Testimonios De Un Taller.pdf

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Pase de diapositivas Testimonios de un taller

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Pase de diapositivas Testimonios de un taller

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ALFREDO MIRANDA Relaciones públicas

DANIEL R. LEYTE Cuidado de edición

LIBORIO TINAJEROS Director general

OJO DE GOLONDRINA Primera Edición en México: Mayo de 2018 # 17 de la Colección: Los Anormales © Ojo De Golondrina Editorial © Ricardo Yáñez TODO EL CONTENIDO ES RESPONSABILIDAD DEL AUTOR Contacto:

The Good Swallow Mx Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación periódica, por cualquier medio o procedimiento, sin para ello contar con la autorización previa, expresa y por escrito del autor. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de au-Thor. Impreso y hecho en México

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Porque una lección es eso: encontrarse de pronto unos hombres con otro y trabarse con él, chocar con efectos positivos o negativos, pero siempre graves. Una lección es una peripecia de fuerte dramatismo para el que la da y para los que la reciben. JOSÉ ORTEGA Y GASSET

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ADVERTENCIA DEL COMPILADOR “El taller no es por escrito”, escribí alguna vez, lo que sostengo. Pero algo podrá transmitirse a través de la escritura. Lo que sigue deja traslucir lo que el taller es. No nada más algo –si más que eso, se debe, opina uno de los talleristas, a que en el momento de la escritura uno entró en taller. Los textos presentados a continuación son un tanto de dulce, chile y manteca y arman un mosaico que –por el tema mismo, no por quienes los firman– como en un impreciso, inhábil video, permite de todos modos como respirar la atmósfera que se vive en taller. Subrayo sin necesidad que algunos originales han sido ligeramente editados o que de ellos sólo se presenta un fragmento (o varios). Que de los corchetes y los encabezados – siempre en el caso de los primeros y casi siempre en el de los segundos– se hace responsable el de la voz. Y que el orden de los textos no es otro que el del azar.

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EN TERCERA PERSONA (Introducción) Para R. Y. su obra mayor (o en todo caso más personal) es el taller, por el cual han pasado al menos doscientas personas (bailarines, músicos, periodistas, narradores, poetas, editores, psicólogos y un variopinto etcétera) que gozan de merecido reconocimiento entre sus colegas y, un poco más allá, en el medio cultural. El taller ha tenido, según el caso, muy distintos nombres, pero el que mejor lo define es uno que no el coordinador sino uno de sus talleristas, Alejandro Morales, hará 20 años le encontró: Taller de sensibilización a la creatividad. El taller, puede bien decirse y se ha dicho, es un espacio de experiencias poéticas. Sin la poesía, punto de partida y de llegada del taller, ese espacio hechizado, lugar de la fluidez (denominaciones del coordinador) no existiría. Poesía y taller son los dos pies con que el coordinador y poeta, quien llegó a dirigir un Centro universitario para la Escritura de Creación (U. de G.) –y con él el taller–, anda por el mundo, anda el mundo. (El centro de ese centro, y quedó así registrado en documentos oficiales, fue siempre el taller; al, ante la omisión institucional de real apoyo, renunciar colectivamente todos sus trabajadores, el taller “se fue a vivir” a ocho ciudades que religiosamente el coordinador visitaba una vez al mes. En una de tales ciudades, Puebla, aunque algo transformado, el taller continúa (cumplió ya más de 20 años). Ahora es taller itinerante: el grupo se encuentra en esa capital, en la de Tlaxcala, en Teotongo, Oaxaca, y en Ciudad de México. De pronto se da la visita de alguien de Celaya (donde Ricardo impartió taller por año y medio), de alguien o algunos de Pachuca (también estuvo año 9

y medio allá, aunque estos talleristas vienen de otro tiempo, un taller intensivo de unos cuantos días el año pasado), o se suma gente de Oaxaca capital o no itinerante de la localidad. R. Y. comenzó a dar talleres desde los 20 años, y pocas, excepcionales veces ha estado sin taller. En la actualidad, a más del itinerante y dos talleres que él llama individuales (presencial y vía internet), mantiene uno los jueves en su estudio. Según él el taller es obra de creación interminable, desde siempre “en construcción”. Sin parar en absoluto tiene tres décadas trabajando en talleres de diversas ciudades –por horas, días, semanas, años–, en ocho de ellas por entre año y medio y más de diez (casos de Guadalajara, Monterrey, Ciudad de México y Puebla). Del taller han salido estupendos libros, aplaudidos recitales escénicos, gustadas canciones, elogiadas tesis, dos o tres más que buenos discos (la influencia en otros, por otra parte, es notoria), sorprendentes recitales de canto… y nada malos coordinadores de nuevos talleres. Dado que el taller es en sí mismo obra de creación y puesto que se trabaja con material humano (precisaremos: almas) no es posible descartar que a lo largo del (tanto) tiempo transcurrido incurrido se haya en algunos errores, está dispuesto a admitir el coordinador. Mas ante el cúmulo evidente de aciertos, no le parece que ello sea relevante. En frase un tanto enigmática del compositor David Aguilar: “Yo no puedo decir qué aprendí, pero puedo decir que aprendí.”

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Así sólo se haya asistido a una sesión, no hay en opinión del coordinador quien se haya ido del taller con las manos vacías. Podría asegurarse que los asistentes siempre se llevan algo de provecho, y lo aprovechan. Cerremos esta breve semblanza del taller, que cuenta con un respetable repertorio de ejercicios, reproduciendo lo que en confianza suelta el coordinador, quien aclara que él mismo se considera un integrante del taller, alguien por el taller guiado: “En el taller soy plenamente yo; desde esa plenitud procuro, he dicho procuro, la plenitud del grupo como totalidad y de cada asistente como individuo. El taller, suelen reconocer (vivir, más bien) los talleristas, es divertido, asombroso, filosófico, relajante y, de una manera un tanto extraña, acaso inesperada, riguroso.” [RY].

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RIBERAS DEL ZAHUAPAN Fue en la primavera del 2002, estabas sentado en el sillón de la esquina de la casa de Acxotla del Río, Tlaxcala. Te miraba, llena de dudas. Mientras leías mis escritos, por más que intenté notar en tu rostro una expresión de aprobación (esperada) o de lo contrario, nada. No entendía por qué durante la semana intensiva del taller [programado por el gobierno del estado] no preguntaste sobre mis poemas. Terminaste de leer. Dije: ¿Voy bien o me regreso? La respuesta fulminó mis ánimos. Dijiste: Todavía estás verde, Nacha. ¿Verde? Pero si mis poemas habían sido aprobados por Juan Bañuelos y Dolores Castro... Saliste al pasillo del jardín. Contemplabas el paisaje: el pino, los geranios, el naranjo, las milpas del terreno de abajo. ¿Nacha, por qué no escribes sobre tu entorno?, merece ser cantado... Quedé muda, ¿resulta que el campo y las flores son dignos de versos y no mis amores? Después de esa tarde, entré en crisis y decidí dejar de escribir... Tras la muerte de mi abuela paterna, te envíe un e mail. Hablaba del color que tenía su piel ya muerta. Dijiste: Escribe sobre tu abuela. Quedé perpleja... Poco a poco, a través del entorno de la casa se hizo presente en versos el pasado de mi pueblo: el campo, las flores, los árboles, los animales que llevaba a pastar cuando era niña, las cocinas de humo... Empezaste a dar taller [regularmente] en Tlaxcala. En cada sesión se removieron, aclararon, acomodaron mis enredos. Me di cuenta de que la poesía no es como la pintan. Más allá de la fama, los premios, las becas, y las poses, la poesía es humana, la habita un silencio que llama a tratar de entender qué hay dentro de mí...

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Gracias a esas tardes-noches de tertulia-taller, a las caminatas a la orilla del río Zahuapan, a tu acertada-alegre guía para sentir las palabras, puedo ver con otros ojos mi vida... Ignacia Muñoz ***** UNA INSOLENTE ARDILLA [...] los mejores actos poéticos e incomprensibles, de esos que hacen comprender un montón de cosas, pero que a ciencia cierta no se sabe qué. Eso que forja al poeta sin que se percate. Yo poco me percaté siempre: “Pinche Carlos H. Vázquez, tú nunca vas a entender (...)”, me dijo un día. Era la demostración de que la poesía ya comenzaba a girar en mí, como una ardilla insolente. Carlos H. Vázquez ***** PROPICIAR EL SILENCIO Traigo ensayando el silencio desde que nací, y a fuerza lo amo. Rival de la palabra no es el silencio, comparten naturaleza y se determinan. Principio fundamental de la filosofía del taller y Ricardo: “En el silencio se propicia la creación, en el silencio nace la percepción de la poesía, haciendo silencio surge la voz”. Yo ya amaba el silencio, ahora lo valoro y lo honro. Servanda Heredia 14

***** UN POEMA VIVO Gracias por compartir estas experiencias tan valiosas de sus talleristas. Me hacen revivir los aprendizajes tan profundos de vida que se impregnaron en mi ser y que trascendían a la poesía. Realmente el taller para mí, ha sido el más hermoso de los poemas vivido. Gracias, maestro. Laura Moisés ***** EN LA BAHÍA Pregunté a los organizadores [del encuentro artístico anual en la sinaloense Bahía de Navachiste] cuándo y cómo sería el taller; a las cuatro de la tarde daría inicio y podía asistir. Llegué temprano y ya había dos o tres personas. Empezaron a llegar más y en ese momento supe quién era Ricardo Yáñez. Empezó a hablar de cosas triviales; su voz me atrapó. Supe que era el guía que buscaba. No entendía varias cosas de las que decía, pero eran baldes de agua fría en ese calor de primavera. Nos fue metiendo en su mundo, nos fue llevando donde la poesía; su decir fue claro por momentos, me fui encontrando en esas palabras. Al ir conociéndolo más y al seguir asistiendo a sus talleres me di cuenta que él no enseña poesía, sino nos enseña a 15

vivir de otra manera, nos da en cada sesión una lección de vida, nos cambia la jugada a cada momento, nos engatusa pero al final nos lleva al camino verdadero. Es un artesano de las palabras en este mundo que se nos resquebraja a cada momento. Jaime Santiago ***** INTERNARSE EN LA VOZ Tu taller, Ricardo, encamina, guía la voz interna, la despierta. La deja escucharse, la descubre. Ayuda a […] encontrarnos y reconocern os, ayuda a hablar con una voz que de ser propia se vuelve de todos. Fidel Montes ***** Y NO OBSTANTE, CANTO

LA

NOSTALGIA

DEL

Recuerdo entrañablemente ese taller donde experimenté por primera vez lo que significa crear a voluntad. En aquella época yo era muy joven. Recuerdo que el taller era –y sigue siendo, supongo – de corte experimental. Me divertí bastante. 16

Cada minuto que pasaba ahí, sentía que crecía hacia un ser humano más libre, más fuerte , y con mucha más comprensión hacia la poesía. Ricardo es una persona llena de invención y entusiasmo, que nos hacía cometer proezas con la pura imaginación; cuando yo pensaba que quería cantar, él lo lograba conmigo –era estupendo. Él, como todo buen artista, siempre estaba maquinando, era como un pozo que nu nca se vacía, de donde extraíamos lo mejor de nosotros mismos. Hacíamos piruetas y nos deleitábamos en el mágico mundo de la creación. A veces lo recuerdo como ese hombre sentado frente al río, o como un árbol milenario, cuyas hojas se expandían y/o mudab an todo el tiempo, para dar paso las nuevas. Todo era cuestión de estar atentos, de afinar el oído y escucharlo; ahí estaba la clave, en mi caso, que siempre me ha costado enfocarme. En su taller me crecieron las alas y fui becaria de poesía dos ocasiones, una en el centro de escritores de Nuevo León, durante 1996 y la segunda ocasión en 2001 en el Centro Tamaulipeco para la Cultura y las Artes. Gracias por haberme dado una idea bastante clara de lo que es la poesía. Aunque también me hubiera gustado que me enseñaras a cantar. Lourdes Olmos *****

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REBASAR LO LITERARIO [Ricardo Yáñez] ha sido mi maestro y como colegas hemos compartido textos, ideas y experiencias de taller. Considero que, además de ser uno de los escritores más sólidos de su generación, Ricardo ha dedicado gran parte de su vida laboral a investigar, por medio de la experimentación, el proceso creativo, y ha desarrollado un método, un marco teórico y una poética que rebasan los límites de la experiencia literaria para profundizar y ampliar la experiencia creativa y la experiencia humana. Ha trabajado con escritores, músicos, actores, directores de teatro, artistas plásticos, ayudando a todos ellos a encontrar las motivaciones internas y los métodos de expresión para hacer florecer su trabajo. Entre ellos me cuento con gratitud. Carmen Villoro ***** LIMPIAR LA MIRADA Muchas son las ocasiones en que he aludido a Ricardo Yáñez y su taller itinerante, y creo que ya es hora de rendir tributo abiertamente a un hombre y una etapa que resultaron trascendentes para mi escritura; más allá del oficio, en un compromiso de vida; un modo de hacer y conocer. Pero no es sencillo hablar del taller de Ricardo. Reviso los textos que he escrito para esta columna desde hace más de un año, y los descubro profundamente permeados de cuanto 18

experimenté durante mi paso por el solar del granado y el guayabo donde nos reuníamos, aunque para las fechas en que aparecí en esta galera de Ananke ya hacía tiempo que las únicas visitas eran los gatos del vecino, multiplicándose en proporciones geométricas, quién sabe si capitalizando la tremenda fuerza generatriz que ahí dejamos tras dos años de explorar las fuentes de la creación. Ese taller es contundente: pega al corazón, el vientre y la cabeza –por emplear la terminología con que hablábamos de “la voz”, es decir, la expresión–, y resulta complicado separar lo que corresponde a cada nivel experiencial. Sin embargo, no obnubila a pesar de su intensidad: despeja la vista, marcando una diferencia fundamental con otros talleres a que he concurrido o incluso he coordinado, por no hablar de los que conozco apenas de oídas: Éste no intenta enseñar la excelsitud de la poesía, los poemas o el arte más en general; no le preocupa en absoluto dominar técnicas o lenguajes preestablecidos –que suelen ser los de quienes coordinan–. Su preocupación es ayudar a que cada quién descubra la excelsitud en sí mismo, las fuentes de su propia luz; sacar del aturdimiento a los concurrentes, limpiar sus ojos –sus sentidos, sinecdóquicamente– de lagañas para que perciban el germen de la creación que los impulsó a elegir el arte como modo de vida. El primer objetivo es despejar los ojos físicos, los que miran sin ver; los utilitariamente acostumbrados a percibir lo indispensable para no chocar con un poste; ojos “estomacales” y acostumbrados a digerir papillas: los que digieren el entorno por mera necesidad vital: “Pierde el miedo a sentir; es natural, es necesario. Pero sobre todo aprende a sentirte, a darte cuenta 19

de lo que pasa y lo que te pasa”, diría Yáñez, con su particular afición a los juegos de palabras. El segundo es limpiar los ojos del corazón: los de la emotividad que ya matizan la percepción con un barrunto de individualidad, de posesión intransferible, del mismo modo que nuestras lágrimas cuando leemos a Corín Tellado son indudablemente nuestras pero también indudablemente predecibles, tanto que se puede programar su aparición: tener tal conciencia de los propios sentimientos que no vuelvan a asimilarse con la sensación estética, sino que se les reconozca como un nivel apenas de su complejidad, al tiempo que se aprende a vivirlos plenamente. Por último, los ojos de la razón, con harta frecuencia los más empañados. Porque mientras la sensación y la emoción son extremadamente biológicas (neuronales y endócrinas), la razón aprehende leyes ajenas antes que inferirlas de los hechos puros; carece de contacto inmediato con la naturaleza: hace más caso de sus pre-juicios sobre el mundo que de la experiencia del mundo: su prejuicio más grande es la autosuficiencia. El empeño mayor de Ricardo es que sus talleristas asuman valientemente este proceso de limpieza. Su insistencia puede resultar chocante, pero cuanto más lo sea más evidencia la necesidad de encontrar los prejuicios (auto)perceptuales y romper con ellos: asedia al racionalista para que se emocione, al tieso para que baile, al actor para que dibuje; empuja al callado a cantar, el pintor a escribir, el depresivo a contar chistes, el risueño a llorar: así sesión tras sesión, hasta que sucede el milagro de descubrir que el individuo es una entidad 20

