Soy Mujer.docx

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Soy mujer La primera vez que me violaron tenía 12 años. Fue en un cumpleaños familiar. Me estaba poniendo el bikini en mi pieza cuando mi tío, un viejo de 45 que todos sabían que se cagaba a la hermana de mi mamá, entró por la puerta. Me tapé por instinto femenino, ocultando el precoz desarrollo de mi cuerpo. Él se me acercó, me hizo cariño y me dijo que me acostara en la cama. Yo me quedé rígida como una piedra, sin tener fuerzas ni para correr, ni para gritar. Entonces él, al verme vulnerable, me empujó con fuerza. Yo caí encima de mis almohadas, y sentí el brusco movimiento que me abría las piernas. Me rompió el bikini de un solo tiro, y mientras se bajaba el pantalón, yo intenté gritar lo más fuerte que pude. Pero nada se escuchó. Su mano me tapó la boca con fuerza, y también parte de la nariz, dejándome sin respirar por varios segundos. Cuando me dejó hacerlo, ya me tenía completamente a su merced. El dolor que sentí cuando me penetró fue tan grande que pensé que me desmayaría. Lamentablemente eso no pasó. Durante largos 3 minutos tuve que resistir los embates de mi tío, mientras en el primer piso, todos gozaban con una cumbia villera. Cuando terminó, me apretó la cara con fuerza y me hizo jurarle que nunca le iba a contar nada a nadie, pues si lo hacía, él vendría y mataría a mi mamá. Yo le asentí con la cabeza y cuando me soltó, pude notar como una parte de mi alma se iba con él. Pasaron los años y nunca conté lo que me había pasado. Tuve la suerte de que ese viejo maldito tuviera una vida de mierda, y un paro cardíaco, apenas una semana después de la violación, se lo llevó sin pena al patio de los callados. Aún recuerdo la pelea que tuve con mi mamá cuando le dije que no quería ir al funeral. Fue brutal. Estuve tentada varias veces de contarle la razón, pero no pude. Parte de mí, esa parte que el viejo maldito se había llevado cuando me soltó la cara, se había llenado con una culpa incomprensible. Para mí, era mi culpa lo que me había pasado. Mi culpa por no poner pestillo a la puerta; mi culpa por no haber gritado; mi culpa por no haber contado. Pero culposa o no mi mamá me obligó a ir al cementerio, y ahí estuve cuando bajaban el ataúd. La tonta de mi tía lloraba como magdalena y lo bueno es que casi nadie notó cuando me acerqué al hoyo y escupí la tumba con la mayor repugnancia que había experimentado en mi vida. Admito que sentí algo de alivio, pero fue tan fugaz, que ni siquiera puedo recordarlo. Cuando llegamos a la casa, me encerré en

