Cuba, te recuerdo
Tacitas de porcelana Mi tía Mercedes murió hace poco.
Siempre se le conoció como “Chea”, un
nombre que en Cuba se les daba a las “Mercedes”. Para mí, claro está, era una persona única. Sin embargo, estoy seguro que todos hemos conocido a alguien como ella, o tal vez tengamos a alguien como ella en nuestras familias, o quizás tengamos una amiga como la tía Chea. Son personas calladas, siempre hacia el fondo en las fotos de familia. Cuando mueren, de pronto nos damos cuenta hasta qué punto sus vidas llenaron las nuestras. Yo despedí el duelo en su entierro en Los Ángeles tres días después de que sus restos fueron traídos por avión desde Miami, donde había residido en un hogar para personas mayores desde que su hermana, mi tía Carmen, había muerto hacía dos años antes. Las dos habían vivido juntas durante toda la vida, primero en Cuba, luego en España, y más tarde en los EE.UU; las dos habían vivido hasta sus noventa. Mi primo Pepe vive en la Florida y así pues él y su esposa, Alicia, siempre se ocupaban de tía Chea, cerciorándose de que tuviera todo lo que necesitara. Nunca careció de nada.
Tía Chea murió a la edad de noventa años y esto es en sí algo increíble. Era casi un milagro porque siempre había sido muy enfermiza, con toda clase de problemas, cirugías, etc., a la vez misteriosos y sin solución. Era una señora de aspecto delicado que nunca llegó a pesar más de ochenta libras en toda su vida. Era trigueña y, de joven, había tenido un cabello negro azabache. Y sí,
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una vez había sido joven. Una vez, hacía ya mucho tiempo, hasta antes de yo nacer. Cuando yo la conocí, era ya una mujer hecha y derecha. Sin embargo, sus ojos se le habían mantenido como su característica más bella, grandes y dulces, oscuros y cálidos, como un fuerte café cubano.
Todo en ella sugería
delicadeza, empezando por las manos y terminando con la cara, todo delicadamente tallado como en un camafeo. Parecía tan delicada que daba la impresión de que si el más mínimo viento le soplara, la quebraría en dos. Y, sin embargo, los más grandes vientos nunca lograron quebrarla. Había tenido una vida larga y a veces dura pero a pesar de eso había sobrevivido a sus cuatros hermanos, incluyendo a mi padre, el cual había sido el benjamín de la familia.
De todos los hijos de mis abuelos, tía Chea fue la única que nunca se casó. Había sido la única que nunca se había mudado de la casa de sus padres y empezado vida propia.
Nunca había tenido trabajo.
Una vez, hoy día el
recuerdo de esto casi se pierde a la memoria, había tenido un prometido. No sé nada acerca de este señor pero poco después de haberse declarado, se formó con rapidez una conspiración en nuestra familia en contra de esta idea de que Chea se casara. Algunos en la familia creían que ningún hombre podía con toda seriedad interesarse por Chea. Estos miembros sospechaban de que lo único que él quería de ella era “su dinero” y que esa era la verdadera razón por la cual le hacía la corte, pues era obvio, afirmaban los conspiradores, que Chea claramente ya no estaba de quince.
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Estos mismos conspiradores a la larga pusieron al hombre de patitas en la calle.
Después de eso, ya no hubo más habladuría de prometidos, ni de
noviazgos, ni de matrimonio, ni de una familia propia.
Tía Chea, la cual
siempre había sufrido de problemas de salud, de momento se empeoró y ahora siempre estaba enferma y pronto descubrió lo que algunos han llamado “la tiranía de los enfermos”. Se aseguró de que los otros nunca se olvidaran de su delicada salud. Abuela Pastora, por ejemplo, tuvo que hacer un sinfín de viajes a La Habana para llevar a Chea a los más egregios especialistas de la Isla. Estos viajes siempre se hacían a gran costo y requerían mucho tiempo y mucha energía ya que Chea siempre “necesitaba” viajar en primera, en los mejores vagones disponibles.
Además de su delicada salud, tía Chea tenía dos obsesiones más: las joyas y las porcelanas.
No recuerdo mucho acerca de sus joyas pero sí recuerdo
claramente su colección de porcelanas. Consistía, y en esto sí que hay una fina ironía, de una colección miscelánea de tazas de té que nunca llegó a completarse.
La ironía consistía en que le pertenecían a una persona que
nunca recibía en sociedad, que tenía pocos o ningunos amigos, y a la cual nunca se le habría ocurrido de hecho usar a sus “electos” para algo tan común y corriente como habría sido echar alguna bebida dentro de los miembros de su colección. Éstos eran bellos y delicados; nunca se les sacaba de casa; y no
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servían ningún propósito práctico, con la excepción de existir en toda su delicadeza.
