Rosas Negras ¿Qué sentirías si un día descubrieses que en tu cabeza sólo quedan vagas imágenes que carecen de sentido? Es difícil de explicar con palabras lo que pude sentir en aquel momento, cuando me pareció desvanecerse el mundo, cuando sentía cómo mis recuerdos dejaban de fluir dentro de mí y pasé a sentirme vacía… Fue más allá de la media noche del 16 de Noviembre, cuando yo no tenía más que 20 años. Estábamos un grupo de amigos en una casa alquilada en Sierra Nevada. Era nuestra primera noche allí y quedamos asombrados al entrar y ver cómo la oscuridad era casi total. Los cristales estaban empañados sin poder verse nada a través de ellos, la humedad se olía en el ambiente, el polvo rozaba nuestras gargantas y las tablas de madera que formaban el suelo crujían con cada uno de nuestros pasos. Todo lo demás, silencio. Buscamos interruptores cercanos a las puertas, pero como yo había imaginado al instante de abrir la puerta, no había electricidad. Sin más que un pellizco cogido en el pecho y una cerilla encendida, nos adentramos en aquella casa de madera vieja. Al entrar en nuestras habitaciones nos percatamos de un detalle un tanto extraño: Rosas negras. Las había a modo de adorno encima de la cama de cada uno de nosotros. Fruncí el ceño. -¿Rosas negras…? Ignorando mi comentario continuamos deshaciendo las maletas y nos hicimos algo de cena. Charlábamos, reíamos… pero nadie mencionó aquello que tanto me llamó la atención. Intenté no pensar en eso, y concentré todos mis sentidos en la conversación. Estaban recordando momentos pasados: Profesores, compañeros, risas, peleas… Al rato se fueron a dormir Vanesa y Jesús. El resto permanecimos en silencio mientras chirriaban las escaleras cuando subían escalón a escalón. Nos mirábamos todos sin razón alguna y continuamos con lo nuestro. Pasaron las 2 de la mañana y Miriam, Israel, Isa y Pablo decidieron acostarse. Yo, sin gana alguna de subir aquellas escaleras y meterme en un nudo de sábanas y mantas, me quedé en el polvoriento sillón rojo, mirando al frente, observando las manillas de de un reloj de cuco que estaba al fondo de todo el salón. Finalmente, y con la mirada perdida mi cabeza comenzó a trabajar. Rosas negras sobrevolaban mi mente. Negras… Negras como la noche más oscura que haya vivido la Tierra. Desplacé mi vista, ahora con la ventana como objetivo. -¿Aire? Pensé. Por algún lado entraba aire. Una brisa acariciaba mi cara desde otra ventana tras la escalera. Fui e intenté cerrarla varias veces, pero ya era imposible: En uno de mis intentos por acabar con ese airecillo que rondaba el salón rompí el cristal. Me puse a buscar una caja de herramientas y al fin topé un una caja de hierro aparentemente oxidado con un martillo y clavos. Suspiré para mis adentros y sin más remedio me dirigí hacia la puerta. Puse mi mano sobre el picaporte temblorosamente, y con algo parecido al miedo lo giré.
Abrí la puerta y esperé unos segundos antes de salir al obscuro escenario. Solo se oía mi respiración. Tras esos instantes me dispuse a andar por lo que parecía un camino de tablas que estaba pegado a la casa hasta llegar a la dichosa ventana, culpable de mi salida a deshoras. Finalmente, con tablas de madera seca, los clavos y el martillo, tapé el hueco de la ventana y me giré para reencaminarme hacia la puerta. A mi alrededor había rosales, éstos con rosas idénticas a las que adornaban la casa. Pétalos carnosos, negros. Tallo con escasas espinas. Atraída por la belleza de dichas plantas cogí una y entré en la casa. No quería perder ni un minuto más ahí afuera. Una vez dentro, me senté de nuevo en el polvoriento sofá verde, observando la rosa y dejando pasar el tiempo a su antojo. Los minutos pasaban y yo estaba hipnotizada por aquel ser, que sangraba por el tallo. Al fin, reaccioné gracias al cosquilleo que me produjo el líquido rojizo que fluía por mi mano y me dirige a la cocina para coger un jarrón y meterla en agua. Así al menos no mancharía toda la casa. En el momento que el tallo rozó el agua, ésta se volvió roja y me sirvió para estar atenta a lo que estaba haciendo de una vez.
