Tario, Francisco - Equinoccio - 1989

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Francisco Tario

Francisco Tario

Equinoccio

Digitalización: Innombrable Revisión y corrección: Menescere_est

MÉXICO

1

MCMXLVl

Francisco Tario

¡Ay, cómo se aman los hombres! Por las calles se les ve todavía juntos. Se les ve muy seriecitos y tiernos, codo con codo, dentro de los tranvías amarillos. ¡Y cómo creen! Creen en el protoplasma, en el paraguas, en la Extremaunción. Van leyendo el periódico.

—Mujer: te alargo la mano para que vengas a dormir hoy conmigo. No me pidas más. Ya sé que algún día se han de caer las hojas y los caminos se pondrán tristes. Pisaremos sobre esas hojas.

No hay tal silencio, fijaos bien. Es un constante rumor de astros, de aguas, de respiraciones heladas, de alas de pájaros.

—¡¡Socorro!! Y acudió aquella espantosa mujer llena de barros, de nalgas, ardiente.

Hay gritos en la noche, gritos perdidos tras de las puertas, que pueden ser los gritos de todos aquellos que se están muriendo.

¡Qué quietud la del mar embravecido, la del cielo tormentoso, la del fuego en el bosque, comparadas con la loca, desenfrenada, frenética aceleración de este nacer y morir de hombres!

Pero vendrá un día la santa, bendita, prodigiosa revolución de las estatuas. ¡Y ay de aquél que para entonces no se haya petrificado!

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Francisco Tario

Y vendrá la inmensa, la descomunal, la infinita revolución de los muertos. Tan populares, tan resentidos, tan numerosos, bajando en largas hileras por las montañas…

—Locos, locos: ¿Qué diablos sentís dentro de vuestras cabezas?

Da pena, una especie de fúnebre desesperanza, contemplar a una joven olorosa y fresca con un libro entre las manos. Y en cambio, ¡qué alegría, qué sensación de infinita potencia, verla tumbada sobre la hierba viendo ayuntar a las bestias!

—Ave María Purísima. —¿Y usted quién es?

Más que una flor, más que la noche, más que la lluvia, más aún que la Muerte, es mucho más bella, más silenciosa, más enigmática una llave perdida.

Cosa realmente deplorable un anciano. Cosa triste, inevitable, digna de ningún respeto.

Suprimir, copular.

Nadie ha explicado satisfactoriamente lo que es la noche. Y mucho peor que nadie, del modo más brutal y rudimentario, los astrónomos. ¡Oh, qué tiene que ver la noche de los prostíbulos, y los templos cerrados, y los hospitales, con la noche de que hablan los astrónomos!

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—¡Toma! —le dijeron. Y con lágrimas en los ojos recibió de no sé quién el título de abogado. —¡Toma! Sintió cómo que se había muerto.

Ya es hora —mujeres— de que nos abracéis libremente por las calles.

Hay tantas clases de tristeza que es difícil para el hombre resolverse por alguna de ellas. Hay la tristeza del domingo, la tristeza de la alegría, la tristeza de la anciana con peluca que vende cera. La primera es tristeza de suicidio; la segunda, de blenorragia; la tercera, de crimen. Y hay esa otra tristeza inofensiva, artera, pero que no se cura nunca, que es la tristeza de los puertos y los circos.

El pez vela, ensartando bañistas de la mejor posición social.

Ningún hombre ha proferido en realidad nada grandioso. Ningún hombre todavía ha visto u oído algo grandioso. Y ya era tiempo.

Existen dos cosas semejantes, cabalísticas, misteriosas, a las que son muy dados los hombres: los guajolotes y las coronas de muerto.

El muerto —que nunca habla, que no hablará más, que el diablo sepa lo que siente.

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Hay en mí constantemente una curiosidad incurable por aquella Tierra silenciosa, nocturna, llena de pisadas celestes; aquella Tierra sin hombres, color violeta, de hace setecientos billones de años.

Eternidad — un punto. Pero un punto hueco dentro del cual se halla el infinito. Con Dios y todo y toda la música que se ha escrito.

Creo que no sea razonable plantar un árbol, si ese árbol no te ha de procurar sombra. Como no lo es, ni mucho menos, que salgas a la calle a amargarnos la existencia con ese vientre, esas orejas y ese modo lastimosísimo de arrastrar los pies.

No puede ser de otro modo. Lo único que me inspira cierto respeto en el hombre es esa ilusión suya tan infantil de construir y construir casas. Y lo que más me entristece de todo es el ingenio. El ingenio y aquella señorita con pecas, muy bien educada, que toca el piano por las tardes detrás de los visillos.

Todos, al morir, debiéramos tener en frente un espejo.

—Hasta luego, amigo mío. ¡Buena suerte! …y Él se reirá a carcajadas de todo esto.

¡Ay, si todas aquellas a quienes deseamos y todas aquellas que nos desean no hubiesen puesto tan cabal atención a una serie de bíblicas y purulentas consejas,

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estaríamos para estas fechas en una cita sin fin, crepuscular y pueblerina, en la banca de hierro de algún parque!

Pero hay sobre todos los hechos humanos un complejo y abrumador misterio: el que nace ciego. Y hay asimismo un enigma tenebroso, lleno de inexcrutables augurios: que el hombre expire con los ojos abiertos. Con los ojos abiertos, espantados, como haciéndole una gran falta, quietos, sin pestañear — uno dice que fijos en el muro.

Precisamente en eso la humanidad descubrió su ignominia: en el muro. En el primer muro que rodeó un túmulo, una huerta. Fue el primer brote de rebelión.

El padre dijo: —Werther, si te portas bien este año voy a comprarte una bicicleta.

Aunque para que una luna de miel sea perfecta precisa ante todo que los cónyuges sean pequeñitos, creyentes, modosos, muy blancos. Y que, de preferencia, uno de ellos resulte violado por el propio negro del pullman.

Esa

luna

agónica,

escrofulosa,

de

grandes

pupilas

extáticas,

que

aparece

extemporáneamente en las radiantes mañanas de sol. Luna inútil y sin brillo, partida generalmente por la mitad, y arrumbada en cualquier rincón del cielo como un preservativo sobre una cama de latón a las diez en punto de la mañana.

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Francisco Tario

El libro, el amigo del hombre. El perro, el amigo del hombre. La tierra, madre del hombre. El hombre, hermano del hombre. ¡Endiablado lío de parentescos!

—Tenga usted presente, caballero, que cualesquiera que sean sus ideas políticas o religiosas no le sienta ni medianamente bien esa corbata.

No obstante, es útil aprender a leer por cuanto ello demuestra al hombre lo terriblemente inútil de la lectura. Leer, leer para a fin de cuentas llamar a una prisión ergástula.

Aquél que no sepa nada sabrá más que ninguno. ¡Oh, la dulce ciencia de saber ignorar las cosas! Ser un divino ignorante de tres años.

Vete a tu cama y ronca, que no tardarán en penetrar en tu alcoba aquellos que duermen en la calle. Claro es que tú fingirás no darte cuenta. Claro que a la mañana siguiente dirás riendo a tu mujer: —He tenido una extraña pesadilla. Pero ahí quedan en el aire sus alientos, y en tus oídos su llanto, y el temblor de sus cuerpos en tu cuerpo. Esto lo sabes tú; lo saben todos y se lo guardan. Es un tremendo secreto.

Sentir miedo — llenarse de humo por dentro.

Yo — es decir, el universo en masa.

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Francisco Tario

Tú — algo que no conozco, que apenas distingo, que me recuerda algo.

¿Y qué tendrá de importante, digno de verse, el pañuelo?

De aquel estupendo caos de tinieblas, volcanes en erupción, ríos fuera de madre y enormes plantas venenosas trepando sin orden ni concierto resta únicamente esto: mil quinientos naturalistas ingiriendo sus hierbitas ante los manteles blancos…

Ser cruel — ser algo, tener lo menos posible que ver con una tienda de antigüedades.

Desconfías de tu sangre, de mí, y en cambio, no pones el menor reparo en dormirte. Así, solo, indefenso, en las tinieblas más pavorosas, en el abandono más tentador, en la postura más apropiada, listo.

—¿Y de qué ha muerto? —De muerte.

¡Y ese constante, inminente peligro de reñir unos con otros, que da entender a las claras que nos sentimos nerviosos, molestos, inconformes con algo!

La obra maestra: el hombre. Pero con sífilis y todo.

O todo ha de sucumbir o nuestra significación entre las plantas no tiene límites. Si al menos conservásemos alguna reminiscencia de la vagina de nuestra madre… ¡Que

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Francisco Tario

debe guardarse! Es cuestión de dedicar horas a limpiar nuestra cabeza de todo enojoso estorbo, de apartar sombras intrusas que se esfuerzan por substraernos algo, de apretarnos bien las sienes con los puños y dejar fluir la nostalgia. ¡La nostalgia! — ése es el secreto. —Yo he sentido nostalgia… Por ahí va. —-Yo he sentido nostalgia de una tarde que no he vivido.

—¿La Tierra será acogedora? No lo creo.

Y la resurrección de los muertos sobrevendrá sin remedio tan pronto las vacas den vino tinto.

He poseído a cuanta mujer bella he visto. O en sueños o entre los brazos, pero la he poseído.

Poseer — he aquí un concepto equívoco. Cuando debiera emplearse únicamente en este caso: Poseer, poseer un pozo en la tierra. Un pozo hondo, húmedo, como para plantar un eucalipto; un pozo negro, inmaculado, como para albergar a una luciérnaga; un pozo sin aire, como para ahogar cualquier grito; un pozo siempre de la misma forma, como para enterrar a cualquier hombre.

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Francisco Tario

El mar — que nunca calla, que nunca cesa. El mar, cuyas dimensiones comprenderíamos muy claramente si se secase.

Si se secase, ¿a cuánto valdría el metro de terreno? ¿Y quién, quién lo vendería?

La casa del hombre rico — a diez mil pies de profundidad.

No creo, simplemente espero. Esperar, sí, ¿pero de qué modo? —De cualquiera. A la sombra de un árbol, por ejemplo.

Cuando alguien muy importante, mucho muy grave, alguien que no se sabrá quién, grite: — ¡Silencio! Hombres y mujeres de todas partes: gritad hasta volveros locos. El diablo sepa de otra suerte qué es lo que pudiera ocurrir.

Opio, semen.

De ningún modo es un enfermo el tuberculoso. El tuberculoso es un clarividente que ve algo más allá de donde vemos nosotros. Tampoco es un enfermo el canceroso: es una especie de huevo amarillo, con un polluelo muerto adentro.

¿Y si una buena noche el Sol no volviera más nunca? 10

Francisco Tario

¡Muera la guerra! ¡La guerra ha terminado! Pero ni aún entonces podremos volver de las barricadas con la certeza absoluta de no encontrar sentado, esperándonos en casa, a un extraño, quejumbroso e infernal visitante.

Como tampoco se trata de que el hombre ponga fin a las guerras, sino de que un odio profundo y sagrado presida cualquier guerra.

Las funerarias grises, con letras negras, cortinas negras, con flores blancas. —¿Cuál de aquellos cajones te gusta?