Todos los días, tía Chea se cambiaba la ropa de diario por una bata que a mí se me parecía
a un kimono ya que había en ella algo de alto colorido y de
oriental, repleta de negros, de naranjas, y de verdes. Ésta era su bata especial. Se retiraba a su recámara y, no en secreto pero sí en un privado total, con extremo cuidado removía de lo alto del gavetero donde conservaba su colección cada una de las tazas y sus platillos. Esto lo hacía una a la vez, con gran ceremonia y mientras hablaba consigo misma en una voz muy baja. Dios me perdone pero, de niño, esto siempre me recordaba cuando cura del pueblo consagraba el vino y la hostia durante la Misa. Luego sacudía cada una de las tazas y cada uno de los platillos, ejerciendo un excepcional cuidado y usando un fino paño el cual “estaba garantizado a no dejar la menor marca”. De la misma manera ceremonial, después volvía a colocar cada taza y cada platillo en el lugar preciso de donde los había removido. El Universo de la Colección era uno perfecto y por eso la continuidad sin falla era uno de sus requisitos absolutos.
Con el pasar de los años, su colección había alcanzado vastas
proporciones pero ella, como gran conocedora de buen gusto, solamente mantenía a “las preferidas” sobre aquel gavetero tan extremamente alto que semejaba el altar del Santo Graal.
Personalmente, yo prefería la de color
cafecito. Se me ocurría que era sumamente listo por parte de los fabricantes el
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haber creado una taza que por afuera sugería el mismo color que el de la bebida que se le iba a echar por dentro.
Después de cierto tiempo, tía Chea pasaba tranquilamente de éste al siguiente reino, la sala-museo (ver “Un hogar para todos”). Al igual que su recámara, la sala estaba preñada de una ausencia de sonido, de una ausencia de gente, de una ausencia de todo aquello que forma la vida cotidiana, diaria.
Existía
solamente con un fin: ser ella misma, ser vista, no servir ningún otro propósito que no fuera la belleza misma. En su peculiar trajecito japonés-a-medias, tía Chea andaba por aquí y por allí, sacudiendo con cuidado toda las figuritas Rococó de la sala, con sus sugestivas decoraciones eróticas francesas de pastorcitos dormidos, guapos y jóvenes, y de lindas condesitas que los miraban en secreto desde sus escondites, con abanicos que apenas disimulaban sus pasiones.
Chea con ternura acariciaba en sus manos cada artículo, los
miraba por un segundo más de lo que otros habrían hecho, y luego los volvía a colocar exactamente donde los había encontrado. Ya para entonces eran las cuatro. La hora había llegado.
Puesto que la sala estaba separada por un largo corredor del único baño con ducha, se le podía oír a tía Chea con sus chancletas de Madera, su kimono naranja reducido a un borrón, corriendo a su siguiente importante cita del día, La Ducha de La Tarde. Siempre a las cuatro. Más exacto, ni un reloj. Clik, clik, clik, clik. Todos en el caserón sabían qué estaba pasando. Al no ser que
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una enfermedad la mantuviera en cama, este ritual representaba la culminación de la tarde. Después, tía Chea se “emperchaba” (como decíamos en Camagüey cuando alguien se vestía con esmero), fuera el día de semana que fuera, y tomaba su lugar de honor en uno de los grandes balances de madera en el portalón de la casa. A esa hora de la tarde, lo más probable era que allí estuviera solita. Los demás solían estar a punto de salir del trabajo, o iban a recoger a sus niños de la escuela, o se apuraban hacia una nueva cita con alguien que ellos pensaban que los amarían por ellos mismos.
Desde su
puesto, tía Chea, en silencio, miraba la vida pasar hasta que llegaba la hora de la cena.
No recuerdo que jamás fuera a ningún lugar a hacerle la visita a
nadie, por lo menos a nadie que no fuera familia.
Tampoco recuerdo que
muchos vinieran específicamente a hacerle la visita a ella. A pesar de esto, ella siempre estaba en su puesto, desde que acababa con la ducha, hasta la hora de la cena.
Ya que nunca se había casado y puesto que abuela Pastora siempre la había consentido toda su vida, mi prima Rita y yo, los únicos dos niños en toda la familia en aquella época, considerábamos a Chea como si fuera una “niña grande”. Mientras que no se nos habría ocurrido provocar a los otros mayores en la familia para que jugaran con nosotros,
a nuestro modo de verlo, Chea
era diferente. Y a ella esto le gustaba. Pretendía que nuestras travesuras la irritaban más allá de lo que la resistencia humana podía tolerar pero a la larga siempre se incorporaba al juego y, en secreto, le encantaba. Uno des nuestros
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juegos preferidos era “el juego de los intrusos”. Éste requería que se violara la santidad de la sala-museo para así provocar la “ira” de tía Chea. Rita y yo nos metíamos, en secreto, en la sala y nos escondíamos en algún lugar por breve tiempo antes de que tía Chea se apareciera como de costumbre para sacudir en la sala.
