Desde la aparición de La nueva psicología del amor, libro récord en la historia de la edición norteamericana, el Dr. M. Scott Peck ha disertado sin descanso recordando a sus oyentes que no era más que el comienzo de un difícil y permanente peregrinaje espiritual. “Cada uno de nosotros debe hacer su propio camino en la vida. No hay manuales de autoayuda, ni fórmulas, ni respuestas fáciles”, afirma. En este nuevo libro, el Dr. Peck aborda cuestiones más urgentes del crecimiento personal: el problema del dolor, la culpa y el perdón, la cuestión de la muerte y el sentido de la vida, el amor a sí mismo versus la autoestima, los mitos, las adicciones, la sexualidad y la espiritualidad… Inteligente, realista y honradamente inspirador, El crecimiento espiritual es un viaje de auto-descubrimiento, a la vez que un esclarecedor examen de las complejidades de la vida y la naturaleza paradójica de la fe.
A partir del éxito sin precedentes de La nueva psicología del amor (publicado en veinticuatro idiomas, ha vendido catorce millones de ejemplares y batido todos los récords de permanencia en lo lista de bestsellers del New York Times, donde se mantiene desde hace once años), el doctor Scott Peck se dedica a predicar la integración de la Psicología y la espiritualidad. Educado en la Universidad de Harvard, sirvió en el Cuerpo Médico del Ejército como Subdirector de Psiquiatría y Consultor de Neurología hasta que se retiró para dedicarse a la práctica privada de la psiquiatría, que abandonó a su vez en 1984, cuando creó con su esposa Lily la Fundación para el Fomento de la Comunidad, organización pacifista sin fines de lucro. Peck ha escrito diez libros. Divide su tiempo entre Connecticut y California. Tiene tres hijos.
“Los fans del bestseller La nueva psicología del amor del Psiquiatra Scout Peck disfrutarán de esta continuación que ofrece una guía meditada y liberadora para aprender a vivir y morir con dignidad, creatividad y sentido.” Publishers Weekly
DEL MISMO AUTOR Por nuestro sello editorial: • LA NUEVA PSICOLOGIA DEL AMOR • LA NUEVA COMUNIDAD HUMANA • UNA CAMA JUNTO A LA VENTANA • EL CRECIMIENTO ESPIRITUAL (más allá del la nueva psicología del amor) • UN MUNDO POR NACER
“Lena de perlas sobre el mundo… No sorprende que La nueva psicología del amor haya sido elegida por los lectores como uno de los tres libros que más inspiraron sus vidas. El crecimiento espiritual está destinado a unírsele en la lista.” The San Diego Tribune “En todo sentido, una extensión del camino original.” New York Daily News “El Dr.Peck es un predicador convincente. Vale la pena perseguir la vida que nos propone” The New York Times
M. SCOTT PECK
EL CRECIMIENTO ESPIRITUAL Traducción de
Carmen Bordeu de Smith Estrada
DEL MISMO AUTOR
por nuestro sello editorial:
LA NUEVA PSICOLOGIA DEL AMOR EL MAL Y LA MENTIRA LA NUEVA COMUNIDAD HUMANA UNA CAMA JUNTO A LA VENTANA
M. SCOTT PECK
EL CRECIMIENTO ESPIRITUAL
EMECÉ EDITORES
Diseño de tapa: Eduardo Ruiz Título original: Funther along the road less traveled (Más allá a lo largo del camino menos seguido) Copyright © 1993 by M. Scott Peck, MD., P.C. Esta edición se publica mediante convenio con el editor original. Simon & Schuster, New York. © EmecéEdikres SA., 1995 Alsina 2062 - Buenos Aires, Argentina Primera edición Impreso en Verlap SA. Vieytes 1534, BuenosAires, juliode 1995 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento incluidos la reprografía y el tratamiento informático. IMPRESO EN LA ARGENTINA – PRINTED IN ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 I.S.B.N.: 950-04-1524-0 23.481
A todos aquellos que de una u otra manera, han sido mi “público”. Gracias por escuchar.
INDICE
Agradecimientos
Hay dos maneras de compilar una colección de conferencias: una fácil y una difícil. La manera fácil es simplemente transcribir cintas grabadas, corregir la gramática e imprimirías, aún cuando el resultado pueda parecer una mezcolanza de temas inconexos. La manera difícil es intentar tomar estos temas distintos, entrelazarlos con material nuevo y crear un todo imaginativo, unificado y de lectura amena. Simon & Schuster y yo elegimos este último camino y he pasado innumerables horas reunido con mis editores para reorganizar e integrar mis conferencias, brindar material nuevo y contestar preguntas a fin de completar cualquier falta. También he realizado un extenso trabajo de revisión del manuscrito resultante para infundirle el dejo de mi propio pensamiento. Este libro es en gran medida fruto de mi propia creación, y me enorgullece. Pero también es una creación conjunta y simplemente no habría sido posible sin la inmensa ayuda editorial de Simon & Stbuster. Los cientos de horas que dediqué a este proyecto han sido correspondidas por triplicado por el personal de Simon & Schuster, incluyendo a múltiples dactilógrafos, correctores y verificadores de datos. Vaya mi agradecimiento a todos ellos. Pero necesito mencionar de una manera especial a tres personas. Una es Úrsula Obst, quien más que nadie fue responsable, durante el curso de muchos meses, del arte creativo de convertir una colección de conferencias diversas en un libro coherente y muy real. También deseo expresar mi agradecimiento a Burton Beals, quien corrigió el producto de Úrsula a modo de preparación para mi propio trabajo de revisión. Gracias a sus esfuerzos concienzudos y las muchas conversaciones conmigo, el libro ha resultado, creo, de lectura fácil y entretenida. Finalmente, me gustaría agradecer a Fred Hills, mi editor de tantos años en Simon & Schuster. El libro fue idea de él. Ha sido producto de su mente y lo ha guiado con paciencia durante dos años, desde el principio hasta el final. Fue su instigador, coordinador y sustento, y simplemente no podría haber existido sin él.
Introducción Tal vez recuerde usted que La nueva psicología del amor comenzaba con esta frase: “La vida es dificultosa”, y a esa gran verdad, añadiré ahora otra variante: La vida es compleja. Cada uno de nosotros debe recorrer su propio camino en la vida. No existen manuales de autoayuda ni fórmulas, ni respuestas fáciles. El camino correcto para uno es el equivocado para otro. En ningún lugar de este libro encontrará usted la frase: “Tome este rumbo”, “Doble a la izquierda aquí”. El viaje de la vida no está pavimentado con asfalto, no está bien iluminado y carece de señalización. Es un camino rocoso a través del desierto. En este libro, intentaré registrar algunas de las cosas que he aprendido en los últimos diez años y que han facilitado mi progreso en tanto avanzaba a tientas por el desierto. Pero si le digo que cuando me extravié, volví a encontrar mi camino siguiendo el musgo que crecía en el lado norte de los árboles, por cierto deberé advertirle que en los bosques de secoyas abundan los árboles con todos sus lados cubiertos de musgo. También he de prevenirle que no interprete las palabras “más allá” en este libro como una sugerencia de que el camino es lineal, que se da un paso tras otro en una progresión recta. Si bien “más allá” puede sonar como si yo estuviera diciendo: “Aquí es donde estaba Scott Peck, aquí es donde Scott Peck está ahora, y si usted está aquí, entonces es muy probable que se encuentre en este sitio el año que viene”, no es lo que trato de dar a entender. El camino no es así. Más bien, es como una serie de círculos concéntricos que se expanden desde un núcleo, y no tiene nada de simple ni de recto. Pero no es necesario realizar el viaje solos. Podemos pedir ayuda a esa fuerza en nuestra vida que reconocemos como superior a nosotros. Una fuerza que todos percibimos de manera diferente, pero de cuya presencia somos casi todos conscientes. Y a medida que progresamos, podemos ayudarnos mutuamente. Si este libro lo ayuda en algo, espero, por sobre todo, que lo ayude a pensar con menos simplismo. Espero que abandone la urgencia por simplificar todo, por buscar fórmulas y respuestas fáciles, y comience a pensar en forma multidimensional, a regocijarse con el misterio y las paradojas de la vida, a no desalentarse por la multitud de causas y consecuencias inherentes a cada experiencia, a apreciar el hecho de que la vida es compleja.
PRIMERA PARTE Primer paso: Crecer
CAPÍTULO UNO - La conciencia y el problema del dolor Toda la vida me pregunté qué sería cuando fuera grande. Entonces, hace unos siete años, me di cuenta de que nunca iba a terminar de crecer... que crecer es un proceso incesante. De modo que me pregunté: “Bien, Scotty, ¿en qué te has convertido hasta el momento?” Y no bien hube formulado esa pregunta, comprendí, para mi total espanto, que me he convertido en un evangelista. Un evangelista es lo último en el mundo en que creí que me convertiría. Y probablemente sea lo último en el mundo con lo que usted desee toparse. La palabra “evangelista” connota las peores asociaciones posibles y es probable que traiga a su mente la imagen de un predicador con uñas impecables, bien peinado, con un traje de dos mil dólares y aferrando una Biblia de símil cuero con dedos enjoyados mientras grita a voz en cuello: “¡Sálvame, Jeee-sús!” No se asuste. No intento sugerir que me he convertido en ese tipo de evangelista. Utilizo la palabra “evangelista” en su sentido original: el portador de buenas nuevas. Pero, he de advertirle, también soy el portador de malas nuevas. Soy un evangelista que trae buenas y malas nuevas. Si usted se parece en algo a mí, si es de los que postergan la gratificación, cuando le pregunten: “¿Qué desea primero? ¿Las buenas o las malas noticias?”, contestará: “Las malas noticias primero, por favor”. De manera que permítame decir de una vez la mala noticia: no sé nada. Ha de parecer extraño que un evangelista, un “portador de la verdad”, confiese con tanta prontitud que no sabe nada. Pero la verdad del asunto es que usted tampoco sabe nada. Ninguno de nosotros sabe nada. Habitamos un universo profundamente misterioso. También se supone que los evangelistas traen “mensajes jubilosos de solaz y felicidad”. La otra mala noticia es que hablaré sobre el viaje por la vida, y que al hacerlo, no podré evitar hablar sobre el dolor. El dolor es simplemente una parte del ser humano y así ha sido desde el jardín del Edén. La historia del jardín del Edén es por supuesto, un mito. Pero como otros mitos, es un símbolo de la verdad. Y una de las tantas cosas ciertas que nos revela este mito es cómo los seres humanos desarrollamos la conciencia. Cuando comimos la manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal, adquirimos conciencia, y al hacerlo, nos cohibimos al instante. Por eso Dios se dio cuenta de que habíamos comido la manzana: de pronto éramos recatados y tímidos. De manera que una de las cosas que este mito nos revela es que es humano ser tímido. A lo largo de mi carrera como psiquiatra y más recientemente como autor y conferenciante, he tenido oportunidad de conocer a muchas personas maravillosas y analíticas, y jamás he conocido una persona de ese tipo que no fuera básicamente tímida. Un par de ellas no se consideraban tímidas, pero a medida que hablábamos al respecto, acabaron por comprender que de hecho lo eran. Y las pocas personas que conocí que no eran tímidas eran personas que habían sido heridas de alguna forma, que habían perdido parte de su humanidad. Es humano ser tímido y nos volvimos tímidos en el jardín del Edén, cuando adquirimos conciencia de nosotros mismos. Al ocurrirnos esto, tomamos conciencia de nosotros mismos como entidades separadas. Perdimos esa sensación de unidad con la naturaleza y con el resto del universo. Y esta pérdida de la sensación de unidad con el resto de la creación está simbolizada en nuestra expulsión del Paraíso.
Crecer con dolor Cuando fuimos expulsados del Paraíso, fuimos expulsados para siempre. Jamás podremos regresar al Edén. Si recuerda usted la historia, el camino está obstruido por querubines y una espada llameante. No podemos volver. Sólo podemos avanzar. Regresar al Edén sería como intentar volver al vientre de nuestra madre, a la infancia. Como no podemos retornar al vientre ni a la infancia, debemos crecer. Sólo podemos ir hacia adelante a través del desierto de la vida, abriéndonos paso dolorosamente sobre el suelo reseco y yermo hacia niveles de conciencia cada vez más profundos. Ésta es una verdad importantísima porque gran parte de la psicopatología humana — incluyendo el abuso de drogas— resulta del intento de regresar al Edén. En las reuniones sociales, tendemos a necesitar al menos ese trago que ayuda a disminuir nuestra cohibición, a reducir nuestra timidez. Funciona, ¿verdad? Y si ingerimos la cantidad justa de alcohol o la cantidad justa de marihuana o cocaína o alguna combinación de ambos, durante un par de minutos o unas horas, podemos recuperar en forma temporaria esa perdida sensación de unidad con el universo. Podemos recapturar esa sensación agradablemente cálida y embriagante de volver a ser uno con la naturaleza. Desde luego, la sensación nunca dura demasiado, y con frecuencia, el precio no vale la pena. De modo que el mito es cierto. En efecto, no podemos regresar al Edén. Debemos progresar a través del desierto. Pero el viaje es difícil y la conciencia suele ser dolorosa. Por lo tanto, la mayor parte de las personas detiene su viaje tan pronto como puede. Buscan lo que parece un lugar seguro, se esconden en la arena y permanecen allí en vez de adelantar a través del penoso desierto, que está lleno de cactos y espinas y piedras afiladas. A pesar de que a la mayoría de las personas se les ha enseñado en algún momento que “aquellas cosas que lastiman instruyen” (como dijo Benjamin Franklin), la enseñanza del desierto es tan dolorosa, que la interrumpen lo antes posible. La senilidad no es solamente un trastorno biológico. También puede ser una manifestación de la negación a crecer, un trastorno psicológico que puede ser prevenido por cualquiera que adopte de por vida un modelo de crecimiento psicoespiritual. Aquellos que dejan de aprender y de crecer a edad temprana, que dejan de cambiar y se estancan, a menudo caen en lo que a veces se denomina “segunda infancia”. Nunca han abandonado la primera, y el barniz de madurez se desgasta y expone al niño emocional que se esconde debajo. Los psicoterapeutas sabemos que un gran número de personas que parecen adultas son, en realidad, niños emocionales que se pasean con ropas de adultos. Y sabemos esto no porque la gente que acude a nosotros sea más inmadura que la mayoría. Por el contrario, los que se acercan a la psicoterapia con un interés genuino en crecer aquellos relativamente pocos que se sienten instados a abandonar la inmadurez, que ya no están dispuestos a tolerar su propia puerilidad, aunque no puedan ver aún la salida. El resto de la población nunca logra crecer del todo, y quizá sea por esto que odian tanto hablar sobre la vejez. En enero de 1980, poco después de haber escrito La nueva psicología del amor —que en muchos sentidos es un libro acerca del crecimiento—, realicé una gira promocional en Washington y fui llevado a distintas estaciones de radio y televisión por un taxista. Después de la segunda o tercera estación, el hombre aventuró: “Dígame, ¿qué está haciendo?” Respondí que estaba promocionando un libro y él preguntó: “¿De qué trata?” Le di la explicación intelectual acerca de que se trataba de una integración de la psiquiatría y la religión. Al cabo de un momento, el taxista comentó: “Bueno, suena a cómo hacer para juntar toda la mierda de uno”.
Ese hombre poseía el don del discernimiento. Así que en la siguiente entrevista televisiva a la que asistí, pregunté si podía contar la historia. Dijeron que no. Creyendo que objetaban la palabra “mierda”, sugerí utilizar “cosas” en cambio. Pero igual dijeron que no. A la gente no le gusta hablar de la madurez real. Es demasiado penoso. Sufrimiento constructivo Que yo esté dispuesto a hablar sobre el dolor no significa que sea una especie de masoquista. Por el contrario. No veo absolutamente ninguna virtud en el sufrimiento no constructivo. Si me duele la cabeza, lo primero que hago es ir a la cocina y tomarme dos Tylenol. No veo ninguna virtud en absoluto en un dolor de cabeza común. Pero existe el sufrimiento constructivo. Y la diferencia entre el sufrimiento no constructivo y el sufrimiento constructivo es una de las cosas más importantes que hay que aprender al tratar con el dolor decrecer. El sufrimiento no constructivo —como la jaqueca— es algo de lo que uno debe desembarazarse. El sufrimiento constructivo debe ser tolerado y elaborado. Prefiero utilizar los términos “sufrimiento neurótico” y “sufrimiento existencial”, y aquí hay un ejemplo de cómo hago esa distinción. Tal vez recuerde usted que hace unos cuarenta años, cuando las teorías de Freud trascendieron por primera vez a la clase intelectual y fueron mal interpretadas (como sucede con tanta frecuencia) hubo gran cantidad de padres de vanguardia que, habiendo aprendido que los sentimientos de culpa podían tener algo que ver con las neurosis, resolvieron criar hijos carentes de culpa. ¡Qué cosa más horrible para hacerle a un niño! Nuestras cárceles están llenas de gente que está allí precisamente porque no tiene ninguna culpa o no tiene la culpa suficiente. Necesitamos una cierta dosis de culpa para poder existir en sociedad. Y a eso llamo “culpa existencial”. Sin embargo, me apuro a recalcar que exceso de culpa, antes que ensalzar nuestra existencia, la obstaculiza. Esta es la culpa neurótica. Es como recorrer una cancha de golf con ochenta y siete palos en la bolsa en vez de catorce, que es el número necesario para jugar un golf óptimo. Constituye un gran exceso de equipaje y debe usted librarse de él lo antes posible. Si eso significa entrar en psicoterapia, entonces debe hacerlo. La culpa neurótica es innecesaria y sólo dificulta su viaje a través del desierto. Esta verdad se aplica no sólo a la culpa sino también a otras formas de sufrimientos emocionales —como la ansiedad— que pueden ser existenciales o neuróticos. Y el truco reside en determinar qué es que. Existe una regla muy simple aunque brutal para habérselas con el dolor y el sufrimiento emocionales de la vida. Se trata de un proceso de tres pasos. Primero, siempre que esté sufriendo emocionalmente, pregúntese: “¿Mi sufrimiento (o mi ansiedad, o mi culpa) es existencial o es neurótico? ¿Este dolor está mejorando mi existencia o limitándola?” Ahora bien, quizás un diez por ciento de las veces, no podrá responder esa pregunta. Pero en un noventa por ciento de los casos, si se detiene a formulársela, la respuesta será muy clara. Si, por ejemplo, está ansioso por presentar a tiempo su declaración de impuestos a los réditos porque en una ocasión debió pagar una gran multa por pago atrasado, puedo asegurarle que su ansiedad es existencial. Es justificada. Déjese llevar por su ansiedad y presente su declaración a tiempo. Por otro lado, si determina que el sufrimiento que está experimentando es neurótico y está dificultando su existencia, entonces el segundo paso es preguntarse: “Cómo me comportaría si no sintiera esta ansiedad o culpa?”
Y el tercer paso es comportarse de esa manera. Como enseñan en Alcohólicos Anónimos: “Actúa como si” o “Simula para lograrlo”. Aprendí esta regla cuando me enfrenté por primera vez a mi timidez. Es humano ser tímido, pero podemos serlo de maneras neuróticas o existenciales. En medio del público, mientras escuchaba a oradores famosos, a veces sentía que debía formularles una pregunta, pedir alguna información que quería saber o hacer algún comentario, en público o incluso en privado después de la conferencia. Pero me refrenaba porque era demasiado tímido y temía ser rechazado o quedar como un tonto. Al cabo de un tiempo, finalmente me pregunté: “¿Esta forma de manejar tu timidez —que te impide formular preguntas— está ensalzando tu existencia o limitándola?” No bien me pregunté eso, fue evidente que estaba limitando mi existencia. Y entonces me dije: “Bien, Scotty, ¿cómo te comportarías si no fueras tan tímido? ¿Cómo te comportarías si fueras la Reina de Inglaterra o el Presidente de Estados Unidos?” La respuesta fue clara: “Abordaría al orador y expresaría mi opinión”. De manera que me dije: “Bien, entonces, adelante, compórtate de ese modo. Simula para lograrlo. Actúa corno si no fueras tímido”. Admito que hacer eso es pavoroso, pero aquí es donde interviene el coraje. Algo que nunca dejará de admirarme es cuán pocos personas entienden qué es el coraje. La mayoría de la gente cree que el coraje es la ausencia de temor. La ausencia de temor no es coraje; la ausencia de temor es algún tipo de problema cerebral. El coraje es la capacidad de ir hacia adelante a pesar del temor o a pesar del dolor. Cuando haga usted eso, descubrirá que superar ese temor no sólo lo fortalecerá sino que constituirá un gran avance hacia la madurez. ¿Qué es exactamente la madurez? Cuando escribí La nueva psicología del amor, si bien describí a varias personas inmaduras, jamás di una definición de madurez. Pero tengo la impresión de que lo que caracteriza a la mayoría de la gente inmadura es que se quedan sentados lamentándose de que la vida no satisface sus exigencias. Como Richard Bach escribió en Ilusiones: “Justifica tus limitaciones y ciertamente las tendrás”. Pero lo que caracteriza a esos pocos del todo maduros es que consideran una responsabilidad —incluso una oportunidad—el satisfacer las exigencias de la vida. Conciencia y curación Para adentrarse en el desierto debe estar dispuesto a enfrentarse con el sufrimiento existencial y a superarlo. Para hacer eso, si es usted como la mayoría de nosotros, necesitará cambiar de un modo u otro su actitud hacia el dolor. Y aquí tiene una buena noticia: la forma más rápida de cambiar su actitud hacia el dolor es aceptar el hecho de que todo lo que nos sucede ha sido concebido para nuestro crecimiento espiritual. Donald Nichol. en la introducción de su libro Holiness, se refiere a él como un manual de instrucciones. Dice que si uno es sorprendido llevando consigo un libro sobre el tema de la santidad y la gente le pregunta qué hace con él, es probable que uno conteste: “Bueno, simplemente estoy interesado en lo que los expertos tienen que decir al respecto”. 1 De hecho, señala Nichol, no existe ninguna razón para que usted compre o pida prestado, mucho menos para que acarree un libro sobre el tema de la santidad, salvo que desee ser santo. Y por eso lo llama un “manual de instrucciones”, un manual sobre cómo ser santo. A más de mitad de camino del libro, hay una maravillosa oración donde Nichol dice: “No podemos perder una vez que nos damos cuenta de que todo cuanto ocurre ha sido concebido para enseñarnos la santidad”.
1
Holiness significa “santidad” (N.del T.).
Ahora, ¿qué mejor noticia que saber que no podemos perder, que estamos destinados a ganar? Somos triunfadores garantizados una vez que simplemente comprendemos que todo lo que nos pasa ha sido ideado para enseñarnos lo que necesitamos saber en nuestro viaje. El problema, sin embargo, es que este conocimiento requiere un cambio completo de nuestra actitud hacia el dolor… y, creo, hacia la conciencia. Recordemos que en la historia del Edén, nos volvimos conscientes cuando comimos la manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal. La conciencia, entonces, se convirtió para nosotros tanto en la causa de nuestro dolor como en la causa de nuestra salvación. Y salvación es sinónimo de curación. La conciencia es la causa de nuestro dolor porque, desde luego, de no ser conscientes, no sentiríamos dolor. Una de las cosas que hacemos para ahorrar a la gente el sufrimiento no constructivo e innecesario —el sufrimiento físico— es darle anestesia para que pierda la conciencia y no sienta dolor. Pero mientras que la conciencia es la causa total del dolor, también es la causa de nuestra salvación ya que la salvación es el proceso de volvernos cada vez más conscientes. Cuando nos volvemos más conscientes, nos internamos más y más en el desierto en vez de escondernos en un agujero, como la gente que escoge no crecer. Y a medida que continuamos el viaje. toleramos más y más dolor… debido a nuestra conciencia. Como dije antes, en inglés, la palabra “salvación” significa “curación”. Procede de la misma palabra que “bálsamo”, sustancia que se aplica sobre la piel para curar una zona de irritación o de infección. 2 La salvación es el proceso de curación y el proceso de volverse íntegro. Y salud , integridad y santidad, tienen las tres la misma raíz. 3 Todas significan prácticamente lo mismo. Hasta el viejo ateo Sigmund Freud admitió la relación entre la curación y la conciencia cuando dijo que el propósito de la psicoterapia (la curación de la psiquis) era hacer consciente lo inconsciente: es decir, incrementar la conciencia. Carl Jung nos ayudó a entender más el inconsciente, atribuyendo el mal a nuestra negación a conocer nuestra sombra, o esa parte de nuestra personalidad que nos gusta negar, en la que preferimos no pensar y de la cual no nos gusta tener conciencia, aquella que todo el tiempo intentamos barrer bajo la alfombra de la conciencia y mantener inconsciente. Advierta que Jung atribuyó el mal humano no a la sombra en sí, sino a la negación de conocer esta sombra. Y negación es un término muy activo. Las personas malas no son sólo pasivamente inconscientes o ignorantes; harán un esfuerzo extraordinario por permanecer ignorantes o inconscientes; matarán o iniciarán guerras para lograrlo. Reconozco, por supuesto, que el mal —como el amor o Dios o la verdad— es demasiado grande para ser sometido a una única definición adecuada. Pero una de las mejores definiciones del mal es que es una “ignorancia militante”. Una inconsciencia militante. La guerra de Vietnam constituye uno de los mejores ejemplos que conozco de esta ignorancia militante en gran escala. Cuando en 1963 o 1964 comenzó a acumularse evidencia de que nuestras políticas en Indochina no estaban dando resultado, nuestra primera reacción fue negar que algo anduviera mal. Dijimos que necesitábamos algunos millones de dólares más y unas pocas fuerzas especiales adicionales. Pero la evidencia siguió acumulándose... era obvio que nuestras políticas estaban fracasando. ¿Y qué pasó entonces? Enviamos más tropas, las cifras de muertos comenzaron a incrementarse y los incidentes de brutalidad se volvieron algo común. Fue la época de MyLai. Y a medida que la evidencia seguía fluyendo, continuamos ignorándola. En cambio, bombardeamos Camboya y comenzamos a hablar de paz con honor.
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Salvation significa “salvación”, y salve, “bálsamo” (N.del T.). Health significa “salud”; wholeness, “integridad”, y holiness, “santidad” (N.del T,).
Hasta el día de hoy, a pesar de todo lo que sabemos ahora, algunos norteamericanos siguen pensando que logramos negociar nuestro retiro de Vietnam. No negociamos nuestro retiro de Vietnam: fuimos derrotados. Pero de alguna manera, muchos todavía se niegan a ver esto. Oasis en el desierto La conciencia produce más dolor, pero también produce más felicidad. Porque a medida que se adentre usted en el desierto —si avanza lo suficiente— empezará a descubrir pequeñas manchas de verde, pequeños oasis que no había visto nunca antes. Y si progresa más, tal vez descubra algunos arroyos bajo la arena, o si se interna todavía más, quizás hasta sea capaz de cumplir su destino último. Ahora, si duda de mí, considere el ejemplo de un hombre que realizó el viaje al interior del desierto. Fue el poeta T. S. Eliot. quien se hizo famoso a principios de su carrera por escribir poemas de una aridez y desesperanza totales. En el primero. “The Love Song of J. Alfred Prufrock”, que publicó en 1917 a los veintinueve años, escribió: Envejezco… envejezco... Usaré mis pantalones arremangados. ¿Debo peinarmne con raya? ¿Me atreverá a comer un durazno? Me pondré pantalones de franela blancos y caminaré por la playa. He oído cantar a las sirenas entre sí. No creo que canten para mí. Es importante recordar que J. Alfred Prufrock —mencionado en el título del poema— vivía, al igual que T. S. Eliot, en el mundo de la alta sociedad, el mundo más civilizado, y no obstante, habitaba un páramo espiritual. No es de extrañar entonces, que cinco años más tarde Eliot publicara un poema llamado “The Wasteland”. 4 Este poema se centraba, de hecho, en el desierto. También es un poema que contiene mucha aridez y desesperanza, pero por primera vez en la poesía de Eliot se vislumbran pequeñas manchas de verde, pequeños indicios de vegetación aquí y allá, imágenes de agua y de sombra bajo las rocas. Alrededor de los cincuenta años, Eliot escribió poemas como “Four Quartets”, que comienza con una referencia a un jardín de rosas, el trinar de pájaros y las risas de niños. Y de allí en más, se dedicó a producir una de las poesías mas soberbias y exquisitamente frescas y místicas jamás escritas. De hecho, según su reputación, acabó su vida de una manera muy feliz. El ejemplo de Eliot puede servirnos de gran solaz a medida que nos abrirnos paso a través de nuestro sendero rocoso y nuestro dolor. Necesitarnos consuelo en nuestro viaje, pero lo que no necesitamos son soluciones apresuradas. He visto a muchas personas literalmente asesinarse unas a otras con soluciones apresuradas en nombre de la curación. Hacen esto por motivos muy egoístas. Por ejemplo, supongamos que Rick es mi amigo y está sufriendo. Como es mi amigo, eso me causa dolor, pero no me gusta sentir dolor. De modo que lo que me gustaría hacer es curar a Rick lo antes posible para librarme de mi dolor. Me gustaría darle alguna respuesta fácil del tipo de: “Oh, lamento que tu madre haya muerto, pero no te sientas mal, ella se ha ido al cielo”. O: “Ah, tuve ese problema una vez y todo lo que tiene que hacer es dejarlo pasar”. Pero casi siempre, la cosa más curativa que podemos hacer por alguien que está sufriendo, en vez de intentar desembarazarnos de ese dolor, es sentarnos y estar dispuestos a compartir ese 4
Wasteland Significa “paramo” (N.del T.).
sufrimiento. Tenemos que aprender a escuchar y a soportar el dolor de otras personas. Eso forma parte de volvernos más cocientes. Y cuanto más conscientes nos volvamos, mejor percibiremos les juegos que juegan el otras personas, sus pecados y manipulaciones, pero también seremos mas cocientes de sus cargas y sus penas. A medida que crece mes espiritualmente, podemos cargar con más y más dolor de otras personas, y luego ocurre una cosa asombrosa. Cuanto más dolor esté usted dispuesto a asumir, más felicidad comentará a experimentar. Y ésta es una verdadera buena noticia y lo que, en última instancia, hace que el viaje valga la pena.
