■ CORTAZAR
Deambulaciones de un mutante: Julio Cortázar en ochenta mundos Saúl Yurkievich
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anto en su literatura como en su vida, Julio Cortázar es hombre de entremundos. Ante lo literario, Julio Cortázar se sitúa en posición fronteriza, se coloca entre, en los bordes o brechas del mundo sólito, sancionado como real, allí donde da vértigo y se pierde pie y reparo, allí donde las consistencias y constancias de lo verdadero vacilan, se subvierten o revierten, allí donde se puede vislumbrar el revés, presagiar otro orden, otra aprehensión, otras relaciones, otras existencias. También en su vida, en el campo de la experiencia efectiva, está en la intersección, en la hendidura; no afinca, deambula; es el hombre de entremundos, entre su Argentina natal y su Europa electiva, es el trotamundos, el empedernido viajero ávido de geografías. En su escritura, Cortázar persigue y adquiere una movilidad excepcional, la máxima en lengua española. Es ducho en todas las elocuciones, en las máximas variaciones de tono, de registro, de ritmo. Practica la diversificación enunciativa, la variabilidad estilísti[ 109 ]
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ca y prosódica porque se instala, como pocos, en la estética del cambio, en la poética de lo discontinuo, disonante, en el arte de lo azaroso, fragmentario, ocasional. Se instala, con incomparable ductilidad, en la técnica de la impronta espontánea, en la gestalt transida, inspirada del take y del swing. También en la vida Julio es un ambulante y un mutante, todo asentamiento le resulta provisorio. En París, periódicamente cambia de domicilio, a menudo cambia de casa porque cambia su modo de existencia. Y cuando se establece le vienen ganas de viajar. Hace viajes obligados –todos lo años va a Viena y a Ginebra– como traductor trashumante que no acepta un cargo permanente en la UNESCO («Prefiero –afirma en una carta– seguir siendo un free-lance, con mucho hincapié en free») y que trabaja para varios organismos internacionales. Y como premio, emprende viajes hedónicos a los lugares de gozo seguro, excursiones muy activas de turismo cultural tan docto como refinado. Yo he tenido el placentero privilegio de acompañarlo en algunos de estos paseos (recuerdo uno a Bruselas, Brujas, Gante, Amberes con Aurora y Julio), recorriendo sugestivas ciudades que atesoran belleza, engolosinándonos con la contemplación de lugares hechiceros y de obras maestras.
Anhelo de cambio Sólo por fuerza mayor, por imperativo de subsistencia, ni bien regresa de la Escuela Normal de Profesores el porteño queda enclavado durante siete años, de 1937 a 1944, en dos adormiladas ciudades pampeanas, Bolívar primero, luego Chivilcoy. Después viene el corto interregno de profesor universitario en Mendoza, que cesa bruscamente. La tropelía del gobierno peronista que entrega la educación pública a la extrema derecha y que interviene las universidades motiva la renuncia de Cortázar al cargo de pro-
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fesor, y el regreso en 1946 a Buenos Aires. A partir de entonces Cortázar deja definitivamente la enseñanza (con una breve excepción: en 1981, escapando a una embarazosa situación personal, acepta por un semestre un cargo de profesor visitante en Berkeley). En Buenos Aires, trabaja durante un bienio como gerente de la Cámara Argentina del Libro, mientras se prepara (Cortázar es un políglota autodidacta) para diplomarse de traductor público nacional. Obtenido el titulo, deja la Cámara y se hace cargo en 1948, como asociado, de un estudio de traducción (su paradero, según lo indica en una carta: Julio F. Cortázar –Traductor Público– Estudio de Z. de Havas - San Martín, 424, 2.o P, esc. 17). Vecino al Bajo, cerca del puerto, ese mismo estudio le servirá de escenario en «Diario de un cuento», uno de sus últimos cuentos. Adquiere autonomía financiera y condiciones propias al ejercicio de su vocación de escritor. Literariamente es éste un período decisivo, sumamente prolífico; escribe Las nubes y el arquero, que luego titula Soliloquio (una novela de seiscientas páginas cuyo manuscrito, por descuido o por despecho, desaparece), Teoría del túnel, El examen, Divertimento, Bestiario y emprende la redacción de Imagen de John Keats). Vive en un Buenos Aires cosmopolita que le permite disfrutar de una excelente actividad