mi pieza y en el mismo lugar en el que había caído mi sangre, me puse a llorar. Como les comenté, nunca le conté a nadie lo que me había pasado. Con el paso de los años transformé ese secreto en parte de mi vida, y sin duda que marcó mi carácter. Me volví más fuerte, más decidida, aunque al mismo tiempo desarrollé una consciente apatía hacia los hombres. Por eso tenía los nudillos apretados la primera vez que vi desnudo a mi pololo. Tenía 17 años y mi cuerpo ya se había desarrollado en plenitud. Cuando él se acercó a mí, una ola de pánico se apoderó de mi cuerpo y lo único que atiné a hacer fue pegarle una cachetada. El quedó helado. Lo más curioso es que ni siquiera se enojó. Tampoco hizo preguntas. Simplemente se vistió en silencio, y justo antes de salir de la pieza me dijo que habíamos terminado. Yo lo entendí totalmente. Cuando entré a la universidad pensé que mi vida finalmente tomaría un nuevo rumbo. Había escogido ser veterinaria, porque por alguna razón sentía una atracción especial por los perritos abandonados. Sin embargo, no alcancé a estar ni siquiera un mes en mi casa de estudio. La cosa pasó así. Fui a un carrete mechón con una compañera nueva, con la intención de conocer gente y así poder armarme un grupo de amigos. Estábamos bailando en la pista, cuando de repente sentí un brazo tocar mi guata, y un bulto apoyarse en mi espalda. La sorpresa que sentí fue igual de rara que mi reacción. Con una velocidad que no había tenido nunca, me giré sobre mi eje y reventé el vaso que tenía en la cabeza del desconocido. Él cayó al piso, y la sangre comenzó a brotar de la herida. Todo el mundo empezó a gritar y yo, viendo la escena, me puse a correr. Corrí, corrí y corrí lo más lejos que pude. Cuando ya no me daban las piernas, me senté debajo de un árbol y empecé a llorar con desesperación. Inmediatamente volvieron las imágenes de mi tío encima de mí, de mi ex desnudo, de la cachetada, de la sangre en la almohada. Con el paso de los minutos más me iba asustando, y solo la vibración de mi celular me hizo entrar en razón. Era mi compañera. Le contesté, y me dijo que al loco se lo habían llevado a la clínica, que habían llegado los pacos y que todo el mundo me andaba buscando. Yo le corté y paré un taxi para que me llevara a mi casa. Cuando llegué, me fui a encerrar a mi pieza, y nuevamente lloré. Los siguientes días pasaron muy rápido. Tengo recuerdos fraccionados de lo que sucedió la mañana siguiente del carrete.

Recuerdo a mi mamá despertándome, diciéndome que un par de pacos me andaban buscando. Recuerdo un interrogatorio en el living, con una taza de café que ni siquiera probé, y una narración de hechos que me parecían ajenos. Recuerdo cuando me esposaron las manos y me metieron en su frío auto lleno de rejas. Recuerdo cuando llegué al retén y cuando me dijeron que el tipo al que había atacado la noche anterior, había muerto en el hospital un par de horas después de que un pedazo de vidrio se le quedara incrustado en la cabeza. Recuerdo haber visto un video en blanco y negro que mostraba claramente como yo le reventaba el vaso en el cráneo. Recuerdo haberme sentido sola, insoportablemente sola. Recuerdo haber hablado con mi mamá por teléfono y haberle pedido perdón por ser una pendeja hueona. Recuerdo haber pensado en que estaba viviendo una vida que no era mía, una historia que no era la que yo había escrito para mi futuro. Recuerdo haber escuchado la condena por homicidio y el aterrador viaje hacia la cárcel de mujeres. Finalmente recuerdo cuando me dejaron sola en un frío patio de cemento, cuando me acosté en el suelo de una pieza sucia y cuando me quedé dormida llorando, mientras pensaba en el maldito viejo que me había violado, y me había robado la vida. Los primeros seis meses los pasé sumergida en un trance. Me uní a una pandilla de puras cabras jóvenes y entre todas nos cuidábamos. A pesar de que cada día me sentía viviendo en un lugar que no era para mí, con el paso del tiempo me vi en la obligación de abrazarlo como mi casa. Hacía la cama todos los días, lavaba mi ropa, jugaba a las cartas. Incluso me metí a un taller de mostacilla. Pero una mañana, mientras lavaba la loza, sentí como un brazo me tocaba la guata, y como una nariz me respiraba en la nuca. Automáticamente reaccioné, pero mi brazo fue sostenido en el aire por otra mujer que me inmovilizó totalmente. La que se había acercado por atrás, me dijo que tenía un cuerpo muy bonito y que esa noche iba a probarlo. Yo me desesperé, pero una cachetada me tiró al piso, y mientras me tiraban el pelo, me obligaron a decir que me iba a quedar callada, porque si no, un tenedor podría caerse justo en mi garganta. Cuando me soltaron, yo me levanté rápidamente y me fui a esconder a mi cama. Ninguna de mi pandilla llegó a consolarme. Ninguna gendarme llegó a protegerme. Y mientras el sentimiento de soledad que tan bien conocía se apoderaba de mi corazón, supe que tenía que prepararme para algo que, sin saberlo, cambiaría mi vida para siempre.

