Septiembre

  • December 2019
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  • Words: 48,744
  • Pages: 200
Elidio La Torre Lagares

Septiembre

© 2000 Elidio La Torre LAgares Prohibida la reproducción, en cualquier forma y por cualquier medio, de esta edición.

Segunda edición: © 2009 Elidio La Torre LAgares

ISBN: 978-1-935163-09-1

Terranova Editores Cuartel de Ballajá Local V Viejo San Juan, Puerto Rico 00902 Telefax: 787.725.7711 email: [email protected] www.terranovaeditores.com P.O. Box 79509 Carolina , Puerto Rico 00984-9509 “Leer está de moda; regale un libro”

Contenido Llover

9

Carmelo

17

La punta del jamón

41

El día que llovió dinero en Adjuntas

55

El rapto de Angela

67

El sueño de Justo

81

Perla

95

Te lo dije, Rosaura

113

Unicornio

123

Norte gris

137

El 5 y 10 de Ruth

151

Karma erróneo

173

Hoy has sido especial

191

Para Sophia Angélica, el comienzo.

8

Llover

V

a a llover otra vez. Afuera, el pueblo era una pintura. En el interior de la casa, las paredes se henchían con el silencio que suele advenir a la colisión de dos galaxias que se buscan, se atraen, y se desmigajan en miles de estrellas. Abuela Gabriela era un péndulo en su mecedora mientras Mamá remendaba con cinta adhesiva el cristal que cubría la mesa del comedor. Minutos antes, había prácticado el mismo remedio al espejo que colgaba de una de las paredes en la sala de estar. Evidentemente, la noche anterior había sido de rupturas. —Va a caer de un momento a otro —decía abuela, refiriéndose al turbión que ella pronosticaba. Tras su voz, prosiguió una pausa que me hizo pensar que habíamos llegado al final de las palabras y la tarde pareciera tragarnos con su silencio. Me levanté para oliscar el aire atiborrado de agua— ese olor a herrumbre que suele revolotearse en el aire cual aleteo de plúmbeas golondrinas que rasgan el cielo como la garra bestial y gris que presagia un inminente aguacero. No se movía ni una sola hoja. No se escuchaba una sola voz. No pasaba ni un sólo automóvil. Y bien pudiese haber estado muerto, y me hubiese dado igual, porque nada parecía tener vida aquella típica tarde de un sábado en septiembre. —Se está ennegreciendo Guilarte —comentaba abuela, mientras miraba hacia el pico del legendario cerro que reina entre las montañas de Adjuntas. 9

Mamá tendía su mirada sobre el suelo, como si temiese levantarla por aquello de que no se le cayeran los ojos. Luego de darle los primeros auxilios al cristal de la mesa, se sentó en una apolillada silla a darle vueltas al rollo de cinta adhesiva, como quien le da cuerda a una órbita que no quiere girar. Y bien ella pudiese haber estado muerta, pero igual le daba, porque los sacos de piel bajo sus ojos parecían dos lápidas invertidas. Su mundo, pensé, era un higo podrido. Afuera, las golondrinas volvieron a alornar el cielo cual lluvia de asteroides. Me pareció que la escena había ocurrido anteriormente —un déja vú reiterado, persistente y redundante— pero simplemente aludí a que en mi pueblo las cosas conservan un halo de calendario repetido que hace parecer que uno siempre está diciendo las mismas cosas— viviendo las mismas cosas— muriendo de las mismas cosas. —Ahora sí que va a llover —insistía abuela. Volví al sofá en donde yo estaba sentado y desde allí, con mis piernas en posición meditativa, cual Buda apagado frente a un espejo roto, observé a mi madre. Mi madre. Su traje deslucido y pringoso, alegoría de lo que una vez fuese el centro de un variado ropero. Sus rizos gruesos y rojos perdían el fuego de su matiz, como si se estuviesen desangrando, y en su lugar daban paso a un reino de paja blanca. Sus gruesos brazos parecían henchidos por sufrimiento más que por desórdenes nerviosos o tiroidales. Sus sandalias ya casi no tenían suelas, como si las hubiese perdido caminando un largo y penoso trecho. Claro, mi madre igual pudiese estar pisando tierra con la planta de sus 10

pies, y ni siquiera se hubiese dado cuenta, porque andaba algo descaminada en sus pensamientos durante aquellos días. Mi madre tenía una historia muy peculiar. Durante su juventud, ella se vio en la necesidad de emigrar del pueblo para trazar su propio destino. No tenía recursos ni dirección, sólo con un manto de voluntad que ella llevaba tejiendo desde niña. Fue de esa manera que logró hacerse de un par de zapatillas rubí en una época en que la gente apenas tenía zapatos. Y es que ella había dado lo mejor de sí misma hasta lograr licenciarse como maestra, trabajo tan digno y vital como el sexo para la preservación de la especie humana, y que en aquel entonces solía ser una profesión muy prestigiosa en un país iletrado. Por supuesto, las cosas habían cambiado y los más de veinte años que ella le había dedicado a la profesión se habían disuelto en el viento. Hoy se enfrentaba a una profesión muy mal pagada y de peor estima, y si una vez tuvo la dicha de haber ayudado a educar a los que ahora llevaban las riendas del pueblo, hoy no le quedaba ni la sombra de ese ayer: ni felicidad, ni agradecimiento, ni ganas de vivir, ni zapatillas rubí. Apenas anoche había sentido como se consumían las últimas brazas de un fuego que aún le encendía la razón de ser. —¿No vas a almorzar? —me preguntó sin mirarme. Mi silencio fue profundo. Perentorio. Seco. —Tampoco desayunaste —dijo. —No tengo hambre. ¿Y tú? Su silencio fue profundo. Perentorio. Seco. No era necesario recordar que, desde hacía algún 11

tiempo, habíamos comenzado a sacrificar una de las tres comidas del día. Era como vivir con el Padre y el Hijo, pero sin el Espíritu Santo, aunque creo que la analogía iba mejor viviendo con el Hijo y el Espíritu Santo, pero sin el Padre. Mi padre. Gracias a él, la comida escaseaba en casa. Nadie lo admitía ni lo comentaba. Sólo se sabía y así se aceptaba. Como una fe vieja. —Va a llover —repetía abuela Gabriela con logística de muñeca de cuerda. Tantas veces había visto a mi madre llena de felicidad que me era tan imposible asimilarla así, con su rostro de tarde lluviosa, incapaz de sonreír, como una minusválida de la alegría que se pierde en sí misma y no se encuentra, y entonces todo lo que queda es un otoño que anuncia un invierno que no llega— que se desea— pero que nunca llega, y en su dilación extirpa la primavera y el verano de la vida, convirtiéndose así en un eterno septiembre. —Va a llover. De un momento a otro va a llover —insistía mi abuela. Distraje mi mirada y sobre la mesa de centro me encontré con una foto de mi madre y mi padre en el día de su boda. Mamá lucía espléndida en su traje nupcial que le habían tejido con todas las purezas del mundo, mientras mi padre exhibía un impecable traje negro escarabajo, como un caparazón que facilita esconderse y protegerse del mundo y sus miradas. Mami resplandecía de felicidad. Era un sol. Su fino y delicado cuerpo; su cintura de guitarra de cristal; sus ojos de camándulas fotoeléctricas y su sonrisa 12

de gruesos labios galvánicos, como tocada hipostáticamente por una sensibilidad superior. Papá lucía adusto y lábil, con su mirada locústida lejana e inaccesible. Me pareció que me miraba en un espejo que se abría en dos mitades. —De un momento a otro. Te lo digo. Va a llover. Sólo no dejen mojar a la niña. —¿Qué niña, doña Gabriela? —preguntó Mamá. —Esa niña que está ahí sentada vigilándome en la otra silla mecedora. Mamá no levantó su mirada. Sabía de qué se trataba. —No te preocupes, abuela —dije mientras trashojaba aquel libro de Horacio Quiroga que tantas veces ella me había leído, y que hoy se percudía de olvido—. Es un ángel que te cuida. —Debe serlo —contestó abuela—. Hasta tiene alas. La silla mecedora estaba vacía. Suspiré profundamente. Un algo extraño me hacía un nudo en el centro del pecho. Me sentía así desde la noche anterior. Anoche. Eran como las doce de la noche y me encontraba tratando de conciliar el sueño, pero no podía, porque Mamá me había dicho que tenía que hablar con papá. Después de tantos años de incertidumbre, evasión y humillación, por fin Mamá había confirmado que mi padre tenía una amante. Mamá no sabía qué hacer, y yo sólo quería redamar sus sentimientos hacia mí, pero ya su alma estaba exangüe para poder advertir alguna manifestación de 13

afecto, y sólo me preguntaba con precisión cronométrica qué debía hacer, y yo, sufriente, esperaba a que ella se le olvidara porque si yo abría la boca, le tendría que admitir que siempre supe de las andadas de mi padre, y que no me había dado la gana de abrir esa caja de Pandora, porque yo era consciente de que la cosa acabaría mal y que no habría happy ending, ni siquiera tregua y mucho menos moratoria, y yo no deseaba ver a mis padres separados. Algunos deseos viven de futilidad. Una gran discusión terminó en sentencia y por mi cabeza desfiló una banda de tambores dando redobles fúnebres por las calles de mis sienes. —Ya se va licuando el cielo —anunció abuela. Traté de pensar en tiempos mejores, pero parece que nunca hubo tiempos mejores. Mi niñez fue una sinfonía anacoreta, donde mis juguetes eran instrumentos de un solo sostenido y prolongado como notas de sueños e ilusiones sobre un pentagrama de alambres de púas. Triste melodía de niño solitario. Por más que intenté, no tuve recuerdos de mi padre sentándose conmigo a montar mi pista de autos de juguete, o de ir conmigo al parque, o tomar tiempo para ver cómo andaban mis asignaturas en la escuela, o simplemente preguntar cómo yo estaba. Sólo pude recordar las tardes solitarias en el techo de mi casa mientas el sol se sumergía detrás de las montañas, mi madre llegando del trabajo disparada para la cocina a hacerle una cena a mi padre, cena que bien se la comía o igual la despreciaba, porque a veces llegaba de madrugada. Sólo pude recordar cuando mi madre me llevaba ante la nevera y me decía qué cosas podía comer y qué cosas no podía comer, porque los productos 14

de buena calidad eran los que papá compraba para él; los genéricos eran para el resto de la familia y esos sí los podía paladear. Total. Muchas veces Mamá tuvo que desechar los comestibles particulares de Papá, porque estos simplemente se descomponían de tanto tiempo abandonados en el refrigerador, y a mi madre sólo le quedaba el lamento de no tener lo que pudo haber sido una buena cena. Asimismo, sólo pude recordar las palizas que por cualquier cosa mi papá me daba. Pero a mi mente jamás llegó el beso de las buenas noches, o el abrazo que me dijera: «Estoy orgulloso de ti»; jamás pasó por mi recuerdo la paloma de la ternura; o la ilusión de sentir mi mano hundiéndose en la mano gruesa y tibia de mi padre; a mi mente jamás llegó el rosario de palabras de apoyo que me hubiesen dado confianza en mí mismo; a mi mente jamás llegó el “te quiero” suave y dulce como un sirope; jamás llegaron las risas; jamás llegaron las luces; jamás llegaron las tardes jugando al béisbol juntos. Todo lo que llegó fue el silencio de su asidua displicencia, el estruendo de sus gritos de exasperación cuando no se hacía lo que él pedía y el insulto soez por no ser yo lo que él quería que fuera— aunque todavía no estoy seguro de saber qué él quería que yo fuera. Lo último que escuché anoche, después que papá llegó tarde (nuevamente), fue el ruido de cristales colapsando contra el piso, como el nacimiento caótico de algo— o el colapso mortal de otra cosa, y voces que eran casi ladridos, como si el cancerbero se hubiese autoproclamado dios por un día, y hoy retumban en mi mente como si estuviesen atrapados en una curva del tiempo sin poder escapar. —Va a llover —repitió abuela Gabriela, su madre 15

en el exilio de las memorias negadas. Miro a los ayeres de anteayer. Las cosas no habían cambiado mucho, excepto que yo entonces había encontrado una salida de escape entre mis libros y mi Mamá era un capullo de otoño. Cuando complete su metamorfosis, será una mariposa de muerte, yo pensaba. Entonces, la miré. La compadecí. La sentí arrumbada y lindante a la vez. Me levanté del sofá. La abracé. La sentí temblar entre mis brazos. Besé su frente de piel de naranja, su piel de sudor viejo, su piel de insomnios en el telón de su frente, el cual ocultaba las enálages de sueños que ella sufría como una Cenicienta anacrónica. Ella me miró, y fue como hundirme en la nada. Ninguno de los dos habló. Una punzada de cristal corrió por mi mejilla y perforó el cráneo de mi madre. Mamá la sintió. Se estremeció. —Ahora si que va a llover— dijo abuela Gabriela, extenuada en la silla mecedora. Mamá elevó su mirada hacia mí, y noté que sus ojos se habían desleído. Se aferró a mí, y comenzó a llorar desconsolada. —Se acabó— dijo entre gemidos—. Se acabó. [No debo llorar. No debo llorar. No debo llorar.] Afuera, el pueblo era un llanto. Me pregunté hacia dónde iríamos entonces. Abuela miró a Mamá. Luego, cerró sus ojos y dijo: —Te dije que iba a llover. 16

Carmelo

L

os niños se abalanzaban sobre los caramelos, mentas y gelatinas que caían por aquel hueco abierto en el espacio y reían y brincaban para atrapar el maná golosina que caía sobre ellos. En el aire, ángeles de canela danzaban en su aroma dulce. Dos chicos comenzaban a arrojarse los caramelos el uno al otro. Otro los iba apilando en una esquina de la acera, mientras un cuarto niño utilizó su camiseta a manera de vasija para acomodar los dulces en ella. Los ojos de los niños se abrían como manzanas acarameladas y en su euforia, no podían creer tanto dulzor. Carmelo, en su nimbo de frambuesa, reía. —¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ven para que veas lo que hizo Carmelo! —dijo uno de los chicos que participaba del empalagoso milagro. —No me des quejas, te he dicho mil veces — contestó doña Confe, la madre del niño, mientras tendía la ropa recién lavada en la verja frente a la casa. —¡Te lo digo, Mamá! ¡Ven pa’ que veas! Doña Confe, quien era muy temperamental, gruñó. Maldito sea el día que no dejan a una tranquila, decía mientras se secaba las manos en su falda, de cuyo ruedo colgaba un rosario de pinzas para colgar la ropa. Maldito sea el día en que el cabrón de Luis se fue con la cantinera puerca esa. Que este muchacho tiene que tener algo malo en la cabeza, porque, ¿qué cosa grandiosa podía hacer el hijo idiota de doña Consuelo? Ese muchacho

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tiene catorce años de edad y se comporta como de cinco, concluyó Doña Confe. Los chicos, mientras tanto, celebraban el dulzaíno momento y llamaban la atención de todos los vecinos en la barriada. Todos salían intrigados con la algarabía como imantados por la música de comparsa de un circo que hace su llegada al pueblo. La brisa gravaba la risa de los niños y un penetrante olor a canela se metía entre las maderas de las casas, que parecían el holograma de una realidad pasada. Los adultos comenzaron a arracimarse al borde de la acera. Ellos decían que sentían la sensación de posarse sobre un malvavisco. Un viejo que estaba presente se quitó el blanco sombrero de paja frente al poste de un farol. Pasó el dedo índice por el mismo. Tocó una sustancia viscosa y granular y se llevó el dedo índice a la boca. Azúcar, saboreó. Azúcar, pensó. —¡El pueblo se está convirtiendo en azúcar! — gritó. Las casas con paredes de jengibre y techos de hojaldre se estremecieron.

—Se lo digo, doctor, esto me va a causar muchos problemas —decía la madre de Carmelo mientras el doctor hacía anotaciones en el expediente médico—. No sé cómo voy a explicarlo. Pero este muchacho jamás a da’o problemas. ¡Ni siquiera habla! —¿Es sordomudo? —¡Qué va! Changuería pura es lo que tiene. Porque sus palabras las dice. —¿Cómo cuáles? 18

—Dice: baño, pipí, cagar, hambre. . . —Ya, ya —la interrumpió el doctor con un visaje de disgusto—. Y en la escuela, ¿qué calificaciones tiene? —Pues, no es estudiante sobresaliente, pero hace el trabajo. Sólo que tampoco habla. ¡Ay, doctor! Que me preocupa lo de ayer, y la gente del barrio está que hierve conmigo. Todo el mundo me dice que ese muchacho hay que sacarlo de allí y meterlo a una escuela especial de esas pa’ niños con impedimentos. Si fuera eso, menos mal, pero hay quien dice que hay que encerrarlo en un manicomio. El médico procedió a inspeccionar la garganta del niño, las pupilas y los oídos. Hizo anotaciones. Escuchó la respiración y palpó los latidos. Hizo anotaciones. Se dejó mecer en su silla. Se llevó las manos a la nuca. Su rostro, caracterizado por un espeso bigote negro que le hacía ver la cara más ancha de lo que era, mostraba líneas de preocupación. Miró a su paciente y luego intercambió una mirada con la madre. La señora de mediana edad, moño, sencillo traje rosa e imponente crucifijo de plata, le pareció la historia de un país triste. El médico había visto otras señoras que le habían parecido historias de países tristes cuando trabajó en los Cuerpos de Paz, pero esta señora le parecía una historia de país triste diferente, porque era su país. —No le encuentro nada anormal. ¿Azúcar dice? —Azúcar. —¿Y qué le dicen los niños que estaban con él? —Pues, Jorgito, el de doña Melo, que es un niño muy bueno y obediente. . . oiga, ese muchacho cuando nació dicen que nació con la sangre azul como el cielo y que tuvieron que hacerle transfusiones. Yo creo que . . . 19

—Señora —intervino nuevamente el médico—: ¿Qué dijeron los niños? —Pues Jorgito se lo llevó a jugar a la calle. Él siempre visita a mi nene y está largas horas hablándole en el balcón de la casa, hasta que llega el atardecer, y entonces se marcha con el sol. Debo decirle que la única diversión de Carmelo es recoger las hojas que caen de los árboles. Varias veces lo he sorprendido tratando de ponerlas de vuelta en su lugar. Un día hasta se cayó de un árbol de mango por querer revestirlo de hojas. Bueno, pues Jorgito lo busca siempre. Carmelo nunca le responde, sólo le sonríe y se ríe cuando Jorgito dice cosas graciosas. Total. A Carmelo todo le parece gracioso. Pues como le decía, Jorgito me pidió permiso para sacar a Carmelo a la calle, y mi niño nunca había salido así a jugar con los demás niños del barrio, porque hasta en la escuela lo sientan aparte y le dan las clases en un centro de aprendizaje. Así que como ese Jorgito es un ángel, confié y dejé ir a Carmelito con él. Después, pues ya sabe. El barrio enloqueció. El médico arqueó las cejas como dos medias lunas de escepticismo. Pasó sus dos gruesas palmas por su rostro cuadrilongo y su espeso bigote. Se quitó las lentes de montura dorada, estrujó sus ojos y exhaló como el que vacía un globo lleno de paciencia. El médico respiró profundo. Hizo anotaciones. Se acomodó las lentes. —Y entonces, llovió. . . supuestamente. . . —dijo el médico, y luego pausó. Respiró profundo. No hizo anotaciones. Se quitó las lentes, y finalmente completó el pensamiento—: . . .azúcar. —Supuestamente, no; fue así. Cayó como nieve. ¿Ha visto nieve, doctor? Pues así cayó. Bueno, yo nunca 20

he visto la nieve, pero me imagino que será algo así, ¿no? Los nenes me cuentan que comenzaron a jugar baloncesto en la canasta que improvisaron en un farol. Y me cuentan que Carmelo dominó todo el juego, porque no fallaba una. Cada vez que atinaba, los niños lo motivaban a seguir tirando y a seguir tirando, y no fallaba ni una, doctor. Y Carmelo se iba inflando y los chicos le decían que era el mejor, y lo que tengo entendido es que Carmelo se puso tan y tan contento que no podía parar de reír y sonreír, y cuando Jorgito le echó el brazo para felicitarlo por el partido, a Carmelo le brilló la cara, dicen los muchachos, y mientras ellos decían: ‘Bravo, Carmelo, eres un duro’, comenzó a llover azúcar. Cuando soplaba la brisa se hacía algodón de azúcar que se pegaba a las casas y a los faroles— y había un intenso olor a canela y, pues, ya sabe el resto. El médico observaba a la señora como si ella estuviese loca. —No me mire como si yo estuviese loca, doctor —dijo la señora—. Así fue. El médico inclinó la mirada. Hizo anotaciones. —Le digo que hay algo malo con mi hijo. El médico buscó una libreta de recetas. Hizo unos jeroglíficos farmacéuticos, desprendió una hoja y se la pasó a la madre del niño. —Dele una de estas cada ocho horas. —¿Nada más? —preguntó la madre preocupada e insatisfecha—. ¿Qué es lo que tiene? —Tiene. . . El médico se quedó pensando tal vez qué pretexto inventar para una asumida enfermedad que él sabía que,

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primero, no era una enfermedad, y, segundo, que no podía ocurrir en el mundo real. —. . .tiene una alegría que es muy contagiosa. —¿Y eso es malo? —preguntó dudosa la señora. —No. Es una bendición. Carmelo sonrió y fue la primera vez en toda la consulta que dio indicios de estar allí. —¿Verdad, Carmelo? —dijo el doctor pasando la mano por la cabeza del paciente. Carmelo sonrió otra vez. Luego rió. Rió como si su estrecho pecho fuese un pozo de carcajadas y alegrías. Río como si en su garganta se originara el caos de la creación. El médico los escoltó desde el consultorio hasta la salida de la oficina. La señora tomó por la mano a su hijo mientras el galeno los observaba alejarse, en dirección hacia el atardecer, por la calle desterrada de gente. Entonces, el médico notó que su bolígrafo se había convertido en un bastón de menta.

Carmelo y su madre atravesaron la calle Rodulfo González a pie. La gente, al verlos acercarse, comenzaba a cerrar las puertas de sus casas y negocios, porque probablemente pensaba que Carmelo los convertiría en muñecos de pan dulce, con ojos de pasa y labios de pasta de guayaba. La madre de Carmelo caminaba cabizbaja. Carmelo sólo iba acopiando en sus manos hojas caídas de los árboles que iba encontrando a su paso.

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En el halitoso negocio del barrio, el viejo que había atestiguado como el pueblo se dulzuraba, relataba su testimonio a los presentes. —Les juro que fue así —dijo Salustiano, tras la máscara del humo púrpura de su habano. El dependiente del negocio le sirvió un trago de ron. Pasó la toalla por el mostrador, y le preguntó: —¿Estás seguro? —Completamente. Todavía tengo la lengua dulce. Desde entonces, ni siquiera tengo que ponerle azúcar a mi café. Lo juro por San Joaquín y Santa Ana —reafirmó Salustiano. Luego, se tomó el ron de un sólo sorbo. Salustiano calzaba zapatos negros viejos, pero bien brillados, pantalones negros viejos, pero bien planchados, camisa blanca impecablemente almidonada, y sombrero blanco de paja. Su cara estaba llena de arrugas color marrón como las de una hoja de árbol en septiembre. —Pues eso es serio. Imagínese usted —comentó el dependiente encendiendo un cigarrillo y pasando su mano por su abultada barriga. A sus espaldas, varias tablillas pintadas de verde esperanza sostenían detergentes para lavar la ropa, jabones, líquidos de fregar, cereales y pintas de ron blanco y ron oro, entre otras cosas—. Eso puede ser un peligro. —Un pueblo de azúcar —susurró otro señor desde el extremo derecho del mostrador—. Nos van a comer las hormigas. —Yo vi en televisión como unas hormigas se devoraban a un indio que se durmió en el Amazonas —dijo Salustiano.

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—¿Y por qué el camarógrafo no lo despertó? — preguntó el dependiente. —Ese no es el punto. El punto es que el muchacho de doña Consuelo va a tener la culpa de que nos coman las hormigas. Ese muchacho no es normal. Es bruto. Tan bruto que provocó una lluvia de caramelos. ¿A quién se le ocurre? —Qué bruto —dijo el dependiente. —Sí. Debería aprovechar esos dotes para hacer que lloviera otras cosas. Vaya brutalidad esa de hacer llover dulces. —Pero en este pueblo. . . ¿es que no viste el periódico la semana pasada? Adjuntas es el pueblo número uno en analfabetismo. —Adjuntas fue el pueblo número uno en analfabetismo porque Adjuntas empieza con A. Pero ese no es el punto. El punto es que ese muchacho hizo llover dulces. Sí, señor. —Pobres los diabéticos —dijo el señor del extremo derecho del mostrador. A sus pies se maduraban unos guineos a los cuales unas moscas les hacían vigilia. —Sí, pobres los diabéticos, como yo —dijo Salustiano. —Ay, Virgen Santa —dijo el dependiente. —Dicen que un rayono cae dos veces en el mismo sitio, pero yo voy a convencerlos de lo que les digo. Para que crean, digo yo. Voy a pedirle a Carmelo que haga llover azúcar otra vez. —¿Y cómo lo log rarás? —preguntó el dependiente. —Fácil. Simplemente se lo pido y ya. Soy muy 24

amigo de su madre. Le digo a ella que me deje sacar al muchacho a coger aire de hombre. Tú sabes, el chicarrón ese tiene catorce años y va pa’ quince. Hay que enseñarle cosas de hombre. Ese es el problema, le voy a decir a doña Consuelo. El muchacho no tiene un padre que lo eduque y por eso es así. —Eso es meterse en camisa de once varas —le advirtió el dependiente—. Tú sabes. Salustiano se quedó meditabundo. Luego, pidió otro trago de ron y se lo tragó de un sólo sorbo, como quien se traga una valentía cobarde.

—Ese muchacho en realidad necesita sol — dijo el dependiente, mientras Carmelo giraba en el taburete como si estuviese en un carrusel. En verdad, su piel tenía una cualidad fulmínea. Carmelo sólo reía y sonreía. Dos hombres jóvenes que lucían botas de trabajo enfangadas hasta el tobillo, jeans maltratados y camiseta blanca bañada de sudor, lo miraban con desconcierto y con pena a la vez. Uno de ellos aún tenía el casco de protección amarillo sobre su cabeza; el otro sostenía el suyo en su mano derecha. Ambos tomaban cerveza fría. Eran las 10 de la mañana. —De verdad que necesita bastante sol —reafirmó el dependiente—. ¡Está azul! —Eso fue lo que usé de pretexto pa’ que la madre me lo dejara sacar a pasear un rato —dijo Salustiano. En realidad, Salustiano y Doña Consuelo habían sido amigos desde la infancia. Habían dado los primeros pasos de vida juntos. Se criaron en casas contiguas en 25

una colina en el sector El Lago, en donde aprendieron a conocerse con y sin ropa. Juntos fueron a la escuela, juntos merendaron jobos, juntos se descubrieron en plena adolescencia y juntos, por supuesto, descubrieron el amor en aquellos días que la inocencia era un cañaveral esperando el filo de un machete. La madre de Carmelo gustaba de escuchar a Salustiano, entonces joven y bardo noctívago, cantarle décimas románticas al oído que la hacían temblar bajo la piel, lo que siempre la hacía terminar corriendo hacia el cura del pueblo, quien la recibía con brillo en sus ojos diciéndole: «Ah, hija. Cuéntamelo todo. Todo, para poder encontrar el antídoto espiritual a tu mal». Y, bueno, el cura al parecer se curaba escuchándola reproducir lo que le decía Salustiano hasta que ella se cansó un día y entonces decidió enviar al infierno al cura y a su cura y decidió morder el higo dulce y prohibido— el fruto más delicioso jamás degustado. Salustiano era, en sus días de mozo, un trovador de balcones y había enamorado a cuanta buena mozuela conociera, por lo que desvirgar a Doña Consuelo no le hizo plomo en la culpabilidad. Eso sí: él no tenía malos sentimientos; sólo una debilidad que le pesaba entre el ombligo y las rodillas y que lo llevó a caer por tres matrimonios distintos hasta quedarse sólo de una vez por todas. Y era que Salustiano siempre vivía de ese sueño que llegaría descendiendo en una nube y le traería la fortuna en bandeja de plata para menguar su deseo hidrópico de lograr mucho con poco o con nada. Desde entonces, vivía trenzando el destino para exprimirle un poco de suerte más allá de los beneficios que le proveían las ayudas sociales del estado. La madre de Carmelo, por su parte, a los dos meses 26

después de aquel día en que cedió y se dio a Salustiano, se casó con un corso del barrio Tanamá y el pueblo se tuvo que tragar la historia que Carmelo era sietemesino. Ella también se la tragó— y se lo dijo a sí misma tantas veces que ya lo había digerido como una verdad inalienable. El día que nació Carmelo, el corso de Tanamá, quien tenía algo de dinero proveniente de su finca de café, decidió que su supuesto hijo debía nacer en un hospital. Nada de parteras, no señor. Su hijo nacería de la manera moderna y civilizada, además de higiénica. Y para eso, su mujer sería asistida en el parto por un galeno hecho y derecho. Y para ello, la llevaría a Castañer, donde unos misioneros norteamericanos habían fundado un complejo de servicios médicos para los habitantes del centro de la isla. Claro que como el que mucho nada suele morir en la orilla, Carmelo sufrió de la mala práctica de los médicos, cuando uno de ellos dejó caer el muchacho de entre sus brazos, presuntamente porque el recién nacido había expulsado sus tiernas heces fecales sobre el principiante médico que era muy fino y no soportaba la mierda de bebé. Doña Consuelo sufrió mucho y daba al muchacho por muerto hasta que, irónicamente, una curandera que encontró trabajo en el hospital (era la médica de reserva, en caso de que la ciencia y las esperanzas fallaran) le dijo que no se preocupara, porque había gente que lo venía a cuidar por la noche y que estaba con Carmelo las veinticuatro horas. La mamá de Carmelo nunca supo quiénes eran esas personas. Carmelo se salvó, pero sufrió daño cerebral permanente. O al menos eso dijeron los médicos. El impacto que el accidente causó en el corso de Tanamá fue tan devastador que el tipo se dedicó a beber 27

por tres días y tres noches, y fue el comienzo de una culpabilidad suicida que nunca logró explicarle por qué algunos eventos de la vida simplemente ocurren de una manera, sin importar cuán fervorosamente se desee. El tiempo pasó muy rápido y, antes que pudiese encontrar respuesta a su amargura, el corso de Tanamá murió de cáncer en el hígado a los pocos años. Doña Consuelo vendió la finca y se dedicó a criar devotamente a su hijo. No obstante, Salustiano, aunque nunca admitió ser el padre, siempre estuvo vigilante de Carmelo y de su crecimiento, y doña Consuelo se lo confió a ojos cerrados hasta aquel día. —Ahora, te voy a demostrar lo que puede hacer el muchacho —dijo Salustiano—. Todo es cuestión de marearlo un poco. El muchacho jamás ha tomado cerveza y ya saben cómo se pone uno cuando se da la primera en su vida. —¿No será muy joven pa’ eso?— dijo preocupado el dependiente. —Nunca se es muy joven. Carmelo tiene catorce años. Yo me di la primera a los trece, así que imagínate si es muy joven o no. —No sé —dijo dudando el dependiente. —Yo sí sé —aseveró Salustiano—. Carmelo, ¿quieres una cerveza? Carmelo giraba en el taburete como si él mismo fuese elipse y eje a la vez y el resto de gente no estuviese allí. Salustiano lo sujetó por las piernas y detuvo su girar. —¿Tienes sed? Te voy a invitar a una cerveza. ¿Quieres cerveza?