cultural, una ciudad con cenáculos, como el de la revista Sur, modernos, informados y altamente sofisticados. Pero, aunque Julio comienza a colaborar en Sur, el anhelo de cambio lo acucia, desea vivir sin el peso de los apegos nativos, sin ataduras localistas, a contrapelo de las pacatas conveniencias y vacuas convenciones burguesas, en un lugar central que lo libere, lo alimente y lo estimule. Considera que la Argentina de entonces, derivado, timorato mundo de la mediatinta, lo restringe y lo frustra, que no puede hallar en Buenos Aires las condiciones ni vitales ni intelectuales necesarias a su desarrollo tanto humano como literario, no puede dar en Buenos Aires ese salto hacia la mismidad (la oneness de Keats que tan desesperadamente busca), no
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puede dar ese salto de desnudamiento óntico, de potenciación expresiva y de profunda renovación formal que preanuncia y programa en su Teoría del túnel y que consuma en Rayuela, que consuma merced a un cambio radical de residencia y de existencia. En 1951 viaja con fruición por Francia y por Italia; viaja solo y ese contacto extasiado con Europa lo remueve hasta la médula («...Y me pareció que Europa era eso: un lugar donde se encuentran indeciblemente las miradas de los seres que merecen vivir»). De vuelta a Buenos Aires no hace sino prepararse para retornar a la otra orilla. Una magra beca del gobierno francés («para investigar la novela y la poesía francesas contemporáneas en sus conexiones con la poesía inglesa») refuerza su decisión de expatriarse. Quema las naves porteñas, quema cartas («...hay que leer cartas, tantas cartas que el fuego espera»), vende su queridísima colección de discos de jazz comenzada en 1933. De los «doscientos discos de primera línea», según lo indica en una de sus cartas, conserva uno solo metido entre la ropa, Stack O’Lee Blues. El lunes quince de octubre de 1951 parte en el «Provence», llega el 11 de noviembre a Marsella y se establece definitivamente en París. Argentina para él, al final de los cuarenta, es el imperio de la demagogia populista de Perón, del atropello y del embuste, es el mundo desvirtuado y vulgar que «La banda» pone en evidencia. Público inusual, señoritas de Villa Crespo o del parque Lezama que huelen a cuero de Rusia, señoras que tienen el cutis y el atuendo de cocineras endomingadas invaden los cines del centro. El concierto no anunciado en el programa del Ópera, el de la banda femenina de la fábrica Alpargatas, impuesto al incauto espectador antes de la proyección de una película de Anatol Litvak, encarna la usurpación. Un tercio de la inmensa banda toca intrumentos de música, el resto de las chicas son figurantes, enarbolan trompetas y clarines que no suenan. La banda finge tocar, la banda finge marchar. Ridícula engañifa, este remedo degradado se convierte en clave que revela la im-
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postura generalizada. En ese reino de lo impropio donde nada está en su lugar, el embuste de la banda demuestra una falsía extensible a todo aspecto de la existencia que Cortázar está obligado a vivir. También la sórdida hostilidad, la tensión agresiva de los pasajeros del colectivo 168, la grosera prepotencia del conductor y del guarda en «Ómnibus» dan alusivamente cuenta del divorcio de clases, del enfrentamiento que el peronismo provoca entre la urbana burguesía y la masa proletaria, entre la gente bien y el bajo pueblo que vocea «¡Perón, Perón, qué grande sos», que vocifera «¡Alpargatas sí, libros no!». Pero ningún texto –ni las cartas que son más directas y más personales– pone tan en claro como El examen la situación de Cortázar durante su padecida era justicialista. Novela abierta, polifónica, de escritura y estructura variables, estalladas, resulta el continente más adaptable, más dúctil para anexar fantasiosamente toda la reactiva, la subjetiva carga autobiográfica. Cortázar comunica, como jugando, con humor chispeante, su conflictiva situación vital, su frustrante circunstancia epocal, su insatisfactoria inserción social. Explicita los motivos de su desarraigo, de su doble exilio, el de adentro y el de afuera. Pone en escena y en intriga su problemática existencial y estética, su búsqueda de una estética existencial donde lo vivible y lo decible coincidan concertados por una misma apetencia (o potencia) liberadora.