unitaria y polivalente de percepción-expresión; no habla, escritura, color o movimiento, sino algo más profundo que estalla a través de medios –lenguajes– particulares. Poeta, cantor, científico o lo que sea son condiciones inalcanzables si se olvida que sólo son maneras de ser humano, explicaría el maestro en el tono de las confidencias metodológicas. Nada en el hombre es superfluo o distractivo, y mutilarlo es cerrarse las puertas para alcanzar una meta particular: “¿Cómo vas a ser un buen poeta si dejas de comer? Si no das nutrientes a tus neuronas, si no sales a la calle, ¿cómo carajos vas a pensar? ¿De qué vas a escribir, aparte de un ‘yo, yo, yo’ que se consume a sí mismo, haciéndose más chiquito? Si no sabes utilizar armoniosamente tus cuerdas vocales o tu cuerpo, ¿cómo vas a saber qué es la armonía de las palabras?” Artista y formador –desentumecedor– de artistas, Ricardo sólo repite un par de axiomas, en los que caben todos los matices de su obsesión por romper los prejuicios que arrastramos sobre “lo artístico” de la voz y la percepción: “Si no sueltas el cuerpo, jamás podrás soltar tu voz: el cuerpo y la voz son tú mismo, pertenecen a diferentes niveles de tu humanidad; no puedes separarlos”. Y éste: “Para ser artista hay que ser inocente. No ingenuo, sino inocente. No tienes derecho a ser ingenuo después de cierta edad; tu ineptitud te llevaría a la muerte por “selección natural”, y cada edad te exige saber las [¿cosas?] suyas. Del mismo modo, si te empeñas en saber cosas que no corresponden a tu edad, porque te tocaban antes o después, sólo te lesionas, porque no tienes capacidad de asimilarlas en toda su dimensión y para colmo, dejas de vivir lo que te tocaba: así se pierde la inocencia, comienzas a ver el 21

mundo desde un ángulo enfermo, que no “checa” con tu momento actual ni con los que te esperaban; te vuelves un maniático de juzgar cómo viven los demás porque tienes un muy mal concepto de ti y con toda razón, te des cuenta o no de ello: tú no sabes vivir. Y si no sabes vivir, ¿cómo podrás gozar de tu voz? Mario A. Calderón (marzo de 1999) ***** DONDE LA POESÍA ES LA VIDA En tiempos de convulsión social, de crisis en las formas de lo humano, en que la farsa se anuncia con luces neón, la ruptura de lo cotidiano ya no sorprende a nadie. El escritor Ricardo Yáñez facilita en sus talleres el encuentro con lo común y a la vez trascendente de la Persona que a ellos asiste en su propio proceso creativo. Ahí encuentra el motivo necesario para retomar la Pregunta, cualquiera que ésta sea y aun cuando no siempre planteada con precisión. Siempre está ahí la Pregunta por la naturaleza de las cosas, por la escisión del cuerpo, la mente y el alma, y del amasijo de cuestiones que tejen la complejidad de nuestros tiempos. Todas ellas nos hacen retornar a la Persona y enfatizar el sentido de la Poesía que está en la vida, que es vida en sí 22

misma y que converge con la sensibilidad del hombre y la mujer que forjan la certeza en cada Nombre. Yáñez es en sus talleres un hacedor de nombres, figuras y vivencias que surge de silencio, alguien que sensibiliza por menester buscando la eclosión de la consciencia. Cada una de sus piezas-suertes del Taller, se vuelca a una representación del todo, porque él mismo como autor se desfigura para darse al contacto mismo con la energía experiencial del espacio-Taller. La dificultad en la palabra, para quien supone asirse en ella, la sostiene el Tallerista, y es Ricardo Yáñez también quien contiene a la Persona del Taller; porque su más importante motivo es cuestionar el poder creativo desde las sensaciones y los sentimientos, sin otra consecuencia que la comunión con el ánimo que habita en la emoción que sólo la experiencia puede gestar, donde la Poesía es la vida. Desde la actitud humana imprescindible Yáñez insiste: para crear, para creer en la espiritualidad de las palabras, y para hacerse desde la poesía. Y así es como el escritor se ocupa de ser, antes que poeta, “persona” –y lo hace desde su autenticidad humana. El poeta Ricardo Yáñez propone el inicio y el fin de una serie de momentos que embisten al Taller, con incluso angustiantes conclusiones, que trascienden el ser y el quehacer 23

de la Poesía. Y se delata en la observación del alma en la poesía, que nos hace personas, para formarnos en el compromiso con la palabra, empezando en la desnudez de cada uno como verdad poética. Es así como el poeta hace en su Taller de Poesía una convulsión del nombre que nos pertenece y nos descubre en un tiempo en que la originalidad poética, como toda manifestación creativa, habita el sentido de la existencia detrás del humano que lo encubre, y que también nos pertenece. Ricardo Ramírez Alfonzo ***** VERSATILIDAD […] formé parte del Taller de Poesía Escénica bajo la dirección de Ricardo Yáñez. Esta etapa fue de: 1988 a1991, período durante el cual realizamos espectáculos interdisciplinarios a partir de los numerosos textos creados en el taller por los participantes: montajes escénicos como Cicatrices, Sin sosiego y En una cajita de oro. La experiencia de Ricardo Yáñez como artista en la poesía y como maestro me fue y ha sido muy valiosa en mi trayectoria como bailarina, maestra de danza y coreógrafa. Esta etapa enriqueció enormemente mis trabajos coreográficos. Como tallerista pude apreciar su generosa entrega y rigurosa capacidad de análisis y crítica, enriquecida por un sentido del humor y una vasta versatilidad para explicar, depurar y dar el 24

mejor cauce al texto. Esto significó para mí una experiencia creativa valiosa. Paloma Martínez Ortega (marzo de 2006) ***** SALIRSE DE LO HABITUAL Fui parte del Seminario y Taller de Poesía 2016 del Centro de las Artes de San Luis Apizaquito, Tlaxcala, con el maestro Ricardo Yáñez. Esta es mi experiencia: Estar en compañía de un gran exponente de la Poesía como lo es el maestro Ricardo Yáñez sin duda fue una de las experiencias más satisfactorias de mi vida, pues en su taller encontré un espacio de cultura y esparcimiento del cual aprendí muchísimo. Literalmente, no sabía casi nada de poesía al entrar, pero su ánimo y dedicación me impulsaron a salir de mi zona de confort y explorar terrenos que me dejaron con un muy buen sabor de boca, haciendo a un lado temores infundados. Sus experiencias y ejercicios fueron sin duda una gran fuente de inspiración para quienes tuvimos la dicha de estar en su taller. Jeber Vásquez Quezada *****

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ENCAMINADOR… A veces somos pájaros en la neblina, y siempre, incluyendo esos “a veces”, hay, aunque no se vea, luz. Para mí esa luz fue el taller de Ricardo Yáñez, o Ricardo mismo en el taller. Tras ese andar medio de barco y la mirada que parece desconfiar del mundo, hay un maestro: generoso hombre que pone lo que sabe, que se pone, pues, a disposición de la enseñanza, ya no de la poesía que es bastante, sino de la vida. Tocó la flauta un día, supongo que apostando a la artimaña del instrumentista de Hamelin para hacer que las ratas le siguiéramos hacia un barranco. Yo le seguí, y tanto, que lo que más recuerdo de su taller fueran las horas extras, donde, fuera del recinto, buscábamos un rincón donde apostarnos con guitarra y cantar. La poesía es, como algún poema que no recuerdo bien de él, redonda, y se muerde la cola y aparece en todos lados. Por eso todavía siento que es mi maestro, que me sigue diciendo cosas de la voz, y de la palabra, y de la canción. Yo al taller fui a deseneblinarme, pero además me dio lecciones de poesía. Mi gurú, le dije algún tiempo en tono de broma, al entender que cada consejo sobre el poema era un consejo sobre, también, estar en el mundo. Estar en los mundos. Encaminó (parafraseo a Ricardo, parafraseando a Lumbreras) mi alma para el entendimiento de mí mismo, y uno que otro poema ha nacido de ello. Y todavía, en cada oportunidad que tengo, alzo la mano para pedir una guitarra y cantar: “emborráchate por mí”. Llegué al taller de Ricardo con la esperanza de escribir un buen poema, y salí de él (además de con un gran amigo) con ganas 26

de cantar la vida, de silbar el mundo, de tocar el destino, y descubrir qué quería el poema que yo, en su nombre, gritara. Julio César Toledo ***** AGUA DE RÍO TRANSPARENTE El Taller Literario con Ricardo Yáñez en Tepic. Ha sido una de las experiencias literarias que me han marcado no como poeta o narrador, pues no me considero como tal, sino como un ser humano al que le gusta expresar lo que piensa, lo que siente y lo que hace en esta época que nos tocó vivir. Sentirme como una gota de agua dulce que corre por el río transparente fue un momento inolvidable, ver y sentir a mis compañeros y compañeras en el remanso de ese río me transportó a la dimensión que existe pero que no se ve a simple vista. Intentar escribir y después soportar la mirada y sonrisas del maestro nunca me atemorizó; al contrario, me dio seguridad, pues yo sabía muy bien lo que cargaba en mi sensatez y forma de pensar. Sin abandonar mi timidez y mi buen humor, disfruté y conocí más las virtudes de la amistad y la memoria en ese grupo de amigas y amigos que unió la convivencia sana y creativa. Por mi prudencia y humildad en mis productos literarios alguien me bautizó como el Rulfo del taller. Me encantó el apodo (imagínense ser el Rulfo del taller), me sentí grande entre los gigantes. Ahora, después de 20 años, me siento igual. Ésa fue la gran enseñanza de Ricardo Yáñez, un 27

señor que canta, llora y escribe. Estoy seguro que él será más grande, con un corazón gigante. Raúl A. Méndez-Lugo ***** A LA SOMBRA DEL HECHIZO Cada clase con Ricardo tiene algo de hechizo, algo de misterioso hacer, que se impregna para toda la vida, que te sorprende cada que lo recuerdas. Tan atinado es. Inesperadamente, te asalta algo de sus talleres. Para mí hay frases que regresan como salvavidas con recurrencia. Una de ellas relativa a cuando se empieza a escribir y de repente te ves enredado en frases elaboradas, metáforas, comparaciones, que lo hacen todo muy confuso y dejan pura inconformidad. Cuando eso pasaba, Ricardo, nos preguntaba “¿Qué es lo que nos quiso decir?” Pero no para explicar el poema, sino lo que queríamos decir en el poema. Y así diciendo la imagen primaria, surgía en sí misma poética, o bien no lo era. De ahí que se conecte con otra lección muy importante. No forcemos al poema a decir, lo que nosotros queremos decir, lo que nosotros creemos, ¿se verá bien, se escucha bien, o es la palabra que tiene que ir? Si no ser escuchas de la necesidad real del poema, que es la sencillez. Por último, al leer el poema no lo teatralicemos, el poema en sí ya tiene el ritmo que necesita; leamos visualizando 28

las imágenes que leemos, respetemos la puntuación. Escuchemos y escuchémonos. Las clases de Ricardo no se quedan en la poesía, porque en realidad aparecen para todo vivir, todo hacer. Por otro lado se necesita valentía para permanecer, pues es directo, y no frenará la crítica franca cuando haya que decirlo. Y tal vez, ese humor, ese ácido, nos haga a muchos continuar y a otros partir. Pero lo que hayamos tomado, un día, un año o más, ya nos dejó, para siempre, algo en el alma y por supuesto, en nuestra escritura. Carmen Velázquez ***** SUMERGIRSE EN EL MISTERIO Porque has contribuido con tu creación, una obra indiscutible, por tus enseñanzas a lo largo y ancho de este país, por dar tu vida al que otras personas se sumerjan en el misterioso mundo de la poesía… Quiero que sepas que estoy concluyendo una tesis doctoral titulada "Influencia de la poesía en la canción". Gracias a tus enseñanzas y motivación decidí hacer esos estudios de maestría y doctorado. Algo que nunca imaginé en mí. Luego entonces, ¿te das cuenta de lo que para mí significas? Helio Huesca ***** 29

RICARDO YÁÑEZ, TALLERISTA Participar en un taller con Ricardo es, para decirlo de una vez y con todas sus letras e implicaciones una experiencia única. Nuestra lengua popular tiene un término que lo dice y lo abarca todo: chingona. Probablemente la mayoría de los que iniciamos un taller asistimos a la primera sesión pensando un poco o ¿o un mucho?, como si asistiéramos a nuestro primer año de instrucción básica: cuaderno y lápiz en la mano, cambiaditos y bañaditos y, faltaba más, peinaditos de relamido. Imaginamos que el espacio del taller será el clásico salón con sus ordenados pupitres y que al fondo, de preferencia sobre la cátedra, estará el profesor, serio como un cactus y con antiparras montadas a propósito sobre la nariz para que no quede duda de quién es el que reparte el saber en ese espacio. ¡Ah! Qué lejos está el taller de Yáñez de todos los estereotipos docentes. En primer lugar el espacio: un corredor, un patio un salón desprovisto de cualquier connotación pedagógica; si hay sillas, bueno y si no, también. Tírense en el suelo, arránense donde puedan, siéntense o tumben su humanidad como puedan o les dé su… gana. No, perdón, en eso de los exabruptos, Ricardo correctísimo como buen guadalajarense, supongo, en año y meses que estuvo en Tepic jamás le escuchamos un chingado y eso en tierra donde las palabrotas se prodigan como el calor y los moscos de San Blas. 30

Lo bueno es cuando vienen las sesiones y los talleristas perplejos y muchos sin alcanzar a entender siquiera lo que allí pasa, pues el trabajo empieza a fluir sin didactismos, sin preceptiva, sin mecanicismos. Aún recuerdo mi paso por la primaria cuando los profesores, buenamente, pues creían que era lo mejor, nos endilgaban sesiones de “mecanizaciones” que, para la mayoría, negados para los números, resultaban verdaderos suplicios. Pues bien, Ricardo empieza por abrir sus compuertas para que la sensibilidad, la suya, empiece a fluir a raudales y así propiciar que los participantes se animen a romper sus miedos y ataduras, a imitación de este chamán, que no se sabe que lo es o, montaña de modestia que también lo es, ni lo presume ni lo oculta y simplemente deja que “sea”. Y así, en ese antro donde se encuentran sensibilidades y emociones, unas tartajeantes y a tropezones, otras un poco más enhiestas y decididas se crea una atmósfera para que la palabra, la emoción y el sentimiento proliferen al conjuro de las expresiones mesuradas pero certeras de Ricardo si lo que se expresa tiene o no algún valor. Y si hay algo que choque con este ambiente de libertad, libre de artificios y formalismos en el que se convoca la poesía, puede salir el dardo ricardiano exquisito, fino pero punzante de: ahora dilo como si no fueras bonita. ¡Cuántas implicaciones hay dentro de este pensamiento! ¡Cuánta enseñanza sin pontificar ni prescribir! Justo se da por el ambiente chamánico, de concentración y recogimiento sobre las sensibilidades 31

expuestas gracias a la sutileza de una manera de propiciar la empatía del taller. Y justo en un atardecer tepicense y en el altillo de la Fundación Nayarit ocurre otro de los tantos encuentros sensibles que propicia el brujo Yáñez: con la voz sideral de María Callas como fondo, dos talleristas tocándose solamente con el índice de su diestra, se guían uno al otro hacia arriba, hacia abajo, se doblan, se tuercen, se arrodillan, se tiran al piso y sin saberlo ninguno de los dos, se propician las subyugantes posibilidades de expresión que cada uno guarda. Pequeño gran templo portátil que Ricardo monta en cualquier espacio para que el rito de la poesía se consume sin importar si se concreta o no en palabras, si se escribe o no. Tal vez concluir en textos sea lo anecdótico, lo temporal y circunstancial; y a quién no le gustaría plasmar lo vivido en textos que, por fuerza deberían resultar al menos excelentes, pero de lo sentido a lo escrito hay un abismo. Así que la vivencia abarcadora se transforma en una bandada de pájaros que quedan aleteando en el ámbito intrapersonal, no como si se tratara de un vuelo errático y doloroso sino como un vuelo permanente que va descubriendo siempre nuevos verdores y frondas. Miguel González Lomelí (agosto de 2016) *****

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APARICIÓN DEL ÁNGEL Fue breve ese taller. Hace como treinta años. No recuerdo si duró una mañana o si fueron tres. En una finca abandonada sobre avenida Alcalde, en Guadalajara. Había matas, dos o tres bancas, artefactos viejos de peltre, alguna jarra donde imagino una flor. Era un tiempo de cuadernos. No había aún tablets ni teléfonos celulares ni nada de eso. Sentados en las bancas te escuchamos. No necesitamos ninguna otra comodidad o sombra: el Ángel hizo su aparición, con tus palabras, tu gran vocación de poeta y de maestro. Nos enseñaste a ver más. Y aquí seguimos. Guadalupe Morfín ***** ABRIR LA PERCEPCIÓN Llegué al taller del maestro Ricardo Yáñez por invitación de la también poeta Carmen Villoro, en el asombrado jardín rostros conocidos y desconocidos, un ambiente agradable. Luego además del jardín la otra sorprendida fui yo, en este taller no leímos nuestros poemas para ser corregidos por el maestro. Descubrimos nuestro entorno, lo cotidiano, abrimos nuestra percepción. No recuerdo cuánto tiempo pasó, creo que a la mayoría no nos importó (horas); terminamos con una serie de ejercicios perceptuales y físicos. Escéptica que soy, hacía el final descubrí algunas lágrimas que traté de ocultar. 33

