!soy Un Vejestorio Comunista! - Dan Lungu

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!Soy un vejestorio comunista!, Ed. Pre-Textos, Spain Dan Lungu Son las nueve de la mañana y estamos trabajando como locos. Sudamos la gota gorda para después de la pausa tumbarnos a la bartola. El timbre, potente y ronco como una sirena, nos indica que hay alguien en la puerta, un extraño. Se corre el pestillo y aparece el jefe con cara de entierro. Junto a él, un hombre elegante, con el cigarrillo en la mano, tampoco muy alegre él. Aurelia me susurra que es el nuevo director. Había oído decir que hacía unos meses habían cambiado al director, pero no había tenido ocasión de verle la cara. Rasuradísimo a más no poder, impecablemente peinado, pero antipático a primera vista. Pienso que el jefe se ha metido en algún lío o que alguno de nosotros ha hecho una trastada, pero una gorda del todo, para que el director se haya dignado a sacar a pasear su elegante traje entre nuestros monos sucios de grasa. El camarada Traje se lleva las manos a los oídos y arruga los ojos y el jefe nos hace señas para que paremos las máquinas. Cuando es posible escuchar, el jefe nos dice que nos acerquemos, que el camarada director general tiene que comunicarnos algo. Hacemos un círculo en torno a ellos. El camarada Traje aplasta la colilla con la punta del zapato de 420 leus el par, junta las manos y suelta todo solemne: –Queridos camaradas, tengo una buena noticia para todos nosotros. Como su taller ha sido durante años seguidos ejemplar en la «Superación socialista», los camaradas de la Provincial del Partido nos han encargado una alta y honorable misión. Está claro que la hemos pringado, pienso. Deben de querer aumentarnos el rendimiento. –Una misión de la que hemos de estar orgullosos. La de mostrar y dar a conocer los frutos de nuestro trabajo al más alto nivel posible, al camarada Nicolae Ceauşescu… Bla, bla, bla. Nos quedamos todos de piedra. Dentro de tres días, Ceauşescu vendrá a visitar el taller para dar un impulso a la producción para la exportación. –¡Les ruego que empiecen ahora mismo a preparar este emocionante momento! – concluye el director su discurso. Eso significa darse un buen tute, todos lo sabemos. El tío Mitu tiene una mirada pasteurizada, eso dice él. O está con resaca o la ración matinal de agua bendita ha sido demasiado grande. El jefe trata de obtener del director un día de aplazamiento para empezar la limpieza porque justamente estamos terminando un pedido para Tailandia. El menor retraso significa penalización. –Camarada, viene Ceauşescu, ¿lo entiendes? ¿Es que precisamente ahora nos pirramos por la exportación? –le riñe el director encendiéndose otro cigarrillo. Salen los dos y nosotros nos quedamos pensativos. –Así me muera, que no voy a parar hasta hacerme una foto con Ceauşescu aquí, junto al torno –dice el tío Mitu masticando las palabras. –Tío Mitu, si Ceauşescu le da la mano no se la lave hasta que se muera –lo provoca el tío Pancu. –Noooo, yo de Leana quiero un besito. Me visto de pionero y le doy flores, solo para que me dé un besito en la mejilla. Nos reímos pero sin ganas. El jefe vuelve en seguida. Cala de una mirada al tío Mitu y lo manda a dormir una hora. No ha conseguido doblegar al director con lo del aplazamiento, de modo que nos preparamos a dejarlo todo como una patena. Nos advierte que, si no sale bien, se acabó la buena vida. Al director, principalmente porque es nuevo, le tiemblan hasta los calzoncillos, de manera que no nos va a quitar ojo. Lo que no se haya reparado o limpiado en los últimos veinte años hemos de solucionarlo nosotros en