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Carmelo se puso serio. Carmelo le miraba como si no entendiese. —No te entiende —dijo el dependiente. —Dásela y ya —dijo uno de los jóvenes obreros. El dependiente colocó la botella sobre el mostrador y Carmelo, al ver la botella, la tomó y bebió de ella. —Eso. Así. Es todita tuya. Carmelo se puso muy contento otra vez y empezó a girar en el taburete. Se detuvo. Se tomó el resto de la cerveza de un sólo golpe. Los presentes comenzaron a vitorearlo. —¡Vaya! ¿Estás seguro que nunca habías tomado, Carmelo? ¡Dale! ¡Dale, hombre! —decía el joven obrero que llevaba el casco protector puesto. El dependiente le sirvió otra cerveza. Y otra. Con ambas hizo lo mismo. Salustiano decía que el muchacho no tenía fondo. Carmelo se tomaba la cerveza y cada vez giraba más aceleradamente en el taburete. Giró y giró hasta que, como expulsado por una centrífuga, salió volando hasta caer en el umbral de la puerta. Todos se alarmaron y se abalanzaron sobre el muchacho para recogerlo. —Mejor olvídate del caso —dijo el dependiente al viejo. —No, no. Vamos a hacer que se sienta contento otra vez —dijo Salustiano, y luego se dirigió a Carmelo—. No hay más vueltas en la silla, ¿okay? Se acabó. Carmelo gritó simiescamente en patente protesta. —No. Se acabó —insistió Salustiano mientras devolvía sus labios a la boca de su botella de cerveza. Carmelo estiró la mano y sacó su lengua por un rincón de su boca. 29

—Quiere cerveza —dijo el joven obrero que no llevaba casco de protección. Todos rieron. Car melo volvió a g r itar, sus pies y brazos suspendidos en el aire. —Oye, Carmelo —dijo el joven obrero que llevaba el casco protector puesto—. Si te doy cerveza, ¿te pondrás contento? Carmelo comenzó a brincar y a aplaudir como un mono de cuerda, de esos que hacen sonar los platillos. —¿Te pondrás muy contento? La cara y los ojos de Carmelo iban creciendo de excitación. El joven obrero que no llevaba el casco protector puesto dijo: —Dale una más. Ponla en mi cuenta. —Tu cuenta está en sin-cuenta —contestó el dependiente. —¿Cincuenta nada más? —Tiene telarañas. —Ay, dásela, hombre —intervino el joven obrero que llevaba el casco protector puesto—. Nos pagan el viernes, así que te pagamos el viernes. —¿Sabes cuántos viernes han pasado desde el último viernes que dijeron que me pagarían viernes? —Sí, pero esta vez es diferente— contestó el que no llevaba el casco protector puesto. —Si fuese como en mi época, que uno trabajaba la caña y el tabaco y luego estaba un tiempo sin cobrar ni hacer na’, estaría bien. Pero ustedes no; ustedes se dedican a tumbar montañas y a plantar cemento. Ya llegará el día en que se les acaben las montañas, pero por ahora yo los 30

veo muy enamorados del cemento— y debe ser porque les deja. Así que no hay más fiado. —Bah. Dásela —comentó Salustiano—. Yo la pago. —¿Llegó el seguro social? —preguntó sarcásticamente el dependiente. —¡Olvídate si llegó o no, si quieres ver llover azúcar! El dependiente, con mala cara, buscó la cerveza más fría que su mano alcanzara en el refrigerador. —¿En realidad es esto necesario? —preguntó. Nadie lo miró ni le contestó. Luego, le ofreció la cerveza a Carmelo, quien procedió a vaciar la botella tráquea abajo— así, sin respirar ni titubear ni nada. Al terminar, soltó un retumbante eructo que casi se sintió estremecer el cielo. El niño amplió sus labios en su más sobrada sonrisa. Luego comenzó a reír. Salustiano aprovechó el momento y le pidió a Carmelo que pensara en azúcar. El dependiente sacó un frasco con el producto extraído de la caña y se lo mostró al adolescente. Pero Carmelo se tornó intransigente cuando vio que la botella de cerveza estaba vacía y aparentemente él sólo quería pegarse a ésta como niño a su teta. El dependiente y Salustiano se miraron como cuestionándose el uno al otro qué hacer. Los jóvenes obreros dijeron que eso era caso perdido, a lo que Salustiano replicó que no— que apenas estaba comenzando el proceso de persuadir a Carmelo. Carmelo inició un alboroto en la tienda, lo que comenzó a preocupar al viejo, pues atraería la atención de otra gente y entonces tendría que entrar en disertaciones apologéticas con los vecinos. El dependiente terminó por 31

darle otra cerveza a Carmelo y comenzar a pensar cómo persuadir a Salustiano para que desistiera de sus planes. En verdad era un barril sin fondo, y la maniobra le estaba saliendo costosa al dependiente. Salustiano, sin embargo, no se daba por vencido. Tenía el presentimiento que estaba próximo a ver llover azúcar. Lo sabía por que lo sentía— lo sentía en la ruta de la sangre por todo su cuerpo— entre sus venas— a través del corazón— en su recorrido por su cerebro— y en el roce con su alma. Era un instinto que se salía de su cauce y engordaba como una obsesión. Carmelo, finalmente, se calmó, y Salustiano puso toda su concentración en atosigar de peticiones al niño. Entonces, Salustiano le pidió a Carmelo que pensara en azúcar, aunque fuera por una sola vez. Carmelo hizo mutis y hasta daba la impresión de que ni sabía que el asunto era con él. Salustiano le hizo cosquillas. Le cantó algunas de aquellas décimas pícaras que él solía inventar de joven. Hasta le mostró una revista pornográfica para despabilar al muchacho, pero nada funcionó. Carmelo, con el efecto de las vueltas en el taburete y las cervezas, estaba más estupidizado que nunca, girando sus ojos hacia atrás como si quisiera verse su propia nuca. El dependiente recomendó al viejo que llevara el muchacho de vuelta a su casa, porque si seguía allí, había que seguir dándole cervezas y no estaban llegando a ningún lugar con él. Ciertamente, estaba por verse si Carmelo hacía llover caramelos. Salustiano, frustrado, tomó un habano y se lo llevó a sus labios. Uno de los jóvenes sacó un encendedor gris y le ofreció lumbre al decepcionado viejo. Al encenderse 32

el habano, los ojos de Carmelo se perdieron en la llama amarilla y azul, y su pálido rostro se iluminó como una luna. Carmelo, con voz desapacible y perturbadora, habló palabras ininteligibles a los oídos de los presentes, como si hablara en un lenguaje que sólo él y el fuego entendían. Salustiano y el dependiente se miraron. —Le gustó el fuego —dijo el dependiente—. Es fuego. Mira, Carmelo: fuego. Quema. Carmelo sacudió su cabeza en una demencial eyaculación de alegría. Los allí presentes, entre asombro e ignorancia, rieron y se entusiasmaron. Carmelo había sido cautivado por la llama del encendedor y ahora todos querían prender la primera cosa que fuese inflamable y que estuviese al alcance de sus manos. Así, el dependiente encendió una vela; Salustiano, sus cerillos; uno de los jóvenes tomó una lata de desodorante en atomizador, la destapó, oprimió el botón rojo y expuso la rociada del recipiente de aluminio a la llama del encendedor, lo que provocó una lengua de fuego que al niño le pareció la llama de un dragón. Carmelo, al ver esto, entró a la fase crítica de su ardiñal rapto. Saltaba y giraba y trataba de atrapar la llama del atomizador. De pronto, el aire se tornó denso, los corazones comenzaron a palpitar aceleradamente, y de la nada comenzó a dimanar una lenta caída de un polvo granular y blanco, el cual, al entrar en contacto con la atmósfera cálida y húmeda, se tornaba en pinceladas de algodón de azúcar, mientras el aire se impregnaba de un intenso olor a canela. 33

Los hombres se quedaron atónitos. En verdad, había una relación directa entre la alegría extremada de Carmelo y la lluvia de azúcar. —¡Se los dije! ¡Se los dije! —anunciaba triunfante Salustiano. Carmelo aprovechó la distracción de todos para apoderarse del encendedor y aprender a manejarlo. —Pídele otra cosa. Algo. No sé. Algo —titubeaba el dependiente. El joven obrero sin casco de protección sacó un billete de un dólar con la intención de pedirle que hiciera llover billetes. Carmelo, al ver el color verde pálido del billete, dijo: —Ho-ja. Todos rieron y se miraron sorprendidos, porque sabían que Carmelo apenas hablaba. De hecho, era lo primero que decía Carmelo en toda la tarde. —¡Pero si hasta se ha puesto a hablar de la emoción! Todos volvieron a reír. Carmelo, pensando que su voz los había hecho felices, repitió: —Ho-ja. Todos volvieron a reír. Señalando a un árbol que se asomaba por una de las ventanas laterales del negocio, Carmelo insistió: —Hoja. El árbol ya no tenía hojas, sino billetes de un dólar, que le sacaron los ojos de sitio a los jóvenes obreros, al dependiente y al viejo. Luego, salieron

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corriendo del negocio para trepar el árbol y corroborar que, efectivamente, las hojas se habían convertido en billetes. Carmelo se quedó en el taburete tratando de sacarle fuego al encendedor.

Los hombres volvieron. Se repartieron los billetes de la mejor manera que pudieron: Salustiano exigía la mayor cantidad con el pretexto de que había sido su idea el traer al niño; el dependiente por su parte reclamaba que había ocurrido en su tienda y los derechos de los milagros allí ocurridos eran reservados; los obreros, por su parte, ponían precio a su silencio, puesto que el no comentar lo que allí habían presenciado costaba. La exclusividad se paga, decían. —Por lo visto encontramos la gallinita de los huevos de oro —comentó el joven obrero sin casco protector mientras contaba sus billetes—. No tendré que tirar una torta de cemento más en mi vida. —¿Y cuando nos pregunten de dónde sacamos el dinero? —dijo el joven obrero con casco protector puesto. —Bah. Diremos que nos pegamos en la lotería, o algo así— contestó el dependiente. —Hay que llevarle el muchacho a su madre. Debe estar preocupada —señaló Salustiano. —¡No! ¿Cuál es tu prisa? ¿Acaso piensas tener una sesión privada con el chico? —dijo el joven obrero sin casco protector. —No, yo no. Qué va. Es que me preocupa. . .

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— To d av í a n o t e r m i n a m o s c o n é l — d i j o autoritariamente el joven obrero sin casco protector. —Pero. . . —Pero nada, viejo. Escúcheme: si quiere que esto permanezca como un secreto, tiene que ayudarme a conseguir lo que quiero. ¿Sabe por qué? Porque si le digo al pueblo que el muchacho anormal es milagroso, se lo comen, ¿sabe? ¡Se lo comen vivo! Porque todos van a querer su milagrito, ve. Y la mamá de ese nene es quien va a ser bien infeliz. El nene no; el nene es idiota —declaró el joven obrero que no llevaba el casco protector puesto—. Así que tranquilízate, abuelo. Esto todavía no acaba. —Eso no es justo. Esa no era mi idea —defendió Salustiano. —¿Ah, no? ¿Y qué me vas a decir? ¿Que era para satisfacer una curiosidad? Salustiano se vio acorralado. —Pues, sí. Sólo fue por cur iosidad —dijo nervioso. —Ay, mira viejo, en el barrio todos saben que siempre fuiste un vividor; que lo único que te dotó la naturaleza fue de vagancia y bellaquería. Nada más. Las tres mujeres que tuviste te mantenían. ¿Y me quieres hacer creer que no pensabas que el chico podía hacer llover dinero, de la misma manera que hace llover azúcar? Salustiano se llevó sus brazos a la cabeza en gesto de desesperación. El joven obrero que no llevaba el casco protector puesto se abalanzó sobre Carmelo y lo agarró por los hombros. Carmelo se espantó al ver la mirada del joven adentrarse en la de él como una violación de fuego.

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—Niño, dame más dinero. ¡Rápido! Piensa: más dinero. Carmelo estaba evidentemente asustado y trató de zafarse de las garras del poseído joven. —¡Que no te vas hasta que me complazcas! —¡Déjalo en paz! —gritó el dependiente. —¡Cállese usted! Anda, Carmelito, dame lo que te pido. Piensa: ho-ja. Ho-ja. ¿Ves? Muy fácil. Dinero, niño, piensa dinero. ¡Pronto, niño del demonio! Salustiano se retiró a una esquina con ambas manos en la boca, como si le pesara una culpa en la lengua, o como si no quisiera dejar escapar el arrepentimiento. El dependiente sacó de debajo del mostrador un bate de béisbol y se disponía a darle un porrazo al joven obrero que no llevaba el casco protector puesto cuando una mano lo detuvo, y luego otra le hundió los dientes postizos: el joven obrero que sí llevaba el casco protector puesto había salido en defensa de su amigo. —¡Dime algo, niño!— gritaba desesperado el joven obrero que no llevaba el casco protector puesto. Carmelo miraba cómo se secaba Salustiano de congoja mientras el dependiente desangraba aturdido por el porrazo. El joven obrero que llevaba el casco protector puesto se encontraba a espaldas de su compañero, riendo como una máscara de carnaval mientras este último le exigía a Carmelo algo que no comprendía. Ante el insistente acoso, los ojos de Carmelo se tornaron como dos cerezas infladas, y tembló como palmera de gelatina al viento, y en un ahogado momento de pavor, el niño gritó: —¡Fuego! ¡Quema!

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El joven obrero que llevaba el casco protector puesto se llevó las manos al estómago y gritó lleno de dolor. Se arrojó al suelo y decía: —¡Ay! ¡Me quemo! ¡Me quemo! —gritaba. El joven despedía humo por boca, nariz y orejas. Sus ojos se abrían como huevos de pascuas olvidados. Convulsionaba como si se estuviese electrocutando. Un trueno estremeció el pueblo, y luego, con la espontaneidad de un pestañear, el joven se incineró totalmente, desapareciendo en una reacción de gases y humo. Sus cenizas fueron barridas por una incidental brisa que entró por la puerta. El pavor se apoderó de los demás, quienes salieron corriendo. Carmelo, enojado en su soledad de dios tonto, gritó: —¡Fuego! ¡Quema! Un trueno estremeció el cielo y se volvió gris como una lluvia de cenizas. Un aroma fétido, como el de un paraíso podrido, cubrió la atmósfera. La tarde de pronto supo a cidra fermentada— a merengue viejo— a tarta que se derrite en la lluvia. La gente corría demencialmente y algunos pensaban que el fuego apocalíptico había llegado desde la boca del mismo Dios. El pueblo se consumía como fotos de momentos que uno quema con la esperanza de no volver a recordarlos. y los faroles parecían velas sobre un bizcocho de cumpleaños— y las casas parecían caña en un trapiche— y Adjuntas parecía brasas de un universo que se muere, o un universo que se crea desde las calderas de un caos. Después del acontecimiento, en el cual se perdieron la iglesia, la alcaldía y hasta la jefatura de bomberos, el 38

dependiente pasó a ser un estudioso del gnosticismo místico, Salustiano se arrancó la lengua para no volver a hablar en su vida, y el joven con casco protector se largó del pueblo y nadie nunca supo más de él. Al joven sin casco protector lo reportaron como baja en el incendio. Carmelo habló normalmente desde aquel día, y se dedicó a recoger las hojas que caían de los árboles para hacer coronas fúnebres que él mismo se encargaba de llevar a todos los entierros del pueblo. Carmelo era temido y compadecido, y se convirtió en querubín de horror y de piedad, y la gente, al advertir el paso tremebundo y plañidero de Carmelo por las calles del pueblo, cerraba las puertas de sus casas y negocios. Y era que en los ojos de Carmelo, cada vez que los hornos de la panadería esparcían sus fantasmas de pan fresco y canela por el aire, se podían ver ángeles de algodón de azúcar, lluvias de caramelos, faroles de mentas, y caminos de gelatinas, pero sobre todo, la más espantosa y contagiosa de las melancolías.

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La punta del jamón para Nereidín

E

l noticiario de las 6 de la tarde pasaba las sangrientas escenas de los crímenes del día y el esposo leía el caduco diario de la mañana, cuando la esposa anunció que pronto la cena estaría lista. Los niños, que parecían cariátides de granito frente al televisor, se quedaron como si la cosa no fuese con ellos. El esposo encogió muy fugazmente los hombros, como si tuviese un sucinto ataque de hipo. Luego, tendió el periódico sobre la mesa y sacudió su cabeza. —No lo puedo creer —dijo. Nadie le hizo caso. La familia completa era un conjunto de universos separados que simplemente compartían un espacio común. Él retomó el diario y continuó leyendo. —Increíble. La esposa seguía concentrada en su tarea y los niños ni se enteraban que su padre existía. —¿Me escuchaste? —dijo el esposo con voz autoritaria. —¿Qué? —respondió la esposa. Él encog ió su distendida boca en un gesto impaciente y abandonó su lugar preeminente al pie de la mesa. Tomó en sus manos el pliego del periódico en el cual había aparecido aquella particular noticia que a él le había parecido tan increíble. Caminó hacia la cocina como el que lleva una bandeja repleta de códigos por descifrar, o como el que lleva un plano de algo por construir.

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—¿No me oyes? —dijo. —Sí, te oigo. —¿Qué dije? —No me oyes. —Sí te oigo. —Eso lo dije yo. —¿Qué dije? —No me oyes. El esposo la miró como si aquello hubiese ocurrido anteriormente, como si hubiese sucedido en alguna otra vida o como si lloviese sobre mojado. —¿Leíste la noticia del muerto? —¿Qué muerto? —contestó ella mientras removía el caldero del fuego para evitar que se quemara el arroz. —Un tipo que se murió y la familia sufría tanto que los hijos del difunto coincidieron en que no dejarían que su madre lo viera. Es así. —¿Y? —¿Y? —¿Y qué sucedió? —Pues que lo lloraron por tres días y le hicieron una misa y todo y el día del entierro la mujer del difunto se empeñó en verlo por última vez y cuando los hijos accedieron a la petición y permitieron abrir el féretro, la doña no reconoció a su esposo porque no era él. —¿Y quién era? —A saber tú y a saber ellos. Todavía están identificando quién era el sujeto. Pero lo importante aquí es que la familia se gastó todos esos billetes y sufrieron una muerte que no era la muerte de su padre. —Sólo piensas en los billetes. 42

—¿Y de qué vive el hombre? —No sólo de pan vive el hombre. —No estoy hablando de pan. Estoy hablando de billetes, sin los cuales ni siquiera se compra pan. Afuera, la niebla adjunteña era fluorescente. La niebla, pues era la niebla— terca y obstinada y cuando venía no se iba así porque sí— iba y venía de la manera que le diera la gana. De hecho, llevaba cuatro días cernida sobre el pueblo y ya la gente ni salía. Y la cosa era que la niebla ya hacía que la gente comenzara a hablar de las mismas cosas una y otra vez como si nunca hubiese dicho ni jota acerca de esas mismas cosas. Por eso, la esposa continuaba concentrada en su tarea y ni siquiera prestó atención al esposo cuando éste volvió a decir: «Increíble», porque ya nadie sabía si las palabras eran auténticas o si eran meros ecos. Ella ahora observaba un amplio y cuadrangular molde de aluminio, al cual daba vueltas mientras observaba el jamón triangular que yacía en su interior acribillado por clavos de canela y tajos que provenían de todas direcciones. La esposa luego sacó un cuchillo de una de las gavetas y procedió a mutilar uno de los ángulos del jugoso manjar. Luego, acomodó el jamón dentro del destinado recipiente y acomodó en un lado, dentro del mismo molde, el pedazo sobrante. —¿Para qué hiciste eso? —¿Para qué hice qué? —Eso. —¿Qué es eso? —Cortar la punta del jamón para luego acomodarla en el mismo molde. 43

Al fondo se escuchaban las voces en la tele como si fueran ángeles o fantasmas que hablaban por la casa. La esposa quedó transida por la pregunta. Su rostro se compungía como si le doliese algo— como si la pregunta hubiese entrado por su cerebro con una cualidad homicida— punzante— un estilete léxico— el serrucho de los signos que no pueden decodificarse— provocándole cierto dolor sin nervios— y alternaba la mirada del jamón hacia su esposo y viceversa. Soltó el paño de cocina. Se quitó el delantal partisano y fiel— su armadura de tela en la guerra contra la grasa y el aceite salpicando de la sartén como lágrimas de azufre— y se depositó sobre el stool blanco que tenía en la cocina estrictamente para tomar esporádicos descansos y no dejar que su sobrepeso le torturara las várices. —No sé —dijo finalmente. —¿No sabes qué? —No sé por qué le corté la punta al jamón. No sé. En verdad, no sé. —El jamón cabía completo en el molde. —Lo sé. —¿Y por qué le cortaste la punta, mujer? —Ya te lo dije. —¿Qué? —No sé. El esposo tomó el molde con el jamón dispuesto en su interior y lo metió en el horno. Cuarenticinco minutos después, toda la familia devoraba en silencio la suculenta cena en sus respectivos microcosmos. Claro, los niños se mantenían aún frente a la tele, y no se perdían por nada del mundo las escenas 44

de First Blood, una película vieja de Stallone. En la mesa, no obstante, el esposo deslizaba el cuchillo por las tiernas y dulces rebanadas de jamón, aunque echaba a un lado a las rodajas de piña que adornaban el plato. La esposa, sin apartar la vista de su cena, comía y pensaba— pensaba y comía. —Ya creo tener la respuesta —dijo ella. El marido continuaba en sus menesteres mientras leía los resultados del baloncesto en la página deportiva. Ya los había leído, pero le daba igual. Los hubiese leído antes o después, y de todas maneras le daría igual. —Ya creo tener la respuesta —repitió ella. —¿Qué?— dijo el marido sin mirarla. —Ya creo tener la respuesta. —¿Qué respuesta? —A tu pregunta. —¿Qué pregunta? —La de por qué siempre corto la punta del jamón antes de hornearlo. —Ah. ¿Y cuál es? —No sé. Bueno, sí sé, aunque no exactamente. Recuerdo que mi hermana mayor siempre hacía lo mismo cuando cocinaba en casa. —Así que es a tu hermana mayor a quien hay que preguntarle. —La llamo ahora mismo por teléfono. —Sí, por teléfono, porque con esta niebla será difícil salir. Uno puede confundirse y terminar en la casa equivocada. Termina de comer primero. Al terminar la cena, la esposa llamó a su hermana mayor. La hermana mayor primero le contó sus penas 45

acerca de cómo tenía que estar sacrificándose por la madre de su esposo, quien tenía el mal de Alzheimer y no recordaba nada del pasado inmediato. La esposa le dijo que eso no era raro. Ya nadie recuerda nada, dijo, pero yo sí, y recuerdo que tengo que bañarla, alimentarla, cambiarla, acostarla y entretenerla todo el tiempo, dijo la hermana. Luego habló de cómo la niebla la había hecho sentir más miserable que nunca, porque su esposo se había fascinado con el estudio de los fenómenos atmosféricos y se la pasaba encerrado leyendo las posibles causas de la niebla— no de ésta en particular, dijo, sino de cualquier niebla— y la esposa le dijo que esas cosas pasaban con los hombres, a lo que la hermana mayor preguntó que qué hombre, porque el de ella ya no la tocaba ni con una vara larga— y entonces la esposa aprovechó el hiato de silencio que quedó entre las dos— hiato disgregador y unificador— como si ambas fuesen unidas de pronto por la quimera sofocada de un deseo olvidado— de sensaciones dormidas— perdidas y sin regreso entre la niebla del tedio— y entonces la esposa le preguntó por qué ella siempre cortaba la punta del triangular jamón cuando se disponía a cocinarlo— y la hermana mayor se quedó transida con la pregunta— y su rostro al otro lado de la línea telefónica se compungía como si le doliese algo— como si la pregunta le hubiese entrado por el cerebro con una cualidad homicida— punzante— un estilete léxico— el serrucho de los signos que no pueden decodificarse— provocándole un dolor sin nervios que tampoco se siente— y finalmente se depositó sobre una butaca en la sala de estar para no dejar que su sobrepeso le torturara las várices. —¿Aló? —preguntó la esposa al notar el extendido 46

silencio que prosiguió a su pregunta. —Sí, estoy aquí. Es que, no sé; se me fue la mente, porque en realidad no sé contestarte. —¿Tu tampoco sabes la contestación? —Pues no, pero si recuerdo que mamá solía hacerlo también. —Pues mamá debe saber contestarme. Cuando colgó el teléfono, la esposa le pidió al esposo que la acompañara a casa de su madre. —¿Ahora? —No son las ocho aún. —¿Con esa niebla? Anochece temprano. Es septiembre y con esa niebla, aquí se vive en una eterna noche. —No seas exagerado. Y, anda, vamos a casa de mamá. El esposo accedió sólo si iban caminando. La esposa protestó, porque en Adjuntas nadie camina, decía ella. Pero nosotros sí, dijo él. Entonces, dejaron los niños observando la tele, porque no había manera de despegarlos de ella, y salieron para la casa de la madre de la esposa, quien vivía al otro lado de la urbanización. No era mucha la distancia, pero entre la poca costumbre de caminar y la densa niebla, todo parecía infinito. Una vez que llegaron a casa de la madre, se sentaron en el comedor. La madre le preparó un chocolate caliente, el cual el esposo despreció. No tomo chocolate caliente, dijo. Una vez cuando niño, en un velorio, me quemé la lengua y desde entonces no tomo chocolate caliente. Qué pena, dijo la madre. ¿Qué es un velorio sin chocolate? La esposa preguntó a su madre por su salud y esta contestó: 47

¿qué salud? Luego la esposa fue al grano y le preguntó porque ella le cortaba la punta al jamón triangular antes de hornearlo. La pobre madre no asimiló la pregunta y la esposa tuvo que hacérsela nuevamente con lujo de detalles— referencias al jamón, forma, marca, empaque y enigma con la punta del dichoso jamón. —Ah, tú dices el jamón que viene en lata triangular. —Sí. El mismo. —Y quieres saber por qué le corto la punta. —Exacto. —Porque si le corto la punta ya no es triangular. —Sí. —Habla claro, mi’ja. —Está bien. ¿Entonces? —¿Entonces qué? —¿Por qué le cortas la punta? —Pues no sé. Tu abuela solía hacer lo mismo. El esposo miró a la esposa como quien le advierte: ni se te ocurra ir a casa de tu abuela. —Vayamos a casa de abuela —se le ocurrió decir a la esposa. La madre se antojó de ir a casa de la abuela con la esposa y el esposo, porque al igual que a su hija y a su yerno, tenía curiosidad de conocer la raíz de tan raro ritual culinario. Cuando decidían si esto era prudente o no, vieron por la ventana de la sala dos ojos de luz abrirse paso entre la bruma. Era un auto en marcha lenta. Era la hermana mayor, quien atormentada por la pregunta, había decidido ir a preguntarle también a la madre, quien no tenía teléfono. 48

Quedó decidido. Nuevamente, irían caminando. La abuela vivía en la última sección de la urbanización y, caminando todos muy cercanamente el uno al otro, llegarían sin perderse. Así lo hicieron y así llegaron a casa de la abuela. La abuela observaba la tele. Era First Blood, una película vieja de Stallone. Fue muy difícil sacarla de concentración. Besos y abrazos la invadían, pero ella luchaba por no apartar los ojos de la tele. Hablaba sin prestarle atención a sus interlocutores. Mientras la madre se fue a limpiar unos trastes olvidados en el fregadero, la esposa trató de buscarle conversación. —Oye, abuela, ¿ya no haces jamón al horno? La abuela no contestó. —Ese jamón que siempre te quedaba tan rico, ¿eh? La abuela no contestó. Sus ojos no parpadeaban. —Oye, abuela, ¿por qué siempre le cortabas la punta al jamón antes de hornearlo? Fue el único momento que la abuela pareció registrar algo, porque de pronto parpadeó, dirigió su mirada lentamente hacia la esposa. La miró directo a los ojos, se acercó a ella, y luego, casi en un susurro le dijo: —No sé. —¿Tampoco sabes?— interrumpió la hermana. —Esto es increíble —dijo el esposo—. Mejor vámonos de vuelta a la casa. Se me acaba de evaporar la curiosidad. —Ni modo— dijo la madre con cara de resignación—. Tendremos que conformarnos. Que sea lo que Dios quiera. 49

—Pero Eliseo sabe —dijo la abuela de pronto perdida en los recuerdos—. Eliseo tiene que saber. —¿Quién es Eliseo? —dijo la hermana. —Un viejo amante —dijo la madre. —Eliseo era el panadero del pueblo —aclaró la abuela. —Sí, pero también era tu pretendiente —dijo la madre. —¿Cómo puede acordar se usted? —dijo la esposa. —Acuérdate que tu madre tiene 57 años de edad, y tu abuela se casó hace 50 años —le dijo el esposo a su mujer. La esposa, la hermana mayor, la madre y la abuela lo miraron sincronizadamente— un eco de una mirada— una sola mirada en cuatro pares de ojos— la misma mirada— ojos entrecerrados y las pupilas afinadas— una mirada que eran cuatro miradas, y el esposo tuvo que callarse la boca. —Si quieren, mejor vamos a casa de Eliseo a preguntarle por qué le cortaba la punta al jamón —sugirió la hermana. —¿Qué? ¿Vamos a seguir dando vueltas? —protestó el esposo. —Ay, si total, con esta bruma uno ni sale y tampoco encuentra nada que hacer en la casa —justificó la esposa. —Tengo demasiado que hacer en mi casa —se lamentó la hermana. —A ver si aprovechas y revives a ese marido tuyo —dijo el esposo. 50

La esposa, la hermana mayor, la madre y la abuela lo miraron sincronizadamente— un eco de una mirada— una sola mirada en cuatro pares de ojos— la misma mirada— ojos entrecerrados y las pupilas afinadas— una mirada que eran cuatro miradas— y el esposo tuvo que decir: —Está bien. Mejor vamos a casa de Eliseo. La abuela insistió en ir con ellos. Apoyada del brazo de su hija y su nieta mayor, estuvo dispuesta a caminar unas cuatro casas calle abajo hasta donde Eliseo vivía. No era mucha la distancia, pero entre la densa bruma todo parecía infinito— sin comienzo ni final— todos lados y ninguna parte. Llegaron hasta casa de Eliseo, quien, como todo el mundo, estaba encerrado entre gruesas rejas protectoras, cual si estuviese en una jaula, sentado en el balcón escuchando viejos boleros en la radio. Su primera reacción fue tratar de distinguir quienes eran aquellas personas que llegaban a su marquesina. La diabetes lo había dejado corto de vista, mas con aquella persistente niebla, veía menos aun. —No tengo dinero —dijo Eliseo, pensando que era un asalto. —Soy yo —dijo la abuela. Y como si sus palabras fuesen mágicas, el viejo panadero se levantó de la silla, sacó las llaves de su bolsillo, abrió la puerta de rejas y recibió la delegación de curiosos. Al penetrar el balcón de la casa, la hermana mayor notó que había un olor a pan fresco en el aire. —¡Qué r ico! ¡Huele a pan fresco! —dijo la hermana mayor. 51

—Es el olor del pan de las tres. Es que la niebla acorrala los olores y, pues, ya sabes. Por eso huele a pan fresco, pero en realidad es un olor repetido. Éliseo, quien había sido panadero toda su vida, solía hornear pan en su casa desde que se había retirado del negocio. —Don Eliseo, estamos aquí porque tenemos una pregunta que usted solamente podría contestarnos— irrumpió sin reparos la esposa. —Bueno, dicen que los panaderos y los barberos somos la conciencia de los pueblos, ¿eh?. Tal vez yo sepa algo que usted desconozca. Es lógico. Claro. —Debe saber muchas cosas q u e n o s o t ro s desconocemos— dijo el esposo con una sonr isa maliciosa. La esposa, la hermana mayor, y la madre lo miraron sincronizadamente— un eco de una mirada— una sola mirada en cuatro pares de ojos— la misma mirada— ojos entrecerrados y las pupilas afinadas— una mirada que eran cuatro miradas— pero la abuela no lo miró. Sólo tenía ojos para el panadero. De todas formas, el esposo se tuvo que callar la boca. —La pregunta es: ¿por qué al hornear el jamón triangular hay que cortarle la punta? —No hay que cortarle la punta. ¿Quién dijo que había que cortarle la punta? —Yo sabía que el jamón sabía algo raro —dijo el esposo, con aire de sabelotodo—. Lo que pasa es que uno no puede decir nada porque todo se lo toman a mal. Yo sabía que al jamón no había que cortarle ninguna punta. —¡Claro! Le ves las bolas al perro y sabes que es 52

macho, ¿eh? —replicó la esposa. —No, no, Eliseo. Al jamón se le corta la punta. Así lo he hecho. Así lo he comido en mi casa. Así se hace— dijo la hermana—. Al jamón se le corta la punta. Así lo hacía mi abuela; así lo hacía mi madre. Mi hermana aún lo hace y yo lo hago. Esa es la tradición, ¿no? Uno no cuestiona la tradición, pero sí se debe conocer de dónde procede. —Pues, ¿para qué habría que cercenarle un ángulo al dichoso jamón?— dijo el panadero. —Pues . . . no sé. La cosa es que eso es así y no me va a cambiar los muñequitos ahora— determinó la hermana. —Yo lo sabía, pero como no hacen caso a uno— comentó el esposo. —Eliseo— dijo tiernamente la abuela—. La primera vez que vi un jamón triangular sin una de sus puntas fue el día de mi boda. —Sí, con el pedante de Romualdo. —Que en paz descanse— dijo la abuela cabizbaja. —Pues ojalá que se esté horneando en el infierno. Ojalá el diablo le meta levadura en el culo, para que se hinche y explote. Las her manas y la madre se alar maron y le reprocharon las palabras al panadero, quien se disculpó ante ellas por haber insultado al abuelo y padre de ellas, respectivamente. —Es que yo quería mucho a esta vieja que ven aquí— dijo el panadero tomando de la mano a la abuela. —Bueno, ya es bastante tarde— dijo el esposo—. Si no resolvimos nada, mejor nos vamos. 53

—Eliseo, lo que queremos saber es por qué se le corta una punta al jamón triangular. ¿Algún secreto culinario? ¿Alguna razón particular?— dijo la abuela. —No, nada de eso. —¿Entonces? —El día de tu boda me tocó hornear el jamón. Era tu boda y, pues, era tu boda al fin y al cabo. Pero los moldes en mi panadería eran cuadrados. Y tu querido esposo había comprado cinco jamones triangulares enlatados y yo no tenía ni un sólo molde en los cuales cupieran. Así que le corte la punta. Nadie miró a nadie. Un silencio quedó encerrado entre la niebla— entre el prisionero olor a pan y el eco de los pensamientos de cada uno de los que allí estaban— con un sabor a falsa tradición en los labios y la sensación de dientes caídos— como paraíso que se descascara e hiede a huevo podrido.

