Rayuela

  • May 2020
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  • Words: 707
  • Pages: 2
RAYUELA Todavía me pregunto cómo lo supe, cómo de di cuenta de que íbamos a entendernos tan bien, ella y yo. Quizás fue puro flechazo: me gustaron los rulos alrededor de su cara redonda y blanca, queriendo escaparse todo el tiempo de las hebillitas. La boca soportaba a duras penas no ser besada, como las frutas que se ponen ansiosas en los cajones de la verdulería, y contornean sus curvas con lujurias de color cuando una clienta las examina. Además, yo estaba cansado ya de mi casa de cartón en el puesto del Parque Rivadavia, que más que casa parecía una celda (¡yo que había conocido los más confortables anaqueles de tantas bibliotecas!). Lo peor de todo no era ni el polvo ni el frío, sino vivir aplastado contra esos libros que no eran como yo... No me querían, me tenían envidia: se había corrido el rumor de que a mí, los lectores me acariciaban las páginas muchas veces, yendo y viniendo de un capítulo a otro; en cambio a ellos les palpaban una página por vez, siempre en el mismo orden, tan previsible (aburridísimo). Al único que echo de menos es a un tomito algo ajado (aunque no era viejo) que compartía conmigo la delicia de ser recorrido en todos los sentidos posibles, según el antojo de los ojos ávidos y los dedos tibios. Se trataba de una selección de poesías persas, favorita de ciertos enamorados afectos a lo exótico (olía lejanamente a incienso). Con excepción de ese compañero de caja, que aguardaba pacientemente la llegada de su futuro dueño entre dos novelones cursis, los demás libros me hacían sentir su rechazo en silencio, con fingida indiferencia. Bien que les dolía lo que se decía de mí en la feria: “¡Ah... Rayuela!” No hacía falta más: mi nombre se regocijaba en las bocas que lo pronunciaban, como un cascabel (a veces se quedaba flotando unos instantes en el aire, consciente de su propio glamour...) Recuerdo el momento en que ella me vio, justo después de preguntar por mí al viejo que nos atendía obsequiosamente, como la dueña de un cabaret a sus chicas llenas de make-up. A ella, los ojos se le alegraron tanto que mis rivales tuvieron que redoblar su indiferencia simulada para que no se les notara la envidia. El viejo se dio cuenta del brillo en los ojos de ella, por eso se apuró a desvestirme del celofán en que yo me asfixiaba como una blancanieves en su ataúd de cristal. Entonces ocurrió: por primera vez me sentí apoyado en la palma húmeda de su mano derecha, mientras el pulgar de la izquierda me peinaba las páginas, me descontracturaba de tanta caja de cartón y tanto celofán. La luz y el aire se demoraron un poco entre mis renglones, y yo, estremecido hasta el pegamento de mi lomo, le largué a ella el perfumito a antiguo que reservo para los lectores con los que me quiero quedar mucho tiempo (es irresistible: lo sé). Los billetes cambiaron ágilmente de billetera, como saben hacer, y el viejo, que era muy aficionado al nylon, me envolvió en una bolsita blanca, que por suerte era más holgada que el celofán. Pero ella me liberó enseguida, me apretó contra su pecho con una mano como si yo, más que un libro, fuera un oso de peluche. Mientras caminábamos yo iba mirando el mundo igual que un nene asomado a un balcón. Me di cuenta de que el bolso sintió alivio, porque iba muy cansado repleto de cosas, y al verme tan gordo tuvo miedo de tener que hacerme un lugarcito en su vientre de cuero. Ya llevamos casi un mes juntos, y todavía no conozco el interior de su bolso. En cambio, le tengo bien estudiados los latidos del corazón cuando sube y baja del colectivo, o cuando camina. A veces me acuerdo de mis odiosos compañeros de caja en el puesto del parque, y a decir verdad, me dan un poco de lástima. Ni se imaginan que duermo con ella, en la mesa de luz, muy cerca de la almohada donde los rulos se retuercen a gusto inventando laberintos, rutas que se entremezclan, tan parecidas a las que tejió mi padre en mis entrañas de papel. Isadora

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