Dejábamos que empezara y despues de un rato ella comenzaba a
hablar consigo misma. ¡Ésta era la parte que más nos gustaba!
Después de contar del uno al tres, mi prima y yo empezábamos a repetir en voz alta, como si fuéramos cotorras, todo lo que tía Chea había dicho hasta ese punto y entonces nos dábamos a la fuga. Corríamos por todo aquel sanctum sanctorum que era la sala-museo mientras que tía Chea nos gritaba y nos amezaba de muerte. Para convencernos de que hablaba “en serio”, a la larga empezaba a buscar algo por detrás de algún mueble u otro y entonces sacaba La Grande. Ésta era un pedazo de cuero antiguo, probablemete parte de la correa de una montura de la finca de abuelo Manolito, a la cual Chea había bautizado Juana-Julia. He aquí otro misterio, pues nosotros ignorábamos de dónde rayos se le había ocurrido ese nombre para este aterrador instrumento de tortura. Nos perseguía por todas partes, siempre amenazándonos de darnos latigazos hasta que aprendiéramos a no entrar en la sala y a no espiar para después repetir lo que ella había estado murmurando.
La mayoría de los
chicos, si no se habían enterado de que esto era sólo un juego,
se habrían
puesto blancos como un papel y se habrían desmayado con sólo ver a JuanaJulia: midiendo casi cinco pies de largo, con tres pulgadas de ancho, y con
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pulgada y media de grueso.
Si tía Chea hubiera hecho el menor error de
cálculo y en realidad nos hubiera tocado, aunque fuera un poquitín con esa correa, nos habría mandado derechito a Emergencia. Aun así, habría sido la primera en llevarnos galletitas y otras golosinas para hacernos entender claramente que todo había sido nada más que un accidente. Pero nunca se le fue la mano.
El juego por fin terminaba cuando los tres ya no podíamos mantenernos en pie de tanta risa y nos quedábamos parados ahí, mirándonos, con dolor de estómago de tanto reír. Secándonos aquellas felices lágrimas, mi prima y yo salíamos de la habitación con rumbo hacia nuestra siguiente aventura y tía Chea regresaba a su plumero o a La Ducha de La Tarde. Rita y yo nunca nos preguntamos si tía Chea extrañaba o no el no tener hijos propios. Ella era la tía Chea y esas preguntas simplemente no se hacían.
En otros momentos, momentos de más tranquilidad, también servía de maravillosa acompañante.
Ella y la hermana de mi madre, mi tía Olga,
siempre fueron mis visitas preferidas cuando yo estaba enfermo y en cama. Tía Olga hacía un tremendo café con leche y por eso yo siempre ansiaba sus visitas ya que, de vez en cuando, me traía un poquito en un termo. Tía Chea, por su parte, llegaba siempre muy “emperchada”, con aquellas sayuelas de los años cincuenta, los tirantitos bien finitos, y unos enormes tacones, toda frescura y semejándose a un avecilla.
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Se posaba a un lado de mi cama y
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empezaba por preguntarme cómo me sentía.
Como persona habitualmente
enferma, hacía todas las encuestas profesionales como un eminente galeno y hasta me ayudaba un poquito cuando yo me mostraba un poco lento en entender la pregunta. Luego, seguía con la narración de algo que había pasado en casa de abuela.
De pronto y de modo irreversible, su cuento daba una
vuelta inesperada y empezábamos a correr por el mundo
del fluir de la
consciencia, donde una idea llevaba a la siguiente y ésa a otra y aquélla a la siguiente y de una para la otra.
Ésta era la conversación perfecta que se le podía hacer a un niño, pues no requería que se prestara mucha atención por mucho tiempo. Cuando por fin llegaba al final, tía Chea había ya empezado veinticinco cuentos diferentes, no había terminado ni uno, y me había hecho reír durante toda la visita.
Era
verdaderamente un ave del Paraíso. Como mi padre (ver “Mi cuento preferido”) tía Chea era la perfecta cuentista, con palabras, ojos, y manos por todas partes.
Era como ir al teatro sin tener que salir de la cama.
¿Para qué la
televisión? Después de estar sólo unos minutos con ella, yo ya ni me acordaba de lo que me dolía, antes bien, me sentaba en la cama y me dejaba echizar por sus historias.
Por eso, como las tazas de tía Chea, de vez en cuando escojo uno que otro recuerdo, lo sacudo con cuidado a fin de que su belleza individual brille como un sol cubano; luego, lo vuelvo a colocar con todo mi amor donde goza de su
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puesto de honor, sobre un alto gavetero en algún recodo de mi corazón. Hasta la próxima vez.
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