CAPÍTULO DOS - La culpa y el perdón Una parte importante de crecer es aprender a perdonar. Vamos por la vida culpando a los demás de nuestro dolor. Y la culpa siempre empieza con el enojo. El enojo es una emoción poderosa que se origina en el cerebro. En todo el cerebro humano, hay pequeñas colecciones de células nerviosas llamadas “centros neurales”. Y en la parte del cerebro que llamamos “mesocéfalo”, estos centros están relacionados con la regulación y producción de las emociones. De hecho, los neurocirujanos han trazado un mapa de la ubicación de estos centros. A una persona bajo anestesia total, se le insertan en el cerebro electrodos desde cuyos extremos pueden transmitir un milivoltio de corriente. Por ejemplo, poseemos un centro de la euforia, y si los neurocirujanos introdujeran el electrodo en esa área y descargaran un milivoltio de corriente, el paciente exclamaría: “¡Bravo! Ustedes, los médicos, son maravillosos y este hospital es fantástico. Háganlo otra vez, ¿sí?” Este sentimiento de euforia es muy poderoso y el motivo por el que ciertas drogas —como la heroína— crean hábitos tan fuertes es que pueden tener un efecto estimulante sobre nuestro centro de la euforia. Se han realizado estudios con ratas en los que los neurocirujanos insertan un electrodo en el centro de la euforia y permiten que los animales: se estimulen a sí mismos presionando una palanca. Como resultado, cada rata estará tan ocupada apretando la palanca, que no comerá y morirá de hambre. ¡Se deleitará a sí misma hasta morir! No muy 1ejos del centre de la euforia existe otro centro que regula una emoción bastante diferente: la depresión. Si los neurocirujanos colocaran un electrodo en ese centro y descargaran un milivoltio de corriente, el paciente comentaría: “Oh, Dios, todo me parece tan lúgubre. Me siento mal realmente muy mal. Por favor, por favor, deténganse”. Asimismo, hay un centro del enojo. Y si los neurocirujanos lo estimularan, harían bien en tener atado el paciente a la camilla. Estos centros se han formado en el cerebro humano a lo largo de millones de años de evolución y están allí para un propósito. Por ejemplo, si de alguna manera se lograra eliminar el centre del enojo en el cerebro de un niño para que no pudiera enfadarse, él sería muy pasivo. ¿Pero qué supone usted que le ocurriría a un niño así cuando ingresara en el jardín de infantes o a primer o segundo grado? Sería pisoteado, pasado por encima, incluso podría ser asesinado. El enojo tiene su propósito; lo necesitamos para nuestra supervivencia. No es malo en sí mismo. El centro del enojo en los seres humanos funciona de la mi silla manera que en otras criaturas. Es básicamente un mecanismo territorial que se activa cuando cualquier otro ser viola nuestro territorio. No somos diferentes de un perro que se enfrenta a otro perro que invade su territorio, excepto que para nosotros, los seres humanos, las definiciones de territorio son mucho más complejas. No sólo tenernos un territorio geográfico (por ejemplo, nos enfurecemos cuando alguien entra sin invitación en nuestra propiedad y comienza a recoger flores) sino que también poseemos un territorio Psicológico (nos enfadamos cuando alguien nos critica). Además tenemos un territorio teológico y uno ideológico y tendernos a enojarnos cuando alguien censura nuestras creencias o difama nuestras ideas. Como nuestro territorio humano es tan complejo y multifacético, nuestro centro del enojo se activa todo el tiempo, y con frecuencia, de manera impropia. Para darle una idea de cuán impropiamente puede activarse, en ocasiones lo hace incluso cuando invitarnos gente a nuestro territorio. Unos veinticinco años atrás, cuando comencé a psicoanalizarme, ya estaba interesado en la relación entre la psicología y la espiritualidad, y sabiendo que Carl Jung había hecho hincapié en esta área, me esforcé mucho por encontrar un psicoterapeuta jungiano. Fui a verlo y me lo pasé
esperando que me dijera algo jungiano. El único problema fue que me abordó como un freudiano, lo cual más tarde aprendí, era exactamente el modo en que yo necesitaba ser tratado. Después de las presentaciones, este psicoterapeuta no pronunció ni una palabra durante las siguientes siete sesiones. Dejó que yo hablara todo el tiempo y empecé a irritarme más y más con él. Allí estaba yo, pagándole la abultada suma (en ese entonces) de veinticinco dólares la hora, y él no decía ni hacía nada para ganarse ese dinero. Finalmente, durante la novena sesión, mientras yo hablaba sobre cómo me sentía con respecto aun tema en particular, hizo un comentario. Dijo: “Bueno, aún no estoy muy seguro de comprender por qué se siente usted así”. Yo repliqué: “¿Qué quiere decir con que no entiende por qué me siento así?” No bien desafié mi territorio psicológico, me enfurecí con él, a pesar de que eso era justamente para lo que yo le estaba pagando, lo que yo le había invitado a hacer. Debido a que como seres humanos nuestro Centro del enojo se activa sin cesar ya menudo de modo inadecuado, debemos aprender una serie compleja de formas de manejar el enojo. En ocasiones tenemos que pensar, como tuve que hacer en relación a mi psicoterapeuta: “Mi enojo es tonto e inmaduro. Es mi culpa”. A veces debemos concluir: “Esta persona se inmiscuyó en mi territorio, pero fue un accidente y no hay motivo para que me enfurezca”. O: “Bueno, violé un poco mi territorio, pero no es nada importante. No vale la pena enfadarse por eso”. Pero de tanto en tanto, después de pensarlo un par de días, tal vez decidamos que de hecho, alguien violó seriamente nuestro territorio. En ese caso, quizá sea necesario acercarse a esa persona y decirle: “Escucha, debo hacerte una observación”. Y en ocasiones, puede que sea necesario enfurecerse enseguida y reaccionar en el acto contra esa persona. O sea que existen por lo menos cinco maneras diferentes de reaccionar cuando se activa nuestro centro del enojo. No sólo necesitamos conocer esas formas de reacción sino que también debemos aprender cuál es la reacción apropiada para cada situación específica. Es una tarea increíblemente compleja, y por ello, no es de extrañar que muy pocas personas aprendan a manejar bien su enojo antes de cumplir los treinta o los cuarenta años y que muchas no aprendan nunca. Culpar y juzgar Cuando nos enojamos y culpamos a alguien por enfurecernos, también estamos juzgando a esa persona, como si ella hubiera pecado contra nosotros de alguna manera. Cuando yo tenía dieciséis años, gané mi primer y único concurso de oratoria sobre el tema: “No juzgues y no serás juzgado”. Pontificando las palabras de Jesús, declaré que no debíamos emitir juicios sobre las personas y me gané un tubo de pelotas de tenis. Hoy ya no creo que sea posible vivir sin emitir juicios acerca de otra gente. Tenemos que expresar juicios acerca de con quién debemos casarnos y con quién no, cuándo intervenir en las vidas de nuestros hijos y cuándo no hacerlo, sobre a quién emplear o a quién despedir. En realidad, la calidad de nuestra vida está determinada por la calidad de nuestros juicios. No estoy contradiciendo a Jesús. En primer lugar, Sus palabras son a menudo mal interpretadas. Jesús dijo: “No juzgues si no quieres ser juzgado”. No dijo: “Nunca juzgues”. Pero cada vez que usted juzgue, esté preparado para ser juzgado. En segundo lugar, Él añadió al instante: “Hipócrita! Primero quita la viga” (o la maderita, era un carpintero, recuerde) “de tu propio ojo y entonces podrás ver la paja” (o la astilla) “en el ojo ajeno”. En otras palabras, Jesús dijo que primero hay que juzgarse a uno mismo antes de juzgar a otros. Sobre este mismo tema, Jesús también manifestó, al enfrentarse a una multitud airada a punto de apedrear a una mujer adúltera: “El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra”. Como todos somos pecadores, ¿eso significa que no debemos arrojar piedras, que no debemos culpar ni
juzgar a nadie? De hecho, nadie arrojó una piedra a la mujer y Jesús se volvió hacia ella y le dijo: “¿Nadie te ha condenado? Pues yo tampoco te condeno”. De nuevo enseñó que hay que juzgarse a uno misivo antes de juzgar a otros. Pero a pesar del hecho de que todos somos pecadores, de tanto en tanto es necesario que lancemos una piedra. Por ejemplo, cuando decimos a un empleado: “Este es el cuarto año consecutivo en que no has cumplido con tus objetivos de rendimiento, la sexta vez que te sorprendo mintiendo, y me temo que tendrás que irte. Tendré que despedirte”. Despedir a alguien es una decisión dolorosísima y brutal. ¿Cómo saber que se está tornando la decisión acertada en el momento acertado? ¿Cómo saber que es correcto culpar a esa persona? La respuesta es que uno no lo sabe. Pero siempre hay que observarse a uno mismo primero. Aún cuando uno descubra que no tiene opción, salvo despedir a esa persona, tal vez también descubra que hay muchas cosas que uno podría haber hecho —y no hizo— que le habrían ahorrado esa decisión. Debe usted formularse preguntas como: “¿.Me preocupé por esta persona y por sus problemas? ¿La enfrenté cuando la sorprendí mintiendo la primera vez, o acaso esa confrontación era demasiado difícil para mi y la dejé pasar hasta que la situación se tomó insostenible?” Si responde a esas preguntas con honestidad, puede que llegue a la conclusión de que tratará a otros empleados de una manera diferente y que, en el futuro, se ahorre usted un juicio tan brutal. La agonía de no saber Pero cómo saber con exactitud cuándo ha llegado el tiempo de la culpa o el juicio apropiados antes que el de la autocrítica? Cuando comencé a hablar en público, no sabía si era correcto hacerlo. ¿Era de veras lo que Dios esperaba de mí o acaso lo hacía impulsado por mi ego, que se deleitaba tanto en el rugido de la multitud? Lo ignoraba, y agonizaba continuamente en busca de la respuesta. Por fin, conseguí ayuda... y esto refuerza mi punto anterior acerca de que todo cuanto ocurre en la vida tiene como propósito ayudar a nuestro crecimiento espiritual y que, en este sentido, nos necesitamos mucho unos a otros. Compartí la agonía que experimentaba con la persona que patrocinaba mi segunda conferencia. Un mes después de esa conferencia, esa persona me envió un poema que había escrito. No lo había escrito pensando mí, pero los últimos versos de ese poema eran exactamente lo que yo necesitaba escuchar en ese momento: La verdad es que lo deseo, y el precio que debo pagar es hacer la pregunta una y otra y otra vez. Al leer la poesía, me di cuenta de que había estado esperando algún tipo de revelación de Dios, una fórmula que diría: “Sí, Scotty, habla para siempre”. O: “No, Scotty. jamás abras la boca”. Pero no había una fórmula, ninguna respuesta fácil, y supe que lo que tendría que hacer cada vez que fuera invitado a pronunciar una conferencia, cada año que planeara mi programa de conferencias, sería formular la pregunta una y otra y otra vez: “Dios, ¿esto es lo que quieres que yo haga ahora?” Todo lo que cada uno de nosotros puede hacer en cada oportunidad en que se enfrente a una decisión penosa es hacer la pregunta y agonizar por la respuesta. Por ejemplo, si fuera usted madre o padre de una hija de dieciséis años que lo confrontara con un pedido de salir y volver a las dos de la madrugada un sábado por la noche, ¿qué haría? Hay tres formas en que los padres podrían responder. Una sería decir: “No, por supuesto que no puedes. Sabes muy bien que tu límite son las diez”. Otro modo sería: “Seguro, querida, como
quieras”. Esas son lo que podría denominarse respuestas derechistas e izquierdistas. Pero a pesar de que son extremos opuestos del espectro, tienen algo en común: son respuestas impulsivas, formulistas. No requieren ninguna energía por parte de los padres. En mi opinión, lo que harían los buenos padres seria preguntarse a si mismos: “¿Debemos o no debemos permitirle regresar a las dos de la madrugada este sábado en la noche?” Y es probable que se conteslen: “No lo sabremnos. Es cierto que su límite son las diez de la noche, pero lo lijamos cuando ella tenía catorce años y ha dejado de ser un límite realista. Por otra parte, habrá alcohol en la fiesta a la que asistirá este sábado y eso es preocupante. Aunque, bueno, ella obtiene buenas notas en la escuela, hace sus tareas y es obvio que posee un sentido de la responsabilidad. Sin embargo, el muchacho con el que saldrá tiene aspecto de perdedor nato. ¿Debemos o no debemos permitírselo? ¿Y si llegamos a un acuerdo? ¿Cuál sería una hora adecuada? Lo ignoramos. ¿Medianoche, las once, la una? No lo sabemos’’. En última instancia, no importa demasiado lo que esos padres decidan. Porque aun cuando la hija no se alegre demasiado con la decisión final, de todos modos sabrá que ha sido tomada en serio, porque su pregunta ha sido tomada en serio. Y sabrá que es amada, ya que es lo bastante valiosa para que sus padres se angustien por la duda. Éste es precisamente el motivo por el cual, cuando me preguntan “Doctor Peck, ¿puede darme una fórmula para que pueda saber cuando es el momento acertado para culpar y cuando no lo es?”, respondo: “No puedo darle ninguna fórmula”. Cada instancia es diferente, única, y en cada ocasión, si busca usted la verdad, tendrá que formular la pregunta. Si hace esto, es probable que tome la decisión adecuada, pero también tendrá que soportar el dolor de no saber con seguridad si ha hecho lo correcto. La verdad y la voluntad Acabo de hablar sobre la verdad y sobre Dios. La afinidad entre ambos no es accidental, porque cuando hablamos de la verdad, estamos hablando de algo superior a nosotros. Estamos hablando sobre nuestra “búsqueda de” y nuestro sometimiento a un “Poder Superior”. En caso de que se vea tentado a descartar lo que digo como una noción primitiva y “religiosa”, permítame señalar que la ciencia es una conducta sometida a la verdad. El método científico no es más que una serie de convenciones y procedimientos que hemos desarrollado a lo largo de los siglos en beneficio de la verdad, con el fin de combatir nuestra tendencia tan humana a querer engañarnos a nosotros mismos. De tal manera, la ciencia está sometida a un árbitro superior, a un poder superior: la verdad. Mahatma Gandhi dijo: “La verdad es Dios y Dios es la verdad”. Creo que Dios es también luz y amor, pero sin duda es la verdad. Por esto, planteo que la búsqueda del conocimiento científico, aun cuando no responda todos los interrogantes, es, en su condición, una conducta muy divina… una conducta que implica la sumisión a un poder superior. La única causa mayor de la acusación inapropiada es la combinación de una voluntad fuerte con la falta de sometimiento a un poder superior. Una voluntad fuerte, creo, es el mejor bien que un ser humano puede poseer, no porque garantice el éxito o la virtud sino porque una voluntad débil casi garantiza el fracaso. Son las personas de voluntad fuerte las que progresan en psicoterapia, las que tienen esa voluntad misteriosa de crecer. De modo que es un gran bien y una gran bendición. Pero todas las bendiciones son maldiciones potenciales, todas tienen sus efectos secundarios. Y el peor efecto secundario de una voluntad fuerte es un carácter fuerte: el enojo. Solía explicar esto a mis pacientes diciéndoles que poseer una voluntad débil es como tener un burro pequeño en el patio trasero. El burro no nos hará daño; a lo sumo se comerá nuestros
tulipanes. Pero tampoco nos ayudará mucho. Por otra parte, poseer una voluntad fuerte es como tener una docena de percherones en el patio trasero. Estos caballos son enormes y poseen una fuerza extraordinaria, y si no se los adiestra, disciplina y somete como es debido, tirarán nuestra casa abajo. Pero si se los adiestra, disciplina y somete con propiedad, podremos literalmente mover montañas con ellos. ¿Pero a qué debe someterse la voluntad? No puede usted someterla a su propia voluntad porque de esa manera continúa sin estar sometida. Su voluntad ha de estar sometida a un poder superior a usted mismo. La distinción entre la voluntad sometida y la voluntad no sometida fue bellamente trazada por Gerald May en su libro Will and Sprit. El primer capítulo de ese libro se titula “Buena voluntad y obstinación”. La obstinación caracteriza a la voluntad humana no sometida, en tanto que la buena voluntad se identifica con la voluntad fuerte de una persona que está dispuesta a ir adonde se la llame, o a ser guiada por un poder superior. Esta distinción también fue descrita poéticamente en esa pieza de teatro magnífica llamada Equus. La obra trata sobre un niño que ha cegado a seis caballos, y sobre el psiquiatra que lo atiende, Martin Dysart, quien atraviesa una crisis espiritual al llegar a la mitad de su vida. Al final de la obra, cuando explica cómo ha superado su crisis, Dysart manífiesta: “… No puedo decir que fue ordenado por Dios: no puedo ir tan lejos. Pero le rendiré homenaje como si lo hubiera sido. Ahora tengo en la boca esta dura cadena. Y ya no sale…” El juego de la culpa No es casual que las personas que cometen los peores males en este mundo no reconozcan un poder superior a sí mismas. Los malos son hombres y mujeres de carácter muy fuerte. Y como son narcisistas, egoístas, y su voluntad es suprema, son los que más se dedican a culpar de manera inapropiada y destructiva. Son aquellos que no pueden —que no quieren— quitarse la viga de su propio ojo. La mayoría de nosotros, si existe evidencia a nuestro alrededor que seña a nuestra culpa e imperfección, si esa evidencia nos empuja contra la pared, por lo general admitimos que algo está mal y realizamos algún tipo de autocorrección. A los que no lo hacen, yo los llamo “gente de la mentira”, porque una de sus características distintivas es su capacidad para mentirse a si mismos, así como a otros, e insistir en ignorar sus propios defectos o maldades. El móvil que los guía es sentirse bien consigo mismos, a cualquier precio, en todo momento, sin importar la evidencia que pueda apuntar a su culpa o imperfección. En vez de utilizar la evidencia para hacer alguna especie de autocorrección, a menudo se abocarán, a expensas de una gran energía, a intentar exterminarla. Usarán todo el poder a su disposición para imponer su voluntad a otros a fin de proteger sus propios y enfermos. Y allí es donde cometen los peores males, en ese exterminio inadecuado, en esa acusación inapropiada. Es importante darse cuenta de que culpar es divertido. El enojo es divertido. El odio es divertido. Y como toda actividad placentera, crea hábito, uno queda atrapado. El grado de insidia de esta actitud me fue revelado mientras leía literatura sobre la posesión demoníaca. Me había topado con varias descripciones de una persona supuestamente poseída sentada en un rincón mordisqueándose el tobillo. Y esto me recordó algunos cuadros medievales sobre el Infierno, en los que se puede apreciar el mismo tipo de figura: una persona condenada mordisqueándose el tobillo. Me pareció una posición muy extraña e incómoda para adoptar. No le encontraba sentido, hasta que leí un pequeño libro de Frederick Buechner, llamado Wishful Thinking: a Theological ABC. Al comienzo de ese libro, bajo la letra A, Buechner enumera “El enojo” y lo compara con roer un hueso. Siempre hay un poquito más de tendón, siempre un
poco más de médula, siempre queda un poquito, y uno no para de mordisquear. El único problema, dice Buechner, es que el hueso que uno roe es uno mismo. Culpara otros se convierte en un hábito. Y usted termina mordisqueando ese hueso, una y otra vez, en tanto recuerda cómo alguien lo ha agraviado. Por este motivo, el juego psicológico más común podría llamarse “El juego de la culpa”. El término “juego psicológico” fue acuñado por el gran psiquiatra Eric Berne —ya fallecido—, en su libro Games People Play (los juegos que la gente juega). Berne no escribió sobre juegos entretenidos, aunque puede haber algunas analogías, ya que sin duda, los juegos psicológicos pueden ser divertidos, en cierto modo. En cambio. Berne definió un juego psicológico como una “interacción repetitiva” entre dos o más partes con una “ganancia tácita”. Por “interacción repetitiva” se refería a algo que no sólo produce hábito sino que además está estancado, una especie de círculo vano y monótono, vicioso. Por “ganancia tácita” quería decir que hay algo implícito, algo debajo de la superficie, algo solapado, incluso algo manipulador acerca de los juegos psicológicos. “El juego de la culpa” también podría llamarse “El juego de ‘si no fuera por ti’”. Casi todos nosotros lo hemos jugado. Es e1juego marital más común. Por ejemplo, Mary diría: “Bueno, sé que soy regañona, pero eso es porque John tiene esa coraza, emocional alrededor. Tengo que refunfuñar para atravesarla y llegar a él. Si no fuera por la coraza de John, no sería regañona”. Y John diría: “Bueno, sé que tengo una coraza alrededor, pero eso es porque Mary es regañona. Necesito esa coraza para protegerme de sus regaños. Si no fuera porque Mary es regañona, no tendría esta coraza”. O sea que estos juegos poseen una especie de cualidad circular y repetitiva que es difícil de interrumpir. Y al explicar cómo detener un juego psicológico, Berne expresó una de las únicas dos grandes verdades que conozco que no son una paradoja. Dijo que la única manera de detener un juego es deteniéndose. Esto suena simple, pero en realidad, es extremadamente difícil. ¿Cómo se detiene uno? ¿Recuerda cómo se juega al Monopolio? Puede usted estar sentado y comentar: —Pienso que este juego es en verdad estúpido. Lo hemos estado jugando durante cuatro horas. Es realmente infantil. Tengo muchas cosas mejores que debería estar haciendo. —Pero después pasa el “Siga” y dice: —Denme mis doscientos dólares. No importa cuánto se queje usted del juego, mientras continúe juntando sus doscientos dólares cada vez que pase el “Siga”, el juego proseguirá. Y si hay dos participantes, podría seguir para siempre a menos que un jugador se levante y diga: —No juego más. Entonces, el otro jugador podría contestar: —Pero Joe, acabas de pasar el “Siga”. Aquí están tus doscientos dólares. —No, gracias, no juego más. —Pero Joe, tus doscientos dólares. —¿No me oíste? No juego más. La única manera de detener un juego es deteniéndose. Detener el juego de la culpa se llama perdonar. Eso es precisamente perdonar: el proceso de detener, de concluir, el juego de la culpa. Y es arduo. La realidad del mal Actualmente, un gran número de personas que se están volviendo hacia todo tipo de religiones han sido inducidas a creer que perdonar es fácil. Perdonar es fácil sólo cuando uno se convence de que el mal no existe. Y no es así.
Esta percepción falsa puede guiar a las personas a ciertas trampas, un ejemplo de lo cual puede encontrarse en un libro muy popular del movimiento New Age. llamado Love is Letting Go of Fear (El amor es deja ir el temor), de Gerald Jampolski. un colega psiquiatra. Su libro trata sobre el perdón, un tema terriblemente importante, pero mi problema con él es que Jampolski lo presenta como si fuera fácil. Formula la declaración general de que en vez de realizar juicios sobre las personas, debemos buscar el bien dentro de ellas, buscar a Dios dentro de ellas, y afirmarlas. Siempre recelo de las ideas y conceptos generales porque tienden a ser simplistas y a meter a la gente en dificultades. Recuerdo las palabras de un antiguo maestro sufí: “Cuando digo ‘llora’, no quiero decir que llores siempre. Y cuando digo ‘no llores’, no pretendo que te conviertas en un bufón permanente”. Pero por desgracia, en el movimiento New Age, muchas personas han llegado a crear que “afirmar” significa “afirmar siempre”. Coincido en que en un noventa por ciento de los casos, eso es exactamente lo que hay que hacer, pero quizás el diez por ciento de las veces —cuando uno se enfrenta a alguien como Hitler— afirmar es por cierto lo peor que puede hacer. No se equivoque, el perdón y la afirmación no son la misma cosa. Afirmar es una manera de evitar mirar el mal. Es decir: “Bueno, sí, mi padrastro abusaba de mí cuando yo era niña, pero eso era parte de su debilidad humana porque a él también lo lastimaron en su infancia”. Perdonar, por otra parte, requiere enfrentar el mal con decisión. Es decir a su padrastro: “Lo que hiciste estuvo mal, a pesar de las razones que pudieras haber tenido. Cometiste un crimen conmigo. Soy conciente de ello, pero de todos modos, te perdono”. Eso no es ni remotamente fácil. Perdonar de verdad constituye un proceso duro y penoso, pero es absolutamente necesario para la salud mental. El perdón fácil Gran cantidad de personas sufren el problema que he denominado e1 “perdón fácil”. Llegan a la primera sesión con el terapeuta y afirman: “Bueno, sé que no tuve la mas maravillosa de las infancias, pero mis padres hicieron lo que pudieron y los he perdonado”. Pero a medide que el terapeuta los va conociendo, descubre que no han perdonado a sus padres en absoluto. Simplemente se han convencido de ello. Con esta clase de gente, la primera parte de la terapia consiste en enjuiciar a sus padres. Es una tarea abrumadora. Requiere alegatos para la fiscalía y alegatos para la defensa, y luego apelaciones y contra-apelaciones hasta que por fin se pronuncia un veredicto. Debido a que este proceso demanda tanto trabajo, la mayoría de las personas opta por el perdón fácil. Pero no es hasta que se pronuncia un veredicto de culpabilidad (“No, mis padres no hicieron todo lo que pudieron; podrían haber hecho más; cometieron ciertos agravios contra mí”) cuando la tarea del perdón real puede comenzar. No se puede perdonar a alguien por un crimen que no cometió. Sólo después de un veredicto de culpabilidad puede haber perdón. La culpa y el masoquismo Muchas personas que recurren a la terapia sufren de masoquismo. Y por masoquismo no me refiero a que obtienen placer sexual del dolor físico, sino sencillamente, a que en alguna forma extraña, son autodestructivos crónicos. Un ejemplo típico sería el de un hombre brillante, competente y que progresa con rapidez en su actividad, pero que a los veintiséis años, cuando
está a punto de convertirse en el vicepresidente más joven de la empresa, hace algo atroz, arruina todo y es despedido. Como es tan inteligente, es contratado enseguida por otra compañía, asciende de modo meteórico y a los veintiocho años, en el momento en que está por ser promovido, vuelve a hacer algo atroz, arruina todo y es despedido. Y después de que esto sucede por tercera vez, tal vez se dé cuenta de que está siguiendo una especie de esquema destructivo crónico, un esquema masoquista. Otro ejemplo podría ser el de una mujer hermosa, talentosa, encantadora y eficiente, pero que siempre sale con perdedores. Los individuos que exhiben estos esquemas autodestructivos crónicos suelen ser también víctimas del perdón fácil. Se los escuchará decir: “Ah, no tuve la mejor de las infancias, pero mis padres hicieron todo lo que pudieron”. Para explicar por qué el perdón fácil no sirve y por qué el perdón real resulta esencial para escapar de estas trampas autodestructivas, permítame explicar primero algo acerca de lo que sustenta este masoquismo. La mejor manera que conozco de hacer esto es observar la psicodinámica en los niños, puesto que lo que puede considerarse psicopatológico —una enfermedad mental— en los adultos es con frecuencia muy normal en los niños. Tomemos como ejemplo a Johnny, un niño de cuatro años que desea hacer pasteles de lodo en el living. La mamá le dice: —No, Johnny, no puedes hacer eso. Pero Johnny insiste: —Si puedo. Así que la mamá insiste: —¡No, no puedes! Y Johnny sube la escalera llorando, entra en su cuarto, da un portazo y empieza a sollozar. Al cabo de cinco minutos, los sollozos se extinguen, pero el niño permanece en su dormitorio y después de media hora, su madre piensa que debe hacer algo para levantarle el ánimo. Sabe que nada le gusta más a su hijo en el mundo que los cucuruchos de helado de chocolate. De manera que le prepara uno con mucho cariño, y sube. Encuentra a Johnny todavía enfurruñado en un rincón de la habitación. —Toma, Johnny. Te preparé un cucurucho de helado de chocolate —le dice. Y Johnny grita: —¡No! —Y de una palmada, lo tira al piso. Eso es masoquismo. A Johnny se le está ofreciendo lo que más le gusta en el mundo y él lo rechaza. ¿Por qué? Obviamente, la razón es que en ese momento en particular, Johnny está más centrado en odiar a su madre que en querer un helado. Y eso es masoquismo. Siempre es sadismo encubierto. Odio encubierto. Ira encubierta. Las personas autodestructivas que vienen a terapia juegan el Juego de la Culpa. En algún nivel inconsciente, dicen: “¡Miren cómo me jodieron mis padres!” (Por lo general, tiene que ver con los padres.) Si ése es el hueso que están royendo (y recuerde, siempre están royéndose a sí mismos), su principal motivo inconsciente será mostrar al mundo cómo los jodieron esos bastardos. Si son saludables y les va bastante bien desde el punto de vista financiero, si su matrimonio funciona y sus hijos son unas maravillas, cómo van a decir: “¡Miren cómo me jodieron!” No pueden, ¿verdad? Pero si ese es su hueso, ¡a única manera de continuar royéndolo es persistir en seguir jodidos. Y la única forma en que pueden modificar esa actitud es perdonando a sus adres, perdonándolos de verdad. Y eso es difícil, muy difícil. La necesidad de perdonar Un paciente mío, cuyos padres le habían hecho pasar un infierno cuando era niño y que estaba trabajando sobre esto, me comentó: —¿Sabe? Podría perdonarlos si pudiera enfrentarlos y decirles cómo me han lastimado y si ellos se disculparan. O al menos si escucharan. Pero si voy y les explico cómo me han herido, me dirán que lo inventé todo. Se negarán incluso a recordar lo que han hecho. Yo soy quien ha sufrido. Ellos me infligieron todo ese dolor. Ellos no sufrieron nada, ¿y usted espera que yo los perdone a ellos? Contesté: —Sí.