La segunda vez que tomé el taller, lo convoqué para que los miembros del taller de poesía que coordino en Casa Hugo Gutiérrez Vega, tuvieran la misma experiencia. Otra vez, rostros conocidos y desconocidos, algunos muy jóvenes. Aunque el modo del taller fue similar, mi experiencia fue distinta, aunque el asombro persistió. Descubrí la bellísima voz de una amiga, mi rigidez, miedos, pero sobre todo noté que después de estos ejercicios, algo sucede: es difícil NO volver a ver a los participantes, se vuelven amigos de un modo cercano. […] Me quedo con la pasión con la que habla de la poesía. La sinceridad y simpleza con la que aborda cada tema hace que construyas un puente que no habías contemplado [párrafo acaso sólo atribuido este último, quizá de otra –hasta ahora innominada– persona, quien alude a un taller en Tonalá donde asimismo estuvo Iliana]. Iliana Hernández Arce ***** LA FLAUTA AL HABLA Una vez en que [Ricardo Yáñez] llevaba su flauta transversal, [durante el Taller de Poesía, materia curricular en la Maestría para la Enseñanza de la Literatura de la Universidad de Guadalajara] alguien le pidió que tocara y lo hizo sin más ni más: fue tan espontáneo y natural, que sentí como si siguiera hablando mientras tocaba. 34

Hacía una crítica letal: tocaba cada uno de los puntos sensibles, de los aspectos técnicos, hacía propuestas, desplegaba su conocimiento de la lija y la preceptiva. Tardé mucho en comprender ese comportamiento academicista en un poeta tan transgresor. No fue dulce, pero fue natural: todo en y para él era poesía, y apenas nada llegamos a saber sobre él mismo, ni siquiera sobre lo que escribía, al menos no a través de su taller, pero estábamos seguros de una cosa: para ser poeta hay que leer, hay que escribir, hay que sentir y hay que reconocer todo lo concerniente a la estructura, y eso debe estar adherido a las carnes, estar libre de artificialidad, ser más una rutina palpitante que una postura convencional. Ricardo Yáñez me instó a escribir hace unos meses sobre algo que sinceramente no me inspiraba, pero más por afecto que por obediencia lo hice y su respuesta fue un agradecimiento por darle gusto, pero aconsejó “no poetizar la poesía”. Huelga decir que el consejo fue tajante, como suele ser él… y contundente. No logré reparar satisfactoriamente el texto, pero cada vez que estoy a punto de caer en el abuso, recuerdo estas palabras y me resultan harto útiles. Kyliel García *****

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APRENDER A VOLAR, EMPRENDER EL VUELO Con Ricardo, maestro de maestros, tomé dos talleres en el transcurso de casi un año con sesiones semanales, en mi alma mater, la Casa Abierta al Tiempo. El primero “Introducción a la creación poética” y “el segundo “Modos de lo poético”. El arte hasta ese momento lo había vivido en museos, libros, [la materia] Historia del Arte y la creación de objetos en la Academia, dado mi proceso de formación cómo Diseñador. Era aficionado a crear poemas para mis novias, con el objetivo de seducción o de conquista. De cierta forma tenía un gusto por la poesía, pero era poco letrado. Los talleres con el maestro para mí fueron introducción a la creación artística; en el primero aprendí a volar y en el segundo comencé el vuelo […], a ver el arte en sus diferentes ángulos y perspectivas. Se me abrió esa puerta mental que sólo permitía la entrada del pensamiento formal y racional, permitiendo ahora la entrada del pensamiento del arte, el pensamiento sin barreras, sin límites, el pensamiento de la creación a partir de la nada, y la ampliación de esa puerta al open mind. En una de las sesiones llegó con un proyector y proyectó imágenes, no recuerdo de qué eran exactamente, pero comentó: “¿por qué ver la imágenes de la misma manera, con el proyector fijo?, hay que darles movimiento verlas desde diferentes ángulos”, y comenzó a moverlo proyectando las imágenes en las intersecciones de los muros, en el techo, en nosotros, analizando cómo se veían diferentes… Ese fue un 36

momento clave que cambió mi forma de ver las cosas y creo que también la de mis compañeros. Gabriel Grajales Tam ***** TEXTURA DE INTENSIDADES …fue una fortuna saber que ibas a dar un taller en Playa del Carmen, porque para ese rumbo no van muchos poetas… Me inscribí y espere pacientemente… La experiencia fue fenomenal. Nunca había estado en un taller tan intenso y lleno de posibilidades, donde todos convergen y se enriquecen uno del otro, además de tener la posibilidad de interactuar con diferentes formas de expresión poética… Ha sido el mejor taller al que he asistido. Luis García ***** TRADICIÓN, EXPLORACIÓN… Si me pidieran que describiera con una palabra el taller impartido por Ricardo Yáñez utilizaría el término: descubrir, que es precisamente lo que me han brindado dichos talleres: una diversidad de descubrimientos a través de lecturas, encuentros, diálogo, escuchar música, percibir a los 37

compañeros y tener contacto con ellos. Pero el descubrimiento más decisivo ha sido encontrar una parte de mí misma que hasta ese momento desconocía. El saber de los propios deseos, de las propias necesidades intelectuales, de los sueños que abrigamos, es una parte fundamental del proceso creativo. He asistido a dos talleres coordinados por el poeta Ricardo Yáñez. El primero fue en 2009 y el segundo en 2016. Yáñez no se enfoca a disertar sobre técnicas de escritura, corrientes literarias o a compartir algunos fundamentos del oficio, Yáñez va al fondo, nos lleva –a veces de manera bastante abrupta– a explorar en nuestras motivaciones para dedicarnos al arte, nos cuestiona, nos reta. Una vez zanjado el principio básico del porqué de nuestros quehaceres surgen nuevas preguntas, nuevas encrucijadas que a través del diálogo y la introspección se van resolviendo o no, a veces quedamos con más interrogantes que certezas pero en ello también es aprendizaje de vida. Los talleres de Yáñez no son, no pueden ser, repetitivos o sujetos a un guion o programa porque aun siendo los mismos asistentes, entre cada sesión hemos cambiado, nuestras circunstancias no son las mismas pero también el haber sido discípulos de Yáñez ha cambiado nuestra mirada respecto a nuestro entorno y sobre todo respecto a nosotros mismos. Los talleres del escritor van guiados por la alegría y el placer intelectual; estoy cierta que gracias a ellos he aprendido a descubrir, explorar, reconocer desde dentro de mí misma y 38

poner en duda los principios aprendidos por tradición. Me congratulo por ello. María Teresa Figueroa Damián (julio de 2017) ***** MADURAR LA PALABRA “Quería escribirle desde hace tiempo pero estaba esperando que mis palabras maduraran en el árbol del silencio. Recuerdo que un día dijo ‘mi taller sólo sirve para dos cosas: para que sigan escribiendo o dejen de hacerlo’. He aprendido cosas grandes en la vida. Algunas llegaron solas, como hojarasca que el viento levanta y la suelta justo ahí, donde nos encontramos. Otras que sin querer se buscan aunque no sepamos que existen. De usted aprendí algo muy importante. A contemplar la poesía con humildad. Aún me falta mucho, pero sigo aprendiendo. Creo que esa semana en su taller no fue casualidad”. Eso le escribí, en un correo electrónico, al maestro Ricardo Yáñez con gratitud en febrero de 2006. Ya habían pasado tres años de aquella semana de taller que él ofreció en el marco del primer Cervantino Barroco, en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, en el año de 2003. Y sus palabras seguían haciendo eco, en esa forma, nueva para mí, de sentir la poesía, de encontrarme con ella. Escribo ahora, en 2017, otras palabras para decirle otra vez, gracias por aquel hallazgo del asombro que, en todos estos 39

años, ha sido esa luz guía que vino a esclarecer el recoveco en los caminos. “Aquí no veo poetas, veo destellos, les recomiendo que no publiquen en unos años.” Yo deduje: hay que madurar la palabra, darle su espacio y tiempo a eso que se quiere decir; seguramente fue ese reposo de años lo que me ha dado un poco más de silencios qué descifrar dentro de mí. He publicado poco, trato de escribir, de leer siempre y, sobre todo, de no perder el asombro de las pequeñas y grandes cosas. Fue demasiado fuerte hallarnos de pronto con un tipo que lloraba abrazando un caracol una de las tardes, después de la sesión, junto con el maestro Javier Molina y otros compañeros del taller que llegaron a mi casa en el Callejón del Calvario, para tomar un café. “Nada es casualidad”, decía, a los pocos segundos de haber llegado. Toda la mañana estuvimos hablando de piedras y yo dije algo de un caracol. Al estar en casa, nos contó que en uno de los ejercicios de la sesión, deseaba un caracol para hacerlo sonar en la clase; como no hubo, utilizó una flauta mágica; sí, mágica, pues la mayoría de los asistentes al taller no sabíamos que él además de poeta era músico y actor de teatro. Por lo que todos los ejercicios nos resultaron asombrosos, reveladores durante toda la semana. La fortuna es que para mí aquellos ejercicios siguen siendo reveladores y asombrosos. La experiencia que comparto, resultó muy importante en mi desarrollo literario, camino en el que voy despacio, sin prisas, con la certeza de que el camino es largo, y hay que disfrutar y florecer en las emociones a cada paso, para que la palabra nazca viva. 40

Ahora, desde hace tres años, comparto mi breve recorrido con otros jóvenes en los talleres literarios Balún Canán, de Comitán, y Zapaluta, de La Trinitaria… y en donde nos inviten. En ellos procuro no olvidar aquella humildad, aquel asombro, esa manera de vivir y de sentir la poesía y el arte en general que descubrí aquellos días en el taller del maestro Ricardo; todo ello, al encuentro con otros maestros y amigos compañeros de camino, ha ido encontrando su acomodo. En mi lenguaje está también el arte plástico, y en mis disciplinas he sido afortunado de hallar a grandes maestros, grandes seres humanos que han nutrido de una u otra forma lo que voy creando, la forma en que percibo el mundo, en la quietud y el movimiento. Quería escribirle esto al maestro Ricardo, pero un par de veces se me perdieron los archivos. Recordé que nos decía: “si se pierde es que no era importante, ya escribirán algo más”. Espero que ahora sí llegue a sus manos este breve texto y que reciba, una vez más, mi reconocimiento y gratitud con un abrazo a su poesía, por su forma de entregar el corazón y sus lágrimas, metáforas de asombro, a quienes abrevamos de sus enseñanzas. Arbey Rivera (septiembre de 2017) *****

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DULCES JUEVES Hay un día de la semana que para mí es mágico. Es el día jueves. Espero con gran alegría que llegue. Los demás días me apuro para dejar hechos todos mis deberes y pendientes para llegar a las siete de la noche, hora en que empieza el taller, con el corazón abierto y dispuesto a recibir el gran regalo que se nos da. Un manantial de experiencias, reflexiones, vivencias parecen emanar de Ricardo como luces que iluminan mi manera de ver el mundo. Es un taller que va más allá de crear textos poéticos (que ya es bastante). Es un taller de vida. Un espacio generoso, de quien así se brinda, para guiarnos hacia claros de entre tanta oscuridad. Para mí el taller es en sí mismo una experiencia poética. Dulce María Luna ***** LA MELODÍA DEL POEMA El taller de sensibilización a la creatividad que dirige el maestro Ricardo Yáñez ha sido primordialmente un encuentro con mi ser. He trabajado con la música y la poesía de mis compañeros. Aprendí que para componer es necesario callar y escuchar, dejar que el poema hable su melodía, solamente seguirla atenta, acompasadamente, hasta plasmarla con acordes que inviten a que siga y diga su cantar. María Lorencez 42

***** LO QUE NECESITA SER DICHO El taller ha sido para mí un espacio de recordación creativa. La voz de Ricardo Yáñez es escucha, escucha crítica que construye. El tallerista [-coordinador] es como un analista bien trabajado, que señala no lo que ve mal en el otro, sino lo que considera puede –si ese su deseo— en él ser mejorado. La ética de Ricardo es espaciosa, quiero decir que en el taller se respira una artística generosidad. Ser tallerista [-coordinador] es una vocación, es decir a los otros lo que se considera propicio en la creación, en el acercamiento a la belleza. Me da la sensación de que en Ricardo hay un deseo de dar a ver las formas de hallar y/o desarrollar tal belleza; y de que no ha elegido ese trabajo como modus vivendi, sino como ascenso espiritual para mostrar un camino al habla (no en vano uno de sus libros lleva el título Antes del habla). Un camino en rigor no se enseña: se muestra, se expone, se comparte. En sí misma la experiencia poética tiene su dosis de creación, mas toda creación que se precie de realmente serlo tiene como elemento generador la libertad. Ricardo es generador de libertades, propiciador de la búsqueda interna de cada creador de modo que él o ella den en su interior con su propia respuesta. El niño, leí alguna vez, aprende a estar solo, acompañado. Eso me ha dado durante estos años Ricardo Yáñez: compañía para escribir lo que tengo dentro, para expresar lo que lleva años enterrado, para acrecer mi silencio, en 43

contención, y así encontrar (creo haberlo hecho más, bastante más, de una vez) esa asumida forma de decir lo que no quiero expresar, pero necesita ser dicho. Jeannette L. Clariond ***** EL FANTASMA DEL TALLER …El taller, lo he dicho en talleres, ¿carece de cuerpo? Es un fantasma, un fantasma mejor que los ángeles: aparece cuando se le invoca y convoca, asusta, pero tal aspereza da centro donde antes no, donde todo parece perdido. No tuve padre ni madre […], apenas abuela y hasta [desde] los 12 años tía y tío, primo. La secundaria la pasé […] de noche. Algo así, un poquito más alegre, la prepa. Luego de resistirme a las ingenierías petrolera y eléctrica en el Poli y en la UAM, respectivamente, entré a Letras y me deprimí. Meses antes descubrí que del taller aprendo algo que tiene validez más allá de la literatura. Me salvó de un secuestro, me dio la oportunidad de conocer a Ana y Jonás [compañera, hijo], de escribir este parrafito y espero, sí, que importa lo cursi, que otros muchísimos, un titipuchal. Antonio Riestra *****

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CAMBIO (azaroso) DE VIDA El taller de Ricardo Yáñez me cambió la vida. Me enfocó en algo que yo vibraba como alternativo en mi vida de estudiante de ingeniería en electrónica: escribir. Desde la adolescencia leía cosas que no tenían que ver con la escuela pero no literatura como tal: manuales y libros de no ficción. Por ejemplo, tenía peces y leía todo lo que podía encontrar sobre peces. Luego tuve palomas y lo mismo. Entonces yo era deportista de atletismo. Carreras de medio fondo. Me lesioné y estuve bastante tiempo inmóvil. Me la pasaba viendo televisión, leyendo tomos de enciclopedias que nos prestaba una tía y miraba el techo. En esa convalecencia descubrí un librito de García Lorca y esa noche empecé a escribir. Quizás sabía que eso que estaba leyendo era poesía pero el nombre del género no me hacía sentir nada. Era como con los libros de peces o de palomas: sabía que mis aficiones tenían el nombre de piscicultura y colombofilia pero yo sólo quería saber cosas y leer sobre el tema que me apasionaba. Cuando leí a García Lorca sentí que yo quería escribir de esa forma, que mis palabras lograran hacerme sentir que las cosas y mis emociones eran hermosas, significativas. Un sábado de principios de 1994 andaba por el centro de la ciudad y quería orinar pero no traía para los sanitarios. Se me ocurrió ir a la Casa de la Cultura aunque los sábados, luego recordé, no abrían. Vi la puerta medio abierta y me colé; me detuvo el policía que vigilaba la entrada. Preguntó a dónde iba y dudé, pausa en que traté de pensar una coartada. El policía se respondió solo: Ah, vienes al taller. Ya llegó el maestro. 45

Luego de orinar quise dar un paseo por el edificio antiguo que alguna vez fue convento y luego cárcel. Debía hacer tiempo para que el policía no sospechara que había entrado a otra cosa. En uno de los salones había más de veinte personas, hombres y mujeres. Cuando me asomé, uno preguntó: ¿Vienes al taller? Ricardo está en la oficina; lo mandaron llamar. Llegó Ricardo y dijo que saliéramos al pasillo porque íbamos a hacer un ejercicio. Yo en ese momento me preguntaba qué era eso de taller. Pidió que eligiéramos una palabra que nos gustara. Cada quien dijo su palabra. Yo elegí río. Ricardo indicó que iba a poner música y que durante ese tiempo nosotros íbamos a bailar con nuestra palabra, a murmurarla, a pensarla, a cantarla, en fin, que hiciéramos con nuestra palabra lo que nos diera la gana. Empezó la música y yo veía a unos señores gateando, a unas mujeres bailando, a otros cantando como ópera con su palabra. Me tomé en serio el ejercicio; es decir, como los demás, enloquecí. Estaba divertidísimo y me dije: si esto es un taller, entonces soy tallerista. Cuando terminó el ejercicio, Ricardo dijo que teníamos 10 minutos para escribir lo que habíamos vivido con nuestra palabra. Todos fueron por sus cuadernos y alguien me dio una hoja, me prestaron pluma. Nos pusimos en círculo y fuimos leyendo el texto que habíamos hecho. El coordinador dijo que la palabra nace de todo el cuerpo, y esto me pareció revelador. Luego de la lectura de cada texto Ricardo comentaba, hacía bromas para exagerar el acierto o la falla. Su manera de 46

hacer crítica me pareció durísima pero al mismo tiempo certera y divertida. Daba recomendaciones, soltaba ideas, sugería por dónde iba el sentido del texto. Leyeron como diez compañeros y cuando me tocó a mí pensé que me iba a hacer pedazos. Terminé de leer y el compañero de al lado me dijo que le había gustado lo que escribí. Ricardo me miró, miró a los demás y les dijo: Eso es un poema. Tú eres poeta. ¿Qué vas a hacer con eso? No supe qué decir porque no sabía que lo que escribía desde que leí una noche a García Lorca era poesía. Ricardo estuvo viniendo a Celaya dos años consecutivos. Nos dejamos de ver otro par de años pero luego volví a tener contacto con él y desde entonces he ido a muchos de sus talleres en distintas ciudades. Abandoné la ingeniería para irme a estudiar Literatura a la UNAM (tampoco terminé esta carrera). He publicado varios libros y he obtenido becas y premios. Pero esto no me parece tan importante. El taller de Ricardo me enseñó algo más que escuchar mi vocación creativa, si no –ignoro si sea posible esto– mi vocación vital, espiritual, sagrada… El taller de Ricardo, comencé diciendo, me cambió la vida, y ahora que lo escribo se lo quiero agradecer con estas palabras. Sergio Luna *****