Pasó casi un año de sufrimiento hasta que finalmente lo acepté. Las primeras relaciones forzadas me hicieron recordar el peor momento de mi vida, pero por alguna extraña razón, la delicadeza del tacto femenino y la ausencia de penetración, fueron transformando el miedo en alivio, el dolor en placer y la desesperación en paz. En mi tercer año en la cárcel, ya tenía una polola, y me había hecho un nombre entre las internas del patio. Ya no era la primeriza que hacía el aseo, si no que tenía otras muchachas que lo hacían por mí. Toda mi pandilla había salido en libertad, pero había hecho nuevas amigas en base al miedo, al poder y al sexo. Esto último se había vuelto mi liberación, pero al mismo tiempo una moneda de cambio que tenía un valor jamás sospechado. Muchas veces conseguí cosas abriendo mis piernas, o dejándome toquetear por mujeres más necesitadas que yo. Con el paso del tiempo, asumí que mi adicción principal no era la pasta que consumía con frecuencia, sino que la locura que se desata en el sexo entre mujeres. Y esa posición de liderazgo que tenía, me había servido también para superar un poco el trauma de mis doce años. Ese oscuro secreto que seguía siendo parte de mí, pero que ninguna otra persona conocía. Ese oscuro sentimiento de culpa, que se había vuelto mi motor en la vida, y que finalmente había logrado canalizar a través de los instintos de la carne. Cuando cumplí cinco años en la cárcel, mis compañeras de pieza me hicieron una torta de aniversario. Sonreí con ironía. Aún me faltaba la mitad de la condena, y no entendía la razón de celebrarlo, pero los regalos que me llegaron fueron tan buenos que decidí soplar las velas. Ese día también, me empecé a tomar en serio el tema de la conducta, porque ya podía postular a la libertad condicional. Una de las cosas que me sirvieron para ponerme en regla, fue algo que jamás había pensado que me iba a interesar: el deporte. Todos los martes y jueves jugaba fútbol en el patio, y a pesar de mi nulo talento, lograba divertirme como en mis mejores años infantiles. Por leves momentos, olvidaba la vida que me había tocado vivir, e imaginaba una vida lejos de las violaciones, los pololos desnudos, los vasos en cráneos, las rejas, el lesbianismo y la insuperable sensación de soledad. Una vida en la que mi tío no había entrado a mi pieza y no me había robado parte de mi alma. Una vida en la que, por alguna extraña razón, yo era una aclamada futbolista de la selección nacional. Obviamente todos esos sueños se quedaban en el mundo de las ideas cuando se acababa el partido, y el encierro me devolvía a mi aburrida realidad. Ahí llegaban los brazos suaves de mi polola de turno y una buena