La razón es que es necesario para curarse. Por más penoso que sea. Debo explicar a esos pacientes que no se curarán hasta que logren perdonar a sus padres, al margen de que sus padres se disculpen o siquiera los escuchen. Hay un par de cosas comunes que solía escuchar de pacientes que se resistían a la necesidad de perdonar de verdad. Un paciente me preguntaba: —¿Por qué tenemos que hablar de todas estas cosas horribles? Siempre estamos hablando de las cosas malas que hicieron mis padres y eso no es justo para ellos. También hicieron cosas buenas. Esto no es objetivo. Y yo respondía: —Es evidente que sus padres hicieron algunas cosas buenas. Por empezar, está usted vivo, y ni siquiera estaría vivo si ellos no hubieran hecho algo bien. Pero el motivo por el que nos concentramos en las cosas malas es debido a la Ley de Sutton. El paciente me miraba con desconcierto. —¿La Ley de Sutton? Y yo explicaba: —Sí, es una ley llamada así por Willie Sutton, un famoso ladrón de Bancos. Cuando un periodista preguntó a Sutton por qué robaba Bancos, él contestó: “Porque allí es donde está el dinero”. Los psicoterapeutas nos concentramos en las cosas malas porque allí es donde está la recompensa —no sólo para nosotros sino para nuestros pacientes—, porque allí es donde están las heridas y las cicatrices, porque ésas son las áreas que necesitan ser miradas. Otra cosa incluso más primitiva que solía escuchar decir a las personas cuando acudían por primera vez a terapia era: —¿Por qué tenemos que desenterrar todo esto del pasado? ¿Por qué no mejor olvidarlo? La razón es que no podemos olvidar nada. No podemos olvidar de verdad. Sólo podemos perdonar realmente, aunque a fin de evitar realizar el duro trabajo de perdonar, solemos intentar expulsar la afrenta de nuestras mentes. A riesgo de que a veces las personas puedan inventar recuerdos falsos, a través del mecanismo conocido como “represión”, es posible expulsar de la conciencia el recuerdo de algo que nos ocurrió. No podemos recordarlo concientemente, pero no desaparece cuando hacemos esto. De hecho, se convierte en un fantasma que nos obsesiona y termina siendo peor que si lo recordáramos. Es posible, por ejemplo, en el caso de mujeres que han sufrido abuso sexual con reiteración, semana tras semana tras semana durante un período de dos o tres años por su padre o su padrastro, que lo olviden de verdad. Ni siquiera recuerdan que haya sucedido porque lo han reprimido. Pero luego estas mujeres acaban en terapia, casi siempre porque las relaciones que intentan establecer con los hombres en sus vidas son abominables. La experiencia pasada, que no pueden recordar, continúa obsesionándolas. Por eso digo a mis pacientes que, en verdad, no podemos olvidar nada. Lo mejor que podemos hacer es aceptar el pasado de manera tal de poder recordarlo sin dolor. En consecuencia, el primer paso para seguridad de la alianza terapéutica es recordar los crímenes que fueron cometidos. Luego sobreviene la ira. Debe sobrevenir, al igual que el juicio y la mención de los crímenes. Pero más allá de cierto punto, cuanto más se aferre usted a esa ira, más continuará lastimándose. El proceso de perdonar —de hecho, el principal motivo para perdonar— es egoísta. El motivo para perdonar a otros no es el bien de ellos. Es improbable que sepan que necesitan ser perdonados. Es improbable que recuerden su agravio. Es posible que digan: “Lo inventaste”. Tal vez estén muertos. La razón para perdonar es nuestro propio beneficio. Nuestra propia
salud. Puesto que más allá de ese punto necesario para la curación, si nos aferramos a nuestro enojo, dejamos de crecer y nuestra alma comienza a marchitarse.
CAPÍTULO TRES - El tema de la muerte y el sentido
Hay un poema de Carl Sandburg titulado “Limitado”: Estoy viajando en un expreso limitado, uno de los mejores trenes de la nación. Precipitándose a través de la pradera, en medio de la neblina azul y el aire oscuro, van los quince coches de acero con mil personas. (Todos los coches serán chatarra y herrumbre y ttodos los hombres y mujeres que ríen en los coches comedores y en los coches dormitorios serán cenizas.) Pregunto a un hombre en el coche de fumadores adónde va y responde: “A Omaha”. Ésta es —por si no se ha dado cuenta— una poesía sobre la muerte, un resumen particularmente sucinto e incisivo de nuestra actitud hacia este tema tan ignorado, pero que me ha fascinado desde que tengo uso de razón. Se podría decir que he vivido un romance con la muerte desde que era un adolescente, lo cual no implica que haya sido suicida. Era, más bien, una reacción al medio en que fui criado. Pasé mi niñez en un lugar donde las superficialidades eran consideradas de máxima importancia. Era crucial en la vida de uno saber qué cubierto usar. Hace algunos años, estuvo de moda hacer ciertos regalos convencionales para Navidad. Compré a mi esposa un delantal con un gran pato silvestre estampado, y sobre él, impresa con grandes letras, esta frase: EL CUBIERTO CORRECTO ANTES QUE LA VERDAD. Así fue mi infancia. “El atuendo hace al hombre”, entonaban mis padres docenas de veces. La desilusión era segura, porque tarde o temprano, era inevitable que yo conociera a un idiota bien vestido. De modo que a una edad relativamente temprana, tal vez por un espíritu de rebelión, me dije: “Olvida las superficialidades. ¿Qué es de verdad importante?” Adopté el hábito de mirar debajo de la superficie de las cosas, un hábito que me ha sido muy útil desde entonces. Y cuando me pregunté qué era lo más importante de nuestra existencia humana, lo primero que me vino a la mente fue que es limitada. Todos vamos a morir. Allí se inició mi aventura romántica con la muerte. Como adulto, he llegado a admitir que la muerte puede no ser la cosa más importante de nuestra existencia, pero tal vez sea la segunda más importante. Y parte del proceso de crecer es reconocer el hecho de que todos vamos a morir. Todos nos convertiremos en chatarra y herrumbre y cenizas. A muchos de nosotros, saber que la vida es limitada nos produce una inmensa sensación de vacío. Si vamos a ser segados por la Muerte como si fuéramos paja, ¿qué posible sentido puede tener nuestra miserable existencia humana? Es cierto, quizá vivamos un poco más a través de nuestros hijos, pero a medida que las generaciones se sucedan con rapidez, el recuerdo de nuestro nombre se perderá. Tal vez recuerde usted el famoso poema de Shelley. “Ozymandias”, en el que describe los restos de una estatua en el desierto. En el pedestal, figura la siguiente inscripción: Mi nombre es Ozvmandias. Rey de Reyes: ¡Mirad mis obras, hombres poderosos, y desesperad!
Sin embargo, todo lo que queda de la estatua es el pedestal: dos enormes piernas de piedra, sin tronco, y un rostro hecho añicos y semienterrado en la arena... y nadie recuerda quién era el hombre. De modo que aun cuando sea usted de los muy pocos que logran dejar su huella en la historia humana, a medida que transcurran los siglos, incluso esa huella se perderá. “La vida es una sombra que camina”, se lamenta el Macbeth de Shakespeare. “Es una historia contada por un idiota, llena de ruidos y furia, sin sentido.” El miedo a la muerte ¿Es eso verdad? ¿Que la vida no tiene sentido… y que aún cuando lo tuviera, la muerte lo borra de un plumazo? ¿Acaso todo es inútil? No lo creo así. La muerte es lo opuesto de lo que pensamos. arrebatadora, sino más bien, una dadora de significado.
La muerte no es una
Por sobre todas las cosas, mi aventura romántica con la muerte me ha proporcionado un sentido del significado de esta vida. La muerte es una amante magnífica. Si padece usted una sensación de vacío o displicencia, lo mejor que puedo sugerirle es que entable una seria relación con el fin de su existencia. Como todo gran amor, la muerte está llena de misterio, y eso la vuelve muy excitante. Ya que en tanto afronte usted el misterio de su muerte, descubrirá el sentido de su vida. Por supuesto, a la mayoría de las personas les desagrada enfrentarse con la idea de su propia muerte. Ni siquiera desean pensar en eso. Quieren excluirlo de su conciencia, y al hacerlo, la limitan. Así, el título del poema de Sandburg, “Limitado”, no sólo se refiere al tren sino que posee un significado más amplio. La vida es limitada y el hombre que dice que viaja a Omaha está limitado en su conciencia de su verdadero destino: la muerte. Pero descubrirá usted que las personas que no son tan limitadas —como muchos de los grandes escritores y pensadores— tarde o temprano acaban fascinadas con la muerte. Albert Schweitzer escribió: “Si queremos llegar a ser buenas personas de verdad, debemos familiarizarnos con la idea de la muerte. No necesitamos pensar en ella todos los días ni a cada hora. Pero cuando la senda de la vida nos conduzca a una posición ventajosa donde el paisaje alrededor desaparezca, y contemplemos la vista distante hasta el mismo final, no cerremos los ojos. Hagamos una pausa por un momento, observemos el paisaje lejano, y luego prosigamos. Pensar en la muerte de este modo produce amor por la vida. Cuando estamos familiarizados con la muerte, aceptamos cada semana, cada día, como un don. Sólo cuando somos capaces de aceptar así la vida —poco a poco— ésta se torna preciosa.” Esa no es la forma usual en que consideramos la muerte. En mi práctica con la psicoterapia, descubrí que tenía que presionar al menos a la mitad de mis pacientes para que enfrentaran la realidad de su muerte. De hecho, su renuencia a hacerlo parecía formar parte de su enfermedad. La vida les resultaba a la vez tediosa y atemorizante. No visitaban a sus amigos en el hospital, pasaban por alto las páginas de los avisos fúnebres y olvidaban escribir cartas de condolencia. Y por las noches, despertaban empapados en sudor, soñando que se ahogaban. A menos que yo consiguiera que traspasaran esos limites autoimpuestos a su conciencia, no habría una curación
total. No podemos vivir con coraje y confianza hasta lograr entablar una relación con nuestra propia muerte. En realidad, no podemos vivir con plenitud a menos que haya algo por lo que estemos dispuestos a morir. Estos límites a la conciencia de la gente pueden ser debilitantes. A principios de mi práctica, me visitó un hombre que llegó en estado de pánico unos tres días después de que su cuñado se había suicidado de un tiro en la cabeza. El hombre estaba tan aterrorizado que ni siquiera pudo venir solo al consultorio. La esposa debió acompañarlo y sostenerle la mano. El sujeto se sentó y comenzó a divagar: —¿Sabe, doctor? Mi cuñado se pegó un tiro en la cabeza. Quiero decir, tenía una pistola, y eso bastó, me refiero a que apenas una pequeña bala, y ahora está muerto. Quiero decir, eso bastó. Si yo tuviera un arma.., aunque no tengo un arma.., pero si la tuviera y quisiera matarme, me refiero a que todo lo que haría falta sería… quiero decir, no me quiero matar, pero me refiero a que... todo lo que... apenas eso. Mientras lo escuchaba, fue evidente que lo que había precipitado su pánico no era el dolor por la muerte de su cuñado sino el hecho de que ese acontecimiento lo había puesto en contacto con su propia mortalidad. Se lo dije. El hombre me contradijo al instante. —¡Oh, no tengo miedo de morir! En ese momento, intervino la mujer: —Bueno, querido —aventuró—, tal vez debas contarle al doctor acerca de los coches fúnebres y las funerarias. El esposo procedió a explicarme que tenía fobia a los coches fúnebres y a las funerarias, en realidad, a un grado tal, que en el camino de ida y de vuelta al trabajo, se desviaba tres cuadras —seis cuadras en total cada día— nada más que para evitar pasar frente a una funeraria. Además, cada vez que veía un coche fúnebre, tenía que volverse, o mejor aún, zambullirse en el vano de una puerta, o incluso mejor, entrar en un bar. —Tiene usted un verdadero temor a la muerte —comenté. Pero el sujeto continuó insistiendo: —No. no, no. No temo morir. Son sólo esos malditos coches fúnebres y las funerarias lo que me perturba. Desde el punto de vista de la psicodinámica, las fobias suelen resultar de un mecanismo llamado “desplazamiento”. Este hombre tenía tanto miedo de morir, que no podía ni siquiera afrontar su temor a la muerte y lo desplazaba a los coches fúnebres y las funerarias. Como tiendo a usar a pacientes psiquiátricos como ejemplos, usted podría creer que son más cobardes y temerosos que la mayoría. No es así. Aquellos que acuden a psicoterapia son los más sensatos y valientes de entre nosotros. Todas las personas tienen problemas, pero lo que suelen hacer es fingir que esos problemas no existen, buir de las dificultades, ahogarlas en el alcohol o ignorarlas de alguna otra manera. Solamente los más cuerdos e intrépidos están dispuestos a someterse al difícil proceso de autoexaminación que tiene lugar en el consultorio de un psicoterapeuta. La verdad es que vivimos en una cultura cobarde y negadora de la muerte. Una colega psiquiatra me contó una vez que en su ciudad, después de que un estudiante secundario murió de leucemia y otro falleció en un accidente automovilístico, los alumnos solicitaron al director que incorporara una asignatura electiva y sin calificación académica sobre la muerte y el morir. Hasta intervino un ministro, quien se ofreció a organizar la asignatura y a buscar profesores que la dictaran en forma gratuita, de modo que no le costara nada a nadie. Pero cualquier asignatura nueva en el sistema de esa escuela debía ser aprobada por la Junta Escolar, y ésta de inmediato votó nueve a uno en contra por considerarla morbosa. Unas treinta
o cuarenta personas enviaron cartas al periódico en las que protestaban contra esa decisión, y uno de los editores del diario escribió un artículo sobre el tema. Hubo suficiente alboroto para forzar a la Junta Escolar a reconsiderar su decisión. La Junta lo hizo, y una vez más, votó nueve a uno en contra. En mi opinión, no fue accidental que, tal como me contó mi colega, todos los que enviaron una carta al periódico, el editor que escribió el artículo y el único miembro de la Junta Escolar que votó a favor de la asignatura fueran personas que estaban en terapia o lo habían estado. Como manifesté, los pacientes psiquiátricos no son más cobardes que la mayoría. Son más valientes. Elegir cuándo morir En nuestra cultura negadora de la muerte, la muerte es considerada un accidente, algo que se abate sobre nosotros sin ton ni son, y sin que tengamos el más mínimo control sobre ella. Esto es muy lamentable, ya que estamos atrapados en un círculo vicioso. Como tenemos tanto miedo de la muerte, tememos acercarnos lo bastante a ella para ver que tenemos menos que temer de lo que pensábamos. Nuestra visión cultural de la muerte como un accidente sin ton ni son es de plano equivocada. De hecho, la mayoría de nosotros elegimos cuándo, dónde o cómo morir. Puede parecer espantoso, pero es cierto. Casi todos nosotros —al menos en cierto grado— tomaremos esa decisión. No me refiero a suicidios o accidentes de auto individuales u otros accidentes que podrían ser suicidios. No me refiero a alcohólicos que beben hasta matarse o a enfisémicos que continúan fumando. Tampoco me refiero a ninguno de los trastornos psicosomáticos conocidos. Me refiero a trastornos médicos como enfermedades del corazón y el cáncer, y existe evidencia científica para sustentar mi argumento. Treinta años atrás, cuando comenzó la cirugía a corazón abierto —y era mucho más peligrosa que ahora— todo el mundo se interesó. Y se descubrió que las personas que mejor podían predecir cómo se comportaría alguien como paciente de cirugía a corazón abierto no eran los cardiocirujanos ni los cardiólogos sino los psiquiatras. En un estudio, los psiquiatras entrevistaron a pacientes antes de ser operados y, basándose en las respuestas, los dividieron en grupos de alto, medio y bajo riesgo. En el grupo de bajo riesgo colocaron al tipo de hombre que al ser preguntado acerca de su cirugía de corazón, contestaría: —Bueno, está programada para el viernes y la verdad es que estoy aterrado. Pero durante los últimos ocho años, no he podido hacer nada. No he podido jugar al golf y me ha faltado mucho el aliento. Mi cirujano dice que si sobrevivo a la cirugía y al postoperatorio, estaré como nuevo en seis semanas y podré jugar al golf seis semanas después del viernes, es decir, el primero de septiembre. Ya tengo concertada mi hora de salida y estaré en el club a las ocho de la mañana, con el rocío todavía en el césped. He trazado un mapa de cada hoyo en mi mente. Ahora, en el grupo de alto riesgo, podría haber una mujer que al ser interrogada sobre su cirugía, respondería: —Bueno, ¿qué hay con ella? El psiquiatra la urgiría: —¿Por qué se operará? ¿Por qué necesita la cirugía? —Mi médico me lo aconsejó —contestaría ella. —¿Espera con ansias lo que podrá hacer después de la operación? —No he pensado en ello,
—Le ha faltado tanto el aliento, que no ha podido salir de compras en los últimos ocho años. ¿Acaso no está ansiosa por volver a hacerlo? —Oh, santo Dios, no. Me daría miedo manejar después de tantos años. Tomando sólo los extremos, lo que este estudio reveló —si mi memoria no me falla— fue que el cuarenta por ciento de los pacientes del grupo de alto riesgo murió, y el dos por ciento de las personas del grupo de bajo riesgo murió. La misma dolencia cardíaca, los mismos cirujanos, la misma cirugía, y no obstante, una diferencia veinte veces mayor en la tasa de mortalidad, que pudo ser predecida antes de la cirugía. Otro estudio con resultados asombrosos fue llevado a cabo por David Siegel, un psiquiatra de la Universidad de Stanford, quien estudió a dos grupos de mujeres con cáncer metastático. Al primer grupo se le suministró atención médica estándar; el segundo grupo también recibió atención médica estándar, pero además se requirió a las pacientes que se sometieran a psicoterapia. No fue sorprendente que el segundo grupo se quejara de menos ansiedad, menos depresión y menos dolor. Pero lo más increíble fue que después de que murieron todas las mujeres del estudio, excepto tres, Siegel descubrió que aquellas que habían estado en terapia habían vivido dos veces más que las del otro grupo. Curas “milagrosas” Los médicos han sabido durante siglos que existen casos ocasionales y muy extraordinarios de lo que se conoce como remisiones espontáneas de cáncer. Habrá oído usted de casos en que los médicos operan a una persona y declaran: “Lo abrimos y el cáncer estaba extendido por todas partes, así que no pudimos hacer nada. Era inoperable. Todo lo que pudimos hacer fue cerrarlo. A lo sumo, tiene seis meses de vida”. Pero luego, cinco, diez años después, esa persona sigue viva sin un rastro de cáncer. Uno creería que los médicos estarían absolutamente fascinados por estos casos excepcionales y que los habrían estudiado e investigado en profundidad. No lo han hecho. Durante años, los médicos han insistido en que algo así era imposible y sólo en los últimos quince años iniciaron los estudios. Todavía es demasiado temprano para que los resultados sean significativos estadísticamente (es decir, en total conformidad con las normas científicas) pero existen indicios de que una de las semejanzas en todos esos casos extraordinarios es una tendencia por parte de los pacientes a realizar cambios muy profundos en sus vidas. Una vez que se les anuncia que les queda un año de vida, parecería que se dicen a sí mismos: Ni loco quiero acabar mis días en mi trabajo en IBM. Lo que deseo hacer es terminar mi carrera de decoración. Es lo que siempre quise hacer”. O: “Si sólo tengo un año de vida, ni por asomo quiero pasarlo con el viejo quisquilloso de mi marido”. De modo que después de tomar esas decisiones e introducir esos cambios en sus vidas, el cáncer desaparece. Este fenómeno intrigó a algunos investigadores de la UCLA, 5 quienes decidieron ver si era posible inducir un cambio de vida a través de la terapia. Pero el problema era hallar pacientes dispuestos a intentarlo. Típicamente, un psiquiatra abordaba a alguien con un diagnóstico de cáncer inoperable y le decía: —Tenemos motivos para creer que si está usted dispuesto a entrar en psicoterapia, examinar su vida y realizar cambios importantes, podría prolongar su vida. Al principio, el paciente parecía rebosar de felicidad. —¡Oh, doctor, doctor, es usted la primera persona que me ha dado esperanzas! El psiquiatra respondía: —Un grupo de pacientes como usted se reunirá con nosotros en el consultorio cuatro mañana a las diez de la mañana. ¿Le gustaría asistir y hablar sobre esto? 5
UCLA: Universidad de California, Los Angeles. (N. de la T.)
—Oh, sí, doctor, allí estaré. Pero a las diez de ¡a mañana siguiente, el paciente no aparecía. De manera que el psiquiatra averiguaba y el paciente se disculpaba: —Lo siento, me olvidé. —¿Todavía le interesa? —Oh, sí, Doctor. —Tendremos otra reunión en el consultorio cuatro mañana a las tres de la tarde. ¿Estará libre entonces? —Oh, sí, no faltaré. Nuevamente, el paciente no aparecía. Así que el psiquiatra lo intentaba de nuevo y por fin sugería: —Tal vez no esté usted tan entusiasmado con esta idea de la psicoterapia. Y el paciente finalmente reconocía: —¿Sabe, doctor?, lo he estado pensando y la verdad es que soy perro demasiado viejo para aprender nuevas tretas. Esta actitud no es necesariamente censurable. En efecto, nos convertimos en perros viejos y a veces nos sentimos demasiado cansados para aprender tretas nuevas. Los médicos también son culpables de esto. Suelo toparme con médicos muy cultos que parecen creer que las enfermedades tienen que tener una única causa, sea psicológica o física. Está más allá de su comprensión imaginar que una enfermedad, como el tronco de un árbol, pueda tener dos raíces simultáneas, o incluso más. La realidad es que casi todas las enfermedades son psico-espíritu-socio-somáticas. Hay excepciones, desde luego, como los trastornos congénitos o la parálisis cerebral, por ejemplo. Pero hasta en esos casos, la voluntad de vivir puede prolongar la vida de manera significativa y mejorar su calidad. Por desgracia, lo contrario es también cierto. Cuando estaba apostado con los servicios del ejército en Okinawa, se me pidió que atendiera a una joven de diecinueve años que sufría de hiperemesis gravidarum (vómitos excesivos durante el embarazo). La paciente me contó que se había criado en (a costa Este y que tenía un apego patológico a la madre. A los diecisiete años, la habían enviado a vivir con un tío en la costa Oeste y había empezado a vomitar. En ese entonces, no estaba embarazada. Vomitó tanto, que tuvieron que mandarla de regreso al Este, donde vivió muy contenta y saludable hasta que quedó embarazada de un soldado que se casó con ella y la llevó a Okinawa. No bien hubo puesto un pie fuera del avión, comenzó a vomitar, y a los pocos días, estaba internada. Yo tenía la facultad, si mis pacientes se encontraban lo bastante enfermos, de enviarlos de regreso a sus hogares. Y sabía que si enviaba a esta paciente a su casa, los vómitos cesarían de inmediato. También sabía que esto probablemente afianzaría de modo irremediable su patología de vomitar cada vez que la separaban de la madre. En mi omnipotencia de aquella época, decidí no enviarla a su casa. Le dije: —Tiene usted que crecer y aprender a vivir separada de su madre. La mujer se recuperó lo suficiente para ser dada de alta del hospital. Pero después empeoró y hubo que internarla otra vez. Los vómitos reaparecieron y volví a explicarle que no la mandaría a su casa. De nuevo se recobró lo suficiente para abandonar el hospital. Sin embargo, dos días más tarde, murió súbitamente en su departamento. Tenía diecinueve años y un embarazo de cuatro meses. Le practicaron una autopsia y nunca hallaron el motivo de la muerte. Desde luego, lamenté muchísimo mi decisión. Pero estoy convencido de que por alguna razón, en
algún momento de su vida, aquella mujer había tomado la decisión de ser una niña. Yo no le permitía ser una niña, así que antes que asumir la responsabilidad, murió. Trastornos somáticos y psicosomáticos Cuando estaba en la facultad de medicina, nos referíamos a estados como la esquizofrenia, la enfermedad maníaco-depresiva y el alcoholismo como desórdenes “funcionales”. Con la palabra “funcionales” nos protegíamos y admitíamos que tal vez un día, los investigadores descubrirían un defecto neuroanatómico muy sutil o una especie de problema biológico. Pero en realidad, creíamos que estos trastornos eran todos psicológicos. Y como psiquiatras, conocíamos bien la psicología de cada uno de ellos. En los últimos treinta años, no obstante, hemos aprendido que existen raíces biológicas profundas en todos estos desórdenes psiquiátricos, y más. De hecho, uno de los problemas a los que nos enfrentamos hoy es que los psiquiatras se han enamorado tanto de la bioquímica, que corremos el riesgo de olvidar toda la vieja sabiduría psicológica, parte de la cual es aún muy cierta. Estados como la esquizofrenia no son sólo trastornos somáticos. Son también trastornos psico-espiritu-socio-somáticos. Y lo mismo se aplica al cáncer. Todos poseen causas multifacéticas… somáticas y psicosomáticas. El componente psicosomático de nuestro sufrimiento ha sido reconocido en nuestra lengua durante siglos. Existe algo que los psiquiatras denominan “idioma orgánico”, que refleja una especie de conocimiento psicosomático. Por ejemplo, “Esa persona se me atraviesa en la garganta” o “Me revuelve el estómago”, o “Se me parte el corazón”. Muchas personas llegan de noche a las salas de emergencia con dolor de pecho —con un ataque cardíaco, o no— después de haber sufrido alguna angustia que les ha “partido el corazón”. Los trastornos de la columna son trastornos del coraje. Y de nuevo, esto se refleja en nuestro idioma. Decimos, “Le corrió frío por la espalda”, o “Es un débil de carácter”, o “Tiene una gran determinación” o “Qué temple”. 6 He sufrido problemas de columna la mayor parte de mi vida, específicamente espondilosis, la cual me ha afectado el cuello en particular. Si uno mirara una radiografía de mi cuello, pensaría que tengo doscientos años. Cuando me diagnosticaron esta enfermedad por primera vez, pregunté a los neurocirujanos y a los cirujanos ortopedistas: —¿Por qué mi cuello parece tan viejo? —Bueno, es probable que de niño usted se haya roto el cuello —respondieron. Nunca me he roto el cuello. Pero cuando se lo comenté, todo lo que pudieron decir fue: —En ese caso, no sabemos qué causó su espondilosis. Esa respuesta me alegró mucho, dado que muy pocos médicos están dispuestos a ir tan lejos como para decir “no lo sé”. Hoy en día, tengo bastante en claro qué causó mi espondilosis. Lo descubrí hace unos trece años, cuando debí someterme a una neurocirugía prolongada y seria porque la enfermedad me estaba volviendo loco de dolor y paralizando un brazo. En ese momento, me dije a mí mismo. “Scotty, si no quieres tener que volver a pasar cada dos o tres años por esta cirugía tan cara y riesgosa —y a la larga, para solucionar el problema tendrán que cortarte el cuello— quizá debas investigar si no estás desempeñando un papel en este trastorno. ¿Lo estás fomentando de alguna manera?” No bien estuve dispuesto a formular esta pregunta, me di cuenta al instante de que lo estaba haciendo. Comprendí que durante gran parte de mi vida había caminado por el borde filoso de mi profesión y siempre había temido generar hostilidad. Me había topado con cierta hostilidad, aunque nunca tanta como anticipaba, de modo que mi temor tenía un fundamento. Pero había 6
En inglés, todas estas expresiones incluyen palabras relacionadas con la columna. La traducción en español no refleja la misma relación. (N.de la T.)
vivido con la cabeza y el cuello inclinados como un jugador de fútbol a punto de cargar contra la línea defensiva de los Steelers de Pittsburgh. Intente usted sostener la cabeza y el cuello de esa forma durante treinta años y también aprenderá algo de la causa de la espondilosis. Por supuesto, nada es simple. Existen múltiples causas para la mayoría de los trastornos. Si bien no en el mismo grado que yo, da la casualidad que mi padre, mi madre y mi hermano han sufrido de una cantidad desacostumbrada de espondilosis de cuello, a pesar de que nunca fueron famosos por “estirar el cuello”. 7 De manera que es obvio que mi enfermedad posee un componente biológico... genético o hereditario. Recuerde mi argumento acerca de que casi todos los trastornos no son sólo psicosomáticos sino psico-espíritu-socio-somáticos. Esto no es nada nuevo. Se ha escrito mucho acerca de la relación entre el cuerpo y la mente. En la actualidad son tantas las personas que están tomando conciencia del componente psicosomático de las enfermedades, que algunas se sienten culpables cuando se enferman. Desde luego, es innecesario sentirse culpable cada vez que contrae usted un resfrío o una gripe. Pero si padece una dolencia seria o crónica, es menester que se observe a usted mismo y se pregunte si está desempeñando algún papel en su enfermedad. Ahora bien, sí lo está haciendo, por el amor de Dios, sea benigno con usted mismo. En cierto sentido, la vida está destinada a estar llena de tensiones, y nos abruma. Por favor, recuerde que tarde o temprano todos tenemos que morir de uno u otro maldito trastorno psicosomático. Nuevamente, no quiero implicar que todo cáncer terminal sea psicosomático ni que el pabellón infantil de cáncer —donde un niño de cuatro años está muriéndose de un carcinoma adrenal, otro de seis agoniza a causa de un meduloblastoma, y uno de ocho se está muriendo de un tumor de Wilms— sea un mero repositorio de suicidios infantiles. No es mi intención dar a entender que las víctimas de un accidente de avión se juntaron deliberadamente en el aeropuerto en un intento masivo de suicidio. Ni que seis millones de judíos enfrentaron la muerte de buena gana durante el Holocausto. Pero cuando consideramos la muerte simplemente como un accidente, estamos ignorando no sólo la realidad de la mayoría de las muertes sino también su misterio. Comprender la muerte Uno de los hitos en nuestra creciente conciencia de la verdadera naturaleza de la muerte fue la publicación del libro On Death and Dying, 8 de Elisabeth Klübler-Ross, doctora en medicina. Hasta ese momento, la muerte era incumbencia exclusiva de los sacerdotes. Los médicos estaban interesados en la vida, y la vida era para los vivos. La muerte se dejaba a las empresas de pompas fúnebres. Pero de hecho, la doctora Klüber-Ross se atrevió a hablar con moribundos y a preguntarles qué pensaban y qué sentían acerca de sus muertes inminentes. Creó una verdadera revolución. Apenas una década después, había cursos sobre la muerte a lo largo de todo el país. Y el hospicio, un lugar adonde las personas podían ir a morir —una institución por entero nueva—, fue inventado o reinventado. Fue como si Klübler-Ross hubiera hecho explotar un dique. Su trabajo llevó a otros libros sobre el tema, entre ellos Life after Life 9de Raymond Moody, y At the Hour of Death 10 de Karlis Osis y Erlendur Haraldsson, quienes escribieron acerca del momento de la muerte y las experiencias de muerte cercana. Existe una asombrosa unanimidad con respecto a lo que estos autores descubrieron. Raymond Moody, científico y psiquiatra, informó que casi todas las personas que recuerdan su experiencia de muerte cercana relatan una 7
Traducción literal de la expresión stick one’s neck out:o “arriesgarse o exponerse”. (N. de la T.). On Death and Dying: Sobre la muerte y morir. 9 Life alter Life: Vida después de la vida. 10 At the hour of Death: A la hora de la muerte 8
variación de la siguiente secuencia. En primer lugar, recuerdan que miran, como desde el cielo raso, su propio cuerpo tendido en una cama y ven con exactitud lo que las enfermeras y médicos les están haciendo. Lo que ocurre luego —la única parte atemorizante de la experiencia— entraña el paso a través de una especie de túnel oscuro. Después de atravesarlo con rapidez y una vez fuera de él, se topan con una luz, que es percibida como Dios o a veces como Jesús. Este ser luminoso les requiere que repasen sus vidas. Al hacerlo, tienden a comprender que sus vidas eran un desastre, pero el ser es increíblemente amoroso e indulgente. Luego el ser les indica que regresen, lo cual hacen con renuencia pero obedeciendo a la luz. Según Moody, gran parte de los individuos que han pasado por este tipo de experiencia no eran previamente personas espirituales, pero se convirtieron después. Y de modo invariable, creen en la vida después de la muerte y su temor a la muerte se ha reducido bastante. ¿No es interesante que cuando nos acercamos lo suficiente a la muerte nos damos cuenta que tenemos mucho menos que temer de lo habíamos pensado? Bien, es probable que no halle usted consuelo en esto. Tal vez diga: “¿Que tiene que ver con esta vida? ¿Qué posible sentido puede tener esta temporaria existencia nuestra? Si se formula esas preguntas, sospecho que es precisamente porque es consciente de que su existencia es limitada y está buscando su sentido. Pero suponga que la búsqueda de sentido sea útil en sí misma. Suponga que sea parte del juego, parte del motivo por el que estamos aquí. ¿Acaso estamos aquí para buscarl algo? Si la respuesta es sí, entonces la muerte impulsa esa búsqueda. En mi 1ucha con el misterio de mi muerte y en busca del sentido de la vida, he descubierto lo que estoy buscando. Es muy sencillo: estamos aquí para aprender. Todo cuanto nos sucede contribuye a nuestro aprendizaje. Y nada nos ayuda más que la muerte. También he llegado a la conclusión de que se nos ha concedido un ambiente ideal para el aprendizaje. Lo desafío a que en su imaginación, sugiera usted un ambiente más ideal para el aprendizaje humano que la vida, que esta vida. En mis momentos de mayor abatimiento, se me antoja como una especie de campo de entrenamiento militar celestial, repleto de obstáculos concebidos casi con crueldad para nuestro aprendizaje. Y creo que el obstáculo en la vida más perversamente ideado es el obstáculo del sexo. En realidad, la muerte es una consecuencia de nuestra sexualidad. Los organismos que están más bajo de la escala de la evolución no se reproducen sexualmente. Simplemente clonan. Crecen, y su material genético continúa una y otra y otra vez. Literal mente, no mueren nunca, a menos que alguien se acerque y los aplaste. No experimentan ni vejez ni muerte natural. Sólo en lo alto de la escala de la evolución hallamos la reproducción sexual, y con ella, los fenómenos del envejecimiento y la muerte natural. Todo tiene un precio. Aprendemos mejor cuando tenemos un plazo. ¡Qué palabra maravillosa! En mi práctica de la psicoterapia, solía emplear una técnica particularmente efectiva y útil en el trabajo grupa1. Cuando los miembros de un grupo parecían actuar como si tuvieran todo el tiempo del mundo, un día yo entraba y anunciaba: “Debo comunicarles que este grupo se disolverá en seis meses. Pondré fin a este grupo en seis meses. De modo que en seis meses, todo habrá terminado”. Era increíble que personas que habían permanecido sentadas en sus traseros sin hacer absolutamente nada fueran capaces de moverse con tanta rapidez cuando se les imponía un plazo. De la misma manera, en la terapia individual , un límite de tiempo puede ser igualmente eficaz. El final de una relación afectuosa entre un paciente y un terapeuta a veces puede ser empleado para simbolizar toda la cuestión de la muerte y dar al paciente una oportunidad —que la mayoría de las personas no tendría de otro modo— de elaborar la muerte.