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El día que llovió dinero en Adjuntas

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ecuerdo el día que llovió dinero en Adjuntas. Todo el pueblo estaba allí, incluyendo al alcalde y a Agustín García, el cubano que prometió el maravilloso acontecimiento. Era un día gris, como de esos días que siempre hacen en Adjuntas, de esos días grises que ponen a uno gris. Recuerdo: era el 23 de septiembre, día del Grito de Lares, día de la única independencia declarada en Puerto Rico, y en la cual participaron algunos adjunteños parientes míos que formaron contingentes por allá por Yahuecas para encontrarse con la historia en el camino. Bueno, de eso hace más de un siglo, y la historia que quiero contar es que era 23 de septiembre y en Adjuntas llovió dinero, verde y liviano dinero que caía como plumas de ángeles que no querían tocar el suelo; dinero tan verde que hacía reír a los aguacates maduros en sus ramas y los hacía precipitarse en caída libre como saltadores suicidas; dinero tan verde que hasta las ramas de los árboles lo envidiaban, y las plantas del pueblo se preguntaban cómo semejante rectángulo de papel había retado más de tres mil años de evolución y sin proceso biológico ni nada conservaba un verde clorofila imperecedero que hacía ponerse verde de envidia a cualquier verde en otoño; dinero tan verde que te quiero verde. Sí, señor. Se le caen las hojas a cualquiera. Sí. Era 23 de septiembre, equinoccio de otoño. Primero a lo primero. En Adjuntas las cosas siempre han sido lineales. Es un pueblo de gigantes dormidos. Desde que tengo uso de razón, sólo recuerdo un alcalde en el pueblo, que en 55

realidad siempre han sido dos. Es como una dictadura, diría yo, que se la reparten dos tipos con educación. Eran dos alcaldes distintos y dos partidos, pero todos se me aparecen en la mente con los mismos rostros y entonces por eso digo que sólo es un alcalde aunque sigan siendo dos partidos— que a fin de cuentas era uno sólo. No me culpo por la confusión. Todos hacen lo mismo. Y todos dicen lo mismo: que si el analfabetismo, que si el desempleo, que si la falta de infraestreuctura económica y que si esto es una conspiración del partido opositor para hacerle daño a la imagen de un alcalde que trabaja para el pueblo. Y en el va y viene, el pueblo se seca como una higuera a la intemperie. Ese asunto de los alcaldes no es nuevo. Recuerdo un día en que me encontraba en el comedor escolar tragándome mi tercer almuerzo del día, porque a los blanquitos del pueblo no les gustaba la comida de pobres y entonces sobraba y ahí era que Paco, el hijo de doña Lola, y yo nos metíamos en la cola nuevamente para que nos dieran más comida. Después de todo, mi mamá no me quería en la casa porque decía que yo comía mucho y que en la escuela daban mucha comida y gratis, así que pa’ la escuela to’ el mundo, decía ella. Entonces el alcalde— no sé cuál de ellos— vino a saludarnos y nos dijo que nos alimentáramos bien porque el municipio necesitaba gente fuerte para levantar el pueblo. Paco ni le hizo caso y siguió comiendo como una vaca ciega que ni se entera de las moscas. Yo, sin embargo, me quedé que ni podía tragar. Aquel hombre hablaba de gente fuerte y de levantar el pueblo, y eso sonaba a trabajo, señoras y señores, trabajo del bueno —del que hace sudar y deja cayos en las manos— y hasta 56

entonces yo nunca había pensado en esa palabra, porque en casa nadie trabajaba, ya fuese por costumbre, tradición o falta de empleo. Ese día pensé que había algo malo con ese señor. Quedé tan pasmado que, en la tarde, hasta comencé a prestar atención a la clase de Estudios Sociales y todo. Ese fue el día que hablaron de democracia y comunismo, y que los de derecha eran los buenos y los de izquierda eran los malos. Pero después de haber escuchado a aquel señor, el comunismo no me parecía tan malo y sí muy familiar. Por ejemplo, en mi casa, mis once hermanos y yo comíamos la misma ración de arroz y habichuelas, no importara si fuese Arsenio, mi hermano menor que pesaba como trecientas libras, o si fuese como Iris Marylin, quien no llegaba a pesar noventa libras acabada de salir del baño. La cosa era que todos comíamos lo mismo por partes iguales, a pesar que en casa siempre sospechábamos que Locadio tenía que tener algún proveedor clandestino de comestibles, porque, ¿cómo rayos se explicaba que el fuese tan gordo macizo y mi hermana tan flaca anoréxica? No sé. Eso debe ser de los misterios de la vida. A mi padre, por lo general, no se le escapaba una. Era una muralla de ojos. Su voluntad era orden y mis cinco hermanas y mi madre se sentían protegidas, porque ellas dormían todas con él. Los hombres no. Los seis hombres (siete, si contamos a Locadio por dos) dormíamos en la parte trasera de la casa, hasta que, por virtud de algún milagro, la familia empezó a crecer, y papá fue desterrando a mis hermanos hacia otros cuartos, preferiblemente fuera de la casa y en la propiedad de algún vecino. Esas eran las órdenes de mi padre. Papá solía sentarse bajo un cedro a beber ron y 57

esperar que llegaran los cupones de alimento por correo, mientras que en el resto de la casa nadie ni nada se movía. Éramos como estatuas por voluntad de mi viejo. Él decía que cualquier movimiento podía ser considerado como trabajo y que si algún federal nos veía, le quitaban las ayudas. No sé de dónde sacaba mi viejo la idea de que en algún rincón de aquel campo apareciera un federal. De todos modos, el viejo decía que el gobierno que regalara ron a la gente jamás caería, porque todo lo demás estaba resuelto, sí: casa, ropa, zapatos y hasta comida. Ahora entiendo por qué no trabajaba y se dedicaba a maldecir la hora en que nacieron aquellos parientes míos que lucharon en la revuelta del 23 de septiembre, quienes, a juicio de mi padre, eran una verdadera vergüenza para la raza. Y ahora entiendo por qué cuando le dije que en nuestra casa vivíamos como en un comunismo, me gritó ignorante y me corrió por toda la finca con una vara de guayabo. Me dijo, luego de la paliza: «Tú quieres convertir esto en otra Cuba». Yo como quiera pensaba que aquello era bonito, ¿no? Por aquello de que Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos alas. Yo no conocía mucho de Cuba, excepto lo que me decían en la escuela, pero precisamente, fue un cubano quien llegó al pueblo con esta idea revolucionaria sobre la abundancia que quería sembrar por todos los recodos del pueblo. Agustín decía que había que darle dignidad a la ventaja de vivir en una democracia capitalista y que en Adjuntas no aprovechábamos las ventajas y deleites del consumismo todopoderoso. Y esos términos ya yo los entendía, porque después de la paliza de mi padre, la clase que más me interesó en la escuela fue la de estudios sociales, y 58

así podía integrarme al pasatiempo nacional de este país: hablar de política (además de beber cerveza). El maestro de estudios sociales, debo admitir, era muy bueno conmigo y me decía que mis manos grandes no eran para dañarlas en un arado, sino para aprovecharlas en cosas sublimes como dar masajes y sostener libros. La gente del pueblo decía que él era medio raro, pero conmigo era buena gente. Y me llevaba a que le diera masajes mientras él me leía y me explicaba del mundo y de los sistemas políticos y todo eso. Algo así como una tutoría particular. Me enseñó palabras de esas que impresionan cuando uno habla. Claro, a veces se le entrecortaba la voz y comenzaba a saltar como un conejo y se ponía muy religioso y comenzaba a decir: «Ay, Dios mío», y finalmente terminaba en el baño haciendo no- sé-qué, pero él juraba que mis masajes eran tan buenos que él abandonaba su cuerpo y transmigraba y por eso me podía hablar de tantas cosas. A mí no me importaba, porque la verdad es que yo aprendía muchísimo. Además, me prestaba los libros que yo leía entre las piedras del río a escondidas de mi padre, por supuesto. No sé cómo hubiese reaccionado a mi culturización, como decía el maestro. Bueno, ¿de qué hablaba? Ah. De Agustín. Pues, ese tal Agustín era un cubano marielito que había llegado a la Florida y se había hecho rico vendiendo uña de gato y cartílago de tiburón contrabandeado desde Centro América. Lo absurdo de su llegada a Adjuntas fue que, al enterarse del tipo de negocio que él promovía, no hubo gato que la gente del pueblo no recogiera en el pueblo y que dejara con uñas. Pobres animales. Me refiero a los gatos y no la gente que no sabía que la tal uña de gato era un afrodisiaco. Esa palabra la aprendí con el maestro, 59

quien, además, me la dio a probar la tal uña de gato un día en que nos fuimos al cuarto de su casa para que yo le diera mis masajes, y él decía que con la uña de gato era mejor, y entonces era que temblaba de lo lindo, como un pez fuera del agua, y me decía que no me preocupara, que era una de esas transmigraciones otra vez. Me volví a perder. ¿De qué hablaba? Ah, sí. Del cubano. Bueno, pues, el cubano no pudo llegar en mejor momento. Al pueblo se lo comía el pantano del desempleo, según los periódicos; no tenía infraestructura que lo sostuviera. Yo sólo recordaba al alcalde aquel y su exhortación a crecer fuertes para levantar el pueblo, pero al parecer la gente creía que eso era mucho trabajo. Por eso el desempleo, esa bestia vestida de doncella, se alternaba con el ocio, otra bestia que se vestía de puta, y todos querían dormir con ellas. A todo esto, llegó el dichoso cubano con esta idea de dar a la gente lo que piden. Y como un dios bajándose de su carroza, abrió una tienda de baratas y la llamó “Adjuntas todo a dólar”. A cambio, uno podía llevarse dos cajas de detergente marca X, o tres jabones de Castilla la vieja— de ahí el picor que provocaba los condenados jabones— o varios paquetes de galletitas Cookies, entre otras cosas, todo por un dólar. Sí, señor. Adjuntas no sería el mismo. Se preguntará usted, y si la gente no trabaja, ¿de dónde van ellos a sacar el dinero para comprar? No se preocupe que para eso hay miles de programas federales de esos que mantienen a uno con la alacena llena, le pagan la casa, y hasta te sobran algunos billetes para jugar la Lotto y beber ron. Pregúntenle a mi papá, que en paz 60

descanse, pero a quien aún se le puede ver de noche bajo el cedro esperando a que el correo llegue. Yo lo visito de vez en cuando y siempre le pregunto: «Viejo, ¿qué hace usted aquí?», y él me contesta: «Esperando el correo». Y después nos quedamos así, sentados uno al lado del otro, sin hablar más, como en los viejos tiempos, hasta que yo le pido la bendición y él me dice «La Virgen lo acompañe», y entonces me voy. Y como mi papá hay otros. Eso es lo que llamo, señoras y señores, tradición de pueblo. ¡Dios nos libre de que esto sea otra Cuba! Aquí nadie da un tajo y todo el mundo come, y allá todo el mundo trabaja pero nadie come. Y si algún día se van las ayudas, ¿cómo le explica usted a doña Pancha que ya el águila no caga y que se tiene que ir a lavar ropas al río, así, en su silla de ruedas y todo? ¿O cómo le dice usted a Cheo, después que dejó las pelotas en Vietnam, que tiene que irse a sembrar la tierra? ¿O cómo le dice usted a mis primos teenagers que tienen que irse a coger café para pagar la Toyota nueva que se acaban de comprar? Ese día no sólo va a haber Grito de Lares, sino Grito de Adjuntas, Utuado, Jayuya, y por ahí seguirá hasta que todo Puerto Rico sea magma de un grito. De hecho, por aquello de borrarle a la gente cualquier pensamiento de renuncia a los beneficios de ser colonia de los Estados Unidos, el alcalde planificó, y a la luz de las ideas de Agustín, que la gran apertura de “Adjuntas todo a dólar” fuese el 23 de septiembre. Agustín, como buen comerciante, se hizo amigo del alcalde. El alcalde le dio subsidio corporativo para que no tuviese que rendirle cuentas al fisco municipal y así generar algo de capital para empezar con el negocio. Todo porque Agustín emplearía algunos 20 ciudadanos del pueblo. El 61

cubano consiguió también un permiso especial para celebrar regiamente la apertura del lugar. Cerrarían la calle principal del pueblo, traerían un sistema de sonido monumental con merengue caliente sonando en todo momento, y regalarían dinero. El alcalde cogió una sustancial muestra de ello— del dinero, quiero decir, por aquello de ver para creer. Agustín le prometió una fiesta de tal magnitud que la gente olvidaría que el alcalde había despedido a 114 empleados municipales, mientras le aumentaba el sueldo a los asambleístas. Los ojos del alcalde sobresaltaron como dos bolas de billar. Agustín salivaba porque de la nada, había llegado a ser el redentor del pueblo, y casi tenía visiones proféticas de hasta dónde subiría su cuenta bancaria. El alcalde autorizó a los pocos empleados municipales que quedaban a que ayudaran a don Agustín a preparar la regia inauguración de “Adjuntas todo a dólar”. Agustín le prometió que llovería dinero en el pueblo. En la madrugada del día de la inauguración, los empleados municipales, bajo las órdenes de Agustín, ensartaron billetes de uno, cinco, diez, veinte y hasta de cincuenta dólares en un infinito hilo de nilón, como quien prepara carnada viva para irse a pescar fantasmas en un lago de sueños. Los billetes estaban levemente adheridos al hilo de pescar por una fina banda de cinta adhesiva. La idea era que, una vez colocados en las copas de los árboles, siguiendo por los postes de alumbrado eléctrico, bajando por la acera hasta la entrada de “Adjuntas todo a dólar”, él agitaría la cuerda de manera que los billetes, humedecidos por el rocío mañanero, se desprenderían por gravedad de su comprometedora cinta adhesiva y comenzarían a caer al suelo como plumas de ángeles. Luego, la gente debía ad62

vertir de algún modo que los billetes formaban un sendero que dirigía hasta la entrada del nuevo local. Allí, dispuestos sobre el suelo como latas de cerveza vacías por las esquinas del pueblo, aguardaría otro mar de dólares. Esos mismos dólares la gente los utilizaría para comprar en la tienda. Genial, pensaba el alcalde. Ya lo sé, decía Agustín. Al otro día en la mañana, el sol tímido tras la revolución de nubes grises, y las bandadas de pitirre alteradas en el cielo teñían de mal augurio al viento. Yo estaba allí, como quien no quiere la cosa, mirando a ver qué se veía. Don Agustín se fumaba su habano tranquilamente con una sonrisa que se ampliaba como una cordillera, vestido en su traje blanco inocencia. Junto a él, el alcalde en su chaqueta negra, muy apropiada para el frío montañoso. Sus ayudantes aplaudían al ritmo del merengue caliente que uno que otro dominicano indocumentado, de esos que son los únicos que trabajan las tierras del pueblo, reconocía bien. Un tipo con un megáfono en mano incitaba a la masa de gente que comenzaba a congregarse en los alrededores a que visitaran la tienda. Unos por interés, otros por curiosidad, pero todos allí. Eso sí, nadie se movería de allí hasta que sucediera lo que tenía que suceder. Cargado el ambiente de tensión y expectativa, Agustín finalmente concluyó que el momento había llegado. Le dio la señal al genérico empleado del municipio, y así, con la gente ya casi al borde de la desesperación, éste comenzó a agitar el hilo de nilón y cuando menos la gente se lo esperaba, comenzó a diluviar, pero no gruesas gotas de agua fría, sino delicados, húmedos sueños de papel verde. El primero en notarlo fue Don Salustiano, un viejo que siempre llevaba bastón y sombrero blanco de paja, y quien 63

al sentir el primer billete caer sobre su hombro, lo sacudió como el que se hace un despojo de algún mal espíritu. Al percatarse que era un billete de 50 dólares, el pobre viejo se abalanzó sobre el ángel de papel y se fue así de frente, de boca contra el suelo, perdiendo su dentadura postiza, hasta que con dificultad y sangre a flor de labios, Don Salustiano gritó: «¡Está lloviendo dinero!». La gente tornó sus miradas al cielo. Efectivamente. Del cielo caían billetes verdes como plumas de ángeles verdes, verde que te quiero verde, verde esperanza, verde vómito, como la señora que comenzó a devolver todo el interior de sus entrañas de tan nerviosa que se puso. Entonces, la gente se animalizó, y toda la masa de curiosos se tornó polvareda y el motín fue de tales proporciones que hasta la gente dejaba los bancos y negocios del centro del pueblo para unirse a la desesperada batalla por los billetes que continuaban cayendo al suelo— aunque muchos de ellos ni siquiera llegaban al suelo. La gente comenzaba a brincar para atraparlos y aferrarse a ellos. Otros, en desenfrenada desesperación, comenzaron a agitar los árboles para liberar los billetes allí aprisionados. Incluso, algunos perdieron los estribos, y comenzaron a arrancar los árboles de cuajo, y entonces la gente, que comenzaba a meterse los billetes en la boca para que no se los quitaran, alucinó en su locura repentina que las hojas de los árboles eran billetes— y así, la gente comenzó a tragar hojas, y algunos juraban que cagarían dinero ese día, y seguían tragando hojas, mientras bajo sus pechos y pies había gente— unos asfixiados, otros rezando y dando gracias a Dios— hasta que alguien notó que los billetes trazaban un camino verde 64

hasta la entrada de “Adjuntas todo a dólar”. La estampida tomó dirección. Don Agustín exclamaba que aquel evento era un éxito, y el alcalde sonreía y decía que esto le aseguraba la reelección, pero la gente, en su desequilibrada ambición, invadió el local, llevándose por medio al alcalde y a Don Agustín. Una vez dentro de la tienda, advirtieron los billetes en el suelo, y ya para entonces la locura era incontenible y los delirantes clientes derribaron los escaparates y buscaron entre y debajo de la ropa, porque desconfiaban de todo, hasta de las losetas, y con uñas y dientes removieron el piso hasta encontrarse con la tierra, y hasta la mordían pensando que el dinero podía estar escondido entre ésta, y Don Agustín, en una esquina, todo sucio e indignado, dijo: «Del polvo eres y al polvo regresarás». El negocio cerró ese mismo día, ya se imaginan. La inauguración terminó en tragedia. Hubo varios muertos por asfixia, otros por ataques cardíacos, otros simplemente fueron aplastados por la turba de gente enloquecida. Don Agustín se marchó del pueblo de la misma manera que vino: inadvertido. Al alcalde le formularon cargos por complicidad en dicha tragedia y sus opositores lograron que perdiera las elecciones un año después. Total. El alcalde opositor, entre sus promesas de campaña, aseguró que traería un verdadero “Adjuntas todo a dólar”. Yo, después del día que llovió dinero en Adjuntas, me dediqué más que nunca a leer los libros que me regaló aquel buen maestro de estudios sociales que disfrutaba de mis masajes, por aquello de que me di cuenta que la mente cruda es una cosa peligrosa. La gente de mi pueblo, por su parte, aún convive sin infraestructura para levantar la cuna que nos 65

recibió al nacer— la gente aún se acuesta con la bestia del desempleo vestida de novia y con la bestia del ocio vestida de puta— y siempre todos, de vez en cuando y de cuando en vez, miran al suelo, a ver si por casualidad encuentran algún billete.

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El rapto de Ángela

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ngela observaba a sus nietos jugar a las canicas cuando de pronto vio algo resplandeciente aflorar en el firmamento. Inmediatamente, detuvo el pendular lánguido de la mecedora en el balcón. Sin apartar la mirada de aquella extraña aparición, buscó un cigarrillo mentolado y lo encendió temblorosamente, mientras las luces se agrandaban— aquellas luces en serie sobre el brumoso horizonte de montañas de mazapán— aquellas tres luces de colores bermejo incandescente, añil pacífico y ambarina fulgente, orquestadas en un tiempo de 3/3— como un vals de luces que hablaban porque a veces la luz de color bermejo brillaba dos tiempos, y las otras a medio tiempo; otras veces la ambarina se sincopaba hasta la otra barra, y entonces parecía una música cósmica que nadie escuchaba porque era visual. Los nietos de Ángela, ajenos al avizor evento celeste, proseguían con su anacrónico juego de canicas, actividad un tanto pasada de moda para tres niños de la era de las computadoras, pero ni modo, opinaban ellos muy precozmente, en casa de su abuela no había juegos de video ni nada parecido, razón por la cual habían decidido matar el tedio con el viejo juego una vez entretuvo a su abuela, según ella misma les relataba en las repetitivas historias de su niñez. A Róger, el pequeñín de 3 años, no le iba muy bien en el juego porque no tenía la agilidad en los dedos que tenían Neil y John, sus dos hermanos mayores, y por eso mejor se distraía echándose las canicas a la boca. Ángela 67

le había advertido a Róger que las canicas no eran golosinas y que, por tanto, no eran para echárselas a la boca. No empero, a Róger pareció darle igual, porque ni siquiera comprendía la razón de ser de tan absurdo juego, y prefirió de todas maneras degustar las coloridas esferoides, a ver si sabían mejor de lo que pretendían entretener, acto del cual Ángela no se percató porque tenía las luces prendidas de los ojos— ojos que se les aguaban con una sensación de calambres en la vista, arrebolados por aquellos misteriosos destellos que eran tan áureos que hasta parecían luces de fiestas patronales. Pero sucedió lo que Ángela temía que sucediera. Neil le reclamó a John que se habían robado una canica de la olla. A ver quién fue— quién pudo haber sido sino tú— no, yo no, se defendió John— tú sí, te la robaste, dijo Neil, acusación que John negó categóricamente y lo que provocó que el hermano mayor, encolerizado, lo empujara, llevándose a Róger de por medio y haciéndole tragar el planeta de cristal que el pequeño probablemente imaginaba que era chocolate cubierto de capa azucarada. A todo esto, las luces en el cielo se definían cada vez más grandes y más cerca. Un óvalo de metal se deslizaba silenciosamente sobre el cielo adjunteño, como si lo estuviesen halando por cordones. Neil y John comenzaron a darle golpes por la espalda a Róger, quien se moraba como una berenjena, incapaz de inhalar oxígeno. La canica se había alojado en algún punto entre la tráquea y la epiglotis del pequeño Róger, y sus ojos se iban cerrando poco a poco, tornándose cada vez más pequeños y más pequeños, como 68

un zoom out de la vida y Ángela aún no se percataba. Los niños gritaban por ayuda, pero Ángela, imantada por el óvalo gris y su sinfonía de luces en serie, comenzaba a convulsionar cual temblores en serie. Algunos vecinos salieron atraídos por los gritos de pánico de los niños. Ángela se te muere el nene, le gritaban sin advertir el óvalo gris que se postraba sobre la herradura de asfalto. Ángela, que no sentía el cigarrillo quemarle los dedos, no veía al pobre Róger torcerse en las tinieblas de una asfixia. Los vecinos, al notar que el niño moría y que Ángela no reaccionaba, brincaron la verja, y tomaron a Róger por los brazos, justamente cuando del óvalo gris fulguró una luz de azogue que relampagueó ante los ojos de todos, como si el universo hubiese tomado una instantánea a los allí presentes. Finalmente, el óvalo comenzó a ascender velozmente hasta llegar a su cenit y perderse en aquel atardecer ceniciento del cielo de septiembre. Hubo una pausa en la cual todos los corazones dejaron de latir y nadie respiró. El estado de estupefacción colectiva que adormecía a todos se quebró como la caída de un vaso cuando Ángela comenzó a dar gritos en staccato y brincos convulsos que la hacían ver como un títere flácido al cual alguien tira de mala gana por sus cuerdas. La lengua de Ángela se hacía fibra resinosa y se le adhería al paladar. La mujer expelía espuma por la boca. Sus ojos comenzaron a tornarse albos y entonces voló sobre la baranda del balcón, cuyos balaustres eran de cemento, y aterrizó justamente sobre Róger, quien al recibir el peso violento de su abuela, no pudo más que dejar que sus pulmoncitos despidieran la canica intrusa, la cual salió como disparada como un cometa milenario por la 69

tráquea y finalmente, bajo el cielo del paladar, prorrumpió boca afuera y se devolvió al mundo humano cual génesis expectorado. La canica se precipitó hasta caer de vuelta en el círculo dibujado en el suelo donde se unió a las otras canicas inertes como planetas ficticios. Los vecinos se quedaron boquiabiertos, sin poder decir una palabra. Ángela convulsionaba sobre Róger, y el chico lloraba asustado, preguntándole a su abuela que le pasaba. —¡Es un milagro! —gritó uno de los vecinos. —¡Ángela ha sido tocada! ¡Es un milagro! ¡Salvó a su nieto! —repitió otro. Todos se arrojaron sobre Ángela, quien se encontraba deformándose en un típico ataque epiléptico, pero que al momento nadie reconoció como tal, y la sujetaron por sus extremidades. Una vez lograron controlarla, procedieron a llevarla dentro de la casa. Le pasaron agua bendita por la frente, le colocaron una bolsa de hielo sobre la frente y así Ángela se fue calmando hasta caer en un sueño profundo y pacífico, algo así muy cerca de la muerte. Al otro día, Ángela era noticia. Según el taimado chisme, ella había salvado a su nieto bajo la aparición y postrimera inspiración célica de una carroza de fuego. Los religiosos protestantes argumentaban que éste era un aviso de los tiempos por concluir. Los católicos decían que había sido la Virgen María en una nube quien había prescrito el milagro. Los ufólogos decían que Ángela era la escogida: ella sería la líder que los guiaría a un nuevo mundo en otro planeta de paz y amor. El pueblo estaba revuelto, porque algo huérfano de razón había ocurrido en la Urbanización 70

San Joaquín. De hecho, las cosas en Adjuntas tenían que tener madre y ombligo, o no ocurrían, y de esa manera justificaban lo de Tobías, el niño-murciélago que había nacido entre los secretos del barrio Pellejas, como un castigo de Dios a su madre, ávida bebedora de ron Bacardí, cuyo logotipo es, pues, un murciélago. Igual explicaban que el busto de 54 pulgadas de Carmen, la Doña Bárbara del pueblo, era resultado de su irreflexiva compulsión por malograr hijos, razón por la cual Dios había decidido crucificarla a aquellos dos melones de masa adiposa. Y lo de Adriana, la maestra de catecismo, quien tenía 23 años de vida y cuerpo de niña de 9, lo justificaban a su deseo de ser ángel, pues para ser ángel había que conservar el candor y la ilusión de un niño. Bueno, al menos eso decía la gente. El asunto era que en Adjuntas las cosas tenían que tener madre y ombligo, o no ocurrían. Ángela, merece la pena reconocerse, era notoria en el barrio porque siempre se la pasaba presagiando la llegada de algún objeto volador no identificado que aterrizaría sobre su casa para redimirla de esta caótica y afligida existencia terrenal y elevarla a un reino de amor y sosiego más allá de las estrellas. A cambio de su exilio voluntario, ella le pediría a los extraterrestres que dotaran de inteligencia a su hija. La pobre no era muy buena para muchas cosas y ya saben como una madre sufre ante la posibilidad de ver a un hijo fracasado en la escuela de la vida. Pero Ángela Polaris (como se llamaba la hija) probó que sí era buena para algo: para parir, aunque fuesen hijos con padres anónimos. Mucha gente pensaba que Ángela, después que su marido la dejó por otra, había perdido arrimo con la 71

realidad y se paseaba evasivamente por las nubes como quien esquiva elefantes voladores. Ángela, muy a pesar de haber perdido al hombre de su vida, insistía, más que nunca, que ella había nacido para ser fiel y para que le correspondieran de igual manera. Ella concluyó que tal dicha era un ocho a medias, y que para poder sentirse realizada en alma y cuerpo, ella necesitaba que sus homónimos extraterrestres la viniesen a rescatar, porque allá arriba, en ese reino de amor y paz, no existía la infidelidad, porque no había necesidad de ser infiel, porque todos eran uno y uno eran todos. Es más, ni siquiera existía el sexo animal tal y como lo conocían los humanos. Allá arriba todo era entendimiento y esencia, decía ella. No muchos tomaban a Ángela en serio, unos por convicciones religiosas, otros por envidia de que la escogieran a ella y no a ellos, y otros porque sencillamente no podían concebir un mundo sin sexo. La única persona que le creía era Verónica, quien luego de que la dejara el marido (sí, también a ella; la dejaron por una chiquilla de 16 años), le entró complejo de vedette y se la pasaba en sandalias y bikini por las calles de un pueblo donde la lluvia reinaba en todas las estaciones del año. Verónica creía en Ángela porque, siendo buenas amigas, tal vez la última se llevaría a la primera consigo y le presentaría a un galán ovninaúta y encontraría su amor de altas esferas, un higher love, en todo sentido de la frase, que nadie sería capaz de encontrar en la Tierra. Después que el pueblo se enteró del acontecimiento en la San Joaquín, la gente comenzó a ver a Ángela con otros ojos. Los impíos comenzaron a tener fe; los religiosos protestantes encontraron una alegoría apocalíptica y una 72

señal del comienzo del rapto; los católicos pensaban que era la prueba conexa y ostensible de que la Virgen María sí intercedía por nosotros; los ufólogos pensaban que todo se trataba de un evidente caso de contacto con vida inteligente del espacio exterior. Una serie de peregrinaciones se inició desde todos los campos, barrios y pueblos vecinos hasta frente a casa de Ángela. La policía tuvo problemas para controlar las oleadas de gente que allí se congregaban. No obstante, hasta ellos mismos querían estar cerca por si algo más ocurría. Algunos predicadores con megáfono en mano comenzaron a incitar a los presentes al arrepentimiento. Los católicos oficiaron un servicio y hasta repartieron la comunión allí mismo cantando «Oh María, Madre mía, oh consuelo terrenal, amparadme y guiadme a la patria celestial». El gentío lo coparon el vendedor de carne al pincho, el vendedor de la piragüa higiénica del nuevo milenio y otros vendedores ambulantes quienes aportaron al toque carnavalesco de la situación, sobre todo el vendedor de camisetas alusivas al evento, las cuales tenían mensajes tales como “Ángela es la puerta”, “Ángela es la enviada”, entre otros. Ángela Polaris, quien había tenido un muy intenso pero fugaz romance con Don Agustín, el cubano fundador del “Adjuntas todo a dólar”, y de quien había aprendido a paladear la palabra “dinero”, pensó que era muy buen momento para recaudar fondos para erigir una imagen gigantesca de su madre, la cual serviría como centro de oración, de meditación, de observación celeste, y todo lo que le diera la gana al pueblo en honor de aquella aparición. La estatua sería tan alta como la Estatua de la Libertad y, 73

en días claros, se vería desde todas partes de Puerto Rico. La estatua le dejaría suficiente dinero como para volver a la Florida y encontrar a su amor imposible, Agustín García. La idea caló profundo en un pueblo que esperaba el bus de la salvación y la gente fue muy desprendida y aportó de la mejor manera que pudo a la masiva colecta, todo a cambio de tocar o hablar con Ángela, quien estaría sentada en su mecedora en el balcón para aquellos que quisieran contemplarla y hacerle peticiones especiales y espaciales, mientras Neil, John y Róger le hacían guardia de honor. Eso sí, el público debía acceder a formar una gran cola y acercarse a Ángela uno a uno, dejando su ofrenda en el bote de basura que hacía de improvisada urna de exequias. Ángela, mientras tanto, se mantenía con su mirada perdida en algún punto del cielo— sus ojos de pasas como dos puntos de tinta en su rostro— su enjuto cuerpo tieso y amoldado a la silla, como un dios de piedra— su traje rosado de estrellas doradas haciéndola lucir como una sacerdotisa. Los primeros peregrinos se acercaron a ella siguiendo las instrucciones de Ángela Polaris. —Hagan una sola fila, por favor. Eso sí: una sola pregunta por ofrenda —decía. Todos asintieron. —Dime, Ángela, ¿cómo son ellos? —preguntó el primer voluntario, un ufólogo. —Largos y sin boca. No son de carne. Son como de tallos. No tienen huesos. No les hacen falta los huesos. Los huesos son para que la gravedad no nos atraiga y nos haga plastas. Ellos desafían la gravedad. —¿Me llevarás contigo? 74

—Próximo —interrumpió Ángela Polaris mientras halaba al ufólogo por el cuello de su camisa—. Recuerden: una sola pregunta. —¿Hay vida después de la muerte? ¿Cuál es el fin de la vida?— preguntó el que seguía, un tipo con cara de insomnio y tufo a cerveza. —¡Oye, oye! ¡Tú! Dije una sola pregunta por ofrenda. ¿Estás sordo? —interrumpió Ángela Polaris. —Tráeme una caja de cigarrillos mentolados — dijo ella sin sentido. —Próximo —continuó Ángela Polaris mientras sacaba de la fila al tipo con cara de insomnio y tufo a cerveza. El diácono del pueblo se acercó con su mirada inclinada y un rosario perlado con un crucifijo de oro macizo en las manos. —¿Tiene algún mensaje de la Virgen para su pueblo?— preguntó. —Virgen parió en un río y no era virgen na’— contestó Ángela, perdiéndose entre las celdas afectadas de su memoria y encontrando el recuerdo de Virgen, su hermana mayor, quien diera a luz séxtuplos en el Río Vacas. Virgen le había confesado a Ángela, después del improvisado parto, que ninguno de los seis era de su esposo pero sí del capataz de la finca, con quien se acostó el día antes de su boda. El diácono palideció y se quedó sin aire. ¿La Virgen no era virgen? Oh, Dios mío. El mensaje derrocaba la doctrina católica que tantos años él llevaba siguiendo y predicando y bajo la cual todo su universo estaba erigido. Ahora de pronto, todo colapsaba. El 75

impacto de las palabras de Ángela fue como un golpe en la nuca con una llave inglesa Made in Taiwan y el diácono fue a dar directo al piso. Los paramédicos le suministraron los primeros auxilios al decaído diácono y hasta el padre Jones, párroco de la iglesia, tuvo que asistir a su súbdito eclesiástico. Al reponerse, las primeras palabras del diácono fueron: —La Virgen no era virgen. Llame al Vaticano, padre Jones. Minutos después, la ambulancia retiraba al diácono y el padre Jones procedía a comunicarse con Roma para pedir una audiencia con el Papa. La cola, mientras tanto, seguía moviéndose con ritmo lento y solemne, como una serpiente de brea. —Próximo. —Dime, Angelita, ¿cuándo es el rapto? Blanca volvió a extraviarse en el laberinto de su mente perturbada por los cortes eléctricos que sufre el cerebro en un ataque epiléptico, y se remontó a su vida de adolescente, cuando Tomás, su ex-esposo, y en vista de que la familia de Ángela no lo quería, le propuso que se escaparan. Tres días antes del evento, Tomás le había enviado un mensaje con Cucho, el amolador de cuchillos: “El rapto será en tres días”. —El rapto será en tres días —pronunció Ángela. La señora se desmayó. Los paramédicos volvieron a entrar en acción y se la llevaron. Entre la congregación protestante se corrió la noticia: el rapto sería en tres días. El pueblo ir rumpió en locura colectiva. La algarabía fue estentórea y desequilibrada como una balanza 76

manca. La gente comenzó a arrepentirse de todos los males hechos y por hacer, y hasta hubo quien no pudo con el zarpaso filoso de la garra de la verdad y decidió suicidarse. El gobierno se enteró y pidió apoyo al FBI y la CIA, muy a pesar de que dichas agencias tenían intereses encontrados y ninguna quería saber de la otra. Las primeras horas de la noticia afluyeron en crisis y hasta el gobernador perdió la mesura y alertó al pelotón de emergencias de la Defensa Civil. Sus rivales políticos lo acusaron de más de lo mismo, de sensacionalista e incapaz de manejar un país en crisis. El Vaticano, por su parte, emitió un comunicado de prensa que hacía un llamado a la cordura espiritual y al sano fervor religioso. La Virgen no había aparecido en Adjuntas, decía el escrito. Esto no era una aparición oficial. Los únicos con acceso directo a los asuntos celestiales eran ellos, los del Vaticano. Es más, hicieron un pronunciamiento público en el cual revelaron un plan para acabar con el levantamiento del Anticristo en el medio oriente: una alianza militar con los Estados Unidos de Norteamérica. A su vez, el proyecto SETI, cuyos miembros se trasnochan esperando a que llegue una onda radial fidedigna que les certifique que los extraterrestres también utilizan primitivos medios para comunicarse con el cosmos, desmintió que se tratara de una aparición extraterrestre. No hubo certificación de los centros de mando en las bases militares circundantes y el radar inosférico de Arecibo tampoco recibió confirmación de señales por parte de los radares en Arizona y Melbourne. En resumen, todos estaban convencidos de que el extraño suceso no era otra cosa que el fantasioso producto de las mentes ignavas de la horda popular. No obstante, la infalibilidad almáciga de que algo 77

sí había sucedido en Adjuntas y la apetencia de que algo más ocurriera condujo a la multitud a esperar durante tres días con sus noches por el rapto de Ángela. Durante treinta y seis horas, nada ocurrió. Repito: nada ocurrió. Los ministros protestantes no tuvieron otra baraja que tirar, excepto comenzar a sermonear acerca de cómo Dios había reconsiderado su decisión de terminar el mundo, gracias a las ofrendas y a la intervención de ellos y el poder de sus oraciones. Así tendríamos más tiempo para arrepentirnos, decían. Los católicos celebraron misas en honor de la Virgen, quien asumidamente había intercedido ante Dios para que nos diese otra oportunidad de hacer el mundo, y hasta la nombraron “La Virgen de La Nube de Adjuntas” y se identificaron con el mensaje de la Madre de Dios. Los ufólogos, por su parte, decidieron abrir un centro de estudios místico-científicos en Adjuntas, porque esto era la primera señal de nuevas verdades cósmicas a las que el ser humano se enfrentaría. Pero una cosa ellos sí avalaban de Adjuntas: la sutil cortina de energía que le hacía de traje a todo lo animado e inanimado. El gentío se fue disolviendo de la misma manera que se formó: por generación espontánea. Sólo quedaron toneladas de basura, latas vacías de Coca-Cola y Coors Light. Ángela Polaris fue cuestionada por algunos decepcionados inconformes, y ella se vio en la necesidad de declarar públicamente que su madre estaba agotada física y mentalmente. La gente, por supuesto, prefirió pensar que nada había ocurrido a pensar que le habían tomado por el pelo.