Me dio una punzada en el pecho. ¡El agua…roja! ¡Estaba roja! Miré con angustia hacia los lados sin saber cómo reaccionar. -¿Pero qué..? Mis manos, mi ropa, mis pies… Todo estaba con gotas que teñían de rojo a su antojo. Estaba muy nerviosa y me costaba actuar con cordura. Rápidamente, cogí el jarrón para vaciarlo y llenarlo de agua de nuevo, esperando que no volviera a suceder lo ocurrido. Para mi sorpresa, esta vez el agua permaneció intacta después de meter la flor. O eso creía… Pasado un rato, mientras limpiaba de la cocina aquel líquido que parecía sangre, dirigí mi mirada hacia el jarrón, donde ya no quedaba ni una mísera gota de agua. Parecía como si hubiesen pasado los años sin que nadie volviese a llenar el jarrón. Los pétalos secos, aunque color carbón opaco. Parecía que se caerían en cuestión de segundos. Entonces, ocurrió. Por la parte por la que la flor había sido cortada comenzó a salir un líquido negro espeso de textura parecida a la del aceite. Aunque es tan difícil de describir… Se deslizaba por la encimera de la cocina hasta llegar al suelo. Perseguía mis pisadas y se extendía por cualquier lugar, todo quedaba negro mate a su paso. Inevitablemente me alcanzó. En ese instante sentí cómo un frío seco comenzaba a apoderarse de mi cuerpo, recorriéndolo de arriba a abajo lentamente. Poco a poco comencé a sentir náuseas. Luego sueño. Luego frío y después calor. Tras unos minutos sin reaccionar y experimentando toda clase de sensaciones, mi vista se empezó a apagar. Puedo recordar el reflejo de mi rostro exausto en el cristal de la jarra... Caí al suelo. Era el momento en el que quedé inmóvil totalmente, con la mirada perdida hacia un horizonte que no podía ver y con lágrimas congeladas que no podían caer de mi ojo. Paso un minuto. Y otro. Y otro más.
Así pasaron los minutos hasta contar el tiempo de una hora o quizá dos. Tenía la esperanza de que fuera la hora de amanecer y que mis ojos sintieran al menos el resplandor del sol. Pero nada. Seguramente aún quedaban algunas horas más para que ésto sucediera. De repente, mi cuerpo sintió un escalofrío y luego un hormigueo que subía y subía hasta centrarse en la cabeza. Pasaron por mi mente varios cientos de imagenes de mi vida completa: Desde hechos recientes como fue la conversación con todos en el salón, hasta los momentos mas recónditos que creía olvidados. No me daba cuenta de lo que me estaba ocurriendo. No era consciente de que cada imagen que sobrevolaba mi pensamiento en esos instantes, estaban siendo borradas y olvidadas. Uno a uno desfilaron en silencio ante mí todos esos momentos, del más nuevo al más antiguo. Difícilmente los volvería a recordar. Más tarde, silencio. Desperté no sé cuánto tiempo más tarde en el hospital tras un largo periodo en estado vegetativo. Estaba desconcertada, no sabía donde me encontraba. Miraba a un lado y a otro, observando cada rincón de la habitación de camas y paredes blancas. Junto a mí tenía a 6 jóvenes que tendrían mi edad más o menos, y que curiosamente estaban en el mismo estado en que yo había estado en excasos momentos. Dormían. Algún tiempo más tarde salí del hospital, quedándome únicamente con unas llaves y una dirección. Cuando llegué a mi destino, abrí la puerta y miré al mi alrededor. Entré despacio, como desorientada. ¿Y mi vida? ¿Quién soy? ¿Mis amigos? ¿Mi familia? ¿Qué era yo antes de estar en