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UN VIEJO QUE OFICIA, UN NIÑO QUE JUEGA Conocí a Ricardo Yáñez a través de Marcial Alejandro. Conozco algunos de sus libros, leo sus publicaciones en La Jornada, tengo algunas ideas para cantar uno de sus textos y sé del prestigio de su ya longevo taller de poesía, al que frecuentan por igual poetas y cancioneros. Participé de su taller por primera vez en el marco del Taller de composición de canciones organizado por Fundación El Faro de la Cultura Querétaro, A.C., en las instalaciones del CECyT 11, Wilfrido Massieu del IPN, el pasado 2 de junio. El taller de Ricardo Yáñez es una experiencia formativa muy intensa. Ricardo ofrece mucha información y mucho conocimiento, a través de lo que yo llamaría la vía emocional. El llanto, la risa y el asombro son estados a los que Ricardo nos lleva nomás conversando, nomás jalando una hebra de nuestros balbuceos poéticos, para invitarnos a cimentar la palabra, el sentido e incluso la vocación. Atesoro algunas frases que, durante las cinco horas que duró la sesión, Ricardo fue soltando como quien regala una sonrisa o una mirada. En su taller, Ricardo se me revela como un poeta que canta, como un cantor que escribe, como un viejo que oficia y como un niño que juega. Rafael Mendoza (julio de 2017) *****

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DE AZCAPOTZALCO A TLATELOLCO Hace algunos años, entre el 2005-2006, con el objetivo de mejorar las letras de mis canciones, tomé un Taller de poesía para músicos y no músicos con el escritor y poeta Ricardo Yáñez, en la Casa de la Cultura de Azcapotzalco, Adquirí allí básicos elementos de versificación, aprendí a apartarme de los lugares comunes, a no desviarme del tema principal escogido y, en resumen, logré más madurez en lo que hace a la letra de la canción; pero también entendí que una canción no necesariamente tiene que ser pura poesía, aunque sí se logra qué mejor, y así mismo que las letras no tienen que ser muy rebuscadas o complicadas, ya que a veces la sencillez logra comunicar más con la gente. Que la interpretación de una canción no siempre requiere una gran voz (potente, con mucha fuerza) para impactar a todo un público: puede ser una voz sencilla –hay cantantes que quieren convencer al momento de la interpretación y otros que sólo liberan su alma y dan a conocer lo que han vivido o por lo que están pasando, llanamente, de manera natural, al interpretar, sin buscar agradar o convencer, sin intenciones de llamar más allá de la cuenta la atención. Posteriormente tomé un Taller de poesía con el mismo maestro, ahora en el Centro Cultural Macario Matus, ubicado en la planta baja del edificio Guanajuato en Tlatelolco por el 2013, ahora con el reto de adentrarme un poco en la poesía misma para tener una idea más clara, para entenderla mejor. Resumí que la música tiene sus propios silencios, así como la poesía su propia musicalidad, ella contenida desde que nace. Mi objetivo de aprender a escribir mis propias canciones se ha ido cumpliendo y enriqueciendo al aplicar los elementos adquiridos en ambos talleres, fundamentales para lo 49

que a futuro quiero lograr en la música; de hecho seguiré tomando estos talleres cada vez que tenga la oportunidad. Recomiendo ampliamente estos maravillosos talleres, que le dan sentido a las letras y a lo que el ser humano quiere comunicar de manera natural, diciendo con poco todo lo mucho que quiere decir. Feliciano Carrasco ***** REITERACIÓN DE LA MAGIA El taller de Ricardo Yáñez causa adicción. El que va una vez, repite. Los encuentros, el espacio en diferentes espacios, se renuevan con la poesía. El taller vive lo que se vive, nos desvela la belleza que Ricardo extrae de cada texto, porque ahí estaba, dice él. En lo personal, 21 años de taller y la misma magia, el mismo encanto de llegar, ir y venir por el camino que retroalimenta mi espíritu. El taller, como simplemente lo llamamos, es el Taller y es grande. Elena Quirós ***** SENCILLEZ Mira hacia adentro. Lo oscuro de su saco y de su piel está frente a nosotros. Sus palabras nos llaman, nos encuentran; pero sus ojos […] dicen sus pasos, sus caminos. Mira hacia adentro, y esa mirada escucha con la humildad que le brilla en las canas de la barba; nos escucha. Cada voz, cada tonada es aire. Y él, y todos, lo llevamos adentro, en un respiro sostenido. 50

Venimos al Taller con nuestras letras; del taller nos vamos con las nuestras y las de él. ¡Qué claridad, Ricardo, hay en sus ojos!, que anochecen en recuerdos y añoranzas; que amanecen en sueños; que transcurren en años, en décadas, y se enfurecen y se desencantan; pero que vuelven a soñar en los siglos: hay alguien que mira cuando escucha y que escucha cuando mira. Ese alguien está ahí, en esas sencillas reuniones de sencillas personas que escriben sencillos poemas. Tres, cuatro, cinco o seis. No importa, unidos ahí para decir; para decirnos. Rosaura Pozos ***** CERCANÍA DE LA POESÍA Tuve oportunidad de asistir al taller de don Ricardo Yáñez en mayo de 2015, en casa de la escritora Carmen Villoro. Además de poder escuchar y aprender del maestro, tuve la fortuna de coincidir con grandes personas y poetas que enriquecieron mucho el taller. A pesar de ser el único que se dedica a la música y no a los textos como tales, aprendí cuestiones que siguen muy presentes en mi obra y en mi vida diaria. El taller fue a nivel muy humano, más enfocado a la poesía que al poema en sí. Los ejercicios propuestos por el maestro iban más dirigidos hacia la sensibilización en torno a la poesía que al ejercicio creativo, nos fue mostrando cómo la poesía está presente en cada palmo de terreno y no es un ente 51

lejano de la vida cotidiana como solemos pensar. Hubo en particular dos cosas que se me quedaron grabadas para toda la vida de aquel taller, que, parafraseando las palabras del maestro, decían más o menos así: “La poesía más perfecta es aquella que no estorba” y “hay que escribir, más que de aquello que sentimos, de lo que sentimos sobre lo que sentimos”. Una experiencia grata, enriquecedora, recomendable. Alan Ortiz ***** PARA ACOMPAÑAR UN RAMILLETE DE RECUERDOS

…por más de dos décadas he cargado, entre mis pertenencias familiares, una especie de álbum/baúl/bodega, una parte significativa de los textos escritos en diferentes momentos del Centro para la Escritura de Creación, en la Universidad de Guadalajara, pretexto para sostener el taller que coordinaste por cerca de cuatro años. Lo iniciaste como Taller de poesía, devino Taller para la escritura de creación y terminó en Taller de las formas sensibles, donde al menos 20 personas (dentro de mi pobre memoria) recorrimos la experimentación desde diferentes disciplinas artísticas (poesía, teatro, cuento, pintura, mímica, música, periodismo y crítica literaria), pero todas para acercarnos a la escritura creativa, propuesta (creo muy original) por ti, porque, lo sé muy bien, has estado configurando, con tu obra de poeta, periodista y, sobre todo, generador de talleres, 52

una filosofía práctica para la escritura de creación desde la lectura de (¿la?) imaginación. Hoy esos cuadernos y hojas sueltas, amarillos por el tiempo, donde están de puño y letra los escritos de todas las personas de taller, siguen vivos, y te los iré mandando en pedazos electrónicos para que seas también poseedor de ese ejercicio que vivimos de manera conjunta, como acercamiento, de mi parte a la escritura, y como enseñanza de tu parte, porque finalmente eres un buen maestro, alguien que enseña bien su arte y descubre, en los otros, ese gran potencial por la escritura. Va pues este ramillete de recuerdos con bitácora en mano, que –seguro estoy– ayudarán a reconfigurar tu obra a través de quienes pasamos por alguno de tus muchos talleres a lo largo y ancho de la República. J. Heriberto Sánchez Parra *****

TALLER PARA LA ESCENA DE CREACIÓN (1990) Suelo subrayar que el azar ha sido siempre mi mejor aliado. Por azar y gracias a él soy lo que soy. Por azar encontré en la danza mi realización corporal. Por y gracias al azar reencontré al hombre que amo. Y por azar también llegué al taller de poesía que dirigía el poeta Ricardo Yáñez allá por los noventas. En las instalaciones del ISSSTE en Guadalajara. 53

Justo en el tiempo justo, cuando a causa de un accidente no me podía mover y mi cuerpo me empujaba a encontrar alternativas expresivas en el campo de la creación. Por ese entonces Paloma Martínez, entrañable amiga y cómplice fiel, jugó un papel importante en mi vida. Ella me insistía en que se podían encontrar estados de danza, generando otros códigos de movimiento más allá de los establecidos por los vocabularios convencionales. Ella me entusiasmo para tallerear con Ricardo Yáñez. El hecho que por azar se manifestara en mi cuerpo el deseo de expresarme a través de ésta unidad misteriosa, resolvió mi vocación por el movimiento. Pero fue a partir de la experiencia directa, y bajo la guía sensible y sabia de Ricardo Yáñez, que se despertaron en mí, otros estados del cuerpo detonados a partir de los pulsos de la palabra poética. Cada martes y jueves nos reuníamos bajo la guía de Ricardo, si mal no recuerdo en ese mismo lugar, Silvia Eugenia Castillero, Heriberto Sánchez Parra, Salvador Encarnación, Víctor Manuel Pazarín, Karla Gómez, Paloma, mi entrañable amigo y maestro Pablo Serna y yo. Allí jugábamos para encontrar la palabra justa y llevarla al cuerpo y del cuerpo a la escena. Fue en el taller que me di cuenta que somos cuerpos, y como cuerpos capaces de generar metáforas. Que venimos al mundo para realizar nuestras corporeidades y que somos (valga la expresión nietzscheana) Metaphor Makers, sólo porque somos cuerpos. A partir de esos días, con los meses, se fueron clarificando los objetivos del taller para la escena de creación, dónde la consigna era “aprender a aprender”. Y fue a partir de mi imposibilidad para moverme o caminar en dos piernas que mi creatividad se exaltó en otra dirección y nació mi amor por las palabras. 54

Tallereábamos y yo hacía mis pininos en la escritura poética. Me enfrentaba a mis limitaciones en este campo, pero me extendía abrevando en la escritura del otro, que era alimento traducible en imágenes kinéticas en el espacio. Y a partir de ejercicios de observación y contemplación simples pero complejos, Ricardo sabiamente nos sensibilizaba y nos llevaba a “aprender a aprender” con retos que finalmente en una primera ocasión se resolvieron en una memorable puesta en escena, en algún frio cubículo de la FIL en el montaje Sin sosiego. Recuerdo las sesiones de taller por las noches escuchando a Ricardo en su muy singular manera de abordar los textos rulfianos y cómo extraía la sustancia de cada palabra, cada gesto, como acción pura, destilando la atmósfera de cada pasaje de Pedro Páramo en cada texto a escenificar. Para mí fue un reto realmente memorable encarnar a la mismísima Susana San Juan. Debo decir que Ricardo hizo un papel como director realmente extraordinario, pues nadie como él podía traducir el alma de la tal Susana y ser la rosa de los vientos en esa aventura, que como dije culminó en una presentación en la FIL de Guadalajara. Con el tiempo escribí algunos textos de mi autoría y algunos de ellos pude llevarlos a la escena, en ese entonces la dinámica del taller estaba llena de efervescencia creativa y todos los participantes, entusiastas poetas, estaban escribiendo textos para llevarlos directamente a la escena a través del cuerpo. Nació así el proyecto de Máscaras y cicatrices. Ahí puse en acción lo que fue realmente mi primer trabajo coreográfico, que se llamó precisamente Cicatrices, y que nació a partir de un texto de mi autoría el cual Ricardo recreó memorablemente después a través de la escritura poética. De alguna manera este primer ensayo de coreografía, marcó las 55

coordenadas que se siguieron desarrollando durante varios años en mi trabajo como creadora. Curiosamente, suelo contar que en un ejercicio del taller para la escena de creación, Ricardo nos pidió que diseñáramos una máscara, y que a su vez la máscara dictara un texto. Recuerdo que hice la máscara burdamente, con la tapa de una caja de zapatos, me puse, eso sí con mucho cuidado, a colorear el paisaje de ese rostro, después la mascarita habló, y recuerdo aún el texto, que decía: Poblada está mi frente de gaviotas La soledad dormita Enterrada yace la raíz Como un río colma mi boca de agua Me pierdo en su bullir El reto era encontrar el cuerpo de la máscara a partir del texto. Nunca estuve satisfecha en estos intentos por lograr encontrar ese cuerpo, era una máscara muy inocente y muy pura, y mis intentos no lo eran. Quedaron pues como ejercicios de taller. Años después encontré entre los triques aquella máscara, el tiempo la había transformado y había algunos surcos en su superficie, pero el paisaje detrás estaba intacto… La miré por largo rato… Me puse a jugar con ella y mágicamente, o por azar, el cuerpo de esa máscara apareció. El paisaje que ocultaba se hizo cuerpo. Lola Lince *****

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LLEVAR ANTE EL MISTERIO En 1992 conocí por fin a quien ya era una leyenda entre los jóvenes escritores jaliscienses: el poeta Ricardo Yáñez. Me habían hablado de los talleres que daba en sitios misteriosos, de acceso imposible. De las cosas milagrosas que ocurrían en su taller y de su extraña habilidad para armonizar el trabajo de creadores disímiles: actrices, cantantes, videoastas, arquitectos, poetas, narradores e incluso los dos escalones más bajos de la creación: titiriteros y comunicólogos. Como yo escribía cómic, tenía un poco de los últimos dos. Lo conocí por azar, en un pasillo de la Feria del Libro de Guadalajara. Fui a saludar a un amigo y éste me presentó al hombre muy serio y amable que estaba a su lado. Por supuesto, le pedí que me permitiera trabajar en su taller. Le conté lo que escribía y lo que aspiraba a saber. Él asintió, se desapareció y algunos meses después me dejó un mensaje con amigos mutuos: abriría un taller en el Roxy y podría ser uno de sus talleristas. Entonces el Roxy era el cascarón de un viejo cine de los treinta, donde tocaban los mejores grupos de rock del país, y a veces, del extranjero, de Caifanes y Café Tacuba a Manú Chao y Radiohead. Trabajar en el enorme y solitario escenario los sábados por la mañana, cuando apenas acababan de barrer y trapear y se encontraba limpio y reluciente, ya era en sí una experiencia intensa. Pero tallerear con Ricardo, así fuera en un autobús de segunda de camino a una pequeña población rural, o en un vagón del metro a hora pico, o en un avión que 57

intenta bajar por la sierra neoleonense siempre es una experiencia excepcional. Porque en buena medida no hay que hablar del misterio, sino llevar a quienes se interesan ante él, no contaré los diversos milagros que presencié en el taller de Ricardo, y que, aunque han tenido muchos nombres, tantos como buenos ejercicios ha logrado cristalizar, se reducen a uno solo: lograr que incluso los más cavernarios, los más tímidos e incluso los más herméticos de sus alumnos salgan de sí mismos y descubran lo fascinante que puede ser el contacto, el manejo y el juego con las palabras. Y lo hondo y lo humano. Y la tradición, como una fuente, en la que todos deberíamos flotar. A mí me ayudó a perder muchos de mis temores y a vislumbrar todo lo que puede caber en una palabra: ya no se diga lo que un poeta como San Juan de la Cruz puede hacer dentro, a los lados y en lo profundo del idioma español. La generosa actitud de Ricardo para sus talleristas, su sabiduría como poeta y su conocimiento de lo que ha sido y puede ser la literatura cambió mi vida de modo radical. A más de 25 años de haber participado en ese taller sigo encontrando a muchos poetas, o narradores, o artistas o periodistas en general que fueron alumnos de Ricardo, y como yo, tienen toda la admiración y el agradecimiento para Ricardo. Y nunca me ha sorprendido que al mencionar su nombre frente a otros grandes escritores, estos sonríen y expresan un enorme elogio a la poesía y a la sensibilidad de Ricardo –mencionaré sólo a dos de estos últimos: a Miguel Ángel Granados Chapa y a Hugo Hiriart. Y cuando encuentro a alguien que a diferenci a de un 58