tres días y tres noches. Si es menester, trabajaremos a turnos. No estaremos solos pues toda la empresa se va a poner las pilas. Nuestro taller está en el punto de mira, pero nunca se sabe dónde le darán ganas a Ceauşescu de meter la nariz. Jamás he visto al jefe tan nervioso. Habla y se pasea entre nosotros. Piensa en voz alta. Da órdenes para hoy o para los días que vienen. Recapacita. Se contradice. Balbucea. ¡Está aterrado! Finalmente, conseguimos organizarnos por poco que sea. Decidimos empezar encalando porque eso es lo que más ensucia. A continuación, pasamos a pintar todo lo que lleva años sin ver una brocha, a limpiar los cristales, a sacarles brillo a las herramientas y luego ya veremos. Empieza el zafarrancho. Al principio nos liamos unos con otros, pero poco a poco empezamos a actuar con orden. Donde están dando cal, Aurelia y yo limpiamos las huellas y hacemos los cristales. Sanda tiene mucha suerte, está de baja maternal. Estamos en la tarde, las cosas marchan medianamente bien, pero aún nos queda para acabar. Solo hemos hecho un descanso de un cuarto de hora. Me duele la espalda y me escuecen las manos. Al principio, Aurelia y yo estuvimos contándonos cosas, pero ahora trabajamos en silencio. Solamente se oye el fssh fssh de la brocha y el chasquido de los cristales. Del almacén vienen dos mujeres con pilas de monos y toda clase de prendas de protección. Recibimos un equipo nuevo. El día de la visita tenemos que parecer como si nos sacaran de un libro, como dice el jefe. Con casco y gafas protectoras, guantes y delantales de piel si al caso viene. Con este motivo, el jefe decreta un descanso. Manda a alguien a comprar comida para todo el mundo. Más agua mineral, a pesar de algunas protestas por lo bajo. El café lo trae él del despacho. Todos tenemos que firmar la recogida del equipo. Por vez primera, los del almacén tienen paciencia y nos lo probamos. Antes, nos lo daban y ahí te quedas. Si te estaba pequeño o grande, tenías que pasarte una semana de súplicas para que te lo cambiaran. Montamos una mesa común mientas uno u otro de¬saparece y vuelve con los efectos debajo del brazo. Comemos en silencio, pensando en nuestras cosas. Aparece el tío Mitu con el casco en la cabeza, gafas de protección, delantal y guantes bastos de piel de cerdo. Anda balanceándose, con los brazos separados del cuerpo como si quisiera batirse con alguien. –Me llamo Dumitru Prunariu –dice–, el primer rumano que ha estado en el cosmos. En este momento solemne, quiero transmitiros saludos de los amigos marcianos. Aprovecho el momento de distensión y salgo a la puerta para llamar por teléfono a Ţucu y decirle que no sé cuándo llegaré. …l ha llegado justo después de Alice y se está preparando la comida. Le explico lo que pasa y me dice que ya sabe de la visita de Ceauşescu, que a ellos también los han movilizado, ya me lo contará en casa. Hoy han salido más pronto pero mañana les espera una buena. Le pido que lleve a Alice a casa de Sanda, durante un día o dos, hasta que pase la tormenta. No era la primera vez que la niña se quedaba en casa de su tía pues se llevaban de maravilla. También en la calle hay movimiento. Han puesto a calentar calderas de pez y los volquetes cargan alquitrán. Abajo, los compresores ya han empezado a funcionar. En fin, están asfaltando por doquier, antes había que hacer eslalon con el coche entre los socavones. En la puerta de arriba, están lavando los abetos grandes y cubiertos de polvo con una manguera. Junto a nuestra valla, hacia la calle, hay unos montones granes de tierra negra que están cargando con pozales. La gravilla y la hierba seca desa¬parecen y en su lugar se hacen macizos para flores. Los guardas pintan la puerta grande por donde entran los camiones. Tampoco en las otras secciones están mano sobre mano. Todo el mundo está en pleno movimiento. Dentro, ya se han puesto a pintar. En primer lugar, la banda que rodea el taller, luego pasamos a la parte metálica, postes y todo lo demás. Todo de verde. Aunque se han abierto de par en par las ventanas, el olor nos marea. Son las diez de la noche y, como en toda la ciudad, han cortado la corriente eléctrica.

