tendencia (infrecuente en la época clásica del retrato) a retratar completamente desnudos a sus personajes (y a sí mismo), haciendo de todo el cuerpo, y no sólo del rostro, un significativo lienzo psicológico. También Francis Bacon se centra obsesivamente en los cuerpos humanos que 'retrata': seres siempre aislados, indefensos, inestables, cuyos límites corporales y faciales están inacabados, desdibujados, o más bien retorcidos, esbozados, deformados. Se trata en muchas de sus obras de cuerpos contorsionados, mutilados, con los rostros reventados o medio borrados, que expresan — y crean en el espectador— una angustia existencial considerable. Afirma Cortés: "[n]o hay identidad, sólo dolor, rebelión animal, carne mortal amenazada" (200); y añade: "lo que Bacon intenta apresar es la psique del sujeto, sus denodados esfuerzos por conocerse y llegar a definirse en una imagen que se disemina y dispersa como respuesta al mito de la unidad del sujeto" (ibíd.). El "mito de la unidad del sujeto": precisamente eso es lo que parece haber saltado en pedazos en la época contemporánea. Pedro Azara interpreta ese descalabro del retrato tradicional (que plasmaba tan serena y reconociblemente ese sujeto íntegro) como una consecuencia de la muerte (desaparición u ocultación) de Dios, tantas veces pregonada desde el siglo XIX. Si estábamos hechos a su imagen y semejanza, y ahora ya no existe, es que no tenemos ya un modelo, una imagen a la que parecernos y según el cual componer nuestra integridad. La desaparición de Dios conlleva asimismo la pérdida de la fe en la unidad del ser. De modo que ya sólo quedarían las apariencias: "el artista contemporáneo se contenta con máscaras porque el modelo ya no existe (fuera del juego de máscaras)" (Azara 134). Este hecho no dejaría por ello de ser revelador de la condición del hombre actual: La imagen, que en la antigüedad tuvo como fin rescatar el alma de la muerte y del olvido, devolviéndoles un cuerpo imperecedero, ha acabado por ser la exposición de la condición fugaz y terminal del hombre contemporáneo. (Azara 134) Pero es en la multiforme sociedad de la imagen donde se apreciarían las manifestaciones más fundamentales de la "derrota del rostro", según Jacques Aumont. Los síntomas de esa 'derrota' que hemos visto en el arte pictórico, o los que el propio Aumont analiza en la historia reciente del cine, no serían sino reflejos de la descomposición más generalizada del rostro en la circulación extra-artística de las imágenes. Su tesis es que "la representación ha afectado, extremadamente, a su objeto más querido": "a fuerza de ser blanco de miradas, el rostro acaba desfigurado" (Aumont 16). Si en los primeros tiempos de la representación naturalista del rostro ésta obedecía a un impulso humanista de dignificación del hombre (al menos del retratado), en la actualidad la sobrerrepresentación multiforme llevaría en numerosas ocasiones a su despersonalización, a su cosificación. El principal efecto de todo ello sería, por lo tanto, la preeminencia del tipo, del rostro genérico sustraído de su individualidad. Un proceso que arranca en los primeros tiempos de la reproducción técnica del rostro, con el inicio de la fotografía como un medio documental que deja en el anonimato a los múltiples rostros que plasma o, más aún, contribuye a realizar catálogos, tipologías, secundando el afán administrativo y policiaco: "[e]l rostro ha de ser idéntico, no al sujeto, sino a su definición. Ya no es la ventana del alma, sino un cartel, un eslogan, una etiqueta" (Aumont 190). El mayor medio de difusión de rostros actual, la televisión, que nos acompaña constantemente con sus bustos parlantes y sus primeros planos, y donde vemos desfilar a millones de rostros, cercanos y lejanos, nominados o innominados, produce un efecto de
32 masificación, de saturación. Y, por supuesto, siendo el pilar básico de la sociedad de la imagen, está cuajado de publicidad, directa o —más habitual— indirecta, que remite a alguna tipología, a una sucesión de rasgos y gestos estereotipados. Los rostros de la publicidad son rostros que representan un ideal del consumidor/espectador, y que generalmente son de una exaltada perfección, fruto del retoque informático. Una perfección sin fondo, como el maniquí de un escaparate. Y es que en el rostro del retrato publicitario difícilmente encontraremos el alma. Más bien, nos quedará únicamente la sospecha de que no hay nada debajo de esa hermosa fachada. De hecho esos estilizados retratos publicitarios no son más que simulacros de retratos, máscaras de la marca que promocionan. En definitiva, esa sobreexplotación de la imagen y de los medios de reproducción técnica de la misma ¿se ha convertido hoy en un factor de banalización, privando