Etapas de muerte y crecimiento Elizabeth Kübler-Ross descubrió que las personas moribundas atravesaban ciertas etapas, que se suceden en el siguiente orden: - negación - enojo - regateo - depresión - aceptación La primera etapa es la negación. Los moribundos niegan. Dicen: “El laboratorio debe de haber confundido mis análisis con los de otra persona. No puedo ser yo, no me puede pasar a mí”. Pero eso no funciona mucho tiempo. Entonces, se enojan. Se enojan con los médicos, se enojan con las enfermeras, se enojan con el hospital, se enojan con los familiares, se enojan con Dios. Cuando el enojo no los conduce a ninguna parte, comienzan a regatear. Dicen: “Tal vez si regreso a la Iglesia y empiezo a rezar de nuevo, mi cáncer desaparecerá”. O: “Si me muestro más cariñoso con mis hijos, quizá mis riñones mejoren”. Y cuando eso no resulta, comienzan a darse cuenta de que el juego se acabó y que realmente van a morir. En ese punto, se deprimen. Si logran mantenerse allí y realizar lo que los terapeutas llamamos “el trabajo de la depresión”, entonces pueden emerger por el otro extremo de su depresión y entrar en la quinta etapa: la aceptación. Esta es una etapa de gran calma y tranquilidad espirituales, incluso de luz. Las personas que han aceptado la muerte poseen una luz en su interior. Es como si ya hubieran muerto y hubieran resucitado en un sentido psicoespiritual. Es algo hermoso para ver. Sin embargo, no es muy común. La mayoría de las personas no mueren en esta bella quinta etapa de la aceptación. Mueren aún negando, todavía enojadas, aún regateando, o todavía deprimidas. La razón es que el trabajo de la depresión es tan penoso y difícil que cuando lo enfrentan suelen retroceder a la negación, el enojo o el regateo. Aunque Kübler-Ross no lo reconoció en su momento lo más fascinante de esto, es que atravesamos las mismas etapas, en el mismo orden exacto cada vez que damos cualquier paso significativo en nuestro crecimiento psicológico o espiritual. Siempre que damos un paso gigante a través del desierto, siempre que logramos cualquier progreso de importancia en nosotros mismos, pasamos por este proceso de negación, enojo, regateo, depresión y aceptación. Imaginemos, por ejemplo, que tengo un defecto grave en mi persona y que alguno de mis amigos empieza a criticarme por la manifestación de este defecto. ¿Cuál es mi primera reacción? Digo: “Seguro que hoy se levantó con el pie izquierdo”. O: “Debe de estar enojado con su mujer. No tiene nada que ver conmigo”. Negación. Si continúan criticándome, entonces me digo: “¿Qué derecho tienen de entrometerse en mis asuntos? No tienen ni idea de lo que es estar en mi pellejo. ¡Que se metan en sus cosas!” Hasta podría llegar a decírselo. Enojo. Pero si ellos me quieren lo bastante para seguir criticándome, entonces empiezo a pensar: “Me parece que últimamente no los he felicitado por lo bien que están haciendo las cosas”. Y entonces les palmeo la espalda y les sonrío mucho con la esperanza de que eso los acalle. Regateo.
Pero si de verdad me estiman tanto como para proseguir con las críticas, entonces es posible que yo llegue al punto en que piense: “¿Y si tuvieran razón? ¿,Será posible que haya algo malo en el gran Scott Peck?” Si respondo que sí, eso es deprimente. Pero si logro mantenerme allí con esa noción deprimente, con la noción de que tal vez exista algo malo en mí, y empiezo a preguntarme qué podría ser, si lo contemplo y lo analizo y lo aíslo y lo identifico, luego podré emprender el proceso de eliminarlo y purificarme. Una vez realizado —y completado enteramente— el trabajo de la depresión, emergeré por la otra punta como un hombre nuevo, un ser humano resucitado, una mejor persona. Aprender a morir Nada de esto es en realidad nuevo. En La nuera psicologia del amor, cité las siguientes palabras de Séneca, pronunciadas hace dos milenios: “Durante toda la vida uno debe continuar aprendiendo a vivir, y 1o que más os asombrará es que durante toda la vida uno debe aprender a morir”. Aprender a vivir y aprender a morir van juntos. Para aprender a vivir, tenemos que entendernos con nuestra muerte, puesto que nuestra muerte nos recuerda el límite de nuestra existencia. Así, tomamos conciencia de la brevedad de nuestro tiempo con el fin de aprovecharlo al máximo. Don Juan, el viejo brujo indio mexicano de los libros de Carlos Castaneda, se refería a la muerte como una aliada. En el lenguaje de don Juan, los aliados eran poderes aterradores contra los que había que luchar antes de poder domarlos. Y lo mismo se aplica a la muerte. Debemos pelear con ella, luchar con el misterio de la muerte antes de poder domarla lo suficiente como para colocarla sobre nuestro hombro izquierdo, como hacía don Juan. Y con ella allí sentada, podemos continuamente, día tras día, beneficiamos con su sabio consejo. “Aliado” significa “amigo”, pero al menos en las culturas occidentales, no estamos acostumbrados a considerar a la muerte como una amiga. En las culturas orientales, en las religiones hindúes y budistas, la muerte es supuestamente mejor recibida que en la nuestra. De hecho, en la teoría de la reencarnación —a la que ambas religiones mencionadas se suscriben— la recompensa total, el objetivo total es la muerte. La idea es que nos reciclamos sin cesar, que renacemos y renacemos y renacemos hasta que aprendemos aquello para lo que vinimos al inundo a aprender. Entonces y sólo entonces podemos abandonar la rueda de la reencarnación y, por fin, morir para siempre. Esté o no esté usted de acuerdo con esta idea, advierta que en la teoría de la reencarnación el propósito de la vida es también el de aprender. En realidad, no existe evidencia de que les hindúes o los budistas teman menos a la muerte que el resto de nosotros. Es normal tener miedo de la muerte. Morir es entrar en lo desconocido, y hasta cierto punto, es muy saludable temer a adentrarse en lo desconocido. Lo que no es saludable es tratar de ignorarlo. Una de la críticas más frecuentes que escucho de mis amigos ateos es que la religión es una muleta para los ancianos que se enfrentan al misterio y el terror de la muerte. Creo que tienen razón en cuanto a que una religión madura comienza con una lucha con el misterio de la muerte. Pero pienso que se equivocan al afirmar que es una muleta. Como si de alguna manera fuera más valiente enfrentar una existencia sin un dios, sin una vida después de la muerte y sin sentido. Creo que al reconocer y afrontar la importancia de la muerte, las personas que se vuelven religiosas tal vez sean, en realidad, las más valerosas. En mi opinión, los ateos tienden a negar la importancia de la muerte, proclamando que no es más que el cese de los latidos del corazón y
volviéndole la espalda al instante. Es una especie de evasión. No quieren acercarse lo suficiente a la muerte para mirar debajo de la superficie. Claro que a la mayoría de los creyentes les disgusta tanto la idea de luchar con el misterio de su muerte como a los ateos. Gran parte de las personas devotas practican una religión superficial, heredada y de segunda mano que, como la ropa de segunda mano, es posible que los proteja del frío, pero sigue siendo un mero atavío. En este argumento se basa el dicho: “Dios no tiene nietos”. No podernos relacionarnos con Dios a través de nuestros padres. Debemos establecer una relación directa con Dios. No podemos permitir que otro —nuestros ministros, nuestros líderes o nuestros padres— luchen con el misterio de nuestra muerte. Existen ciertos tramos del viaje espiritual por la vida que han de ser transitados en soledad, y uno de ellos es la lucha con el misterio de la muerte. No puede dejar que nadie libre esa lucha por usted. De modo que muchos fieles eluden el tema de la muerte como si fuera una plaga. Muchos grupos cristianos han incluso quitado a Cristo de la cruz. Si uno les pregunta por qué, responden que quieren acentuar la Resurrección sobre la Crucifixión. Pero en ocasiones, no puedo dejar de preguntarme si no será que no desean ver toda esa sangre y esas heridas y la realidad de esa muerte frente a ellos para no recordar la propia. El temor a la muerte y el narcisismo ¿Pero por qué solemos tener un miedo excesivo a la muerte? Primariamente, por nuestro narcisismo. El narcisismo es un fenómeno extraordinario y complejo. En cierta medida, es necesario como el lado psicológico de nuestro instinto de supervivencia, pero en su mayor parte, más allá de la infancia, resulta autodestructivo. El narcisismo desenfrenado constituye el principal precursor del mal psicoespiritual. La vida espiritual saludable consiste en un abandono progresivo del narcisismo. Y mientras que el fracaso a abandonarlo es en extremo común, también es extremadamente destructivo. Cuando los psiquiatras hablamos de los agravios al orgullo, los denominamos “agravios narcisistas”. Y en cualquier escala de agravios narcisistas, la muerte ocupa el lugar más elevado. Sufrimos pequeños agravios narcisistas todo el tiempo: un compañero de clase nos llama estúpidos, por ejemplo; somos los últimos en ser escogidos para integrar el equipo de vóleibol; las universidades no nos aceptan; los empleadores nos critican; somos despedidos; nuestros hijos nos rechazan. Como resultado de estos agravios narcisistas, o nos resentimos o crecemos. Pero la muerte es el peor de todos. Nada amenaza más nuestro apego narcisista a nosotros mismos y a nuestra arrogancia que nuestra extinción inminente. De manera que es absolutamente natural que temamos a la muerte. Hay dos maneras de habérselas con ese temor: la manera corriente y la manera inteligente . La manera corriente es borrarlo de nuestra mente, limitar nuestra conciencia de él y tratar de no pensar en él. Esto tiende a funcionar bien cuando somos jóvenes. Pero cuanto más postergamos este enfrentamiento, más se acerca. Y al cabo de un tiempo, todo comienza a recordarnos la muerte: la graduación de un hijo, la enfermedad de un amigo, el crujido de una articulación. En otras palabras, la manera corriente no es muy inteligente. De hecho, cuanto más nos demoramos en enfrentarnos a nuestra muerte, más atemorizante será nuestra vejez. La manera inteligente es enfrentarse a la muerte lo antes posible. Y al hacerlo, nos daremos cuenta de algo en realidad bastante simple: que en la medida en que seamos capaces de superar nuestro narcisismo —y es probable que nunca lo logremos por completo— podremos superar nuestro miedo a la muerte. Para quienes consiguieron esto, la perspectiva de la muerte se convierte en un estímulo magnífico para su crecimiento psicológico y espiritual. “Ya que de todos modos voy a morir”,
piensan, “¿qué sentido tiene preservar este apego a mi viejo y tonto yo?” Y así emprenden el viaje hacia la abnegación. No es un viaje fácil. Los tentáculos de nuestro narcisismo son sutiles y penetrantes y han de ser amputados día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, década tras década. Cuarenta años después de haber reconocido mi propio narcisismo, todavía estoy amputándolo No es un viaje fácil, pero sin duda vale la pena. Puesto que cuanto más disminuimos nuestro narcisismo, nuestro egoísmo y nuestra vanidad, más descubrimos que nos tornamos no sólo menos temerosos de la muerte sino también menos temerosos de la vida. Y más capaces de amar. Liberados de la carga de la necesidad de protegernos a nosotros mismos, empezamos a quitarnos los ojos de encima ya reconocer realmente a los demás. Y comenzamos a experimentar una felicidad fundamental y continua que jamás habíamos sentido antes, en tanto nos vamos olvidando progresivamente de nosotros mismos y, por ende, nos volvemos más capaces de recordar a Dios. Este es el mensaje central de todas las grandes religiones: aprender a morir. Una y otra vez nos repiten que la senda que nos aleja del narcisismo es la senda hacia el sentido. Budistas e hindúes se refieren a esto en términos de la necesidad de autodesinterés, y de hecho, para ellos, hasta la noción misma del yo es una ilusión. Jesús abordó el tema en términos similares: “Cualquiera que salve su vida (es decir, cualquiera que se aferre a su narcisismo), la perderá. Y cualquiera que pierda su vida por Mí, la encontrará”.
CAPÍTULO CUATRO - La afición por el misterio Durante muchos años, he tenido un mentor. Nunca lo he conocido, puesto que me llega desde una dulce y breve historia hasídica. Era un rabino que vivía en un pequeño pueblo ruso a fines de siglo. Y al cabo de veinte años de reflexionar sobre las preguntas y cuestiones espirituales más profundas de la vida, por fin concluyó que cuando llegó al fondo de las cosas, simplemente no sabía nada. Poco después de arribar a esa conclusión, el hombre estaba cruzando la plaza de la aldea camino a la sinagoga, a rezar. El cosaco (policía zarista local del pueblo) estaba de mal humor esa mañana y pensó en desquitarse a costa del rabino. De modo que gritó: —¿Eh, rabino, adónde diablos cree que va? El rabino repuso: —No lo sé. Esto enfureció aún más al cosaco. —¿Qué quiere decir con que no sabe adónde va? —exclamó con indignación—. Todos los días a las once de la mañana cruza usted la plaza de este pueblo camino a la sinagoga a rezar, y he aquí que son las once de la mañana, se encamina usted en dirección de la sinagoga y trata de decirme que no sabe adónde va. Está burlándose de mí y le enseñaré a no hacerlo. Así que el cosaco apresó al rabino y lo llevó a la prisión local. Y cuando estaba a punto de arrojarlo a la celda, el rabino se volvio hacía él y comentó: —¿Ve? Uno nunca sabe. De modo que no sé nada. Nadie sabe nada. Habitamos un universo profundamente misterioso. En las palabras de Thomas Edison: “Ni siquiera empezarnos a entender un uno por ciento del noventa y nueve por ciento de nada”. Por desgracia, muy pocas personas son conscientes de esto. La mayoría de nosotros cree saber un montón de cosas. Sabemos nuestra dirección, nuestro número telefónico, nuestro número del Seguro Social. Sabemos cómo tomar el camino de ida al trabajo y el de regreso. Sabemos que nuestro auto posee algo llamado un motor de combustión interna que lo hace funcionar y que cuando giramos la llave en el encendido ese motor supuestamente arrancará. Sabemos que el Sol salió esta mañana y que se pondrá al anochecer, y que volverá a salir mañana. Entonces, ¿qué es tan misterioso? Así pensaba yo. Cuando estaba en la facultad, solía lamentarme de que no quedaran más fronteras en medicina. Todas las grandes enfermedades habían sido descubiertas y estudiadas y parecía evidente que nunca me convertiría en un Jonas Salk que trabajaría hasta la madrugada en algún gran descubrimiento en beneficio de la humanidad. Oh, había un par de cosas que sabíamos que no conocíamos. Unos meses después de iniciado nuestro primer año en la universidad, los estudiantes asistimos a una presentación efectuada por el director del Departamento de Neurología. Utilizando a un pobre hombre semidesnudo como modelo demostrativo frente a un anfiteatro repleto de estudiantes, procedió con una precisión neuroanatómica brillante a mostrarnos que el hombre sufría una lesión en el cerebelo, otra en el extremo superior de la médula espinal y otra en el extremo inferior. Fue muy impresionante. Pero en la conclusión, uno de mis compañeros de clase levantó la mano y preguntó: —Señor, ¿por qué este hombre tiene estas lesiones? ¿Qué le pasa? El director del Departamento de Neurología hinchó el pecho y declaró: —Este paciente sufre una neuropatía idiopática.
Regresamos corriendo a nuestras habitaciones y nuestros libros de texto para buscar ese término y aprendimos que “idiopático” significaba “de causa desconocida”. Neuropatía idiopática simplemente significaba una enfermedad del sistema nervioso de causa desconocida. De manera que llegamos a reconocer que todavía existían un par de raras neuropatías idiopáticas y anemias hemolíticas idiopáticas, y esto y aquello idiopático que aún no entendíamos. Pero todas las grandes cosas eran conocidas. Durante mis años en la facultad, a menudo tenía preguntas, pero mis profesores siempre tenían respuestas. Jamás oí admitir a un profesor en la facultad de medicina: “No lo sé”. No siempre comprendía yo las respuestas, pero asumía que era mi culpa y era claro que... con mi pequeño cerebro... jamás realizarla un gran descubrimiento médico. Pero una década después de abandonar la facultad, realicé un gran descubrimiento médico. Descubrí que no sabemos casi nada de medicina. Lo descubrí porque en vez de preguntar: “¿Qué sabemos?”, empecé a preguntar: “¿Qué no sabemos?” No bien comencé a preguntar: “¿Qué no sabemos?”, todas aquellas fronteras que creía cerradas se abrieron. Y comprendí que vivimos en un mundo de fronteras. Permítame que lo ejemplifique. Una de esas enfermedades muy bien estudiadas es la meningitis meningocócica, una enfermedad relativamente rara pero no obstante bien conocida, que afecta a tal vez una de cincuenta mil personas cada invierno. Si se le preguntara a un médico qué causa la meningitis meningocócica, él respondería: “Pues, el meningococo, por supuesto”. En cierto nivel, esto es correcto, puesto que si se realizara una autopsia a las personas que mueren de esta horrible enfermedad —y un cincuenta por ciento muere, en tanto que un veinticinco por ciento quedan dañadas de por vida— y se les abriera la cabeza, se vería que las membranas que cubren el cerebro, las meninges, están cubiertas de pus. Luego, si se observara el pus bajo un microscopio, se detectarían multitudes de pequeñas bacterias. Y si se realizaran cultivos en el ambiente adecuado, ¿qué se encontraría? El meningococo, por supuesto. Pero hay un problema. Si el invierno pasado hubiera hecho yo cultivos de las gargantas de los habitantes de la pequeña aldea en que vivo en New Preston, Connecticut, o hubiera realizado cultivos de los habitantes de cualquier ciudad del norte, como Flint, Michigan, habría descubierto esta bacteria en un ochenta y cinco por ciento de las gargantas examinadas. Sin embargo, nadie en New Preston ha contraído meningitis meningocócica —y mucho menos muerto a causa de ella— el último invierno, ni durante las generaciones pasadas, ni es probable que la contraigan en el futuro. Cómo y por qué este microorganismo, esta bacteria que es virtualmente ubicua, puede existir de manera intermitente en 49.999 personas sin producir daño alguno y no obstante, introducirse en el cerebro —con frecuencia en el de una persona joven antes saludable— y causar una infección fatal en una sola de todas ellas? La respuesta es: No lo sabemos. Puede afirmarse lo mismo de casi todas las enfermedades conocidas. Consideremos una, por desgracia más común y también muy conocida: el cáncer de pulmón. Todos sabemos que fumar causa cáncer de pulmón. Sin embargo, existen personas cuyos labios jamás tocaron el tabaco y que contraen cáncer de pulmón y mueren. Y existen algunas personas, como mi abuelo, que fumó como loco durante la mayor parte de sus noventa y dos años y nunca tuvo cáncer de pulmón. Obviamente, además de fumar, hay algo más en el proceso causativo del cáncer de pulmón, ¿Qué es? De nuevo, la respuesta es: Por lo general, no lo sabemos. Esto se aplica no sólo a casi todas las enfermedades sino también a sus tratamientos. Durante mi práctica de la psicoterapia, los pacientes a quienes recetaba cierta medicación a veces me preguntaban: “Doctor Peck, ¿cómo actúa?” Yo les explicaba que altera el balance de las catecolaminas en el sistema cerebral. Y eso los silenciaba. ¿Pero cómo exactamente una cierta
sustancia química altera el equilibrio de las catecolaminas en el sistema cerebral de manera tal de lograr que una persona deprimida se sienta menos deprimida o que un esquizofrénico piense con más claridad? La respuesta es... adivinó usted... no lo sabemos. Es posible que ya haya caído usted en la cuenta de que los médicos no saben mucho. Pero otras personas saben cosas, ¿verdad? Me refiero a que la medicina puede ser una especie de arte, pero las ciencias exactas —la física, por ejemplo— tienen todas sus leyes establecidas. Podría decirse que la física moderna se inició con Isaac Newton, y cuando la manzana cayó sobre su cabeza, Newton no sólo descubrió la gravedad sino que, de hecho, desarrolló una fórmula matemática para ella. De modo que ahora todos saben que dos cuerpos se atraen en proporción a su masa y en proporción inversa a la distancia que hay entre ellos. Eso suena muy categórico. Pero, ¿por qué? ¿Por qué dos cuerpos se atraen? ¿Por qué existe esta fuerza? ¿En qué consiste? Y la respuesta es: No lo sabemos. La fórmula matemática de Newton se limita a describir el fenómeno, pero por qué existe ese fenómeno o cómo opera, no lo sabemos. En esta gran era de la tecnología, ni siquiera comprendemos qué mantiene nuestros pies sobre el suelo. O sea que tampoco hemos llegado demasiado lejos con las ciencias exactas. Pero, sin duda, alguien tiene que saber algo. Mencioné la matemática como algo muy categórico. Los matemáticos tienen que saber la verdad. Todos aprendimos en la escuela esa gran verdad acerca deque dos líneas paralelas nunca se encuentran. Pero durante mi último año en la facultad, estaba paseando un día por el patio y oía alguien mencionar algo acerca de la geometría de Riemann. Así llegué a saber que Bernhard Riemann fue un matemático alemán que, a mediados del siglo XIX, se pregunté: “¿Y si dos líneas paralelas se encontraran?” Basándose en la hipótesis de que dos líneas paralelas se encuentran y en un par de otras alteraciones que introdujo en los teoremas de Euclides, Riemann desarrolló una geometría totalmente distinta. Esto podría parecer un mero ejercicio intelectual o una especie de juego, de no ser por el hecho de que gran parte del trabajo de Albert Einstein, incluyendo el que condujo al desarrollo de la bomba atómica (vía la teoría de la relatividad), que, como todos sabemos, funciona, se basó no en la geometría de Euclides sino en la geometría de Riemann. Mis amigos matemáticos me han dicho que el número de geometrías potenciales es infinito. Desde la época de Riemann, hemos desarrollado unas seis geometrías adicionales utilizables, de modo que ahora contamos con un total de ocho geometrías utilizables diferentes. ¿Cuál es la verdadera? No lo sabemos. La psicología como alquimia Ya que no hemos llegado demasiado lejos con las ciencias exactas, permítame retroceder a mi propia ciencia “inexacta”: la psicología. Algunos han comparado la psicología con la alquimia. En los días de la alquimia —cuando los científicos, como eran en ese tiempo, intentaban cambiar los metales básicos en oro—, todo lo que se sabía sobre el mundo era que consistía de cuatro “elementos”: tierra, aire, fuego y agua. Desde entonces, hemos descubierto la tabla periódica de elementos y sabemos que existen más de cien elementos fundamentales, como el hidrógeno, el oxígeno, el carbono, etcétera. Pero la psicología todavía parece seguir como en los oscuros años de la alquimia. Por ejemplo, el movimiento de liberación femenina se basa en ciertas suposiciones acerca de las diferencias o similitudes no anatómicas entre hombres y mujeres. ¿Cuáles son esas diferencias y similitudes no anatómicas? ¿Cuántas de ellas son culturales o sociales y cuántas son biológicas? No lo sabemos. Aquí estamos, a fines del siglo XX y sabemos cómo hacernos volar de la faz de la Tierra pero ni siquiera empezamos a entender de qué se trata la sexualidad.