Y el de la funeraria, el más funerario de las funerarias: —Colegas: ya nadie se muere.

¿Qué ocurriría, di, qué sería necesario que sucediera para provocar la quiebra universal de las funerarias?

Y el buen ciudadano honrado, temeroso de que sus huesos puedan perderse.

Tener fe — sostener una loca y desproporcionada lucha con las más descomunales y antojadizas fuerzas que nos rodean para obtener al cabo algo tan mísero, nebuloso e incierto como es la esperanza. Esperar que un día… ¿Que un día qué? 11

Francisco Tario

Y la Piedad. Gimotear por todos los rincones hasta que los rincones abusen de uno.

Fe, Esperanza, Caridad. Tres lindos colores, tres flores extrañas, huecas; tres ilusiones beatíficas que se dispersan.

Volverse loco — entrar por fin en razones.

¡Oh, ven, ven, no importa que llueva! Nos secaremos después.

Existe un abismo espantoso, imperdonable, del que habremos de dar cuenta, entre aquel hombre que orinaba al sol en la llanura y este otro con pantalones de cremallera.

Nadie debe poner en duda que todos aquellos que vemos transitar tan apresuradamente por las calles van a algo. Pongamos, sí o no, que consigan sus propósitos; que vuelvan o no mañana, otro día. Está bien, pero ¿y después? ¿Y siempre? ¿Y el año que viene?

En efecto, ¿no es posible dejar de ir de una buena vez a algo y permanecer tranquilamente en la cama? ¡Silencio! La ciudad duerme.

Y a fuerza de ir sin cesar a algo fue creada la Quinta Avenida.

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Francisco Tario

—Amigo mío, es usted un predestinado. Tiene el perfil genuino, inconfundible y gracioso del espermatozoo.

Si se diera el caso de que alguna vez, alguna de estas heladas y melancólicas noches te enamorases de tu hermana menor, susúrrale tras de su puerta: —Te amo. Y te amará, no lo dudes. Todas las hermanas del mundo lo están inútilmente esperando.

—Quiero ser tu amigo, no morir, aspirar el aroma de los campos en Primavera y acariciar sus senos. He aquí unos cuantos hermosos deseos.

Prohibido. —Hazlo. Ve cómo se aburren los hombres.

Y que se destruya todo si no ocurre eso.

Fue un Otoño extrañísimo. Los siete mares —y algunos más— hallábanse totalmente cubiertos de hojas secas. Y era de verse cómo los niños, a la orilla de los mares, desatendían los ruegos de sus madres, quienes los invitaban alegremente a jugar con aquellas hojas.

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Francisco Tario

Sanción, expiación, corrección y escarmiento. ¡Y quién quita si hasta un nuevo advenimiento del Mesías!

El pornográfico espectáculo de una persona que nunca ríe a tiempo.

Cultivar en un lejano invernadero los dos blancos e incipientes capullos de aquella mujercita de quince años. Cultivarlos en un tiesto de barro, siguiendo la mágica evolución de su aroma. Y rociarlos todas las mañanas con agua. Y sentarse todas las tardes a mirar cómo los dora el sol. Y esperar sin ninguna prisa, a la sombra de cualquier rama, que estallen de golpe las dos opulentas, inevitables magnolias.

Rebanar con un cuchillo una magnolia.

Magnolia — de nata, hielo y plátano.

¡Y qué piedad da observar a un hombre extrayendo del chaleco sus dos monedas para el tranvía! ¡Y qué rabia, qué odio, qué tentación al asesinato, verlo comprar el periódico para enterarse de cómo va la guerra! ¡Y qué divina locura la de la guerra! ¡Qué injerto! Uno no puede sospechar siquiera qué especie de extraños frutos darán mañana los tulipanes.

—¿Qué es esto?

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Francisco Tario

—Una parra. —¿Una parra? —Bah, es usted un hombre de otros tiempos. —¿Y con semejantes racimos de dedos?

¡Triste, incierto, solitario hombre!…

Pregunta el sordo: —¿Qué suena? — Y se sobrecoge. Por excepción, no suena nada.

Aunque para atestiguar que el hombre no es tan exigua cosa como se pretende fueron creados el bailarín de ballet, el sepulturero y el limpiabotas. Y para atestiguar, por otra parte, que el hombre no proviene de especies inferiores hanse instituido las flores de papel.

Las flores de papel — que han dado origen, muy justificadamente, a las órdenes religiosas de mujeres.

Rodar — el primer verbo infinito.

Y los nervios, tendidos como otros tantos clítoris a lo largo de nuestro cuerpo y dependientes no del encéfalo, sino de un filamento tenso y quebradizo que va desde el útero de nuestra madre hasta lo más profundo de un pozo. 15

Francisco Tario

Pues Descartes está en el vacío. Precisamente, en el espacio vacío.

¡Pero qué bien, militares y policías, portáis vuestros uniformes! Que Dios os los conserve muchos años.

¡Con cuánta más agudeza, fe en sí mismo, con cuánta más resolución y bellos propósitos criminales persigue un mosquito a un hombre que un hombre a un mosquito!

— Te dejo. Y te dejaba. Así, sudorosa y lejana, en un constante anticipo de suicidio.

Hay un mal piano que siempre estará bien tocado: el de las tabernas. Y una fruta sanguinolenta que deberían suprimir los moralistas: la sandía. Pero hay además la Primera Comunión de los niños que es la más fría, la más triste e inolvidable de las nevadas.

Enviar rosas en una cesta. ¿Quién puede decir si no es enviar algo así como hostias?

—-No soy hombre de consejos, pero quisiera advertirte una cosa: Mira pasar las nubes, bajar las golondrinas, saltar la espuma en las rocas; mira llover, levantarse la arena con el viento; mira, mira muy bien a una mujer desnuda. Es lo más saludable.

¡Oh, volverse de bronce y que lo sienten a uno en un parque a ver jugar a los niños!

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Francisco Tario

Jesús, el buen hombre de ojos azules. —¿El hijo del hombre o el Hijo del hombre?

Triste, triste estatua pueblerina que nadie mira.

Y el peripatético que, a fuerza de meditar e ir y venir solo por los bosques, cayó en el laborioso, opalino y filosófico vicio del onanismo.

Existe aparte de todo, un adminículo minúsculo, seroso, movible, sujeto a convulsiones y espasmos, que llamamos familiar y risueñamente campanilla. Campánula — sería más eufónico. Más, ¿si fuera el alma? ¡Oh, mundo lleno de enigmas! He aquí, sin ir más allá, esa titubeante campánula, con su aspecto de dedo amputado, de esputo o badajo, de pene en embrión, tierno, casi eréctil, aparentemente inútil, pero que en un remoto y oscuro día pudo ser muy bien el dedo secreto con que el hombre se hurgaba las narices por dentro. ¿O el dedo sin uña, en perfecto y activo funcionamiento, apto y necesario al mismo tiempo para provocar los grandes vómitos de la inteligencia? Vómitos de ocurrentes elucubraciones, que tan útiles le fueron al sabio para crear su Demiurgo. ¡Demiurgo! — éste es el nombre. —Siento, doctor, no sé qué en el Demiurgo…

De noche, cuando el menor ruido, la más aburrida voz nos anuncian algo.

—Muy bien, pero tratemos de entrar en razones: ¿Usted qué prefiere, la zarzuela o el crimen? 17

Francisco Tario

El crimen justo, anaranjado, sin antecedentes, que no habrá de descubrir nadie.

—Deja, no enciendas la luz. Se está mucho mejor a oscuras.

Y hablábamos del Demiurgo y olvidábamos al hombre honesto. Pues el hombre honesto y de ponderadas costumbres viene a ser aproximadamente un gargajo en el vacío. Gargajo de querube o mártir, si queréis; pero un gargajo.

El canto de un pajarito o el imperceptible aleteo de una nube pudieron ser suficientes aquella mañana para que todo hubiese concluido. Para que tú y yo hubiésemos concluido, quiero decir.

—¿Juras solemnemente respetar la Ley y los lazos que te unen… Y el hombre del chaquet y la chistera responde: —Lo juro. Por mi querida.

Mas la frivolidad no consiste en desdeñar o ignorar los grandes hechos humanos, sino en practicar el boogie woogie y suponer cándidamente que porque Chopin enfermó de tisis todos los demás hombres heredamos la obligación fisiológica de ejecutar sus preludios.

—-¿Y usted qué es: ecléctico, nihilista, católico, nacional-socialista, ingeniero, misántropo, agrónomo o masoquista?

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—Pues soy, y no vaya usted a retirarme el saludo por tal motivo, ecléctico, nihilista, católico, nacional-socialista, ingeniero, misántropo, agrónomo y masoquista. Todo depende del tiempo que haga, de lo que haya almorzado y de las personas que me encuentre ese día en la calle.

No vuelven los muertos. —¡Bah! ¿Y aquel señor de etiqueta que me presentaron anoche en tu casa?

Huesos de prostituta anciana, cubiertos siempre de morado, como las imágenes en Semana Santa.

Sentada, así, en una tumba te quiero, como parte misma de la Muerte. Como una flor también o como rama de hiedra. De la tierra naciste y te quiero descalza, prolongación y promesa de los arbustos que germinarán mañana.

Bien, y el triángulo isósceles — de tan grata memoria e incalculables beneficios para el hombre.

En la alta, petulante, inservible postura del ciprés se adivinan sus trágicas raíces; sus manos sádicas y callosas, corrompiendo con deleite las castas y suplicantes manos de todos los muertos.

—¡Ah, sujeta muy bien la mano de un moribundo, estréchasela tan fuertemente como puedas y verás qué importancia adquieren de pronto los pájaros, las piedras en que no habías reparado, tus zapatos! Verás asimismo en sus ojos un ansia infinita de revelar

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algo; algo que nunca nadie ha sabido, que no se sabrá jamás. ¿Sospechas tú qué pueda ser?

Y aquel hombre sin aquel dedo que reparó de súbito en que todo, absolutamente todo lo verificaba con aquel dedo.

La vida alegre — la viuda alegre.

Metempsicosis — prestidigitación.

Mi amor sexual, musical y mágico por la Tierra. Amor de vegetal, de planta —estupor y savia—, que nadie podrá arrebatarme.

Sorprende al hombre inculto —no rutinario— que un hombre al pronunciar house quiera dar a entender la misma idea y experimente una impresión orgánica análoga a aquél que pronuncia casa.

—El alma humana es simple. De acuerdo.

Y cómo apartamos la vista cuando pasa el entierro; cómo pensamos muy dentro de nosotros mismos: "Que se salve, Dios mío. ¡Líbranos, Dios!" — cuando debiéramos correr a galope tras la carroza lanzando piedras y gritando: —¡Que muera el muerto! ¡Que muera el muerto!

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Francisco Tario

— Pues en virtud de un grupito de muertos, yo soy aristócrata.

¿Nunca, de veras, se te ha ocurrido incendiar tu casa con toda tu familia adentro? ¿Y por qué no lo has hecho?

¡Cuánta investigación, cuánto tiempo perdido, qué ir y venir de graves sabios con barba, para no haber conseguido aún hacer brotar de un espejo una orquídea!