al rostro del sentido y del valor que sus primeras representaciones humanistas parecían conferirle? La hipertrofia del rostro o de su representación ¿supone su pérdida, su silencio, su disolución en la masa? Individualismo y sociedad de masas: los rostros y las máscaras Lo hemos visto en los breves recorridos por la historia etimológica y por la historia del retrato. Durante mucho tiempo la conformación gregaria de los conjuntos sociales no suscitaba en sus contemporáneos la preocupación por su rostro; la singularidad no estaba valorizada, el sentimiento de autonomía o de libertad personal no estaba asociado a la definición social del individuo. Es en la modernidad cuando se produce una conciencia más aguda de la individualidad del hombre, un 'sentimiento de sí' que acompaña a —y es potenciado por— la difusión del espejo y del retrato en el que se busca el parecido singular del modelo. Al rostro se le empieza a dar valor como elemento de individuación y de exponente de la dignidad humana, en paralelo al auge del individualismo en las clases sociales privilegiadas. Como subraya el antropólogo y sociólogo David Le Breton: La promoción del individuo sobre la escena de la historia es contemporánea del sentimiento agudo de que posee un cuerpo y la dignidad de un rostro que revela ante los ojos de todos al mismo tiempo su humanidad y su desemejanza personal. (50) No hay duda de que —sigue Le Breton— "cuanto más importancia dé una sociedad a la individualidad, más agrandará el valor del rostro [puesto que, en definitiva] la dignidad del individuo entraña la del rostro". En todo este proceso parece claro, por consiguiente, que la singularidad del rostro llama a la singularidad del hombre en cuanto persona. La visualización, objetivación y exteriorización del propio rostro y el de los demás resulta claramente positiva para impulsar esa conciencia del yo. A fines del siglo XIX, la proliferación de los artefactos útiles a tal fin (espejo, fotografía, retrato pictórico), coincidió en Occidente con la industrialización, la urbanización y el creciente desarraigo de las sociedades holistas, que amplió a grandes capas de la población esa conciencia de la propia individualidad. Fue ese mismo proceso el que desembocó en la sociedad de masas, una sociedad eminentemente urbana, con una población multiplicada. Los primeros grandes pensadores de esa moderna metrópoli tecnológica —como Simmel, Spengler, Kracauer, Jünger o Benjamin—, ya advirtieron, sin embargo, sobre la disolución
33 del individuo moderno en la masificación y el gregarismo de las grandes ciudades. Todos ellos aludieron de una u otra forma a la neutralización del rostro en el anonimato de la masa; hablaron de las máscaras que poblarían ese universo metropolitano, privadas de expresividad individual. Y es que el desarrollo de la medicina, la higiene, la educación, la migración de la populación, contribuyeron cada vez más a la homogeneización de los tipos físicos y a borrar en la constitución de las clases medias ciudadanas los orígenes sociales inscritos en sus rostros. La identidad de origen se desdibuja, las caras, las vestimentas, los andares comienzan a homogeneizarse, a convertirse en anónimas. Los mecanismos reflejos de imitación y emulación colectiva del comportamiento, así como de la gestualidad y de la expresividad facial promueven un asemejarse masivo. Simmel (1986) insiste en que, en ese contexto, los rostros se empañan y se vuelven manchas grises informes y uniformes, y el "tipo humano metropolitano" aprende a poner una cara neutra, una cara de desapego como "parachoques mímico", una defensa natural frente a los peligros inherentes de vivir entre extraños. La homogeneización y tipificación de las formas vendría pareja, cómo no, a una estandarización y neutralización de los caracteres, a una despersonalización del individuo. En varios de los autores citados se prefigura ya el hombre-masa, carne de cañón de los totalitarismos de uno y otro signo. La misma disolución o enajenación del rostro en gran parte del arte del siglo XX —que hemos repasado— puede entenderse asimismo como un intento de plasmar esa realidad social: el rostro de las multitudes, una mancha vacía, intercambiable, anónima. O borrada, desprovista de singularidad. En ese sentido, todos esos pensadores ya anunciaron, de alguna forma, la "derrota del rostro" que leíamos en Jacques Aumont. Esa sociedad de masas tecnificada y, posteriormente, esa sociedad de la imagen y del consumo, habría privilegiado la mirada técnica-objetiva-conceptual que transforma la cualidad en cantidad, el rostro en número, en estereotipo; en definitiva, en máscara. Las teorías del rol para explicar nuestras interacciones sociales parten también de