O tomemos el rasgo humano de la curiosidad, muy relacionado con este tema del misterio. ¿Todas las personas nacen con la misma curiosidad o acaso la gente nace con distintos niveles de curiosidad? ¿La curiosidad es genética o la adquirimos a medida que crecemos en nuesta cultura? ¿Es algo que se nos inculca o que ya poseemos? No lo sabemos. Una vez más, el amanecer de un cuerpo de conocimientos científicos sobre este rasgo humano tan importante todavía no ha llegado. Si sabemos tan poco, ¿por qué los seres humanos pensamos que sabemos tanto, cuando de hecho no sabemos nada? Hay dos motivos: porque tenernos miedo y porque somos perezosos. Es atemorizante pensar que no sabemos lo que estamos haciendo o adónde nos dirigimos y que somos niños intelectuales tropezando en la oscuridad. Es mucho más tranquilizador, por lo tanto, vivir con la ilusión de que sabemos mucho más de lo que en realidad sabemos. También vivimos una ilusión porque somos perezosos. Si despertáramos a la realidad de nuestra terrible ignorancia, o deberíamos considerarnos profundamente estúpidos o, al menos, abrir la puerta a una vida entera de aprendízaje trabajoso. Como a la mayoría de la gente no le agrada considerarse estúpida ni embarcarse en una vida de esfuerzo penoso, es mucho más fácil vivir en esta linda ilusión de saber mucho más de lo que en verdad sabemos. El único problema de esto es que es una ilusión. ¡No es real! Tal vez recuerde usted que en La nueva psicología del amor definí la salud mental como un proceso continuo de dedicación a la realidad a toda costa. Y “a toda costa” significa sin importar cuánto pueda desagradarnos la realidad. Ahora bien, en nuestra cultura evasora del dolor, no siempre se fomenta la salud mental. Cuando alguien sufre un revés emocional, comentarnos: “Oh, pobre Joe, lo han desilusionado”. Lo que deberíamos decir es: “Qué afortunado es Joe, lo han desilusionado”. Pero en cambio, decimos:” Oh, pobre tipo, ahora ve las cosas tal como son, pobre hombre”. Como si tomar conciencia de la realidad fuera algo malo. De la misma manera, cuando las personas que están en terapia aceptan el hecho de que sufrieron abuso o fueron abandonadas durante la infancia, no podemos decir: “Oh, pobrecita”, porque este dolor que experimentan es, en última instancia, generador de salud. Desde luego, hay excepciones a todas las reglas y soy un gran defensor de lo que los psicólogos denominan “ilusiones saludables”. Por ejemplo, si un médico sufre un ataque cardíaco, tiene el doble de probabilidades de morir en terapia intensiva que alguien que no sea médico. La razón es que el médico sabe todo lo que puede salir mal, en tanto que otra persona diría: “¡Oh, sólo tuve un ataque cardíaco!” De modo que en ocasiones, la ilusión puede ser saludable. No obstante, en conjunto, creo que es bueno que nos desilusionemos. Por lo general, cuanto más adaptados estamos a la realidad, mejor es nuestra vida. Pero sólo podemos vivir en un mundo de realidad si poseemos afición por el misterio. Puesto que la realidad de la situación es que nuestro conocimiento es como una pequeña balsa que se agita en el mar de nuestra ignorancia, en un océano de misterio. Y las personas en esa situación no tendrán suerte si no les gusta el agua. Y la única manera en que tendrán suerte es si aman el misterio, si aman sumergirse en él, nadar y chapotear en él, beberlo y saborearlo. Entonces, serán muy afortunadas. Curiosidad y apatía Una de las cosas que tienden a caracterizar a las personas menos saludables mentalmente y menos maduras es su falta de afición por el misterio o su falta relativa de curiosidad. Lo que
más me perturba cuando visito un hospital psiquiátrico no es la demencia, ni la ira, ni el temor, ni el enojo, ni la depresión, sino la apatía. A veces es inducida por drogas, pero los individuos con trastornos mentales suelen caracterizarse por una apatía terrible. ¿Qué pasa con las personas saludables cuando empieza a nevar? Se acercan a la ventana, miran hacia afuera y comentan: “Eh, está empezando a nevar”, o “Guau, está nevando muy fuerte”, o “Ah, vaya tempestad de nieve”. Pero en un hospital psiquiátrico, cuando alguien dice: “Eh, está empezando a nevar’, los pacientes suelen responder: “No interrumpas nuestro juego de cartas”. O no desean interrumpir sus delirios. Y no se levantan y se acercan a la ventana, y no miran hacia afuera para contemplar el misterio de la nieve. Otra forma que puede asumir la enfermedad mental en ciertas personas es que son tan incapaces de tolerar el misterio, que inventan explicaciones para cosas que en realidad son inexplicables. Por ejemplo, un par de años atrás, recibí una carta de ocho páginas, muy triste, que estaba bastante bien organizada en la primera página, pero que de improviso mencionaba que el escritor tenía un hijo con el mal de Hodgkin. A medida que la carta proseguía, la redacción del hombre comenzaba a volverse considerablemente más desorganizada. Escribió: “Por supuesto, sin duda conoce usted, doctor Peck, la creencia antigua de que todos tenemos un doble etéreo que nos acompaña y que existe un factor de disociación que tiene lugar entre nuestros cuerpos regulares, nuestros cuerpos materiales, y nuestros dobles etéreos y que la enfermedad es el resultado de este factor de disociación.” No la conocía. Es una teoría esotérica posible y a veces respaldada, pero hasta el momento, no existe la menor evidencia al respecto. O sea que en cierto sentido, este hombre había encontrado una explicación para el mal de Hodgkin de su hija. Quizás hallara solaz en librarse del misterio de aquella desgracia. Pero su certeza era ilusoria. A la inversa, una de las cosas que caracterizan a los individuos más saludables es su gran afición por el misterio, y su profunda curiosidad. Todo les despierta curiosidad: los quásares y los rayos láser, los esquizofrénicos, los predicadores y las estrellas. Todo les atrae. La mayoría de nosotros, sin embargo, nos alineamos entre la salud mental total y la demencia absoluta, y en casi todos nosotros, la afición por el misterio permanece inactiva. Cuando practicaba la psicoterapia, solía decir a mis pacientes que ellos me contrataban como un guía a través del espacio interior. No me contrataban porque yo hubiera estado antes en sus espacios interiores sino sencillamente porque yo sabía un poco acerca de las reglas de la exploración de esos espacios. En la práctica psicoterapéutica, el espacio interior de cada uno es diferente. El viaje es distinto cada vez. Eso es lo que lo torna tan interesante para mi. Para explorar el espacio interior, uno debe ser un explorador. Y para ser un explorador, se ha de tener una afición por el misterio. Para Lewis y Clark, era el misterio de lo que yacía al otro lado de los Apalaches. Para los astronautas, es el misterio del espacio exterior. Para los pacientes de psicoterapia es primariamente el misterio interior de sí mismos. Si durante el curso de la terapia, la curiosidad del paciente sobre el misterio de su infancia fuera despertada, y él comenzara a explorar recuerdos olvidados y la influencia de algunas experiencias y acontecimientos en su vida, y también el misterio de sus genes y su carácter, y su herencia, y cultura, y sus sueños y lo que esos sueños podrían significar, entonces la terapia llegaría lejos. Por otra parte, si en el curso de la terapia, la afición del paciente por el misterio de su herencia, o sus genes, o su infancia, o sus sueños, no fuera despertada, entonces no habría manera de que su viaje de exploración pudiera llegar demasiado lejos. Me referí al “despertar” de la afición del paciente por el misterio porque creo —si bien aún no existe ningún cuerpo de conocimientos científicos para sustentarlo— que la afición por el misterio es algo que al menos en algunas personas puede ser desarrollado (como por ejemplo, la afición por el whisky). Excepto que la afición por el misterio es mucho más conveniente para
desarrollar, dado que cuanto más bebe uno del misterio, más grande se torna el suministro. Y no importa cuánto beba usted, nunca hay resaca y además es gratis. No hay impuesto al consumo. Es la única adicción que puedo recomendarle de todo corazón. El misterio y el viaje espiritual Vivir en el mundo real no es sólo el objetivo de la salud mental. También es el objetivo del viaje espiritual. Después de todo, ¿qué es ese viaje espiritual sino una búsqueda del sentido real de la vida? Con esperanza, buscamos al Dios real. Una de las cosas confusas acerca de la religión es que la gente la adopta por diferentes motivos. Algunos se acercan a ella para aproximarse al misterio, en tanto que otros lo hacen para huir del misterio. No es mi intención censurar a aquellas personas que utilizan la religión para escapar del misterio. Porque hay individuos que en un punto particular de su desarrollo psicoespiritual (como los alcohólicos que dejaron de beber gracias a Alcohólicos Anónimos, o los criminales recién convertidos a la vida moral) necesitan tipos de religiones, creencias y principios muy definidos y dogmáticos para regir sus vidas. No obstante, es mi intención decirle que la persona madura espiritualmente no se aferra tanto aun dogma sino que se dedica a explorar, del mismo modo que un científico, y que no existe una religión completa. La realidad, como Dios, es algo a lo que solo podemos acercarnos. “En nuestro empeño por comprender la realidad somos como un hombre que trata de entender el mecanismo de un reloj cerrado. Ve la esfera y las manecíllas que se mueven, incluso oye su tictac, pero no hay forma de que pueda abrir la caja. Si es ingenioso, tal vez pueda imaginar un mecanismo que podría ser responsable de todas las cosas que observa, pero jamás estará del todo seguro de que su imagen es la única capaz de explicar sus observaciones. Nunca podrá comparar su imagen con el mecanismo real y ni siquiera puede imaginar la posibilidad del significado de dicha comparación.” Estas palabras brotaron de la pluma de Albert Einstein, un hombre del que la mayoría de las personas diría que sabía más que nadie en el mundo; de hecho, su nombre se ha convertido en sinónimo de genialidad. Y sin embargo, Einstein escribió que podemos observar y teorizar pero que nunca podemos saber. La realidad es algo a lo que sólo podemos aproximarnos. Una de las cosas de la que algunas personas religiosas son culpables es que dan a Dios por seguro. Pero una persona madura sabe que esto no es así. La realidad, como Dios, no es algo que podamos atar en un pequeño y prolijo paquete intelectual, meter en nuestro maletín y poseer. La realidad, como Dios, no es algo que podamos poseer. La realidad, como Dios, nos posee a nosotros. El viaje espiritual es una búsqueda de la verdad, del mismo modo en que la ciencia es una búsqueda de la verdad. La persona madura debe buscar la verdad exactamente de la misma manera que un científico, y tal vez con mas intensidad. Porque así como algunos adoptan la religión para escapar del misterio, otros adoptan la ciencia para huir del misterio. Todos conocemos o hemos oído hablar de científicos que, por ejemplo, consagran su vida al estudio de la oxigenación de los citocromos en sustancias homogeneizadas de tejido prostático de una paloma, con un pH 3.7 a un pH 3.9, y ése es todo su interés en el universo. Se han adueñado de una pequeña área para sí mismos y han leído sobre el tema más que cualquier otra persona, de modo que su conocimiento del área es intachable y se sienten seguros. Pero para
buscar la verdad en serio, uno no puede hacer un nicho seguro y ocultarse en él. Uno debe aventurarse a lo desconocido, a lo misterioso. En mi práctica psicoterapéutica, mis pacientes solían decirme, no de una forma psicótica sino de una forma existencial común: —Doctor Peck, estoy tan confundido... —¡Qué bueno! —respondía yo. —¿Qué quiere decir? Es horrible —replicaban. —No, no. Significa que es usted afortunado —insistía yo. —¿Qué? Me siento muy mal. ¿Cómo puedo ser afortunado? —contestaban. Entonces, yo explicaba. —¿Sabía que cuando Jesús pronunció Su gran sermón, las primeras palabras que dijo fueron: “Bienaventurados los pobres de espíritu”? Hay varias maneras de traducir “pobres de espíritu”, pero en un nivel intelectual, la mejor traducción es “confundidos”. Bienaventurados los confundidos. Si pregunta usted por qué Jesús pudo haber dicho eso, entonces debo señalarle que la confusión conduce a una búsqueda de la clarificación y que esa búsqueda implica un gran aprendízaje. Las personas que vivieron en el siglo XV, por ejemplo, no se acostaron una noche en 1492 pensando que la Tierra era plana y despertaron a la mañana siguiente sabiendo que era redonda. Atravesaron todo un período de confusión y exploración cuando no sabían cuál era la verdad. Y para que una idea vieja muera y sea reemplazada por una idea nueva y mejor, debemos pasar por esos períodos de confusión. Es perturbador, a veces doloroso, atravesar esos períodos. Sin embargo, es afortunado, porque mientras pasamos por ellos, a pesar de sentirnos pobres de espíritu, estamos buscando nuevas y mejores formas. Estamos abiertos a lo nuevo, estamos mirando, estamos creciendo. Y por eso Jesús dijo: “Bienaventurados los confundidos”. Gran parte del mal en este mundo es obra de personas que están muy seguras de saber lo que hacen. No de personas que se consideran confundidas. No es obra de los pobres de espíritu. En La nueva psicología del amor dije que la senda que lleva a la santidad reside en cuestionar todo. Busque, y encontrará usted suficientes fragmentos de verdad para comenzar a encajarlos. Jamás podrá armar el rompecabezas. Pero será capaz de encajar las piezas necesarias para empezar a vislumbrar la gran figura y ver que es en verdad muy hermosa. Si la totalidad de nuestra vida está inmersa en el misterio y en realidad ignoramos adónde nos dirigimos, si somos niños intelectuales tropezando en la oscuridad, ¿cómo es que logramos sobrevivir? Conozco sólo dos maneras de contestar esa pregunta. Una es concluir que Scott Peck y Albert Einstein están equivocados y que sabemos mucho más de lo que se dice que sabemos. La otra es inferir que en cierto modo, estamos protegidos. Y esa, desde luego, es la conclusión a la que he llegado. Ahora, por Dios, cómo funciona esa protección, no tengo idea salvo que, de alguna manera, es por Dios. En mi oficina, tengo siete figuras de distintos ángeles en varios estados de desnudez. Están ahí no porque yo haya visto alguna vez una criatura humanoide con alas. Pero cuando reflexiono sobre la mecánica de esta protección, la mecánica de la gracia, cómo Dios al parecer, puede literalmente contar los cabellos de nuestra cabeza (lo cual en mi caso se está volviendo actualmente una responsabilidad cada vez menor para Él), sólo puedo imaginarlo como teniendo ejércitos y legiones de ángeles a Su mando.
Creo que algunos de estos ángeles tienen de hecho forma humana. Phyllis Theroux escribió una colección de ensayos espirituales vivaces titulados: Nightlights: Bedtime Stories for Parents in theDark. 11 En uno de ellos, la autora relata una ocasión en que se presentó a un examen para ingresaren la administración pública. Como es típico de tales exámenes, había cuatro o cinco preguntas obviamente destinadas a eliminar a los dementes o paranoicos. Theroux cuenta que recordaba una sola de esas preguntas, que era ésta: “¿Se considera usted una agente especial de Dios?” Durante un rato, Theroux se sintió paralizada al pensar en todos los beneficios de la administración pública que podrían depender de su contestación a esa pregunta. Por fin, concluyó que no debía correr un riesgo innecesario, así que decidió mentir y escribió: “No”. De modo que sospecho que existen algunos agentes especiales dando vueltas, protegiéndonos en tanto tropezamos a lo largo de nuestro viaje oscuro y misterioso. En especial, me gusta pensar que es así en la época de la fiesta de Todos los Santos, esa celebración cristiana y precristiana tan misteriosa. Es entonces cuando suelo recordar una plegaria escocesa famosa pero anónima del siglo XVII que dice: “De los espíritus y fantasmas y las bestias pasilargas y de las cosas que se agitan en la noche, que el buen Dios nos libre de ellos.” Permítame parafrasear esta plegaria conforme a nuestras circunstancias de fines del siglo XX: De los espíritus de nuestros sentimientos incomprendidos y hostilidades mal entendidas, De los fantasmas de nuestras ideas obsoletas a las que nos aferramos y de las ilusiones de nuestro saber y competencia, De las bestias patilargas de nuestra ignorancia y prejuicios y presunción, Y de todas las cosas de las cuales ni siquiera sabemos lo suficiente para temerles que existen en la noche misteriosa más allá de nuestra limitada visión, Que el buen Dios nos libre de ellos… a usted, a mí, y a toda nuestra infantil humanidad en pugna.
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Nightlights: Bedtime Stories for Parents in theDark: Luces nocturnas, historias a la hora de dormir para padres en la oscuridad.
SEGUNDA PARTE El paso siguiente: conocerse a uno mismo
CAPÍTULO CINCO - Amor por uno mismo versus autoestima La humildad es el verdadero conocimiento de uno mismo tal como uno es. Esa es una paráfrasis de un libro llamado Cloud of Unknowing, 12 escrito por un monje anónimo del siglo XIV. Es una aseveración profunda y esencial para la búsqueda del autoconocimiento. Por ejemplo, si yo le dijera que soy un pésimo escritor, eso, en realidad, no sería humildad. Si bien no soy el mejor, lo cierto es que soy un escritor bastante bueno. De manera que una afirmación de ese tipo sería lo que he denominado “seudohumildad”. Por otra parte, si yo le dijera que soy un magnífico golfista, sería el colmo de la arrogancia, ya que en el mejor de los casos, soy un jugador mediocre. La humildad genuina es siempre realista. Es decisivo que seamos realistas, que tengamos un conocimiento real de nosotros mismos tal como somos y que seamos capaces de reconocer tanto lo bueno como lo malo en nosotros. Además, en mi opinión, hay una distinción entre el amor por uno mismo y la autoestima. Y la diferencia entre el amor por uno mismo (que planteo como algo bueno) y la autoestima (que sugiero que es cuestionable) suele confundirse porque no tenemos las palabras exactas para el fenómeno que expondré aquí. Eventualmente, espero que el problema se resuelva con la creación de palabras nuevas, pero por el momento, estamos limitados a las viejas. En primer lugar, ¿a qué me refiero con “amor por uno mismo”? Cuando trabajaba como psiquiatra en el ejército, los militares estaban interesados en saber cómo triunfaban las personas de éxito, de modo que una docena de esas personas, de distintas secciones del servicio, fueron reunidas para un estudio. Eran hombres y mujeres de alrededor de cuarenta años, que habían tenido éxitos notorios. Habían sido promovidos más que sus contemporáneos, y sin embargo, también parecían populares. Los que tenían familia parecían gozar de una vida familiar feliz; sus hijos eran buenos alumnos y estaban bien adaptados. Al parecer, estas personas convertían en oro todo cuanto tocaban. Fueron estudiadas en varias dimensiones, a veces como grupo y otras de manera individual. Como parte del estudio, se les pidió que escribieran en una hoja de papel (y no tenían oportunidad de consultarse entre sí acerca de este punto) las tres cosas mas importantes en su vida, en orden de prioridad. Hubo dos fenómenos bastante llamativos con respecto a la forma en que el grupo se abocó a esta tarea. Uno fue la seriedad con que la realizaron. El primero en entregar su respuesta se tomé unos cuarenta minutos, y a varios de los otros les llevó más de una hora, a pesar de que sabían que la mayoría del grupo había terminado. La otra cosa notoria fue que mientras las respuestas al segundo y tercer ítem de las listas variaban mucho, los doce habían escrito exactamente la misma respuesta para el número uno: “Yo mismo”. No “Amor”. No “Dios”. No “Mi familia”. Sino “Yo mismo”. Y eso, sugiero yo, fue una expresión de un maduro amor por uno mismo. El amor por uno mismo implica el cuidado, respeto y responsabilidad por uno mismo, y el conocimiento del yo. Si uno no se ama así mismo, no puede amar a los demás. Pero no hay que confundir el amor por uno mismo con la egolatría. Estos hombres y mujeres exitosos eran cónyuges y padres amorosos y supervisores solícitos. Ahora bien, ¿qué es la autoestima? 12
Cloud of Unknowing: Nube de no saber, o ignorancia
Unos ocho o nueve años después de mi experiencia con el grupo de estudio de las fuerzas armadas, tuve ocasión de intimar con una persona de la mentira (y como recordará usted, defino a la gente de la mentira como esencialmente mala). Es difícil intimar con esas personas, pero yo lo hice lo suficiente con este hombre para preguntarle: “¿Qué es lo más importante en su vida?” ¿Y qué cree usted que contestó? “Mi autoestima”. Advierta qué parecidas fueron las respuestas. Las doce personas de éxito habían escrito: “Yo mismo”. Y el hombre dijo: “Mi autoestima”. Creo que su respuesta fue correcta en términos de la manera en que funciona la gente de la mentira. La autoestima es lo más importante en sus vidas. Harán cualquier cosa por preservar y mantener la autoestima en todo momento y a cualquier precio. Cuando algo amenaza su autoestima, cuando existe evidencia de sus propias imperfecciones o algo que pueda hacerlos sentir mal consigo mismos, en vez de utilizar esa evidencia y esos sentimientos desfavorables para realizar algún tipo de corrección, intentarán exterminar la evidencia. Y entonces surge el comportamiento maligno. Porque es necesario que preserven su autoestima a toda costa. Hay una diferencia entre insistir en que nos consideremos importantes (esto es “amor por uno mismo”) e insistir en que siempre nos sintamos a gusto con nosotros mismos lo cual es sinónimo de conservar siempre nuestra autoestima). Entender y hacer esta distlnción es crucial para el conocimiento de nosotros mismos. Para ser personas buenas y saludables debemos pagar el precio de hacer a un lado nuestra autoestima de tanto en tanto y de no sentirnos siempre bien con nosotros mismos. Pero siempre hemos de amarnos y valorarnos, aun cuando no siempre debamos estimarnos. Las ventajas de la culpa La herramienta que nos ayuda a no sentirnos bien con nosotros mismos cuando una autocorrección es necesaria se llama “culpa existencial”. Necesitamos una cierta cantidad de culpa, una cierta cantidad de contrición, para existir. Sin culpa, carecemos de un mecanismo esencial de autocorrección. Si continuamente pensamos que está todo bien en nosotros, entonces, por supuesto, no podremos corregir aquellas partes nuestras que no están bien. Es muy conocido el libro Yo estoy bien, tú estás bien, de Thomas Harris. Es un libro muy bueno, pero la verdad es que el título no me gusta mucho. Porque, ¿qué pasa sí uno no está bien? ¿Qué sucedería si se despertara usted todas las noches a las dos de la madrugada, bañado en sudor y soñando que se ahoga, y después sintiera tanto terror que no pudiera volver a dormirse hasta las seis, y eso ocurriera no sólo noche tras noche sino semana tras semana, mes tras mes? ¿Sería correcto pensar que está usted bien? ¿Qué pasaría si no pudiera usted entrar en una tienda sin experimentar un ataque de pánico? ¿Sería correcto pensar que está bien? ¿Qué ocurriría si estuviera usted empujando a sus hijos a la droga o metiéndolos en graves problemas y ni siquiera fuera consciente de ello? ¿Sería acertado pensar que está usted bien? Creo que Alcohólicos Anónimos lo expresa de una forma mucho mejor. Tienen un dicho: “Yo no estoy bien y tu no estás bien, pero eso está bien”. De hecho, cuando practicaba la psicoterapia, solía atender a personas que pensaban no estaban bien, financieramente y en otros aspectos, ya que la gente que cree estar bien no acude a la psicoterapia. Sólo recurren a ella las personas que piensan que no están bien, los que tienen la humildad de buscar ayuda para poder iniciar promisoriamente el viaje del autoconocimiento. Me cito a mí mismo como ejemplo. Un año antes de entrar en psicoterapia había decidido que eso era algo que me convenía hacer. En ese entonces, era practicante de psiquiatría en las
fuerzas armadas y conocía a un terapeuta que formaba parte del cuerpo docente de mi hospital. Él parecía un profesional inteligente y estaría obligado a atenderme en forma gratuita. Pero cuando le comenté la idea, me preguntó por qué quería hacerlo. —Bueno, estoy un poquito ansioso por varios motivos, y pienso que sería una experiencia educativa útil y se vería bien en mi ctirrículum vitae —expliqué. —Usted no está listo aún ——me contestó. Y se negó a atenderme. Dejé el consultorio enfurecido, pero desde luego, él tenía bastante razón. Yo no estaba preparado. Lo había decidido pensando que estaba bien. Pero un año después, un día preciso estuve lisio. Le contaré exactamente qué pasó ese día, pero primero déjeme decirle que si bien en su momento no lo identificaba como tal, yo sufría lo que podría denominarse “problema de autoridad”. Durante los veinte años previos, dondequiera que había trabajado o estudiado, siempre tenía algún superior hijo de puta a quien odiaba con toda mi alma. Siempre un hombre más grande. Un hombre diferente en cada lugar, pero fuera donde fuese, allí estaba. Yo pensaba que el problema era siempre culpa de ese hombre y que no tenía nada que ver conmigo. En ese tiempo, mi cuco en el ejército era el General en Jefe del hospital, un caballero a quien llamaré Smith. Yo odiaba a Smith. Y tal vez porque lo odiaba, el general Smith tampoco estaba muy bien dispuesto hacia mí. Debía de sentir las vibraciones. En mi primera sesión de terapia tuve que hablar acerca de un caso, y tenía que pasar la grabación de una entrevista que había hecho a un paciente. Mis pares y uno de mis supervisores la escucharon y, cuando hubo terminado, procedieron a censurarme ásperamente por la torpeza y falta de madurez con que había conducido la entrevista. De manera que el día no empezó bien. Pero logré mantener mi autoestima diciéndome que eso era una prueba severa regular por la que todos los residentes de psiquiatría y cualquier estudiante de psicoterapia debían pasar. Siempre se salía desmoralizado, pero en realidad, no significaba que yo fuera inadecuado o estuviera equivocado. De todos modos, la sensación resultante no era agradable. Luego, como tenía un rato libre, pensé en aprovecharlo para cortarme el cabello. No creía que me hiciera falta cortarme el cabello, pero así era el ejército y sabía que el general Smith pensaría que me vendría bien un corte de cabello. O sea que después de ser criticado por mis pares y mi supervisor, partí a someterme a algo que no quena: un corte de cabello. Camino a la peluquería, pasé por la oficina de correos y decidí verificar mi buzón para ver si por casualidad había correspondencia. La había. Para mi consternación, encontré una multa por infracción de tránsito. Me habían multado unos dos meses atrás por no detenerme en una señal de parada cuando me dirigía a jugar al tenis con el comandante de la guarnición, un coronel llamado Connor... un buen tipo, en mi opinión. El único problema era que cuando uno recibía una multa de la policía militar de la guarnición, siempre se enviaba una copia de ella al comandante en jefe, en este caso, el general Smith. Como ya estaba en la lista negra del general Smith, no me agradaba mucho la idea de que tuviera algo más en contra de mí, así que cuando por fin llegué a jugar al tenis con el coronel Connor, en mi mejor estilo manipulador (en ese entonces no estaba por encima de ese tipo de cosas) le dije: —Lamento llegar tarde, señor, pero uno de sus policías militares me detuvo al cruzar una señal de parada cuando intentaba llegar a tiempo. El coronel entendió y respondió: —No se preocupe. Yo me encargaré.
En efecto, a la mañana siguiente, el capitán preboste (supervisor policial) de la guarnición me llamó y me dijo: —Doctor Peck, ¿recuerda la multa que le hicieron ayer? Bueno, sólo quería avisarle que se perdió en el correo. La próxima vez, conduzca usted con más cuidado. —Muchas gracias, señor —le respondí. Sin embargo, unas seis semanas después, el capitán preboste fue relevado de su cargo de manera tan imprevista, que ni siquiera tuvo tiempo de ordenar su escritorio. Y cuando fueron a ordenarlo, encontraron una pila de multas perdonadas que procedieron a redistribuir. Así que ahora, después de haber sido censurado por mis pares y mi supervisor, y camino a la peluquería a hacer algo que no deseaba, encontré la multa de la que pensaba, erróneamente, que me había salvado. Sintiéndome cada vez peor, me encaminé a la peluquería. El peluquero estaba terminando conmigo cuando, ¿adivine quién entró en el lugar? Acertó. El general Smith. Y aunque lo hubiera deseado, ni siquiera un general puede sacar a alguien del sillón del peluquero en mitad de un corte, así que tuvo que sentarse y esperar su turno. Y solo para que se dé una idea de lo mal que estaba yo, en lo único que podía pensar era: “¿Debo saludar al hijo de puta o no? ¿Debo o no debo?” Una y otra vez. “¿Debo o no debo?” A veces, las personas me preguntan: “¿Cuándo es el momento de entrar en psicoterapia?” Yo les respondo: “Cuando uno está atascado”. Yo estaba atascado. Por fin, decidí comportarme con gran nobleza y tino. Cuando mi corte de pelo estuvo listo, me levanté del sillón y al pasar junto a mi superior, lo saludé: —Buenos días, general Smith. Y me fui de la peluquería. Entonces, el peluquero salió corriendo al pasillo y me llamó: —Doctor, doctor, se olvidó usted de pagar! De modo que tuve que volver a entrar en la peluquería, y en ese punto estaba tan nervioso, que se me cayeron todas las monedas al piso, justo a los pies del general Smith. Ahí estaba yo, arrodillado frente a él, y él sentado literalmente sobre mí, riéndose de mi penosa situación. Cuando por fin salí de allí, temblaba de pies a cabeza y me dije: “Peck, no estás bien. ¡Necesitas ayuda!” La gracia de los momentos desgarrantes Ése fue un momento muy doloroso, la clase de momento doloroso que he denominado “momento desgarrante”. Para haber sido un momento desgarrante, fue en realidad bastante suave, y eso ha tendido a ser la norma en mi vida. Creo que Dios sabe que no soy capaz de aguantar mucho dolor. Pero a pesar de que fue un momento penoso, un momento desgarrante, también fue uno de mis mejores momentos. Porque menos de una hora después, mis dedos todavía temblorosos pasaban las Páginas Amarillas en busca de un terapeuta, con una voluntad e intención genuinas de trabajar conmigo mismo. Y a pesar del dolor, fue el comienzo de un gran paso de crecimiento, un paso gigantesco por el desierto hacia mi salvación, hacia mi cura. Este desgarramiento está de hecho simbolizado en las ceremonias de la Iglesia cristiana cuando en el momento central del ritual de la comunión, el sacerdote levanta un trozo de pan sobre el altar y lo parte. Un momento de fractura. Y una de las cosas que la gente entiende cuando celebra este ritual —lo sepan o no, y a menudo no lo saben— es su propia disposición a quebrantarse. Esto haría del cristianismo una religión bastante extraña… una religión de un grupo de personas dispuestas a ser desgarradas, o deseosas de serlo, de no ser por el hecho de que sabemos que es precisamente a través de estos tipos de fractura como crecemos y damos los mayores pasos hacia adelante.
Necesitamos estos momentos de desgarramiento cuando nos damos cuenta de que no estamos bien, que no manejamos todo, que no somos perfectos, que no estamos libres de pecado. Esos momentos de culpa, de contrición, esos momentos en los que carecemos de autoestima, en que soportamos la prueba de desagradarnos a nosotros mismos, son esenciales para nuestro crecimiento. Pero incluso durante estos instantes, también necesitamos valorarnos y amarnos. No sólo es posible amarnos y comprender que somos imperfectos sino que es posible hacerlo al mismo tiempo. De hecho, con frecuencia, parte de amarnos a nosotros mismos es darnos cuenta de que hay algo en nosotros que debemos corregir. Una carga valiosa Unos dieciséis años atrás, tenía un paciente de diecisiete años, un menor emancipado que había estado solo desde los catorce. Sus padres habían sido atroces. Durante una sesión, le dije: —Jack, tu mayor problema es que no te amas a ti mismo, que no te valoras. Esa misma noche tuve que manejar de Connecticut a Nueva York en medio de un temporal terrible. Una cortina de agua caía sobre la carretera y la visibilidad era tan escasa, que ni siquiera podía ver el costado de la ruta ni la línea amarilla. Tenía que mantener la atención absolutamente fija en el camino, aunque estaba muy cansado. Si hubiera perdido la concentración durante apenas un segundo, me habría salido de la carretera. Y la única forma en que pude realizar ese viaje de ciento sesenta kilómetros en medio de esa espantosa tormenta fue repitiéndome a mí mismo una y otra vez: “Este pequeño Volkswagen está transportando una carga en extremo valiosa. Es de suma importancia que esta carga valiosa llegue sana y salva a Nueva York”. Y así fue. Tres días después, de regreso en Connecticut, vi a mi joven paciente y me enteré de que en ese mismo temporal, sin estar tan cansado como yo, y en un viaje mucho mas corto, su auto se había salido de la carretera. Por suerte, no se había lastimado de gravedad. Eso había sucedido no porque él fuera un suicida encubierto (si bien la falta de amor por uno mismo puede combinarse con una tendencia suicida) sino simplemente porque no había sido capaz de decirse a sí mismo que su pequeño Volkswagen estaba transportando una carga muy preciosa. Permítame darle otro ejemplo. Poco después de la publicación de La nueva psicología del amor, empecé a tratar a una mujer que tenía que viajar desde el centro de Nueva Jersey hasta donde yo vivo, es decir, debía hacer un viaje diario de tres horas. Vino a verme porque había leído el libro y le había gustado. Era una mujer que había pasado toda su vida en la Iglesia cristiana; se había criado en la fe de la Iglesia y hasta se había casado con un clérigo. Durante el primer año, trabajamos juntos una vez por semana y no llegamos a nada, no logramos ningún progreso. Entonces, un día, ella abrió la sesión diciendo: —¿Sabe, doctor? Mientras manejaba hacia aquí esta mañana, de pronto me di cuenta de que lo más importante es el desarrollo de mi propia alma. Rompí a reír a carcajadas por el hecho de que por fin lo hubiera entendido, pero también reí con ironía por el hecho de que yo había asumido que esa mujer, que había venido porque le había gustado La nueva psicología del amor, que estaba dispuesta a viajar seis horas una vez por semana para verme y que había pasado la totalidad de su vida en la iglesia, ya sabía que lo más importante era el desarrollo de su propia alma. Pero no lo sabía antes, y sospecho que la mayoría de los cristianos tampoco. Una vez que la mujer lo comprendió, sin embargo, su progreso en terapia fue meteórico.