Adulterio en el gran mundo. Adulterio con té, música de cuerda, flores de invernadero y ¡oh, usted, usted! Adulterio tedioso, de atardecer, sin la digestión hecha y con la servilleta de lino lista para después de cada beso.

Título mobiliario.

Tan importante como tu semen es para tu hijo que aquellos que lo tomen en brazos no sientan miedo. ¡Miedo! Uno lo lleva a cuestas y no hay remedio. A partir del día en que el hombre cumple dos días ya nada tiene remedio.

Afirma el sabio: —De la Nada no puede salir nada. Y pregunta el tonto: —¿Qué es la Nada? 21

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Aldeana, girl, mulata: ¡pero qué bien se siente uno con la frente apoyada en vuestros níveos, rosados o negros senos!

Tres crímenes impunes: el dinero, la virginidad y el código.

El gran turista, el verdadero turista, aplaudiendo a rabiar las columnas de aquel templo.

El gran poeta, el concienzudo y citadino poeta y su último bramido: —¡Partenón!

"De entre las brumas del alcohol". ¡Ninguna bruma! Una claridad prodigiosa, sin atisbos de muerte; una juventud infinita y radiante, con el deseo siempre latente; ni tiempo, ni espacio; gráciles, esféricos, caminan todos; y hasta las palabras —las divinas palabras, que nunca anuncian nada— se tornan soportables. "De entre las rosas del alcohol" —más propiamente.

—Bueno, ¿y usted nunca ha probado fortuna? Pues pruébela hoy mismo sin falta, arrojándose desde el balcón más alto de su casa.

De ese balcón precisamente que en las tardes de lluvia a todos menos a uno parece el más aborrecible, solitario y frío del mundo.

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No, no es bandera de paz, sino de perdón, aquella de la ropa blanca puesta a secar en la azotea.

Siendo, pues, incorpórea el alma, ¿cómo nos la representaremos? —Según le convenga a su ánimo: como un zopilote empapado, por ejemplo.

Júpiter — con su estupendo ángulo facial.

Y el crítico de arte, cuyas terrenas y ultra-terrenas aspiraciones estriban en que los gusanos de su tumba sean bellos gusanos de seda.

Para probar la existencia del libre albedrío un hombre se sienta y se levanta de un sillón tantas veces como ha prometido. ¡Y su mujer y sus hijos aplauden!

Ahora — es tiempo presente. Un difunto — cuerpo presente.

No es popular la verdad, ni mucho menos. En seguida os gritan por la calle: —¡Eh, tú! ¿Te has vuelto loco o a qué viene eso?

El alba — silenciosa, humedecida, tan quebradiza como un cristal de agua, transparente, densa y lenta, submarina, plena de promesas.

El alba — cuya fragancia extraña envenena mortalmente los enfermos.

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De los omóplatos germinarán las redentoras y bienaventuradas alas. ¡A volar, pues, vecinos! Se aproxima la Epifanía de los huesos.

Practicar la bondad es arriesgado y estúpido. Equivale más o menos a alimentarse con zafiros. Y ejercitar la memoria es saludable: —Se han ido tantos. De aquellos quedamos, pues, tantos. Y tenerlo presente en cualquier momento.

Quimera — un novísimo sombrero de señora, con plumas, alfileres y todo.

¡Nunca oísteis crujir los dientes a una boca desdentada? ¿Y nunca, en realidad, os dejásteis besar por esa boca desdentada? Pues hace falta. Es como si sumergiéseis la cabeza hasta el cuello en un ombligo sin fondo, cubierto de rocío.

Mas hubo un fatal atolondramiento en todo ello: que el hombre hable.

Y la cómica, oscura, nauseabunda costumbre de inculcar en los espíritus primitivos la idea de un Dios con túnica azul y barbas de seis meses. ¡Espantosa y deplorable imagen de un anciano volando por los aires como cualquier golondrina!…

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Un Dios afanoso, volátil, tenedor de libros de un sinfín de cuentas corrientes; un Dios juez, díscolo, neurasténico, que observa sin parpadear a los reos por encima de sus anteojos de amatista; un Dios de vecindad, dicharachero, buscador de pleitos; un Dios infatigable, presuroso, puntual, que va a los toros, al ballet y a los partos; un Dios ventrílocuo, cuya voz se deja oír en circunstancias de lo más insospechadas; un Dios cow boy, disparando desde su cuaco a diestra y siniestra; un Dios avaro, heredero impaciente, que tasa y esculca; un Dios versátil, frívolo, que provoca los sucesos políticos, las auroras boreales y el baile de San Vito por distraer sus ratos de ocio; un Dios, en fin, de los mil demonios, imposible, decrépito, envanecido de su curul y de sus barbas.

Más fijo, más fácil, más limpio: Dios — el tiempo.

—¡Oh, fue una tertulia interesantísima! Con decirle a usted que nos sorprendió el alba hablando del presente de subjuntivo…

Reír, reír hasta escupir todos los dientes.

—Y a propósito de risa, ¿no va usted esta tarde a la conferencia? Maldita superabundancia de palabras, que nunca le permite a uno expresar lo que desea! ¡Y maldita abundancia, maldito este exceso de ruido que da a sospechar si el objeto de todo ello es impedir que el hombre se halle a solas consigo mismo!

Los monaguillos de cualquier templo deberían dormir en cálices. Así de blandos, tibios, sensuales, inofensivos me los imagino. 25

Francisco Tario

Organismo, orgasmo, organización — órgano.

La mujer es poesía. —¿Verdad que no? ¿Verdad que nunca nunca? Sería repugnante, inicuo, demasiado horrible: una hermosa, ágil y reluciente yegua. Así está bien.

Jurisconsulto — como si dijéramos el arco iris en persona.

Una voz infinita resuena patéticamente en el espacio: —¡Entreteneos un poco, jugad! Y el que perdura, dócil, confiado, escribe sobre un gran pliego blanco: —Suyo afectísimo.

Como nube de verano.

Únicamente existen dos ásperos caminos: o perder el tiempo o matar el tiempo. Matar el tiempo, que es sentarse junto a un reloj a esperar a la muerte. Perder el tiempo, que es perder el reloj y buscarlo hasta la muerte.

—¡Oh, es sólo una bella frase! Debieras haberme prevenido.

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Francisco Tario

El implacable y contundente misterio de una persona cualquiera al encerrarse en un retrete.

Sin embargo, al honesto y ferruginoso padre de familia réstanle a manera de travesuras conyugales el devaneo esporádico y frecuentemente demoníaco de sus sueños. Soñar, soñar entre las voluptuosas sábanas con la apasionante escena de amor entre un pulpo en celo y una duquesa grávida. Y soñar, soñar casi sin intervalos, que una virgencita desnuda, de piel azul y cabellos ensortijados, va afilando sus senos contra la quilla negra de un buque. Y que sus senos, ya enhiestos y bien afilados, son devorados por los jilgueros hambrientos en la glacial humedad de la noche. De esa misma noche, por cierto, en que el hombre honesto ha cenado demasiado.

—Allá, en el cielo. Y los angelitos alzan un dedo para mostrarnos dónde se encuentran sus padres muertos. —¿Por qué los engañáis? — protestan los brezos.

De vender algo, la Sociedad vendería horquillas.

—¿Y cuándo la Sociedad te dará permiso para que vengas a dormir una noche conmigo?

Tanto, tanto se han desvivido los hombres por organizar su guarida que, por las noches, a fin de que la noche resulte adecuada, montada con la mayor propiedad posible, se 27

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deja oír siempre, no se adivina dónde, el oportuno, inefabilísimo y ululante gemido de un tren.

No es molesta la traición, ni mucho menos. Lo que exaspera o compunge es que el traidor enrojezca de vergüenza.

Pleamar — análisis de orina.

Sin embargo, como están las cosas, el hombre no entra en posesión de la tierra hasta que se ha muerto.

—jZaratustra! Baja ya de la montaña, que se ha inventado la Penicilina. Y Zaratustra bajó y habló a los hombres de los zapatos Walk-over.

Medianoche — como si dijéramos en mitad del mar.

¿Y habrá algo más saludable, más semejante a una hermosa mañana, algo tan propio de uno, tan sin poesía pero tan extraño a la decrepitud y a la muerte como una limpia, atronadora y colosal bofetada?

Heroico en verdad es el sacrificio del deber — si el auditorio es selecto.

Pregonáis la libertad, el dulce libre albedrío, y, tan luego asoma la nariz un hombre verdaderamente libre, os golpeáis el pecho y recurrís a vuestros retretes y exorcismos.

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Y el manjar que la vejez nos obsequia: un buen plato de verrugas.

Pues mirad si de veras será desdichado el hombre que hartas veces se suicida por escapar al horroroso tormento de la muerte.

En cambio, ahí tenéis a las almas en pena, sudorosas y exhaustas, como bailarinas aladas con su lujuria y sus mallas.

El pus, hecho de harina, leche y huevos.

Fuéramos como los niños y en nada nos asemejaríamos a lo que somos.

Los niños — desaprensivos, imperiosos, ególatras, ágiles, sencillos, apetentes, ajenos, brutalmente justos, plácidamente risueños, en la claridad inefable y ruda de su mundo físico.

Aunque es verdad, por otra parte, que nuestra resolución y coraje dependen directamente de la languidez y falta de ánimo de quienes nos rodean.

El tirano no hace esclavos. Los esclavos se crean por sí mismos y en muy grandes manojos al igual que los plátanos, las hemorroides y los corales alrededor de las tibias islas.

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Ser niño, ser árbol — ser, estrictamente.

— ¡Cómo! Pero qué ¿existe el latín, de veras?

Y una fe, las ideas más férreas —tan recias como las duras rocas—, un principio, un dogma, un propósito, están expuestos a la bárbara y saludable acción de la Naturaleza. Por ejemplo, un vals consumió en mí, una noche, la fe, la esperanza y los ensueños depositados en mi prístina alma cristiana.

Todo placer tiene un límite — que es el término de cualquier placer sin límites.

Y no es precisamente que el animal sea digno de conmiseración y respeto. Nada, bien visto, lo es. Ocurre simple y biológicamente que guardamos muy dentro de nosotros mismos un innato amor —-endémico o congénito, como dicen los científicos— hacia todos esos inquietos, alegres, seculares hermanitos menores.

Cualquier hombre puede asesinar a otro. Cualquier hombre tiene derecho. Cualquier experiencia es razonable. Es lógico querer matar, lógico querer hacer lo que hacen con uno.

Amor triste, solferino, trashumante, de las criadas…

Que levante el dedo aquel a quien haya servido de algo, de algo digno de tomarse en cuenta, lo que aprendió en la escuela. Y que lo levante más alto aún, si es posible, si cuanto aprendió no lo ha olvidado.

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Francisco Tario

Exceptuando dos cosas, naturalmente: la masturbación y el tabaco.

Estudiar para sacerdote — estudiar para hacer milagros.

—Señorita, ¿quiere usted bailar conmigo? —¡Vaya, déjeme en paz! Lo que quiero es desnudarme cuanto antes y correr como una bestia salvaje por entre aquellos árboles.

— Señorita, la amo a usted. —¿Y usted qué opina? ¿Cubrirá aquí el río?

—Señorita… —¡Oh, márchese de una vez al diablo!