La novela de Buenos Aires Como Divertimento, El examen es novela escrita en Buenos Aires y en Buenos Aires transcurre. Pone en narración un Buenos Aires visible, oíble, olible, vivido y vívido. Pone en intriga un Buenos Aires patente, omnipresente, es decir omnirrepresentado por su geografía (barrios, calles, lugares característicos, numerosos cafés), por sus habitantes y su hábitat, sus usos y costumbres (meta ma-
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te), su cultura ciudadana, sus mitos, sus dichos, su mentalidad, y sobre todo su idioma. El mundo porteño juega un papel narrativo tan importante, determina de tal modo existencia y actitudes de los personajes que El examen puede calificarse de novela de Buenos Aires. Buenos Aires relevante y alarmante resalta como el Dublín de Joyce. Para simbolizar el desbarajuste que impera durante la primera presidencia de Perón, Cortázar recurre a la fabulación hiperbólica, a un extrañamiento fantástico, a imágenes truculentas y situaciones estrambóticas. La era peronista está señalada por índices inequívocos, que van de la obligatoria fotografía del presidente exhibida en toda dependencia pública, de la consagración del año 1950 al culto del «Libertador General San Martín» hasta las rituales marchas y concentraciones populares, las estrepitosas campañas de propaganda, la invasión del centro por la masa sudorosa, la devoción fetichista al gran conductor, al líder de los descamisados. Desde la perspectiva que adopta Cortázar del intelectual liberal, esclarecido, ecuménico, la vociferación proletaria, el tropel suburbano que asalta la ciudad, el ímpetu impresionante de las multitudes que vitorean al general, las compulsivas ceremonias y emblemas de porte forzoso instaurados por el régimen, el encuadre disciplinario de las todopoderosas organizaciones gremiales contribuyen, no poco, al repudio de Cortázar a ese peronismo de corte fascista, autoritario y demagógico. Cortázar menosprecia a la chusma espesa y achinada, al «cabecita negra». Como «Las puertas del cielo», donde aparece esa milonga maleva frecuentada por los «monstruos» («las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes»), El examen conlleva una visión despreciativa del bajo pueblo, del argentino autóctono, de los de tierra adentro. Por intermedio de Juan, su personaje portavoz, el autor se conduele de pertenecer por un error del azar (Cortázar nace en Bruselas y allí permanece hasta los cinco años; vive de chico con su abuela alemana, oye en su casa el alemán de su abuela), a la plana
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cultura pampeana y confiesa su imposibilidad de convivir con la plebe aindiada o con los oficinistas engominados: –Me jode no poder convivir, entendés. No poder con-vi-vir. Y esto no es un asunto de cultura intelectual, de si Braque o Matisse o los doce tomos o los genes o la archimedusa. Esto es cosa de la piel y de la sangre. Te voy a decir una cosa horrible, cronista. Te voy a decir que cada vez que veo un pelo negro lacio, unos ojos alargados, una piel oscura, una tonada provinciana, me da asco. Y cada vez que veo un ejemplar de hortera porteño, me da asco. Y las catitas, me dan asco. Y esos empleados inconfundibles, esos productos de ciudad con su jopo y su elegancia de mierda y sus silbidos por la calle, me dan asco. –Bueno, ya entendemos –dijo Clara–. No nos vas a dejar ni a nosotros. –No –dijo Juan–. Porque los que son como nosotros me dan lástima.
Este exasperado pasaje da cuenta, como la novela entera, de la dificultad de Cortázar en aceptar su entorno, en adaptarse al mundo bonaerense mientras se encuentra en contacto directo, ineludible e irritante con la Argentina que le toca en suerte, suerte histórica, mala suerte según Julio. Desde temprano Cortázar está en pleito perpetuo con su país. Lo que es alegórico en algunos cuentos se vuelve tesis o alegato en El examen. La forma novelesca le sirve para explicitar y explayar su dolida crítica a la Argentina, su colérico examen. Pero hace sobre todo literatura. Cortázar fabula un Buenos Aires fantasmagórico, convulsionado, en pleno marasmo desintegrador. Así lo percibe y lo vive la barra protagónica, la cofradía de sus cómplices, el quinteto de intercesores y voceros de su polífona subjetividad, de la máxima cortazaridad. El quinteto se desplaza en una ciudad que se desquicia, amenazada por una niebla tóxica. Se da cita en la facultad donde ya nadie enseña. Reducida a casa de lecturas, los lectores tratan de