Encendemos unas linternas pero no se ve gran cosa. El jefe está desesperado. Está hablando por teléfono en su despacho. Grita: –Que viene Ceauşescu, ¿os enteráis? Poned la corriente o, de lo contrario, seréis los responsables. Esperamos. Estamos molidos. El jefe no para de llamar por teléfono. Ni siquiera el tío Mitu tiene ganas de broma. Por fin, viene la corriente y, a duras penas, volvemos a comenzar el trabajo. No nos cunde mucho. Nos deja una hora más y luego nos manda a casa. Al llegar, Ţucu está durmiendo. No lo despierto. Duermo como un tronco. Aquí estamos al otro día, a primera hora. Entre nosotros, hay dos caras desconocidas, llevan monos nuevos. El jefe, sombrío, hace las presentaciones. –Estos son vuestros nuevos compañeros. Se llaman Andrei y Maria. Serán los representantes de los trabajadores en la delegación oficial que acompañará al camarada presidente. Ahora nos van a echar una mano y se habituarán al puesto de trabajo. Andrei es atlético y lleva el pelo a cepillo. Por las mandíbulas, más bien lo veo con calzón corto y guantes de boxeo que con un mono. Maria es muy guapa, ni que pintada para ofrecer flores. El plan de hoy es el siguiente: por la mañana terminar de pintar en el interior y dejar las máquinas resplandecientes, que brillen, vamos, y por la tarde pasar a acondicionar el exterior. Otra vez formo equipo con Aurelia. Pasamos a los utillajes. Sacamos el polvo empapado de aceite de todos los rincones, restregamos con papel de lija y pulimos con un paño de fieltro. El jefe nos transmite, de uno en uno, que llevemos cuidado con lo que hablamos delante de los otros dos. No era necesario que nos lo dijese. El más difícil es el tío Mitu, que se le va la lengua fácilmente. Observo de reojo a nuestros nuevos compañeros. Andrei mira el torno como si fuera una jirafa, y Maria parece tener en las manos un erizo en vez de un trapo. –Es difícil cambiar de oficio de la noche a la mañana –le digo por lo bajo a Aurelia. Aurelia se ríe para sus adentros. El camarada Traje viene a ver cómo va la faena y a darnos ánimos. En cierto momento, Maria se acerca a nosotras. Nos pregunta por una tirita, porque del papel de lija se le ha hecho una ampolla. Tiene manos finas, pero no lleva las uñas pintadas. Le traigo del botiquín de primeros auxilios un rollo de esparadrapo, para que se corte lo que quiera. Nos pregunta si es corriente trabajar así. –No lo que se dice a este ritmo, pero se trabaja –dice Aurelia prudente. Maria se queda con nosotras. Está empezando a cansarse, restriega fuerte. Nos dice que tiene un hijo en cuarto año y que le cuesta estudiar, que hay un montón de asignaturas. Yo le digo que eso está bien, que los niños se acostumbren desde pequeños a superar las dificultades. Luego me sabe mal haberlo dicho, cualquiera sabe cómo lo va a interpretar. Frotamos y callamos. El jefe me llama aparte y me dice que me ha tocado el turno de hablar con el securista responsable de la empresa. Me explica dónde está su despacho. Que no me asuste, que no es nada grave, todos han de pasar por allí. –¿Emilia Apostoae? –me pregunta el securista hojeando unos papeles. Asiento con la cabeza. Es un hombre de unos cuarenta años, un poco entrecano, de rostro apacible y voz aburrida. Me había esperado un semblante más hosco con voz de trueno. –¿De soltera Burac? –Sí. –¿Su padre y su madre agricultores? –Exactamente. –¿En qué trabaja su marido?

–Cerrajero mecánico. –Sí… sí… cerrajero mecánico… ¿Pero por qué no es usted miembro del Partido? –Hum… No lo sé… Creo que no tengo el nivel ideológico necesario, camarada… –Veo que es usted una buena trabajadora, no tiene faltas de disciplina… –Así es. –Ha recibido un piso por intermedio de la empresa, ¿cómo se siente en él? –Bien. –¿Le han propuesto entrar en el Partido y se ha negado? –No. –¿Pero si se lo propusieran aceptaría? –No lo sé… Creo que sí. –¿No dice que no tiene el nivel ideológico necesario? ¿Qué quiere decir con eso? –No lo sé… Así pienso yo… –¿Qué le falta para tener el nivel ideológico necesario? –Quizá tendría que estudiar más los documentos del Partido… ¿Qué sé yo? –¿Está satisfecha del colectivo con el que trabaja? –Sí. –¿Y con el encargado? –También. –¿Tiene alguna queja relacionada con el puesto de trabajo? –No, no. –¿Considera que le falta algo en lo que la empresa la pudiese ayudar? –Pues no sé… Quizá una bombona… –¿Eso es todo? –Sí, creo que sí. –Está bien, haga una solicitud y démela y mañana baya al sindicato a recoger el bono para la bombona. Cuando regreso están en el descanso. Cojo mi paquete y