servidor tiene un modo peculiar y arriesgado y certero de escribir o decir su literatura, no es raro saber que fue alumno de Ricardo: una señal de que Ricardo Yáñez fue tu maestro es que tu sensibilidad se ramificó, enraizó y si acaso no has dejado de trabajar, dio algunos frutos sinceros, en los que se puede encontrar la fe del maestro en el encantamiento y ¿por qué no decirlo? en el poder de la literatura. Ricardo ha enseñado y transformado a muchos de los escritores que están en activo en este país, y a través de ellos a miles de lectores. Eso y muy brevemente en cuanto toca a su labor como tallerista. Pero en cuanto toca a su labor como escritor, debo señalar que la considero aún superior. Cuando lo conocí ya había, por supuesto, leído Ni lo que digo, y había buscado sin suerte algo más. Una de las primeras veces que tomamos un café le dije que lo único que me parecía a la altura de su primer libro era la columna radiante que escribía un autor anónimo en el periódico Siglo 21, y que firmaba como “Francisco Alvear”. Ricardo rió y dijo: “¿De veras? Francisco Alvear soy yo”. Algunos de esos poemas han sido firmados y publicados por Ricardo en Dejar de ser y los libros posteriores: quien los lee invariablemente sabe que está ante los trabajos de un magnífico poeta. Uno de los más sencillos y mejores. Se lo aprende de memoria, lo recita y cita a la menor oportunidad. La de Francisco Alvear fue la primera de las voces de Ricardo que provocó mi devoción a su escritura. De ahí en adelante, no me he perdido una sola, y recibo cada uno de sus libros como prueba de que la literatura, esa fuente de la que surgen todas 59

las voces, es una realidad en manos de un poeta como Ricardo. En cada una de las páginas de Francisco Alvear y ramas que lo acompañan encuentro un trabajo excepcional con el lenguaje, con las palabras e incluso con el silencio que ha y entre las palabras. Por su labor como autor que escribe una gran poesía, a veces por sí mismo, a veces a través de las palabras que ha puesto en manos de sus talleristas, merece […] todos los premios de este país. Martín Solares ***** BÚSQUEDA DE LA CREACIÓN No hablar del tallerista, sí del taller... ¿Cómo? Mil veces prefiero pintar que escribir y mi memoria juega conmigo y hace lo que quiere de mi. En verdad no recuerdo la fecha de esos talleres. Recuerdo en cambio que eran una vez al mes en Carapan Artesanías, de Porfirio Sosa. Un lugar mágico. Un tallerista con la sensibilidad y la creatividad a flor de piel (una disculpa, no pude evitarlo). Y un grupo totalmente heterogéneo y a la vez homogéneo. También recuerdo con frecuencia algunas frases (conceptos, cosas...), tales como: “Todo debe tener un sentido (lo que dices, haces, la ropa que usas...)”. “Eso que dijiste parece de libro de la esquina de Sanborns”. 60

También recuerdo los juegos con las palabras, la danza de Eugenia [Belden] lanzando al aire flores de bugambilia moradas, en fin... La búsqueda de la creación. Liz Gartz ***** LA OTRA ESCUELA “Canta con tu mano derecha, ahora con la izquierda, ahora desde tu ombligo, ahora canta con todo tu cuerpo. Imagina que te encuentras debajo de una jacaranda floreando y que cada nota que tocas es una flor que cae del árbol. Si quieres puedes cerrar los ojos, pero canta como si los tuvieras abiertos y nos observaras a todos. ¿Qué quieres decir con ese poema? Pues mejor pon eso y no lo que escribiste. Ese verso es malo, ese también, ese es bueno, ese es muy bueno. Construyan una máscara y escriban lo que la máscara les dice. Lo importante no es tu voz si no la voz del poema. Edith Piaf, Jacques Brel, las Bachianas brasileiras, Violeta Parra, ¿no quiere poner un disco? Yo quiero mucho a los músicos.” Llegué al taller por Kevin [García], él me llevó. En la sesión de ese día escuché por primera vez a un maestro hablando de lo sagrado, de lo sagrado en serio, del poder de la palabra. A mis diecisiete años, recién llegado de un pueblo de Veracruz a la ciudad de Guadalajara, deseoso de saber y de hacer, ese encuentro fue muy importante y ha sido determinante en mi carrera. Las palabras de Ricardo resuenan en mí como para repetirlas y enseñarle a otros. La otra escuela, 61

la que no está en el aula o el cubículo, la que no cuesta carísima, la que además de enseñarte una técnica para determinado fin te ayuda para la vida, la encontré en el taller. He llevado sus ejercicios a mis alumnos de la prepa, a los del kínder y la primaria, a mis amigos, a mis compañeros músicos y a mi familia. Siempre me han funcionado. Parten del cuerpo, van un poquito más allá y sanan. Ricardo –Ric, como le decimos– ha sido para mí como un abuelo joven, un maestro que es también un compañero de farras, hermano y segundo violín. Gabriel de Dios ***** OPORTUNIDAD DE LA GUÍA Tomar un taller con Ricardo Yáñez representa la oportunidad de ser escuchado con oído crítico y de ser retroalimentado de manera oportuna. La poesía nos ofrece reconocernos y explicar nuestra visión del mundo, pero esto no es suficiente si no somos guiados. Yáñez es un gran profesor. Incluso cuando divaga en la selva de ideas que tiene en la cabeza –si estás alerta– puedes aprender algo. Ricardo, además, aun después de haber culminado el taller, te busca, te pregunta qué hay de nuevo, y no desdeña recurrir a las redes sociales para mantenerse en contacto. Moisés Lozada 62

***** PARA SABER SER, DESAPRENDER Vivir la experiencia del taller, en el taller, es inevitable, uno no escapa. El taller concentra, te concentra, te hace vivir, ser lo que te habita, te hace escudriñar en tus entrañas y soltar la voz, una voz que dice lo que nunca pensaste, lo que desde el fondo nace. Una vez que el taller te toca, no hay vuelta atrás. El taller desde mi vivencia es una cuestión de fe y de entrega, una entrega al taller, una disposición a ser poseído por ese ente que es el taller mismo. Todos desaparecen, desde el tallerista coordinador del taller hasta el tallerista asistente [participante] y aparece el taller, y entonces cualquier lugar se vuelve un universo, un lugar encantado, y basta con dejarse ser, dejarse fluir en el espacio que el taller te brinda. Ya no se trata de escribir sino de escribirse, no de cantar sino de escucharse, no de dibujar sino de dibujarse, de ser parte del encanto. Para mí el taller es un estado alterado de conciencia, un estado en donde la claridad es la única guía. “Ricardo es un chamán”, no en pocas ocasiones he escuchado, frase que en un principio creí exagerada, pero que ahora después de varios años pienso cada vez más como verdad. Ricardo es un evocador del espíritu del taller, está en contacto directo y frecuente con ese ente. No era raro escucharle decir: “¡Ya, el taller acaba de llegar!” Sin uno advertirlo el ambiente empezaba a cambiar, empezaba a hechizarse cada palabra o cada gesto, cada lectura o cada 63

canción, empezaba a superponerse la certeza, la pureza, el taller. ¿Qué se aprende en el taller? No lo sé decir, aún sigo aprendiendo y a veces después de mucho llega eso que debí percibir al momento, mas no hay momento exacto (no tanto la exactitud sino la precisión es importante en el taller); el taller otorga lo que se necesita en el momento justo, cuando te es requerido. Y te cambia la vida o mejor dicho: te pone en la vida –mediante el desaprender lo que sabíamos para venir a saber ser. ¿Pero qué es el taller? Una voz me está llamando desde el centro de mi pecho y en estos versos sospecho que algo en mí me está habitando como un don me va sanando los pesares del ayer como un canto viene a ser o un hechizo de la calma y va desnudando el alma ese don es el taller. Gabriel Reyes *****

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TALLER DE POESÍA Y EXPERIENCIAS POÉTICAS En realidad, he tomado muy pocos talleres de creación literaria, y ello se debe a la desconfianza que me generó el primero que tomé. La tallerista, cuyo nombre no recuerdo, y tal vez sea lo mejor, nos instaba a leer solamente realismo pero, al mismo tiempo, a evitar la lectura de Lev Tolstoi, pues, según ella, hablaba de cosas muy lejanas a nosotros y no íbamos a entender nada. No volví a la siguiente sesión, ni asistí a ningún otro taller por mucho tiempo. Por instancia de algunos amigos fui a otros talleres, y la experiencia fue distinta, más enriquecedora, y descubrí que un taller, bien guiado, bien dirigido, puede ser de mucho provecho para quienes lo toman. A partir de entonces, aunque no me resisto a ir a talleres, sí soy quisquilloso con ellos. Al que impartió Ricardo Yáñez en Pachuca asistí por recomendación indirecta. Ilse Sánchez Quintero, que también lo tomó, me dijo que Jair Cortés recomendaba ampliamente ir a los talleres de Ricardo Yáñez, que era tan justo como descorazonador en sus observaciones. Así que fui. En efecto, Ricardo Yáñez en sus juicios fue riguroso y hasta duro, pero siempre objetivo. Los materiales que llevábamos los leía con atención, las veces que fuera necesario, y con la minuciosidad que un artesano de la palabra dedicaría a sus propios textos: a veces una palabra, un giro de lenguaje, un intercambio de versos o estrofas, una coma, hacía la diferencia y dotaba al poema de una vitalidad nueva y distinta. Otras veces, había más cosas que hacer: “Si usted le cambia esto y esto otro y esto de acá”, le dijo a uno de los talleristas, “tal vez 65

su verso no sea tan malo”. Sin embargo, nunca nos desalentó. Al contrario: Nos instaba a seguir escribiendo, y a atender sus consejos si los encontrábamos útiles, y a desecharlos sin culpa si no. La experiencia del taller, no obstante, no se limitaba al trabajo sobre el papel. También nos hacía ver que la poesía estaba en todas partes: En la música, en los amigos, en las personas que queremos, en la naturaleza, en una sábana hecha con pliegos de papel china y engrudo y, por supuesto, en la cantina […]. Fue un taller singular, fuera de lo que convencionalmente había entendido como un taller, y quizá por eso mismo más provechoso que ellos, porque la experiencia poética no se limita ―ni se limitará nunca, y sería un desperdicio vital que así fuera― a lo que termina pulcramente escrito, corregido y pulido sobre una hoja de papel. Julio Romano ***** DE POETA A NARRADOR Conocí a Ricardo Yáñez en los inicios del siglo, quizá en 2004. Entonces yo era un joven con la intención de escribir poesía. Si bien nunca he asistido de manera formal a un taller de Ricardo, sí he estado en una suerte de tras bastidores. Pues al finalizar su taller nos íbamos a recorrer las calles de 66

Monterrey, entrando a veces en alguna cantina, pero siempre hablando de literatura y la manera de hacerla. No se hablaba de libros sino de referencias, de lecturas para aprender el oficio. Ricardo me formaba más que como escritor, como hombre que escribe. Pues antes de ser escritor se es hombre o mujer. No recuerdo que alguna vez me haya indicado cómo ser escritor, o cuál debería ser el atuendo o la personalidad. Pero sí que me procuraba las bases del trabajo y la disciplina. Y esto no de palabra sino con el ejemplo. Podíamos llegar a las diez de la noche o a las tres de la mañana, pero Ricardo Yáñez a las seis ya estaba escribiendo. Aun cuando tenía su columna de respaldo. Pero no la quiero usar —decía—, porque se darán cuenta de que no trabajé. Como dije, tuve la intención de escribir poesía. Sin embargo, una noche, tras horas de platicar, llegué a la conclusión de que era narrador y no poeta. Es quizá la única terapia a la que me he sometido. Isaac Cisneros ***** UN TALLER ITINERANTE Empezamos a tallerear con Ricardo en la Casa de la Cultura de La Romita, pero pronto nos corrieron porque algún empleado no quería ir a hacer su chamba los sábados. Nos trasladamos entonces a la mera plaza de La Romita. Atendíamos a las 67

palabras de Ricardo y hacíamos los ejercicios que nos señalaba, que con frecuencia requerían de cierto desplazamiento físico entre tres o cuatro teporochos harapientos y malolientes echados en las bancas como si estuvieran muertos. Entre los miembros del taller, estaban el editor Horacio Romero, el escritor y editor David Ruiz, la pianista Tere Landeros, Carolina Velázquez [periodista entonces], que ahora se desempeña como narradora oral, el fotógrafo Enrique Correa, que se incorporó entonces o poco después… No estaba la poeta Marcia Torres, aunque me hubiera gustado que estuviera porque también era amiga de Yáñez y fue mi amor platónico de esos años. Recuerdo la primera sesión en la Casa de la Cultura, un sábado por la mañana: el primer ejercicio se encaminaba a relajarnos un poco, soltar amarras, romper diques y disponernos a crear sin miedos ni barreras que nada más estaban en nuestra cabeza. Para ello, formamos parejas. A mí me tocó el propio Ricardo. Se trataba de situarnos uno delante del otro y mirarnos a los ojos en silencio durante unos minutos, dejando en libertad la imaginación. Yo veía a Ricardo, sus ojos acuosos, y como sabía que era de Guadalajara se me ocurrió pensar que mi amigo y coordinador del taller era miembro de un mariachi, y que sobre su panza sostenía la panza de madera de un enorme guitarrón. Pude ver su traje negro con botonadura de plata, y hasta el sombrerote de pana, ladeado sobre su cabeza. Me eché a reír a carcajadas. Ricardo también se carcajeaba: al mirarme a los ojos, quién sabe qué se estaba imaginando. Seguro que me convirtió, cuando menos, en la cucaracha de Kafka, o por mi estampa flaca y desgarbada de 68

ese tiempo, en Rocinante, que no en don Quijote. Pero habría que preguntarle a él mismo. Luego de los ejercicios sabatinos en La Romita íbamos a la tienda que estaba al cruzar la calle por unas muy necesarias cervezas bien heladas y unos sopes. Y así concluía la sesión, a eso de las dos de la tarde, momento del día en que suele hacer más calor en la Ciudad de México, cuando ya el hambre apretaba. Pronto cambiamos de escenario, y tuvimos algunas sesiones en el departamento que yo rentaba por Insurgentes, casi esquina con Xola; asistían mis paisanos, el poeta Alfredo García y el periodista y actor Cirilo Recio. Luego el taller se trasladó a otros lugares y con otros compañeros. Alguna vez, no se me olvida, fuimos a la fabulosa casa de Alicia Zendejas [entonces mantenedora del Premio X. V., ya fallecida], que se había incorporado al taller. Estuvimos en la terraza. El clima era espléndido: ni frío ni calor. Los ejercicios se sucedieron con felicidad… Recuerdo que Alicia, al ofrecernos amablemente su casa, nos había advertido que ese sábado tendría invitados importantes a comer: nada menos que los jurados del premio Xavier Villaurrutia, de escritores para escritores. Así es que el taller debía concluir a más tardar a la una de la tarde. Y Ricardo estaba entusiasmado; tan entusiasmado, que nos proponía un ejercicio tras otro, hasta que Alicia, muy apurada, le dijo: “Ricardo, hasta aquí por hoy”. Y explicó que debía ir a comprar vinos y otras viandas para la comida en cuestión: “Esos señores no beben cualquier cosa”, agregó. Así es que tuvimos que marcharnos. 69

El de Ricardo nunca fue un taller convencional. No se trataba de que cada quien llevara un cuento o poema con copias para los compañeros, y se leyera en la sesión, de dos o tres horas, para que los demás emitieran su opinión. Se llevaba a cabo a base de ejercicios diversos, algunos muy originales, aparentemente arbitrarios, pero que tenían todos ellos el propósito de estimular nuestra imaginación y despertar y acicatear nuestra capacidad creativa para la narrativa y la poesía, para el teatro, para la música y la fotografía, para el dibujo o la pintura, para la vida cotidiana. En mi caso, estuve tres años en aquel taller itinerante que, por temporadas, dejaba de serlo para establecerse en algún lugar concreto: una casa o departamento, el salón de una academia de baile en la Roma, uno de los salones de la Casa de la Cultura Jesús Reyes Heroles, en Coyoacán, o en la calle de Liverpool esquina con Insurgentes, en la Zona Rosa, en un departamento que estaba dentro de una academia de música. Los integrantes cambiaban de rostro de temporada en temporada, de taller en taller, porque fueron, en rigor, varios talleres, coordinados siempre por Ricardo, que solía dirigirnos sabios consejos, sutiles observaciones y a veces verdaderas disertaciones enriquecidas por sus innumerables lecturas de poesía, lingüística, filosofía, y por su amor por la música, pues no pocas sesiones derivaron en tertulias donde además de vaciar botellas de vino tinto, nos poníamos a cantar con Ricardo a la guitarra, que no al guitarrón, canciones de José Alfredo y de Cuco Sánchez, como aquella que dice que arrieros somos y en el camino andamos y cada quien tendrá su merecido. 70