Y cuando un hombre, y dos hombres, y cien mil hombres, y algunos millones de hombres se hayan ido al diablo, un tropel de relucientes yeguas acudirá de los valles e invadirá las ciudades con sus cálidos relinchos, agitando las crines, estremeciendo sus ancas y llenando de juventud y brío hasta las más apartadas sacristías.

Se ha consumado. Trátese de lo que se trate es algo que ya no nos pertenece.

—Te pasas de perspicaz, amiga mía. Esto que ves aquí no fue una lágrima, sino una tibia gota de orina. 31

Francisco Tario

¡Y cómo se iba haciendo delgada, blanca, quieta; y cómo exhalaba un dulce aroma a heliotropo; y cómo —de tan mansa y angelical que estaba— no alcanzaba ni a levantar las pestañas; y cómo llovía afuera; y cómo fumaba un soldado bajo un árbol! ¡Y cómo las demás muchachas, vestidas de azul y blanco, lloraban por ella en la escuela!

Los exotéricos, patógenos y olvidados pectorales.

—¡Oh. di Mozart, di Mozart! Así nadie que esté a tu lado podrá confundirte con un caballo.

Me siento eufórico y, entonces, no puedo substraerme al ensueño: —¡Hay un destino! ¡Hay un destino! Pero ocurre que amanece, llega esa luz mortuoria de la alborada, la luz de los lecheros y los cabarets enfermos, y echo a andar por las calles pensando únicamente en la esbelta, fresca y tierna hierba en que he de convertirme.

El cabaret — de topacios e indulgencia plenaria.

Aunque para todos los casos hay un saludable remedio: vivir. Vivir, que es amar lo menos posible, dormir el mayor tiempo posible, esperar lo menos posible, haciendo uno de cuenta que no vive.

Despertar pensando:

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Francisco Tario

—¿Qué día? ¿Qué luz? ¿Quién soy?

El materialista blasfemo pregona, a riesgo de hipotecar su alma, que la finalidad máxima de toda empresa amorosa es "la combinación de la generación próxima" — siendo que hasta el más inocente de los jazmines limita su erección y su locura a un armonioso y prolongado espasmo.

Y si disponéis de buen humor, perdonemos a los médicos. ¡También ellos fueron niños!

— Huysmans, Lautreamont, Rimbaud; vamos a jugar un rato a las canicas. —Pero, ¿tenéis canicas? —Bien, esperemos a que terminen esos. Y una porción de hombres de fama, con sus barbas blancas al hombro, levantaron suplicantes las cabezas.

Estado supremo, óptimo, mecido en dulces penumbras: la pereza.

En flor — mas no el árbol bajo el cual te sentabas, sino tú misma.

Y después de todo, dejad volar libremente a vuestros pájaros cautivos. No tenéis ningún derecho.

Como no hay derecho igualmente a que vistáis a vuestros pequeñitos de ese modo tan triste. ¿O no es ya bastante triste que se les desprendan los dientes, que tengan tan 33

Francisco Tario

suavecitas las piernas, que sean vuestros propios hijos y que tiren piedras a los estanques?

¡Gran abono el hombre, realmente!

¡No, no será de utilidad alguna —me decía—, pero yo quisiera que nunca nunca volvieran a volar los pájaros, a brotar los capullos, a brillar el sol; que nunca se hiciera de noche en esos satánicos, incomprensibles lugares! ¡Quisiera, además, que nadie hiciera por allí cerca ruido de hombres, de vivos! ¡Que nadie pisara fuerte, que nadie por ningún motivo me recordara que una vez tuve zapatos!

Y ni siquiera por enderezar la espina, levantáis una sola vez al día la vista al firmamento.

Disciplinado y debilitado, el hombre consulta su horrible Código de Errores. Antiguamente, el Código lucía un brillante filo o sugería la erecta madurez de los frutos. Se convocaba, pues, a los demonios.

El tacto vivo —olfato, tímpano y aliento— cuya razón esencial es la húmeda penumbra femenina y su raíz el infinito poder sexual del hombre.

— Gracias, Dios mío! Al fin podré comprarme esa recámara.

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Existe un malicioso juego de palabras: Metrópoli, Necrópolis. Y se ha hablado de New York o Londres como de la Gran Metrópoli; pero se ha callado ladinamente, arteramente, bochorsa y deliberadamente lo de la Gran Necrópolis. Y debe haberla. Un viaje de novios a la Gran Necrópolis.

Ningún respeto a las palabras muy en su sitio. Ningún respeto a los hombres muy en su sitio. En cambio, un blando, cómodo sitio para aquella linda muchacha que sacude tan alegremente sus cabellos.

El bienestar espiritual — que sin excepción se refiere al cuerpo.

Jamás se me había ocurrido imaginar qué aspecto ofrecería una dama, una dama como Dios manda, suspendida del cuello en un árbol. Y qué diría, qué diría en el momento supremo en que el nudo se fuera reduciendo. Diría.. ¿Parlez vous française, por ejemplo?

Caballero, dama, bacinica. 52

¡Y a quienquiera que sea, de qué modo se le van los ojos tras la bacinica de la bienamada!

Del hombre tomo su superficie; esto me importa. Aunque no deja de llevarme el diablo al explorar eso que está un poco más adentro.

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El odio nace no del insulto, de la traición o la calumnia, sino de la burda forma en que el odiado apresa el pitillo entre los dedos o tropieza al levantarse con un mueble o de la forma histérica, sofocante, verdaderamente tempestuosa con que una mujer se polvea su nariz en punta.

No besar, sino absorber; no palpar, sino estrangular un miembro. No tomar un cuerpo, aceptarlo, tendido sobre una blanda sábana de lino, sino someterlo, inmolarlo, desintegrarlo entre la hierba o el lodo en una clara y primaveral noche de Viernes Santo.

Y si amputásemos las alas a un pájaro dejaría de sonar "La Valse" para siempre. Es bella la libertad aún en el postrer instante de una agonía.

Solamente entre los mendigos puede uno, de tarde en tarde, entrever los indicios de una especie superior y bella. ¡Y qué inmensa fuerza la de todos esos mendigos, que nunca se resuelve uno a conversar con ellos!

El general ha perdido su medalla. —¡Un Padrenuestro a San Antonio por el general!

Emocionarse — tragarse un pájaro.

Y atenéos a vuestros personales recursos: lo hacen desde los eucaliptos hasta los micos.

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Francisco Tario

Y poniendo un poco más de atención en los micos: sin más vicios ni virtudes que ellos viviríamos cristianamente felices.

Hay algo más ruinoso, más lóbrego y digno de ser regado con flores y lágrimas que un entierro: una Cámara de Comercio. Una Cámara de Comercio, con su portalón enorme, sus grandes piedras terrosas, sus balcones sin gente y ese farolón siempre encendido…

Los políticos viejos, con sus doscientos mil años cumplidos.

Ser casto — tener nuestros cinco sentidos puestos día y noche en el sexo.

¡Saludable y fresca castidad de poseer en la noche estrellada y abierta a una muchacha de tantas!

De un lado — los muslos, los senos dispuestos, los labios abiertos. De otro —- los borrascosos sueños, el temblor de piernas, las ropas sucias de semen.

En mi infundada opinión, la Verdad no es un simple cambio de sueños. Es un hombre a pie por un camino. O un camino a secas, espontáneamente.

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La Naturaleza interpela al hombre y la Ética a las olas del mar. Elegid pronto vuestro puesto — o sobre una silla o entre las bravas espumas. Elegid, quiero decir, entre una cosa muerta y una cosa viva. Es un grave juego de intuiciones.

Si Dios quiere — que en lenguaje pagano significa: apuradamente.

Aburrimiento —padre fecundo de todos los hombres. Aburrimiento — del que inevitablemente ha nacido siempre algo: un poeta, un suicida, una percha, un apóstol, una ramera.

Aburrirse —sentirse infinito. Percibir cada latido de nuestro pulso, cada rayo de luz o gota de agua que cae, cada murmullo que se produce, cada emanación que se exhala; percibir lo inmediato y lo lejano, lo imponderable y lo fácil, lo perenne y lo sombrío y lo evidente o confuso que pudiera haber en cuanto nos rodea, en cuanto rodeamos.

Distraerse — percibir lo menos posible.

¿Y no sentís muy clara y distintamente cómo al oscurecer, justo en el momento aquel en que la luz desaparece, aparece en vosotros simultáneamente el hombre aquel que seréis ya durante toda la noche?

¡Oh, el ululante, espeluznante y macabro chillido de la mejor cantante de Opera!

Hay el aburrimiento del maestro de escuela y el aburrimiento de cualquier gerente de Banco; el aburrimiento de la mujer pública en los amaneceres y el aburrimiento de la

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mujer rica que ya se vistió el abrigo. El aburrimiento de no saber qué hacer y el aburrimiento de tener qué hacer. El aburrimiento de hacerlo y el aburrimiento de no hacerlo…

—Hijo mío: Existió un hombre que se llamó Shakespeare y otro que se llamó Newton y otro que se llamó Sócrates y otro que se llamó Beethoven. Mira, por aquí se va al mar.

Y refiriéndose a los exquisitos placeres, no pienso que sea el más inusitado arrancar una hoja del calendario.

Como de ningún modo constituye la más grave pesadumbre descubrir a través de una pequeña rendija que ya ha amanecido.

Aunque sí se trata en este caso de un éxtasis prohibido arrellanarse a la vera del muerto y, con la mano sobre el corazón, contar una a una, sin prisa, sus palpitaciones.

La Gran Vena Cava, chorreando alquitrán sobre nuestra desconsolada alma.

—"¿Y qué?" Es la justa réplica a todas las objeciones, a todos los riesgos, a todas las amenazas y las buenas o malas ocurrencias de la vida. Pero ocurre —¡ignoro por qué designios!— que al levantarnos de un sillón conservamos durante un buen rato la impresión fantasmal de que el sillón se ha levantado con nosotros.

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"Trabajarás con el sudor de la frente de tus compañeros".

Bueno sería ir confesando que toda mujer allá en el fondo, en el profundo lugar donde las más graves cosas suceden, alienta una ilusión creciente, plausible e incierta de una colosal violación imposible.

El jipijapa, los Vosgos y un ansia encantadora de inmortalidad en los ojos.

No, no pregunto a los doctores. —¿Qué ocurriría en uno si el corazón, pongo por caso, interrumpiera su función seis u ocho compases seguidos? Quiero decir, ¿qué vería uno?

Acaso haya existido un solo hombre a quien pueda perdonársele el haber escrito: Dostoiewski. Y se le perdona por epiléptico, por ruso, por Raskolnikov. Solamente aquél que haya asesinado a una anciana puede tener derecho a emprender una cosa de éstas. Yo ando eligiendo la mía.

Y positivamente el espíritu debe ser de carne y hueso cuando de tal forma lo trastornan una quiebra, un sorbo de alcohol o un estreñimiento mal curado.

La coliflor y el loto de mil pétalos.

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¿Y si resultara que lo más importante y sagrado era la Rueda de la Fortuna? ¿Y si resultara bien eso?