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atraer público con efectos dramáticos e inflexiones de locutor radiofónico. Por todas partes, en la ciudad cunden los signos anómalos. La costanera está invadida por desperdicios mientras los barrenderos irrumpen con sus escobas en los tranvías atestados. En la Plaza de Mayo, de tierra pelada porque su embaldosado ha sido levantado, se erige un santuario para adorar el hueso de la santa. Vestida de blanco, una posesa rubia y desmelenada reencarna a la mártir; está rodeada por hombres de negro, enjutos y achinados, que ofician en la ceremonia con balanceos de pericón letárgico. Los altoparlantes difunden, como homenaje fúnebre, una retahíla de estereotipos patrioteros. El hueso sagrado reposa sobre algodones en un féretro con tapa de vidrio; la muchedumbre de adoradores hace cola y desfila con unción. Al salir del santuario, desemboca en un escabel donde los oradores adoctrinan a los devotos. Columnas de adeptos colman las calles del centro. En una, el pavimento se hunde y provoca el vuelco de un camión que transporta botellas de vino. En el teatro Colón, el concierto de un violinista ciego que toca a un compositor sordo, culmina en gresca grotesca. En el lavabo, el uso de un peine retenido por una cadena cromada termina en tremenda tremolina. Ocurren desmanes, se oyen explosiones, correrías, sirenas, disparos. Plagado de pelusas, el aire se satura de humo pestilente. En algunas bocas del subterráneo se instalan hospitales de emergencia. Los perros andan por los andenes. Los trenes se paran en medio de los túneles. En los ministerios, los empleados descuelgan los retratos del régimen y trasladan los expedientes comprometedores. A pesar del silencio de los medios informativos respecto a la niebla tóxica, el pánico crece. Hay apagones. Nada funciona. La ciudad se paraliza. La violencia recrudece. Algunos quedan y la padecen; otros, como Juan, parten clandestinamente en busca de mundo más habitable. Cortázar metaforiza así sus pavores, sus rechazos, sus anhelos, su afirmada decisión de vivir en Europa.
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Si en Rayuela, desleída por la distancia, Buenos Aires no es más que telón de fondo, aquí la capital palpita, excita, hostiga y duele. A Cortázar no le place «haber acertado a la quiniela necrológica», haber predicho caricaturescamente las ostentosas exequias de Eva Perón, el culto idólatra que su desaparición exacerba, el intento promovido por el régimen peronista de obtener del Vaticano su canonización. No le place haber vaticinado el imperio creciente del terror, la progresión nefasta para la vida nacional que alcanza su ápice en los años ochenta. El examen también pone en juego el bagaje nacional (tanto ético como estético), prefigura la composición y anticipa el instrumental, la panoplia de procedimientos novelescos, todo lo que cuaja pletóricamente en Rayuela. Preanuncia la insatisfacción esencial, el ser insuficiente, la carencia que moviliza la escritura novelesca de Cortázar, sus contradicciones trasmutadas en pujanza autoexpresiva. Dice los mismos conflictos que desavienen y desunen la conciencia de Oliveira, desazón semejante por el escamoteo cotidiano de la vida, búsqueda de humanidad auténtica, parecida nostalgia del paraíso perdido. El examen porta la simiente a partir de la cual se elabora el inconformista que protagoniza la brega de Rayuela. Encuadrado por su horizonte epocal y por los rumbos de la novela de postguerra, El examen hace también sartreanamente literatura de situación. Da cuenta de la condición marginal del escritor argentino de entonces, condenado al debilitado remedo, a vivir del préstamo cultural, replegado en capillas circunscritas al autoconsumo, privado de comunicación adecuada con el cuerpo social en el que se enquista. También aquí se preconiza la prescindencia preservadora «de compromisos y transacciones y Sociedad Argentina de Escritores y rotograbados». También aquí Cortázar postula la abstención y la desconexión como antídoto contra el orden burgués, contra la costumbre social y mental. El examen predica la deseducación por descentración y extrañamiento; incita a exculparse, matar al enemigo interno que coarta nues-
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tra liberación, cainizarse, extirpar de la conciencia al pastoso y complaciente Abel. Cortázar aspira a plantarse en el propio ser, plenamente en sí para que la escritura se enclave en «el hombre de carne y hueso». La escritura debe autentificarse; necesita una incisiva intensidad y una franqueza deslumbrante. El propósito: escribir lo que se es y en lengua propia. Cortázar se propone compensar las carencias de la periferia merced a un ecuménico acopio bibliográfico y artístico, a la vez que quiere superar creativamente el parasitismo cultural, el déficit de originalidad del tributario subsumido por lo metropolitano.