Una vez, Ricardo me dijo: “Si te hubieras quedado en Saltillo, ya estarías muerto”. Muerto y enterrado, seguramente. O reducido a cenizas y encerrado en una urna, quizá tan itinerante como el propio taller. Pero estoy vivo, lo aseguro, y quiero decirles para concluir este memorioso texto que aquel taller de mis primeros tiempos en la Ciudad de México, y otro donde Ricardo me ayudó a corregir mi primera novela, Alma sin dueño, capítulo a capítulo, párrafo a párrafo, palabra a palabra, han sido determinantes en mi formación como escritor. Armando Alanís ***** EL COMPROMISO Ya me lo habían dicho antes, hace unos años: "Si estás buscando un taller de poesía, busca a Ricardo Yáñez". Eso hice. Ricardo y el taller –juntos o separados– son una buena Quimera, porque te "destruyen" para hacerte mejor en la vida y como poeta (o aprendiz de poeta). Te corrige, te pule, te dice, te explica..., te pone a pensar. El taller y Ricardo Yáñez te hacen sentir nuevamente que la poesía no está perdida, qué sólo hay que encontrarla. ¿Cómo? Escribiendo comprometidos con ella y con nosotros mismos. Arturo García ***** 71

HUMANIZAR LA ACTIVIDAD CIENTÍFICA A pesar de no dedicarme a la poesía, el taller de Ricardo ha sido una grata sorpresa epistemológica para la actividad académica. El taller tiene vida propia y se adapta a cada cuestionamiento que surge, no bajo una relatividad subjetiva sino con relación a un piso firme desde donde se puede –y se debe– reflexionar sobre nuestra relación, en tanto creadores, con nuestra materia de trabajo, con lo que creamos. La investigación social –particularmente desde la obra de Karl Marx– es mi actividad y la aplicación del taller en esta materia me ha brindado una posibilidad de generar nuevas perspectivas y formas claras de comunicación, la importancia de esto reside en que esta actividad es colectiva y de la transmisión de categorías entre los interesados en la materia depende el éxito de las transformaciones sociales. En mi labor académica institucional debo presentar, semestre con semestre, avances de mi investigación; las primeras evaluaciones los comentarios acusaron falta de claridad mientras que la última evaluación – después de meses de trabajo con Ricardo– la discusión pasó a los contenidos, la forma expositiva había zanjado los problemas de comunicación y ahora la escritura se había vuelto mucho más clara y con muchas imágenes asequibles para la comprensión del fenómeno complejo. La investigación transita ahora por nuevas preguntas y nuevas formas para construir categorías. El taller de Ricardo tiene la capacidad de regresarle a la ciencia social su principio constructivo. Esto ha sido de gran importancia para mi formación doctoral, estas 72

herramientas ofrecen la posibilidad de humanizar la actividad científica y con ello la claridad que se puede alcanzar con respecto a nuestro momento histórico. Oscar David Rojas Silva ***** VEHÍCULOS DEL DECIR El taller de Ricardo Yáñez es un espacio raro, es lo que se me ocurre de entrada. Si bien ahí se invoca y evoca la poesía, es a la vez un espacio de encuentro con el otro (que a veces es uno mismo, a veces desconocido y no reconocido y con la otra, la poesía). El taller me recuerda mis sesiones de psicoanálisis y me hace pensar en el trabajo del chamán, pues a veces me parece que Ricardo deja de ser él, deja de ser el hombre común para advenir en chamán, se le desarrolla una gran intuición al trabajar con la poesía de los talleristas y hace que surjan cosas que no imaginábamos. En sus talleres, en el encuentro con la poesía uno se descubre solo y esto me ha enseñado a callar, a que no es el borbotón de palabras lo que importa, sino la brevedad de lo que es justo decir, si es que hay algo por decir; igual aprendí a ser humilde en el sentido de que no es lo que uno quiera decir, sino lo que la poesía manda decir; uno es el vehículo, no el amo de su decir. Las intervenciones de Ricardo por lo general son cargadas de broma y carrilla, [y] algunas veces pueden ser duras y crueles, pero no es la crueldad que busca hacer daño, sino que nos expone a cada uno con lo que callamos, no quisimos o no pudimos decir. La palabra crueldad está 73

relacionada con la palabra crudo, “lo que sangra”, como se sangra en los ritos de paso o iniciáticos y lo más conmovedor es que Ricardo también sufre con nosotros, al igual que nos cobija como esos grandes, sabios y sedientos ahuehuetes. Luis Ariosto Mora Gutiérrez ***** LA ALEGRÍA DE CREAR Quise participar en el taller de Ricardo Yáñez por curiosidad, para poner a prueba […] ideas que mal podrían ser prejuicios. Alentado, ya que mucho tiempo no conocí a un poeta cercano, con su atención hacia el otro antes que hacia sí mismo, regresé a sus escritos. Al reencuentro, entendí la poesía y los ensayos de Yáñez como un diálogo abierto con el exterior, una asimilación interna de un hecho que lo traspasa y exige la sensibilidad de su atención (o la atención de su sensibilidad). Más allá de subjetividades, hubo un beneficio en lo vocacional, y éste está amparado, en el sentido cualitativo, por el cantidad de trabajo que he venido haciendo desde entonces: “no hagamos obras maestras; hagamos obras que no estorben a las grandes obras que conocemos; si algo de maestría se presenta, qué bueno”, dijo Ricardo. Años, horas antes me preguntaba qué podía yo hacer frente a tan grandes obras; por qué creer necesaria mi aportación a esta riqueza; cómo “hacerme tiempo” para escribir sin afectar la economía familiar. Descubrí que la necesidad era propia y nunca ha estado fuera de mí: la naturalidad, la sencilla alegría de crear, 74

fueron respuestas que volvieron a poner bajo una luz hedónica y tranquila al mono gramático y existencial de esta tensión, hasta entonces irresuelta. Permanece la impresión de haber asistido a una especie de fenómeno ritual, mediante el cual sufrí una modificación esencial –respecto al trabajo propio, que es con las imágenes verbales, sonoras y visuales– en los esquemas del sentir y del pensar. Me parece que Ricardo intenta enseñarnos cómo volver a nuestro “lugar de poder”, cómo habitar nuestra sensibilidad y cómo expresarla, puntual y sobriamente. El taller de Ricardo es, a donde quiera que vaya, una choza de confrontación con el espíritu y, en el mejor de los casos, de sanación. Sanación que reclama el retorno de nuestras fuerzas, la armonía o, en general, relación entre éstas y las exteriores (que ya no ajenas, ni herméticas, ni indescifrables del todo). Trabajar con Ricardo es, pues, trabajar con uno mismo. De esta aparente contradicción se desprenden sutiles paradojas, tan a menudo expresadas por él (en sesiones presenciales y textos de inflexión didáctica) de modo aforístico (y humorístico): conocerse para desconocerse, y quizá así sostener un sentido autocrítico; no ser, para ser, y que el poema sea; la conciencia de la corporalidad como una forma de la sensibilidad, y viceversa: nadie abandona lo que no habita. Isaac Ortiz ***** 75

EL TALLER Es inevitable decir sentimiento cuando digo el taller. Y si sentimiento, humanidad. Aquí está para mí la esencia del trabajo, hacernos humanos. Y esto a través de tocar lo que somos humildemente. Sabiéndonos otros. Estar en taller aun solo pero con todos. Estar en taller me significa ser espíritu que se lleva a otros en su más humano ser. En su mejor ser. En su mejor voz y más fino canto. El taller es luz en nuestras oscuridades y es, entonces, un trabajar para aclararse y darse bellamente. Maricruz Aragón ***** EL IMPOSIBLE POSIBLE El taller de Ricardo Yáñez es vitalicio, no se me ocurrió otra palabra para explicarlo. Lo diré de otra manera: una vez que vives el taller lo seguirás viviendo y siempre te sigue dando. Lo que ahí se aprende no tiene caducidad, te acompaña el resto de tu vida, de tu andar el arte, en tu camino. El taller es una especie de libro de cabecera que consultas en cualquier momento o en momentos de pérdida, de extravío de uno mismo; es ancla e introspección de la voz propia y de la sintonía de un todo, del pulso del instante. Ricardo es valiente, es honesto y al trabajar no se anda con rodeos, suele ser muy franco, muy profesional, aunque se 76

tenga a veces una idea estancada de lo que significa ser profesional; su profesionalismo es el de un artista que a través del taller ensancha la visión. El taller de Ricardo, me atrevo a decir, es un mecanismo que desata otros mecanismos de los sentidos y cierta magia del vivir. Es un taller para recordar. Recuerdo cuánto reímos, reímos muchísimo, lloramos; recuerdo rincones, lugares, caminatas, encuentros en distintas ciudades y mucho más. Sin embargo “de eso no hablaremos”. Ricardo es un maestro en toda la extensión de la palabra, me enseñó (nos enseñó) –con el peso que implica enseñar, es decir, con lo pesado de enseñar, que se traduce en estar siempre expuesto. Se expuso a enseñar con generoso amor lo que no se aprende en las escuelas, en los manuales, en los métodos y que puede ser a veces como un diamante en manos de quien no quiere saber. El taller de Ricardo enseña lo inusitado –de pronto te descubres vivo parado donde estás parado–, te muestra el instante mismo de ti, de uno, del tiempo. El taller de Ricardo es el imposible posible. El camino es lo posible; la llegada, quien sabe si sea posible… Lo es, claro, porque el arte es fe que se desplaza. La primera vez que fui a taller con Ricardo fue a principios de los noventas en un lugar que llamábamos “El solar del colibrí”. Llegué muy escéptico y salí convertido. Casi al terminar el taller le pregunté: ¿Qué es lo que hace que un artista sea un gran artista como Clemente Orozco? ¿La destreza? ¿El conocimiento? ¿La técnica? ¿El estudio? ¿La sabiduría? ¿La genética? ¿El virtuosismo? ¿La disciplina? 77

Eran muchas preguntas para un cierre de taller, parecía que no habría una respuesta que me dejara satisfecho. Yáñez tomó un sorbo de vino tinto, se le quebró un poco la voz y contestó: Nada de eso que acabas de decir, cuando el artista se va descubriendo tan pequeño, tan nada ante el universo, es cuando su obra crece. Esa noche salí de ahí a cantar a una Prepa a muchachos que casi eran de mi edad, no les llevaba muchos años; sin embargo yo iba con algo en mí que había aprendido en el taller, con esa magia, por así decirlo. Canté y se hizo un silencio armónico en el público y yo nunca había experimentado tanta atención a mis incipientes canciones. Era que yo estaba atento, es decir: Estaba. Ese fue el inicio de un taller que me enseñó a cantar (entre muchas otras enseñanzas) y a escuchar, a palpar, a mirar, a degustar, a afinar. Yahir Durán (junio de 2016) ***** SINTONIZAR LA ANTENA La primera vez que escuché hablar sobre Ricardo Yáñez, el poeta y tallerista tapatío, fue en el taller de composición de canciones que impartía Amparo Rubín en la Ciudad de México en 1990, la propia Amparo nos hablaba seguido de maravillosas sesiones que alguna vez había tomado con Ricardo, explicándonos muy elocuentemente las dinámicas y 78

recomendándonos al poeta casi como si de un chamán se tratara, nos prometía que lo trataría de localizar para que nos impartiera unas sesiones o por lo menos para que nos visitara. Cuando terminó el taller se hizo un grupo más pequeño que tomaría un año más de sesiones, pero esta vez una semana la daría la maestra Rubín y la otra Ricardo Yáñez; en ese entonces yo vivía en Veracruz y me fue difícil cumplir con todo el curso, estaba muy enfrascado a mis 20 años de edad en mis sueños y canciones, además que el propio azar hizo que para mi mala suerte estuviera cuando mucho en dos sesiones con el maestro Yáñez. En una de ellas presenté una canción que empezaba diciendo que quería “escribir un poema con letras de silencio”, la mayoría de mis compañeros cantautores criticaron duramente el tema diciendo que para pretender escribir un poema con silencio decía muchas cosas y que la letra era demasiado cotidiana para considerarse un poema. Al menos tres o cuatro se extendieron en las críticas al tema, de manera que ya me estaban convenciendo de haber fracasado… Ricardo Yáñez se levantó y dijo: –Él dice que quiere escribir un poema, pero ello no quiere decir que lo haya logrado, y lo que está cantando es una canción en donde expresa ese deseo y su imposibilidad de lograrlo; por lo tanto la canción no es el poema que dice querer escribir, pero al ser también canción y no tan buen poema, puede que de algún modo lo haya logrado. Fue la primera vez que Ricardo Yáñez me volteó la cabeza inesperadamente como suele hacer con su sabia, sensible y amorosa inteligencia. Después nos subimos varios del taller en una Combi rumbo a Puebla, seríamos unos cinco o seis. Mis compañeros 79

ya lo conocían bien y parecían medio manojo de apóstoles alrededor de Jesús. Entre tragos y risas, Ricardo parecía continuar el taller hora tras hora, de manera que el tiempo ni se sentía correr. Así comencé mi amistad con el poeta que toca la flauta y a veces hasta llora y hace que todos lloren entre risas, cantos y bailes, redescubriendo que fueron niños y que antes que artistas o intelectuales del arte son seres sintientes, y que para hacer poesía hay que saber cantar, y que cantar no es cosa que se deba pensar ni tecnificar mucho, sino que es algo sencillo que cuesta mucho precisamente porque es sencillo, y ese mucho es intentar sin esfuerzo desprenderse de todo lo accesorio que la monotonía de la vida como herrumbre u óxido nos va prendiendo a cada paso. Nunca tomé un taller entero con Ricardo, no porque no quisiera, sino por falta de tiempo y por compromisos. Mi vida entre los 20 y los 30 años era un ir y venir de ciudad en ciudad cantando mis canciones sin tregua, por amor y por necesidad; seguido coincidíamos en puertos, pueblos y ciudades en que generoso, como es él, me invitaba a conocer y compartir mis canciones e impresiones con sus alumnos: escritores o aspirantes a serlo, hacedores de rolas, periqueteros*, pintores, actores, aficionados a la literatura, artistas de todo tipo y de todas edades que igual que en la Combi, lo rodeaban por horas escuchando sus sabias observaciones. En esos talleres descubrí cuán importante es bailar, atreverse a decir lo que se siente pero siempre de manera edificante y sencilla… Dibujar, abrir los sentimientos, leer en voz alta y sin rigidez, sintonizar la antena que ya se trae de nacimiento pero que tanto peinarse de raya a un lado y vestirse de solemne atrofia. 80

En una sesión Ricardo decía que la inteligencia solo lo puede ser en el ejercicio del amor. Tras una bella exposición en que mostró además su amplia cultura, algún tallerista argumentó que eso podía no ser verdad, pues muchos personajes de la historia, según él, eran inteligentes y no precisamente amorosos. Ricardo le dijo que nombrara un ejemplo. Sin pensar, el alumno dijo que Adolf Hitler, entonces Él le explicó que a su juicio Hitler era astuto y elucubrador pero nunca inteligente. Esa vez supe que además de cantar, la poesía y enseñanzas de Ricardo Yáñez, abrevan del más sensato humanismo. Cuando cumplí 25 años iba escribiendo en una libreta lo que consideraba mi “poesía”: textos escritos con una pretensión, según yo, más refinada que las canciones que componía, las cuales, en general, recibían muy buenas críticas de la gente y muy en especial de Ricardo; andaba yo tan en mi nube, que irrumpiendo en un salón en que acababa él de dar un taller y rodeado en su escritorio de talleristas que le preguntaban cosas a diestra y siniestra le pedí que revisara en un rato libre, mis poemas y me diera su crítica sin tapujos (muy convencido yo de que tal vez aprobaría mis textos como mis canciones). Muy tranquilo me dijo que sí, pero que en ese momento y ante sus alumnos. No tuve más que acceder y procedió a abrir el cuaderno que conservaba escasas veinticinco hojas de las cien que originalmente tenía. Eran mi versión definitiva y en limpio. Sacó un plumón y leyendo en voz alta empezó a tachar adjetivos y adverbios innecesarios, frases desgastadas y efectistas, versos que recordaban poemas famosos, paja y más paja, recuerdo que en el borde de una 81

página dibujó un pequeño planeta tierra y sobre este un monociclista en su monociclo y me dijo muy serio: “Estos poemas están muy pensados, parece que quisieras hacer creer a la gente que vagas en tu monociclo solito por el mundo y no hay sustancia, sólo vagar solito por el mundo con palabras rimbombantes y retórica”. De las 25 hojas sólo se salvó un par de versos. Me aseguró y explicó por qué en ellos había poesía y en lo tachado no, escribir es quitar no poner, aprendí ese día. No sé qué hubiera sido de mí si no hubiera escrito esos dos versos. A lo largo de los años he convivido en muchas circunstancias con Ricardo Yáñez. Es un honor saberlo mi amigo, musicalicé dos poemas suyos que me encanta cantar y escuchar, pero espero aún hacer más cosas con él. No terminaría de contar anécdotas y recuerdos de los talleres y las convivencias con este Poeta chamán de letras, música y más que nada inquilino promotor de vivir en el presente para bien y para amar, sensible y melancólico pero también firme, severo y meticuloso en la crítica y el consejo. No me queda más que recomendar a las nuevas generaciones que se van abriendo paso, y a las viejas generaciones que pudieran haber perdido la fe en la creación y la humanidad, que se acerquen al calor de la flama que mantiene encendida el maestro poeta Ricardo Yáñez. Mauricio Díaz –––––– *El periquete, invención del ya finado escritor tapatío Arturo Suárez (o Arduro Suaves, como gustaba de firmar), guarda parentesco con la 82

greguería, es un texto breve, por lo regular ingenioso, no pocas veces derivado de otros textos, lo mismo frases hechas que slogans que títulos de libros o poemas, etcétera. Citemos sólo uno de ellos, del propio Suárez, en cuyo torno solían reunirse semanalmente un grupo de autodenominados periqueteros: “Una limusina por el amor de Dios”. Nota de R. Y.