Abruma esa importancia excesiva, ese no sé qué de reyezuelo en su trono, esa fatal sonrisa inmóvil, esa crueldad fingida del reloj en la pared. Con su corazón batiendo, sus brazos nunca quietos, su predestinación en los ojos; con su algo de féretro, de caja de música, de adivino, de asesino, de niño terrible…

Pues ni San Agustín, magüer sus divinas influencias, puso nada en claro.

Y mirad, mirad bien, al caer la tarde, el jardín de la gran dama, enfermo mortalmente de coqueluche.

Algo se ha quebrado en mi cabeza. Algo se ha extraviado en tu conciencia. Verifiquemos el cómputo.

Siempre es preferible atrincherarse que disolverse. La Sociedad se nutre de cadáveres descompuestos. Y el hombre es una bestia famélica, envidiosa e insaciable.

Pero existe este grave problema: Puesto uno a devorarse a sí mismo, ¿qué especie de ser extraño quedaría en el lugar aquel en que estábamos hace un momento sentados?

Hay un sistema o técnica de la novela que consiste en escribirlas simplemente, sin mirar al muro o a la mujer amada. Y a continuación destruirlas. 41

Francisco Tario

Siempre quedará la duda de si uno podría o no haber pasado a la Posteridad.

La Posteridad — donde todo es tan rítmico, tan aéreo, espiritual y augusto que el hombre ni se alimenta, ni cohabita, ni evacúa. Porque ya está muerto.

Pintar flores — cortar flores.

Al llegar a un pueblo percíbese desde lejos, en muy tibias oleadas, el aroma transparente, a madreselva, de sus melancólicas y ávidas muchachas. Muchachas siempre de atardecer, de ropas limpias, de tacones pasados de moda; de Ángelus, de ancianos padres gastados, curiosas y sensuales bajo el velo de misa.

…Y aquel perro de mil razas, bajo la banca, esperando a la turba de perros para marcharse de juerga. …Y aquel hombre, sin juerga, de una sola raza, sobre la banca.

—Bien, déjame llevarme de recuerdo aquel pañuelito con sangre.

El tiempo corre. —No, amigo mío; ni corre ni existe. Tú sí corres; y aprisa.

—Señora: ¿qué trata usted de insinuar? ¿Que se ha descubierto, en efecto, la juventud ortopédica?

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Ser bueno — volverse blanco por dentro.

Están bien las medias de seda. Muy bien también que un pueblo se cree, respete y haga cumplir su Constitución. Incluso, hasta está bien asimismo que ese pueblo, con objeto de protegerse del relente, haga poesía. Y que la chusma de vez en cuando tome la delantera. Lo que se antoja extravagante, ilógico, perfectamente inadmisible es que un hombre se sostenga tan cómoda y airosamente en una bicicleta.

¡Qué blanda, misteriosa, inefablemente cae al suelo una hoja seca!

Y el verdadero acto de caridad, consistente en sepultar un puñal en mitad del pecho del desdichado.

De ningún modo es poética la luna. Poética es el agua de colonia. La luna es hermosa. O, a lo más, esquizofrénica.

El cansancio físico purifica —igual que un benéfico aguacero— nuestros más tortuosos sentimientos.

Opuestamente, la extenuación mental es una forma de locura —y no la más leve—-, cierta especie de trasmundo, mediante la cual nos transformamos ya en íncubos, en pigmeos, en sabandijas, en sillas de rejilla o en una especie de flores de pétalos sanguinolentos, con cierto aroma muy semejante al que despiden los hipopótamos.

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Francisco Tario

Y de madrugada, durante estas nefastas crisis, parécenos que atornillados al suelo, atornillados por la cabeza, presenciamos a través de nuestro balcón invertido el despertar del último día de todos. De aquél en que el sol aparecerá en Occidente y la última hora de todas será la primera. El día en que la esfera tendrá su más ruidoso éxito.

Lo esférico — que es simplemente lo usual y común y corriente.

Extraño que gente de esa tan dada a las estadísticas no haya iniciado todavía esta: —¿Por qué se deja usted crecer la barba?

Perfectamente, Schumman se arrojó a un río. Mas imagínate qué especie de horroroso destino le hubiera aguardado de no haber encontrado ese río.

Hay seres tan extravagantes que hasta escriben cartas. Y las envían. Y seres tan razonables, tan humanos, que se ponen siempre de parte de los criminales.

Crimen y beso silencioso — éxtasis de la humanidad.

Pues conviene poner en claro que en los niños alienta una vida óptima, plena, impresionante y magnífica; más bien que una vida un anticipo de vida, una vivísima esperanza, un presentimiento entusiasta de algo que puede ocurrir — que debe ocurrir. Y que no ocurre, desde luego, dando lugar a ese colapso trágico, evidente, aparentemente inexplicable de los cinco años.

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Rígido, extraño ya a todos y a todo. Para esto no hay consuelo. El consuelo existe mientras uno vive, mientras no ha acontecido nada, cuando no es necesario, cuando aún puede uno llorar a lágrima viva.

Algún tonto de oficio pensará para sus adentros que estoy haciendo gala de ingenio. ¡Pobre de él y de mí! ¡Qué pobre, pobrísimo sería en tal caso nuestro mutuo ingenio! Lo que hago simple y sencillamente es mostrarme a mí mismo el justo y saludable camino.

—¿Que por qué escribo, pues? Que… —-Me doy cuenta. Pues escribo por si a alguien se le ocurriera alguna vez seguir este mismo camino.

— Comprenda, no tengo el más leve interés en que me acompañe usted.

—Ni usted, por supuesto.

—Tú, sí; ven.

Necios, ¿os reís?… Pero si no se trata de enseñar nada. Se trata únicamente de caminar un poco, al caer el sol, por entre las hojas secas.

Los misterios teológicos, el equilibrio de los planos y la apoteosis del júbilo.

¡Y cómo huyen de la verdad los hombres, lo mismo que alma que lleva el diablo! 45

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—¡Protesto! Y el que protesta, con la protesta en los labios, cae desvanecido de miedo.

De entre un camino que nos lleve a alguna parte y cien caminos sin objeto que den vueltas y más vueltas sobre una superficie perdida cualquier hombre —a no ser un muerto— eligirá evidentemente éstos. Hasta el estiércol y los más viejos detritus perfuman en ocasiones el aire.

“Ojos, bellos ojos, profundos y luminosos ojos”. No, no es eso de ningún modo lo que queréis dar a entender. Es más bien esto otro: "Suave, ardiente, aterciopelado sexo". La literatura es así.

Y a fuerza de taciturno y reconcentrado se volvió bizco. Y de tanto desconfiar de los amigos se volvió estrábico. Aunque el verdadero astrónomo, el prestigiado astrónomo, al cual para investigar en las profundas lejanías no urge del telescopio ni de ninguna otra lente, es el présbita. ¡Altanera, remota, imponente mirada!

Pues sí. ¡Adiós juventud tuya el día aquel en que, yendo por algún camino, no se te apetezca más ir dando puntapiés a las piedras!

Sordo como una tapia; pero con el amor propio en carne viva.

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Francisco Tario

Mas a pesar de todo ello, marchar en línea recta por el sendero dispuesto, sin volver ni a un lado ni a otro el semblante, igual que un hombre que lo ha visto todo o que, no habiendo visto nada, nada comprende o distingue: ni siquiera un asno de un torrente.

Escritor fecundo — Facundo.

No, no está el secreto en hablar muchas lenguas, sino en que tu lengua se conserve limpia y roja, como señal etiológica de que tu intestino funciona correctamente.

—Bueno, ¿y qué se lleva este año? —Pues este año se llevan slacks color violeta y una espantosa tristeza en el alma.

El sifilítico rico tuvo un hijo inválido. Mas para resarcirlo del insignificante daño, le obsequió un cochecito con muelles, varios lápices de colores y una cámara alemana de fotografía.

El pequeño inválido, con sus dos pozos de luz verde y un espeso mechón rubio sobre la frente.

Castrar — tener niños ciegos.

El mundo oscuro, oscuro, oscuro de los rincones.

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Oscurecido por una mancha de tinta que no se limpiará nunca.

—¿Y la luz? ¿Cómo es la luz? ¿Parecida a un elefante?

A las prostitutas, como a las piernas de las abuelas, lo que les hace falta es un poco de viento Nordeste y de sol.

Contra un rincón, en el suelo, así te quiero. Con las llamas de tus cabellos vivas y el resplandor violeta de tus pómulos reflejado en el muro. Con las rodillas desnudas y las manos yertas, exánimes de tanto aferrarse a algo.

Tus manos — cóncavas, sanguinolentas, tenaces y angelicales.

Y cuentan que decía Jesús: —"El Reino de los Cielos sobrevendrá únicamente el día aquel en que andéis desnudos y no sintáis vergüenza de ello".

Llorar de amor — divina castidad de la adolescencia.

Llorar amor — madurez del amor.

Amor — con olor de flor y de color blanco.

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Cuando Isadora Duncan bailoteaba descalza sobre pétalos de rosas, las gallinas ponían los huevos del mismo tamaño que ahora.

Los huevos de las gallinas — que por respeto a los católicos debiera decirse que también vienen de París.

Muy bien, ha caído la noche y los Bancos están cerrados. Sin embargo, en alguna parte croan las ranas y un joven pastor duerme a la sombra de los manzanos floridos.

La conjunción copulativa, en dado caso, podría tal vez substituirse por la masturbación.

Pues yo defiendo muy seriamente el principio sensitivo de las cosas. ¿Qué ay más doloroso y dramático, más tremebundo y patético que el de una silla, un gozne, un peldaño o ese gemir espeluznante y nocturno, lleno de angustia, del árbol frente a tu ventana?

La vida — que está en nosotros y alrededor nuestro y que tratamos de espantarla a manotazos como si fuera una mosca.

Todo tiene un sentido oculto: simplemente es cuestión de dar con ello. —¡Adiós, adiós! Y en vez de echarse a llorar sobre el hombro del que pasa, uno se quita el sombrero, sonríe y saluda.

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Francisco Tario

Cuanto mayor ahínco y universal histeria ponga el hombre en propagar una idea, tanto mayor brío es menester poner en rechazarla. Aproximadamente andará uno en lo justo.

—Caballero, ¿desea usted paté foie gras o mermelada? —En absoluto, señora. Lo que quisiera es orinar.

Y vendrá el Diluvio del fuego y el fuego nos dejará desnudos. ¡Ay de aquél que padezca almorranas!

—Mujer, yo te he visto en las playas. ¡Ah, no sabes caminar ya con los pies descalzos!

Caminar descalzo, con los pies sucios de tierra, húmedos, fríos, hasta obtener de ellos la perfecta y olorosa apariencia de dos sólidas raíces.

Calcetines negros, zapatos negros — pies envueltos en muerte, pies putrefactos, pies muñones, infectos, con un callo en cada dedo como garbanzos.

La prometida, el Ministro y los callos.

Atribuir al hombre la invención del lenguaje es calumniarlo impunemente. Conceder la razón a Moisés es traicionar a Dios. El lenguaje se debe a la rutina, testarudez y paranoia de los loros, quienes de esta forma trataron de exponer ante los brutos la magnificencia de su pensamiento.