El trabajo de preparación De manera que es terriblemente importante que nos amemos a nosotros mismos. De hecho, es tan importante que hasta me gustaría ser bíblico al respecto. Hace unos años, estaba yo a cargo de un retiro espiritual en un centro católico inmenso, en Chicago. El retiro concluiría el domingo por la tarde con una misa formal en la ornamentada iglesia del centro. Antes de comenzar el retiro, el sacerdote que lo organizaba me había preguntado si me gustaría dar el sermón o la homilía en esa misa. Y en un momento de estupidez y arrogancia inconscientes, contesté: “Claro que sí”, olvidando por un instante que en la Iglesia Católica, uno no puede dar un sermón sobre cualquier cosa. Debe hacerlo según los textos o lecturas asignadas a ese día en particular, y con frecuencia, tiene que ser la lectura asignada del Evangelio. Pero lo recordé poco después y cuando tuve un momento de tranquilidad, mientras la gente del retiro formaba grupos pequeños, tomé la Biblia y busqué la lectura asignada del Evangelio para ese domingo. Era la parábola de las cinco vírgenes prudentes y las cinco insensatas. Me horroricé. Nunca me había gustado esa parábola. Jamás la había entendido. La parábola habla de diez vírgenes que esperaban al Esposo (Cristo o Dios). Ante la posibilidad de que Él llegara en mitad de la noche y ellas tuvieran que salir a la oscuridad a recibirlo, cinco de las vírgenes habían llenado sus lámparas con aceite, en tanto que las otras cinco no lo habían hecho aún. En cualquier caso, a medianoche, alguien llamó a la puerta y el criado anunció: “Ha llegado el Esposo, ha llegado el Esposo. Salid a recibirle”. Las cinco vírgenes prudentes encendieron sus lámparas de inmediato y se encaminaron hacia la puerta. Las cinco vírgenes insensatas les dijeron: “Por favor, compartid algo de vuestro aceite con nosotras. También queremos recibir al Esposo. No todo el aceite, ni la mitad, apenas un poquito”. Pero las cinco vírgenes prudentes se rehusaron y cruzaron la puerta. Cuando se encontraron con el Esposo, yo había imaginado que Él diría: “¡Vírgenes ruines, miserables, detestables y tacañas! ¿Por qué no compartisteis al menos un poquito de vuestro aceite con esas pobres y menos afortunadas virgenes?” Pero no fue lo que dijo. De hecho, manifestó: “Oh, virgenes sabias, maravillosas y hermosas, os amo, y retozaremos en el heno metafórico por toda la eternidad. Y en cuanto a esas vírgenes insensatas, que rechinen los dientes y se pudran en el infierno para siempre”. La parábola se me antojaba por completo anticristiana. ¿De qué diablos trata el cristianismo si no de compartir? Pero tenía que dar un sermón acerca de la parábola y eso significaba que debía reflexionar sobre ella. A veces, es increíble lo que puede suceder cuando pensamos. No necesité mucho tiempo para darme cuenta de que el aceite en esta parábola era un símbolo de la preparación y que, como buen realista que era, lo que Jesús nos decía era que no podíamos compartir nuestra preparación. No podemos hacer los deberes de otros. O si lo hacemos, no podemos graduarnos por ellos, lo cual es el símbolo de su preparación. De modo que no podemos regalar nuestra preparación. Lo único que podemos hacer —y a menudo resulta muy difícil— es intentar impartir a otros un motivo para que se preparen a sí mismos. Y no conozco otra forma de hacerlo que no sea tratar de enseñarles lo importantes, hermosos y deseables que son para Dios. Nada nos refrena más en lo referente a la salud mental, a la salud como sociedad y a Dios que el sentido que todos poseemos de nuestra falta de importancia y de no ser queribles ni deseables. Suele azorarme lo poco importantes que nos consideramos. Una década atrás, me encontraba en una cena donde los otros invitados estaban conversando acerca de un famoso productor de cine y de cómo había dejado su marca en la historia. De repente, interpuse: “Cada uno de nosotros deja su marca en la historia”. La conversación alrededor de la mesa cesó con brusquedad, como si yo hubiera dicho algo obsceno.
En ciertos sentidos, no nos gusta pensar que somos importantes. Hacerlo implicaría asumir la responsabilidad de ello. Nos agrada pensar que las personas que están en el Kremlin son importantes. Y los congresistas, en Washington, son importantes. Y si nos consideramos individuos comunes y sin importancia, no podemos ser responsables de la historia, ¿no? Pero nos guste o no, somos importantes, y para bien o para mal, consciente o inconscientemente, dejaremos nuestra marca en la historia. Como reza el dicho: “Si no tú, entonces, ¿quién? Y si no ahora, ¿cuándo?” Todos poseemos esta sensación irreal de nuestra falta de importancia, de no ser agradables ni deseables. Hace unos seis años, fui a Dallas a dar una conferencia en un congreso científico. No bien hube recogido mi llave en la recepción del hotel, un hombre joven me abordó camino a mi habitación. Me preguntó: —Usted es el doctor Peck, ¿verdad? Mi compañero de habitación quería venir a esta conferencia pero no pudo. Sin embargo, me pidió que si de casualidad lo veía a usted, le dijera que Dios lo perdona. Era un mensaje de lo más extraño. Pero después de que me hube instalado en la habitación, me puse a pensar en él y comprendí que una parte de mí todavía sentía como si yo tuviera quince años, estuviera cubierto de granos y fuera desgarbado e inadecuado; por cierto no alguien a quien un congreso científico creyera que valía la pena escuchar. Pero esa parte de mí no era una manifestación de humildad genuina. Era enferma e irreal. Necesitaba ser curada. Necesitaba ser descartada, perdonada y purifica. Por eso, repito, nada nos refrena más en lo referente a la salud mental, a la salud como sociedad y a Dios que la sensación que todos tenemos de nuestra propia falta de importancia, de ser desagradables y no deseables. La realidad es que Dios es el Esposo y lo que Él nos dice es: “Venid a la cama conmigo”. Pero tendemos a responder: “No, no, no, estoy muy gordo”. Y cuando Dios dice: “No entiendes. Te amo, te deseo. Eres hermoso. Ven a la cama conmigo”, es muy probable que sigamos retrayéndonos, proclamando que somos demasiado viejos o demasiado jóvenes, demasiado poco importantes o demasiado feos e indignos. Preparémonos. Hagámos1o aprendiendo de nuevo qué importantes somos, qué hermosos somos, y cuánto somos deseados más allá de nuestros sueños más alocados. Y salgamos al mundo lo mejor que podamos a enseñar a otros qué importantes y qué hermosos son, y cómo también ellos son deseados más allá de lo que jamás podrían imaginar.
CAPÍTULO SEIS - Mitología y naturaleza humana Para casi todas las personas, un mito es algo falso. Pero uno de los progresos que hemos realizado en psiquiatría y psicología a lo largo de los últimos sesenta años —gracias en gran medida al trabajo de Carl Jung y más recientemente a personas como Joseph Campbell— es descubrir que un mito es un mito precisamente porque es verdad Los mitos son historias que existen en todas las culturas. Suelen adoptar formas algo distintas en diferentes culturas; sin embargo, el motivo por el que uno encuentra el mismo mito en una cultura tras otra, generación tras generación, es justamente porque encarna una gran verdad, por lo general acerca de la naturaleza humana. Y como tienen mucho para enseñarnos acerca de la naturaleza humana, los mitos pueden resultar muy útiles para entendernos a nosotros mismos. Leyendas Muchos de los grandes arqueólogos fueron considerados locos en su juventud porque creían en leyendas o historias del pasado que otras personas pensaban que no eran ciertas. Tal vez el mejor ejemplo sea el de Heinrich Schliemann. De niño, en la década de 1830. trabajaba como ayudante en un almacén. Un anciano solía almorzar allí y, mientras se emborrachaba, recitaba verso tras verso de La Ilíada, de Homero. El joven Heinrich quedó absolutamente fascinado al escuchar la historia de Troya. Y prometió que cuando fuera grande, encontraría Troya. Cuando se lo comentaba a la gente, le decían: —Oh. no seas tonto. Lo que narra Homero en La Ilíada es sólo un mito. Troya no existe. Es un lugar mítico. No obstante, Heinrich creía que Troya había existido, y entró en la actividad comercial con el fin de reunir el dinero suficiente para respaldar su búsqueda. Para cuando tenía treinta y seis años, era un hombre muy rico. Se retiró de los negocios y partió en busca de Troya. Y en efecto, una década después, la encontró, en las costas occidentales de Turquía; ése y otros descubrimientos posteriores demostraron que las historias contadas en La Ilíada no eran meros mitos sino que se basaban en hechos. Otro ejemplo similar es el del arqueólogo Edward Thompson. A fines del siglo pasado, Thompson supo de una antigua leyenda maya acerca de un pozo que se utilizaba para ahogar a vírgenes —que posiblemente habían sido cargadas antes con joyas de oro para que se hundieran — como parte de un sacrificio al dios de la lluvia, que se suponía que vivía en el fondo del pozo. Y decidió que encontraría ese pozo, a pesar de que la gente le decía: —Es sólo una tonta leyenda. Ese pozo no existe. Nunca existió de verdad. Thompson fue a México, donde tomó conocimiento de la existencia de las ruinas de una gran ciudad maya enclavada en el interior de la jungla de Yucatán, llamada Chichén Itzá, que significa “la Boca del Pozo”. Compró una plantación enorme cerca de las ruinas y pronto descubrió que había dos pozos o cenotes gigantescos en el área. Después de analizar las ruinas, intuyó que el mayor, de unos cincuenta y cinco metros de diámetro podrá ser su objetivo. Regresó entonces a su hogar en Boston, reunió dinero frenéticamente entre sus amigos, compró equipos de dragado y aparatos de buceo de alta mar y hasta aprendió a bucear. Sus intentos de dragado resultaron infructuosos; año tras año, todo lo que sus trabajadores desenterraron fue palada tras palada de barro: ni oro ni huesos. Cuando se estaba quedando sin dinero, al cabo de unos cinco años de esfuerzos, la desesperación lo, impulsó a sumergirse él mismo y halló así los primeros huesos. De hecho, descubrió una reserva entera de restos arqueológicos, incluyendo muchas joyas de oro. Recobró la fortuna prestada y el respeto por sí
mismo. Demostró que después de todo, la leyenda de las vírgenes adornadas con joyas y arrojadas al pozo era, en realidad, una historia verdadera. Yo no creía en la leyenda de la Atlántida, la civización insular que se decía que se había hundido bajo el mar. Pero en 1978, mis padres nos llevaron a mi esposa, a mí y a nuestros tres hijos, a mi hermano, su esposa y sus tres hijos, a un viaje familiar por Grecia. Como parte del viaje, alquilamos un barco y navegamos alrededor de un grupo de islas griegas conocidas como las Cícladas. El extremo sur de esas islas tiene dos nombres: Thera que es el nombre griego, y Santorini, un nombre italiano, pues los italianos conquistaron las islas en el siglo XIII. Mientras navegábamos hacia Santorini o Thera, mi padre leyó en una guía turística que algunas personas creían que esa isla podría ser la Atlántida. La idea me hizo reír. Pero empecé a contener la risa sin cuando atravesamos lo que parecía un golfo entre dos islas y nos dimos cuenta de que habíamos navegado directamente hacia el cráter de un volcán gigantesco de unos treinta y dos kilómetros de diámetro. Más tarde, mientras explorábamos una parte distante del borde de la isla, nos enteramos de que allí, un atardecer de 1967, un granjero había estado arando la tierra con su mula, mientras su esposa e hijos y la esposa de un vecino conversaban en el extremo del campo. De repente, el granjero desapareció. No sabían qué le había pasado. Corrieron hacia donde lo habían visto por última vez, y oyeron gritos amortiguados. Había un gran agujero en el suelo y vieron que el hombre había caído dentro de él. No era un mero agujero: había caído en una ciudad. Era la ciudad de Akrotiri, enterrada bajo Ceniza volcánica. Cuando los arqueólogos comenzaron a excavar, se toparon con toda una civilización por completo diferente de cualquier civilización jamás descubierta. Databa de la Edad de Bronce y era una especie de combinación de culturas griega y africana. Era el sitio más antiguo en el mundo en tener ventanas panorámicas. Esos descubrimientos fueron tan excitantes, que cuando visitamos Grecia, una década después, ya se había agregado un ala nueva al museo de Atenas para albergar las piezas artísticas y otros hallazgos de Akrotiri. De modo que me he convertido en un creyente: he estado en la Atlántida. Mitos y cuentos de hadas Hay una diferencia entre una leyenda y un mito. Las leyendas son historias del pasado que pueden o no ser reales. La leyenda de Troya es cierta, la leyenda del Pozo Sagrado de Chichén ltzá es cierta. Y creo que la leyenda de la Atlántida es cierta. Sean ciertas o no, las leyendas como la del pozo de Chichén ltzá no tienen necesariamente mucho que enseñarnos acerca de nosotros mismos. Pero La ilíada de Homero no es sólo una leyenda cierta; también es un mito. Entretejidos con la historia de Troya, hay toda clase de significados acerca de la naturaleza humana y eso es lo que distingue a un nito de una mera leyenda. También existe una distinción entre un cuento de hadas y un mito. Santa Claus es apenas un cuento de hadas, una figura imaginaria que existe desde hace un par de cientos de años y es conocida sólo por una quinta parte de la población del mundo. Los dragones, por otro lado, son un mito. Mucho antes de que alguien inventara a Santa Claus, los monjes cristianos ya dibujaban dragones en los márgenes de los manuscritos que copiaban con esmero en sus monasterios europeos. Y también los monjes taoístas en China, los budistas en Japón, los hindúes en India y los musulmanes en Arabia. ¿Por qué dragones? ¿Por qué estas criaturas míticas son tan increíblemente internacionales y ecuménicas? La respuesta es: porque son símbolos del ser humano. Son víboras con alas. Gusanos que vuelan. Y eso somos nosotros. Así, como los reptiles, nos deslizamos por el suelo, atascados en el fango de nuestras proclividades pecaminosas y
prejuicios culturales intolerantes. Y no obstante, como los pájaros, o los ángeles, poseemos la capacidad de remontarnos a los ciclos y traseender esas mismas inclinaciones pecaminosas y prejuicios culturales estrechos. Un u de las razones de la popularidad de los dragones, creo, es que constituyen el mito más simple. Empero, no son simplistas. Son criaturas multidimensionales y bifacéticas que representan una paradoja. Y para eso, entre otras cosas, existen los mitos: para capturar los aspectos multidimensionales y a menudo paradójicos de la naturaleza humana. Como los mitos son paradójicos y multidimensionales, no se meterá usted en problemas al creer en ellos. Sin embargo, los cuentos de hadas comunes tienden a ser unidimensionales y simplistas. Y puede usted meterse en muchos problemas por creer en cuentos de hadas unidimensionales y simplistas, del mismo modo que pensar de manera simplista acerca de cualquier cosa en nuestra vida puede crearnos muchos inconvenientes. Todos padecemos de pensamiento simplista. Queremos que todo sea blanco o negro. Deseamos que las cosas sean una cosa u otra, cuando de hecho, cada aspecto de nuestra vida es al menos dos cosas a la vez, y ¿por qué no?, media docena de cosas. Por ejemplo, suele suceder, que cuando doy una conferencia, algún cristiano del público me pregunte: —Doctor Peck, ¿los homosexuales deberían ser ordenados sacerdotes? Formulan esta pregunta como si la homosexualidad fuera tan sólo esto o aquello, cuando, hasta donde pude verificar en mi limitada experiencia psiquiátrica, existen algunas personas que son homosexuales por haberse criado en familias muy disfuncionales (y por lo tanto, su condición es en teoría tratable, si bien sólo con dificultad) y —estoy convencido de ello— hay otras personas que son homosexuales por una cuestión genética, porque Dios las creó homosexuales. Y luego existe toda clase de combinaciones en medio, individuos que son homosexuales como resultado de determinantes, tanto biológicos como psicológicos. De manera que considerar la homosexualidad como tan sólo esto o aquello riñe con la sutileza y complejidad de la creación de Dios. La respuesta a la pregunta: “¿Los homosexuales deberían ser ordenados?” es la misma que a la pregunta: “¿Los heterosexuales deberían ser ordenados?” Depende del homosexual. Depende del heterosexual. El mito de la responsabilidad Los mitos son una fuente de enseñanza maravillosa acerca de los aspectos paradójicos, multidimensionales y complejos de la naturaleza humana. Quizá recuerde usted que en La nueva psicología del amor mencioné el mito de Orestes, el hijo de Clitemnestra y Agamenón. Según Homero, Clitemnestra tuvo un amante y juntos asesinaron a Agamenón. Esto puso a Orestes en una encrucijada. La mayor obligación que tenía un joven griego era la de vengar la muerte de su padre. Sin embargo, en este caso, su madre era la responsable. Y lo peor que un joven griego podía hacer era asesinar a su madre. Orestes asesinó a su madre y a su amante y así vengó la muerte de su padre. Pero tuvo que pagar el precio y fue maldecido por los dioses con lo que se llamaba las Furias, tres arpías que lo rodeaban sin cesar, parloteaban en su oído, le provocaban alucinaciones y lo enloquecían. Durante años y años, Orestes vagó por el mundo expiando lo que había hecho, perseguido por las Furias. Por fin, pidió a los dioses que lo liberaran de la maldición. De modo que se celebró un juicio en el que el dios Apolo, el abogado defensor de Orestes, argumentó que todo el problema era culpa de los dioses. Dado que Orestes no había tenido ninguna opción en el asunto, no debía ser culpado por lo que había hecho. Pero de pronto, Orestes se puso de pie y contradijo a Apolo.
—Fui yo, no los, dioses, quien mató a mi madre —afirmó—. Yo fui quien lo hizo. Nunca antes un ser humano había asumido una responsabilidad tan total por su conducta, cuando podría haber culpado a los dioses. Al oír esto, los dioses deliberaron y decidieron levantar la maldición que pesaba sobre Orestes. Las Furias fueron transformadas en las Euménides, que literalmente significa “portadoras de la gracia”. En vez de ser voces aviesas, desagradables y negativas, se convirtieron en voces de sabiduría. Este mito simboliza la transformación de la enfermedad mental en una salud extraordinaria. Y la verdad es que el precio de esa transformación tan maravillosa es aceptar la responsabilidad de nosotros mismos y nuestro comportamiento. El mito de la omnipotencia Otro mito revelador del que hablé en La nueva comunidad humana es el de Icaro. Icaro y su padre intentaron escapar de prisión fabricando para sí mismos alas de plumas y cera. Cuando Icaro levantó vuelo, quiso seguir volando para llegar al Sol. Pero por supuesto, no bien comenzó a acercarse, el calor derritió sus alas y él se catapultó hacia su destrucción. Uno de los significados de este mito es la insensatez de intentar asumir los poderes de un dios. El Sol es a menudo un símbolo de Dios. Por lo tanto, creo que otro de los significados del mito es que no podemos acercarnos a Dios a través de nuestro propio poder. Podemos acercarnos a Dios sólo cuando Dios nos eleva. Y si pensamos lo contrario, podemos meternos en dificultades, catapultamos a nuestra propia destrucción. Éste es uno de los problemas con que se topan las personas cuando descubren el “crecimiento espiritual” y toman conciencia por primera vez de que se encuentran en un viaje espiritual. Empiezan a creer que pueden dirigirlo. Piensan que sí van a un monasterio para un retiro de un fin de semana, o toman clases de meditación Zen, o de baile sufí, o asisten a un curso de percepción extrasensorial, alcanzarán el nirvana. Por desgracia, no funciona así. Sólo funciona cuando Dios es quien dirige. Y muchos pueden verse en un aprieto —como Icaro—si piensan que pueden hacerlo por su cuenta. Si cree usted que puede planear su crecimiento espiritual, se equivoca. No es mi intención despreciar los seminarios u otras formas de autocuestionamiento… tal vez sean valiosas. Haga usted lo que se sienta llamado a hacer, pero también esté preparado para aceptar que no necesariamente sabe qué aprenderá. Esté dispuesto a ser sorprendido por fuerzas que están más allá de su control y sepa que una de las principales cosas que se aprenden en el viaje es el arte del renunciamiento. Los mitos en la Biblia ¿Qué es la Biblia? ¿Es una verdad literal? ¿ Es una colección de mitos? ¿Es una serie de reglas obsoletas? ¿Qué es? ¿Y qué importancia tiene en nuestras vidas? Recuerdo a una mujer que me dijo: —Mientras pensé que la Biblia era un libro ortodoxo, me costaba mucho abordarlo. Pero un día comprendí que es un libro paradójico, y desde entonces me fascina leerlo. En efecto, la Biblia es una colección de historias paradójicas y como es propio de una colección de paradojas, es paradójica en sí misma, no es una única cosa. Es una mezcla de leyenda, parte de la cual es cierta y parte de la cual no es cierta. Es una combinación de historia muy precisa e historia no tan precisa. Es una mezcla de reglas anticuadas y reglas bastante buenas. Es una combinación de mito y metáfora.
¿Cómo debe nos interpretar la Biblia? Conforme a mí experiencia y si bien lo consideran tan importante, los fundamentalistas hacen un uso erróneo de la Biblia. De hecho, el término “fundamentalistas” es incorrecto. El término más apropiado es “infalibles”, aquellos que creen que la Biblia no es sólo la palabra de Dios divinamente inspirada sino la verdadera palabra de Dios transcripta e inalterada y sujeta a una única clase de interpretación literal, a saber, la de ellos. A mi entender, dicho parecer empobrece la Biblia. En una ocasión, escuché a Wayne Oates, uno de los dos fundadores del Movimiento de Asesoramiento Pastoral, hablar de este problema. Se refirió a un hombre joven que se había arrancado un ojo porque Jesús dijo: “Si tu ojo te es ocasión de caer, sácatelo”. Y Wayne dijo: — Soy un buen practicante baptista del Sur y amo a mi Señor Jesucristo pero, ¡cómo me gustaría que no hubiera dicho eso! Pero el problema no reside en lo que dijo Jesús. El problema es que ese hombre tomó literalmente lo que Él dijo. Desde luego, Jesús hablaba de manera metafórica. No quiso decir que uno deba cortarse un brazo o sacarse un ojo. Lo que Él quiso decir fue que si hay algo en su camino, si algo se interpone entre uno y la salud mental o el crecimiento espiritual, uno debe librarse de él. No debe quedarse sentado quejándose. De manera que la Biblia no debe ser siempre interpretada literalmente. Gran parte de ella es metáfora y mito y está sujeta a una variedad de interpretaciones complejas y con frecuencia paradójicas. El mito del bien y del mal Entre lo más complicado y multidimensional se encuentra el de “Génesis 3”, el mito de Adán y Eva en el jardín del Edén. Los mitos, como los sueños, pueden funcionar a través de lo que Freud llamó “condensación”. Un único sueño puede condensar no sólo uno sino dos o tres significados. Esto sin dudase aplica al mito del jardín del Edén. Es una historia extraordinaria que contiene no sólo una única verdad profunda, no dos, ni tres, sino más de una docena de verdades profundas para proporcionarnos enseñanzas sobre la naturaleza humana. Aunque pueda no gustarles a los fundamentalistas —los infalibles y creacionistas—, una de las cosas que el mito del Edén nos enseña se refiere a la evolución. Esto no significa que Dios no haya tenido participación en la evolución; de hecho, creo que El/Ella la tuvo, y mucha. Específicamente. “Génesis 3” es un mito acerca de cómo los seres humanos desarrollamos la conciencia. Ya he hablado en el primer capítulo de algunas de las consecuencias de esta evolución, tan significativamente explicada a través de esta gran historia: nuestra timidez, nuestra cohibición, nuestra sensación de separación de la naturaleza y nuestra necesidad de continuar evolucionando para desarrollar una mayor conciencia. Ahora, permítame señalar que la conciencia trae aparejado un conocimiento del bien y del mal. De modo que otra de las cosas que esta historia soberbia nos enseña es acerca del poder de elección. Hasta que no comimos la manzana del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, no teníamos una opción real. No poseímos libre albedrío hasta ese momento descrito en “Génesis 3”, cuando nos volvimos conscientes, y habiendo adquirido conciencia, nos enfrentamos con la opción de ir tras la verdad o ir tras la mentira. Así, la historia del Edén tiene mucho que ver con toda la génesis del bien y del mal. No puede haber mal, a menos que haya elección. Cuando Dios nos concedió el libre albedrío, inevitablemente permitió la entrada del mal en el mundo. Sucede que otro mito anterior, el de “Génesis 1”, también tiene algo que decir acerca de la evolución y acerca del bien y del mal. Nos cuenta cómo Dios creó primero los cielos, luego la tierra y las aguas, y después las plantas y los animales. La secuencia es igual a la sugerida por la geología y la paleontología. Hasta donde los científicos pueden determinar, ésta es la secuencia de la evolución, si bien no podemos decir que todo haya sucedido en siete días.
Un significado nuevo se me ocurrió cuando recordé que Dios primero creó la luz, la miró y vio que era buena. Luego creó la Tierra y vio que era buena. Y separó la tierra del agua y vio que eso también era bueno, de manera que procedió a crear las plantas y los animales. Y cuando vio que éstos también eran buenos, entonces creó a los seres humanos. Por ende, pienso que el impulso de hacer el bien está relacionado con la creatividad. Del mismo modo, el impulso de hacer el mal es destructivo antes que creativo. La elección entre el bien y el mal, la creatividad y la destrucción, es nuestra. Y en última instancia, debemos asumir esa responsabilidad y aceptar sus consecuencias. El mito del héroe Joseph Campbell ha hecho mucho por enseñarnos sobre la verdad inherente a los mitos. Uno de los grandes mitos del mundo que Campbell ha dilucidado con particular eficacia se llama “El mito del nacimiento del héroe”, en su libro The Quest of the Hero. 13 Como es típico de los mitos, éste aparece con leves variaciones en distintas culturas, pero no obstante, la base es la misma. Siempre hay un dios Sol y una diosa Luna que se aparean y conciben un bebé que siempre es un varón. (Con el transcurso del tiempo, quizá podamos alterar esta parte de la historia.) Durante su crecimiento, el niño atraviesa un período de gran lucha, confusión y dolor, del que emerge como un héroe. ¿Qué significa este mito’? En primer lugar, permítanme explicar qué es un héroe. Un héroe se define como la persona capaz de resolver uno o más problemas que otros no pueden resolver. Supongamos, por ejemplo, que existe un rey en un país maravilloso, o que sería maravilloso de no ser por un dragón malvado, miserable y detestable que está arruinando la vida de todos. De manera que el rey decide que quienquiera que logre matar al dragón se desposará con la hermosa princesa Esmeralda. La noticia se extiende por toda la comarca y, uno por uno, los valientes caballeros educados en Harvard y Yale enfrentan al dragón, y uno por uno, son devorados por él. La situación se vuelve muy extrema y todo parece perdido, cuando, de los bosques del Bronx, surge un joven judío educado en la Universidad de Nueva York, que es bastante astuto. Deduce cómo matar al dragón y lo hace. Tener un yerno judío no es lo que más agrada al rey, pero se atiene a su palabra. Así, el joven se casa con la bella princesa Esmeralda y viven felices para siempre en un reino maravilloso. Este joven, por lo tanto, es el héroe porque resolvió el problema que otros no pudieron resolver; en este caso, cómo matar al dragón. ¿Pero por qué era tan astuto? Recuerde que el héroe verdadero, según el mito, debe ser fruto del dios Sol y la diosa Luna. En consecuencia, este mito también es acerca de la masculinidad y la feminidad, porque típicamente, el dios Sol y la diosa Luna simbolizan la masculinidad y la feminidad. La dicotomía masculino/femenino nos ha fascinado desde siempre, en la leyenda y en la vida. Por ejemplo, un área de investigación muy popular en estos días es la relación del hemisferio cerebral derecho y el izquierdo con distintas formas de pensar. Aplicada al “mito del nacimiento del héroe”, el dios Sol representa la masculinidad, la luz, la razón y el conocimiento científico racional, es decir, el tipo de pensamiento analítico del hemisferio izquierdo. Y la diosa Luna representa la feminidad, la oscuridad, el sentimiento y la intuición, a saber, la forma de pensar del hemisferio derecho. Al aparearse, estos dos han engendrado un hijo que tiene a ambos, al dios Sol y a la diosa Luna, en él (o en ella). De manera que éste es un mito acerca de lo que denominamos “androginia”. La conclusión obvia es que podemos convertirnos en héroes sólo si aprendemos a usar tanto nuestra feminidad como nuestra masculinidad, nuestro hemisferio cerebral izquierdo y nuestro hemisferio derecho. Esto es algo que muy pocas personas aprenden a hacer. En cambio, la 13
The Quest of the Hero: la búsqueda del héroe.
mayoría de nosotros, mientras crecemos, aprendemos a acentuar nuestra masculinidad a expensas de nuestra feminidad o a elevar nuestra feminidad a expensas de nuestra masculinidad. O tal vez aprendemos a abordar ciertos tipos de problemas a la manera masculina del hemisferio cerebral izquierdo, y otras clases de problemas a la manera femenina del hemisferio derecho. Pero muy rara vez aprendemos a enfrentar el mismo problema con ambos, nuestro hemisferio cerebral derecho y nuestro hemisferio cerebral izquierdo. Esta integración de nuestra masculinidad y nuestra feminidad se consigue con mucho dolor. Es la lucha por la que atraviesa el niño o la niña en el mito en el curso de su crecimiento. P ero si superamos esta lucha de integración y aprendemos a abordar el mismo problema con nuestro hemisferio cerebral derecho y nuestro hemisferio cerebral izquierdo a la vez, con nuestra masculinidad y nuestra feminidad, entonces nosotros también podremos ser héroes. También lograremos resolver problemas que el mundo aún no ha sido capaz de resolver, un mundo desesperadamente necesitado de héroes y soluciones. La elección de interpretación Permítame retomar el tema de la Biblia y recalcar cuán frecuentemente tenemos una opción sobre cómo interpretar sus historias. Siempre podemos interpretarlas de una forma literal. Tomemos, por ejemplo, la historia de la esposa de Lot, en “Génesis 19”. Cuando Dios destruyó las ciudades pecaminosas de Sodoma y Gomorra, permitió que Lot y su esposa huyeran, con la condición de que no miraran hacia atrás. Pero la esposa de Lot miró hacia atrás y fue transformada al instante en una estatua de sal. Interpretada literalmente, ésta es sólo una historia del tipo de castigo que recibiremos y de lo que puede sucedemos si desobedecemos a Dios. Durante los últimos cien años, se ha desarrollado una nueva escuela de interpretación bíblica “científica”. Propone explicaciones “racionales” para los sucesos milagrosos descriptos en la Biblia —como la división de las aguas del Mar Rojo— y sugiere, por ejemplo, que hay sitios donde el Mar Rojo es muy poco profundo y que cuando la conjunción de las mareas es exacta, una vez cada cien años más o menos, puede de hecho ser vadeado. Esta escuela también se ha ocupado de la historia de la esposa de Lot. De manera que la historia en la Nueva Biblia de Oxford tiene una nota al pie de página con el comentario de que se trata de una “antigua tradición para explicar las formaciones salinas extrañas en el área tales como las que pueden apreciarse actualmente en Jebel Usdun”. Pero esta explicación supuestamente científica no me impresionó. Así que reflexioné al respecto y me pregunté por qué Dios no había querido que Lot o su esposa miraran hacia atrás. ¿Qué tiene de malo mirar hacia atrás? Después me puse a pensar en las personas que pasan gran parte de su vida mirando para atrás, con pesar, y en lo que puede ocurrirles cuando se obsesionan con el pasado. Y de pronto comprendí que esas personas se vuelven esencialmente agriadas, como si se hubieran convertido en una estatua viviente de sal. Con esta interpretación metafórica, empecé a ver en la historia de la esposa de Lot un hondo significado y una profunda manifestación acerca de la naturaleza humana. A veces digo a la gente que una de las grandes bendiciones de mi vida fue una ausencia casi total de educación religiosa, porque no he tenido nada que superar. Digo “ausencia casi total” porque fui a la escuela dominical un día. Por algún motivo, cuando tenía ocho años y mi hermano doce, mis padres decidieron que necesitábamos una educación religiosa. De modo que nos despacharon a la escuela dominical, y recuerdo muy bien ese día porque tuve que colorear un dibujo de Abraham sacrificando a su hijo Isaac. Tal vez en ese entonces ya había algo de psiquiatra en mí, puesto que enseguida pensé que Dios tenía que estar loco para querer que Abraham matara a su hijo, y que Abraham tenía que haber estado loco para siquiera pensarlo. Y
sobre todo, Isaac tenía que haber estado loco para yacer allí en mi libro de colorear con esa expresión beatífica en la cara mientras esperaba que lo partieran al medio. Pero ocurrió que mi hermano se negó a volver a la escuela dominical, y con el poder de sus doce años, logró salirse con la suya. Así que yo me beneficié con su éxito y ése fue el fin de mi educación religiosa. Y sigo pensando que la historia de Abraham e Isaac no es apropiada para niños de ocho años porque —si uno se suscribe a las etapas de desarrollo mental de Jean Piaget — los chicos de esa edad tienden a pensar concreta o literalmente y todavía no han desarrollado mucha capacidad de interpretación. Pero así como puede haber una edad equivocada para una historia, también puede haber una edad correcta y un momento oportuno para la interpretación. Ahora que me encuentro a fines de la edad madura, la historia de Abraham sacrificando a Isaac tiene para mí un hondo significado. La considero una historia muy importante para todos los que tenemos hijos adolescentes o más grandes. Interpretada metafóricamente, esta maravillosa historía —o mito— nos enseña que llega un momento en que uno debe renunciar a sus hijos. Si nos fueron dados y encomendados, pero no para siempre, aferrarnos a ellos más allá de cierto punto puede ser en extremo destructivo para ellos y también para nosotros. Necesitamos aprender a devolver el don y a encomendar nuestros hijos a Dios. Ya no nos pertenecen. Ahora son hijos de Dios.