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Siete noches después del suceso, Ángela, su hija y sus nietos, desaparecieron. Alguna gente decía que Ángela estaba en un hospital de psiquiatría en San Juan, y que Ángela Polaris la cuidaba. Otros decían que con todo el dinero recogido aquel día, probablemente estarían en la Florida siguiéndole el rastro a Don Agustín García. Un tercer segmento minoritario de la población argumentaba que el rapto había ocurrido y que los habían dejado a ellos; algunos se esperanzaban en un segundo rapto. Los politiqueros decían que el gobierno había vendido a Ángela a la CIA o al FBI y que la tenían en una base espacial en Arizona para investigaciones más minuciosas. Había quien opinaba que se habían llevado a Ángela Polaris y a los nenes por éstos ser cómplices de un complot para desequilibrar el sistema. Pero siete noches después del suceso, los vecinos de la San Joaquín juraron haber visto luces en serie en el brumoso horizonte de montañas de mazapán— aquellas tres luces de colores bermejo incandescente, añil pacífico y ambarino fulgente, orquestadas en un tiempo de 3/3— como un vals de luces que hablaban porque a veces la luz de color bermejo brillaba dos tiempos, y las otras a medio tiempo; otras veces la ambarina se sincopaba hasta la otra barra, y entonces parecía una música cósmica que nadie escuchaba porque era visual— y de pronto apareció un óvalo gris que fulguró una luz de azogue, la cual partió la noche como un relámpago o como si el universo hubiese tomado una instantánea al pueblo— y finalmente, el óvalo de donde provenían las luces comenzó a ascender velozmente hasta llegar a su cenit y perderse en la oscura noche del cielo de septiembre. 79

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El sueño de Justo

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odo comenzó con un terrible dolor en la espalda al levantarse. La leve desviación en su columna vertebral lo estaba matando poco a poco, pensó. Pero luego se tomó dos píldoras analgésicas y siguió como si nada. Luego condujo por el auto expreso por casi una hora hasta llegar a su trabajo. De más está decir que, bajo circunstancias normales, tardaría quince minutos en llegar allí. Hay demasiados autos en esta isla, pensó. Ese día, igual al anterior y al anterior y anterior a ese, el tráfico era un río de plomo. Escuchó la radio— viejas melodías de los ’70 que le atragantaban una terrible melancolía— todas las mañanas— terrible y sadomasoquista sesión de melodías cargadas de melancolía. Marvin Gaye no podía sonar mejor. Especialmente cuando Justo hacía de segunda voz. Pero hoy no. Hoy estaba afónico. O simplemente no le quedaban ganas. Justo llegó tarde a su despacho para encontrarse que había perdido la cuenta de The Home Makers, una cadena estadounidense de venta de efectos del hogar— desde un clavo hasta una chimenea. Bah. ¿Quién necesita chimenea en Puerto Rico? pensó. No obstante, su jefe estaba que casi lo metía en la trituradora de documentos. Ese día Justo derramó el café sobre unos contratos que debían salir vía Fed Ex, salió a almorzar y tuvo que regresarse porque la cola en Burguer King era interminable. Como si fuera poco, en la tarde lo llamaron del banco por un sobre giro en su línea de crédito bancaria. El día concluyó cuando le devolvieron una propuesta para una nueva campaña de publicidad para Coca Cola, por tener 81

inconsistencias en la información. Su jefe lo llamó— por segunda vez en el día— y le estuvo reprendiendo largas horas. Eran las cinco de la tarde cuando Justo miró por la ventana y se preguntaba qué rayos hacía escribiendo propuestas en una agencia de publicidad, cuando se suponía que estuviese escribiendo poemas. El día fue bien, bien largo para Justo. Regresó a su casa cruzando nuevamente el soberano tráfico de plomo. Una hora de viaje. A las siete de la noche estaba quitándose la corbata en medio de la modesta sala. Corrió las cortinas pasadas de moda y dejó las luces de la ciudad entrar por la corrediza puerta de cristal. Si algo bueno tenía este apartamento, era la vista panorámica de todo Santurce. Las luces parecían luciérnagas gigantes, un enjambre de luces pintadas sobre un fondo negro. Pensó que qué rayos hacía allí, en aquella ciudad, cuando la voz de septiembre lo llamaba a su pueblo natal, a su tierra de surrealismo, a su centro. Dos horas de viaje y una cordillera lo separaban de todo esto. Abrió la puerta corrediza de cristal y se recostó de la acerada baranda del balcón. Respiró profundo— toda la ciudad en una inhalación. Sentía sus párpados pesarle, por lo que cerró los ojos y se quedó así— suspendido en la cortina de nubes rojizas que caía sobre la ciudad como un malvavisco de fuego. Sintió ganas de pararse en la baranda. Me dará un vértigo de madre, pensó. Bah. Qué más da. Entonces se afianzó sobre la barra superior de acero corroído por el salitre para posarse en la baranda. Sintió el viento levantarle por debajo de las axilas. Se sentía como un pájaro que lucha contra el viento en el cable de tendido 82

eléctrico. Dejó caer su cabeza hacia atrás para reprimir la opresión que sentía detrás de la nuca. Abrió los ojos y vio el malvavisco de fuego dispersarse como una tristeza sobre la ciudad. Miró las luces y le pareció que las mismas se fundían en un lago de sodio sobre un fondo negro como un misterio. Por su mente pasaba una caravana de preguntas beduinas a través de un desierto de sensaciones, un páramo emocional donde la arena no era otra cosa que un cosmos contenido dentro de otro macrocosmos, que no era otra cosa que un reloj de arena en las manos de algún dios cobarde que no se deja ver la cara. Así, Justo decidió extender sus brazos paralelamente al horizonte de ruidos que se cristalizaba en sus oídos. Advirtió que del apartamento de arriba salía una música de ángeles: la Novena Sinfonía de Bethoveen. De algún otro lugar se emitían sonidos orgásmicos de mujer que muerde el comienzo almibarado en un éxtasis de proporciones cósmicas, inducida por la entrada suave y tibia, insistente y consecuente, henchida y contundente de un falo nervioso. Mientras, su contraparte masculina bramaba como un toro a la luna perdida. Justo también escuchó ladridos de perros vibrarle es sus tímpanos como campanas agrietadas que dejan escapar su alma; escuchó peleas de matrimonio que se cansa en la viscosidad de la rutina; escuchó las voces estáticas de una telenovela; escuchó la relampagueante expulsión de proyectiles de algún arma de cañón largo; escuchó al viento resumirle la complejidad de su soledad, y le supo amargo— y le supo dulce— y entendió todo— y entendió nada— y sus párpados fueron pantallas de proyección donde volvió a ver las montañas de su pueblo— montañas virginales— de roca y de tierra— 83

montañas tejidas de verde— y vio un poema escrito en el cielo— y ese poema era él mismo— el cielo era su cráneo— y de pronto Justo sintió la punta de sus zapatos de hule despegarse del borde de acero de baranda— y sintió como una fuerza magnética correrle por los dedos a medida que se separaba del borde, como si fuera un hilo de energía— y cuando abrió los ojos, estaba volando sobre la ciudad— así— volando con sus brazos paralelos al horizonte de ruidos, que ahora era horizonte de ecos— y la ciudad bajo su pecho radiaba como un lago de vainilla fosforescente— y al encontrarse así como crucificado en el aire, flotando, suspendido, miró al gran malvavisco de fuego, que comenzó a abrirse y a abrirse como una bóveda— y le reveló una gran ciudad de cristales— o tal vez eran hielos— no podía precisar— y Justo sintió un gozo soplarle por debajo del corazón— y tras los edificios tubulares de la ciudad, se levantaban tres lunas, idénticas y bellas lunas, como tres satélites de incandescencia plateada, hasta que un olor fuerte, ácreo, le entró por las fosas nasales y encontró que la nube de malvavisco era una boca ancha y roja, cuyos dientes parecían de tiburón, y de los cuales colgaban algunas sábanas de epidermis, lo que hizo pensar a Justo que alguna bestia se lo tragaba, y ya no quería seguir flotando, y entonces quiso volver y no pudo— ahora sentía que se precipitaba sin voluntad hacia el interior de la gran boca— y su corazón le redoblaba beligerantemente y Justo trataba y trataba de regresar a su balcón y lo último que vio fue a la boca comenzar a cerrarse y con un horrible grito de espanto y temor incontenible, el mundo se ennegreció, y Justo despertó tirado en el sofá de su sala.

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Miró el reloj. Increíble. Eran sólo las 7:45 de la noche. Pensó que debía comer algo, pero no tenía hambre. Buscó algo de tomar en el refrigerador, pero el mismo estaba desolado. Sólo agua, dos rebanadas de queso, y una caja de galletas de higo (a Justo le gustaban las galletas de higo frías) poblaban los estantes de la nevera. Tomó una galleta, la engulló, y la bajó con un trago de agua directo de la jarra. Caminó de vuelta a la sala, porque no quería entrar al único cuarto del apartamento, el baúl donde Justo guardaba todas sus depresiones. Al momento no estaba en el mood para ello. Sencillamente se devolvió al sofá, miró al techo para oprimir la opresión que sentía detrás de la nuca, y se tumbó en los cojines percudidos del mueble gris. Tocaron a la puerta. Justo se extrañó. Nunca nadie lo visitaba. ¿Tocando a la puerta? Se levantó lleno de expectación. Probablemente era la primera vez que alguien tocaba a la puerta desde que el administrador del edificio vino a cobrarle dos meses de renta atrasados. Miró por el ojo de la puerta. No vio a nadie. Abrió la puerta. Y allí estaba su padre, serio y seco, como siempre. —¿Puedo entrar? —¡Papá! Sí, sí, adelante. Entra —respondió Justo lleno de sorpresa. Su padre miró alrededor de la habitación como quien inspecciona las condiciones del edificio. Justo no sabía que hacerse y comenzó a recoger medias, revistas Playboy, cajas de cigarrillo vacías, ceniceros superpoblados de colillas y latas vacías de Coca Cola dispersas por la habitación. —¡Qué sor presa! —decía Justo en pasmoso nerviosismo—. Tú aquí. Je. Tú aquí. No puedo creerlo. 85

—Este lugar es un cochambre —certificó su padre. Justo no lo miró. Era cierto. Además, ¿qué podía esperar? Su padre siempre fue crítico severo con él. —Es un asco. ¿Es que no puedes hacer nada bien? —lo confrontó su padre—. No sirves ni para mantener un cuarto limpio. —Papá . . . —Y la culpa la tiene tu madre, por defenderte tanto. —Papá, ¿cómo está ella? —Y si te interesa tanto cómo está ella, ¿por qué no la llamas, eh? O mejor aún, ¿por qué no la visitas? —Tengo mucho trabajo, papá. —¡No! Claro, es que eres de la ciudad ahora. Te avergüenzas de nosotros, ¿no es eso? —¡No! ¿De dónde sacas esa idea, papá? —Mira, mira: te conozco. Pero no vengo a enjuiciarte. Vine a reclamarte. Y más vale que tengas respuestas. Irresponsable. Justo sentía que se encogía —que se le acababa la voz para contestarle a su padre— que nada de eso era cierto— que él sí amaba a su familia y que siempre había querido poder escuchar un “te quiero” de su padre— que él sólo quería ser escritor y que en Adjuntas no sería escritor y que nunca lo publicarían, y por eso se había venido a la ciudad a buscar fortuna y todo lo que encontró fue desilusión en cada farol— desilusión derramada en cada esquina— y que todo lo que tenía ahora era un empleo como escritor de propuestas para una agencia de publicidad.

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Todo esto le hubiese querido decir, pero se le acababa la voz. —No es así, papá. No soy ningún irresponsable. Te equivocas —dijo Justo, tratando de simular algo de seguridad en sí mismo. —¿Qué? ¿Te atreves a contradecirme? Por lo menos háblame como hombre, no con esa voz de maricón anémico. Justo tragaba en seco. Se quedaba indefenso. Quería llorar. Quería salir corriendo, pero al mirar sus pies, encontró que eran de chocolate y caramelo derretido, y que al intentar dar un paso, sus pies se alargaban y se deformaban en una hilacha de dulce tan larga como un sufrimiento. —Pero, ¿sabes a qué vine? —preguntó el padre de Justo con voz amenazadora—. A ver por qué no me cepillaste los zapatos, según te ordené. —¿De qué hablas? —preguntó Justo sin comprender que ocurría. —¿Y por qué no lavaste el auto cuando te lo dije? Ah, ya sé. Porque vives solo, ganas dinero, y te crees el más macho de todos, ¿eh? Pero eso lo voy a resolver ahora mismo. Justo se adentró en la mirada de su padre y vio dos planetas de azufre, como dos odios en llamas. Vio que su padre se abalanzaba sobre él, y no pudo huir. Justo sentía, en efecto, que sus pies eran hilachas de caramelo y chocolate derretido. Y lo próximo que sintió fue el puño de su padre entrarle en la cara y adentrarle el tabique hasta tocarle la parte de atrás del cráneo.

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Justo levantaba sus brazos para defenderse, y lloraba, mientras su padre le propinaba la gran golpiza. —¿Llorando como las niñas, eh? ¡Si ni siquiera te he tocado! ¡Eres una barra de mantequilla! Justo comenzó a llamar a gritos a su madre. Su padre le decía que gritara más fuerte a ver si ella por fin lo escuchaba. Justo seguía gritando hasta que le dijo a su padre: —¡Te odio! Su padre dejó de golpearle por un segundo. Miró a Justo a los ojos y encontró dos planetas de azufre en sus ojos, como dos odios en llamas. Aún tomando a Justo por el cuello, el padre sacó una 9 milímetros de la correa de su pantalón y se la introdujo en la boca a sí mismo. —Ahora sí me vas a odiar —le dijo en palabras que se tropezaban con el cañón de la cromada pistola—. Ésto es para que me recuerdes. Justo abrió sus ojos en espanto. Quería escapar pero no podía. Su padre estaba sentado sobre su pecho y lo aprisionaba por el cuello con sus gruesas manos. Su padre haló el gatillo y estalló en matices de rojo y gris, cayendo toda la masa gelatinosa sobre Justo y su mirada, hasta que pudo gritar el espanto y hacer temblar al cielo y la tierra. Justo se sintió caer a través de un tubo de aire negro que lo succionaba. Abrió los ojos, y se encontró en el centro de su sala, acostado en el piso, flanqueado por dos mujeres que lo miraban y se reían. Justo pensó que podían ser detectives, o enfermeras, o paramédicos, pero no eran ninguna de las 88

anteriores. Estaban desnudas y masticaban chiclet, estirando la quijada inferior a la vez que le sonreían. —¿Te gustó? Justo no sabía que contestar. No sabía de qué le hablaban. Pensó que podía estar volviéndose loco. Sin embargo, sintió alivio de saber que lo de su padre no había sucedido. El teléfono sonó. Una de las chicas preguntó: —¿Contesto yo o contestas tú? Justo, desconociéndola, dijo que contestaba él. —¿Hello? —Justo, es tu madre. Mi madre, pensó Justo. —¿Mamá? Las chicas rieron. Él hizo un ademán para que se callaran. —¿Con quién estás ahí, Justo? —preguntó la madre. —Con nadie, mamá. —Escuché voces. —Es el televisor, mamá. —Tú no tienes televisor. Odias la televisión. —Compré uno, mamá. —Cómo has cambiado. Te tengo una mala noticia, hijo. Oh, no, pensó Justo. —Oh, no. Dime, ¿qué sucedió? —Tu padre ha muerto. Las dos mujeres comenzaron a pincelarle caricias a Justo por todo el pecho, su cuello, su estómago y sus piernas. Justo se las quitaba de encima con la única mano 89

libre que tenía, pero la batalla era desproporcionada. Una de ellas lo empujó sutilmente por el pecho y lo acostó de nuevo mientras la otra comenzaba a cabalgarlo, sobajando el pene de Justo, el cual se aprestó a responder a la suavidad de las insistentes caricias. Ambas sonreían y lo miraban y mordían sus labios, mientras Justo titubeaba en el teléfono. —No . . . me . . . digas. ¿Cómo? ¿Papá, muerto? —Sí. ¿Estás seguro que estás sólo? —insistía la madre al otro extremo de la línea. —Sí —contestó Justo mientras una de las mujeres se acomodaba el pene erecto en su sexo y se dejaba caer sobre él, deslizándose suavemente, dejándolo escurrirse entre paredes de azúcar y miel, descansando el tibio peso de los muslos sobre las caderas de Justo, y mientras la otra mujer lo lamía como una felina hambrienta que encuentra su constelación de leche. —Pero papá estuvo aquí hace un rato —dudó Justo a la vez que era devorado por las dos mujeres. —No puede ser. Él murió anoche. Tal vez te fue a visitar después. Justo corroboró que lo que había tenido era un sueño. O tal vez no, pero prefirió pensar que era un sueño. —Ya te dejo, hijo —dijo la madre—. Atiende tu visita y luego si quieres vienes a verlo. Ya sé todo el resentimiento que le guardabas. No te culpo. Pero ya acabó todo. Ya es hora de perdonarlo. A mí tampoco me hará sufrir más. Y colgó. La mujer que lo lamía le quitó el teléfono de la 90

mano y depositó sus labios en la boca de Justo. Justo sonr ió con placer e incredulidad. La mujer que lo cabalgaba aceleró sus movimientos— sus manos apoyadas sobre el pecho de Justo— sus nalgas embistiéndole en los muslos— su cara transformándose en arrugas de placer, que podían confundirse con arrugas de dolor— y Justo comenzó a sentir que lo succionaban— que le halaban el alma con un hilito muy fino e invisible desde debajo del corazón hasta salirle líquido espeso por su cúpula bizantina, pero también observó que la cabeza de su violadora se comenzaba a agrietar— y él pensó que era una alucinación orgásmica— pero no— la cara en verdad se agrietaba, y aunque él cerraba los ojos para concentrarse, volvía y los abría y veía el rostro derretirse como una vela al calor— y entonces fue que notó que a la mujer le salían dos antenas por la parte trasera de la cabeza, y entonces el rostro se abrió como una vaina de barro seco, y un inmenso rostro de cucaracha se reveló— y Justo, buscando confirmar que no era realidad, vio a la otra mujer masturbándose a su lado, y comenzando el mismo proceso de metamorfosis orgásmica— y Justo gritó tan espantado, que sus gritos volvieron a hacer temblar al cielo y a la tierra. De pronto, Justo se sintió caer a través de un tubo de aire negro que lo succionaba. Y allí estaba Justo nuevamente. Tendido en el sofá. Eran las 8:15 de la noche. Pensó que debía comer algo pero no tenía hambre, y menos después de tan asqueroso sueño. Buscó algo de tomar en el refrigerador, pero el mismo estaba desolado. Sólo agua, dos rebanadas de queso, y una caja de galletas de higo (a Justo le gustaban las galletas de higo frías) poblaban 91

los estantes de la nevera. Tomó una galleta, la engulló, y la bajó con un trago de agua directo del envase que la contenía. Caminó de vuelta a la sala, porque no quería entrar al único cuarto del apartamento, cuarto sin ventanas que era una especie de cámara de torturas en donde Justo guardaba todas sus depresiones. Al momento no estaba en el mood para ello. Sencillamente, se dirigió al balcón de rejas, y se quedó así suspendido en la cortina de nubes rojizas que caía sobre la ciudad como un malvavisco de fuego. Sintió ganas de pararse al borde del balcón de rejas y sintió el viento levantarle por debajo de las axilas. Dejó caer su cabeza hacia atrás para reprimir la opresión que sentía detrás de la nuca. Abrió los ojos y vio el malvavisco de fuego dispersarse como una tristeza sobre la ciudad. Miró las luces y le pareció que las mismas se fundía en un lago de sodio sobre un fondo negro como un misterio. Así, Justo decidió extender sus brazos paralelamente al horizonte de ruidos que se cristalizaban en sus oídos. Advirtió que del apartamento de arriba salía una música de ángeles: la Novena Sinfonía de Bethoveen. De algún otro lugar se emitían sonidos orgásmicos de mujer que se muerde el comienzo almibarado en un éxtasis de proporciones cósmicas, inducida por la entrada suave y tibia, insistente y consistente, henchida y contundente de un falo nervioso. Mientras, su contraparte masculina bramaba como un toro a la luna perdida. Justo también escuchó ladridos de perros vibrarle es sus tímpanos como campanas agrietadas que dejan escapar su alma; escuchó peleas de matrimonio que se cansa en la viscosidad de la rutina; escuchó las voces estáticas de una telenovela de televisión; escuchó la relampagueante expulsión de 92

proyectiles por algún arma de cañón largo; escuchó al viento resumirle la complejidad de su soledad, y le supo amargo— y le supo dulce— y entendió todo— y entendió nada— y sus párpados fueron pantallas de proyección donde volvió a ver las montañas de su pueblo— montañas virginales— de roca y de tierra— montañas tejidas de verde— y vio un poema escrito en el cielo— y ese poema era él mismo, Justo— y el cielo era su cráneo— y de pronto Justo sintió la punta de sus zapatos de hule despegarse del borde de acero de las de rejas— y sintió como una fuerza magnética correrle por los dedos a medida que se separaba del borde, como si fuera un hilo de energía— y cuando abrió los ojos, estaba volando sobre la ciudad— así— volando con sus brazos paralelos al horizonte de ruidos, que ahora era horizonte de ecos— y la ciudad bajo su pecho radiaba como un lago de vainilla fosforescente— y al encontrarse así como crucificado en el aire, decidió volar hasta su pueblo, el cual no visitaba desde algún tiempo, y cuando asechaba la geografía limítrofe de la tierra de su infancia, advirtió abajo un servicio fúnebre en el patio de su casa, donde escribió sus primeros y nunca publicados versos— y así, flotando, suspendido, miró el cuerpo en la caja, y no pudo leerle la mirada, porque tenía los ojos cerrados, pero sí le leyó los labios pálidos y sin vida, labios que hablaban sin moverse, y entonces sintió ganas de llorar, y el cielo comenzó a abrirse y a abrirse como una bóveda de luz— y le reveló una gran ciudad de cristales— y Justo sintió un gozo soplarle por debajo del corazón— y tras los edificios tubulares de la ciudad se levantaban tres lunas, idénticas y bellas lunas, como tres satélites 93

de incandescencia plateada, y Justo, extrañado, sonrió, y no quería ni volver atrás ni despertar— y de pronto, Justo se sintió caer a través de un tubo de aire negro que lo succionaba hacia una la luz— hasta que la luz se hizo él mismo.

94

Perla

F

ue una mañana de esas en que me levantaba temprano para fumarme, en el techo de mi casa, un cigarrillo a escondidas de mis padres cuando vi a Perla por primera y eterna vez. Yo estaba allí arriba, con esa sensación única de estar haciendo algo que se suponía que no hiciera, entre el rocío y la bruma mañanera, mirando el sol abrirse por las montañas y escuchando los pájaros afinar el día, la puerta trasera de la casa de Doña Liduvina, mi vecina, se abrió como nubes que despejan un cielo. Yo lo primero que pensé fue que ella podría sorprenderme y delatarme ante mis padres, así que escondí el cigarrillo y me quedé inmóvil. Para mi sorpresa, ante mis ojos se desató el paraíso: una perfilada trigueña de cabellera azabache salió al patio— caminando en puntillas— con su cuerpo vestido de viento— la suavidad de su piel negra cubierta por un aura de sodio— su imponente cuerpo perfectamente delineado por sensuales curvas— la voluptuosidad de sus caderas deslizándose en el aire húmedo— sus senos gráciles marcando un compás de corazón estupefacto— ella dirigiéndose hacia el jardín de rosas y margaritas de Doña Liduvina para con sus manos recoger gotas de rocío y bañar con ellas su cuerpo, bautizando sus túrgidos pezones— dejando las gotas resbalar oleaginosamente por su cuerpo hasta posarse en su ombligo— dejando que la improvisada aspersión le besara las coyunturas de sus muslos y se arrastrara hasta su cielo de monte— y ella, dejando sus labios partirse en el espacio, inhalaba quién sabe qué 95

pensamientos con cada gota de rocío que dejaba caer en su lengua. Aquella visión mañanera había puesto a circular provocadoramente la sangre en mis venas. Perla olió algunas de las flores, ar rancó una margarita, y se regresó al interior de la casa. Consigo se llevó todo mi aliento y a cambio me dejó una sensación extraña y placentera en algún lugar entre el corazón y entre medio de mis piernas. Ese fue el comienzo de mi obcecación con Perla. Ella llegaba todos los otoños perfumando el aire y la tristeza de los árboles, trayéndome una ilusión pasajera y eterna, cíclica, un secreto de concha del fondo de un océano que se abría por cuatros semanas al año— para luego regresarse a su fondo, y yo, a mi espera. No había más poesía que el saber que ella vendría, y yo aguardaba impaciente cada año para leer aquel verso de carne. Y luego de aquella mañana, el mundo no sería igual. Aquel día estuve con esa sensación rara todo el día. No quise ir al parque a jugar con los chicos del vecindario. Me negué a hacer los encargos de mi madre. No quería hablar, excepto para reñir con mi abuela, quien pasó el día corriéndome de su cuarto cada vez que me sorprendía mirando por las ventanas del mismo. Claro. Mi abuela pensaba que yo buscaba robarle los cigarrillos y que yo me la pasaba buscando dónde ella los había metido. Sin embargo, mi interés en invadir su espacio era que las ventanas del cuarto de mi abuela daban directo al patio de Doña Liduvina y yo esperaba a ver si la casualidad me traía a Perla— al menos algún destello de su cuerpo— verle 96

la cara, escucharla hablar, sentirla cerca, aunque fuese a metros de mi vista. Yo era un adolescente muy retraído. Apenas con 13 años, yo acostumbraba subirme al techo de mi casa cuando quería o me sentía solo, cosa que era muy frecuente, porque era como un observatorio espacial y de noche el cielo era una cúpula de cristal por la cual surcaban estrellas fugaces y luces de colores que se encendían en serie como bombillas en unas fiestas patronales— sólo que muy pequeñas, distantes, rápidas y potentes— tan potentes que se le quedaban a uno dentro de la cabeza por horas, y hasta se encendían dentro de los sueños— y entonces yo, por alguna razón inasequible, me sentía como una calcomanía del cosmos. En las mañanas, el sol llegaba despacio como si las montañas estuviesen pariendo luz, y la niebla era como un manto que alguna mano invisible va levantando, y lo más próximo a todas esas percepciones fue descubrir a Perla. Por lo tanto, aquella epifanía al amanecer tenía que ocurrir otra vez. Al otro día de haber visto por primera vez a Perla, volví a subirme al techo de mi casa antes de que amaneciera, para encontrarme con el magma de mis respiros. Necesitaba un cigarrillo, pero no lo tenía. Qué importaba. Sólo esperaba por el solapado momento. Esperé. El sol llegó como si las montañas lo estuviesen pariendo y un momento después, se abrió la puerta trasera de la casa Doña Liduvina. Como pitonisa en pos de un ritual, apareció Perla. Y todo fluyó idénticamente a la primera vez.

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Mis ojos se inundaron de lágrimas que querían gritar en su fluir de sal ante la belleza de aquella escena. Era como si un enjambre de emociones se me hubiese alojado entre el corazón y el estómago— emociones con pequeñas alitas batiéndose en un excitado compás. Mis primos solían hablar de una trigueña de la ciudad que siempre llegaba al pueblo durante el mes de septiembre y jamás pensé que se trataba de mi ensueño endrino. Perla tomaba sus vacaciones durante este mes porque en verano todo el mundo estaba de vacaciones y los lugares se atestaban de gente, mientras que en septiembre ella podía ir a cualquier sitio y disfrutarlo sin el oleaje de las multitudes frenéticas por el ocio veraniego. Además, el sol no castigaba tanto, y la temperatura era ideal para disfrutar cualquier punto de la Isla. Cualquier playa podía ser apropiada, cualquier monte podía ser conquistado. Y en Adjuntas, donde residía su tía, podía respirar cierta energía que le revitalizaba las células, como recargar las pilas por todo un mes y poder tener el ímpetu de seguir batallando por once meses más, hasta el próximo año. Yo estaba obnibulado con Perla y sólo podía vivir para soñarla en aquel pueblo falto de infusiones vivas— pueblo lento y viscoso como un sueño de catsup, y donde no sucedían muchas cosas, especialmente para los adolescentes, en quienes la carne comenzaba a hablarnos de todo lo que veíamos y tocábamos, metáforas de esos sueños tibios que uno solía tener. En todos ellos, Perla era una multiplicidad de imágenes bajo un mismo microcosmos craneal, un mundo donde ella era una genuina diosa. Por supuesto, ella desconocía que ella era el confín disyuntivo

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de toda experiencia pasada y de todo nuevo anhelo en mi oscuridad.

Durante aquellos días en que Perla llegó a corromper el orden monótono de mis pensamientos, mi padre y yo lavábamos el auto frente a la casa, como religiosamente hacíamos los domingos, cuando nuestro vecino Don José, quien paseaba a su perro poodle, se acercó a nosotros y se detuvo a hablar con Papá. —¿La viste?— preguntó el señor de protuberada panza, espesos bigotes, y cara tan arrugada y dura que parecía una gárgola. —Sí. Está intacta— contestó mi padre, mirando hacia el interior de nuestra casa a ver si mi madre o mi abuela estaban cercas. Hubo algo en el tono de sus voces con lo que instintivamente me identifiqué. Yo desconocía el referente de aquella conversación, pero de algo sí estaba seguro: había sido admitido como oyente de aquella conversación de hombres maduros. Me sentí halagado. Años atrás papá me hubiese dicho algo así como: «Ve y búscame agua», y así evitar que yo fuese testigo de cosas que no debía escuchar, pero aquel día no. Aquel día papá dejó que me quedara. Y yo me mantuve escuchando, por aquello de que ya me creía hombre y podía tomar parte de sus conversaciones. —¿Te atreves? —preguntó Don José con una sonrisa que asomaba su lengua gorda y húmeda. Papá y Don José se hablaron en silencio. Rieron. Había un lenguaje oculto en aquella pausa pícara.

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—Seguro —contestó mi padre—. Lo que pasa es que es muy obvio para mí. —Hay que ser un Houdini de la desfachatez, ¿eh? —Más que eso, porque Houdini se jodió un día —contestó mi padre. —Pues a mí que se joda. Yo me voy a correr el riesgo. —Dicen que es una ola. —A mí me han dicho que cuando se viene, huele a rosas y a margaritas, y que su sudor es fresco como el rocío de la mañana. Yo no sé. Yo me voy a correr el riesgo. Supe entonces de qué y de quién hablaban. Sentí una furia amarga reventarme por las sienes, como quien piensa azufre. ¿Quiénes se creían que era Perla? Insolentes. Perla era la luz y el comienzo, el sudor frío de un encanto, la vida hecha mujer. El vecino se alejó por la acera en dirección de la casa de Doña Liduvina. Llamó desde afuera. Doña Liduvina, una señora de edad avanzada, con su pelo siempre en un torbellino de algodón y con su delantal de toda la vida, salió a saludarle y lo invitó a sentarse en el balcón. Mi padre me dijo, «Que hijo de puta es», con una sonrisa maliciosa y asumiendo que ya yo entendía el lenguaje no pronunciado de los hombres. Sonreí a medias, y me quedé observando cómo doña Liduvina le ofrecía un café a Don José, y luego llamaba a Perla, su sobrina, a viva voz para que lo conociera y le hiciera compañía en lo que ella iba a la cocina. Fue la priemra vez que escuché su nombre, y fue como el redoble de campanas de cristal. Y allí apareció Perla de azabache y ébano. Preciosa. 100

Y tan distante. Mi padre me sorprendió embelesado, mientras yo me deleitaba admirando a Perla en sus cortos jeans y su blusa color mango amarrada en un nudo. —Está riquísima esa negra, ¿eh, Eliseo? Un reptil de hielo comenzó a descongelarse por detrás de mi vientre. Continué enjabonando el auto como si hubiesen electrificado mis movimientos. —La Perla está riquísima —susurró papá. Luego del café, don José se despidió de Doña Liduvina y de Perla, no sin antes ofrecerse a llevar a Perla al supermercado para que ella hiciese unas compras de primera necesidad para Doña Liduvina. Qué bueno es contar con vecinos así, decía la señora, mientras Perla le indicaba que lo esperaba en media hora. Mi padre ya se encontraba en el interior de la casa y me había encargado, como siempre, que recogiese los cubos, los cepillos y la manguera. Tiré mi última mirada hacia la casa de doña Liduvina, y allí estaba Perla, al pie de la verja que dividía mi casa de la de ella, mirándome, con unos terribles ojos azules que temblaban como la jalea. Su inesperada presencia provocó que me quedara en blanco, dejando caer los instrumentos de trabajo que cargaba entre mis brazos. Ella advirtió mi presencia y mi existencia. Me miró como un océano que buscaba tragarme. Su sonrisa le partió cerezas al viento. —Hola —me dijo, conteniendo la risa. Sonreí sonrojado y avergonzado de lucir tan torpe y ridículo frente a ella. —Hola —le dije. 101

Pr imera vez en cuatro septiembres que intercambiaba palabras con ella, y mis piernas deliraban de falqueza al yo sentir que Perla me miraba de arriba abajo, como estudiándome. —Soy Perla. —Ya sé. —¿Ah sí? Titubeé porque el tono de su voz ondulaba en mi pecho y no lograba descifrar qué me decía. —Sí, es que, la escuché presentarse con Don José. Ella miró incrédula hacia el balcón, incrédula, y luego me volvió a mirar. —Tienes muy buenos oídos. O tal vez sea el eco de las flores. El eco de las flores. Oh, Dios mío. Me derretía por dentro. En aquel instante, una paloma pasajera sintió el deseo de despojarse de los desperdicios que entrañaba en su cuerpo, los cuales se precipitaron estratégicamente sobre mi rostro, cayendo tibiamente en el momento más inoportuno del mundo. El rostro de Perla se transfiguró de amigable a serio, y luego volvió a estirarse a causa de una risa incontrolable, mientras yo sólo decía que qué mierda, y ella me confirmaba que eso era lo que era. Gentilmente, me llamó hacia ella, y con la verja dividiendo la tierra sobre la cual estábamos postrados, me limpió el rostro delicadamente con su dedo pulgar, mirando los contornos de mi cara mientras yo me perdía en sus ojos de mar, en la suavidad de su piel, en

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el crúor de su labios, hasta finalmente exclamar: ¡Qué bella! Pasó sus manos por mi pelo de caracoles pardos y me dijo: —Me gusta tu pelo. Y tus ojos. Son grandes. ¿Te imaginas el tus ojos con el color de los míos? Dos faroles de mar. Don José nos inter r umpió cuando llegó a recogerla. —Nos vemos luego, Eliseo —me dijo al despedirse. El hecho de que ella supiera mi nombre sin yo habérselo dicho me despegó el alma del corazón.