sesión de sexo para alcanzar la paz. Cuando todo se acababa, me metía debajo de mis sábanas tristes y cuando todas estaba dormidas, me ponía a llorar. La primera vez que rechazaron mi libertad condicional me dio tanta rabia que le enterré un tenedor en la mano a una loca que me caía mal. Con la maldad que entregan siete años de prisión, la obligué a decir que había sido su amiga, y le juré que si me nombraba como su atacante, el próximo tenedor iba en el ojo. Ella accedió, y yo salí libre de polvo y paja. Sin embargo, aquellas actitudes habían desgastado mi relación con las internas, y esa noche un “motín” se materializó en mi contra. No tuvieron piedad. Aquellas que habían sufrido mi abuso de poder, se aprovecharon de mí quitándome lo único que me producía paz. Y dejando volar su creatividad, me penetraron con todos los objetos que encontraron a la mano. Cuando terminó el ataque, yo apenas podía respirar, y el dolor de mi cuerpo me quemaba. Las gendarmes me llevaron a la enfermería, y en un acto de crueldad nacido desde la venganza de años de burlas, me volvieron a violar con el mango de una escoba. Cuando finalmente me quedé dormida, sentía que la pequeña parte de bondad que le quedaba a mi alma, me la habían robado para siempre. Me demoré una semana en volver al patio. Cuando lo hice, todas me miraron con cara de burla, pero yo ya había tenido tiempo para pensar. No iba a volver a ser la chica nueva, y no iba a dejar escapar mi posición de forma tan fácil. Así que cuando todas estaban durmiendo, tomé un tenedor que había escondido del almuerzo y se lo clavé en el ojo a la que había empezado el motín. La maté. Y fue tal la adrenalina del momento, que, sin ningún motivo, maté a la chiquilla que estaba al lado, una pobre cabra que apenas llevaba dos días en la cárcel. Cuando terminó el ataque, todas me quedaron mirando con cara de miedo. Y cuando las gendarmes abrieron las puertas, me molieron a palos tan fuerte que mi estadía en la enfermería se alargó por dos semanas más. Cuando volví al patio, había recuperado mi respeto, pero me había vuelto, oficialmente, una asesina. Y esa transformación no solo me costó la posibilidad de optar a la libertad condicional, sino que agregó veinte años más de cárcel, diez por cada cabra que me eché. Ahí supe que mi vida se había acabado, y que no había ninguna razón para seguir respirando. Y aquí estoy ahora. Son las cuatro de la mañana de una noche de invierno, y el baño brilla por la ausencia de gente. Luego de varias

semanas, logré armar una cuerda con cordones de zapatos, y creo que es lo suficientemente fuerte para aguantar mi peso. Ya la colgué desde una tubería del techo, y es cosa de segundos para que toda esta mierda se acabe. Pero no podía despedirme sin dejar una pequeña biografía, para que todos sepan la causa de mi decisión. Todo lo que soy, todo lo que hice y todo lo que me pasó, fue exclusivamente porque mi tío me violó cuando tenía doce años. Pasé años culpándome a mí misma, pero la vida fue tan cabrona conmigo, que finalmente decidí echarle la culpa a él. Y no sólo a él. También a mi mamá por no darse cuenta, a mi papá por no haberme defendido, a mis hermanos por haber bailado esa cumbia. A mi ex pololo por no putearme después de la cachetada, a mi compañera por llevarme a bailar, al desconocido loco que me abrazó sin mi consentimiento. A los pacos que me trataron como si fuera basura, a mi pandilla que me abandonó cuando se fueron libres, a las viejas de mierda que me violaron en grupo. A todas mis pololas que me complacieron falsamente, a todas las gendarmes que me miraban con desprecio, a todas las internas que humillé. A todas las weonas que me penetraron con furia, a las gendarmes que usaron la escoba y a la estúpida mina que se murió con un tenedor en el ojo. Lo único que se salva de la culpa, sin duda, es el fútbol. Ese pequeño espacio de tiempo, ese pequeño espacio de sueño, fue lo único que realmente me hizo feliz. Antes de irme, quiero echarle la culpa también a mi yo de doce años. Y sí, sí sé que suena contradictorio, pero estoy a punto de mandar todo al carajo, así que métanse sus opiniones por donde les quepa. Te culpo a ti, pendeja tonta, no por no haber puesto pestillo, no por haberte paralizado y no por no haber gritado, si no que sencillamente, por haber abortado; ese niño, no tenía la culpa. Muchas gracias a todos por leer parte de mi vida y suerte con los conflictos morales que esto les genera. Soy una mujer violada, una abortista arrepentida, una femicida dolosa, una violadora lésbica y una ninfómana desalmada. ¿Me quieres juzgar? Allá tú. Pero incluso en estos momentos en que la cuerda me mira con amor de libertad, no dejo de pensar en lo primero que dije. Porque podré ser todas esas cosas, pero moriré tranquila sabiendo que soy persona, que soy digna y, sobre todo, que soy mujer. Adiós a todos, me voy al infierno a matar a mi tío.

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