me siento afuera, en el banco, junto a Aurelia. –¿Cómo ha sido? –me pregunta. La miro sorprendida de que lo sepa. –Me ha dicho el jefe que después del descanso vaya yo. –Ah –ya lo entiendo–. Es un tío majo. Te pregunta las quejas que tienes. Yo le he dicho que quiero una bombona y me ha dicho que haga una solicitud. –¿Y por qué no te lo habían preguntado antes? Hago un movimiento de cabeza expresando que está claro por qué ahora y no antes. Comemos. Al terminar, Aurelia saca naranjas. Cuenta que en la tienda donde está su marido no paran de descargar género. Están recibiendo de todo. Embutidos, leche, chocolate, de todo. Y no solo en su tienda, sino en todos los barrios. Bueno, colas sigue habiendo, pero solo de veinte o treinta personas, no un sinfín. Se acerca Maria, así que nos callamos. Aurelia la invita a que coja un trozo de la naranja abierta. Maria coge un gajo, le quita la piel y se lo come. La miro con los ojos como platos. –No soporto la pielecita y me las como tal que si fueran pomelos –dice sonriendo. Para no hacer el ridículo, no le digo que todavía no he tenido ocasión de probar los pomelos. Por la tarde, pasamos todos al exterior. Barremos, limpiamos y enjabonamos. Del ayuntamiento hemos recibido tierra negra, rosas y trozos de césped. Pintamos todos los tubos exteriores y la grúa rodante. En el cuerpo del edificio principal, un equipo de otra sección está pintando las letras, del tamaño de un hombre, de «Viva el Partido Comunista Rumano». Los porteros han recibido también a dos nuevos colegas. Se está asfaltando el patio de la empresa. Por la noche, cuando cortan la corriente, nos mandan a casa. Llego rendida. Es demasiado tarde para llamar a Sanda y preguntarle por Alice. Me quedo charlando con Ţucu. Llevamos dos días sin hablar. Me cuenta que a ellos los han llevado a replantar maíz. Van a la granja del Partido, sacan el maíz de una

parcela experimental, un maíz grande y hermoso, con mazorcas gigantes, y lo plantan al borde de los maizales en dos o tres hileras en el camino por donde va a circular Ceauşescu hacia no sé qué C. A. P. Quitan el maíz ya marchito y lo cargan en remolques. Después, no se sabe lo que pasa. Todas estas operaciones las hacen a pleno sol. Al menos les dan agua mineral. El tercer día es, en cierto modo, más liviano. Nos dedicamos a «engalanar». Nos dividimos en dos. Un equipo en el interior y otro en el exterior. Yo estoy dentro. Hacemos un panel de honor con fotografías de obreros ejemplares. Para distraernos ponemos al tío Mitu como el non plus ultra, el modelo a seguir. Después, confeccionamos un gráfico con las sesiones de información política, con datos y temas que ponemos de nuestra cosecha. O sea, no exactamente, los copiamos de un modelo que ha traído el jefe. Recortamos artículos del periódico y los clavamos con alfileres en un trozo de poliestireno envuelto en tela roja. Colgamos dos o tres retratos de Ceauşescu. El jefe nos trae una veintena de libros gruesos con las obras del tío Nicu para que los pongamos en su despacho. Como no tiene biblioteca, cargamos una de la Fábrica de Muebles que nos prestan. Nos trae también cuarenta macetas de flores para que las distribuyamos por todos lados, de la forma más estética posible. Firmamos los recibos de entrega. Lo que se pierde o se estropea se paga. Afuera hay gresca. Alguien está chillando. Aurelia y yo salimos a la puerta a ver qué pasa. Un sujeto moreno y ceñudo, de traje y corbata, pone los ojos en blanco y suelta espumarajos por la boca. –¡Sois unos cretinos y unos burros! Me las vais a pagar, ¡os lo prometo! Dejad que pase la visita y ya hablaremos. ¿Es que esto es una fábrica de borrachos? ¿Hacemos vino o producimos para la exportación? Sois unos irresponsables. Y se va como un torbellino, uno de esos que lo barren todo a su paso. Nos enteramos de que lo había molestado la parra. De todos, el que está más afectado es el tío Culiuc. La había plantado, la había limpiado y la había ligado durante años, y ahora los chicos estaban quitándola. No quiere ni verlo y entra en el taller. El jefe no dice nada porque están delante nuestros compañeros, pero los ojos le echan lumbre. Lo siento por la sombra, por los racimos negros de granos apretados unos contra los otros… El tío Culiuc nos hace señas de que el tipo, el ceñudo, está chalado. Le preguntamos quién es y dice que un preboste de la Provincial del Partido. Aún no ha pasado una hora y viene el portero joven riéndose a carcajadas. Quiere contar algo y el jefe le hace una discreta señal para que se calle. El