***** UNA ESPECIE DE SED Una especie de sed me llevó al taller de Ricardo Yáñez. A él lo había conocido brevemente a través de amigos de la universidad. Un par de conversaciones me mostraron el valor profundo de su mirada y reflexiones, y complementaron la admiración que ya tenía por sus poemas. Por eso me animé a participar en uno de sus talleres. No quería ser yo ya sólo consumidor –por ávido que fuese– de lecturas, películas, obras de teatro, exposiciones… buscaba participar. De alguna manera. Ser parte de. No sólo respirar. Sin embargo, no me esperaba lo que sucedió: una especie de rearticulación de mi entonces incipiente sensibilidad estética. No me es posible describir el taller. Fueron ejercicios inesperados, momentos excepcionales, y melodías entrecortadas. Un halo ritual. Magia. Arte. Suspiros compartidos. Disposición a experimentar con percepciones e ideaciones. Después, silencio. Atención. Un cambio evidente en mí es que dejé de habitar lo artístico como algo privilegiado, como sustancia superior. Y lo descubrí como accidente, victoria, camino, naturaleza. No fui ya el mismo. Raúl Acosta ***** 83

RESONANCIAS El taller me sigue hablando, sigue resonando en mí. Gran parte del aprendizaje fue a partir de ejercicios sinestésicos, de vivencias, para mí de las mejores formas de aprender porque son las más difíciles de borrar. Los ejercicios individuales y/o grupales son vivencias que abren caminos de investigación y nos incitan a ir más lejos, nos hacen voltear a donde no hemos visto, descubrirnos en nuestros compañeros y descubrir nuestro propio camino al crear. Solo por mencionar algunos temas que abordamos en el taller y que como creadora me han servido mucho: el equilibrio entre palabra y música en la canción, el compromiso del artista con su entorno, el arte como ritual, la importancia de imaginar, el uso de la atención dispersa y la interacción con otras disciplinas artísticas. Propició [el taller] el encuentro con personas que ahora son parte de mi vida y quiero mucho, con las que además comparto el quehacer artístico, como entre otros Kevin García, Yahir Durán, Alma Rocío Jiménez, David Aguilar, Zaría Abreu y Franco Narro. Zindu Cano *****

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NO HAY CANTO SIN OÍDO Conocí a Ricardo en Tepic, Nayarit, en un taller que impartió allá como en el 94. Yo tenía 20 años. Conocerlo ha sido una enseñanza para mí, un descubrimiento, una alegría y de muchos modos una protección a mi vocación de cantante y compositora. Saber que en la distancia física, la de carreteras, cuentas con un maestro que además es amigo y que en medio de la desesperanza de cantar a la nada, sin decirte te dice: No dejes de cantar, te estoy mirando. ¿Qué es el canto sin un oído siquiera? Atender un sentido vibrando, una presencia en la interioridad, o la exterioridad, más allá, más acá, más dentro o más fuera (o en todos estos lugares) de la canción, el aria o las letras de las composiciones es lo que busco desde que conocí a Ricardo Yáñez. Ojalá yo lo vea. Alma Rocío Jiménez ***** DE SENSIBILIDADES Me resulta conmovedor evocar esos días de entrega a la escritura; era llegar dispuestos a sentirnos parte y todo. Jornada completa desde la mañana hasta bien entrada la tarde metidos en las mejores cosas que nos da la vida: amor, dolor, vida y muerte, enunciados en poemas que fueron construyendo un colectivo de inquietudes, revelaciones, vocaciones. No sabría 85

decir qué sería de mí en particular sin la presencia de Ricardo, el buen amigo y maestro a quien siempre agradeceré su pacífica enseñanza. Para mí la poesía abordada desde su forma artesanal viene a ser remedio para afrontar al mundo. Soplo creador mediante el cual desde una pieza de papel se respira la claridad de lo indecible, se invoca la clemencia, se palpa lo distante. La poesía con Yáñez venía a trastocar la apariencia de las cosas, el tiempo dejaba de ser un recorrido de horas para convertirse en ascua; esa brasa que enciende la emoción de armar con versos el andamiaje que resiste al dolor, el abandono, la ausencia y la nostalgia. Me ilusiona volver a transitar los paisajes verbales que despiertan los talleres yañezianos; encontrar mejores rumbos a la espesa modorra sabatina, escuchar cómo repican las campanas cuando brota el poema. Escribir para cambiarle los colores al día, hacer del domingo un sol que se queda encendido en la memoria. Alma Vidal (junio de 2016) ***** En el taller al que asisto los jueves con Ricardo Yáñez, poeta, tallerista, cantor, músico y superviviente de las letras tradicionales mexicanas hay un ente que participa a costas de nuestro mentor; puede ocasionar temblores, fulgores, alguna resonancia horas después de escuchada la cátedra en cuestión. Se vive la sensación de la justicia: hacia las letras, hacia las voces, hacia el tumbo que puede mal dar un verso. Se trabaja y se vive la sensibilidad desde la raíz poética, 86

palabra por palabra se asalta a los sentimientos a veces distraídos de los asistentes. Si habría que ejemplificar la experiencia, podría decir que me he sentido al borde de un ventanal en un quinto piso; sin vidrio, con el viento de frente y con las palabras rozando como gotas escurriendo de la cabeza a los pies, alguna vez refrescando la frente, otras cayendo, diluyéndose en el piso. Es un taller de luz y tormento. Como el rayo, que ilumina y causa estruendo. Luis Enrique Ramos ***** PERMANECER EN EL SILENCIO La nube preñada de palabras viene dócil y sombría, a suspenderse sobre mi cabeza, balanceándose, mugiendo como un animal herido. Octavio Paz

La memoria es traicionera pero no en lo fundamental, no con aquello que nos toca profundo y que nos hace sensibles al entorno. No recuerdo con exactitud el cómo pero sí recuerdo la invitación a formar parte del taller de poesía de Ricardo Yáñez. Fue el último que tomaría de mi recorrido por otros talleres, cortos y precisos. El de Ricardo no tenía fecha de caducidad. Se abría inconmensurable. El gran tallerista. Me sentí privilegiada como me siento ahora al recordar esos días. Tres o cuatro años ininterrumpidos de aprendizaje, 87

de dar y recibir, de mirar cada cosa desde otro lado, de esculpir, de amasar o de dar vuelcos a las palabras, siempre con la mira de no perder la esencia. Ricardo, maestro, amigo querido pero sobre todo poeta. Generoso incansable, puso siempre la emoción a flor de piel para tomarla con las palabras y trabajarla con finura, con el juego, con la inteligencia. A la poesía hay que tomarla con todo lo que somos. Nos confronta, nos horada, nos transforma. La poesía verbaliza el dolor, nos permite mirar trémulos nuestra más profunda piel y en ello puede irse el todo, lo inasible y seguimos a sabiendas de no alcanzarlo. También pretendí abandonarla para seguir otros caminos y supe cuán inútil era, la poesía no te abandona jamás. Sí, horada hondo una vez que te atrapa. En el taller inolvidable de Ricardo y por Ricardo y por la poesía misma, tomé conciencia de que de la poesía no salimos inermes: nos toca y nos tocará siempre en lo que hacemos aunque se trate de hacer un pan. Ricardo, poeta por excelencia, fue el maestro que estimula, que aplaude los pequeños logros, que conoce de emociones porque él las vive, las sufre y las goza por igual. Textos apilados que no encontraban su finalidad, allí encontraron su razón de ser sin importar el qué o para qué. Sí, allí descubrí enormes razones para escribir y seguir escribiendo, sin importar si se encuentra el más allá de un texto. Mi agradecimiento infinito. También encontré el valor del silencio y a permanecer en él. Marcela Sánchez Mota ***** 88

SIN PRINCIPIO NI FINAL Cada vez que tomo un taller con Ricardo doy un paseo en mi jardín de misterios. Esa persona sentada escuchando no soy solamente yo, son mis miedos, mis dudas, mi historia envuelta en tonalidades de memoria, imágenes de neblina y polvo. Soy entonces nubes desbaratadas, partes de una historia desconectada que, poco a poco, al escuchar al maestro, va contándose a sí misma la mentira de la palabra. Y así, escucho y escribo textos que muchas veces no parecen tener otro destino que pasear mis misterios, sin darlos a conocer del todo porque sólo buscan confortarme. Y acabo exhausta, porque me siento empujada, descubierta, esclavizada y, a la vez, liberada. Pude hacerme espacio con la palabra. Y regreso otra vez a mi jardín, exploro todos los sucesos percibidos: esa vida rancia que emana de la ardiente tarde o el color que el aire esparcía a lo largo de mis dudas. Todo ello sucede cuando escarbo mis hendiduras y dejo ir entre el viento y la pluma ese papel blanco. A veces he dejado de pasear con el único propósito de dispararle a la palabra, de mirar y callar. Y esperar. El tiempo pasa y no encuentro remedio, acudo a otro taller y me enfilo a pie rumbo al absurdo, rumbo a perderme de nuevo. Para volver a encontrarme. Y al terminar, no ceso de preguntarme si estoy en el final o en el principio de mi sin sentido. Y me quedo así: ¿por qué el final y no el principio? Y todo comienza otra vez, cuando el camino de regreso al jardín se alarga. Lourdes Bello ***** 89

ESA SENSACIÓN DE PRESENTE… Mi relato es corto, como lo fue también el tiempo que asistí a los talleres de poesía de la colonia Portales en la Ciudad de México. Podría extenderme y contar mis caminatas hasta el taller, las paradas por los tamales y las cervezas, etcétera. Pero para mí, lo más importante fue esa sensación de presente que muy pocas veces consigo. Dicen que las vivencias no las retenemos tanto porque son cuestiones ordinarias sin mucho eco en nuestro ser, y que las experiencias penetran de manera diferente y nos tocan para el resto de la vida. Para mí, los talleres fueron de las experiencias más sustanciosas. Me cuesta procesar el instante. Muchas veces no doy cuenta real de lo que sucede porque mi mente viaja a muchas partes y se dispersa. Es mi eterna lucha poder vivir el presente con todos los sentidos. Sin embargo cuando asistía a ese taller, sucedía algo. Sólo con el tiempo asimilé el verdadero valor de esos encuentros. Llevábamos escritos canciones y poesías que Ricardo (acomodando de manera mágica) terminaba por hacerles tener algún sentido. Para mí, era como una especie de mago que dibujaba golondrinas. Yo sabía que nos iba a destruir, a romper, a sacarnos del lugar. La verdad es que lo hacía con mucha facilidad y al principio me parecía algo despiadado de su parte. Después, me empezó a divertir y no me daba vergüenza llevarle mis escritos. Por el contrario. Me intrigaba 90

mucho lo que podía suceder y adónde irían a llegar nuestras expresiones. Llevábamos algunos nudos de palabras que se desovillaban y tejían algo. Cuando tocaba leer Ricardo escuchaba con atención y volvíamos a leer y entonces nos hacía tachar palabras. Recuerdo mucho eso. Cuanto menos ruido mejor. Ésta está de sobra, decía, y ésta para qué, ¿qué quisiste decir? Y mandaba a volar palabras y se empeñaba con los adjetivos. A veces sugería eliminar frases enteras. Yo no sé si eso era bueno o malo, ¿y qué es eso de bueno y malo? Las cosas se aclaraban. Las imágenes en mi mente se volvían más nítidas y presentes. Entonces estaba ahí. Rodeada de poesía, música y amigos. Fernanda Martínez ***** APRENDER Y DIVERTIRSE En los talleres de Ricardo Yáñez te diviertes y aprendes. Y más si, luego de la retroalimentación al texto mal redactado, el ego del autor se hace chiquito y descubre que para reinflarlo un poco es mejor estudiar. Como sucedió en un taller que organizamos un pequeño grupo de reporteros allá por, quizá, 1987. Seríamos unos seis o siete los que, interesados en mejorar nuestra redacción, le pedimos a Ricardo que impartiera el taller. Buen poeta, corrector de un periódico de la ahora Ciudad de México, conocedor de las tripas del castellano, 91

amigo de varios periodistas, con fama de buen tallerista, nos pusimos en sus manos, su pluma y su lengua. Con la solicitada bendición en secreto, eso sí, de algún santo milagroso, para que no nos fuera tan mal. El acuerdo fue buscar un espacio, que hallamos en un salón del Club de Industriales de Guadalajara. También, que cada quien llevara una nota ya publicada para sobre ella trabajar. Uso el verbo trabajar, aunque en realidad quedaría mejor tal vez destazar, rehacer, enmendar, destrozar, corregir o algunos otros similares y conexos de la República Mexicana. Nuestra fallida presuposición, de la que ingenuamente partimos, era que si el texto ya estaba impreso en uno de los periódicos locales, de seguro se hallaba más o menos presentable, tirándole sobre todo al más y descartando el menos. Suponerlo fue un error. Apenas revisamos el primer texto, acabó tachoneado. Ni un renglón se salvó. Masacre total. Todos desfilamos y todos fuimos fusilados. Faltaban o sobraban comas o puntos y comas, la sintaxis estaba descarrilada, no sabíamos qué hacían ahí los gerundios y la información le daba vergüenza a la veracidad, por confesar algunos pecadillos. Ricardo se reía a carcajadas de los errores. La ironía, uno de sus fuertes, brotaba de sus dientes entre finas burlas, carrillas abiertas y puntillosos comentarios de los ahí presentes transmitidos a cada uno de los autores que, en ese momento lo confirmé, éramos aprendices de redactores. Lo que asegurábamos era una nota informativa, revisada con lentes críticos yañezianos acababa por ser lanzada a estribor, directo al océano y sin chaleco salvavidas. ¡Uf! Aprendimos con cada comentario que no sabíamos que 92

no sabíamos, y tras los señalamientos nos dábamos cuenta que al menos ya sabíamos que no sabíamos. Nos reímos con estruendo de más de alguna estupidez escrita. Me percaté que yo era un artesano de la gramática, que ni siquiera la masticaba y mucho menos la digería. De cada sesión casi casi había que ir al terapeuta para sanar el ego arañado por las críticas certeras que arrollaban nuestra imperfecta y manchada ansia de redactar con perfección; para luego, al salir del consultorio, buscar un buen diccionario y rescatar las reglas de la gramática. Bueno, nunca recurrimos a un terapeuta especializado en periodistas mal redactadores, pero abogo por que existan. Después, en la sala de redacción (en ese entonces sí íbamos los reporteros a dichos espacios), redactar un texto periodístico se convirtió en un proceso más pensado, con mayor detenimiento para revisar si, en mi caso, no plasmaba un error, un galimatías o alguna tontería. O sea, sopesar cada palabra, verificar si la ortografía era precisa y si la entrada de la nota informaba realmente lo que deseaba informar. Para un periodista, redactar bien es un compromiso profesional, individual, y una señal de respeto a la inteligencia de los lectores. Redactar bien es apenas el primer escalón de una larga escalera que no se puede subir, ni aún con el instructivo de Julio Cortázar. El amor por el lenguaje debe necesariamente pasar por miles de lecturas y muchos talleres. Me refiero a redactar muy bien y ultrarrápido, como exigen ahora los tiempos del periodismo digital y del periodismo en tiempo real. Y si los talleres los dirige Ricardo, mejor. Con café al lado, una cerveza negra, sabrosa botanita, divertidas ocurrencias y amigos 93

dispuestos a someterse a la carrilla caza gazapos, basta. Gracias, Ricardo. Sergio René de Dios Corona ***** LAS PALABRAS DEL MIMO La singularidad de asistir a un taller de Ricardo Yáñez no es fácil de explicar, y menos cuando el maestro tiene la costumbre de reunir en una clase a las más diversas personalidades, provenientes de distintas disciplinas –personas generalmente talentosas y con inquietud por perfeccionar su lenguaje creativo. Algunas de apariencia tan formal que parecieran ejecutivos de alguna institución bancaria, señoras que pueden ser tan comunes como amas de casa, y otros, extraños e intrigantes, que parecen surgidos de alguna frontera del infierno… Todos con ideas visionarias e inquietudes por la poesía y la palabra. Mi experiencia fue hace poco más de veinticinco años, al participar en aquel taller de poesía cuyo tema fue San Juan de la Cruz, poeta místico (desconocía hasta ese momento al santo español, de nombre secular Juan de Yépez Álvarez, la tragedia de su existencia y su terror ante la amenaza de ser llevado a tierras recién descubiertas y habitadas por hordas salvajes). 94