Tres septiembres pasaron y Perla se convirtió en obsesión— mi muñeca de ébano— mi sueño de jade, y entonces, para comienzos de mi año final de secundaria, Perla ya era el eje de mis primeros poemas. En la escuela ya hasta comenzaban a embromarme porque decían que yo vivía con los pies en las nubes. Lo que nadie sabía era que me la pasaba el día soñando con Perla, así, como quien se vuelve estúpido de por vida, cada año esperando a que llegara septiembre para volver a nutrir mis ilusiones con fantasías de cuarto solitario. Los demás chicos en la escuela comenzaban a tener sus primeras novias y la mayoría hasta se habían hundido en sangre primeriza que hacían de conocimiento público durante sesiones de relatos eróticos. Claro, en esas sesiones yo no era narrador, sino espectador soñador. Eso dio pie en más de una ocasión

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a que los muchachos me acusaran de que yo no era muy dado a las mujeres, y que no era común eso de pasarme el día escribiendo poemas y canciones. En broma y en serio, pensaban que yo era marica. La presión de grupo me llevó a tener que hacerme novio de Maritza Canellas, quien se había encargado de decirle a todo el mundo que yo le gustaba, pero que ella sospechaba que yo sentía miedo de las mujeres. En un pueblo pequeño eso es suficiente como para que le formulen cargos a uno por falta de hombría. Los rumores de mi alegada homosexualidad llegaron a los oídos de mi padre, quien a causa de eso dejó de hablarme por un tiempo. A mi madre también le preocupaba que fueran ciertos. Ella le prendía velas amarillas con olor a canela a la Virgen de la Providencia para que me iluminara en mí definición sexual. El día que se enteraron que yo tenía novia, se le ablandó la indiferencia a mi padre, y mi madre le pagó la promesa que le había prometido a la Virgen. Pero aunque Maritza fuese mi primera novia de carácter oficial, yo continuaba esperando los septiembres en que Perla vendría al pueblo. El último septiembre en que vi a Perla, recuerdo que Axel, Raúl y Leo, acompañados de Lisandra, Xiomara y Jazmín (sus respectivas novias), Maritza y yo nos dimos una escapada a lo que conocíamos como Los Pinos, en el mismo corazón de Adjuntas, y desde donde se podía observar todo el litoral norte de la isla de Puerto Rico. También se veían las luces del radar inosférico de Arecibo, dónde reside el programa de búsqueda de vida inteligente en el espacio, lo que a veces nos ponía a debatir la posibilidad de alguna vida más allá de las estrellas. Allí, 104

entre los pinos, residía cierta energía que inspiraba a hacer todo con mayor deseo: desde escribir poemas hasta hacer el amor. Era una boca de tiempo, una ventana a la tierra, en donde el rumor del viento entre las cidras hacían de música para cualquier cosa. Este era el inicio de todo; el pensamiento primario, donde la arboleda de pinos pintaba al aire de resina, y los verdes eran más verdes, y la vida se sentía bajo nuestros pies como si fuera un río invisible, y los montes nos hablaban y entonces éramos parte de ellos— éramos tierra, fuego, viento y agua— éramos el monte mismo, y podíamos pasar horas eternas allí, y los relojes ni se enteraban, y las cosas tenían un color a verdad que hasta en las palabras se olía. En un momento en que las chicas se fueron a perseguir luciérnagas, con el pretexto de encerrarlas en un frasco de cristal y tenerlas siempre consigo, para los momentos de oscuridad, Axel se acercó a mí. Abrió una botella de vodka y luego de que todos tomaran de ella, me la ofreció. Me instó a darme tragos “de hombre”, reto que acepté sin problemas. Luego, Axel colocó su brazo sobre mi hombro. —Oye, Eliseo. Maritza se ve bien enamorada de ti —casi me susurró—. ¿No le has hecho nada todavía? La verdad era que no se me había ocurrido. —No se me ha ocurrido —dije. Los muchachos rieron ante la ingenuidad de mi verdad. —Es que creo que estoy enamorado de Perla. ¿Conocen a Perla? Los muchachos rieron con mayor entusiasmo. —Parece que al fin despertaste, Eliseo. ¿Qué te 105

fumaste? —preguntó Leo. —Quién no conoce a Perla —dijo Raúl—. Todos la conocemos aquí. Sentí reafirmar que estaba enamorado de ella. —Estoy realmente enamorado de ella —dije. Volvieron a reír. —Sí, Eliseo. Es que te la mama tan rico —comentó Raúl cargado de sarcasmo. No le vi la gracia. —No le veo la gracia. Axel, al parecer, percibió algo de sinceridad en mi voz. Encendiendo un cigarrillo, me dijo: —Bah. Eliseo, todos saben que Perla es una puta que viene de San Juan cada septiembre a que su tía loca le santigüe el chocho. Es que le da tanto uso, que a saber tú si hay que hacerle un exorcismo. —Dicen que lo que le meten por ahí es una culebra para que la inmunice contra todas las enfermedades — agregó Raúl. —A mí me dijeron que era una piña sin pelar lo que le metían— comentó Leo. Todos se volvieron erupción de risas. Yo me quedé frío, serio, pasmado y hasta con ganas de llorar. —¡Qué desilusión, Eliseo! —dijo Axel—. Siento que te quedes así, frío y serio y pasmado y hasta con ganas de llorar, pero es la verdad. ¿No lo sabías? Eso te pasa por estar siempre en las nubes, y si no bajas pronto, va a ser otro quien se tire a Maritza. Avísame si necesitas un voluntario. También hago buenas obras por mis amigos. La noche terminó cada cual con su pareja, haciendo 106

lo que mejor le pareciera hacer bajo aquella antesala al universo, excepto yo, que terminé borracho en la falda de Maritza. Una vez más, fui el hazmerreír de todos. Maritza, indignada, me dijo que no quería ser mi novia, al menos hasta que yo madurara. Axel insistió que yo era muy patético para pertenecer a su grupo. Raúl recomendó que me llevaran de vuelta a mi casa, mientras Leo me defendía y decía que esas cosas sucedían de vez en cuando, que todo era cuestión de darme tiempo. Durante toda la noche, cada vez que yo miraba la oscuridad del cielo, sólo podía pensar que el año entrante, durante el próximo septiembre, Perla llegaría al pueblo, y ya yo no estaría allí para verla. El año entrante comenzaría mis estudios literarios en la universidad, y allá, entre libros y ambiente nuevo, probablemente me olvidaría de ella. Tal vez, sí; tal vez no; pero era el último septiembre en que vería a Perla. Poco antes del amanecer, mis amistades me dejaron frente a mi casa. Aún perturbado por la borrachera, noté las primeras lágrimas de luz abrirse por las montañas, y me fui directamente al techo a esperar que Perla hiciera a su aparición. Ese día el sol, aparentemente, tendría competencia, y una bandada de nubes grises se corría sobre el firmamento. Entendí que el pueblo me hablaba. Momentos después, como pitonisa en pos de un ritual, apareció Perla. Se abrió la puerta trasera de la casa de techo plano de su tía. La perfilada trigueña de cabellera azabache salió al patio— caminó en puntillas, casi volando, con su cuerpo vestido de viento. La suavidad de su piel negra revelaba un 107

brillo apacible, como el de un aura de sodio. Su imponente cuerpo estaba perfectamente delineado por sensuales curvas. La voluptuosidad de sus caderas se deslizaba en el aire húmedo. Sus senos gráciles marcando un compás de corazón estupefacto. Ella se dirigió hacia el jardín de rosas y margaritas y con sus manos tomó gotas de rocío para bañar con ellas su cuerpo y bautizar sus túrgidos pezones. La mujer de ébano dejó las gotas resbalar oleaginosamente por su cuerpo hasta posarse en su ombligo— y dejó que la improvisada ducha le besara las coyunturas de sus muslos y se arrastrara hasta su cielo de monte— y dejó sus labios partirse en el espacio, mientras inhalaba quién sabe qué pensamientos. Mis ojos se inundaron de lágrimas que querían gritar en su fluir de sal ante la belleza de aquella escena. Era real. —Perla —salió de mis labios su nombre. Ella miró hacia el techo y sonrió. —Es usted muy bella. . .muy bella —y entonces me di cuenta de que aún tenía algo de borrachera, porque siempre fui muy tímido, y en circunstancias normales no me hubiese atrevido a hablarle. Ella levantó sus brazos como una luz en equinoccio, y me habló sin palabras. Era una invitación a caer en sus brazos. Bajé del techo. Salté la verja. Ella me despojó de mi camisa, y me hizo acostar sobre la grama mojada que mi cuerpo caliente secaba. —Eres una inocencia —me dijo—. Una inocencia que quiero tener para mí, porque allá, en el lugar de dónde vengo, ya no se ven; una inocencia de hombre 108

perdida. Eres casi de cristal, un ángel de cristal, y así tal vez me poseerás: sin malicia ni interés; sólo me poseerás inocentemente. Ella se postró sobre mí, y bajo una llovizna fría de septiembre, me cabalgó hasta sacarme toda la poesía blanca y tibia que esperaba por ella. En un momento, llegó a mi olfato un fuerte aroma a margaritas y a rosas, como olas de perfume. Ese día dormí hasta tarde. Al levantarme, llamé a su puerta, pero Doña Liduvina me informó que Perla se había marchado a San Juan. Entonces supe dónde quería ir a labrar el resto de mis días.

Diecisiete septiembres pasaron desde la última vez que vi a Perla, al cabo de los cuales regresé al pueblo que abandoné una vez. Encontré que no había cambiado mucho. Tal vez la introducción de restaurantes de comida rápida era el acontecimiento más innovador que haya ocurrido allí en años. La gente seguía siendo la misma; diferentes caras, diferentes nombres, pero siempre y al fin la misma gente. Era como si los muertos volvieran a tomar los cuerpos de los vivos y siguieran en posesión del pueblo. Pero mi vida sí había cambiado. Las páginas del libro de mi vida habían sangrado con tinta virgen. Me había convertido en poeta, y aunque me costó trabajo hacer que me leyeran, había triunfado. Después de todo, vivir con los pies en las nubes me sirvió para entender el metalenguaje de los silencios colectivos de toda la gente para la cual yo escribía. Escribí una novela que fue éxito 109

de ventas y también me convertí en editor de una revista de literatura. Todo a los 34 años. No obstante, el día de mi regreso a Adjuntas me encontraba con una insipidez aterrante en mis labios, porque cuando me fui a San Juan, juré encontrar a Perla, y ofrecerle mi vida a cambio de la de ella, pero nunca la encontré. La busqué por los rincones donde el mar ya no se escucha, por los anuncios comerciales que nublan el horizonte capitalino, por los edificios de mármol y piedra que se levantan como cactus de condenas en la ciudad, por los libros de las bibliotecas, por los poemas que regala la vida cotidiana, por las tiendas de empeño, pero nunca por los bares ni por los burdeles, tal vez por temor a encontrarla. Sí. Había regresado con mi alma azul al lugar donde todo comenzó: al techo de mi casa. Luego de hacer un breve recorrido por las calles del pueblo, llegar a casa, y sacudir algo de polvo de los muebles por los años sin uso, me dirigí a mi viejo templo— el viejo observatorio espacial donde el cielo era una cúpula de cristal por la cual surcaban estrellas fugaces y luces de colores que se encendían en serie como bombillas en unas fiestas patronales, y que, por alguna razón inasible, me hacía sentir como una calcomanía del cosmos. Allí pasé la noche, acompañado de mi botella de whiskey. En las mañana, el sol llegó despacio como si las montañas estuviesen pariendo luz, y la niebla parecía un manto que alguna mano invisible va levantando, y entonces resumí los recuerdos de mi adolescencia, de los tiempos idos; resumí lo recuerdos de mis padres, hoy también idos; pero sobre todo, recordé a Perla y su magia de amanecer en septiembre. Encendí un último cigarrillo— entonces 110

no tenía que esconderme de nadie— y esperé. Esperé nada más por esperar. Momentos después, para mi sorpresa, como pitonisa en pos de un ritual, apareció Perla— vieja, pero aún con sus atributos bien definidos, como si el tiempo no se enterara de los relojes. Se abrió la puerta trasera de la casa de techo plano de su tía, quien había muerto años atrás. La perfilada trigueña de cabellera azabache salió al patio— caminó en puntillas, casi volando, con su cuerpo vestido de viento. La suavidad de su piel negra revelaba un brillo apacible, como el de un aura de sodio. Su imponente cuerpo estaba perfectamente delineado por sensuales curvas. La voluptuosidad de sus caderas se deslizaba en el aire húmedo. Sus senos gráciles marcando un compás de corazón estupefacto. Ella se dirigió hacia el jardín de rosas y margaritas y con sus manos tomó gotas de rocío para bañar con ellas su cuerpo y bautizar sus túrgidos pezones. La mujer de ébano dejó las gotas resbalar oleaginosamente por su cuer po hasta posarse en su ombligo— y dejó que la improvisada ducha le besara las coyunturas de sus muslos y se arrastrara hasta su cielo de monte— y dejó sus labios partirse en el espacio, mientras inhalaba quién sabe qué pensamientos. Mis ojos se inundaron de lágrimas que querían gritar en su fluir de sal ante la belleza de aquella escena. Era real. Sin embargo, esta vez no estaba sola. A su lado, una joven como de diecisiete años de edad, con la silueta del cuerpo de Perla, de piel café, con pelo de suaves caracoles pardos, y mirada de ojos grandes 111

y del color del mar, aprendía a recoger el rocío. Yo fumé mi cigarrillo en silencio.

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Te lo dije, Rosaura —Tomaré tu corazón. Sacaré el alma fuera de tu cuerpo como si yo fuese Dios. . . Tomaré tu corazón para mí. Tomaré tu alma. Seré Dios para Ti. Langston Hughes, “Para Artina“

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alió corriendo por la esquina como si la nada lo hubiese escupido. Sus ojos deglutían todo el espacio de un sólo bocado. Sus apresurados pasos partían los espejos que la lluvia de septiembre sembraba en la desértica acera. El hombre apenas distinguía el horizonte entre la cortina pluvial, el vacío y las sombras de la noche. Con eléctricos movimientos, versaba su cabeza a la vez que apresuraba sus pasos. Tomaba grandes bocanadas de aire. Jadeaba, pero no se detenía. El hombre atesoraba celosamente bajo su axila izquierda aquel diamantesco paquete que estaba envuelto torpemente en papel de periódico. El paquete estaba tan bien asegurado por varios lazos y cuerdas que parecía que alguien intentaba preservar un maso de recuerdos para que no se escaparan; como quien amarra su vida, para nunca perderla. Un tronido rajó la noche y el hombre pensó que bien hubiese podido ser su corazón desbocado

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como caballo de hojalata, de no ser porque el cielo era un tambor. Súbitamente, cortó otra esquina y se encontró con las luces del pueblo. Decidió tomar un segundo aire antes de proseguir la marcha. Se recostó contra la primera pared que se levantaba a su izquierda. Su sudor se confundía con las gotas de agua que corrían sobre su cara y su cuerpo. Miró a ambos lados. Notó cuán desiertas estaban las calles esa noche. Usualmente, los lunes por la noche eran muertos, y más muertos eran con una lluvia torrencial como la que caía esa noche. Bajo otras circunstancias, el hombre se hubiese quejado de este pueblo de fantasmas, pero hoy no; hoy todo estaba muy bien así. Trató de equilibrar los ritmos de sus inhalaciones y exhalaciones. Miró a su derecha y miró hacia su izquierda. Nada. Sólo soledad y lluvia. Decidió seguir en dirección hacia el centro del pueblo. Al despegarse de la pared, la silueta de su espalda quedó grabada sobre los cristales condensados de una puerta rotulada con la palabra “Carnicería”. La lluvia continuaba como un prisma líquido, cortando los rayos de luz que despedían los faroles sobre las calles del pueblo. Ya más calmado, prosiguió caminando nor malmente como lo hubiese hecho cualquier otro ciudadano. No bien había avanzado algunos pasos cuando, del umbral de una cafetería fuera de toda actividad comercial, emergió una vieja decrépita y mefítica que lucía un moño erigido sobre su cabeza como un obelisco de paja. Ella le salió al paso con un cubo plástico que una vez debió albergar en sus entrañas varios kilos de tocino, y que ahora estaba lleno de rosas color rojo sangre. 114

—¡Buenas noches! —dijo. La inesperada aparición lo dejó eleto, petrificado y desvaído del susto. La vieja se le acercó, envuelta en un tufo insoportable, y le pidió un cerillo. Algo adusto, el hombre no le contestó y se limitó a explorar los cavernosos ojos de la vieja. —¡Eh! Que si tiene un cerillo, un fósforo —dijo ella con voz sepulcral. —Oh. Perdón —contestó, aún aturdido y con tono de voz temblorosa. El hombre le facilitó la caja de cerillos, pero no se dio cuenta que su mano estaba húmeda de lluvia y sudor, lo que provocó que empapara toda la caja. —Lo siento —dijo él—. Tendrá que seguir intentando a ver si alguno enciende. —Lo sé —respondió la vieja—. Ay, mi amigo del alma, es que esta lluvia. . . Usted no debería andar por ahí mojándose. Le puede hacer daño. ¡Ya hasta pálido está! —recomendó la vieja, tratando de encender un cerillo. —Mire, tengo pr isa. Quédese los cer illos y adiós. —Oiga, ¿no interesa algunas flores? —No. —Son a dos pesitos nada más. —¡No!— dijo el hombre mientras retrocedía. La vieja se abalanzó sobre él y blandió las mangas de su camisa. —Regale flores a su madre —insistió. —No tengo. Murió. —Pues a su novia. ¿O también me va a decir que murió? —dijo la vieja, cargada de escepticismo—. ¿Es por 115

eso que usted camina de espaldas? Dicen que cuando uno se encuentra un muerto en el camino, uno tiene que caminar de espaldas para no verlo. Si no, se llevan a uno— continuó, sus ojos encendidos tal vez a causa de algún fuego interior, o tal vez a causa de las luces de los faroles reflejados en sus niñas de espejo. —Recuerde el lema: flores para un muerto o flores para un amor —concluyó la vieja. El hombre adquirió un aspecto glacial. Abrió los ojos como el que en realidad ve a la muerte y salió huyendo con presteza del acoso de la vieja. La vieja colmó la calle de carcajadas como si fuese un barquillo de risas cuyo eco en el viento se tornaba ensordecedor y sacudía la acera. Huyendo del demonio de vieja, el hombre encontró el neón policromo que recreaba a la plaza del yermo pueblo. Un velo de bruma se esparcía por todos los rincones, como un sueño lento. Los árboles parecían pintados en el espacio. El asfalto negro se confundía con las tinieblas y parecía que el pueblo estaba suspendido en el aire. Al fondo de la visión, un rótulo azul fosforecía en su camino: “BAR”. Se le ocurrió que allí podía escapar del gélido abrazo de la brumosa y lluviosa noche. Entró al negocio, cosa que nunca antes había hecho desde que regresó a Adjuntas, pues él no frecuentaba los negocios del centro del pueblo. El interior del bar estaba iluminado por bombillas pintadas de rojo que daban una sensación de incandescencia a las paredes rasas de elementos decorativos. Las luces fulguraban en los espejos que custodiaban la reducida variedad de botellas de licor. El hombre se encontró con la mirada desorbitada y de expresión pasmosa de un par de borrachos. Apoyados 116

en una vieja mesa laminada con formica, uno parecía posar un ósculo de ron sobre la superficie y el otro parecía que la recibía en un abrazo como si ella fuese todo su mundo. Mientras tanto, el cantinero se mantenía recogiendo latas y botellas dispersas en las otras mesas. —Estoy con usted en un segundo, si me lo permite —dijo el cantinero—. Tan pronto termine con esto, lo atiendo. El hombre se sentó en el taburete que hacía esquina con la barra. Entonces, por primera vez en toda la noche se desprendió del paquete que traía bajo la axila y lo colocó sobre la barra. El hombre pescó en el bolsillo de su camisa cuadriculada una caja de Marlboro. Estaba húmeda, pero los cigarrillos contenidos en ella se habían mantenido secos. Pidió cerillos al cantinero y éste se los arrojó desde donde se encontraba. Luego rasgó la astilla fosforizada contra el costado de la pequeña caja. Fricción y oxígeno incendiaron el cerillo. El hombre observó la llama. Encendió el cigarrillo y se quedó mirando cómo el fuego devoraba la frágil madera. Pensó que así era todo en la vida. Una llama que consume y quema; quema y consume. Como su amor por Rosaura. El cantinero lo trajo a la realidad. —¿Qué le sirvo? —Ron. Doble. Le fue servido y el hombre volvió a su fárrago de pensamientos. Así, recordaba en cada inhalación de humo cómo Rosaura había sido su soplo de vida, un fuego que a la vez daba luz y energía; un fuego esplendente en sí mismo, como un sol. El hombre encontró su propia 117

mirada en los espejos del bar y se sintió como si mirara muy profundamente en la nada— una nada que había nacido como un tumor al final sus días con Rosaura, los que siempre recordaba para colmarse de una felicidad ficticia y revivida de sus memorias. El hombre no pudo evadir el paso arrollador de esos recuerdos llenos de noches de alocada lujuria, donde cada palabra era música y cada gesto era un lenguaje en sí mismo. Él la amaba. Y ella a él. Exhaló el humo y entonces recordó cómo todo se había desplomado. Todo se consumió, pues, como un cerillo. En realidad, él no le podía ofrecer mucho a Rosaura, una niña de colegio a quien él había cautivado con su espontaneidad y, hasta cierto punto, ingenuidad, porque él había salido del pueblo un día con la idea de hacerse alguien— y en ese hacerse alguien había encontrado a Rosaura, como paloma de taburete, sentada al pie de una barra en un pub en San Juan— escuchando el reggae de Bob Marley— esperando a que le invitasen a tomar un trago. Se atrevió a acercarse a ella, le habló y la invitó a ese trago que ella estaba esperando— y terminaron tomados de brazos entre Tom Collins y humo de cigarrillo— y lo que supo después era que amanecía en una cama extraña, rodeado de pósters de Madonna y libros de comunicación pública. Fue el comienzo de una aventura donde el sexo era, más que una entrega, un acto de comunión. Después de un tiempo, las cosas tomaron otro giro. Primero todo era carpe diem en un universo recién descubierto. Luego, el asunto fue tomando el matiz de una rutina que comienza a pedir nuevos cielos para pintar 118

estrellas. Rosaura le pidió un poco de espacio para poder pensar mejor su vida. Él sólo le decía que el mundo podía ser la mesa para su banquete. Ella pensaba que el mundo debía ser su banquete. Todo concluyó cuando Rosaura encontró a Daniel, un acomodado de ciudad y viejo amigo de la infancia, a quien su padre le había legado suficiente dinero como para tener asegurada la vejez. Rosaura se había deslumbrado por la seguridad económica— dicho por ella misma— que le ofrecía esta nueva aventura. —¿Cómo y de qué vas a alimentar mi hambre de vida? —había dicho Rosaura. No tuvo respuesta. Él se dio cuenta que no podía competir. Total. ¿Quién o qué era él? Él sólo tenía grandes sueños de hacerse escultor, pero por el momento trabajaba cargando cemento en una constructora de bloques de concreto. Rosaura pensaba que de escultor en un pueblo tan pequeño se moriría de hambre. Y hambre era lo que Rosaura tenía: hambre de una vida urbana, de una vida de cosas materiales, de estabilidad. Rosaura quería hacer un sólo disparo y quería hacerlo bien. La vida es muy corta como para estar intentando y fallando e intentando una y otra vez, decía ella. No empero, mucho intento hizo el hombre para ganarse nuevamente el afecto de Rosaura, pero ella estaba decidida. La última vez que habló con ella, con el propósito de persuadirla, él le dijo que su corazón sería para él. Ella tan sólo se rió burlonamente y le dijo que siguiera esculpiendo sueños, que eso sí lo hacía bien. Todavía él podía escuchar su risa y su voz apresadas bajo la concavidad de su cráneo. 119

Un grito de alarma lo despertó de su viaje al pasado. —¡Oye, oye, oye! Sácame el paquetito de ahí. ¿No ves lo que estás haciendo? ¡Estás manchando el laminado de mi barra! Esa cosa chorrea —dijo el cantinero evidentemente molesto y señalando el paquete. El hombre se colocó el paquete entre las piernas como para asegurarlo bien— como si el paquete tuviese alas y se le fuese a ir volando en cualquier momento— como para tenerlo ahí, justamente por donde emanaba su capacidad de dar vida. El cantinero lo miró con desconfianza y le dijo: —Se le va a dañar esa carne que lleva ahí si no se va a su casa y la guarda pronto. El cantinero, entonces, procedió a desplegar un periódico que tenía en sus manos. —“Gran por ciento de enfermos mentales en el país” —leyó en voz alta, y luego tomó el pliego completo de la primera plana para limpiar el charco que el paquete había transpirado. —¿Se imagina usted? —continuó el cantinero mientras limpiaba la barra—. Hay más locos en la calle que dentro de los manicomios. Lo dice ahí. Por eso yo dejé de dar clases. Yo era maestro de álgebra, sabrá usted, hasta que una voz me dijo que me quitara y montara este negocio. —Hay más locos en la calle... —comentó el hombre. Luego, pagó su trago, se tomó el resto de un sólo sorbo, y se largó. La calle estaba igual de desierta. Ahora, bajo la llovizna y con el paquete nuevamente bajo la axila de su 120

brazo izquierdo, el hombre caminaba normalmente pero cabizbajo, como si la cabeza le colgara del cuello. Pensaba en Rosaura y cómo ella había traicionado su quimera de amor— un sueño de esos que se dan una sola vez en la vida y no se repiten— uno de esos sueños predadores de líbido— uno de esos sueños con nombre. No se dio cuenta cuán rápido había llegado al portón de su casa. Extrajo las llaves de su bolsillo mientras un gato callejero rondaba el paquete que el hombre había puesto en el suelo. Espantó al felino, recogió el paquete y procedió a abrir el candado del portón de hierro. Entró, cerró el portón, aseguró el candado, y luego procedió a insertar la llave por el ojo del picaporte de la puerta principal y con un leve giro de muñeca, pronto se encontró entre las tinieblas de la sala. Encendió la lámpara que estaba sobre la mesa al lado de la puerta, y luego colocó su cinta favorita de Pat Benatar en su radiocasetera. —Heartbreaker, heart taker, don’t you mess around with me... — cantaba la melodía de piedra. El hombre colocó el preciado paquete sobre la mesa, cual ofrenda en un altar. Luego, entre la tenue iluminación de la sala, comenzó a deshojar... Heart breaker... ...aquel bulto... ...Heart taker... ...envuelto en papel de periódico húmedo... ...don’t you mess around with me... ...hasta que finalmente, descubriendo su contenido, murmuró: —Te lo dije. Te lo dije, Rosaura. Te dije que tu 121

corazón sería para mí. Su mirada quedó fija en aquel fibroso diamante de carne que aún destilaba sangre.

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Unicornio

E

staba en medio de mi universo, como un arcángel en su día de asueto, comiendo guayabas sobre una roca y observando toda la creación imaginaria de mis solitarios juegos, cuando vi un halo de luz pasar entre los cedros que guardaban la entrada a la finca del vecino. Era una luz como un camaleón de neón en fuga veloz y solitaria a través del aire. Me quedé a medio morder de la jugosa fruta que disfrutaba al final de mi fantástica diversión. Eso no lo imaginé yo, pensé. Lo curioso era que no sentía miedo y, en cambio, sudando curiosidad, me levanté y seguí la ruta hialina trazada por la luz. Una sola cosa me detuvo: la verja que dividía el patio de mi casa de la del vecino. Me detuve a pensar que, seguramente, a mis padres no les agradaría conocer que me había infiltrado en propiedad ajena. Mi padre me había dicho un día: «Las buenas verjas hacen buenos vecinos», razón por la cual celaba mucho la demarcación territorial que la verja imponía. No obstante, el aire supuraba cierta magia que hilvanaba cada uno de mis poros a algo magnético y poderoso, sutil y hermoso, y en contra de lo que me dictaba la razón, me dejé encauzar por la levedad de aquella afable intuición. Con dificultad de novato, logré brincar la verja por primera vez desde que vivíamos en aquella casa al pie de la herradura de asfalto que simplemente era una calle más de la urbanización San Joaquín. Mire atrás y me aseguré que mi madre no alcanzaría a verme. Al confirmar que me encontraba fuera de su mirilla, esa taquicardia que suele aparecer cuando uno hace algo que no está supuesto a hacer 123

me atacó. Así, me adentré en el territorio prohibido. Sentí el manto frío de los árboles adherirse a mi rostro sucio mientras caminaba por un sendero que se abría como una cicatriz en el pasto. Me orienté siguiendo el cacareo de unos gallos nerviosos que cantaban como cuando presagian mal tiempo o muerte. En medio de la vereda, escuché un silbido, algo así como aire escapándose de un pulmón perforado. —¡Sshhh! ¡Pssstt! Me quedé inmóvil. Pensé que alguien me había sorprendido y que me había metido en problemas. —¡Sshhh! ¡Pssstt! —volví a escuchar. Busqué de dónde provenía el sibilante sonido. Un chico flaco, de piel india, con cabellos rizos y unas grandes lentes militares, trepado en la gruesa rama de un árbol, me observaba. —¿Lo viste? —me susurró. —¿Qué? —¡SSHHH! Las palomas que rondaban por allí cerca salieron volando, batiendo el aire húmedo de la tarde. Los changos chirrearon como cuervos en un poema. Los gallos volvieron a cantar como si presagiaran la llegada de otro amanecer. El rabo de luz, de repente, pasó entre nosotros y se perdió en la claridad del día. —¡Lo ves! Te dije que te callaras —dijo el chico malhumorado, bajándose del árbol. —¡Pues para qué me haces preguntas! El chico me miró y sonrió. —Hola —me dijo—. Soy Isaac. —Me llamo Cristino, y me dicen Cris. 124

—¡Ja! ¡Cristino! Eso es nombre de nena con ‘o’ al final. No me gustó la broma. Sólo indiqué lo que siempre escuché a mi madre decir: —Cristino viene de Cristiano, de Cristo. —¿Y por qué no te pusieron Jesucristo de una vez? Mi cara se llenó de ira, tal vez no tanto por lo que me decía Isaac, sino porque no sabía qué contestar. —Dime si lo viste o no —preguntó Isaac para distraerme de mi coraje. —¿Si vi o no vi qué? —pregunté en un tono muy parecido al mal humor de mi padre. — ¡La luz! El rabo de luz que se metió entre los árboles. —Sí . . . lo vi —titubeando. —Y a él, ¿lo viste? ¿Lo viste a él? —¿A quién? —Al unicornio que se bebe el agua de los gallos y después mi padre se cree que olvidé cuidarlos. Me acusa de que se los quiero matar de sed para que yo no tenga que hacerme cargo de ellos. Ah, pero dice que si los pierde, primero me saca la piel vivo, como si desplumara un pollo, y luego me haría cuidar cerdos. Eso dice. Pero la culpa la tiene el maldito unicornio. ¿Qué rayos era un unicornio? No sabía de qué me hablaba, pero Isaac me hablaba con tanta naturalidad, que no me atreví a preguntarle. Claro. Yo no deseaba que me tomara por estúpido. —Sólo sé que vine siguiendo esa la luz de la que hablas. No vi nada más. 125

—No te preocupes. Él siempre vuelve. Es septiembre. Siempre vuelve en septiembre. Ya lo cogeremos un día de estos antes de que acabe el mes —me dijo Isaac mientras continuaba caminando a mi lado por la cicatriz en el pasto—. Ven para que veas mis gallos. Bueno, son de papá, pero él me hace cuidarlos porque dice que son míos. Como si yo los quisiera. Ja. Si fueran míos en realidad, yo los dejaría libres. Yo tenía como siete años de edad cuando nos mudamos a la San Joaquín y conocí a Isaac. Era septiembre, cuando todo huele a verde mojado y Adjuntas tiene ese matiz sombrío que no le cabe a uno por los ojos. Mi abuela decía que a Adjuntas lo habían creado en ese mes —en el corazón del otoño— y que por eso había un aura de melancolía que la gente solía exudar con ron y anís. Además, en septiembre se suelen oler los fantasmas de antiguas parrandas y se oyen los güiros raspando entre los árboles, como muertos que vuelven a su lugar de origen, al centro de todo, porque la Navidad está a sólo un suspiro de distancia— suspiro tan inmediato que se puede oler en el aire. Aparte de eso, todo lo demás es silencio y tedio. Para entonces, yo apenas conocía gente en el vecindario. Eso era una decepción para mí, porque mi madre me había prometido que tendría muchos amigos y que tendría la cancha de baloncesto y el parque de pelota cerca, como en otras urbanizaciones de clase media. De todas maneras, yo era muy pequeño para que me dejaran ir solo hasta el parque o la cancha, así que los primeros días los pasé en el inmenso patio de mi casa con un palo de escoba imaginando a seres intergalácticos que venían a atacarme y así —con mi sable luminoso— los atravesaba, 126

los hacía huir, y así salvaba el universo de las fuerzas del mal, como si yo padeciera el síndrome de Star Wars. El patio, al principio, no tenía verja divisoria. No había nada para trazar la frontera, excepto la buena fe de los vecinos. Pero mi padre no tenía mucha buena fe para con los vecinos en un pueblo donde siempre hay que estar encasillado en algún bando que determina el trato que recibirás de la gente, así que construyó la verja para no confundir gimnasia con magnesia. Y es que en Adjuntas uno era católico o protestante, de derecha o conservador (ser de izquierda era casi un pecado), corso o no corso (los corsos son los descendientes de los fundadores del pueblo y que conservan una tradición de creerse dueños del pueblo, como si los demás no existieran). Mi padre quería su verja para decir «esto es mío» en lugar de «esto es de nosotros». Nosotros es mucha gente, solía decir. Tal vez por eso crecí con un sentido de aislamiento con el cual aprendí a hacer las pases, y tal vez por lo mismo tuve la necsidad de crear juegos solitarios. No empero, allí, en el patio enclaustrado entre cyclone fence —sobre la fértil tierra negra y la yerba húmeda, entre los plátanos verdes y las guayabas maduras— había voces que me alentaban a ir allí todos los días sin preocuparme de hacer otras amistades en el vecindario. En el patio había cierta imantación que me erizaba los vellos de la piel, una fuerza que era como entrar por una puerta de luz, y a través de cuyo umbral todos los pensamientos eran realidad. Y las voces... no sé qué decían las voces, pero la naturaleza me hablaba. El día que conocí a Isaac, descubrí que yo no era el único que percibía el lenguaje de la tierra. Al entablar amistad con él, me fui dando cuenta 127

que Isaac solía tener, en la finca de su padre, las mismas experiencias que yo tenía en mi patio. A ambos nos hablaban las piedras y los árboles. Ambos llegamos al mismo lugar tras la misma cosa y eso no era casualidad. Isaac me decía que éramos los escogidos. Nadie podía escuchar las voces a menos que fuese uno de los escogidos. Su planteamiento me sonó razonable, aunque jamás pregunté a nadie en mi casa si también escuchaban voces. Supuse que si no lo mencionaban, era porque no lo habían experimentado. Además, si me prohibían entrar en la finca ajena, pensé que mi padre también querría intervenir con el origen de las voces, cualquiera que fuese, y quitarme ese privilegio. Las buenas verjas hacen buenos vecinos, les diría, y las espantaría, alejando con ellas mi única diversión. Además, el mero hecho de que el padre de Isaac no le creía lo del unicornio, me hacía pensar que yo correría la misma suerte, y entonces me pondrían a cuidar conejos o algo así por el estilo. Por tanto, Isaac me cayó bien desde el principio, porque él podía entenderme. Isaac me presentó a cada uno de sus más de veinte gallos de pelea. Me habló de sus virtudes como un general que conoce bien a sus soldados. Me habló de espuelas de metal, de plástico y naturales. Me habló como si cada uno de aquellos gallos estuviese en su sangre. Me dijo que llevaba cerca de tres años levantándose a las 5:30 a.m. para alimentarlos y darles de beber, y luego, al regresar de la escuela, tenía que volver a alimentarlos y a darles más agua. Eso incluía darle comida fortificada a los pequeños, las vitaminas a los decaídos, y los ejercicios diarios a los campeones. Todo esto, me aseguró Isaac, en contra de su voluntad. 128