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Francisco Tario

Somos tan extraños al mundo, tan lejanos, a cuenta de estos malditos zapatos. Nadie puede suponer siquiera qué especie de incongruente muro hemos tendido entre nuestras plantas, nuestra sangre, y la bendita y honesta tierra.

¿Fatuidad o melancolía ese afán de tantos hombres en ir dejando escritos sus nombres por todas partes?

¡Dulce, dulce ese ademán tuyo de limpiar con la manga los cristales empañados para ver qué ocurre afuera!

Pienso, de todas formas, que la civilización ha llegado a su término: no es posible ya ser más tontitos.

La pureza —como bien— no existe. Existe el incesto, el puñal listo, la blasfemia. Todo producto puro es una elucubración, un valor positivamente negativo, un símbolo como la hostia, las perfectas tinieblas y el firmamento azul y también puro.

Cuando el pobrecito sacerdote murió se le cayó el alma a los pies.

Suena bien esto: —Yo soy Walt Whitman, un cosmos, ¡miradme! el hijo de Manhattan. Y, en cambio: —Yo soy Pedro Martínez, un cosmos, ¡miradme! el hijo de Manhattan. Fatal consecuencia para Pedro.

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Francisco Tario

La profesora de piano y el vals Nº 5 de Chopin.

¿Es justo y decente afirmar que el hombre no sienta su apego a la Naturaleza? He ahí, sin ir más allá, a aquel caballero con su clavel reventón en la solapa.

¡Nostalgia de cavernario, atávico esplendor de azules eras inmemoriales!…

—Canguro, canguro, ¡dime toda la verdad! ¿Están pasados de moda los endecasílabos?

Cada día que transcurre nos entendemos peor los hombres. Aunque, bien visto, maldita la falta que nos hace.

¡Oh, fue una dulce y prodigiosa tarde aquella! Era Otoño y nos dejamos caer juntos sobre la hierba, bebimos a grandes tragos una garrafa de vino tinto, hablamos hasta el oscurecer de las garzas color de rosa y de las piedras, después lanzamos la garrafa al río, dejamos que oscureciera un poco más y nos fuimos quitando sin precipitación las ropas.

Realmente todo es gracioso y simple en un entierro. A excepción del muerto.

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Curioso e indescifrable enigma que la mujer se cubra con largos metros de tela blanca aquel día, aquel día precisamente en que toda su atención la tiene puesta en desnudarse.

El poeta, los amigos del poeta, los heliotropos del poeta, el W. C. del poeta. ¡Poeta, poeta, compónme una cosa de esas, que estoy muy triste!

Y las pompas fúnebres, con órgano celestial y todo, tratando de animar el ánima del infeliz animal que ha fenecido.

Puede que el cofrade lo sepa: —¿Qué es más cristiano, gramatical y lógico decir: "Ordeñar a una vaca o masturbar a una vaca"?

Aunque tal vez la celebridad y los triunfos nos sirvan de algo en los nevados días seniles, cuando el vigor haya escapado de nuestros puños y el mañana se halle disperso y en vano luchemos por apartar con nuestros diez fríos y escuálidos dedos aquello que no puede apartarse. Cuando la mujer sí sea poesía y la flor visión romántica y melancólica. Cuando los álbumes llenen los cajones y el agua helada nos entumezca. Cuando, en fin, hayamos deformado el mundo a tal punto que contemos los hombres por almas.

América sin indios — una Wall Street o calle de Alcalá cualquiera.

—Señora: ¿Le molesta a usted el olor de los indios? Pues protéjase cuanto antes la nariz en la cavidad húmeda de su sobaco. 53

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— Señora: ¡Es natural que le molesten los indios! Las nalgas le impiden razonar y sentir debidamente.

—Señora, señora: ¡Qué no daría usted por el cuerpo ágil, libre y sin vello de mi india!

—Niño indio: Mírame un poquito siquiera con tus tristes e infinitos ojos negros. Niño de barro, de amapolas, de jade. Niño de quinientos mil años.

Indio, indio: ¡Quién pudiera ser tu amigo!

Aunque hay hombres buenos. Pero no sirven para nada.

Y cuando escuchéis una música que os agrade, quedaos a oscuras, si es posible sin respirar, tal cual si aquella bendita música fuera la de vuestros funerales. Pero apretad bien fuerte una botella de alcohol y no paréis hasta dejarla seca. Que seco ha de quedarse todo: el mar, los rosales, tus frescos y húmedos labios, las nubes.

Semejanza infame: la crema de Perfecto Amor y el Permanganato.

No hay ningún sofisma en esto: Si no existieran las medias de seda, los adolescentes crecerían robustos y alegres como robles cargados de bellotas.

Semifusa, moral y un blanquecino río de semen. 54

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O el Gran Místico, poeta y todo quizá, con su buen surtido de preservativos y talco.

La ignorancia que ha de difundirse no es ni en sueños la del pedagogo asalariado, la del paternal corredor de Bolsa o la del autor de ensayos o piezas teatrales, sino la fresca ignorancia sabia del caníbal o el niño que encuentran admirable la luna, interesantes los vidrios de colores y brutalmente engorrosos e inútiles los metales preciosos.

La beata — con su rosario, sus sayas negras, sus malvaviscos y su sexo.

El sexo informe, abrasado, inaudito del espacio húmedo de aromas que nos absorberá a todos.

¡Oh, no os dejéis engañar a ningún precio! Por muy blanda, discreta, inodora y silenciosa que sea la evacuación de un ser humano dista mucho de asemejarse a un lindo ramo de violetas.

Naturalmente, se trata de un acto saludable y lógico. Y si ha dado en considerarse vergonzoso e indigno es por culpa de los afanosos, que andan continuamente a la caza de exóticas mixtificaciones espirituales.

Ni una fresca mujer, oídlo bien, resulta enojosa en tal aspecto. Siempre y cuando, por supuesto, no lleve puesto el sombrero.

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Existe algo evidente y tonto, posiblemente estúpido, de lo cual nadie logrará persuadirme nunca: que se pueda medir una esfera.

Como existe un hombre calvo, gordinflón, ligeramente miope, de mediana edad, con su mujer y sus hijos —pequeños hijos chimuelos, como decimos en México— que exalta o acongoja hasta las lágrimas. Y llegará uno hasta huir de él a escape por no soportar pesadumbres mayores si se le ocurre, pongo por caso, vestirse una tarde el chaleco. Una tarde de diciembre, muy próxima a la Navidad, en que los árboles están mustios y las prostitutas se aprestan a elevar sus tarifas. Una tarde de fin de año en que los niños chimuelos… Existe ese hombre. Y le llaman, para escarnio suyo, ciudadano.

He aquí el predicamento y la recuperación: nuestros instintos insatisfechos.

Como fuerza invulnerable y desencadenada admito a Dios — con o sin antecedentes. Como cadena en sí, sólida, visible y maleable, abomino hasta de la que anuncia el reloj sobre el pecho humano.

¡Y estos impresionantes parques zoológicos, diseñados exprofesamente por las solteronas!

— Bueno, pues la Ley eres tú. ¿O supones acaso que la Ley vaya a ayudarte un ápice cuando emprendas el memorable y tormentoso viaje de la muerte?

La Muerte y tú — nada más.

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Francisco Tario

La Muerte — tu sombra, cuando paseas al sol por las alamedas; la Muerte — tu conciencia, siempre inconforme con tus actos; la Muerte — tu memoria, que alienta recuerdos que no te pertenecen; la Muerte — tu entendimiento, que no te permite asir sino aquello que no haya de trastornarla a Ella; la Muerte — tus lágrimas, extrañas por entero a tu voluntad; la Muerte — ese vacío sin causa que te ahoga con frecuencia en mitad del pecho; la Muerte — el ser que llevas clara e inseparablemente contigo mismo. La Muerte y tú — nada más.

—¡Muerte! ¡Muerte! Y aún hay quien se pregunta si efectivamente entrarás por las ventanas.

Las viejísimas, muy tristes y sucias cosas que un hombre lleva consigo en sus bolsillos.

Y las ropas frías, olvidadas, nostálgicas y muy bien dobladas de aquel que ha muerto.

¡Oh, más tierra, más tierra, no vaya a ser que intente evadirse!

Largos, desiertos caminos de cementerio…

Y aquella noche —su primera noche de muerto— se la pasó llorando de frío y de miedo, con las piernas apretadas, reclinada en no sé qué su cabeza. —¿Yo qué he hecho? ¿Yo qué he hecho? Volvía a ser niño, volvía a sentir que su madre lo había encerrado.

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Francisco Tario

Hay un aburrimiento mortal en acercarse a las personas célebres. Y hay una salvaje alegría, loca, desproporcionada, poco menos que inhumana, en descubrir que todavía somos capaces de trepar a un árbol, mirar cara a cara a los lobos y zambullirnos diez veces consecutivas en un pozo de agua bien profundo y frío.

—¿Conque no se resuelve a dar una vuelta por el cabaret esta noche? Es usted un ser incorregible que jamás aprenderá a divertirse…

Volver del heroísmo — tomarse medidas para una estatua.

Yo le haría una sola pregunta a Dios: —¿Quién eres? Y otra al Diablo: —¿Puedo llevar a mi querida?

Pero la revolución seria, necesaria, definitiva, vendrá algún día; y será a pedradas, puñetazos y mordiscos — no se sabe aún contra quién.

Siempre el mismo dilema: no saber uno si realmente vive o está muerto.

La soledad incomoda al hombre. Y es que la soledad, bien visto, es la más franca y sencilla de las compañías. De voz dulce, es cierto, pero de tempestuosas y persuasivas ocurrencias.

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Buscar la soledad es, exclusivamente, huir de cualquier voz. Soledad, pues, es la playa, el páramo, la cañada; soledad es el pájaro, el árbol, la hiedra, la nube; soledad, el rebaño, el cadáver, la habitación cerrada; soledad es el río, el sueño, el muro; soledad es el silencio o el ruido; todo, en fin, todo aquello en que no intervenga ni de cerca ni de lejos la disparatada y estrambótica voz del hombre.

Puede desplomarse un día el firmamento. Y puede no desplomarse. Lo cual, en ambos casos, sería tremendo.

Y el imperdonable olvido del hombre célebre, quien por descuido dejó su pierna ortopédica olvidada en el paragüero.

—Perdón, ¿usted lee los telegramas que recibe? —Por ningún motivo: me los como.

Comerse un elote de dientes postizos.

La ostentación y la envidia y, de paso, ese hábito de enriquecerse mentalmente, es la represión sexual trepando por la médula en forma de escarabajo.

Olvidarse de la fecunda, fertilizante y laboriosa formación del semen a cambio, pongo por caso, de leer a Proust por las noches. Y de adquirir estilo.

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Y pasar por alto esas bellas noches invernales, oscuras y quejumbrosas, frías, propicias para dormir a pierna suelta, en tanto afuera azota el viento, la lluvia, y, los lobos, calados de agua hasta los huesos, avanzan pensativamente por los bosques.

Buena reputación. —¡Buena reputación estás hecha!

El purulento y churrigueresco buen humor de un hombre en vacaciones.

—De una buena vez señora: ¿Podría usted explicarme qué quiere darme a entender con esos suspiros, esas pastas que me ofrece, esas palabras que no entiendo y esa cola de encaje tan larga? ¿Que su marido es impotente?