CAPÍTULO SIETE – Espiritualidad y naturaleza humana La gente a veces me formula las preguntas más imposibles de responder, como: “Doctor Peck, ¿qué es la naturaleza humana?” Y como mis padres me criaron para ser una persona cortés, trato de hallar respuestas a estas preguntas imposibles y la primera respuesta que doy es: “La naturaleza humana es hacerse encima”. Es realmente eso. Esa es exactamente la forma en que cada uno de nosotros empezó: haciendo lo que sentíamos naturalmente cada vez que experimentábamos la necesidad. Pero luego, cuando teníamos alrededor de dos años, nuestra madre o tal vez nuestro padre (aunque con frecuencia es nuestra madre quien comunica el mensaje) se nos acercó y nos dijo: “Eh, eres un buen niño y te quiero mucho, pero me gustaría que aprendieras a ser más limpio…”. Al principio, este pedido no tiene sentido alguno para el niño. Para él, lo que sí tiene sentido es hacer lo que siente naturalmente cada vez que experimenta la necesidad. Es más, el resultado es siempre interesante y diferente en cada ocasión. A veces adopta una forma que le permite escribir en las paredes y otras viene en pequeñas bolitas que puede arrojar fuera de la cuna y mirar cómo rebotan en el piso. Pero lo que carece de todo sentido es hacer algo por completo antinatural, es decir, mantener el trasero apretado y arreglárselas para llegar a tiempo al baño para ver cómo esta hermosa materia desaparece inútilmente. Sin embargo, si existe una buena relación entre el niño y la madre, y si la madre es paciente y no demasiado exigente ni autoritaria —y por desgracia, estas circunstancias se dan con poca frecuencia, motivo por el cual los psiquiatras se ocupan tanto del control de esfínteres—, si se dan estas circunstancias, el niño se dice a sí mismo: “Mamá es muy buena, ha sido muy buena conmigo en los últimos años y me gustaría hacer algo en retribución. Me gustaría hacerle un regalo de agradecimiento. Pero soy un pequeño indefenso de dos años, así que, ¿qué puedo darle que ella podría querer o necesitar, excepto esta cosa tan absurda?” De modo que el niño —como regalo a su madre— comienza a hacer lo antinatural y mantiene su trasero apretado y aprende a ir al baño. Pero fíjese qué sucede en los próximos años. Es algo absolutamente maravilloso. Para cuando el niño cumple cuatro o cinco años, si en un momento de tensión o fatiga se olvida y tiene un accidente, siente que lo que ha hecho es antinatural, ya que ha llegado a sentir que lo natural es usar el baño. En este breve período de tiempo, como un regalo de amor a su madre, el niño ha cambiado su naturaleza. Instinto y naturaleza humana De manera que otra respuesta que suelo dar cuando las personas me preguntan: “Doctor Peek, ¿qué es la naturaleza humana?”, es decir que no existe. Y eso, por sobre todo, es nuestra gloria como seres humanos. Lo que más nos distingue a los seres humanos de otras criaturas no es nuestro pulgar opuesto, ni nuestra estupenda laringe capaz de hablar, ni nuestra inmensa corteza cerebral, sino nuestra dramática falta relativa de instintos o pautas de conducta preformadas, heredadas y preestablecidas, que confieren a otras criaturas una naturaleza mucho más estable que la nuestra. Yo vivo en Connecticut, a orillas de un gran lago. Todos los años, en el mes de marzo, cuando el hielo se derrite, una bandada de gaviotas llega al lago, y en diciembre, cuando el lago se congela, las gaviotas se marchan, presumiblemente hacia el sur. Nunca supe adónde iban, pero unos amigos me contaron hace poco que van a Florence, Alabama. Existan o no las gaviotas migratorias, los científicos que han estudiado a las aves migratorias han descubierto que, de hecho, son capaces de volar siguiendo las estrellas. Han incorporado
dentro de sí mismas —a través de la herencia— pautas complejas de navegación astronómica que les permiten aterrizar siempre puntualmente en Florence, Alabama. El único problema es que no hay libertad en esto. Las gaviotas no pueden decir: “Creo que me gustaría pasar este invierno en las Bermudas, o en las Bahamas, o en Barbados”. Es Florence, Alabama, o nada. Lo que nos diferencia a los seres humanos, por otra parte, es la extraordinaria libertad y variabilidad de nuestros comportamientos. Dados los medios, podemos ir a las Bahamas, a las Bermudas o a Barbados. O podemos hacer algo por completo antinatural y en la mitad del invierno, ir a Stowe, Vermont, en el Norte, o a las montañas de Colorado y deslizarnos por colinas heladas sobre pequeños listones de madera o fibra de vidrio. Esta notable libertad para hacer lo diferente y con frecuencia supuestamente antinatural es la característica más sobresaliente de nuestra naturaleza humana. En ningún lado se describió mejor esto que en The Sword in the Stone, 14 de T. H. White. Lo que sigue es una paráfrasis y una condensación de una historia de este libro estupendo. Era el principio de los tiempos, cuando todas las criaturas de la Tierra todavía se encontraban en forma embrionaria. Una tarde, Dios reunió a todos los pequeños embriones y les dijo: —Voy a conceder tres deseos a cada uno de ustedes. Así que acérquense uno por uno y pidan cualesquiera tres cosas que deseen, y se las concederé. El primer embrión se aproximó y manifestó: —Dios, me gustaría tener manos y pies con forma de palas para poder excavar un hogar seguro bajo el suelo. También me gustaría tener un pelaje tupido y grueso para mantenerme caliente en el invierno, y algunos dientes delanteros filosos para poder mascar los pastos. Dios respondió: —Bien, serás una marmota. Luego se acercó el siguiente embrión y declaró: —Dios, a mi me gusta el agua y desearía tener un cuerpo flexible para poder nadar en ella. También querría respirar bajo el agua con algún tipo de branquias y un sistema que me conserve caliente sin importar la temperatura del agua. Y Dios repuso: —Bien, serás un pez. Dios concedió los deseos a todos los embriones hasta que quedó uno solo, que parecía particularmente tímido (tal vez por las mismas causas bíblicas que ya he mencionado). Era tan tímido, que Dios tuvo que urgirlo a que se acercara; luego le preguntó: —Muy bien, último embrión, ¿qué tres cosas querrías? El embrión respondió: —Bueno, no deseo parecer vanidoso ni nada parecido. No es que no esté... agradecido, puesto que lo estoy. Pero... pero me preguntaba si quizá... si no tienes inconveniente... si podría quedarme tal como soy... un embrión. Tal vez mas adelante, cuando sea lo bastante inteligente para saber qué tres cosas deseo, te las pueda pedir... O quizá... si Tú quieres que sea algo en especial, me des las tres cosas que Tú piensas que necesito. Dios sonrío y dijo: —Ah, tú eres humano. Y como has escogido seguir siendo un embrión, te daré el dominio sobre todas las otras criaturas. Por supuesto, la mayoría de nosotros se deshace de sus características embrionarias. A medida que crecemos, nos acostumbramos a una forma de vida y nos arraigamos en nuestra naturaleza. De joven, al observar a mis padres y a otras personas que se aproximaban a los cincuenta o sesenta años, siempre tenía la sensación de que perdían el interés en las cosas nuevas 14
The Sword in the Stone: La espada en la piedra
y se convencían cada vez más de la legitimidad de sus opiniones y sus puntos de vista sobre el mundo. De hecho, suponía que así debía ser, hasta que cumplí veinte años. Durante ese verano, fui a vivir con el célebre autor John Marquand, quien tenía sesenta y cinco años en ese entonces. La experiencia fue de lo más desconcertante. Descubrí que este hombre de sesenta y cinco años se interesaba por todo, incluyéndome a mi, y nunca nadie de esa edad se había interesado seriamente en mi poco importante y pequeña persona de veinte años. Solíamos discutir hasta bien entrada la noche y yo ganaba muchas de esas discusiones. En realidad, podía cambiar las opiniones del señor Marquand. Para cuando acabó el verano, el señor Marquand cambiaba de parecer tres o cuatro veces por semana. Me di cuenta de que este hombre, en vez de envejecer mentalmente, había rejuvenecido y era más abierto y más flexible que la mayoría de los niños o los adolescentes. Fue en ese punto cuando comprendí por primera vez que no debemos envejecer mentalmente. Si hemos de envejecer físicamente. A la larga, todos nos volveremos decrépitos y moriremos, pero no debemos dejar de crecer mentalmente. De manera que, si bien solemos descartaría, esta capacidad de cambio y transformación constantes constituye la característica dominante de nuestra naturaleza humana. Las etapas del crecimiento espiritual Nuestra capacidad humana única de cambio y transformación se refleja en nuestra espiritualidad humana. A través de los siglos, los grandes pensadores se han observado a sí mismos y han llegado a discernir que no todos nos encontramos espiritual o religiosamente en el mismo lugar. Existen distintas etapas de crecimiento espiritual o desarrollo religioso. La persona más conocida en la actualidad por su labor sobre este tema es el profesor James Fowler, de la Facultad Candler de Teología de la Universidad Emory, autor, entre otras obras, de un libro llamado Stages of Faith. 15. Fowler describe seis etapas de crecimiento espiritual, que yo he condensado en cuatro, pero en esencia, decimos lo mismo. Su trabajo es mucho más erudito que el mío, y está lleno de referencias académicas a las obras de otros teóricos de las etapas, como Piaget, Erikson y Kohlberg. Mi comprensión de estas etapas no surgió del estudio de libros sino a través de la experiencia, en particular, de varias de lo que he dado en llamar experiencias “ilógicas”. La primera ocurrió cuando yo terna quince años y decidí visitar algunas de las iglesias cristianas de mi barrio. En cierta medida, quería ver de qué se trataba todo este asunto del cristianismo, pero básicamente, quería ver a las chicas. La primera iglesia que visité quedaba a unas pocas cuadras y su predicador era el más famoso de esos días, un hombre cuyos sermones dominicales eran transmitidos por todas las ondas de radio del país. A los quince años, no me resultó difícil identificarlo como un farsante. Sin embargo, fui a otra iglesia en la misma calle, pero en dirección contraria, que también tenía un predicador muy conocido, aunque no tan famoso como el primero. Su nombre era George Buttrick, y a los quince años, no tuve ninguna dificultad en reconocer en él a un hombre sagrado, un verdadero hombre de Dios. Mi pobre cerebro de quince años no sabía bien qué pensar. Ahí estaba el predicador cristiano más famoso de la época y hasta donde podía ver desde mis quince años, yo le llevaba bastante ventaja en mi crecimiento espiritual. Pero luego, en otra iglesia cristiana, había otro predicador que obviamente estaba a años luz delante de mí. Parecía absurdo, ilógico, y fue uno de los motivos por los que di las espaldas a la Iglesia Cristiana durante los siguientes veinticinco años. 15
Stages of Faith: Etapas de la fe.
Otra de esas experiencias ilógicas sucedió de forma gradual, muchos años después. Luego de practicar psicoterapia durante unos años, un esquema extraño comenzó a emerger. Si una persona religiosa iba a verme porque estaba sufriendo y en dificultades, y se involucraba de veras en la terapia, entonces, casi siempre, acababa la terapia siendo cuestionadora, desconfiada, escéptica, agnóstica, incluso atea. Pero si una persona atea o agnóstica o escéptica acudía a mí en medio del sufrimiento e inconvenientes y se involucraba de veras en la terapia, entonces, casi siempre, abandonaba la terapia convertida en una persona mucho más religiosa y espiritual. Este esquema no tenía sentido, era ilógico. El mismo terapeuta, la misma terapia y resultados exitosos pero totalmente opuestos. No podía explicármelo; de pronto, empecé a entender que no todos estamos en el mismo lugar espiritualmente y que existen estas distintas etapas. No obstante, hemos de considerarlas con precaución y flexibilidad, dado que Dios tiene esta forma peculiar de interferir a veces con mis categorías y la gente no siempre encaja tan prolijamente en mis casilleros psicoespirituales como a mí me gustaría. Al principio —en lo más bajo, si lo desea usted— está la Etapa Uno, que yo califico de “caótica/antisocial”. Es probable que esta etapa abarque a un veinte por ciento de la población, incluyendo a aquellos que llamo “gente de la mentira”. En general, ésta es una etapa de espiritualidad ausente, y las personas que están en esta etapa carecen por completo de principios. La denomino antisocial porque si bien estas personas son capaces de simular ser afectuosas, en realidad, todas sus relaciones con los demás seres humanos son egoístas y secreta o hasta abiertamente manipuladoras. Caótica, porque al carecer de principios, no poseen un mecanismo que las rija, excepto su propia voluntad. Dado que la voluntad no sometida puede tomar un rumbo un día y otro al día siguiente, sus existencias son caóticas. Y por esto, a la gente en esta etapa se la hallará con frecuencia en problemas y a menudo en las cárceles u hospitales o en la calle. Algunos, sin embargo, pueden ser bastante autodisciplinados, de tanto en tanto, en beneficio de su ambición, y alcanzar posiciones de considerable prestigio y poder. Hasta pueden convertirse en presidentes o predicadores famosos. En ocasiones, las personas en la Etapa Uno toman contacto con el caos de su propia existencia. Y cuando lo hacen, pasan por la experiencia quizá más dolorosa por la que un ser humano deba atravesar. Suelen tolerarla, pero si esta experiencia penosa continúa, pueden llegar a suicidarse, y creo que algunos suicidios inexplicables tal vez pertenezcan a esta categoría. Ocasionalmente, se convierten a la Etapa Dos. Estas conversiones son a menudo —digo “a menudo” porque siempre hay excepciones— muy súbitas y dramáticas. Es como si Dios literalmente extendiera una mano, tomara esa alma y la elevara de un tirón. Algo increíble le sucede a esa persona, y suele ser inconsciente. Si pudiera hacerse consciente, pienso que sería como si esa persona se dijera a si misma: “Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa, cualquier cosa, para librarme de este caos, hasta someterme a una institución para que me gobierne”. Y así se convierten a la Etapa Dos, que he denominado “instituciona1”. La llamo “institucional” porque las personas en esta etapa dependen de una institución para ser gobernadas. Para algunos, la institución puede ser una prisión. En esos sitios, según mi experiencia, siempre existe un prisionero que, cuando el nuevo psiquiatra entra a trabajar en la prisión, reúne a un grupo de reclusos para una sesión de terapia de grupo (él es la mano derecha del guardia y sin embargo, nunca recibe una cuchillada entre las costillas). Es un prisionero modelo y un ciudadano modelo. Como está tan bien adaptado en la institución, siempre sale en libertad condicional a la primera oportunidad. De inmediato se transforma en una ola criminal caminante, y a la semana de estar en libertad condicional, vuelve a ser arrestado y llevado a prisión, donde una vez más, se convierte en un prisionero modelo con los muros de la institución alrededor para organizar su existencia. Para otros, la institución puede ser las fuerzas armadas. Este es un rol muy positivo que las fuerzas armadas desempeñan en todas las sociedades. Existen decenas de miles de personas que
llevarían una vida caótica, de no ser por la estructura paternalista, y en ciertos sentidos “maternalista”, de las fuerzas armadas. Para otros, la institución a la que se someten para ser gobernados puede ser una empresa comercial muy organizada. Pero para la mayoría de las personas, es la Iglesia. De hecho, gran parte de los fieles pertenecen a la Etapa Dos, la etapa formal/institucional. Si bien hay graduaciones y nada es exacto en estas etapas, ciertas cosas tienden a caracterizar el comportamiento religioso de las personas de la Etapa Dos. Como ya mencioné, dependen de la institución de la Iglesia para ser gobernadas, y llamo “formal” a esta etapa porque las personas están muy apegadas a las formas de la religión. Las personas de la Etapa Dos se trastornan muchísimo si alguien empieza a cambiar las formas o rituales, es decir, si se alteran sus liturgias o se introducen himnos nuevos. Por ejemplo, en la iglesia episcopal, a mediados de la década del ’70, se decidió que podrían existir formas alternativas de decir las mismas cosas en domingos diferentes, y hubo tanto alboroto, que acabó en un completo cisma. Otro ejemplo: en los años 60, el Concilio Vaticano II de la Iglesia Católica Romana impulsó cambios profundos, y treinta años después, el papa Juan Pablo II todavía parece estar intentando anular esas modificaciones. Esto no ocurre sólo con los episcopalistas y los católicos. Este tipo de confusión se da en todos los grupos de las distintas religiones en el mundo. Y no es de extrañar que las personas de la Etapa Dos se alteren tanto cuando se cambian las formas de su religión, dado que es precisamente de esas formas de las que en cierto grado dependen para su liberación del caos. Otra cosa que suele caracterizar la conducta religiosa de la gente en esta etapa es que su visión de Dios es casi exclusivamente la de un ser externo. Poseen muy poca comprensión de esa mitad de Dios que habita en el interior de cada uno de nosotros —lo que los teólogos llaman “lo inmanente”—, la divinidad que mora dentro del espíritu humano. Tienden a pensar en Dios como el que está allá arriba, allá afuera. Por lo general, imaginan a Dios según un modelo masculino, y si bien lo consideran un ser amoroso, también le atribuyen un cierto tipo de poder punitivo que Él no teme ejercer en las ocasiones apropiadas. Es una visión de Dios como un policía gigante y bondadoso en el cielo. Y en muchos sentidos, ésta es exactamente la clase de Dios que necesitan las personas de la Etapa Dos. Supongamos que dos personas muy arraigadas en la Etapa Dos se conocen, se casan y tienen hijos. Crían a sus hijos en un hogar estable, ya que la estabilidad suele ser de gran valor para estas personas. Tratan a sus hijos con dignidad e importancia porque la Iglesia dice que los niños son importantes y han de ser tratados con dignidad. Y aunque su amor pueda ser algo legalista y poco imaginativo, son amorosos porque la Iglesia les dice que deben ser afectuosos y les enseña algo acerca de cómo ser cariñosos. ¿Qué sucede con un niño así, criado en un hogar estable y afectuoso, y tratado con dignidad e importancia? Ese niño absorberá los principios religiosos de sus padres —ya sean cristianos, budistas, mahometanos o judíos— como la leche materna. Para cuando el niño llegue a la adolescencia, estos principios se habrán virtualmente grabado en su corazón, o “internalizado”, para utilizar el término psiquiátrico. Pero una vez que esto ocurra, él se habrá convertido en un ser humano autónomo y con principios que ya no necesita depender de una institución para ser regido. En este momento —que en el desarrollo humano saludable suele darse en la adolescencia— estos individuos empiezan a decir: “¿Quién necesita estos mitos y supersticiones tontos y esta vieja y pomposa institución?” Entonces comenzarán —a menudo, para horror y desazón totales e innecesarios de sus padres— a alejarse de la Iglesia y a transformarse en escépticos, agnósticos o ateos. En este punto, habrán comenzado a convertirse la Etapa Tres, que llamo “escéptica/individual”. De nuevo hablando en líneas generales, las personas, en la Etapa Tres, están más avanzadas en su espiritualidad que las personas de la Etapa Dos, si bien no son religiosas en el sentido
ordinario de la palabra. No son para nada antisociales. A menudo, están muy involucradas en la sociedad. Son la clase de personas que tienden a formar parte de la columna vertebral de organizaciones como la de Médicos para la Responsabilidad Social o el movimiento ecológico. Son padres comprometidos y cariñosos. Con frecuencia son científicos, y por cierto, poseen una inteligencia científica. Invariablemente, buscan la verdad. Y si buscan la verdad con la suficiente intensidad y amplitud, como he sugerido, comienzan a encontrar lo que buscan y logran encajar las piezas suficientes para vislumbrar el gran dibujo y ver que no sólo es muy hermoso sino que extrañamente se parece a muchos de esos mitos y supersticiones primitivos en los que creían sus padres o abuelos, que estaban en la Etapa Dos. Y en este punto, comienzan a convertirse a la Etapa Cuatro, que denomino “mística/comunal”. Utilizo la palabra “mística” para describir esta etapa, a pesar de ser una palabra difícil de definir, a la que se le atribuye una connotación peyorativa en nuestra cultura y que suele ser mal definida. Pero pueden decirse algunas cosas sobre los místicos. Son personas que han visto una cierta cohesión debajo de la superficie de las cosas. A lo largo de los siglos, los místicos han visto conexiones entre hombres y mujeres, entre seres humanos y otras criaturas, entre personas que habitan la Tierra y aquellos que ni siquiera están aquí. Al ver esa clase de interconexión debajo de la superficie, los místicos de todas las culturas y religiones han hablado de cosas en términos de unidad y comunidad. También han hablado siempre en términos de paradoja. La palabra “místico” proviene de la palabra “misterio”. Los místicos son personas que aman el misterio. Les encanta resolver misterios, y sin embargo, al mismo tiempo, saben que cuanto más resuelven, más misterios van a encontrar. Pero se sienten a gusto viviendo en un mundo de misterios, mientras que las personas de la Etapa Dos se alteran mucho cuando las cosas no son categóricas. Estos principios se aplican no sólo al cristianismo y a los Estados Unidos sino a todas las naciones, culturas y religiones. De hecho, una de las cosas que caracterizan a todas las grandes religiones del mundo es que parecen poseer la capacidad de hablar a las personas tanto en la Etapa Dos como en la Etapa Cuatro, como si las mismas enseñanzas de una determinada religión tuvieran dos interpretaciones diferentes. Para tomar un ejemplo bíblico, el “Salmo III” termina con estas palabras: “El principio de la sabiduría es el temor del Señor”. En la Etapa Dos esto se interpreta como: “Cuando empiezas a temer al gran policía que está en el cielo, te vuelves más sabio”. Es cierto. Y en la Etapa Cuatro, se interpreta como: “El pavor a Dios te muestra el camino a la iluminación”. Y esto también es cierto. “Jesús es mi salvador” es una de las manifestaciones favoritas de los cristianos, y proporciona otro ejemplo. Entre las personas de la Etapa Dos, esto tiende a ser interpretado como que Jesús es una especie de hada madrina que puede rescatarme cuando estoy en problemas, siempre que yo recuerde invocar Su nombre. Y es verdad; Él hará exactamente eso. En tanto que en la Etapa Cuatro, las personas lo interpretan como que Jesús, a través de Su vida y Su muerte, me enseñó el camino que yo debo seguir para mi salvación. Y esto también es verdad. Como mencioné, esta calidad de doble interpretación se aplica no sólo al cristianismo y al judaísmo sino también al islamismo, el taoísmo, el budismo y el hinduismo. De hecho, creo que es lo que las hace grandes religiones. Todas dan cabida tanto a creyentes de la Etapa Dos como a creyentes de la Etapa Cuatro. Antagonismo y fe El mayor problema de estas etapas —y el principal motivo por el que es tan importante entenderlas— es el sentido de amenaza que existe entre las personas en esos distintos puntos del viaje espiritual.
En cierto grado, todos podemos todavía estar amenazados por las personas en la etapa que acabamos de dejar, tal vez porque aún dudemos de nuestra nueva identidad o no nos sintamos seguros en ella. Pero casi siempre, la amenaza está al otro lado y tendemos a ser amenazados por las personas de las etapas delante de nosotros. Las personas que se hallan en la Etapa Uno suelen parecer de temperamento sereno; al parecer, nada las afecta demasiado. Pero si uno lograr penetrar esa apariencia, descubre que casi todo y todos las aterran. Las personas de la Etapa Dos no están particularmente amenazadas por las personas en la Etapa Uno: los pecadores. En realidad, aman a los pecadores y los consideran suelo fértil para su asistencia religiosa. Pero tienden a ser amenazados por los individualistas escépticos de la Etapa Tres y, sobre todo, por las personas de la Etapa Cuatro, quienes parecen creer en lo mismo que ellos, y sin embargo, creen con una libertad que les resulta pavorosa. Las personas de la Etapa Tres, los escépticos, no están especialmente amenazados por las personas sin principios de la Etapa Uno, ni por las personas de la Etapa Dos, a quienes descartan como idiotas supersticiosos. Pero una vez más, suelen suelen ser amenazados por las personas de la Etapa Cuatro, quienes parecen razonar científicamente como ellos y saber cómo escribir buenas notas al pie de la página, y que, no obstante, creen en este ridículo asunto de Dios. Y si menciona usted la palabra “conversión” a las s de la Etapa Tres, tendrán una visión de un misionario doblando el brazo a un pagano y pondrán el grito en el cielo. He empleado con bastante libertad la palabra “conversión” para describir la transición de una etapa de espiritualidad a otra. Sin embargo, en cada caso, la experiencia es muy distinta. Las conversiones de la Etapa Uno a la Etapa Dos son con frecuencia muy súbitas, muy dramáticas. Por otra parte, las conversiones de la Etapa Tres a la Etapa Cuatro tienden a ser graduales. Por ejemplo, estaba yo con Paul Vitz, el autor de Psichology as Religion, 16 cuando le preguntaron en qué momento se había convertido en cristiano. Después de rascarse la cabeza, respondió: “Bueno, fue en algún punto entre 1972 y 1976”. Compare usted eso con el hombre en la Etapa Dos que contesta: “¡A las ocho de la noche del 17 de agosto!” Es obvio que se trata de fenómenos diferentes. También he dicho que los individuos de la Etapa Tres —los escépticos y desconfiados— están más avanzados espiritualmente que la mayoría de los fieles religiosos de la Etapa Dos. Estas personas también han experimentado una “conversión”, es decir, una conversión al escepticismo y a la duda, lo cual es equivalente a lo que la Biblia llama una “circuncisión del corazón”. Están más avanzadas que el hombre en la Etapa Dos que reconoce a Jesús como su Señor y Salvador a las ocho en punto de la noche del 17 de agosto, pero quizá deban aún experimentar una conversión a la paz o la justicia. La conversión no es algo que ocurra en un único instante. Como cualquier clase de crecimiento espiritual, es un proceso continuo. Espero y ruego continuar convirtiéndome hasta el día de mi muerte. Las apariencias pueden engañar Me gustaría que en este punto recordáramos que Dios puede interferir en mis categorías y que debemos ser precavidos y flexibles cuando realizamos diagnósticos del lugar que nuestros semejantes humanos —y nosotros mismos— ocupamos en este espectro de crecimiento espiritual. Existen algunas personas que parecen estar en una etapa cuando en realidad se encuentran en otra por completo distinta. Por ejemplo, hay personas que acuden a misa y que a simple vista parecen estar en la Etapa Dos, pero que interiormente no se sienten satisfechas con su religión, son escépticas con respecto a ella y poseen una mentalidad científica. Esto es tan común, que se 16
Psichology as Religión: Psicología como religión.
han creado congregaciones enteras que son apenas religiosas. Muchos ministros metodistas y presbiterianos, en comunidades suburbanas acaudaladas, no hablan de Dios a sus congregaciones los domingos en la mañana, sino de psicología. ¡Dios no permita que hablen de Dios! Sería demasiado amenazante. Por otra parte, están las personas que hablan de Dios pero no son en absoluto religiosas o espirituales. Estas personas que aparentan estar en la Etapa Cuatro, cuya apariencia puede ser la de la Etapa Cuatro —como ciertos líderes de cultos— son, de hecho, criminales de la Etapa Uno. Del mismo modo, no todos los científicos son personas de la Etapa Tres. Ellos también saben escribir buenas notas al pie de la página, pero sólo en relación a un área de investigación por demás estrecha cuya doctrina científica saben tan al dedillo, que se sienten muy seguros mientras ignoran todo el misterio del mundo. Dichos científicos son en realidad personas de la Etapa Dos. También hay individuos a quienes los psiquiatras se refieren como personalidades marginales. Una de sus características es que parecen tener un pie en la Etapa Uno y otro pie en la Etapa Dos, una mano en la Etapa Tres y un dedo en la Etapa Cuatro. Están en todas partes. Carecen de coherencia, y eso, en cierto sentido, es el motivo por el que los llamamos “marginales”: no poseen límites ni fronteras. Más aún, existen personas que comienzan a entrar en una etapa más avanzada y luego retroceden. De hecho, hay un nombre para la persona que retrocede de la Etapa Dos a la Etapa Uno: “reincidente”. Típicamente, sería un hombre de vida disoluta que se lo pasaba bebiendo, apostando y persiguiendo mujeres hasta que un día se topó con un sujeto fundamentalista, conversó con él y se salvó. Durante los siguientes dos años, lleva una vida sobria, devota y honrada, pero un día desaparece y nadie sabe dónde está basta seis meses después, cuando lo descubren de regreso en la calle o en una casa de juegos. Sus amigos de la iglesia hablan con él, lo vuelven a salvar y le va bien por un par de años más hasta que vuelve a reincidir. También hay personas que van y vuelven de la Etapa Dos a la Etapa Tres. Un ejemplo de esto sería el de alguien que asiste a misa y dice: “Por supuesto que todavía creo en Dios. Quiero decir, miren qué hermosa es la naturaleza: las colinas cubiertas de verde, las nubes blancas que flotan, los capullos de las flores... Es obvio que ninguna inteligencia humana pudo haber creado esta belleza, así que tuvo que ser una inteligencia divina la que puso en funcionamiento todo esto, hace millones y millones de años. Pero es tan hermoso en la cancha de golf como en la iglesia el domingo en la mañana y también puedo adorar a mi Dios en la cancha de golf”. De modo que este hombre elige la cancha de golf en vez de la iglesia. Y todo anda bien hasta que su negocio sufre un revés y entonces exclama: “¡Oh, mi Dios, he faltado a misa! ¡No he rezado!” Así que regresa a la iglesia y empieza a rezar con intensidad, hasta que unos años después se produce una mejora en la economía —hasta donde sé tal vez como consecuencia de sus plegarias— y comienza a retroceder a su cancha de golf de la Etapa Tres. Luego están los que fluyen entre la Etapa Tres y la Etapa Cuatro. Yo tenía un amigo así; se llamaba Theodore. De día, Theodore poseía una mente científica brillante, con una capacidad racional muy precisa, y era probablemente el ser humano más aburrido que he tenido que escuchar. Pero de tanto en tanto, por las noches, bebía algo o fumaba un poco de marihuana y de pronto se ponía a hablar acerca de la vida y la muerte y del sentido y la gloria. Se volvía tan espiritual que yo me sentaba a sus pies y lo escuchaba con embeleso. Pero a la mañana siguiente, venía a visitarme y decía: “No sé qué me pasó anoche. Dije muchas tonterías. Tengo que dejar de beber o de fumar marihuana”. Por supuesto, no es mi intención exaltar el uso de las drogas sino simplemente indicar que en el caso particular de Theodore, parecían aflojarlo lo suficiente para que fluyera en la dirección en que era llamado, pero de la cual, a la fría y nítida luz del día, retrocedía con un terror abyecto para volver a su racionalidad habitual de la Etapa Tres.