—Los animales son de la tierra —solía decir—, y deberían vivir por la tierra. Luego de pasar la tarde junto a Isaac, me despedí y regresé a mi casa. Al momento de brincar la cerca, mi madre estaba como loca llamándome. Me reprendió por haber me desaparecido y por estar “en casa ajena”. Le intenté explicar que había conocido al hijo de los dueños de la finca adyacente y que me había invitado a pasar la tarde junto a él, pero mi madre sólo dijo: —Hay mucha maldad en el mundo para que estés confiando en cualquiera que veas por ahí. Además, ese muchacho es casi un adolescente y tú, un niño. Se supone que no anden juntos. Sus palabras se sintieron como grilletes alrededor de mis muñecas, ante las cuales reaccioné con impavidez, y a los dos días volví a invadir la finca del padre de Isaac, poseído por la necesidad de saber qué cosa moraba más allá de todas las cercas y árboles y prescripciones dogmáticas de la gente, como si yo estuviese dirigido por una curiosidad apóstata pero fiel a los reclamos de mi ser. A los dos días, volví a encontrarme con Isaac. —Sabría que volverías —me dijo—. Siempre uno vuelve. Trepado en la copa de un árbol, como quien espera que caiga algo de ellas, Isaac me confesó que, de algún modo, odiaba el mes de septiembre. Siempre era lo mismo y ya era suficiente. Estaba cansado de que el unicornio llegara a tomarse el agua de los gallos. Peor aún, no soportaría una vez más el escepticismo de su padre, quien seguramente acusaría a Isaac de vago e inepto y no 129

creería que él sí le había puesto agua a los animales. Eso descartaba la apertura de un diálogo, donde Isaac se vería en la absurda posición de sostener un evento fantástico: un animal que llegaba en forma de luz era el que se tomaba el agua. Aparte del ridículo que haría, Isaac recibiría otra paliza. Una vez más. Una tras otra. Esa era y sería la rutina. Las cicatrices marcadas por hebillas de correa, flagelaciones con varas de guayabo, moretones y otros signos de castigo no admitían más especulaciones. —No te preocupes —le dije el día que me mostró las huellas del maltrato—. Mi papá se emborracha y me golpea también. Y hace sufrir mucho a mi madre, y nadie puede llorar en casa, porque dice que es alérgico a las lágrimas y que no las puede ni ver. Bueno, a mí si me ve llorando me dice que los chicos no lloran y me da más duro para que me calle la boca y no llore. —Pero, ¿eso es todo los días? —No, sólo cuando llega borracho. Bueno, él llega borracho todos los días, pero nosotros corremos a acostarnos cuando él llega y así no tenemos que enfrentarlo. —A mí me golpean todos los días, Cris. ¡Todo por culpa de ese rabo de luz! Si supiera el mal que me hace —dijo Isaac lleno de rabia—. Pero, tengo un plan. Mañana lo esperamos y lo atrapamos y se lo enseñamos a papá, para que me crea. Me pareció buena idea. Y una aventura. Según planificado, al otro día ambos nos subimos al árbol y esperamos a que el rabo de luz hiciera su aparición. Isaac estaba preparado con sus binoculares mientras yo tenía una cámara Polaroid instantánea que mi padre acababa de comprar, y la cual, según él, se operaba tan sólo enfocando 130

y apretando el obturador rojo. Eso dijo él el día que la compró y me pareció un juguete. Esto es sencillo, había dicho papá entonces. Esto es sencillo, le dije a Isaac. Al instante tendríamos la foto. A Isaac le pareció genial que al menos, si no atrapábamos al rabo de luz que se convertía en unicornio, pudiésemos fotografiarlo. Isaac llevaba una soga y una tabla, por si tenía que golpear al sujeto de nuestra búsqueda. Además, Isaac tenía los binoculares de su padre. Todo esto parecía una barata empresa de espionaje militar. El momento llegó. Era poco más de las tres de la tarde y en efecto, el rabo de luz hizo su súbita aparición entre los arboles, sobre la cicatriz del pasto, entre las voces de las plantas, por el rumor de los gallos que cacareaban alterados como cuando presagian mal tiempo o muerte. Y allí, frente a nuestros ojos, el rabo de luz camaleónica, girando como el que enrolla algodón de azúcar en un cono, nos regalaba un espectáculo. —¿Estás viendo? —preguntó Isaac. —Sí, lo veo. Parece hilacha de dulce. —¿Tienes la cámara lista? —Sí —contesté mientras acomodaba la cámara en mis manos. La luz dio dos vueltas en el aire, hizo un dilatado círculo iridiscente que dejaba un trazo de colores, como si fuera un eco cromático. Tocó rocas, troncos, árboles, se deslizó por las enredaderas y, de pronto, entre las jaulas de los gallos, se materializó en un caballito de plata luminosa. Levantó el hocico al aire y relinchó al viento, haciendo que el cuerno entre sus dos ojos radiara. Se sacudió como 131

el que quiere quitarse un largo viaje de encima. Olfateó el terreno y los gallos se calmaron. Luego, delicadamente, procedió a tomar de los estanques que suplían el agua a los gallos por medio de un primitivo sistema de riego que se distribuía a través de una tubos plásticos partidos por la mitad. —Wow —dije en atontada estupefacción. —Es un unicornio —dijo Isaac—. ¡Tómale la foto! ¡Pronto! No reaccioné. Nos habíamos quedado perplejos. A ninguno de los dos se nos ocurrió ir hasta el unicornio. Sólo admirábamos los suaves contornos de aquel ser de plata lumínica. Yo, sin embargo, quería estar con él— cerca de él. Isaac lo observaba a través de los binoculares y decía que era tan bello que no se podía describir con palabras. Sentí ganas de llorar pero lo evité para no arrojar mi hombría por el suelo frente a Isaac, pero cuando me dijo: «¿Quieres verlo?», él ya tenía sus ojos como dos felicidades inundadas. Asentí y tomé los binoculares, y todo lo que sentí hacer en aquel momento fue verter tersas lágrimas de cristal. A través de los binoculares, el unicornio era un sueño, una pintura, una imaginación de luz. Lo observaba tomar agua, caminar con su gracia flotante entre las jaulas, meter su hocico de estanque en estanque, sacudirse y comer de algunas yerbas en el camino. Yo pensaba que esto era lo más bello que había visto en mi vida. De pronto, el familiar contorno de una nuca injirió en mi campo de visión periférica: Isaac se había bajado del árbol para ir a tocarlo. 132

Fue un error. El unicornio, al advertir la presencia de Isaac, se amedrentó, y con sus patas traseras derribó varias jaulas de gallos, lo que ocasionó detonó el histerismo de Isaac, quien le gritaba: —¡¿Qué hiciste, caballo con cuerno?! Solté los binoculares y comencé a tomar fotos. Yo oprimía el obturador incesantemente. Tomé todas las fotos que pude, todas las que estaban en ángulo. Según salían, las dejaba caer desde la rama del árbol en que me encontraba. No había tiempo para estar pendiente a ellas. Tenía que captar todas las imágenes posibles. Las fotos caían como las palabras de un dios en su liturgia de creación. Simultáneamente, yo reía al ver aquella escena neorrealista entre Isaac y el unicornio. El primero se arrastraba por la tierra tratando de atrapar por el rabo al segundo, mientras juntos derribaban a su paso otras jaulas, lo que desató el pandemonio gallero por toda la finca a la vez que el unicornio aceleraba su huida y dejaba un rastro de trazos de arcoiris. Finalmente, el unicornio se convirtió en rabo de luz, dejando una lluvia de pequeños puntos luminosos y policromáticos que caían como la llovizna lenta de septiembre sobre todos los tonos de verde en la finca. El rabo de luz venía en mi dirección, e Isaac me instó a atraparlo, y yo me vi de frente a aquella ráfaga hermosa y solemne e inasible, y a mi olfato llegó el olor a luz— un olor a menta de nubes— a rosas de labios— a popurrí de lluvia— a savia de sueños— a fragancia de melancolías venideras, y entonces solté la cámara y traté de atrapar nuestra presa. Cual si quisiera atrapar un puñado de agua, el rabo 133

de luz iridiscente se escurrió entre mis dedos. Destellos mágicos, como harina de estrellas empolvando mi mirada, me cegaron por un segundo. En la lejanía, mientras los gallos huían nerviosos y en alocada carrera monte adentro, el rabo de luz fue diseminándose hasta perderse en un punto en el horizonte. Isaac, enredado aún entre las jaulas que había derribado, no dijo nada. Sus ojos se achicaron como los ojos de un profeta y entonces dijo: —Casi lo toqué. Y se dejó caer de espaldas. Su mirada buscaba el cielo. Isaac sólo pensaba en lo cerca que había estado de tocar el animal. —¿Tomaste alguna foto? —me preguntó acostado en el suelo. —Sí, no te preocupes —contesté a la vez que me bajaba del árbol—. Tengo como seis o siete. Isaac quedó en pie de un salto y se aferró a mi brazo mientras yo sostenía las fotos en mi mano. Las primeras fotos no revelaban nada; sólo a Isaac en su persecución. Esperamos por las otras. Para nuestra decepción, las fotos sólo mostraban las ridículas piruetas de Isaac tratando de atrapar algo que se veía solamente como un punto luminoso. Nada más. Nos quedamos sentados en la hierba sin decir palabra alguna. Lo más que se acercaba a lo que habíamos visto estaba plasmado en la última foto: algo así como una lluvia de pequeños puntos luminosos y policromáticos que caían 134

como la llovizna lenta de septiembre sobre todos los tonos de verde en la finca. Finalmente, advertimos que la cámara de fotos instantáneas de papá estaba hecha trizas en el piso. Pobre de mí, pensé. Pobre de Isaac. Al despedirnos desilusionados, ninguno de los dos habló de lo que pasaría cuando el padre de Isaac encontrara que sus costosos gallos de pelea se habían escapado, ni qué haría mi padre cuando viese su cámara fotográfica hecha trizas. Sólo nos mirábamos en silencio, como quienes asienten a compartir un secreto que nunca, nunca se revelaría a nadie. Esto lo sentíamos como una intuición de nuestro pedazo de universo. D u r a n t e l a n o c h e, e n e l p u e bl o l l ov i ó torrencialmente y hubo relámpagos y truenos, y supuse que era Isaac llorando y su padre lacerándolo, porque yo la pasé igual. Aquella noche también lloré mucho, porque, no sólo me golpearon hasta el borde de mi inconsciencia, sino que me dejé llevar por la imagen inmaculada de aquel caballito de plata con cuerno, mientras apretaba contra mi pecho la foto de los pequeños puntos luminosos y policromáticos, que era mi única certeza de que aquello sí había ocurrido. Aunque mi padre me estuviese golpeando como un tambor, nada podría dolerme. Jamás volví a ver a Isaac. Tres días después me dijeron que tenía algo así como meningitis y que no lo podía ver porque era contagioso. En menos de una semana, Isaac ya no estaba, aunque muchas veces después lo sentí en mi patio, entre los árboles, sobre la cicatriz del pasto, sobre todos los verdes, bajo el árbol 135

de guayabas. Tampoco volví a ver el rabo de luz. Debe ser que después de eso, perdí mi inocencia y crecí de palo y de agua, con septiembres inundándome las venas. Hoy, años después, el patio de mi casa está abandonado entre vestigios de troncos de madera negra arropados por líquenes, árboles secos, latas de galletas, y piedras que guardan recuerdos y secretos bajo ellas. Hoy toco la tierra negra y respiro el vacío, para re-poseer aquel tiempo de dioses y universos, y voces en los árboles, y unicornios que aún repican en el viento junto al recuerdo de mi primer amigo— una palabra cuyo significado nunca encontré. Hoy trato de encontrar en mí aquella inocencia pura y arcana, pero ella se encuentra al otro lado de la verja, como en una orilla lejana, y creo que este río de la vida se cruza una sola vez. Hoy, mientras observo la foto de aquella lluvia de pequeños puntos luminosos y cromáticos, que sólo yo veía como un unicornio, me siento como si tuviera siete años nuevamente. La diferencia es que las cosas entonces se veían de atrás hacia delante— y hoy las veo de adelante hacia atrás.

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Norte Gris

B

usco mi norte gris y miro esas tres estrellas. Entonces no me siento tan solo. Una estrella fugaz incendia un costado del cielo. Cae lentamente. O me parece que cae lentamente, como si no quisiera terminar su viaje— como si siempre estuviese precipitándose por el universo, pero sin poder tomar tierra. Mi hijo me hala por el pantalón y me dice: —Lindo. Sí. Lindo. —La gente es una luz —le susurro al oído. —Una luz —repite. —¿Ves aquellas tres estrellas? —le digo—. Esos somos Ernesto, Edil y yo. —¿Quiénes son Ernesto, Edil y yo, papá? Por fuera, éramos duros y áridos como una roca; por dentro, éramos blandos y grises como las tardes de septiembre. Nos preguntábamos constantemente por qué nos había tocado vivir en aquel pueblo de lentitudes y olvidos; en aquel pueblo de quietud siniestra, en aquel pueblo amado donde sentíamos que el cielo nos estrangulaba y las montañas nos sofocaban. El descontento era nuestra sombra. La verdad era que ninguno de nosotros sabía qué quería y que sólo queríamos desaparecer de aquel pueblo amado y odiado, pero pretender liberarse de aquellas cadenas de tedio era un anhelo opulento, pues el pueblo sólo nos ofrecía exiguos trazos de verdadera emancipación. Ernesto, Edil y yo siempre tuvimos hambre de 137

vida por los poros. Teníamos siluetas de santos en nuestras auras. Mordíamos con ansia al tiempo, como si fueramos predadores de las horas. Cada uno era tan disímil del otro, y no obstante, éramos tan semejantes. Muy bien podíamos ser dioses, como también podíamos ser demonios. Teníamos ese albedrío. Éramos y no éramos, porque ante los ojos de la demás gente, jamás fuimos; pero nos bastábamos para nosotros mismos. Nuestro vínculo amistoso se caracterizaba por la notoriedad de que gozábamos entre padres, maestros, muchos chicos y algunas chicas de la escuela. Ernesto, Edil y yo, para desgracia de algunos maestros que no nos querían bien, éramos excelentes alumnos, modestia aparte, y éramos despreciables, modestia aparte. Y lo sabíamos. —¿Qué será de nosotros de aquí a diez años, eh? — dijo Ernesto, aquella última noche de verano que pasamos juntos, sentados en una colina de Vegas Arriba— aquel mirador panorámico fustigado por la maleza salvaje— y observando las luces mudas del pueblo. No obtuvo respuesta. Edil fumaba su Marlboro, encarapazonándose contra el frío. Flaco y de mediana estatura, su lacia cabellera de color paja y tierra seca caía sobre sus hombros flacos y cansados. Ernesto, botella en mano, lentes gruesas, cabellera marrón corta, de punta hacia las estrellas, recostaba su corpulencia de uno de los bohíos abandonados en el mirador panorámico, cerrado hacía algún tiempo por prestarse a todo, menos a contemplaciones panorámicas del pueblo. Yo, en mi chaqueta de mahón, rizos rebotando en

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la brisa húmeda y fría de la aburrida noche, inhalaba de mi cigarrillo con mis ojos colgando del horizonte de luces. Me pregunté quiénes éramos Ernesto, Edil y yo, y entonces supe por qué escuchábamos rock’n’roll estridente cuando la mayoría de nuestros compañeros de clase estaba pensando en baladas románticas. Por supuesto, nunca nos gustó esa sensación de nostalgia inculcada que provocaban aquellas canciones tristes y que nos hacían orbitar lentamente. No, señor. Nosotros decíamos que nuestra brújula apuntaba hacia el futuro, hacia el sentido de movimiento, hacia la agresión rebelde de una guitarra rocanrolera. Ah, aquello era decir y pedir demasiado. Era para odiarnos. Y es que queríamos brillar fuera de aquel rebaño de ovejas adoctrinadas que seguían caminando en círculos como un ciego buey de arado. Por eso nos negábamos, por ejemplo, a vestir el uniforme escolar y nos enfrentábamos diariamente a las reprimendas de la directora de la escuela. A la larga, llegó el momento que nos dejaban en detención por mecanismo automático. Luego venían los reproches: que si qué es eso de llevar la cabellera larga y despeinada, agujeros en los pantalones y zapatillas deportivas sin lavar; que eso no era forma de vestir; que si eso era una falta de respeto al código de vestimenta del colegio; que si eso era lo que pintábamos, nuestro canvas futuro no auguraba bien. Y lo peor de todo era que ningún maestro podía acusarnos de vagos, porque académicamente éramos excelsos alumnos, y por eso no encajábamos con la preconcepción tradicional de un estudiante de buenas calificaciones. Era para odiarnos. La diferencia, digo yo, entre otros estudiantes y nosotros no era precisamente la ropa o el pelo o la música 139

que escuchábamos. La diferencia era que nosotros teníamos un pasado común de padres que nos habían abandonado y maltratado física, espiritual y psicológicamente. Los tres, por casualidad o por designio, habíamos sido enredilados, como Edipos drogados, en el sufrimiento de nuestras respectivas madres. Los tres habíamos sido marginados por los ortodoxos pueblerinos que pensaban que, por carecer de un modelo paternal eficiente, seríamos infelices disfuncionales en el mañana, porque nos habían mutilado la capacidad de vivir en un hogar decente como el de todos los demás, para quienes la vida era casarse, trabajar, tener hijos, ir a la iglesia los domingos y seguir viviendo en espera de nietos, para seguir yendo a la iglesia los domingos y tener grandes fiestas de Navidad en familia y seguir todo dentro de un círculo de conformismo que no concebía que había otros que pasábamos hambre porque nuestro padre no proveía un centavo a nuestros hogares— que nuestra adolescencia era un cuarto de litro de ron con anís y media cajetilla de cigarrillos— que regresábamos a nuestras casas para encontrar a nuestras madres en sus respectivas sillas mecedoras meciendo a nuestras hermanas menores— futuras Elektras— y cantando «a la nanita na-na, nanita eh-ah, el niño tiene sueño, bendita sea», esperando el regreso del fantasma de un amor diseminado entre el sudor y la sangre de los recuerdos— que nos masturbábamos pensando en el cuerpo y la cara de alguna reina de papel, cualquiera que nos portase un pasaporte para estrechar carne y genes con alguna mujer que no fuera de este pueblo, por si los rasgos de mujer estoica eran hereditarios— que descubrimos en las drogas el escape a las estrellas, una fuga de supervivencia, una manera de copar 140

con la locura, con la decepción y la frustración— que no tuvimos a nadie que nos mostrara el camino correcto— en fin, nadie hubiese podido hacerlo— que no teníamos nada que perder y nada más que valorar que a nosotros mismos— por demasiada poca cosa que le pareciéramos a la gente del pueblo. Mas todo acaba. Todo cambia. Y nos perdimos. —Mañana salgo para San Juan— anuncié aquella misma noche—. Pasado mañana comienzan los cursos en la universidad. Una estrella fugaz incendió un costado del cielo. Caía lentamente. O nos parecía que caía lentamente, como si no quisiera terminar su viaje— como si siempre estuviese precipitándose por el universo, pero sin poder tomar tierra— y presentimos la inevitable separación de caminos. Ernesto tomó un sorbo de la mezcla de ron y anís directamente de la botella. Edil no levantó su mirada y siguió con la mirada adherida a las piedras. Comprendí que teníamos más que una circunstancia en común. Después de crecer en aquella hermandad que nos hacía mosqueteros inseparables, nos era difícil visualizarnos con algún otro tipo de vida. Se acercaba el momento de probarnos a nosotros mismos y ver si en realidad dábamos la talla para demostrar que era la gente quien estaba equivocada. Eso era un tanto difícil, porque a la hora de buscar en la zapata de la autoestima, uno sólo encontraba sedimentos arenosos porque nadie nunca nos había ofrecido una mano de confianza que nos hiciera pensar que el mundo estaba en la punta de nuestros labios. Sólo habíamos generado 141

opiniones negativas, y lo que empieza mal termina mal, y de alguna manera pensábamos si seríamos capaces de ser la excepción a la regla. De pronto, nos preguntábamos si toda aquella energía que nos fundía por dentro la estábamos desperdiciando en el polo equivocado. —¿Qué será de nosotros de aquí a diez años? —repitió Ernesto, en esta ocasión acompañado de un cadencioso suspiro que parecía que se desinflaba. Todos pensabamos lo mismo: el mundo allá afuera, más allá de las montañas, nos incitaba miedo, sí, aunque dijéramos que no, porque no lo conocíamos, y porque por primera vez, estaríamos el uno sin el otro. Solos. Y bien teníamos la opción de seguir juntos, e ir a estudiar o hacer lo que fuese a un mismo lugar. Pero cada uno de nosotros lo sabía. Aquel verano era el final de una amistad para toda la vida. Y sería así porque, de no ser así, ninguno de nosotros sabría cuán bueno, como individuo único e irrepetible, verdaderamente era, si en verdad lo era. Sí, señor. Había que probarse y allí en Adjuntas era una cosa, pero allá afuera, más allá de las montañas, había un enigma gris que tenía los movimientos de un amanecer —o un atardecer. —¿No nos volveremos a ver? —comentó Edil, aún sin levantar la mirada. —Todos nos vamos del pueblo —aseveró Ernesto. Hablábamos sin mirarnos. Una estrella fugaz incendió un costado del cielo. Caía lentamente. O me parecía que caía lentamente, como si no quisiera terminar su viaje— como si siempre

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estuviese precipitándose por el universo, pero sin poder tomar tierra. —¿Pidieron un deseo? —pregunté. Nadie respondió. Todos habíamos pedido nuestros respectivos deseos. —Hoy es la última noche en que probablemente nos veamos—comentó Ernesto mientras me pasaba la botella—. Hoy es la última noche, hermanos. ¿Saben dónde estaremos de aquí a diez años? Nadie respondió. —Estaremos mirando el cielo, y veremos esa misma estrella fugaz que acaba de caer, y recordaremos esta noche, y pensaremos: «¡Ah! ¿Qué será de los muchachos?» Y probablemente hasta pongamos una cinta de The Clash, o los Rolling Stones, que probablemente se habrán disuelto, y entonces diremos: «¡Ah! Ahí están los muchachos». Y veremos a Edil tocando su luminosa guitarra de aire, y a Orlando con su gran pelo rizado agitando voces al cielo, y a mí en mis teclados— Moon Star, sí, me llamaré Moon Star; y pensaremos: «¡Ah! ¿Qué será de los muchachos?» Y probablemente hasta pongamos una cinta de The Clash, o los Rolling Stones, que probablemente se habrán disuelto para entonces, y entonces diremos: «¡Ah! Ahí están los muchachos». Y veremos a Edil tocando su luminosa guitarra de aire, y a Orlando con su pelo rizado agitando voces al cielo, y a mí en mis teclados— Moon Star, sí, me llamaré Moon Star— haciendo música de estrellas. ¿Ven aquellas tres estrellas? Es el cinturón de Orión. Eso seremos nosotros. Así que de aquí a diez años, busquen

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su norte, y miren esas tres estrellas. Así, no nos sentiremos tan solos. Entonces supimos que estar íamos condenados a quedarnos solos, no importara cuantos giros diera la tierra— solos, con la infelicidad a cuestas, e incapaces de generar felicidad en otros, porque siempre estaríamos buscando los fragmentos esparcidos de nuestra sonrisa— algo así como almas que no pueden morirse y vagan por los vientos de este mundo como un lamento primógeno, omnímodo y omega. El silencio parecía augural. —Mi padre vive en la Florida y creo que me voy a vivir con él— Edil partió el viento con sus palabras. Yo encendí un cigarrillo y Ernesto volvió a tomar de la botella—. Él vive con su mujer en uno de esos trailer parks que abundan allá. Gracioso, ¿no? No he visto a mi padre en más de siete años y voy a ir a vivir con él, mis hermanastros y mi madrastra gringa. —Buena oportunidad para reponer el tiempo perdido— le dije para hacerlo sentir bien. —Bueno, tal vez. Sólo que no sé si luego tendré tiempo para arrepentirme por perder el mío —comentó Edil. Entendimos. Todos volvimos a resumirnos en nuestras órbitas: Ernesto en su botella, Edil a mirar las piedras a sus pies, y yo a contemplar el horizonte de luces. Escuchamos unos pasos venir por la carretera oscura y desierta de Vegas Arriba. Nos sorprendió. Nadie caminaba tan tarde en la noche, y menos por una carretera rural en un pueblo pequeño. Luego sentimos los pasos 144

adentrarse en la hierba a lo largo de la carretera, y afirmar el paso sobre el suelo de piedras en el mirador. Finalmente, comenzamos a descifrar una silueta en la oscuridad. —Denme algo de dinero para comer. Soy judío —dijo la voz. La voz parecía salir de la oscuridad, hasta que logramos distinguir a un individuo en vestimentas rasgadas, con aspecto de demente, portando un libro de cubierta rústica que, según él, había encontrado a lo largo de su camino. El hombre estaba increíblemente sucio y cubierto de una costra negra, como quien viaja desde muy lejos a través de puertas en el tiempo. Nos dijo que su nombre era Hyman, Hyman Salomón, y que no sabía qué era el libro que estaba leyendo, pero que él pensaba que era el Torah y que lo había encontrado donde pertenecía: en la espesura del monte. Nos dijo que buscaba el camino hacia Testamento. Le contestamos que no conocíamos ningún barrio con ese nombre. El hombre se quedó pensativo como el que cuestiona si se ha perdido o no. —Veo que necesitan algo de dinero para completar su juerga— dijo de pronto. En efecto, ya la botella de ron estaba casi vacía y quedaban pocos cigarrillos. —Tengo una idea —agregó—. Voy al pueblo a buscar algunos dólares y luego vuelvo con ustedes para compartir esta noche. Les traeré la salvación. Ernesto se ofreció para llevarlo en su Jeep, pero Hyman se negó. Dijo que él era un caminante y que caminando ir ía. Nos prometió, sin embargo, que volvería. Horas después, Salomón aún no llegaba. Eran casi 145

las tres de la madrugada cuando Ernesto dijo: —Este viejo no llega y mañana ya no nos veremos, muchachos. Mejor vamos a hacer algo que haga que nunca nos olvidemos el uno al otro. —¿Cómo qué? —pregunté. —Destrocemos el pueblo —contestó. Edil y yo reímos, sin tomar a Ernesto en serio. —Hablo en serio. Arranquemos los buzones, tiremos los botes de basura, rompamos cristales, despertemos al pueblo, coño. Algo, lo que sea. Les juro que jamás van a olvidarlo. Edil y yo nos miramos. —En vista de que Salomón no llega, ¡hagámoslo! —dijo Edil. Nos subimos al descapotable Jeep. Bajamos la enclivada carretera. Divisamos una serie de buzones de correo rural— todos homogéneos, del mismo tamaño y color, afianzados en un andamiaje de madera que les daba orden y uniformidad. Se veían tan acomodaditos, tan parecidos el uno al otro, tan aburridamente iguales, que Edil sacó una llave inglesa de la caja de herramientas que Ernesto siempre cargaba en su Jeep y comenzó a golpearlos, a deformarlos, a derribarlos uno a uno. Al terminar con la hilera de 10 ó 15 buzones de correo, Edil quedó jadeante y exhausto, como quien descarga una gran intensidad de energía. Ernesto y yo lo observábamos en silencio y en complicidad y solidaridad. A los pies de Edil, yacían los buzones transformados en chatarra. —¿Qué se siente? —pregunté a Edil. —Una fiebre que te corre por la mente: un rush, un éxtasis —contestó Edil fatigado. 146

—¿Se siente algo más? —preguntó Ernesto. —Se siente. . . se siente. . . se siente bien —concluyó. Edil brincó a la parte de atrás del Jeep y partimos a toda velocidad, como quien va tarde para su cita con el destino. A lo largo de la carretera rural, en ruta hacia el centro del pueblo, no hubo buzón ni bote de basura que dejáramos en pie. Los desechos reinaban como represiones escondidas debajo de las piedras, y que de pronto, por un giro sísmico, despertaban a quedarse con la geografía de todas las mentes de los que vivían en Adjuntas. A nuestro paso de torbellino, sólo quedó basura revuelta en las calles y aceras de necrópolis y signos de conjunto infinito que pintábamos con pintura de aerosol, extraída de la mágica caja de herramientas de Ernesto. Ni siquiera perdonamos a la Plaza de Recreo, en la cual no dejamos banquillo que no marcáramos con aquel signo que una vez aprendiéramos en la clase de aritmética. Así, poseídos por aquel bestialismo en crescendo, llegamos a la necesidad de ese éxtasis donde uno estalla y se dispersa por el cosmos y toca la grandeza en un acto de liberación que, en nuestro caso, requirió que levantaramos una contundente piedra que estaba enterrada en los jardines de la Plaza de Recreo, y con decidida fuerza la arrojaramos a través de la vitrina principal del Banco del Pueblo, la cual tronó como doce docenas de huevos de vidrio calléndose de una pared de tranquilidad. Luego del éxtasis, llegó esa calma que presagia una muerte. Nos lavamos las manos con lo que quedaba de ron, y entre alarmas y los restos de la granizada de vidrio, nos 147

sentamos en uno de los banquillos a esperar a que llegara la policía. Nos hicieron preguntas. Dijimos que pasábamos por allí cuando vimos el desastre y decidimos sentarnos a mirar. Uno de los oficiales comentó que a la entrada del pueblo había visto a un individuo sospechoso en vestimentas rasgadas, con aspecto de loco, portando un libro de cubierta rústica que, según dijo, había encontrado a lo largo de su camino. El hombre estaba increíblemente sucio y cubierto de una costra negra, dijo el oficial, como quien viaja desde muy lejos a través de puertas en el tiempo. El viejo le había dicho que buscaba el camino hacia Testamento y que iba pidiendo dinero para los judíos. El otro oficial le dijo que en Adjuntas no había judíos y concluyó que el culpable de aquel acto de vandalismo tenía que ser ese tipo, y así salieron a buscar al pobre Hyman. Nosotros nos quedamos aquella noche muy sobrios y tristes, sin saber qué sentíamos en aquel instante de conciliación y de dispersión. Nos despedimos con el silencio al llegar el amanecer. Lo único que dijimos fue: «Nos vemos luego». Camino de vuelta a nuestras casas, me pregunté cuánto tiempo sería “luego”.

Esta noche miré el cielo, y vi esa misma estrella fugaz que vi no hace diez, sino quince años atrás, y recordé la rabia y la frustración que llevé como un crucifijo colgando de mi alma por mucho tiempo; y recordé aquella noche; y entendí que la profecía se había cumplido, al menos en mí, porque solos, la Tierra había dado sus giros y yo 148

había entendido por fin la infelicidad que siempre llevé a cuestas— mi incapacidad de generar felicidad en otros— la búsqueda de los fragmentos esparcidos de mi sonrisa— algo así como un alma que no puede morirse y vaga por los vientos de este mundo como un lamento primógeno, omnímodo y omega— y pensé: «¡Ah! ¿Qué será de los muchachos?», y no escuché una cinta, sino un CD de los Rolling Stones, que todavía siguen tocando juntos, y entonces dije: «¡Ah! Ahí están los muchachos». Y vi a Edil tocando su luminosa guitarra de aire, y a Moon Star, sí, se llamaba Moon Star— en sus teclados— haciendo música de estrellas— y a mí, con mi pelo rizado, agitando voces al cielo. Mi hijo me hala por el pantalón y me dice: —Lindo. Sí. Lindo. —¿Ves aquellas tres estrellas? —le digo—. Esos somos Edil, Ernesto y yo. —¿Quiénes son Ernesto, Edil y yo, papá? Lo miro. Lo beso. —No importa. ¿Ves aquellas otras dos estrellas? Esas somos tú y yo. Mi hijo las busca y creo que las distingue. —Y aquella más grande. . . aquella es mamá. Mi hijo se queda boquiabierto, como el que se la ha revelado una magia divina. Lo miro. Lo beso. Busco mi norte gris y miro las estrellas. Entonces no me siento tan solo.