—En secreto: preferiría bailar con su criada.

…Y de pronto llegó una turba de hombres descalzos, barbudos, hambrientos, que se bebieron de un sorbo todos los perfumes.

Los excesos de la sensibilidad conducen a la despersonalización más siniestra, lo cual da por resultado que nuestras pisadas no produzcan ningún ruido en el asfalto, ni dejen el menor rastro sobre la nieve.

Un pájaro en la alta copa de un árbol —el más infantil de todos los pájaros— y bajo el árbol un moribundo.

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Hablad pensando en el que nace o muere y ningún Buda os hará una mala pasada nunca.

No hay explicación posible a esos fetos amarillos y rugosos, pasados quizá por la sartén y encerrados en un frasco de cristal, que se exhiben impúdicamente. A no ser que se trate de probar a los incrédulos que sí existe en efecto viva y caliente —un ser como cualquier otro— la mujer intelectual.

La mujer intelectual — tan socarrona y hechicera como un pobre niño atacado de viruelas.

Y el intelectual, sí, sí, el intelectual de cuerpo entero, produciendo adonde va la impresión espeluznante de haber extraviado el pene.

—Marinero, ¿quién te dio esa rosa blanca que te llevas para el mar?

El Ave Fénix y la loca de la casa.

Y por hablar y no poder callar nunca, existen hombres que hablan solos.

Con la mano abierta, bien fría, sujetar, apretar, exprimir lo más ardiente de un seno. De un seno que puede haberte estado esperando durante años. De un seno al cual tú tontamente crees cortés e indispensable ofrendarle una levita y una chistera.

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Y allá iba yo por aquel camino siguiendo, persiguiendo a mi sombra — mi sombra, que también se ha de desvanecer algún día. Entonces di contra un muro y caí sentado en el lodo. Recordé algo muy preciso que había aprendido en la escuela. Área del círculo: x, x2. ¿Y para qué?

No se ha escrito, que yo sepa, en ninguna hermosa novela: "Y tras dejar caer una o dos veces las pestañas, me miró dulcemente, compasivamente, acariciadoramente con sus glaucos y húmedos ojos de vidrio".

Vuestra elocuencia y buenos modales y, de paso, esa punta del pañuelo asomando por un bolsillo, son las razones que impulsan al niño a orinaros, al escorpión a morderos y al perro de buena cepa a cohabitar alegremente en cualquier plaza pública.

Las cuatro témporas, las nueve musas, los doce signos del Zodíaco, las tres potencias del alma, las cinco llagas, las cinco en punto. Todo tan preciso, delimitado, tan inconmoviblemente puntual que la vida cobra aspecto de un intrincado y hasta delicioso sistema de pesas y medidas.

Que sistema al fin y a la postre es también el filosófico. Y sistema ese del hombre de hurgarse en cuanto se halla a solas las narices. Lo cual es saludable, limpio, recomendable y de un interés inaudito. Como la pesca, por ejemplo.

Punto de vista — punto en la vista, total ceguera.

¿Y se ha probado con razones de peso que la luna no sea de piedra pómez? 62

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Enfermedades secretas: la blenorragia y la sabiduría. Y más secretas, si cabe: los días perdidos.

—Mujer: Tú salvarás tu alma si tus piernas son lo suficientemente ágiles y suaves.

La blasfemia y la cruz. Una cruz de brillantes sobre el mórbido surco. Apartar la cruz de brillantes para apretar bien fuerte el seno. La cruz redentora contra el seno, el seno del pecado. La cruz de veinticinco mil pesos.

—Me gusta el kirsch. —Y a mí me gustaría ir a ayuntar con Su Excelencia a la cumbre de esa montaña.

Extirpar el subconsciente. He aquí la intervención quirúrgica del futuro.

No dejó de sorprender a la Justicia el hecho de que el pequeño ahogado apareciese en el fondo del pozo. Las aguas eran antiguas, solitarias y profundas. Mas el enigma quedó aclarado al enterarse todo el mundo de que el precoz suicida cumplía cien años y que todo él, hasta sus labios y los músculos de sus piernecitas eran de piedra. De piedra pálida y fría, lavada por las lloviznas de otros tantos inviernos.

—Enano de orejas grandes: ¿Qué haces ahí metido en el mar?

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En algún camino que nadie conoce se encontrarán algún día el primer hombre de la Tierra y el último y se darán fríamente la mano. —¡Cuánto tiempo sin vernos! Luego caminarán juntos un trecho, en prueba de amistad y buenos propósitos, y los demás hombres —todos los demás— aplaudirán de entusiasmo, sentados sobre la hierba. —"Ha concluido" — pensarán. Y se pondrán a merendar a gusto, después de tan afanosa y extraña jornada.

El mejor yerno, el ansiado yerno honorable; el de los dientes podridos y las piernas azules y flacas. El de los pies sucios.

Todo tan útil, tan inútil; tan blanco, tan negro; tan fluido, tan sólido; tan temporal, tan perdurable que el hombre en su extenuante y sofocante búsqueda ha caído de espaldas en un estercolero.

El harakiri y Mata-hari. Y el matarile.

¿Y sí por algún nebuloso y helado resquicio del mar se fuera fácilmente al infinito?

—¡Oh, no! De ningún modo digo todo esto porque no se vendan mis libros. Se venden. Además, sé bracear libremente por entre las olas, trepar a las montañas más empinadas, beberme un buen trago de vino sin apartar la botella y arrojarme sobre un hombre o una mujer en muy opuestas manifestaciones.

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El infinito: las doce en punto. Pero siempre.

Tiene su gracia el Psicoanálisis, no hay duda. ¿Cómo era aquello del cuervo de don Leonardo?

No con un lirio entre las manos, sino con tus dos manos, las tuyas, crucificadas en la pálida y misteriosa noche.

Pues de acuerdo con el Psicoanálisis, uno afirmaría sin rubor que la calvicie tiene su causa y origen en las lisas, lampiñas y redondeadas asentaderas de la madre.

—Hemos de morirnos, ven. Déjame que te desnude.

La conciencia — con su extravagante aspecto de alcachofa.

— ¡No, no te vayas! ¡No te vayas nunca! — era el grito. Y tú te ibas. O yo me iba. Jamás podrá darse soledad más errante.

Así te hablaba. Mas si hablara de ti a los demás diría que eras una hermosa especie de flor impura o de súcubo inmaculado. Mas prefiero guardar silencio y abrir bien los ojos durante la espesa noche por ver si apareces contra mi ventana igual que una mariposa amarillenta, con las aletas de la nariz desplegadas. 65

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Y si la conciencia es en todo semejante a una alcachofa, la inteligencia no lo es menos a una anciana vestida de rosa, el entendimiento a un comerciante en libros y la memoria a una vasta y desolada llanura, con un niño huérfano en el centro.

Solamente una palabra estará bien dicha: —¡Carajo!

Cortar violetas durante un eclipse…

Tocar el piano en un balcón…

Correr de un lado para otro, tratando de investigar cuál de todas las gotas es la última gota de un aguacero.

Y el ciclista intrépido, que vende pan, envuelto allá a lo lejos en una urbana y pesada nube de polvo.

Y el polvo, que ronda siempre como un augurio los manicomios, los cuarteles y las estaciones ferroviarias.

Las candorosas estaciones — con la peregrina ilusión de hacerle creer al viajero que arribará a un lugar diferente.

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— ¿Y qué opinaríamos unos y otros de un león peinado de raya al medio?

Amar al prójimo como a ti mismo es lo que en lenguaje común y corriente se llama buscarle tres pies al gato.

—Sí, por favor, una bata así, a grandes listas azules y blancas. Una bata de seda, ligera, que no se arrugue. Una bata de moda para ir al mar.

Y el cadáver — de tan exquisito sabor si está bien condimentado.

O los villancicos, con sus tiernos textos blasfemos, provocando al hombre a la mansedumbre.

Nochebuena, toque de ánimas.

Y la Pascua Florida.

En la Real Academia de la Lengua, alrededor de las cinco de la tarde, se levantó un señor vestido de negro, pálido como un muerto, y, convulso, iluminado, sacando fuerzas de flaqueza, pronunció la sagrada palabra: —¡Pedo!

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Aunque estaría bien que la Gran Salvaje, de trece a quince años de edad, perfectamente desnuda, no virgen y de erectos pechos; la Gran Salvaje, en ese corto intervalo de tiempo, se llamara Estrella de los Vientos.

Y que el viento marero —viento de popa— llevara al adolescente virgen a la Estrella de los Vientos.

Podría uno tumbarse tranquilamente sobre las dunas, aspirar con orgullo el salitre y dormirse o morirse aún —no hace al caso— con la certeza absoluta de haber sido testigo del más altivo, humano y brutalmente hermoso de los hechos. En tanto, uno debe consolarse y pregonar a los cuatro vientos: —En realidad, yo he visto a la Venus de Milo. O: —¿Sabe usted? La Biblioteca del Sansovino…

Y a propósito de la Gran Salvaje: —¿Qué diablos tendría el ajenjo en el siglo pasado?

Imaginad a un hombre mitad juglar mitad Papa, barbudo y citadino, transeúnte, con levita, mostachos y un sudor agrio y caliente de no bañarse, pretendiendo usurpar en la mente de sus lectores al enjuto pescador de perlas, cetrino y de pequeñas nalgas, que se sumerge no en la cabellera ondulante y metafísica de su querida antropófaga, sino en las azules y muy reales profundidades del océano, y obtendréis de cuerpo entero una visión aproximada de aquellos poetas venerables, precursores del calendario a tres colores, blandos viejos bonachones, inofensivos, dicharacheros, que aterraban a las

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familias decentes, excitaban a las grisetas y provocaban el orgasmo mental a los impotentes.

La faja elástica, el cosmético, los juanetes y un paraíso imposible de palmeras.

—¿O qué, te imaginas cándidamente que tus padres pensaron en ti un sólo instante en tanto copulaban aquella noche?

Ni el surrealismo, ni el cristianismo, ni el Chateau Margaux, ni las sociedades contra el vicio, ni esta sucesión anaranjada de crepúsculos misteriosos y pálidos lograron transformar a los hombres en seres naturales y serios. La cobardía, ante todo, nos ha castrado y cualquier perro de la calle tiene el derecho a ladrarnos.

Su mirada es vacía y esto me preocupa. Todo él parece un tremendo agujero.

No hacerse ilusiones, cristiano: estás solo, horriblemente solo, como no te imaginas. Solo a pesar de tus hijos, de tu mujer, de tu huerto, de tu perro y tu rito. Solo a pesar de tus floridas ocurrencias, de tus recuerdos más gratos, de las multitudes, de tus ropas nuevas. Por algo eres un hombre, uno solo.

—-Puccini: ¡Pero qué bien barriste esta mañana la acera!

La muy recomendable prudencia — una pálida amapola que nos ha brotado en el ciego.

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Y el romanticismo — esa misma amapola, más pálida aún si cabe, ya crecida, y asomando sus pistilos por entre las caries de nuestros dientes.

—Mujer: ¡Pero qué lisa, qué tibia, qué sonrosada calavera tienes!