No encontré sencillo el integrarme a un taller con verdaderos poetas, maestros de filosofía, una famosa dramaturga, yo, un actor, entonces novel, que no recurre a la palabra para expresarse en escena. Creí que sería una estancia aburridísima, con poetas de desplantes evocativos, perfumados y de anquilosadas formas, mas descubrí que mi perspectiva estaba completamente equivocada. Gradualmente comenzaron las imágenes, la musicalidad, el tradicional canto de Ricardo y sus instrumentos, una que otra percusión; vinieron las tareas, la presentación de trabajos escénicos… Los demás participantes ya tenían experiencia y eran veteranos en los estados lúdicos a los que día a día nos llevaba Ricardo. Todo fue cuestión de tiempo y reflexión sobre lo vivido en el taller para poder aplicarlo en un futuro. ¿Resultados? Los veo en el presente, en la observación de las cosas, con mis propios alumnos, en el ritmo, la cadencia en la ejecución de ejercicios que desarrollo cotidianamente en mis talleres. Me he preguntado: de no ser aquel tema de San Juan de la Cruz, ¿qué otro tema abordaría Ricardo Yáñez? Creo que cualquiera nos cautivaría, nos llevaría a la evocación, al desamor, a la desolación, la incertidumbre, la esperanza, la noche oscura. Alberto Stanley (octubre del 2017) *****

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UN ABRIRSE A LA VIDA Va a sonar raro, pero ya va siendo hora de que lo diga en público, e incluso por escrito: Ricardo Yáñez es mi mamá literario. Y digo mamá, es decir madre y no padre, porque con él y su taller fueron trabajadas (o quizás más bien debiera decir estimuladas) cualidades que en general se reconocen como femeninas, o por lo menos herencia de mamá: la sensibilidad, la confianza, la apertura al otro y a lo otro, a las emociones, a la creatividad, pero quizás dicho de manera más sucinta y mejor: al Misterio. Dicho regalo maternal puedo resumirlo en cinco palabras: un abrirse a la vida. Pero a la vida más viva de veras, no al simple ejercicio de las ordinarias funciones fisiológicas. Respirar, moverse, emitir sonidos guturales y aparentemente sin sentido podían convertirse en el taller en rituales, o más bien dicho, en actos de comunión con esa Vida más viva. Y donde parecía reinar el caos y el sinsentido, conforme adentrábamos en los ejercicios era descorrido el velo, y aparecía reinante la armonía. Y para enfatizarlo asomaba entonces un colibrí en el solar, o en nuestras bocas las palabras que antes no sabíamos que seríamos capaces de pronunciar, o ni siquiera de pensar. En muchas ocasiones, es literal que en el taller aprendimos a hablar. Era como jugar con mamá, en un ambiente protegido y amoroso. Un jardín de la infancia donde sin darnos cuenta nuestro niño interior era cultivado, y con él afloraba, por decirlo de una manera, sin importar nuestro oficio en el mundo (periodista, ingeniero, cantautor, panadero) nuestra alma artista. Dicho con palabras aparentemente sosas pero ciertas: aprendimos a amar, es decir a confiar. Aprendimos a percibir que sobre todo somos muy amados por esta Vida, cuando nos 96

sensibilizamos, es decir, cuando abrimos nuestros sentidos, los conocidos y los todavía por conocer, a su Misterio. Así pues, para resumir todavía más mi experiencia del taller, de las cinco palabras antes dichas, me quedaría entonces con una sola, precisamente muy maternal y quizás sobre todo muy femenina: abrirse. Internarse en el taller era –es– sobre todo un abrirse. Lo demás era, ya bien abiertos nuestros sentidos, casi me atrevería a decir obra y regalo del taller mismo. A partir del taller aprendí, por ejemplo, que escribir es ante todo escuchar. Escucharse. Dicho en preciosas (por verdaderas) palabras de Ricardo: “Una persona de vocación es aquella que ha logrado establecer una óptima comunicación consigo misma; ha prestado su más claro oído a su más clara voz”. En muchos sentidos el taller ha sido –es– un taller vocacional, un taller para aclarar el más claro de nuestros oídos, y la más clara de nuestras voces. Con todo esto no quiero decir que cualidades por así decirlo más paternales o supuestamente masculinas, como la razón, la voluntad, el rigor (palabra muy cara para Ricardo), o la disciplina, fueran ajenas al taller. Además, no es aquí donde voy a hablar de mi padre literario, que también lo tuve, más o menos en la misma época, a mediados de los años noventa, metido en una selva, viviendo frente a una isla. Al menos para mí el taller ha trascendido el tiempo, y muy bien podría decir que es y ha sido, cuando estoy dispuesto (es decir abierto): omnipresente. El taller ha tejido su tela de araña sin que sepa a ciencia cierta su alcance, principio ni fin. Quizás ya había ingresado en él incluso antes de conocer a Ricardo. O quizás fue el taller, con sus hilos infinitos, el que me llevó a conocerlo. 97

Al menos yo no recuerdo con exactitud la primera ocasión que entré al aula sin aulas del taller. Pero sí recuerdo que cuando me encontré ahí, es como si siempre hubiera estado arropado por su manto (ese “lugar de la fluidez”). Esa primera vez ha de haber sido en el viejo edificio del tapatío ex cine Roxy, a invitación de Martín (Solares), y gracias a la generosa apertura de Ricardo. Ha de haber sido al son de las teclas de un viejo piano, o “la fuente de la voz” de nuestras gargantas, en alguno de los espacios del cine desvencijado. Desvencijado dije, pero no es exacto, porque el taller y su tela de araña lo revestía todo de nuevo en el edificio viejo, y no sólo ahí, también afuera. Para mí las reverberaciones del taller se han alargado más allá del tiempo y del espacio, como ya dije. Su encantamiento es –porque para mí el Taller sigue siendo– extramuros. En esos años noventa, varios amigos y amigas tuvimos el privilegio de compartir con Ricardo (y en lo personal con parte de su biblioteca tapatía) la llamada por él “Casa del Bambú”, en una esquina de la calle Justo Sierra, en la colonia Americana de Guadalajara. La convivencia diaria, como en el taller, se volvía extraordinaria. Y así el taller terminó por enraizar en mi vida, y no me cabe duda que en mi caso sus raíces, como las de aquel bambú que deben pervivir debajo de aquella banqueta, se han extendido hasta el día de hoy. El tao de la música (Carlos D. Fregtman), La metáfora y lo sagrado (H. A. Murena), El libro del té (Okakura Kakuzo), son algunos de los libros de la biblioteca de Ricardo que en ese tiempo fueron y siguen siendo para mí prolongación de su taller. Las mejores películas del Roxy no las vi nunca proyectadas en su pantalla, más bien las viví (y las sigo viviendo) ahora sí que en cuerpo y alma, cada vez que el 98

Misterio sigue manifestándose, o más bien, cada vez que tengo el regalo de sensibilizarme a su presencia y toque. Pues si una característica tiene el taller y su tejer es ésta: llega (y llaga) profundo en el cuerpo (incluida alma, por supuesto), y saca luz de pozos donde no sabíamos que la hubiera. Pero el taller no sólo es profundización, sino también ensanchamiento: el reconocimiento del propio cuerpo no sólo en uno mismo, sino en los otros y en lo otro. La experiencia y el asombro de sabernos, sentirnos y reconocernos abrazados, entrelazados, por el manto o tejido de algo que está vivo más allá, pero también más dentro de nosotros mismos. Un cuerpo amplificado. Sin duda un espacio encantado, el lugar de la fluidez donde mejor no sólo fluimos, sino, sobre todo (y hablo en primera persona del singular, pero de manera muy especial también del plural): somos. Alejandro Morales (Colima, Guadalajara, Valle de Bravo) ***** AL CENTRO DE UNA ÓRBITA ENTRAÑABLE De un tiempo para acá, en el mundo de los cantautores mexicanos, la lírica entrañable se ha manifestado con una constancia agradecible. Esto, que debiera ser un estado natural en la canción, es decir la buena y entrañable lírica, más bien ha sido una práctica muy mal querida. Nunca he logrado entender cómo es que esa primitiva y ancestral labor artesanal de tallar un buen verbo para cantarlo, haya sido menospreciada y dejada tan a la deriva entre quienes se dedican a la canción. Por eso, 99

cuando uno escucha a músicos como David Aguilar, Zindu Cano, Mauricio Díaz, Kevin García, Franco Narro, Yahir Durán, Alma Rocío Jiménez, para mencionar sólo a unos cuantos, comprende de inmediato la dimensión que alcanza la canción cuando toda esa plenitud que confabula a las letras con la música surca altísimos vuelos. En el centro de esta órbita hay un motivo: los talleres del poeta Ricardo Yáñez. Raúl Silva ***** UN CREADOR DE CREADORES En una entrevista que me hizo el narrador Jesús de León para su libro Diálogos con nos/otros (Icocult, Saltillo, 1996, p. 120), ante la pregunta "¿Qué es un taller de literatura?", contesté lo siguiente: "Esencialmente un taller de literatura debe servir para ayudar a la gente, tenga o no tenga inquietudes literarias, a llevar una relación más abierta y sana con su sensibilidad y su imaginación. Si a partir de ahí alguno de los asistentes decide desarrollar una carrera literaria, o en cualquier otro arte, eso ya no es asunto del coordinador del taller. La función del coordinador termina allí. "En cierta ocasión Ricardo Yáñez, poeta y uno de los mejores coordinadores de taller que conozco, me dijo que muchos de sus alumnos habían aprovechado los ejercicios y las disciplinas que él les aplicó para cosas tan diversas como 100

componer música, dormir mejor, respirar, pintar y hasta hacer el amor. ¿Por qué? Porque la experiencia de la creación es una experiencia integral que se siente con todo el cuerpo, que se experimenta con todos los sentidos y que, fatalmente, termina cambiándote la vida. "Reducirlo todo al mero hecho intelectual de la escritura es empobrecerlo. Entonces no podemos hablar de un taller de creación, sino de meras lecciones de redacción y sintaxis, que es en lo que se quedan numerosos pseudotalleres. Incluso hay personas que, creyendo tener vocación literaria, han pasado por talleres como el de Ricardo o el mío y han sido enfrentados, de manera cruda y directa, con lo que de verdad son su sensibilidad y su imaginación y, estupefactos, han renunciado a toda experiencia creativa, por lo menos en lo que a literatura se refiere. En mis talleres, por esa causa, son más los que se van que los que se quedan." Actualmente, debo añadir que ya no creo en los talleres literarios, pero me alegra que Ricardo siga creyendo en ellos – aunque, en su caso particular, opino que deberíamos ver sus dinámicas de taller como parte de su obra de creación. En tal sentido, puedo afirmar que Ricardo Yáñez no sólo es un creador de poemas, también es un creador de poetas: un creador de creadores. Sergio Cordero *****

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RETIRAR LA MORDAZA Ricardo Yáñez tiene, me parece a mí, la rara cualidad de la discreción en su enseñanza. Sus observaciones o sugerencias sobre un texto tienen un doble efecto: por un lado aclaran el sentido que el autor tuvo en mente; y por otro, con mágica sencillez estimula la creatividad. Con suavidad y sin que nos entere cómo, retira la mordaza, a veces de prejuicios, que impide al autor en ciernes la cabal expresión de ideas y sentimientos. Eduardo Thomas *****

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EPÍLOGO Ricardo Yáñez: un Sócrates tallereando por México Una de las figuras arquetípicas a la que se apela en las anécdotas, experiencias y reflexiones relatadas en este libro para evocar el ejercicio tallerístico de Ricardo Yáñez, es la del “chamán”. Quizá. Pero querría, más bien, pivotear estas cavilaciones en otra figura, también remota y legendaria y que quizá arroje mayor luz sobre lo que parece acontecer en el taller: Sócrates. ¿En qué sentido? Sócrates representa la figura de la razón frente al peso de las costumbres, de la autonomía y del cuidado de sí frente a las reglamentaciones externas. Pero lo que deseo destacar no es tanto este cultivo al gnóthi seautón sino lo siguiente: era en el ágora — como núcleo político de la polis— donde las enseñanzas de viejo Sócrates adquieren todo su sentido. El ágora era ese espacio político, social, emocional y cultural que mantenía articulado el tejido de la polis. De alguna manera, ágora y polis, sin identificarse, se mezclaban. El lugar de ágora donde oficiaba el viejo Sócrates, es ahora ocupado por el taller, oficiado por otro sabio de la creación y sensibilización: Yáñez. Ágora/polis y taller no son espacios vitales tan diferentes o distantes, como se podría pensar. Por supuesto, para comprender esa relación debemos salirnos de dos reducciones: la de la polis como ciudad para el intercambio de cosas y personas y la del taller como un espacio para aprender y ejercer ciertas habilidades y destrezas especializantes. De la misma manera como pasaba en el ágora, el taller en manos de Yáñez se instituye en un radical espacio que reconstituye experiencias, sensibilidades, vocaciones y visiones del mundo. Esta amplitud en la función estética y política del taller, podría aclarar lo que acontece en él. Un elemento recurrente en las experiencias relatadas en el libro, es que el taller les supuso a los asistentes un cambio significativo en su vida. No se relata tanto el aprendizaje de procedimientos poéticos (que los hay), sino que se 103

destaca algo que quiero enfatizar porque ataña a la vitalidad misma de la sociedad y el mundo que habitamos: “descubrimos nuestro entorno, lo cotidiano, abrimos nuestra percepción”, “encontrar una parte de mí misma que hasta ese momento desconocía”, “un manantial de experiencias, reflexiones, vivencias”, “un encuentro con mi ser”, “te hace vivir, ser lo que te habita”… estas y otras descripciones sitúan el taller en un estrato que sobrepasa su embridamiento a conocimientos y procedimientos especiales, paro situarlo como modelador de la vida, de las sensibilidades, de los cuerpos, de los gestos y como dispositivo (o como reza el título, diapositivas) para reconstituir eso que hay en día se denomina las subjetividades. Esto explicaría cuando menos tres aspectos. La amplitud de intereses y las disciplinas de los asistentes: poetas, dramaturgos, músicos, periodistas, bailarines, mimos, etc. Para decirlo de otra manera: justamente porque no se accede al taller para adquirir meramente conocimiento técnicos y procedimientos especializantes, sino para abrir los sentidos, las sensibilidades, las experiencias al mundo y a los otros, es que se hace posible esa diversidad; quiero decir, porque se explora la potencia creativa, abierta y flexible del ser humano; y es esta condición singular y universal, la que se experimenta en los talleres de Yáñez. También explicaría porque para el poeta/cantor “el taller no es por escrito”, pues la escritura inmoviliza lo que de suyo es movimiento: cuerpos, voces, sensibilidades y emociones; es decir, la vida misma. Entonces, dos palabras, creo, tensarían la vocación de Yánez: taller y canto; canto y taller porque el canto es cuando se canta y el taller cuando se experimenta: el taller es vida creando vida. Por último, explicaría porque Yánez cuando canta o lee poemas llora. Ese hehco ha parecido extraño; por supuesto, esa extrañeza tiene que ver con nuestra cultura patriarcal, rígida y adusta que sospecha del llanto del hombre, pero su llanto se explica justamente por esa carga emocional, sensible, creativa, explorativa y cutánea que opera 104

como una contracción volcánica por años de talleres y sobrecargas experienciales. Por ello, quizá habría que decir que su llanto también es sonrisa y carcajada; se llora de dolor y se llora de alegría; nuevamente: como la vida misma. En un país como México, atravesado por la inseguridad, la impunidad y la corrupción, con más de 230 mil asesinatos por la “guerra contra el narco” desde el “Calderonato”, con más de 34 mil desaparecidos y en promedio siete feminicidios por día, no se puede no imaginar lo que un taller como el de Yáñez podría ayudar en la regeneración del tejido social, la revitalización de la experiencia y las sensibilidades. Y es esta potencia expresada en la radical trasformación de los asistentes al taller, lo que permite hacer el trazado entre el ágora y el taller y por lo que se vuelve radicalmente política su propuesta. Y decir política no es asumir el régimen de la partidocracia y la política como acceso al poder; decir política es imaginar la posibilidad de otras subjetividades tamizadas por la espontaneidad, la creación, el asombro, el diálogo, el reconociendo del otro, la finitud, la fragilidad, la introducción del misterio, la posibilidad de la sonrisa y el llanto y sus efectos en el encuentro con otredades y mismidades.

ENRIQUE G. GALLEGOS Ciudad de México, mayo 2018.

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Pase de diapositivas / Testimonios de un taller, Consta con un tiraje de 50 ejemplares numerados y firmados por su compilador.

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Pase de diapositivas Testimonios de un taller

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