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El 5 y 10 de Ruth

S

ara miró por la ventana y se sintió contusa por una extraña pesadumbre gris como la niebla que arropaba la ciudad. Pensó que las colinas de Adjuntas habían desechado aquel fantasma gris y espeso que se aplomaba en el pueblo como un reino de otoño, pero descartó la idea por ser ridícula y descabellada. Sara se encontraba en San Juan, la ciudad de su exilio material, y jamás había escuchado semejante posibilidad transrealista, y bien podía ser una concepción quimérica de los blues adjunteños, pero aquella tristeza gris sólo la sobrevenía cuando extrañaba a su pueblo, o cuando lo visitaba, circunstancia bajo la cual la niebla siempre aparecía y parecía estar esperándola como un amante tras las sombras. Camille irrumpió en su despacho con el informe de ventas del mes pasado. —Vendimos por debajo de lo que lo hicimos hace dos meses. Y eso, sin mencionarte las ventas para la misma fecha el año pasado. Sara apartó la mirada de la ventana que le revelaba la ciudad envuelta en niebla, miró a Camille, y luego retornó a su objeto de foco. —Buenos días a ti también —dijo. —Tenemos que intensificar la campaña, Sara —dijo Camille—. Esto no nos beneficia en nada. —Es por culpa de la niebla. A Sara le pareció que aquel día era fatal para la empresa manufacturadora de gafas de sol para la cual trabajaba, porque, aunque la niebla tenía una cualidad que 151

permitía el paso de los más siniestros rayos UV del Astro Rey, usar gafas oscuras sería como meterse con sombrilla a la bañera. —¿Qué? —dijo Camille. —Dije que la culpa la tiene la niebla. Camille se quedó aturullada y confundida. —¿Tomaste anoche otra vez? —preguntó. —No. Bueno, sí. Algunos tequilas, pero fue en casa. —Pero fue en casa... —dijo imitándola con incredulidad—. Esto es serio, Sara. El mes entrante llegan los mogules de la compañía y tenemos que justificarnos. Tal vez haya tiempo para eso, pero no será lo mismo con Jones. —Le decimos que es por culpa de la niebla. —¡Sara! Esto es serio. ¿Sabes que le sucedió a Harry Gómez, tu predecesor? ¿Alguna vez te has preguntado que le sucedió a Harry Gómez, tu predecesor? —Lo despidieron. —¿Lo sabías? —Me lo imagino. Nadie en este país renuncia a un empleo de $80,000 al año así porque sí, a menos que tenga una oferta en otro lugar por $90,000 o más, lo que es bien raro que ocurra. Entonces, debieron haberlo despedido. —Últimamente estás muy rara, Sara. Pudieron haberlo ascendido, ¿no te parece? —¿Ascendido a qué? Los puestos grandes los tienen los mogules, como tú llamas a los americanos. No hay ni un latino en la junta de directores. Y después del Gerente de Ventas y el Gerente de Mercadeo y Publicidad, no hay nada más que buscar porque esto es un negocio para 152

mercadear y vender. Nada más. —Pues resulta que en este mismo momento presente de ahora, right now, eres la Gerente de Mercadeo y Publicidad, y yo la Gerente de Ventas, y lo que tenemos que hacer es mercadear y vender. Así que ve pensando en qué le vas a decir a Jones. Sara miró a Camille directo a los ojos. Ella sabía que la cosa con Jones no era fácil. Y para colmo, Sara era mujer, y a Jones no le agradaban tanto las mujeres, y mucho menos si eran inteligentes, porque en ese mundo de hombres en que el vice-presidente de operaciones para Puerto Rico y el Caribe se paseaba, Sara era una amenaza. A Jones le agradaban las juntas entre hombres— ese olor a colonia para después de afeitarse impregnando el aire acondicionado de la sala de conferencias— aquellos rostros azulados, resaltados por el cuello blanco y las corbatas de seda. Ah, para Jones aquello era una fantasía que lo hacía sentirse. . . pues, a gusto. Por eso Sara era amenaza. Camille no; Camille era más varonil— con grandes y gruesas lentes, piel pálida como la muerte y sus juegos de chaqueta y pantalón eran lineales— aunque cambiase de color, siempre se veía igual. En cambio, Sara lucía un bronceado como una segunda piel. Sus faldas Armani a mitad de muslo llamaban la atención de cualquiera— incluso hasta de Jones. Sus pechos de manzana tentaban a jugarse el paraíso. Sus caderas duras denotaban gran agilidad atlética y hasta uno podía imaginarse su estómago firme y dorado. Su pelo corto hasta la barbilla le tomaba prestado el color a las hojas que reviven en la primavera. Sara era una delicadeza, pero era una delicadeza fuerte. 153

—No sé. Hemos hecho de todo: contratamos a Ricky Martin como portavoz de la campaña, a dos ex-Miss Universo y hemos estado desplegando billboards por toda la ciudad —comentó Camille. —Esta ciudad tiene horizonte de billboards. —Te diré algo: tómate el día para que descifres la manera de justificar las malas ventas. Jones va a querer tu cuello en tu culo, nena. —Jones quiere mi cuello en mi culo por lo de Reny. —Eso te pasa por jugar con los nenes del jefe. —Era un juego divertido. —¡Era el novio de tu jefe! —¿Y cómo lo iba yo a saber? Conozco a este tipo en una fiesta de la compañía, nos damos unos tragos, salimos, me lo tiro, y luego resulta que era el acompañante de mi jefe. Camille ar rojó el infor me de ventas sobre el escritorio a Sara. Sacudió su cabeza como quien se encuentra hablándole a una pared que insiste en ser pared. —Estúdiate el informe. Y piensa en algo más sabio que echarle la culpa a la maldita neblina. Maldita neblina de mi pueblo de septiembre, pensó Sara. Me asecha como un cargo de conciencia. —Jones vendrá preparado a escuchar respuestas y justificaciones con textura —no simples excusas dignas de un empleado mediocre. No suenas a ti, Sara. Sara suspiró. Camille se acercó al escritorio, le tomó la mano, se quitó las lentes y le dijo: —Si me necesitas, búscame. Las respuestas a veces 154

se encuentran en los ojos de otras personas. Sara sonrió, le dio dos palmadas sobre la mano y Camille abandonó el despacho. Sara se quedó invadida por una melancolía gris como la ciudad en la cual se había exiliado— gris como la niebla. Tal vez se sentía gris por los tantos días de happy hours sin obtener otra cosa a cambio que no fuese una jaqueca, o un cuerpo distinto levantándose junto a ella al otro día— o ambas cosas. No sé, tal vez extrañaba su pueblo, rememorado en aquella capa de neblina. O tal vez era su nuevo apartamento en Miramar con vista a la majestuosa Laguna del Condado, donde ella había jurado haber visto peces plateados saltando en una sonrisa de luna a las tres de la madrugada. Bueno, tal vez era por la hora y el sueño y el cansancio y el Chivas Regal, pero eran peces de plata saltando en una sonrisa de luna por igual. Al salir Camille, Sara llamó a Mercedes, su confidente secretaria. Ésta entró con un tazón de café acabado de colar para su jefa. —Sin azúcar y bien cargado —le dijo. Mercedes era una mujer madura a quien los trazos de ciudad no habían podido borrarle el sello de adjunteña. Incluso, las familia de Sara y la de Mercedes se conocían bien, aunque vivían en polos opuestos en el pueblo. La madre de Mercedes había sido la nana de la madre de Sara. Sara, en agradecimiento, empleó a Merce como su secretaria y se la llevó consigo a San Juan, relación que convirtió a ambas en las primeras mujeres de sus respectivas familias que abandonaban el pueblo en búsqueda de mejor suerte. —¿Qué pudiese causar esta niebla? —preguntó 155

Sara en voz alta y con su vista sumergida en la calígine que cubría la ciudad aquella mañana.. —Parece Londres —dijo Merce. —¿Has estado allí? —Qué va. Usted me conoce, Sara. Pero no hay que ir a Alaska para saber que allá cae nieve. Sara sonr ió a medias y g iró la silla hacia Mercedes. —Quiero que tomes nota de lo siguiente. . . Sara quedó seducida por una alhaja azul cobalto enmarcada en oro y que colgaba llamativamente del cuello de Mercedes. El pendiente parecía la entrada a un universo que invitaba a sumergirse en él. —Hoy no estaré en la oficina... —dijo Sara sin pestañear, sus ojos imantados a la joya—. Si Jones llama dile. . . dile que tengo un almuerzo con los clientes de Venezuela. Mercedes, al percatarse de que su jefa no dejaba de mirar el pendiente, tomó el mismo por la cadena del cual colgaba y lo hizo pendular. —¿Qué diablos es esa preciosura? —dijo Sara, rendida ante su debilidad por las joyas. —Qué lindo, ¿verdad? —dijo Mercedes con una sonrisa orgullosa que hizo resaltar sus blondos caracoles de cabello y sus ojos azules artificiales—. Lo mejor de todo es que me traerá suerte. —¿Ah, sí? Un asalto es lo que te va a traer. —Se supone que esa gelatina que usted ve adentro. . . ¿la ve? Pues esa gelatina guarda propiedades metafísicas que atraen la energía compatible con uno. Al coincidir las ondas biorítmicas de mi ser con las de quien se supone sea 156

mi alma gemela, vamos a sentir una gran atracción física y química el uno por el otro. En noches de luna llena, previo a ese momento, hasta podré ver la cara de quien será mi esposo. Sara estaba boquiabierta y sin decir nada —con el pendiente en las manos y sus ojos sumergiéndose en aquella gelatina cobalto. —No sabía que conocías tanto de metafísica —balbuceó Sara. —No, no conozco. Sólo repito lo que me dijo Ruth. —¿Ruth? —Sí, Ruth, la del “5 y 10” en Adjuntas. Adjuntas. —¿En Adjuntas hay un “5 y 10”? —Ay, señora. ¿Desde cuándo no visita a su pueblo? El “5 y 10” de Ruth queda en el mismo centro del pueblo, donde era la Casa Bianca. —Pues, a la verdad que he estado. . . desconectada de mi pueblo. Además, pensaba que los “5 y 10” estaban pasados de moda. —Usted está out. Out, out, además de down. —Ruth. La del 5 y 10. —Sí, señora. Claro, allí no va toda clase de gente. —¿Es exclusiva? —Sí. Exclusiva para los que creen. —¿Los que creen en qué? —Los que creen en ángeles y duendes. Los que creen. —Ah. Los que creen en eso... —Debería ir. 157

—¿Y esa Ruth tiene otras como ésta? —dijo Sara palpando gentilmente la esfera. —Tal vez. Tiene muchas antigüedades allí, pero todas, no le puede decir esto a nadie, todas tienen algo de magia. Magia. Por supuesto. Como aseverar que hay vida en el lado oscuro de Ganímedes. Tal vez Mercedes estaba hablando demasiado; tal vez Mercedes no tenía suficiente coeficiente mental para discernir entre lo posible y lo imposible, matemáticamente hablando; tal vez Mercedes era una secretaria solterona que lucía todo postizo, desde el cabello, el color de sus ojos, las uñas y el busto; tal vez Mercedes era el ejemplo de la falta de identidad y vestía como la cantante que estuviese de moda esa semana; tal vez Mercedes era una niña con cuerpo voluminoso de mujer, pero lo de la tal Ruth podía ser una experiencia laxa y enajenante porque parecía un buen pretexto para alejarse de San Juan por aquel día. Además, en el “5 y 10 de Ruth” Sara podría encontrar, a precios ridículamente bajos, antigüedades y otros fetiches para adornar su nuevo apartamento. A Sara siempre le había gustado ese look de galería o museo en los apartamentos— y toda cosa rara que encontrase en las ventas de garaje, en el Salvation Army y en las tiendas de antigüedades era digna de considerarse. —¿Dónde dijiste que queda esa tienda de antigüedades? —No es una tienda de antigüedades; es un “5 y 10”. —Dudo que en estos tiempos quede algún “5 y 10”. Así le solían llamar antes a las tiendas de barata. De 158

todas formas, ¿dónde queda? —Donde era la Casa Bianca, frente a la plaza. Frente a la Farmacia Figueroa. Por supuesto. El referente era tan preciso como la línea de la vida en la palma de la mano. Sara impartió el resto de las instrucciones a Mercedes y le dijo que estaría fuera de la oficina el resto del día. —Suerte —le dijo, como si conociera el destino de su jefa. Sara empuñó las llaves de su camioneta, sonrió tenuemente y se marchó. Cinco minutos después, Jones procuraba por ella. Mercedes contestó lo que le habían instruido a decir. —Llámela al celular, al beeper, a dónde sea y cómo sea. Quiero verla hoy —dijo Jones. Mercedes tomó la nota y procedió a enviarle el mensaje por el busca-personas.

Sara salió camino hacia Adjuntas. Fue una decisión instintiva, porque al momento de montarse a su camioneta ni siquiera tenía claro hacia dónde se dirigiría. Así, se encontró de pronto en medio de la autopistas Luis A. Ferré, abriéndose paso entre el mar de bruma que cubría todo el camino. Al poco tiempo, Sara recibió el mensaje. Jones quería verla hoy. Demonios. No se podría escapar de ésta. Otras veces sí; otras veces sí había encontrado un pretexto— una junta, una migraña repentina, o hasta 159

un ciclo menstrual fuera de ritmo— pero esta vez no; esta vez no sería fácil quitarse a Jones de encima, luego de lo de la fiesta de la compañía y de lo del informe de ventas. Demonios. Más fácil sería contar los granos de arena en la playa. Preferiría parir hijos de un simio, pensó. Aunque, después de todo, el chico de Jones no estaba nada mal, era un poco presumido y la aventura fue solamente unidimensional y, pues, efímera, lo que la había llevado a satisfacer su necesidad sexual nada más— una vez más, porque en lo que a su alma concierne, Sara se había sentido más vacía que el silencio en el Cañón del Colorado— más triste que un diabético en un cañaveral— todo por culpa del alcohol en su cerebro y el cuerpo de gimnasta del maldito Reny— nombre de marica, pensó— buenas nalgas, pero nombre de marica— otro fracaso— del vino sale el vinagre— y ahora tenía que admitir que estaba— [traga, traga]— sola; sí, más sola que la bandera americana en la luna— sola, y con su jefe a la caza de su cabeza— todo por el chico del jefe— la última metida de pata. Dos horas después, estaba en Adjuntas. No podía creer cuán rápido pasa el tiempo cuando la mente está ocupada. Ahora, Sara navegaba en su camioneta buscando el “5 y 10” de Ruth. Camionetas de transporte público y uno que otro transeúnte poblaban las lentas calles y mudas aceras respectivamente. Notó que el reloj en la alcaldía estaba fijo en las siete en punto. Aquí el tiempo no debe correr, pensó. Un señor cruzó por su frente portando dos pollos muertos y un machete de plata. Bueno, parecía plata. No pudo distinguir el rostro del señor, pero su vestimenta era típica de un jíbaro de estas montañas. ¿Dónde quedará el “5 y 10” ese? Ah, sí. Frente a la Farmacia Figueroa. Un 160

guaragüao surcó el espacio de niebla y mientras seguía el vuelo con su mirada, Sara advirtió el letrero que anunciaba el “5 y 10” de Ruth. Mi madre. Con tantos problemas que resolver y de pronto lo que le ocupaba la mente era una tienda de baratas en Adjuntas, a dónde no había ido desde la muerte de su madre dos años atrás. Ni modo. Esto parece el sueño de un ciego, pero allí estaba. A ver si las antigüedades de Ruth son talismánicas o no, pensó. Pero, ¿qué decía?. La razón por la cual había venido era para buscar cosas con qué decorar su nuevo apartamento. Frente a una camioneta que vendía botines de goma, juguetes y sombreros de paja, los escaparates de la tienda mostraban desde figuras de Ganesh y Buda hasta acordeones y viejas maquinillas Smith & Corona. Sara miró desde la acera los diferentes artefactos que allí se mostraban. Unas campanitas de cobre sonaron cuando Sara empujó la puerta de entrada. Un fuerte olor a pachulí en forma de dedos de humo azules estaba disperso por toda la tienda. Parecía una extensión de la bruma que arropaba al pueblo, pero con un olor agradable. La poca iluminación que había parecía venir de detrás de las paredes le permitió apreciar una colección de artículos disímiles tanto en su forma como en su utilidad: una silla mecedora, un caballito de madera, un refrigerador antiguo, un paraguas con mango perlado, un fonógrafo de cuerda, un juego de sala en madera y mimbre, un radio de tubo, una muñeca hecha a mano, un par de binoculares, un arpón, un reloj de arena, un libro de Juanito Garrastegui, el poeta del pueblo— una cámara fotográfica, una plancha de carbón, un anuncio 161

de Coca Cola, y otras cosas que escapaban al ojo detallista inmediato. Era como si cada cosa fuese una llave a un lugar y tiempo exactos. Al fondo, detrás del mostrador— bajo un broncíneo arcángel y una pétrea gárgola— frente a un viejo aritmógrafo— entre luces de velas color púrpura, azul y amarillo, esperaba la dependiente. —Estoy aquí por si tiene alguna pregunta. Sara buscó la procedencia de la voz y sus ojos encontraron a una mujer negra que lucía un paño de flores cubriendo su cabeza. Vestía traje de magas largas, blanco y con bordados acqua, combinado con collares de camándulas y policromáticas cuentas. Sara apreció la piel endurecida por los años en la mujer que, de alguna manera, no proyectaba vejez, sino sabiduría. Sus manos llenas de sortijas plateadas le daban forma de flor a un pedazo de papel crepé magenta. En ningún momento apartó la vista de su obra. Sara se movía con cautela por el reducido pasillo cuando golpeó un Jack-in-the box que saltó dando demenciales risotadas que le pusieron los pelos de punta. Pasando la mano sobre su pecho, Sara sonrió sobriamente. —Sólo vine a ver si tiene algo de joyería. Una amiga mía compró un pendiente que... —Mercedes. —¿Perdón? —Mercedes. La chica que se llevó el pendiente azul cobalto. —Sí, fue ella. Un pendiente. . . —Circular, con una banda de oro a su alrededor, la cual facilitaba que colgara de la cadena, ¿no? —Sí. Ese mismo. ¿Conoce a Mercedes? 162

—No. Pero sólo hay un dueño para cada cosa que hay aquí. Usted sabrá, no tenemos almacén; sólo hay una versión de cada artículo. —Bonitos todos. Y curiosos. —Sí. Siempre hay algo para cada cual. ¿Alguna cosa en especial? —No —dijo Sara mirando alrededor—. Sólo curioseaba. —Un-jú. Sara caminó por la tienda. Tomó en sus manos un trencito eléctrico cuyos rieles estaban incompletos, como caminos inconclusos— y un juego de té de plástico de alguna infancia olvidada— y un ángel de cerámica con las alas partidas— y un par de viejos altavoces que parecían sordos por el tiempo— y también tomó en sus manos una vieja estatua de madera— un azabache— un busto de indio Cheyenne— un trípode— un óleo de corte pre-Rafaelista que ilustraba una sensual escena en el campo, creación de algún pintor imitador de Gabriel Dante Rossetti— un tapete cuyo diseño imitaba el arte de William Morris y un juego de muebles de corte victoriano— una Biblia con terminaciones en oro— un cuatro puertorriqueño— una colección de mariposas disecadas— hasta que llegó hasta el escaparate donde estaban las joyas, y sobre el cual descansaba una tersa muñeca negra con ojos como el fondo de un lago y el pelo como la corteza de un árbol. La textura de su rostro era tan lozana que hasta parecía piel de verdad. Sara no pudo eludir el deseo de tomar la muñeca en sus manos. La palpó y la acarició. Había deseado una de esas desde pequeña. Nunca la tuvo porque su padre nunca cumplió la promesa de regalarle una cuando obtuviese 163

buenas calificaciones. Sara era excelsa estudiante, pero su padre siempre se encargaba de capitalizar en la imperfección humana y así encontrarle alguna falta para no comprarle la muñeca negra y mantener vigente su oferta de “cuando mejores tus calificaciones”. Sara se disponía a preguntar por el precio de la muñeca cuando las campanitas de cobre anunciaron la entrada de otro visitante. El fuerte olor a pachulí se dispersaba por toda la tienda en su forma de dedos de humo azules. El visitante, un hombre de 63 años, de cabello y bigotes blancos, vestido completamente de gris, le pareció una extensión de la neblina que arropaba el pueblo, pero con un olor a talco para después del baño. —Estoy aquí por si tiene alguna pregunta. El viejo miró a su alrededor y saludó cortésmente a Sara. —Sólo vine a ver si tiene algo de joyería —dijo—. Un amigo mío tenía un reloj cebollero esta mañana que. . . —Andrés. —¿Perdón? —Andrés. El hombre que se llevó el reloj cebollero. —Sí, fue él. Un reloj... —Dorado, en estuche de piel que colgaba de una cadena de oro, ¿no? —Sí. Ese mismo. ¿Conoce a Andrés? —No. Pero sólo hay un dueño para cada cosa que hay aquí. Usted sabrá, no tenemos almacén, sólo hay una versión de cada artículo. 164

—Bonitos todos. Y curiosos. —Sí. Siempre hay algo para cada cual. ¿Alguna cosa en especial? —Sí —dijo el viejo, y se acercó a Ruth sigilosamente, como quien procura no dejar que las palabras se pierdan en el aire—. ¿No tiene algo parecido? ¿Por favor? —Sólo un artículo de cada cosa —dijo Ruth, quien comenzó a darle forma de flor a otro papel crepé. —¿Y cómo lo hago? ¿Cómo logró lo de Andrés? —Andrés es Andrés. Aún sigue siendo viejo como usted, pero lo que ha viajado es su corazón. Y lo que usted ve de Andrés es lo que él quiere que todo el mundo vea. Sara escuchaba y observaba al viejo tomarle las manos a Ruth e insistirle en que le consiguiera un reloj como el de Andrés. El viejo sudaba y miraba de reojo a Sara como si se avergonzara de que ella escuchara lo que él le decía a Ruth, pero a la misma vez como si no le importara. Él sólo deseaba obtener un reloj como el de Andrés. —Hay veces que conviene más vender que comprar —le dijo Ruth al viejo. —¿Qué me quiere decir? Explíquese, Ruth— suplicó el viejo, aún sin soltarle las manos. —Exactamente lo que le dije, ¿no es así mi niña? —dijo dirigiéndose a Sara, quien, sin soltar la muñeca negra, ahora estaba ensimismada con una pipa de cristal—. Hay veces que conviene más vender que comprar. —Eso depende —contestó Sara. —Ve. Ya la escuchó. Eso depende, dijo —aseveró el viejo. Ruth se soltó de las manos del viejo. —Linda cadena. ¿De quién es la foto que está en 165

el medallón? —le dijo al viejo. —Es Luisa, mi esposa, que en paz descanse. —Hay veces que conviene más vender que comprar. —¿El medallón? ¡Nunca! Lo siento, Ruth, pero no tengo intención de venderlo. —¿La amabas mucho, no? —Este medallón me lo regaló ella cuando tenía 16 años y su padre no quería que nos casáramos. Siempre lo llevo conmigo. Es mi único recuerdo de ella. —¿El único? —Bueno, no el único-único, sino el único que me queda. —¿El único que le queda? —No estamos hablando de lo mismo —dijo el viejo, comenzando a incomodarse. —El recuerdo esencial queda cuando una persona vive en uno, cuando la hacemos inmortal en nosotros, porque eso hace que la persona nunca se vaya, ¿no? Pero una foto en un medallón no debe ser peso en la memoria. El medallón se puede perder o nos lo pueden robar, o simplemente se puede romper. Has envejecido viviendo de recuerdos inútiles. ¿Cuánto hace que ella murió? —Veinte años... —respondió cabizbajo el viejo. —Veinte años... viviendo del pasado, que no es lo mismo que mantener vivo un recuerdo. Vivir del pasado que ya no volverá te hace viejo. Te mata, porque ya no progresas en el tiempo y el tiempo te traga. Mantener vivo un recuerdo te hace grande, te regenera, te enseña, te hace progresar en el tiempo porque es parte vital de lo que eres en el presente y lo que serás en el futuro. Hay veces que 166

conviene más vender que comprar. El viejo de pronto entendió todo, se quitó la cadena y la colocó sobre el mostrador. Una lágrima hialina se deslizó por los surcos en su rostro hasta llegar al mentón y aventarse en caída precipitada sobre la foto en el medallón, la cual parecía que lo miraba y le sonreía. Ruth sacó de su libreta de debientes unos cuantos billetes que hacían de marcadores de página y se los entregó. El viejo los tomó cabizbajo y preguntó: —¿Y ahora qué? —¿Ahora? Ahora vas a comenzar a vivir de lo que te diga el corazón —le dijo Ruth, y le dio una flor de papel crepé color magenta, que de pronto comenzó a sudar una luz rosada, mientras sus pétalos se articulaban como olas de una mar de sangre pálida, y se abrió en las manos del viejo como el comenzar de un nuevo día. Enmudecido, nervioso y temeroso, el viejo salió lentamente del lugar, sin poder ni siquiera dar las gracias. El buscapersonas de Sara comenzó a retiñir nuevamente. Llamar a Jones a la oficina, urgía. Sara apagó el grillete electrónico y se acercó a Ruth con trastornados latidos que querían reventarle por el pecho. Miraba dudosa la pantalla del buscapersonas, y luego miraba a Ruth, como quien no sabe qué hacer. Sara quería decir tantas cosas que las palabras se le quedaban enredadas unas con otras en su lengua. No podía creer lo que había visto. Ruth tan sólo siguió haciendo flores de papel. —¿Ya encontró algo que le interese? Sara estaba sobrecog ida ante lo que había presenciado. 167

—Sí. . . eh, la pipa de cristal — dijo, tratando de parecer poco impresionada. —Es una pipa Tibetana. —¿Cómo llegó aquí? —Como llega todo. Funciona con agua bendita. Es para comunicarse con los muertos. Viertes el agua bendita, soplas por la boquilla, haces una burbuja y dentro de ella aparecerá el espíritu de quien desees contactar. Puedes tener una conversación y todo eso. ¿Quieres probar? —No. ¿Por casualidad no tiene cubitos de hielo del témpano que hundió el Titanic?— preguntó Sara con sumo cinismo. —Ya encontraron su dueño— contestó Ruth, como si le hubiesen preguntado qué día es hoy. —Me traga un hipopótamo. —Tengo una pirámide egipcia que trae suerte. En su interior contiene arena genuina del Sahara. Transmite el poder de los faraones, por si le interesa. Sara tragaba en seco. —¿Y la muñeca? Me interesa esta muñeca —preguntó, a la vez que la atesoraba contra su pecho. —Es sólo, pues, una muñeca. Es todo lo que puedo decirle. —¿Podría. . .? ¿Podría usted. . .? Oh, Dios mío, ¿podría usted explicarme qué sucede aquí? —Nada que nadie no pueda lograr. Sara se acercó al mostrador. —Pero la flor. . . la flor. . . la flor se volvió real. . . —Qué maravillas puede lograr la voluntad del ser humano, ¿eh? —La flor. . . y el viejo. . . ¿qué quería el viejo? 168

—El viejo Camilo quería un reloj como el de Andrés: un reloj con un aparente desperfecto que hacía que las manecillas giraran en reversa. —¿Y? —Pues, hacía que quien lo poseyera volviese a ser joven. —¿Y el tal Andrés se volvió joven? —Las flores de papel se convierten en flores reales, ¿no? —Lo de las flores pudo ser truco, pero lo del reloj con manecillas que caminan en reversa . . . pudiese ser una espléndida mentira— reaccionó Sara con su facultativo proceder matemático: nada de esto podía estar pasando—. Y, si no es mucho atrevimiento, ¿se podría saber de dónde obtuvo el reloj? —¿Atrevimiento? Pero, hija, si ya me acusaste de estafadora. Sara se avergonzó. Se sintió como hostia en misa judía. —Me lo trajo un niño —confesó Ruth, devolviendo la atención a sus manualidades—. Sólo me dijo que ya no lo necesitaba más. Y me lo dejó. Ruth miró a Sara y le sonr ió tier namente— maternalmente— una sonrisa mitigadora— una sonrisa centrípeta— de cierta luz voluble que hacía los labios de Sara trepidar como quien comienza a temer a algo superior, mas aun desconocido— mientras lentos gemidos entrecortados comenzaban a deterger el monto de días pasados— días, como ella los catalogaba, de menos suerte— días de búsqueda— días sin días— días sórdidos y sin sentido— días donde lo único tibio que sentía era del 169

cuerpo de su gato Mauricio— días sin signos diacríticos— días donde las cosas parecían amasarse como un pan sin levadura y que nunca se hornea— días sin sentir más allá de su sexo y sus labios y su piel de sol— días donde de pronto era todo cascarón y nada de yema ni clara— y si los encubaba, bien sabría que nada obtendría— nada— tan sólo eso— nada. Un tercer mensaje llegó al buscapersonas: Jones está aquí molesto y esperándote. Sara se desesperó. Sintió manos de pensamientos atraparla por el cuello y una urgencia de salir de allí, cual si se estuviese asfixiando— como quien busca desesperadamente cualquier trazo de oxígeno en la atmósfera. Corrió hacia la calle casi desértica y se encontró con la pared de bruma. Miró a ambos lados de la acera. Nadie caminaba por allí, excepto una niña que apareció como si la niebla la hubiese engendrado. La niña abrazó el poste de un farol eléctrico que estaba encendido a causa de la niebla. Sara se encontró con los ojos de la niña— una niña de rostro sucio, calzando unas bastante estropeadas Converse All-Star de canvas rosado, traje corto no tanto por el sentido de la moda como por los indicios de que había crecido mucho últimamente, y con el dedo pulgar en la boca. Sara sintió sus ojos nublarse de lágrimas. Había visto algo familiar en aquellos ojos. —Su muñeca es linda —dijo la niña. —¿Eh? Sara levantó la mano y entonces notó que aún estaba aferrada a la muñeca negra. Sintió entonces unos deseos incontenibles de llorar y llorar hasta que el universo completo se tornase de agua. Un segundo diluvio universal. Una redención 170

de todo lo que había callado por años y años— años de convencionalismos crasos y actitudes garrafales que desembocaban en la ribera de un gran vacío— un vacío que la llenaba— un vacío que la colmaba— un vacío arrogante— ciego— incapaz de admitirse a sí mismo como la reducción de todo a nada— y allí, con la muñeca negra en la mano y la niña frente a ella admirando el juguete, se arrodilló en la acera de concreto agrietado por las miles de pisadas solitarias y escupitajos y lluvia y sol y sereno y miles de otras lágrimas de soledad, de frustración y de hambre que llevaban quebrándose por años en el pueblo de eterno septiembre— y le ofreció a la niña el humilde juguete. —Tuya. Es tuya. —¡Sara! —se escuchó una voz con acento llamar de detrás de la niebla. —Gracias —le dijo la niña. Luego le depositó un beso en la mejilla y salió corriendo para internarse en la densa niebla. Sara se desahogó un rato más, hasta que sintió la puerta del “5 y 10” de Ruth cerrarse con llave. Al tornarse en dirección a ésta, Sara se encontró de rodillas ante Ruth. Tomándole la mano, dijo: —Le regalé la muñeca a la niña —dijo Sara entre lágrimas. ¿Cuánto le debo? —Nada, Sara, nada. A veces hay que dar para recibir. Sorprendida, Sara le cuestionó: —¿Y cómo sabe mi nombre? —Sólo hay un artículo de cada cosa. Ruth le dio dos palmadas en el reverso de la mano 171

a Sara, y se marchó arrastrando sus pasos y adentrándose en la bruma, cual si ésta se la tragara. Sara extrajo el celular de su cartera y llamó a la oficina. —¿Merce? —preguntó entre sollozos—. Merce, soy yo. Sí, estoy bien. Dígale a Jones que no podré verlo. Claro que sé lo que digo. Sí, todo está bien. Por eso es que no deseo verlo hoy. Es más, dígale que siento lo de Reny, y que se busque otra gerente de mercadotecnia. Bye. La mirada de Sara se elevó para buscar el cielo. Una franja amarilla abría como una navaja de luz a la densa niebla y Sara se sintió emerger entre una huerta de esqueletos hasta sentirle la piel a su propia sonrisa. Desfondó su verticalidad hasta tocarse a sí misma y hacerse lucero de muchas preguntas sin respuesta que habían desfilado como una caravana muda a lo largo de sus momentos de silencio, y ahora sólo le faltaba conocer si sería capaz da dar lo que nunca había recibido. La niebla la llamó como un amante que recibía a Sara en las sombras.

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Karma erróneo

C

erré mis ojos para soñar olas de mar que se entretejen unas con otras y forman una espuma tan abundante que parecería un cúmulo de nubes. El sol palidecía sobre un cielo añil y sin nubes, y la dorada arena de alguna manera me daba la impresión de que el reloj de arena del padre tiempo se había quebrado y que allí estaba yo, sobre ella— sin tiempo— o siendo el tiempo mismo. De pronto, una voz se escuchó por allá por las palmeras que se asomaban por una esquina de mi paisaje y contradijo lo que ante mis ojos se desplegaba. —El cielo está verde —dijo—. O verde grisáceo, mejor. Puerto Rico: the Shining Star of the Caribbean, decía mi paisaje, adherido a una de las vitrinas de cristal, al lado de los pósters alusivos a “Cárcel de mujeres”, “Las Aventuras de Gulliver” y “Star Trek” que adornaban el “Manolo’s Video Club”. Louie, sujetando un cigarrillo entre sus labios y recostado del marco de la puerta de entrada, se pasó ambas manos por su pelo de cafetal para recogerlo en una cola de caballo. Sus ojos de cacao se ampliaban y se encogían, mientras sus mejillas pálidas y ásperas se contraían como si su lengua nadara en vinagre — un lenguaje no verbal que decodifiqué en aquel instante— el lenguaje de la decepción cuando se piensa que uno ya ha visto todo, y que ya nada es sorpresa y que la vida te besa en la mejilla con su tedio. —Este pueblo es más lento que una caravana de 173

cojos. Hagamos algo distinto, ¿qué te parece? —dijo Louie—. Mejor vamos a arrebatarnos, a joder, a beber. ¡Vamos a buscar mujeres! —Eso no es nada de distinto. Aquí todo el mundo se arrebata o se emborracha o busca mujeres. Y hasta hombres. —En tiempos de guerra, cualquier hueco es trinchera. —O todas las anter iores —continué—. ¿Te acuerdas de esos exámenes que nos daban en la escuela, en dónde te ofrecían cuatro posibles contestaciones y después, para joderte, la última siempre era “todas las anteriores” o “ninguna de las anteriores”? Pues así es la cosa en este pueblo. Todas las anteriores o ninguna de ellas. —Creo que tenemos un karma erróneo —dijo pensativo. Luego, colocó sus manos sobre su boca a manera de megáfono y gritó—: ¡Hey! ¡Alguien allá arriba! ¡Este es el pueblo equivocado! Su voz se perdió entre la exigua niebla. Miré a través de la vitrina, desde mi silla detrás del mostrador, y vi que Louie tenía razón. El cielo estaba verde grisáceo. Y a juzgar por los árboles, el aire no soplaba. Sólo se escuchaba el coloquio del río reventándose piedras abajo y país arriba hasta perderse por la cordillera y encontrar su norte— su Atlántico maternal y abarcador— algo mayor, engendrado de su misma sustancia y que lo esperaría como el destino acertado de un paquete de correos que viene desde muy lejos. Tampoco había gente ni automóviles transitando en la calle. Y lo que era peor, nadie había pisado la tienda. Eso sí era para sorprenderse porque el vídeo club no era un simple vídeo 174

club; éramos los arrendadores de sueños en el pueblo del Gigante Dormido, quien, según dice la leyenda, se postró un día en los límites del pueblo para subsanar una guerra entre dos émulas tribus indígenas y se quedó, pues, así— dormido, y logró la paz entre las tribus, pero sentó un mal precedente. Sí, señor, porque la gente al parecer, emulaba al gigante en su sueño eterno. Para mí, soñar era difícil, porque pasaba más tiempo cuestionándome quién era, de dónde venía y a dónde iba, lo que innegablemente se traducía en un qué quiero ser. La mayor parte de las veces configuraba esas interrogantes en forma de historias que, a fin de cuentas, nadie leía porque los que tenían la capacidad de hacerlo no lo hacían, y, además, nunca había publicado nada. No podía evitar dejar mi mirada adentrarse en aquella niebla de septiembre— niebla sibilina y descosida— y pensarme gordo y panzón, acompañado por una esposa e hijos, en la sala azul de mi casa, frente al televisor que sería la compuerta siempre abierta hacia lugares más lejos de estas montañas benditas— enajenándome por un rato en “Planet of the Apes”, “Love Story”, “Moby Dick”, o algún filme de Bruce Lee. Entonces la visión se tornaba en alucinación insana y por eso creo que me daban ataques de insomnio y comenzaba a escribir y escribir hasta que me desbocaba exhausto sobre el manuscrito. Luego, la depresión: ¿para quién escribir? Si tan sólo las palabras tuviesen alas y me llevaran lejos de aquel santuario de quietudes. El caso de Louie era que su karma había salido con franqueo insuficiente y lo más lejos que había podido llegar era a este pueblo, que es bastante decir, y todo lo que aspiraba Louie era cambiar la palangana de luciérnagas del 175

cielo adjunteño por las luces direccionales de un estudio de televisión. Él había trascendido eso de que la vida es una tómbola. Él decía, a manera de un Shakespeare venido a menos, que el mundo no era un escenario, sino que era un gran “Show de las Doce”, donde el Gran Productor había ideado una manera de hacernos ganar, perder, participar, ser espectadores, reír y llorar, todo con la precisión de una aguja hipodérmica en las venas de un junky vespertino y que espera el otro día con ansias de dejarse calentar por esa fiebre que se apodera de su cuerpo, y volver a sintonizarse, y así hacer lo mismo al otro día, y al otro, y al otro después del otro, esperando que un día extraigan de la tómbola esa carta que enviamos con una etiqueta de habichuelas coloradas, y que la ruleta gire y se detenga justamente en esa etiqueta melliza de la nuestra y entonces nos lleve a ese gran Jack Pot que nos traerá hornos microondas, y estufas, y neveras, y mucho dinero que nos engordará la suerte. Louie estaba seguro que podría ser mejor que Don Francisco, si al menos, como decía la letra de “Piano Man”, ese clásico de Billy Joel, pudiese salir de este lugar. Pero mientras tanto, sólo éramos dos dependientes en el “Manolo’s Video Club”. —Esto es un karma erróneo —insistía Louie. —Ya deja de quejarte. —Ese es el problema. Todo el mundo se aqueja pero nadie se queja. Yo no voy a conformarme. —No es conformarse. Es aceptar. —Si serás cabeza-hueca. Apuesto que cuando te dan jaquecas, te atiendes el dolor con una tortilla de aspirinas. —¿Y qué vas a hacer, dime? 176