Lucha de lenguas En El examen se polemiza sobre esa disyuntiva vigente en la obra futura entre la palabra entrañada, la propia, la de máxima implicación personal, la palabra habitada por el ser y una escritura que se sabe estratagema retórica, componenda locuaz, gozosa aprovechadora de todas las posibilidades de despliegue y combinación verbales. Se plantea el otro conflicto intrínseco al discurso novelesco que opone la lengua estilizada, artefacto ostentosamente literario, a la lengua natural de Cortázar, «la lengua pastosa, amarilla y seca de los argentinos», rica en énfasis y pobre en sutileza adjetival. Cortázar va a resolver a su manera la alternativa Mallarmé o Malraux, que en términos locales plantea la opción entre Lugones y Arlt. Opta por Arlt: «Arlt andaba por la calle del hombre, y su novela es la novela del hombre de la calle, es decir más suelto, menos homo sapiens, menos personaje.» Procura salirse del círculo áureo y empujar hacia la calle, escapar del ámbito culterano, de la lengua sacerdotal, del trovar clus, evitar la literatura pretenciosa y con personajes a lo Mallea, importados. Cortázar quiere asumir narrativamente el mundo y el habla oriundos (¿más el habla que el
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mundo?). Opta por un lenguaje directo, desembarazado, atento sólo a su propio sentido y al servicio del hombre novelista y de sus hombres novelados. Brega por abrir las puertas del recinto novelesco para salir a jugar, para acoger todo lo que afuera pulula y palpita. Elige la lengua viva, elige el voseo y sus peculiares inflexiones verbales. Adopta la lengua natal, genuina caja de resonancia del vivir más adentrado. Va a hacer hablar a sus personajes en un idioma de discreta coloración local y de manifiesta riqueza léxica, acentuando caricaturescamente lo argótico cuando representa tipos populares o cuando los cultos parodian el lunfardo porteño. En busca de autenticidad elocutiva, emprende la recuperación narrativa del coloquial rioplatense, el idioma de la conversación porteña, expresión de su primigenia comunidad lingüística, la palabra hablada pero sin ahínco en lo vernáculo. Tanto en lo formal como en lo expresivo, soluciona sus disyuntivas no por descarte de una de las opciones, sino por coexistencia de opuestos, por movilidad multiforme, por mutabilidad tonal, por disimilitud disonante, por un discurso metamórfico donde la coexistencia de contrarios constituye el generador de la representación y el motor de la escritura. La lengua alta, la prosopopeya áulica, la lírica efusiva, suntuosamente metafórica, cohabitan con el habla de la conversación porteña (también es ésta el módulo verbal de Borges) y hasta con la lengua iletrada a lo César Bruto o con el basic Spanish de las señoras de su casa. Aunque se trate de jugar con fuego, juego por momento macabro plagado de desastrosas premoniciones, El examen se instrumenta como operativo lúdico-humorístico. Se permite lo que le place, la desfiguración, el desborde, el disloque, las ínfulas, la transgresión, el desbaratamiento; remodela según su arbitrio el lenguaje (representante) y el mundo (representado), ejerce una inventiva que busca liberarse de retensiones verbales y de represiones realistas. A menudo cobra carácter paródico; remeda la ampulosa oratoria ro-
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mántica o la pretenciosa vacuidad de Hipólito Irigoyen; plagia la suntuosa truculencia surrealista o imita el lunfardo del mersa: –Dame lo die guita, negro e’mierda –gritó el diariero de la esquina–. La puta madre que te remil parió, conchudo e’mierda, me cago en tu madre y en la puta que te recontraparió, cabrón hijo de puta. –Dixit –proclamo el cronista, encantado–. Qué animal. Son los seis días en bicicleta de la puteada. –También en eso somos campeones –dijo Juan–. El incremento de la puteada debe estar en razón inversa de la fuerza de un pueblo.
Imita el cocoliche de sainete («Es la hora de la eutrapelia, viejo, la una de la matina. Andiamo a fare una festicciola en la Plaza Colón, y que la poli esté sorda y ciega cuesta sera»). O remeda la lengua boba del diálogo de señoras de entrecasa: –Oí lo que tocan –dijo Estercita–. El disco que tiene la Cuca. Se lo regaló el hermano del novio, que tiene negocio. Grabado por Costelanes. Divino. –Sí, clásico –dijo la señora–. Como lo que tocó la del ocho el sábado cuando estábamos de su tía –¡Ah, tocaba divino! ¡Qué grandioso! Si yo tendría un combinado me la pasaba oyendo clásico. ¡Qué divino! ¡Oí el violin! –Es muy grandioso –dijo la señora–. Parece el claro de luna.