ese principio: anuncian que en esas interacciones tratamos con máscaras —clases de máscaras, estereotipos, como aquellas personae romanas— más que con rostros singulares, únicos. La máscara determina con quién trato y cuáles deberán ser mis respuestas; es decir, el aprendizaje social consistiría en gran parte en asimilar los significados de cada tipo de máscara y en desplegar las respuestas asociadas. Ahora bien, la afirmación de que nuestra interacción social es una relación de máscaras ya tuvo a su más radical profeta en Nietzsche4. Para él, la lógica de la máscara lleva al aniquilamiento del rostro: no hay ya una interioridad que esconder. Habla de la multiplicidad de máscaras que llevamos, de modo que el sujeto no sería sino sus máscaras, sin que detrás, debajo, dentro de cada una de ellas hubiera un yo, un carácter, un individuo, sino sólo otra y otra máscara, hasta el infinito. Sería, por tanto, el reino de la pura apariencia privada de esencia. Pero, si fuera así, la idea misma de máscara perdería su sentido, pues en ella permanece implícita la idea de disimular, ocultar o cubrir artificialmente algo: un rostro natural, auténtico, sustancial frente a la variabilidad de la máscara. Es decir, las dicotomías interior/exterior, esencia/apariencia dejarían de tener sentido como tal. Y, realmente, ello supondría una revuelta metafísica que, por mucho que pueda pensarse en el campo filosófico, excede nuestra vida común.
34 Frente a los voceros de la "derrota del rostro", que afirman cosas tales como que "la larga época histórica de los caracteres plenos y de los rostros reales ya ha pasado, absorbida por la época sin-historia de las máscaras vacías y los rostros virtuales" (Gurisatti 444), me inclino a pensar que la sociedad contemporánea, urbana, mediática y masificada, ofrece tanto la oportunidad de dignificar como de tipificar el rostro. Es decir, la sociedad contemporánea de la imagen reproduce hasta la saciedad los dos rostros de los que hablábamos antes: en gran medida, desde luego, la máscara social, la tipología, la asignación de los individuos a unos grupos, según unos estereotipos; pero también el rostro individual, aquel que era el protagonista del retrato clásico, aquel al que le bailan en el rostro todas las profundidades del alma, la valiosa singularidad de sus emociones y sus pensamientos. La preponderancia mediática del primer rostro tal vez no sea suficiente para hablar de su "derrota", como hace Aumont, ni para sostener que toda interacción es una relación entre máscaras; no, al menos, mientras sigan dando batalla las causas humanistas que dignificaron al otro rostro, mientras sigamos recordando o potenciando el sentido y el valor de ese rostro.
35 OBSESIÓN La palabra obsesión proviene del término latino obsessĭo (“asedio”). Se trata de una perturbación anímica producida por una idea fija, que con tenaz persistencia asalta la mente. Este pensamiento, sentimiento o tendencia aparece en desacuerdo con el pensamiento consciente de la persona, pero persiste más allá de los esfuerzos por librarse de él. La obsesión tiene un carácter compulsivo y termina por adquirir una condición penosa y angustiante para quien la sufre. Cuando las obsesiones y las compulsiones se han hecho crónicas, se habla de una neurosis que perturba la vida normal del sujeto y que se transforma en un trastorno obsesivo-compulsivo. Existen distintos tipos de obsesiones. Por ejemplo, pueden mencionarse aquellas relacionadas con la alimentación. En estos casos, la obsesión funciona como una barrera psicológica que no permite modificar el peso de una persona en forma saludable. La obsesión en la alimentación puede derivar en enfermedades como la bulimia y la anorexia. Obsesión, en psicología, es el sentimiento de tener una idea fija en algo. Descubre esto y mucho más en este artículo dedicado a la obsesión en psicología… Todos los seres humanos tenemos pequeñas manías, pero eso no significa que sean obsesiones, la palabra manía puede ser nimia a una obsesión que es un término más importante y más a nivel psicológico y en la vida rutinaria de las personas. 1. Pensamientos, impulsos o imágenes recurrentes y persistentes que se experimentan en algún momento del trastorno como intrusos o apropiados, y causan ansiedad o malestar significativos. 2. Los pensamientos, impulsos o imágenes no se reducen a simples preocupaciones excesivas sobre problemas de la vida real. 3. La persona intenta ignorar o suprimir estos pensamientos, impulsos o imágenes, o bien intenta neutralizarlos mediante otros pensamientos o actos. 4. La persona reconoce que estos pensamientos, impulsos o imágenes obsesivos son el producto de su mente (y no vienen impuestos como en la inserción del pensamiento).