—Oye, ¿por qué tienes que cuestionar las cosas que tienen que ser porque tienen que ser? — Yo v i n e p a r a p re g u n t a r, d i c e S i l v i o Rodríguez. —Silvio que le pregunte a quien quiera. Tú eres Ricardo. Ricardo, de Adjuntas. Oye, si te confieso algo, ¿prometes no decirlo a nadie? —¿A quién se lo voy a contar? —¿Es eso una pregunta o una afir mación implícita? —Ambas. —Bueno, no importa. Mira anoche llegó este gnomo con sus orejas alargadas como Mister Spock y todo y. . . —Creo que estás viendo demasiadas películas de esta video-tienda. —No son películas. Son sueños. Pero la cosa es que llegó el gnomo con orejas de Mister Spock y su gnosis y todo me dijo que más allá de las montañas había vida. Luego de quedarme mirando a Louie por un rato, no pude evitar reírme. Me pregunté qué tipo de mezcla letal habría ingerido esta vez— no sé, té de hongos, o tal vez té de campanas, acompañado por alguna píldora de mezcalina, marijuana y tequila Sauza, Ron Barrilito, o ron de caña. O todas las anteriores. La cosa es que aquello del gnomo sólo podía ser producto de una mente demencial o de una mente beata. —¿No comprendes, Ricardo? Hay vida después de estos montes. —¿Y qué me quieres decir con eso? —A la verdad que bregar contigo es como bailar 177

con dos pies izquierdos. Chico, que nos montemos en el auto y salgamos a comprobar si es verdad. —Estás loco. En Puerto Rico uno conduce por dos horas y llega al mar y se acaba la tierra. No hay más a dónde ir. —Pero hay miles de suspiros que hay que ir recogiendo por ahí. —¿Para qué recoger suspiros? —Esa será nuestra vocación caníbal, Ricardo. Nos alimentaremos de la gente. —¿Y qué sacamos con eso? —¿Qué sacamos con eso? Ser más monumental que la vida. Eso es lo que sacamos. —¿Para qué quiero ser más monumental que la vida en un pueblo donde no ocurren muchas cosas? —Y dale con el interrogatorio. ¿Qué es esto? ¿Mayéutica? Por eso es que hay que salir en esa expedición, Ricardo. Estoy seguro que el gnomo me visitó por alguna razón superior. Y no preguntes cuál es esa razón, porque eso es una de esas cosas que son como son porque son así. ¿Qué me dices? Pensé. No tenía nada que perder. No había negocio aquella tarde y en la noche sería peor. Era como si la niebla se hubiese tragado a la gente. Así que, luego de cerrar el local, nos subimos al estupendo Malibu Classic de Louie, nos detuvimos en el liquor store a abastecernos de ron, cervezas y maní, por si nos daba hambre. Partimos carretera número 10 abajo, hasta llegar a Ponce y luego tomar la autopista en dirección a San Juan. La gran ciudad nos esperaba. —Tú y yo pertenecemos a la gran urbe —me decía 178

Louie, mientras Rubén Blades entonaba “Plástico” en la radio—. Somos ovejas descarriadas de esa gran demencia cosmopolita. Louie conocía la capital, porque había vivido durante algún tiempo en Río Piedras y en Santurce. Mi guía había recorrido la seca y la meca y tenía más millaje que un dólar viejo. Por mi parte, yo jamás había estado en San Juan, pero la aventura me desollaba las ganas de vivir un poco fuera de los límites que me habían impuesto desde pequeño. Así, me sentía que por fin me dirigía a mi tierra de miel y leche. Durante el trayecto fuimos acompañados por unas insinuaciones de bruma que hacían ver la luna como si estuviese fuera de foco, y a las estrellas como si fuesen luceros de gas. Louie decía que esos eran las esperanzas desechadas de la gente, las cuales al perderse se gasificaban y se quedaban errantes como almas en pena, viajando lustros y milenios hasta encontrar otro tiempo en otro plano de vida. Yo le refuté y le dije que eran sueños con insomnio. A él le dio lo mismo lo que yo pensara. En el resto del camino bebimos, fumamos, charlamos, compartimos la mezcalina, y escuchamos música por casi dos horas hasta que vimos las garitas de hierro y el letrero que decía, “Bienvenido a San Juan”. Un manto de estrellas artificiales y anuncios comerciales nos recibió a lo largo de todo San Juan y Santurce entre la espesa bruma que, daba la impresión, nos había seguido desde Adjuntas. Un extraño frío se alojó debajo de mi corazón, y lo primero que pensé fue que al fin vería mi mar con sus olas entretejiéndose en una orgía de espuma. 179

Tamaña decepción. Rondamos Hato Rey, Río Piedras, Santurce, Condado y el Viejo San Juan, y todo lo que encontramos fue a uno que otro transeúnte que daba la impresión de flotar por las desérticas aceras. San Juan parecía una ciudad fantasma, invadida por automobiles que aparecían esporádicamente entre la fantasmagórica bruma. Tanto viajar para conocer el ambiente de la ciudad y ahora lo que encontraba era un sueño vago. En lo alto en un edificio, un anuncio comercial parecía la antítesis escénica de todo lo que veíamos: “El Citi nunca duerme”. Dudé su veracidad por un momento. No obstante, Louie y yo, cual viajeros en el tiempo tras una llamarada de ilusiones— buscando un norte— buscando el camino de regreso al sol en una noche de densa bruma, decidimos que lo mejor era seguir la carretera hasta donde terminaba la tierra, y así lo hicimos. No sé cuantos semáforos en rojo rebasamos. Total, ni siquiera había policía que nos detuviesen. La cosa es que continuamos como en una anarquía amnésica hasta que llegamos a El Último Trolley, en Ocean Park, y detuvimos el auto frente al mar. El alcohol, luego de tantas vueltas y sin llegar a ningún sitio, se asentaba en nuestras venas. Nos preguntábamos si el vacío de la ciudad se debía a una maldición que tomaba forma de bruma, o si esta era un mero producto de tantas mentes confundidas colectivamente— todas al unísono en un sólo pensamiento de ambivalencia, de incertidumbre, de a-dónde-voy, imaginando el cielo oscuro como un enigma y salpicado de pecas de plata— espectáculo el cual, hasta entonces, sólo podía ser un 180

pensamiento porque la bruma lo arropaba todo. Louie y yo nos bajamos del auto en silencio y nos sentamos entre la arena y el muro que separaba a la carretera de la playa. En la lejanía, un mosaico de sirenas ocasionales y ruidos de aviones buscando cómo aterrizar hacían música de fondo. —Salud, Ricardo —dijo Louie, levantando la botella de Palo Viejo envuelta en una funda de papel amarillento, como el color de un sol viejo y contaminado. Me pasó la botella. —Salud —y tomé como si fuera el ritual de una hermandad no acordada—. ¿Sabes? Esta ciudad es un fraude. —Ah, no te preocupes, Ricardo, que todo se debe a la envidiosa bruma que nos siguió desde Adjuntas sin que la invitáramos. —Yo que quería ver algo de acción. —¿Qué te hizo venir hasta este planeta? —preguntó Louie. —¿Qué? —¿Qué te hizo venir hasta este planeta? —¿Qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando? —Nada, pero al menos le cambia el ritmo a la conversación. A ver. ¿Qué te hizo venir a este planeta? —Creo que la pregunta debe ser quién te hizo venir a este cementerio de aburrimientos. —Bueno, pero la culpa la tiene el gnomo. Además, estoy hablando en sentido general. Pero ya que lo mencionas, esto es otro mundo, ¿no? San Juan, digo. —Sí. 181

—¿Qué te hizo venir a este planeta? Tomé otro trago, esta vez uno largo y extendido, y fluyente por mi tráquea, como si fuera agua de infierno. —Pues a parte de haberle hecho caso a una idea que tuviste, no sé —dije. —Pero querías escapar de algo, ¿no? Eso es lo que quiero saber. —Qué sé yo. A veces miro a mi alrededor, a mi familia en particular, y me pregunto si en realidad estoy viviendo o qué. A lo mejor me he muerto y no me he dado cuenta, porque, a juzgar por mi familia, ellos son, como dijo mi hermana mayor un día, muertos en vida. —Ya veo —dijo Louie quitándome la botella. Era su turno. —Mira, ¿qué harías tú si una vez tuvieras todo, incluyendo la felicidad, y de pronto tu padre deshiciera poco a poco todo lo que te han construido, hasta el punto en que te quita el pan de la boca para dejarte huérfano de carne, alma y tripas? ¿Qué harías si vieras a tu madre consumirse como una flor que transplantan de un jardín a una grieta en una pared larga y ancha y gris y estéril? Y luego la ves ensimismarse en sus pétalos ajados de tristeza, sacudida por un amor tan grande y tan grande por su humillante jardinero, que no le importa morirse entre la grieta— jardinero que se ha ido a atender otro jardín, llevándose todo— risas, alegrías, ganas de vivir— todo. ¿Qué harías, Louie? ¿Qué harías si tu padre es de pronto un extraño— el dador de tu sangre— la mitad de tu carne, un extraño— un inquisidor— verdugo— asesino de sonrisas— dios de sufrimientos y soledades? ¿Qué harías si tu padre nunca te hubiese dicho nada que no fueran 182

insultos, o humillaciones, como si te envidiara? Imagínate una envidia tan mortal que la llevas en la sangre— envidiar tu propia sangre porque ya no la llevas entre tus maceradas venas— una envidia tan egoísta que no soporta que exista sangre de su sangre en otro cuerpo más joven— inocente— empapado de felicidad— una felicidad que sabes no podrás recuperar porque sencillamente no puedes— no sabes como hacerlo— y el último recurso es hacer infeliz a esa sangre tuya que ahora fluye en otro cuerpo— que es parte de tu cuerpo y no lo quieres aceptar. Dime, Louie, ¿qué harías? Louie se había paralizado escuchándome hablar. —Hablas bien —dijo—. Bien no es la palabra. Hablas. . . hablas. . . no me tomes a mal, pero hablas lindo. Hablas tan hermoso que hasta me estremezco y ahora lo que siento son ganas de llorar. Hablas tan hermoso que hasta me das miedo. —Yo no te doy miedo, Louie. Te temes a ti mismo. Es todo. Pero, dime. ¿Qué harías? —No sé. —Es real, Louie, es real. —Real —dijo y tomó de la botella. Tragó y se limpió los labios con el reverso de su mano—. Real. Es gracioso el que ya no tenga sentido de lo que es real, ¿verdad? Digo, real era mi pobreza, mi hambre, mis catorce hermanos viviendo como chinches, unos encima de otros. Pero era demasiado increíble para ser real. —¿Es esa tu historia, no? —Sí. Mi padre era hombre trabajador. Nunca fue a la escuela. Ni siquiera sabía escribir. Todo lo conocía era la caña. Wow. El cañaveral era su amigo; su otro yo; el 183

cañaveral era él mismo. A veces, cuando lo esperábamos en las tardes frente a casa, con su machete y su piel quemada por el sol, se le veía sonreír a larga distancia, porque sus dientes sardónicos contrastaban con su piel. Pero, my God, aquella sonrisa podía distinguirse entre mil sonrisas. Y los domingos, cuando no trabajaba, se sentaba con su taza de café a mirar el horizonte y a dejar que sus pensamientos se perdieran en la brisa. Yo sabía que se estaba comunicando con su cañaveral, porque, aparte de mi madre y mis catorce hermanos, no tenía nada más en el mundo. Sin embargo, era tan feliz. Y nos hacía felices. Los viernes eran días especiales, porque nos traía dulces baratos que peleábamos por compartir. Claro, eso era durante los meses que había zafra— porque cuando no había, solíamos morder el polvo, ¿sabes? Recuerdo que él solía llevarme de la mano hasta el terreno depilado de caña— así, árido y seco, y con sus manos tocaba la tierra como si le estuviese acariciando. Y yo volaba chiringas mientras él sólo se quedaba allí, sentado, como si se hubiese decidido a esperar a que la caña creciera de nuevo. Y así era hasta la próxima zafra. Pero cuando fueron llegando las farmacéuticas a comerse la tierra, se quedó sin amigo— y sin trabajo. Fue entonces que decidió hacer las maletas e irse a los Estados Unidos. —¿Dónde vive? —Ya no vive. Se murió de nostalgia. Nunca consiguió trabajo porque no sabía inglés y no sabía hacer otra cosa que cortar caña. Entonces, se murió de nada. —¿Y tus otros hermanos? —Pues las mujeres se casaron y están por ahí esparcidas. Mi hermano mayor fue el primero que encontró empleo. Trabajó limpiando desperdicios tóxicos en un 184

hospital y duró menos de dos años en el trabajo. Se murió de algo extraño que contrajo. Otros hermanos míos se devolvieron a Puerto Rico y otros deben estar por ahí dando tumbes. —¿Y tu madre? —Ella vive. Se mudó con una hermana a Brooklyn y creo que se la pasa el día orando con una Biblia en la mano. —¿Crees? —Sí. Creo. Digo creo porque ya ni la visito ni ella quiere saber de mí. Dice que ella no crió hijos drogadictos. Ja. Y que drogadicto yo. Y tomó de la botella. Miré el cielo de bruma insondable y me pareció tan cercano— y tan inconexo. Le quité la botella a Louie y me di otro largo sorbo, hasta el punto que inundó mi boca y se vertió por los bordes de mis labios. —El chichón es como el puño —agregó Louie. Cerré mis ojos para soñar olas de mar entretejiéndose unas con otras, formando una espuma tan abundante que parecía un cúmulo de nubes. El sol se esparcía sobre un cielo añil y sin nubes, y la dorada arena de alguna manera me daba la impresión de que el reloj de arena del padre tiempo se había quebrado y que allí estaba yo, sobre ella— sin tiempo— o siendo el tiempo mismo— cuando una voz se escuchó por allá por las palmeras que se asomaban por una esquina de mi paisaje y contradijo lo que ante mis ojos se desplegaba. —¿El chichón es como el puño? —dijo la voz que salió de la oscuridad como un gusano de aire. Se abrió amplia y contundente en nuestros tímpanos. 185

De detrás del muro en el cual estabamos sentados, entre la densa nada que nos circundaba, salieron dos vagabundos sucios, en abigarradas vestimentas percudidas por el polvo, el tiempo y el smog. Uno de ellos, el más bajo y regordete, portaba un estómago de vaca tan inflado que delataba que estaba lleno de algún tipo de licor en su interior. El más alto y flaco, de figura enjuta y triste, llevaba sobre su cabeza un tipo de casco o bacía quijotesca y un palo de mapo industrial en la mano. —¿Quiénes son estos? —preguntó el deambulante alto de complexión recia con actitud arrogante. —Son dos cuentistas, señor —dijo el gordo bajito. Luego, dirigiéndose a mí y a Louie, dijo—: ¿Sucedió qué? —Me niego a hablarle a estos señores —dijo el deambulante alto. —Paréceme, señor mío, que sin duda usted no sabe quiénes son estos señores— le dijo el deambulante bajo. —Pues tienes mucha razón, Pancho. Y también tienes la culpa, por no habérmelos presentado. —¿Qué? ¿Acaso fui yo el del juramento? —dijo el gordo. —No importa que no hayas jurado nada. ¿Cuánto queda en la alforja? —Nada. Ni un penny. Louie y yo nos miramos. Los dos personajes ciertamente parecían escapados de alguna imaginación insana. Se veían maltratados y hambrientos. Parecían el uno tan disímil del otro, y sin embargo eran como las dos mitades de un entero. El deambulante alto no nos miró ni un sólo segundo. Mantenía su mentón en alto y su cuerpo 186

erguido se apoyaba del palo de mapo industrial. Pancho, mientras tanto, abría la vejiga de vaca para tomar de su contenido. Muy gentilmente nos ofreció, pero tanto Louie como yo rehusamos. El deambulante alto le atisbó una mirada pesada y fustigadora. —¿Qué haces? —le preguntó a Pancho. —Ofrezco vino a los cuentistas. —No son cuentistas; son fantasmas. Pancho, como sacudido por un relámpago de códigos, quedó como muerto. El vino corrió como sangre por sus labios hasta caer sobre su pecho. Temblaba como gelatina. —Sin duda, Pancho, esta es otra peligrosísima aventura donde será necesario que yo demuestre todo mi valor y esfuerzo— aseveró el hombre flaco. —Desdichado de mí —dijo Pancho. —No somos fantasmas —dijo Louie. —No hagas caso a los cantos de sirena, Pancho —dijo el deambulante alto. —Tampoco somos sirenas —aclaró Louie. —Por más fantasmas que sean, no permitiré que toquen un hilo de nuestra ropa. Es más, no creeremos en sus cuentos. —Son fantasmas cuentistas —dijo Pancho. —Estos tipos andan mal de la cabeza —le dije a Louie. —Mi bien ponderado fantasma, no se anda con la cabeza y sí con los pies. ¿Ves lo que te digo, Pancho? Ni siquiera hablan como nosotros, aunque ciertamente nos entendemos. Tomando la botella que descansaba entre mis 187

piernas, le ofrecí un trago al caballero alto de figura triste, apuntando con el cuello de la botella en su dirección. —¡Atrás! —reaccionó el hombre, apartando a Pancho con su mano izquierda en un gesto de protección—. ¡Tiene un arma cósmica! Oh, te lo digo Pancho, son fantasmas emisarios de la muerte y vienen tras nosotros. —Un momento —dije—. Nosotros no fuimos a ustedes; ustedes vinieron a nosotros. —Es verdad, don Alonso; vinimos a escuchar el final del relato de ellos —dijo Pancho. —Ciertamente te estas dejando amodorrar por sus palabras. Oh, Pancho, tendré que tomar represalias contra ellos. Habiendo dicho esto, intenté aclararle que estábamos allí pasando una borrachera y que la botella no era un arma cósmica, y que mi gesto no había sido en actitud agresiva y, por el contrario, un gesto de hermandad entre similares, pero no me dejó terminar. Con el grueso palo de mapo industrial arremetió contra nosotros, quienes, de haberlo querido, le hubiésemos desposeído del palo, pero, sospechando la deficiencia mental de don Alonso, no quisimos— y mientras nos golpeaba Louie reía a carcajadas, y don Alonso le decía a Pancho que observara como reíamos— que disfrutábamos del castigo porque éramos diabólicos. No obstante, las risas cesaron a medida que la golpiza se hizo más contundente, dejándonos tirados en el suelo y con todos los huesos adoloridos. —¿Quién diablos los ha traído por aquí? —gritó don Alonso. —Mi puta suerte —replicó Louie. —Pues un sortilegio peor te espera —indicó 188

don Alonso, mientras Pancho rebuscaba en nuestros bolsillos desposeyéndonos de cuanto dinero, monedas y cigarrillos encontraba. Luego don Alonso se dirigió a mí, punzándome el estómago con su palo de mapo industrial—: Y tú, poeta sin musa, todavía tienes mucho que vivir para escribir. Tengo un mensaje del Dios de los cielos para ti: el camino es largo y aún tienes mucho que recorrer. Recuérdame como aquel que ha visto al tiempo pasar del hierro al oro, al platino, al petróleo y al silicón. Y nos encontraremos nuevamente, niño, nos encontraremos. —¿Dios?— intervino Louie—. ¿Dios, dice? ¿Esta paliza fue un mensaje de Dios? ¿Ves, Ricardo? Yo lo sabía. Esto es un Karma erróneo —dijo Louie, y enterró su cara en la arena. Pancho recogió la botella de Palo Viejo y se bebió lo que quedaba de su contenido. Don Alonso se acomodó el palo de mapo industrial entre la soga que fungía como correa y su pantalón marrón, y se persignó. Luego, con mi visión nublada por el alcohol y los alucinógenos y el atolondramiento a causa de la paliza, los vi alejarse, uno al lado del otro, caminando a paso normal, dos figuras que iban tornándose en espejismo, perdiéndose en el horizonte oscuro, y dejándome la sensación de haberlos conocido antes. En la lejanía, un mosaico de sirenas y ruidos de aviones arando la oscuridad del cielo de bruma hacían música de fondo. Haciendo un afligido esfuerzo, tendí mi cuerpo con mi espalda paralela a la acera que se extendía al filo de la playa. La bruma aún estaba allí. Arriba, imaginaba, el cielo debía estar oscuro como un enigma y salpicado de pecas de plata. Dejé caer la cabeza como 189

si fuera un planeta cansado de girar y decidiera inclinar su elíptica para descansar un rato de su órbita. Cerré mis ojos para soñar olas de mar entretejiéndose unas con otras, formando una espuma tan abundante que parecía un cúmulo de nubes, y el sol se esparcía sobre un cielo añil y sin nubes, y la dorada arena de alguna manera me daba la impresión de que el reloj de arena del padre tiempo se había quebrado y que allí estaba yo, sobre ella— sin tiempo— o siendo el tiempo mismo— deseando pulular en el más profundo de los sueños.

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Hoy has sido especial

E

s día de año nuevo, y hoy sí que tú has sido especial. Afuera llueve, como de costumbre en este pueblo de agua, las gotas castigando los tulipanes que sembraste alrededor de la casa cuyos costados el viento flagela, como quien fustiga los costados de un caballo azabache para tomar el trote, de vuelo hacia algún destino muy lejos. La luz de un farol se vierte entre las hojas de metal de la ventana, como si se rebanara un queso líquido, y me baña el rostro mientras te observo, así, quieta y silenciosa, como la mayoría de las veces que estás quieta y silenciosa. Pero hoy sí has sido especial, ¿eh? ¡Salud! Llevábamos juntos tanto tiempo y nunca me habías confesado tanta infelicidad, aunque me imaginaba que en el centro de tu pecho el espacio y el tiempo se comprimían de una manera singular, y te hacían engordar de silencio. Los médicos decían que era obesidad nerviosa, pero ya me imaginaba que era otra cosa, aunque nunca me lo dijiste. A mí ni a nadie. Todos pensábamos que eras una santa mártir, que eras capaz de sostenerte sola ante cualquier adversidad, que eras como la tierra de las montañas con que te hicieron, así, dura, sin consecuencia en la erosión, incólume, como una promesa que se jura con ganas, como un universo sostenido por algo que dispone su orden y que no se sabe qué es. Bueno, ahora exactamente no te estás sosteniendo. Más bien eres péndulo. Pero, ¡salud! Es un gran día, ¿no? Siempre dijiste que los años nuevos son un gran día. Son final y comienzo. La cocina está muy quieta. Esto es significativo, 191

como tú muy bien sabrás, pues la cocina era el lugar donde siempre se podía encontrarte, excepto a la hora de dormir. En las paredes aún están tus quejas percudidas cual manchas de grasa que no ceden y que, por el contrario, son jeroglíficos en el tiempo, porque tus largas horas eran raptos de miseria en la siempre sucia cocina. Todavía queda muy tapado el arroz con gandules con sus pedacitos de jamón, un toque muy tuyo— sabes cuanto me fascina el arroz con gandules con pedacitos de jamón, su aroma peculiar aleteando como ángeles en mis fosas nasales. El turrón alicante y las nueces también esperan por los agasajos de fin de año. Pero ya no habrá nada. Ya no. Ahora que te miro así, tus ojos cer rados en indiferencia, tal vez por el efecto de la gravedad en tus párpados de plomo; tu boca entreabierta como dejando ir el alma poco a poco, así, por cuentagotas nada más, me doy cuenta que tu belleza está escondida bajo una gruesa máscara de arrugas prematuras y ojeras. Debe ser que no duermes bien, aunque ahora te ves sepulcral, imperturbable, muy ensimismada en ti misma. Hasta me atrevería jurar que hay un hálito de paz hilvanándote el cabello al cráneo, porque me da la impresión que te iluminas como uno de esos Reyes Magos que la gente enciende y coloca en los techos de las casas durante la Navidad. Y eso es bueno de alguna manera, porque siempre quisiste ser luz para los demás, siempre quisiste ser faro para el mundo, nunca para ti misma, y siempre fuiste oscuridad. Yo siempre te decía que le prestabas demasiada atención a la gente del pueblo. Total, ellos no te dan nada. El qué-dirán te colgaba de las orejas como dos aretes circularmente infinitos, sin principio ni fin, sin broche para abrirlos y quitártelos, 192

así, como un par de grilletes del alma, o peor aún, como un eterno yunque oprimiendo tu consciencia. No me extraña ese aroma ácreo que invadía la casa todos los días a las siete de la noche, y yo decía que algo me olía mal, y tu decías que eran las cidras fermentadas en los barriles de la procesadora de dulces, y cuyo olor efemérido se propagaba como un virus entre el espeso frío de la noche. Sé que te vas a emborrascar, pero nunca te creí. Ese olor a demonio tenía que ser algo en la casa. Nunca te lo dije, pero un día el vecino me dijo que sacáramos la vaca esa que se había muerto en el patio. Sólo le repliqué que no teníamos vaca. El insistió en que la peste no podía ser otra cosa que algo grande muerto. Pero casi me olvido de ti. Tú, la que no quería nada a cambio, la que vestía un traje de anonimato, la que renunció a los lujos del hogar y personales por un amor de sol veneno, ahora de pronto te desnudas de efugio en rebeldía pasiva. No hay duda de eso. ¡Salud! ¿Te cansaste? ¿Fue eso? No digas nada. ¿Te acuerdas del día de tu boda? Tenías mil sonrisas desplegadas en una, y brillabas de blanco, sí, de blanco pureza, y hasta perfumabas el aire en tu marcha nupcial. Después, fue después. Después ya las cosas habían perdido su color, y el resto de tu vida fue en blanco y negro, así como en las viejas fotos en el mustio álbum de fotografías, en las cuales tus ojos llenos de ignorancia y candor de niña se sentían tan vivos que hasta parecían que seguían a uno cuando uno los miraba. La diferencia era que el blanco y negro de las fotos aún te sabía a golosinas y a algodón de azúcar, y el blanco y negro de la vida real era insípido. 193

Pero así es la vida, dicen. ¡Salud! Oye, ¿de verdad que no vas a decirme qué te hizo cambiar? Mira que se necesita valor para enfrentar el pasado. Bueno, el pasado no tanto, porque ya ni modo; el pasado es pasado; no existe; es como el futuro, que tampoco existe. Lo terrible es tener que enfrentarse al presente. Y te felicito, vaya. Saliste de tu caparazón. Pero lo que me pregunto es cuánta infelicidad se necesita para ello. Lo digo porque desde la misma noche de bodas, antes de yo existir, antes que todo esto existiera, ya sabías cuál sería tu destino, porque te criaron para complacer, te educaron en servilismo, te adiestraron en la sumisión, cosa que tuvo su efecto hasta en la cama— sí, en la cama, la primera noche de bodas cuando tu marido no pudo tener erección y te echó la culpa, por ser frígida, por ser tan católica, por ser tan como eras, y tú lo absorbiste todo, esponja de misericordia, y lo tragaste como el que bebe cuerpo y sangre en un sacramento, y así, sin efusión ni efracción, te tragaste la culpabilidad, cuando tú muy bien sabías que la falla estaba en él— sí, en él— estéril momia de toro. ¡Salud, Juana de Arco! Ya sé que una vez te ofendí al llamarte Juana de Arco, pero es que fuiste o te creíste una Juana de Arco, y soportaste las llamas de las lágrimas de fuego de tu marido, y te las bebiste como quien se bebe un cielo gris para vomitarlo nuevo en nombre de . . . ¿de qué o de quién? ¿Para qué o para quién? Bah. ¡Salud! Porque después vino el embarazo milagroso y ahí sí que tu contráctil personalidad se manifestó para dar espacio al discurso de signos de pedazos de vidrio que entraban por tus cavidades auriculares hasta llegarte al génesis del alma y rasgarte toda por dentro, corazón, pulmones, intestinos, riñones y todo, porque él juraba y perjuraba que el hijo no 194

era de él, no, que era de algún amor clandestino, como si fueras una mujer madrigada; como si no hubieses conocido la sangre del amor con él, primero y único, omnipresente, hoy todo impotente. Eso fue el colmo, ¿verdad? No sé, francamente, cómo lo soportaste. ¿Recuerdas el día que le anunciaste que él sería padre? ¿No te extrañó su reacción? ¿Lo recuerdas? Estaban en aquella fiesta de gente de sociedad en el pueblo, y la cual se celebraba en casa de Tomás D. Arenales, el pudiente licenciado de conciencia política metamórfica, porque había sido candidato a alcalde por todos los partidos político asentados en el pueblo. Pero sería una gran fiesta, te dijo tu marido. Tú sabes, de aquellas fiestas que tú odiabas porque sencillamente la gente no era como tú. De aquellas fiestas de arreglos florales en las esquinas como exagerados jardines colgantes; de penetrantes olores a perfumes franceses que se gasificaban en un collage de aromas; de mira-cuánto-costaron-mis-zapatos y de mihijo-estudia-medicina. Él adoraba esas fiestas, ¿no? Eran su pasaje a una vida a la cual él aspiraba. Le gustaba sentirse grande entre gente importante. La gustaba verse sofisticado con sus chaquetas de hilo y corbata de seda que compraba a crédito en la tienda de don Juan Medina, cuando le daban crédito. Después, no le pagaba a nadie. Pero los señores en esas fiestas no tenían por qué enterarse— aunque eventualmente lo hicieran— y simplemente les hablaba de caballos y política, mientras las señoras divagaban sobre nimiedades hogareñas que iban desde la decoración del hogar hasta el orden en que sembraban las plantas en el jardín. Se nota que ninguna trabajaba, decías siempre. Ellas no tenían desiertos en las palmas de sus manos. En 195

cambio, te habías tenido que desguazar la voluntad para tener algo de dinero, el cual, claro, tu marido siempre te quitaba. No señor. Esas señoras no eran como tú. Y es que dudo que haya dos personas como tú. De todos modos, a lo que iba era que el día de esa fiesta, cuando le dijiste: «Uriel, voy a tener un hijo», y a él se le encendieron los ojos como dos planetas de fuego y salió para la cantina y estuvo allí toda la noche, y te quedaste sola el resto de la fiesta, porque al no ser como tú, las demás señoras te sacaron el cuerpo, y te quedaste allí, así, como una soledad esperando el autobús que nunca llega, cabizbaja, con temor a subir la mirada y encontrarte, en algún rincón, con los dos planetas de fuego. Finalmente, él, borracho y violento, te haló por el brazo y te sacó del local, y bajo la lluvia, eterna lluvia de este pueblo de agua, te hizo caminar todo el trayecto hasta tu casa, así, embarazada y todo, mientras él te seguía en el automóvil, conduciendo en marcha lenta, desencadenando una vez más su discurso de signos de vidrio partido, que entraba por tus cavidades auriculares y te despedazaba toda por dentro, corazón, pulmones, intestinos y riñones. Luego te dejó fuera del cuarto para que durmieses en el sofá. Esa noche lloraste al unísono con la caída de la lluvia. La historia la conozco porque me la hacías cada vez que te ponías triste. Hoy me toca hacértela. Ya estoy acabando la botella de Bacardí que estaba entre el coco rayado por tus manos de arena y el anís que a veces tomabas como somnífero. Se suponía que el ron, el coco, y el anís estaban reservados para el ponche, ese ponche único que hacías para el día de año nuevo, pero que hoy no harás, porque sencillamente te revelaste. Y en 196

las afueras del pueblo la gente celebra con música de güiro, cuatro y guitarra, y los árboles de Navidad resplandecen más vivos que nunca, igual que tú, una estrella de Belén. Y hay que brindar. ¡Salud! Me alegro por ti, pero a la misma vez tengo estas ráfagas de furia que llegan como ondas de calor y que me desfiguran y transforman la cara, mis expresiones oscilando entre tristeza, coraje y alegría, aunque no me estoy observando en un espejo, pero me siento oscilar entre tristeza, coraje, y alegría. ¿Sabes por qué? Porque todavía espero a que me acaricies, a que me abraces, a que me digas: «Te quiero», a que me hagas sentir que estás allí, a que existas en mi vida no sólo con presencia física, sino con presencia mágica; a que me toques y me llenes de pequeñas luciérnagas invisibles que se metan en mi sangre y lleguen hasta mi corazón y allí iluminen toda la oscuridad seca que vivo por la carencia de un beso, un sólo beso, un simple beso de tus labios de ciruela. Y es que de tan sólo pensarlo me dan estas rabias que me queman como llagas de azufre, como úlceras volcánicas en mi lengua que han consumido todas las palabras que he querido decir todo este tiempo, y que tú nunca hubieses escuchado. Hasta hoy, que has cambiado. ¿Sabes cuántas noches esperé por tu beso? ¿Sabes? ¿Sabes cuántas noches mendigué por tu abrazo? ¿Sabes cuántas noches deseé a tu marido revertido en sus oscuros paredones de miserable egoísmo, todo por la manera en que te trataba, te golpeaba física y emocionalmente? ¿Sabes cuántas veces quise decirte: «Mira, bebe de la leche de las estrellas, porque eres constelación». No, nunca me hubieses escuchado, porque te sacrificaste por y para él. Bah. ¡Salud, maldito sea, que al fin eres libre! 197

Tal vez no pueda perdonarte la manera en que condujiste mi niñez— mi niñez de mentira, porque no fue niñez como cualquier otra niñez, que en cualquier otra circunstancia hubiese sido un elemento favorable, pero no en éste caso— porque mi niñez fue tan sola. Fue una soledad hereditaria— creo comprender— porque siempre fuiste solitaria, y él también, un infeliz solitario, un condenado, y al parecer lo he heredado, lo que comprueba que sí, que el hijo era de él. Pero ya que importa. Él está llorando en el mismo sofá en que te derramaste 32 años atrás, el mismo sofá donde tantas veces te reprochó ostensiblemente que no sabías cocinar, gesticulando con sus manos de piedra, así, con teatralidad, casi aplaudiendo en tus mejillas, y abriendo sus dos planetas de fuego como para incinerarte de rabia, sublimando los insultos, así, en crescendo, todo porque al arroz le faltó algo de sal, porque a las habichuelas había que succionarlas por un sorbete; el mismo sofá donde te decía: «No tengo dinero para pagar la renta, ni el agua ni el servicio eléctrico», lo que significaba que tenías que subyugarte a los efectos de su debilidad por el alcohol, y buscar el dinero en alguna financiera, masacrando los pocos ahorros que habías acumulado, y pasando hambre, sí, porque tú y yo pasábamos hambre (cómo odio esa palabra), pero él no; él siempre tendría su pedazo de jamón, y nosotros las sobras, y las ropas viejas; él no; él siempre se vería impecable, porque de alguna manera había que sostener la ilusión que él le había creado a la gente del pueblo. Él nunca vio la manera, y sí la forma. Ahora es su turno de revolverse en las brazas del arrepentimiento. Yo sólo te miro, así, con tristeza, rabia, y alegría. 198

Afuera llueve, como de costumbre en este pueblo de agua, las gotas castigando los tulipanes que sembraste alrededor de la casa cuyos costados el viento flagela, como quien fustiga los costados de un caballo azabache para tomar el trote, de vuelo hacia algún destino muy lejos. Te observo, así, quieta y silenciosa, como la mayoría de las veces que estás quieta y silenciosa. Pero hoy sí has sido especial, ¿eh? ¡Salud! Francamente hoy sí has sido especial. Llevábamos juntos tanto tiempo y nunca me habías confesado tanta infelicidad. Pero ya me lo imaginaba. Sólo que no te creía tan valiente y tan cobarde como colgarte de la viga central del cuarto. Ni yo ni nadie, porque todos pensábamos que eras una santa mártir, que eras capaz de sostenerte sola ante cualquier adversidad. Bueno, ahora exactamente no te estás sosteniendo. Más bien péndulas. Pero, ¡salud! Es un gran día, ¿no? Siempre dijiste que los años nuevos son un gran día. Son final y comienzo. ¡Salud! (Llanto desconsolado).

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