Abundan las burlonas fugas a lo desmesurado y magnificente y las inflaciones poéticas suelen estar desinfladas por el chasco o chubasco de la caída jocosa en lo cursi o en el kitsch. Cortázar se complace en el manejo irónico de los clisés, tales como los estereotipos de la versión escolar de la historia patria o los del periodismo adocenado. Recurre al estilo aviso clasificado o recurre a las cómicas incorrecciones a lo César Bruto, imita la lengua mimosa, gatuna o micifusa y la rantifusa de los taitas. Si Cortázar decide escribir como habla, si opta por el emblemático voseo, divisa de argen-
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tinidad, esa señal de oriundez (que desaparece de las traducciones) no restringe para nada la amplitud de su lengua que expande su léxico hasta el dislate y la desmesura, que juega constantemente a ser otra y se transforma porque no es juiciosa, porque no respeta un pacato prurito de naturalidad o de tino. Cortázar basa su elocución en la lengua matricia donde cada palabra tañe vida pero eso no lo empaqueta, no lo limita a lo nacional entendido como natural. Babélico trotalibros y trotamundos, Cortázar hará con ese idioma local en promiscua mixtura con otras hablas, con otros discursos, con lo literario general, culterano, ecuménico, ingeniosas combinaciones, lúdicos montajes, asombrosos caleidoscopios e inquietantes rompecabezas. Detecto una señal discreta pero significativa del tránsito del español general a su modalidad rioplatense. El cambio de acento de una segunda persona del imperativo es el emblema del cambio de piel. Ocurre en la transferencia de «Casa tomada», que pasa de La otra orilla, primer volumen de cuentos de Cortázar que en vida del autor queda inédito, a Bestiario (editado en Buenos Aires en 1951). He aquí el pasaje: A veces Irene decía: –Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
El «fíjate» de La otra orilla se vuelve «fijate» en Bestiario, como corresponde al área del voseo que conserva, como antiguo tratamiento de respeto, sus plurales de segunda persona.
En Europa Julio, cuando se instala en Europa, lo hace con ganas, con gusto y regusto. En una carta del 3 de enero del 51, escrita ni bien re-
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gresa de su primera vuelta por Europa, informa a Fredi Guthmann, el amigo más trashumante, que por entonces está en la India, acerca de su satisfactoria situación en Buenos Aires. Cortázar se ha asociado con Zoltan Havas para hacerse cargo del estudio de traducción, se gana la vida con un trabajo independiente que le brinda el sustento y le permite consagrarse a la literatura. («Puedo dedicarme a mis cosas con bastante tiempo, escribo mucho, leo y vivo en paz.») Y lograda esa autonomía económica y esa libre disponibilidad, siente que su retorno a Buenos Aires es provisorio; la nostalgia de Europa prepondera, lo acapara. «Tengo –dice en esa carta– la nostalgia europea, incesantemente; si pudiera irme por siempre allá lo haría sin vacilar. Pero ya imagina usted que un argentino no hallaría fácilmente con qué subsistir en Francia, aunque estuviera dispuesto a hacerlo pobremente. (Y sin embargo estoy un poco obsesionado; me elijo europeo, y me siento un cobarde por no cumplir mi elección. No quiero decir: tal vez un día... porque esa es la más repugnante de las cobardías. Un día me iré y eso será todo.)» No tarda mucho (sólo diez meses) en satisfacer ese reclamo. Luego, con Aurora, vuelve periódicamente a Buenos Aires, sobre todo para ver a su madre, a la que adora. En 1954, pesca allá una mononucleosis que se complica con apendicitis, por la cual sufre de astenia y desfallecimiento. Todo termina en el quirófano. E1 54 es en parte el año italiano. La Universidad de Puerto Rico le encarga la traducción de toda la obra en prosa de Edgard Allan Poe más un estudio introductorio de carácter «crítico-bibliográfico». Decide realizar esa tarea intalándose durante seis meses en Roma. Antes va a Nápoles, Salerno, Amalfi y Ravello. Luego de Roma, para cambiar de marco, se traslada a Florencia, a la Via della Spada, 5 (presso Pruneti)), previo periplo por Orvieto, Perugia, Asís, Arezzo, Siena y San Gimignano. En Perugia consigue habitación barata en un vetusto palazzo. «La pieza –dice en una carta a Fredi de marzo del 54– no tenía luz, aparte de un velador tenebroso, pero