portero no lo capta y se pone a largar. Dice que el tipo de hace un rato, el camarada Torbellino, como lo he bautizado mentalmente, se metió con los abetos de la puerta principal. Que porque tenían tanto polvo. Le explicaron que los habían lavado con una manguera pero que más verdes de lo que estaban no podían dejarlos. Entonces el tipo se puso a berrear, que a él no le interesaba, que si era menester los pintaran, con tal de que se parecieran a los abetos de verdad, a los de la montaña. Y ahora, subidos a vehículos con brazo móvil de la Factoría Eléctrica, varios hombres los estaban pintando a pistola. Solo se ríen Adrian, Maria y el tío Mitu. Ah, y el tío Culidiuc, que está en el taller, detrás de nosotros. El pobre portero ahora lo entiende. Se nota por su mirada asustada. –Al fin y al cabo, eso es también una solución –trata de quitarle hierro. Esta vez sí que nos reímos todos. El portero ya no entiende nada. El jefe lo coge por los hombros y le pide que le enseñe dónde ha visto semejante cosa, que él no se lo cree. Se ve a la legua que quiere sacarlo de toda esa mierda. Hoy nos vamos más temprano para tener tiempo de prepararnos para el otro día y descansar. El jefe nos da las últimas instrucciones: que planchemos y almidonemos los monos, que los hombres se afeiten y huelan a dentífrico y no a aguardiente, y que las mujeres no se pinten los labios ni se maquillen ni lleven las uñas

arregladas. Llego a casa. Ţucu todavía no ha venido. Las ollas están vacías y el fregador lleno. Me pongo a la tarea. Aparece Ţucu. Me cuenta que ha venido un tipo chillón y ha puesto a caldo a todo el mundo. A ellos porque no habían regado el maíz plantado y a los de la granja del Partido, que estaba preparando una manada de vacas de raza para la C. A. P. que iba a visitar Ceauşescu, porque estaban saboteando el acontecimiento. Le he descrito a Torbellino y me ha confirmado que era él. Con las vacas hubo un auténtico circo. En primer lugar, los hizo quitar todas las vacas negras de la manada porque no daban un tono optimista. Luego no estaba satisfecho de cómo las habían lavado y almohazado. Pero lo más gordo fue cuando la tomó con las pezuñas, que no estaban lo bastante brillantes, porque él sabía que las vacas de raza habían de tener las pezuñas resplandecientes. Finalmente, los puso a darles laca, para que parecieran como las de los libros. Charlamos un poco sobre esto y aquello y nos dormimos. El gran día. El director general y el jefe nos pasan revista. Nos miran atentamente a cada uno en particular y arreglan algún cuello que otro. Con todos estos rollos de protección encima, parecemos para una exposición. El ambiente está tenso. Nuestros nuevos compañeros no han venido, probablemente porque como son de la delegación oficial se han presentado en otro lugar. El camarada Traje se va y nos quedamos nosotros solos. El tiempo pasa muy despacio. Nos paseamos de arriba abajo, impacientes. No queremos sentarnos no vaya a ser que se arrugue algo. A ambos lados de la calle ya han traído a los obreros, pioneros y utecistas con pancartas y banderitas. Su parloteo llega hasta el patio de la empresa. De tanto en tanto, el tío Mitu anda balanceándose y con los brazos extendidos, como él se imagina que se desplazan los cosmonautas. Sonreímos, pero no tenemos ganas de risas. Se diga lo que se diga, estamos emocionados. No viene todos los días Ceauşescu a nuestro taller. Y creo que tenemos un poco de miedo, aunque nadie lo diga. ¡Hemos de quedar bien! ¡Muy bien! De vez en cuando, el jefe nos trae noticias del camarada Traje: Ceauşescu está en la ciudad; Ceauşescu está en la tribuna, presenciando el desfile; Ceauşescu está en la mesa; Ceauşescu se ha ido a la C. A. P. La tensión crece. Lo peor es que no podemos hacer nada, tenemos que esperar. Hemos de estar listos en todo momento. Por la tarde, a las cinco, llega la noticia que nos deja estupefactos: Ceauşescu se ha marchado de la ciudad. Pero nos quedamos en nuestros puestos no vaya a tratarse de una falsa alarma. A las siete aparece el camarada Traje y nos lo confirma, Ceauşescu había abandonado la ciudad. Nos da las gracias y nos dice que la próxima vez quizá tengamos más suerte. Se va ligerito. Nos quedamos solos y el ambiente se distiende de repente. –Jefe, los compañeros esos nuevos no han venido hoy, ¿qué hacemos? ¿Fichamos por ellos? –pregunta de guasa el tio Mitu. –¡Que les den por el culo! Decidimos irnos todos a un restaurante a celebrar el éxito. Trad. de Joaquín Garrigós

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