Pues parece como si toda la atención, toda la fuerza, los más envidiables propósitos del hombre se concretaran exclusivamente a esto: impedir que los demás hombres se sientan alegres.

Una mesa es un pesebre y sería tonto darle más vueltas. No importa quien a ella se siente, lo que sobre ella se sirva o los chillidos y suspiros, las deliciosas profecías que alrededor suyo se hilvanen. Es una pesada y saludable herencia la suya. Nuestra mixtificación, un verdadero fastidio.

¡Y cómo exaspera ese afán de ciertos árboles en desmayarse inútilmente! ¡Y ese afán de los cirios en adoptar siempre el color de los muertos! ¡Y ese afán de los muertos en ir siempre vestidos, de ser posible, de negro!

El do de pecho y la hernia.

La hernia y el Gran Congreso Eucarístico.

Guardo, sobre todas las cosas, el recuerdo de una risa, de un pequeño grito, de una tela que se la llevaba el viento, de una luna roja, del mar. Y de una carne negra que

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nunca volví a ver ni supe más de ella. Y de un ardor, un temblor y un silencio muy especiales.

Para ti, todo está dicho. Para él, nadie ha dicho nada. ¡Y pensar que a lo mejor ambos tenéis razón!

Sentido del buen humor es, por ejemplo, colocarse una mano en la frente para poder mirar más lejos.

¡Oh, el momento solemne, siempre importante en la vida de los hombres; el momento de las grandes decisiones, en que dos personas dejan de tratarse de usted! —¿Y usted por qué me tutea? —¿Y tú porqué me hablas de usted? Impresionantes cosas.

¡Ya, ya sé que se mueren tantos! Pero, ¿no sería posible fabricarlos más altos? ¿Un poquito más altos siquiera?… ¡Sí, sí, los féretros! Un poco más altos.

—¡Y pensar que aún no habíamos hablado de la pluma estilográfica!

Fascinante y significativo ademán de la mujer desnuda que se sobrecoge ante la presencia de un intruso; llévase ambas manos a los senos, nunca al sexo. Señal evidente, irrefutable y consoladora de que teme el golpe, la amputación sádica de aquello que es blando y sensible; no la agresión sana, lógica, irresistible de la virilidad ardiente. 71

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—Las sensaciones y las ideas son manifestaciones totalmente diferentes. Esto, al menos, ya es ventilar algo.

¿Y por qué no? Echaremos también nuestro cuarto a espadas: —Pues en un tiempo el universo no estaba constituido, como opinaba Empédocles, por los cuatro elementos; sino que la Tierra y el cosmos en general referíanse exclusivamente al cloroformo.

Aunque cien mil siglos después sopló el siroco, se despejó el vacío y, bajo un cielo de cúmulos y cirros, comenzaron a agitarse los eunucos. Eran los bellos tiempos en que las madréporas florecían en tiestos de barro y a las nereidas se les iban desprendiendo las escamas…

Mas brotó del suelo un gran árbol de amatista., cayó del cielo la primera lluvia de carbunclos, y el hombre —ya con testículos y sin escamas— comenzó a pensar muy seriamente en las vajillas de Royal Daulton. Esto ocurría un poco antes de que naufragara el Titanic.

Pues dejad en paz a los tontos. De cualquier modo que se juzgue, siempre un tonto será preferible a cualquier estúpido.

Y nos uniríamos tú y yo sobre la tierra y no habría en realidad criaturas más libres.

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—Eres tan fatalista —suenan decir en la calle— que hasta el sexo de una mujer te turba. —¿Y qué queríais? —aduzco—. ¿Que a fuerza de nutrir ideales abrazara la idea de la muerte con la exaltación y simpatía de los gélidos eunucos?

La libido y el buen apetito. Pues bien, no encuentro mayor diferencia entre el trastorno que produce en mi ánimo el vello en las piernas de las mujeres y un hermoso cabello en la sopa.

De pasatiempo a pasatiempo, antepongo a la Arqueología el fuego en el bosque.

Tus barreras sociales me asustan. Siento como si la vista se me nublase, como si la tierra girase igual que una peonza y escucho, arrastrándose en las sombras, el estertor de los que han muerto detrás de esas barreras.

—¡Rematado! Y el aprensivo se palpa sofocadamente las sienes, como queriendo exhibir su razón o retenerla. Como tratando de persuadir a quien grita. —¡Rematado! ¡Está rematado! Olvidaba lo de la subasta.

Las puntas de nuestros zapatos, que tan estrecha relación deben guardar con nuestro apesadumbrado espíritu.

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Jesús, Jesús: ¿Qué pensarías de tu Tierra si algún día por descuido, error o terquedad volvieses a ella y te encontraras a hombres, hombres a quienes tanto amaste, a los que pretendiste enseñar, hombres por los que te suicidaste, con botines y reloj de pulsera? ¿Qué fue de tu huerto de Getsemaní? ¿Qué del mar de Tiberiades? ¿Qué de tu cruz, tu alta y sombría cruz, no semejante a ningún otro árbol? ¿Y tu plegaria? ¿Y el dolor? ¿Y tu sangre, tan caliente y pura? Ahí los tienes a todos, sentados en el cinematógrafo.

—Violinista de tres al cuarto: la prostituta joven te pide una berceuse…

Prostituta anciana, amarilla, buena para espantar a los pájaros y a la luna; buena para que te orinen los perros, para que te arrojen cáscaras los niños, para que te hagan el amor los gendarmes…

Pero observad con el mayor cuidado lo que ansía desde el fondo de su corazón el hombre y encontraréis al punto la razón de por qué todos los hombres han de ser necesariamente tan infelices.

¡Oh, la adorable alegría de la juventud petrificada! Encerrada en un ataúd gris, nadie le negaría una flor de aniversario. Mi tributo a la solterona.

—Hijo mío: Puesto que has cumplido los seis años y ya estás en edad de saberlo todo, comenzaré por decirte esto: Una tarde de febrero, con un dolor que ya irás comprendiendo con el tiempo, te dio a luz tu madre.

Avergüenza y compunge el adulterio por la sofocante obesidad que presupone.

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Mas tú no olvidas. Recuerda aquellas dos encinas que crecían aparte y sin mirarse, pero con sus raíces húmedas y retorcidas, bien presas entre sí, bien presas y unidas bajo tierra.

Hoy sí. La siempreviva — pero muerta.

Y no malgastéis vuestros luminosos y fecundos años en la estéril y nebulosa penumbra de las universidades.

Tenéis el sueño, el vigor, el apetito, la libertad, la virilidad provista. Tenéis la salud y el campo abierto. El mar, la mujer y el ánimo dispuesto. Y sois presuntos dueños de vuestra propia vida. Jugad, pues, con ella como un rayo de sol con el agua y hacedla tan perfumada y amplia, tan honda, tan férrea como la raíz del más férreo y alto de los árboles.

Para los lúbricos hay remedio y para el andarín empedernido miles y miles de leguas. Para quien no hay remedio es para aquel mercachifle de gafas, sin sístole ni diástole, que fenecerá también inevitablemente.

Extraño a lo propio — aunque atrozmente familiarizado con los muertos ajenos.

—Mujeres todas que os desnudásteis algún día ante mí: ¡nunca sabréis cuánto, cuánto os lo agradezco!

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Estoy solo, debes persuadirte. Solo en el dorado Otoño.

—¿O no os habéis percatado aún de cómo en el hombre todo anuncia su inmortalidad? Eso dice Blas, el del punto redondo, recién venido de lo Eterno.

No está el poder del árbol en la quejumbrosa y lírica voz de que nos hablan los poetas; ni en la plácida y amplia sombra a que pudo referirse el caminante; ni siquiera en la atmósfera que esparce alrededor suyo o en el dulce rumor de sus frutos al desprenderse y caer sobre la hierba; ni está, asimismo, en la variable forma de sus retoños o en la desinteresada influencia de su hálito. El poder del árbol, su fuerza, su encanto, la radiante potencia biológica del árbol reside en nuestra propia, individual y activa existencia.

¿Dolor?… ¡No sé! Una simple esfera azul, en un espacio infinito y de color azul, entre varios millones de esferas azules e iguales.

Pues no hay idea ni flor sobre la tierra que no aburra a fuerza de ser la misma.

… Y se dividió el mundo en grandes y complejos núcleos: aquellos que temían al Señor, aquellos que temían a Satán, aquellos que temían a la Muerte, los que temían a la Vida, los que sentían pavor de los ladrones, de la Soledad, de las bestias hambrientas; aquellos que temían la Esclavitud, la Obesidad, las sequías, la monstruosa Opulencia; y los que se temían a sí mismos.

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—Puesto que llueve, dime: ¿Qué haremos esta tarde? —Nada mejor, creo yo, que sentarnos a la ventana, apoyar la frente en los cristales y mirar al jardín sin ramas hasta que se haga de noche.

—Y puesto que se ha hecho de noche ¿qué haremos? —Salir al jardín cuanto antes y dejar que la lluvia nos moje.

—Ya estamos mojados, amiga. ¿Y ahora? —Ahora, quitarnos las ropas para que las hojas secas se alegren y yo pueda recibir tu cuerpo sin un estorbo.

Con el único estorbo duro, caliente, sin cáscara, de tus dos pechos.

—Socialistas, católicos, políglotas, transeúntes, matemáticos y usureros de todo el mundo: ¡What a pity!

Y los niños también se mueren. ¡ Nadie en su sano juicio lo hubiera dicho!

No, no había llovido y hallábanse cerradas hasta las más estrechas grietas. Diríase que la tierra les negaba sepultura hasta a los más santos.

¿Y qué hace usted ahí con esa expresión de bobo, esa sonrisa piadosa, mirando al pajarito que picotea una fruta en el árbol? ¿Le da a usted lástima? ¿Se enternece

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usted? Diga, ¿qué piensa? ¡Ah, cuidado no baje y le saque a usted los ojos! ¡Cuidado y no le pique allí mismo, donde usted sabe!

…como yo supe desde el primer día que guardabas para quien te amara el color y el sabor primitivo de las algas. Y su tenacidad submarina, sólo comparable por lo monstruoso a la voluptuosidad inefable de los pulpos, cuyas eyaculaciones provocan el cáncer en la matriz de las mariposas.

Vida — que es por igual barro, un barro o la Novena Sinfonía.

Vivir — germinar, florecer, exhalar un olor y abrirse hasta estallar como un cohete.

Un cohete —¡tristemente!— sin fosforescencías. Un cohete, pongamos por caso, lanzado desde cualquier arrecife, a orillas del perfumado Adriático, a las once del día, en Primavera.

Y un río inmenso, de aguas profundas, quebradizas y verdes, que tras recorrer zonas inexploradas me lleva al regazo de una mujer pensativa que recoge conchas entre las piedras.

Morir — entregarse. Aquí estoy.

Morir — irse y no volver más; no volver más a abrir un cajón determinado, ni los ojos por las mañanas y transformarse ahora sí en uno mismo, uno solo —solo, solo—, sea

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allá arriba donde el aire es líquido y palpable o acá abajo donde florecen las margaritas silvestres.

Morir — añorar. Por aquí andaba yo de niño.

—Hermano mío, amigo mío: ¡Que Satanás te lleve!

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