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en cambio ostentaba un techo lleno de pinturas del seiscientos, entre las cuales descollaba Cupido apuntando sus flechas justo en dirección a la cama.» Traduce donde esté sus quince páginas diarias de Poe. La temporada en Roma lo llena de gozo. Acerca de Roma dice: «Creo que hemos llegado a conocerla bastante bien, y realmente es una ciudad entrañable, llena de alegría, de gracia, con encantos a la luz del día y otros secretos, que sólo se dan al que la camina amorosamente, acariciándola hasta que cede.» En Roma escribe el primer texto de «Manual de instrucciones», «Instrucciones para subir una escalera», y ese espléndido poema en prosa, «Instrucciones para matar hormigas en Roma», que revela el arrobo sensual que la ciudad aviva en Julio. Cito esta carta, como muestra de esa avidez artística y cultural que Europa estimula en él y que sacia viajando ni bien puede, asiduamente, a los lugares deleitables. Su correspondencia da cuenta de su constante movilidad, de sus múltiples viajes fruitivos, que sólo el placer motiva. Cortázar no cambiará nunca de relación, siempre admirativa, incitativa y apetente, con Europa. Resulta muy reveladora en su correspondencia la confrontación de la deprimente, vituperada Buenos Aires con un París edénico. En diciembre de 1959 Cortázar dice en una carta a Jean Barnabé: «Hubiera querido escribirle apenas llegamos a Buenos Aires, pero me dejé sumergir por el torrente de los parientes y los conocidos, y me sentí tan desdichado en este mundo negro y estropeado de la Argentina que preferí que pasaran las primeras semanas, los primeros cansancios y las primeras desilusiones, antes de comunicarme con ustedes.» En marzo del 60, después de un lenitivo viaje en el «Río Belgrano» con sólo doce pasajeros a bordo, de regreso a París, en una carta a Ana María Barrenechea, acota: «Encontramos a París casi en la primavera, y ya nos sumimos dulcemente en esta vida tranquila que hacemos aquí, viendo a unos pocos amigos, yendo al teatro y a las galerías, y caminando hasta
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no poder más por la ciudad, que es el mejor de los teatros.» París lo libra de obligaciones familiares, de gravámenes ciudadanos, de etiquetas y prelaciones, de compromisos con pasados caducos, de la media o mala vida, de los otros yoes, de los Cortázares que fue y que ya no quiere ser. Allí verdaderamente el vive como puedas se transforma en vive como quieras. París, para Cortázar, es laberinto encantado, estrella de mil puntas, mandala, vertiginosa rayuela. Allí emprende la exploración lúdica mediante deambulaciones que el azar encamina. Allí acrecienta su poder osmótico, se convierte en esponja fenoménica. Allí colecciona rincones karmáticos con infalible poder transfigurados. Es el habitante siempre de ida, siempre maravillado. Y aunque poco contacto tiene con el mundillo literario, busca ser espoleado por las incitaciones de ese medio culturalmente fecundador. Rayuela, los almanaques (La vuelta al día en ochenta mundos, Último round), 62. Modelo para armar, reflejos de ese juego de challenge and response que Cortázar privilegia, no se entienden sin París. Son respuestas creativas al estímulo de las oleadas estéticas que sacuden al París de los 60 y los 70 (teatro del absurdo, nouveau roman, brechtismo, música concreta, electroacústica, letrismo, máquinas locas, arte povera, espacialismo, literatura potencial, brote neovanguardista que pone de nuevo en auge a su querida patafísica).
El mundo en argentino De los tres pactos implícitos que vinculan a Cortázar con esa entidad portadora de identidad que llamamos Argentina, el referencial o mimético, el biográfico y el idiomático, Julio sólo observa los dos últimos. Su obra, sobre todo en las prosas abiertas (las que no se ajustan a las restrictivas normas u hormas del cuento), es fundamentalmente autoexpresiva, autorrepresentativa, autobio-
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gráfica. No cabe duda de que las novelas son autorreferentes. Los protagonistas de las tres últimas –Oliveira, Juan y Andrés– se constituyen básicamente como espejos de tinta, como autorretratos del autor, como los sucedáneos de Cortázar a quienes infunde su misma mentalidad, misma experiencia, misma condición, mismas expectativas, misma voz. De ahí la transferencia que los lectores de inmediato operan confundiendo acertadamente el personaje principal con la persona que lo personifica, la subjetividad traspuesta a la ficción con la del sujeto novelista. Por eso, leyéndolo recupero, encarnada, patente y conmovedora, la presencia de Julio, que se pinta de cuerpo entero. Leyéndolo, revive lo singular ínclito, inalienable, y lo típico. Revive el argentino escindido entre arraigo y desarraigo, en constante crisis de conciencia, en relación hipercrítica con su cultura de origen, con un apego al pago, a lo nativo que para manifestarse, para pasar a la escritura necesita del alejamiento, del trato liberado que sólo da la lejanía nostálgica, se