el hospital? Aún recordando vagamente algunas imágenes que carecían para mí de significado en ese momento, podía notar el vacío que tenía por dentro; esa gran laguna que recogía todos los momentos de mi vida y que debía recuperar. Me deslicé frustrada por la pared hasta quedar sentada en el suelo. Miraba al frente con la mirada perdida, y haciéndome esas estúpidas preguntas sin poder hayar las respuestas. Permanecí aturdida varios días sin saber qué hacer, qué decir o dónde ir. Si ganas de averiguar nada, sin comer... Así pues, llegó un día en que sí supe qué hacer: pregunté todo lo que sabian los médicos de mí sin hayar más respuestas que dónde me habían encontrado. Cuando volví a casa, me puse a removerlo todo. Vi todos los álbumes de fotos para así saber algo de mi pasado, busqué apuntes para saber qué estaba haciendo... Pero lo que realmente me importaba era cualquier indicio de que hubiera estado donde me habían encontrado los médicos y el por qué estaba así allí. Entre papeles encontré un pico de un sobre. Tiré de él y leí: “Sierra Nevada” -¡Al fin!- Exclamé. Era un sobre que me había mandado una tal Isabel. Era de donde me dijeron los médicos, así que leí: ¡Hola! ¡Mira lo que he encontrado! Sería muy buena idea que fuéramos Vanesa, Pablo, Miriam, Israel, Jesús, tú y yo a esta pequeña casita de la foto que te dejo. ¡Podríamos pasar allí unos días y descansar de la rutina que se apodera de nosotros! Ojalá puedas, creo que si vamos pasaremos grandes momentos todos
juntos. ¡Muchos besos! -Qué extraño...- Dije. Con esta carta en la mano me dirige al hospital de nuevo. Esos nombres... Eran sin contarme a mí 6, justamente el número de jovenes que había en mi habitación del hospital. Efectivamente, eran ellos. Las enfermeras me confirmaron que esos nombres eran suyos. Días mas tarde, fui a la casa. Al entrar, ese olor que rasgaba mi garganta me era familiar. Todo estaba polvoriento, al parecer llevaba unos años sin usarse. Con cada paso se levantaba unos centímetor de nube de polvo y rozaba mi cara toda aquella humedad igualmente familiar. Subí y me dio una punzada en el corazón. Bajo los pies de cada cama, en el suelo de madera, había una gran mancha negra. Seguidamente y a gran velocidad, bajé las chirriantes escaleras, topándome con la cocina. Y con ello, encontrándome con una jarra que tenía una rosa blanca seca en su interior. Me quedé quieta y recordé de repente la antigua escena que habia vivido escasos años atrás en esa misma posisión. Aún quedaban restos negros en el suelo que provocaron en mí cierta angustia. Clavé me mirada en la rosa blanca, recordando que antaño había sido negra como el carbón. Pasados unos segundos, salí sin dudarlo afuera y corté de uno de los rosales una rosa negra. Su sangre salpicó mi ropa y de nuevo me persiguió esa sombra negra que se deslizaba por el suelo. Para mi sorpresa, esta vez me rodeó y desapareció, volviéndose la rosa blanca de nuevo. Con los años, me ha sucedido varias veces lo mismo que en aquella casa la noche del 16 de noviembre de aquel año que no recuerdo, aunque no del mismo modo. Todo esto me ha servido para comprender que en la vida hay rosas negras que hacen que te olvides de todo lo ajeno a lo que envuelve su mancha negra y hasta que no consigas aquello que te provoca una laguna, la rosa no dejará de ser negra para volverse blanca. Elena Domínguez Vázquez