requieren tirabuzones de pasado, ciertos sacamundos como los zapatos marrones que usó en Olavarría en 1940 o una lámpara en el jardín que trae consigo noche de verano que se puebla de bichos voladores, la cena familiar en un jardín de Banfield. Leyendo a Cortázar revive el cultor de la literatura y del arte universales. El espécimen prototípico de la generación del 40, el bibliófago polígloto modelado por la biblioteca de Babel y a la vez en rebeldía contra esa formación académica. Al leerlo, revive el periférico transcultural que practica insólitas mixturas, intercalaciones y extrapolaciones estrafalarias, barajando con desembarazo excéntrico citas y referencias de vastedad equiparable a la de Borges, su paradigma, a la de Octavio Paz y José Lezama Lima, sus coetáneos, sus semejantes. Ese abanico cosmopolita que se despliega en las prosas abiertas como tesaurus, como los mil ojos del pavo real, ese pavoneo de lecturas, esa gula alejandrina de generar literatura por inseminación ostensible de los textos padres puede atribuirse a
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la formación bonaerense de Cortázar, a una tónica mundialista y metropolitana propia de nuestro ambiente, al sinnúmero de libros ingurgitados durante aquellos años de exilio interior en adormecidas ciudades pampeanas. Como Borges, que amalgama literatura oriental o teológica con cuento policial, que hace convivir la épica homérica con la gauchesca, las leyendas de las Mil y una noches con hazañas de cuchilleros del Bajo Palermo, Cortázar se muestra afecto a la mezcla de jerarquías, al popurrí tipo Tesoro de la juventud o almanaque Hachette, extrema el lado patchwork haciendo cohabitar el Bhagabadgita con César Bruto, Zen con jazz, Lautréamont con tango, Ezra Pound con Ceferino Piriz. Pero no sólo mezcla lo monumental con lo vernáculo, lo magno con lo cursi, también practica alternancias multilingües. Mediante constantes cambios de registro, infunde a su escritura una nerviosa variedad tonal, léxica, rítmica, formal. Mutante ubicuo, sorpresivo, pasa del estilo alto, del vuelo lírico, de las pompas metafóricas, de la amplificación fastuosa al lunfardo de entrecasa, a la picardía criolla, a la cachada, a la bronca, a la mufa y a la fiaca. Pero por más que lo magistral sea contrarrestado por la bullanga callejera, contaminado por la malicia canyengue, por lo chiflado, por más que se desdibuje la frontera entre arte y antiarte, entre la escritura de cabinet d’auteur y la labia porteña, cultura ilustre y literatura literaria guardan la regencia del texto. Por más contaminaciones irreverentes, el connubio de musa con museo mantendrá su vigencia pero casi todo será dicho en argentino, en una lengua cuyo patrón elocutivo es efectivamente el coloquial rioplatense. Todo será dicho en lengua materna, en idioma nacional. Tanto los monólogos como los diálogos, la introspección como la conversación novelescas, están modulados sobre la base de la oralidad porteña. Los protagonistas de las tres última novelas hablan como Cortázar. Cuanto mayor es la identificación con sus personajes más se acentúa la impronta rioplatense, porque el pacto au-
DEAMBULACIONES DE UN MUTANTE
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tobiográfico impera. La elocución porteña obra de base de sustentación que permite toda clase de ensanches, piruetas, apartamientos, altibajos, chispazos, todo ese jugueteo verbal que Cortázar inventa con máxima pericia. Todo se hace en idas y vueltas, desde y hacia la lengua oriunda. Y todo proviene de la opción básica de escribir hablando, todo empieza cuando Cortázar se propone apartarse de la tiesa y atildada literatura nacional, salir del «columbario», quitarse el remilgo estilístico de la generación del 40, autentificar su voz, implicarla, volverla consustancial de la persona, devolverla a lo lugareño original, al lugar del reconocimiento. Y para no vivir como lobo estepario disfrazado de fama, para no acatar el orden fariseo, para no someterse a los falaces rituales de la tribu, para no dejarse domesticar por la vida cuadriculada, para no resignarse al orden del territorio, para escapar al áulico establishment de las letras argentinas, para no tener que ponerse escudo en la solapa ni la corbata negra por el duelo nacional, sale al mundo, abre las puertas para salir a jugar, se va a París, a vivir el desdoblamiento del destierro, en el entremundo, en la brecha que le posibilita el más excitante, el más extraño emplazamiento imaginario para fabular una nueva literatura. Pero todo tránsito, toda transmigración, toda transgresión o transmutación se dicen en argentino que lo vuelve a casa, lo regresa a la casa del ser. S. Y.