Desarrollo humano y crecimiento espiritual Aunque es posible que reincidamos cuando no estamos bien arraigados, no es posible omitir ninguna de las etapas de crecimiento espiritual, del mismo modo en que no es posible omitir ninguna de las etapas puramente psicológicas de desarrollo humano normal. Y de hecho, estos dos esquemas de crecimiento siguen una progresion similar. Por ejemplo, hasta los cinco años, los niños son en general criaturas de la Etapa Uno. Todavía no han internalizado la diferencia entre el bien y el mal, y mentirán, harán trampa, robarán y manipularán sin freno. No es de extrañar que muchos de ellos se conviertan en adultos mentirosos, tramposos, ladrones y manipuladores. En realidad, es mas difícil explicar que tantos de ellos se conviertan en sujetos honestos, decentes y respetuosos de la ley. Entre los cinco y los doce años, los niños tienden a ser criaturas de la Etapa Dos. Tal vez sean dañinos, pero no son rebeldes en serio. Básicamente, piensan que la forma en que mamá y papá quieren que se hagan las cosas es la forma correcta. Son grandes imitadores y seguidores. Pero con la adolescencia, se desata un infierno. Todo lo que dicen mamá y papá —que solía ser como la palabra de Dios— está ahora sujeto a la refutación y el rechazo. Ésta es la etapa del cuestionamiento individual y del escepticismo. Y la Etapa Cuatro no puede comenzar hasta que la adolescencia ha sido superada. Pese a que ninguna de las etapas puede ser omitida, el movimiento a través de ellas puede ser más rápido para algunas personas que para otras. Por ejemplo, tengo un amigo que fue criado en un hogar irlandés católico de la Etapa Dos. Cuando cumplió quince años, en el momento en que ingresaba en su período de rebelión adolescente, la empresa en la que trabajaba su padre transfirió a la familia a Amsterdam. Allí, mi amigo asistió a una escuela holandesa jesuita. Los jesuitas holandeses son personas muy sofisticadas. Tanto es así que uno de los problemas permanentes del papa Juan Pablo II ha sido el de resolver cómo excomulgar a toda Holanda, porque el país entero se inclina notablemente hacia una cultura de la Etapa Cuatro. De modo que mi amigo cayó en manos de estos jesuitas sofisticados y aprobatorios, quienes alentaron sus dudas y lo impulsaron a dudar. Cuando volvió de Amsterdam a los diecinueve años, ya se encontraba a principios de la Etapa Cuatro. Aunque es posible moverse con presteza a través de las etapas, también es bastante posible quedarse atascado. Años atrás, cuando era consultor de un convento, entrevistaba a los postulantes antes de ser investidos como novicios, el primer proceso muy formal para determinar si una persona está realmente destinada a ser monje o monja. Recuerdo a una postulante en particular, una mujer de unos cuarenta y cinco años; me pidieron que la entrevistara porque la novicia superiora estaba preocupada por ella; a pesar de ser una postulante ideal, las demás postulantes y novicias no le tenían mucha simpatía. Mientras entrevistaba a esta mujer, no tuve la sensación de estar en mí oficina con una persona de cuarenta y cinco años. Su porte y sus modales se parecían más a los de una niña de ocho años un poco tonta. Cuando la interrogué acerca de su espiritualidad, lo que escuché no me sonó original. Sonó como una niñita obediente recitando su catecismo bien aprendido. Por supuesto, al ser un psiquiatra, le pedí al cabo de un rato: “Hábleme sobre su infancia”. Respondió: “Oh, mi infancia fue maravillosa, increíblemente feliz”. Naturalmente, desconfié de inmediato, ya que nadie ha tenido una infancia increíblemente feliz. “Adelante”, la urgí, “¿por qué fue tan feliz?” La mujer procedió a contarme que tenía una hermana un año más grande que ella, que eran muy unidas y solían jugar todo el tiempo. La hermana había inventado un fantasma llamado Oogle. y en una ocasión, ambas se encontraban juntas en la bañera y su hermana exclamó: “¡Cuidado! ¡Ahí viene Oogle!” De modo que la postulante hundió enseguida la cabeza en el agua para ocultarse de Oogle y su madre la golpeó. Le pregunté por qué y repuso: “Porque me mojé el pelo”.
Luego me enteré de que la madre había contraído esclerosis múltiple cuando la postulante tenía doce años y había fallecido cuando ésta tenía dieciocho. ¿Cómo puede una joven rebelarse contra una mujer que no sólo la golpea cuando se moja el cabello sino que tiene una enfermedad mortal en el momento en que ella entra en la adolescencia y muere antes de que ella sea lo bastante grande para superarla? Si no se experimenta la rebelión adolescente, es muy probable que uno se quede estancado en la Etapa Dos. Eso le había sucedido a esta mujer. Verifique su calabozo Otra cosa importante que hay que saber acerca de las etapas del crecimiento espiritual es que no importa el grado de desarrollo que alcancemos, todos retenemos vestigios de etapas anteriores, del mismo modo en que retenemos nuestro apéndice cecal. Existe un segmento de la Etapa Uno oculto en e1 calabozo de mi personalidad —Scott Peck, el criminal—, aunque yo no tenga intención alguna de dejarlo salir. En realidad, es gracias a que reconozco esta existencia que puedo añadir otro ladrillo a su celda cada semana. Empero, es una celda muy confortable. Tiene las paredes tapizadas y un televisor color, y a veces, por las noches, cuando necesito cierta clase de astucia callejera, desciendo a ese calabozo a conversar con él, siempre manteniéndome al otro lado de los barrotes. De la misma manera, existe un segmento de la Etapa Dos en mi personalidad: el Scott Peck que, en momentos de tensión o cansancio, querría tener cerca a un hermano mayor o a un papá que le proporcione respuestas claras y definidas a los difíciles y ambiguos dilemas de la vida, que se haga cargo de la responsabilidad proveyéndolo de fórmulas que le digan con exactitud qué debe hacer. En ocasiones lo mantengo a pan y agua. Y también existe un Scott Peck de la Etapa Tres, que en otros instantes de tensión tiende a retroceder y se ve tentado a confiar en su faz científica en vez de confiar en su faz espiritual. Solía decir a las personas que si alguna vez me invitaran a dirigir la palabra ante la Asociación de Psiquiatría Norteamericana —algo que era tan probable como encontrar una bola de nieve en el infierno— probablemente me limitaría a hablar sobre estudios controlados y no diría absolutamente nada acerca de este inconmensurable asunto del espíritu. Pero lo cierto es que fui invitado a hablar ante la Asociación de Psiquiatría Norteamericana, y en general, logré arrojar al calabozo al Scott Peck de la Etapa Tres junto con el Scott Peck de la Etapa Uno. No se equivoque usted. Todos conservamos en nosotros, no importa nuestro grado de desarrollo, vestigios de etapas previas de nuestra espiritualidad. De modo que si en este preciso momento, se siente usted complacido con usted mismo y se ha convencido de que se encuentra a salvo transitando la senda proba de la Etapa Cuatro, verifique su calabozo. A la inversa, si se siente superior o inferior, podría resultarle útil darse cuenta de que todos también tenemos en nosotros indicios —el potencial latente— de las etapas más avanzadas. Como dijo Oscar Wilde en una oportunidad: “Todo santo tiene un pasado y todo pecador un nfuturo”. Hay otro motivo para cierta dosis e humildad en esta cuestión. La primera vez que hablé acerca de estas etapas fue en un seminario con Paul Vitz, a quien ya mencioné como uno de los expertos nacionales en la integración de la psicología y la religión. Durante el período de refutación que le correspondió después de que yo hube hablado, Paul expresó: “Me interesó mucho escuchar acerca de las etapas del doctor Peck. Pienso que hay mucha validez en ellas y creo que las utilizaré en mi práctica de la psicoterapia. Pero quiero que todos ustedes recuerden que lo que Scotty llama la Etapa Cuatro es el comienzo”.
CAPÍTULO OCHO - Adicción: el mal sagrado Debo confesar que soy un adicto. En particular, soy un adicto casi perdido a la nicotina. Escribo y doy conferencias acerca de la autodisciplina, y sin embargo, no tengo la suficiente para dejar de fumar. Después de hacer esta admisión, permítame señalar que el abuso de las drogas y el alcohol y la adicción a ellos son problemas multifacéticos y multidimensionales. Aunque consideraré sólo los aspectos psicológicos y espirituales de la adicción, soy consciente de que también existen profundas raíces biológicas y sociológicas. El alcoholismo es un trastorno genético y hereditario. Ahora lo sabemos. Pero eso no significa que porque tenga usted un gen para el alcoholismo se convertirá en un alcohólico, o que una vez que se convierta en un alcohólico debe continuar bebiendo. Simplemente significa que este trastorno posee raíces biológicas. De la misma manera, si bien todavía no está tan estudiado, creo que hay determinantes biológicos obvios de la clase de drogas que uno podría preferir y a las cuales podría uno volverse adicto. Por ejemplo, aunque no llego a ser un adicto, me gustan el alcohol y otras drogas sedativas, todos los cuales se denominan depresores del sistema nervioso central. En otras palabras, me gustan los tranquilizantes. Los estimulantes me importan un comino. Pero conozco gente que mataría por estimulantes y no tiene el más mínimo interés en los tranquilizantes. También existen determinantes sociológicos en la adicción. El abuso de drogas es más grave en lugares de desesperanza sociológica, donde las personas no tienen una manera mejor de sentirse bien consigo mismas que drogándose. Un modo de considerar las adicciones es verlas como formas de idolatría. Para el alcohólico, la botella se convierte en un ídolo. Y la idolatría puede adoptar muchas formas distintas, algunas de las cuales estamos bastante acostumbrados a reconocer. Así, hay otras adicciones que no son a las drogas, como las adicciones al juego o al sexo. Otra es la adicción al dinero. La idolatría también asume formas que no estamos habituados a identificar con tanta presteza. Una es la idolatría de la familia. Siempre que se vuelve más importante hacer o decir aquello que mantenga feliz al matriarca o patriarca familiar en vez de decir o hacer lo que Dios quiere que hagamos o digamos, hemos caído víctimas de la idolatría de la familia. La unidad familiar se ha transformado en un ídolo, y a menudo, en uno muy opresivo. Por lo tanto, para poner las cosas en perspectiva, es importante que recordemos que existen innumerables tipos de idolatrías o adicciones, muchas de las cuales pueden ser en extremo más peligrosas que la adicción a las drogas, como la adicción al poder, la adicción a la seguridad. En ciertas maneras, las adicciones a las drogas y al alcohol pueden figurar entre las adicciones o idolatrías menos destructivas en términos de su costo general para la sociedad. Con eso a modo de introducción, limitémonos ahora a la consideración del problema de la adicción a las drogas. Pienso que las personas que se vuelven esclavas del alcohol y otras drogas son personas que desean, que añoran, regresar al Edén, que quieren llegar al Paraíso, llegar al Cielo, llegar a casa... más que la mayoría. Están desesperadas por recuperar esa cálida y embriagante perdida sensación de unidad con el resto de la naturaleza que solíamos experimentar en el Jardín del Edén, y de la cual hablé en el primer capítulo. Tanto es así que el hijo de Kurt Vonnegut, Mark, al escribir acerca de su propia enfermedad mental y adicción a las drogas, tituló su libro The Eden Express. 17 Pero por supuesto, uno no puede volver al Edén. Sólo se puede avanzar a través del penoso desierto. El único modo de llegar a casa es por el camino difícil. 17
The Eden Express: Expreso al Edén.
Pero los adictos, que padecen un anhelo terriblemente poderoso de regresar a casa, van en la dirección equivocada… hacia atrás, en vez de hacia adelante. Hay dos maneras de considerar este vivo deseo de ir a casa. Una es verlo como un tipo regresivo de fenómeno, un anhelo no sólo de regresar al Edén sino de volver al útero. La otra manera de verlo es como una clase de fenómeno potencialmente progresivo; que en este anhelo de ir a casa, los adictos son personas con un llamado hacia el espíritu y hacia Dios más poderoso que el de la mayoría, pero que simplemente han confundido los rumbos del viaje. Jung y alcohólicos anónimos Pocas personas saben que Carl Jung (quien hizo más que nadie para unir la psicología con la espiritualidad) desempeñó un papel indirecto en la creación de Alcohólicos Anónimos. En la década de 1920, Jung tenía un paciente, un alcohólico que, después de un año de terapia, no había realizado ningún progreso. Por fin, Jung se dio por vencido y declaró: “Está usted malgastando su dinero conmigo. No sé cómo ayudarlo. No puedo ayudarlo”. Y el hombre pregunté: “¿Entonces no hay esperanza para mí? ¿Nada que pueda usted sugerirme?” Y Jung respondió: “Lo único que puedo sugerirle es que busque una conversión religiosa. He oído relatos de algunas personas que experimentaron conversiones religiosas y dejaron de beber. En mi opinión, tiene bastante sentido”. El hombre siguió el consejo de Jung y fue en busca de una conversión religiosa. ¿Busca y encontrarás? Bueno, la encontró. Seis años más larde, experimentó una conversión religiosa y dejó de beber. Poco después que ocurrió, se topó con uno de sus antiguos compañeros de tragos, un hombre llamado Ebby. Ebby le dijo: “Eh, toma una copa”. Pero él repuso: “No, ya no bebo”. Ebby se quedó atónito. “¿Qué quieres decir con que ya no bebes? Eres un alcohólico perdido, igual que yo.” De modo que el hombre explicó que Jung le había dicho que intentara una conversión religiosa y que había abandonado la bebida. Ebby pensó que podría ser una buena idea. De manera que fue en busca de una conversión religiosa. Le llevó unos dos años. Y él también dejó de beber por un período de tiempo significativo. No mucho después, una noche, Ebby pasó a visitar a su antiguo compañero de tragos, Bill W., y éste le dijo: “Eh, Ebby, toma una copa”. Pero Ebby repuso: “No, ya no bebo”. Ahora fue el turno de Bill W. de sorprenderse. “¿Qué quieres decir con que ya no bebes? Eres un alcohólico perdido, igual que yo.” De manera que Ebby le contó cómo se había encontrado con este paciente de Jung que había experimentado una conversión religiosa y dejado de beber, y cómo él había hecho lo mismo. Bill W. pensó que era una buena idea. Así que él también salió en busca de una conversión religiosa. Le tomó un par de semanas y al poco tiempo, organizó la primera reunión de Alcohólicos Anónimos (AA) en Akron, Ohio. Unos veinte años más tarde, cuando AA se hubo puesto en marcha. Bill W. escribió a Jung para contarle sobre el rol que había desempeñado inadvertidamente en su creación. Jung le contestó con una carta muy fascinante. Dijo que le alegraba muchísimo que Bill W. le hubiera escrito; le alegraba saber que su paciente había andado bien; le alegraba enterarse del papel que había desempeñado accidentalmente. Pero también escribió que se alegraba en particular porque aunque no había muchas personas con las que él, Jung, podía hablar acerca de esas cosas, se le había ocurrido que tal vez no fuera casual el hecho de que tradicionalmente nos refiriéramos a las bebidas alcohólicas comno espirituosas, y que quizá los alcohólicos eran personas con una
mayor sed de espíritu que otras y que tal vez el alcoholismo fuera un trastorno espiritual, o mejor aún, una condición espiritual. Por ende, hay dos formas de considerar este anhelo de los adictos de regresar a casa, y ambas son genuinas. Sería erróneo pasar por alto los aspectos regresivos de la adicción, pero no obstante, al trabajar con la gente, he descubierto que por lo general, el mayor rédito resulta de enfatizar lo positivo. De modo que al tratar con adictos, el mayor rédito resulta de enfatizar no los aspectos regresivos del trastorno sino más bien los progresivos… el ansia del espíritu y de Dios. Un programa de conversión Cuando yo practicaba la psiquiatría, hace unos treinta años, los psiquiatras ya sabían que Alcohólicos Anónimos tenía un promedio de éxitos muy superior al de los psiquiatras en el tratamiento de alcohólicos. Pero lo descartábamos como un mero sustituto del bar del vecindario. Creíamos que los alcohólicos tenían lo que llamábamos “trastornos de personalidad oral” y que en vez de abrir sus bocas para beber, se juntaban en las reuniones de AA para parlotear, tomar mucho café y fumar muchos cigarrillos, y que de esa manera, satisfacían sus necesidades “orales”. Ése era el motivo, afirmábamos con presunción los psiquiatras, por el que AA funcionaba. Me avergüenza decir que la mayoría de los psiquiatras, incluyendo los que se dedican a la práctica actual, continúan creyendo que AA da resultado porque constituye una adicción sustituta. No quiero decir que no haya algo de esto. “La adicción sustituta” es tal vez la mitad del uno por ciento del motivo por el que AA funciona tan bien. Pero la verdadera causa por la que AA funciona es debido al “programa”. Y existen por lo menos tres motivos por los que el programa funciona con éxito. E1 primero es que los doce pasos de AA 18 es el único programa que existe para la conversión religiosa, a pesar de que la gente de AA la llama conversión “espiritual”, porque no quieren de ninguna manera dar a entender que AA es una religión organizada. No lo es. Sin embargo, la esencia misma del programa de los doce pasos es el concepto de un poder superior y de hecho, el programa enseña a las personas por qué deben avanzar por el desierto… es decir, hacia Dios “tal como lo concebimos”. 18
Los “Doce pasos” originalmente publicados por Alcoholics Anonymous, son: 1. Admitimos que no tenemos poder sobre el alcohol —que nuestras vidas se han hecho inmanejables. 2. Venimos a creer que un Poder mayor a nosotros puede restituírnos la sanidad. 3. Tomamos la decisión de entregar nuestra voluntad y nuestras vidas al cuidado de Dios tal como lo entendimos a Él. 4. Hemos hecho una búsqueda y un inventario moral de nosotros mismos sin miedo. 5. Admitimos a Dios, a nosotros mismos y a todo otro ser humano, ser la misma naturaleza de nuestras equivocaciones. 6. Estamos enteramente listos para que Dios nos quite todos los defectos de nuestro carácter. 7. Humildemente le pedimos a Él que nos quite nuestras imperfecciones. 8. Hicimos una lista de todas las personas que hemos lastimado, y estamos deseosos de repararles el daño cometido a todos. 9. Hicimos correciones directas a tales personas dondequiera fue posible, excepto en los casos que hacerlo, lastimaría a ellos o a otros. 10. Continuamos catalogándonos personalmente y cuando nos equivocamos lo admitimos rápidamente. 11. Buscamos a través de la oración y meditación mejorar nuestro contacto conciente con Dios, tal como lo entendamos a Él, orando solo para conocimiento de Su Voluntad para con nosotros y el poder de llevarla adelante. 12. Habiendo tenido un despertar espiritual como resultado de estos pasos, tratamos de llevar este mensaje a alcohólicos, y de practicar estos principios en todas nuestras cosas.
Como es el único programa para la conversión, AA podría ser considerado hoy la “iglesia” más exitosa en el país. Cualquier otro grupo religioso envidiaría su extraordinario y fenomenal crecimiento. Las personas de AA son muy inteligentes. Son tan inteligentes, que ni siquiera se molestan con presupuestos y edificios. De hecho, utilizan los edificios de iglesias existentes para sus reuniones. Este es uno de los roles positivos que desempeña la iglesia institucional actual: albergar las reuniones de AA. Un año atrás, estaba yo dando una conferencia en una iglesia modesta en una ciudad de Connecticut y durante el intervalo de descanso, miré la pizarra de anuncios y vi que la iglesia albergaba unas catorce reuniones semanales de AA, además de cuatro reuniones de Al-Anon y dos reuniones de Obesos Anónimos. Así que, a pesar de que la gente de AA emplea edificios de iglesias para sus reuniones, no está afiliada a una religión organizada. Incluso moderan el aspecto “espiritual” del programa con el fin de atraer a nuevos miembros que se sienten amenazados por ese aspecto. Y muchas personas se sienten amenazadas por eso. A la gente no le gusta demasiado convertirse. Se resisten. En consecuencia, AA es un programa muy arduo. Para que tenga una idea de lo arduo que es, un ejecutivo alcohólico fue a verme hace unos doce años porque AA no le estaba dando resultado. Con eso quería decir que durante los últimos seis meses había asistido a las reuniones de AA cada dos noches, y en las noches alternativas, había seguido emborrachándose. Afirmaba no saber por que AA no le daba resultado, ya que entendía todo acerca de los doce pasos. Cuando me comentó eso, acoté con cierta sorpresa: —Hasta donde yo sé, los doce pasos son un cuerpo bastante profundo de sabiduría espiritual, y por lo general, la gente necesita al menos tres años para siquiera empezar a ser capaces de comprenderlos. El hombre reconoció que tal vez hubiera algo de razón en lo que yo decía, porque por cierto no entendía nada acerca de ese asunto sobre un poder superior. Pero estaba seguro de comprender al menos el primer paso. —¿Y cuál es el primer paso? —inquirí. —He admitido que soy impotente ante el alcohol. —¿Qué significa eso? —lo urgí. —Significa que tengo esta especie de defecto bioquímico en mi cerebro por el cual, cada vez que bebo un trago, el alcohol me domina y pierdo mi fuerza de voluntad. Así que no puedo beber ese primer trago. —¿Por qué sigue bebiendo, entonces? El hombre calló y pareció perplejo. —Tal vez el primer paso significa no sólo que usted es impotente ante el alcohol después de tomar ese primer trago —añadí—, sino que usted es impotente ante el alcohol incluso antes de beber ese primer trago. El sujeto meneó la cabeza con vehemencia. —Eso no es cierto. Depende de mí el beber o no ese primer trago. —Eso dice usted, pero no concuerda con su conducta, ¿verdad? El hombre siguió insistiendo: —Todo depende de mi. —Muy bien, como usted quiera —concluí. Este ejecutivo no había experimentado aún el renunciamiento necesario para el primero de los doce pasos, mucho menos para los once restantes.
Un programa psicológico La segunda razón por la que AA funciona con éxito es que es un programa psicológico. Enseña a las personas no sólo por qué han de avanzar por el desierto hacia Dios sino que también enseña mucho sobre cómo avanzar a través del desierto. Enseña esto de dos maneras principales. Una es a través del uso de aforismos y proverbios. Ya he mencionado algunos de ellos, como “Actúa como si” y “No estoy bien y tú no estás bien, pero eso está bien”. Pero existen muchos otros… todas joyas maravillosas: “La única persona que puedes cambiar es tú mismo”. O “Un día a la vez”. Contaré una historia personal que ilustrará acerca de por qué estoy tan convencido de que los proverbios son importantes. Tuve la clase de abuelo que todo niño debería tener. No era un hombre especialmente inteligente, y su conversación solía estar limitada a una serie de clichés. Me decía: “No te adelantes a los hechos” o “No pongas todos los huevos en la misma canasta”. No todos eran refranes amonestadores; algunos eran consoladores, por ejemplo: “El que mucho abarca poco aprieta” o “Es preciso matizar el trabajo con la diversión”. Y no le importaba repetirse. “No todo lo que brilla es oro” debo de haberlo escuchado mil veces. Pero me amaba. Y entre mis ocho o nueve años y hasta que cumplí trece, cruzaba una vez por mes la isla de Manhattan para pasar un fin de semana con mis abuelos. El ritual de esos fines de semana nunca variaba. Yo llegaba el sábado por la mañana a tiempo para que mi abuela me sirviera el almuerzo y luego de almorzar (esto era antes de que se inventara la televisión), mi abuelo me acompañaba a una función doble de cine. Luego regresábamos a la casa a cenar y después de cenar, volvíamos a otra función doble. Los domingos por la mañana, los cines estaban cerrados por deferencia a Dios, pero por la tarde, mi abuelo me llevaba a una tercera función doble antes de enviarme de regreso a casa. Y eso era amor. Durante las caminatas de ida y de vuelta al cine, yo no sólo escuchaba sino que asimilaba y absorbía sus proverbios, y su sabiduría me ha sido muy útil a lo largo de los años. Como él mismo podría haber dicho: “Una cucharada de azúcar endulza un trago amargo”. Quince años más tarde, durante mi práctica de la psiquiatría, un joven de quince años vino a verme, remitido por la escuela preparatoria local a causa de sus malas calificaciones. Mientras hablaba con él, no me dio la impresión de ser muy inteligente. Pensé que tal vez tenía malas calificaciones porque era tonto. Los psiquiatras tenemos una forma de evaluar la inteligencia como parte de lo que llamamos un “examen de estado mental”, y una de las partes de ese examen es pedir a las personas que interpreten proverbios. Así que le pregunté: —¿Por qué se dice: “Si vives en una casa de cristal no debes arrojar piedras”? 19 —Si uno vive en una casa de cristal y arroja piedras, la casa se romperá —contestó enseguida. —Pero lo cierto es que la mayoría de la gente no vive en casas de cristal. ¿Cómo aplicarías ese dicho a las relaciones entre las personas? —No lo sé. Intenté de nuevo. —¿Por qué se dice: “Es inútil llorar sobre la leche derramada”? Si yo volcara leche —repuso—, dejaría entrar al gato para que la bebiera. 19
Las personas con defectos deben cuidarse de criticar los defectos ajenos. (N. de la T.).
Eso parecía bastante imaginativo, pero no explicaba por qué ese refrán era tan común. Por fin, como el de su inteligencia era un asunto tan decisivo, lo remití a un psicólogo para que lo sometiera a unas pruebas que son mucho más exactas en la evaluación de la inteligencia; decidí remitirlo a una profesional entrada en años, famosa en esa esfera. Me sorprendí cuando recibí su informe, que demostraba que este joven poseía un cociente intelectual máximo de 105. No era mucho, y era bajo para esa escuela preparatoria, lo que podría haber explicado en parte sus malas calificaciones, pero de todos modos, estaba por encima del promedio. Yo habría estimado su CI en alrededor de 85, y debido a la discrepancia, telefoneé a la mujer y le dije que no podía creer que tuviera un CI de 105, pues estaba seguro de que tenía que ser mucho más bajo a causa de su mal desempeño con los proverbios. “Ah, nosotros no nos preocupamos por eso”, respondió ella. “Ninguno de los jóvenes hoy día conoce los viejos proverbios.” He pensado con frecuencia que sería beneficioso desarrollar algún programa de educación de la salud mental en nuestras escuelas públicas, pero sé que no lo conseguiríamos. La gente lo desaprobaría. Existe un movimiento antisalud mental en este país, compuesto de personas atemorizadas por las influencias de los movimientos de humanismo secular y psicología en nuestras vidas. A esas personas les horroriza que alguien pueda creer que es bueno que los niños repliquen a sus padres, y consideran que esta clase de pensamiento tiene que ser fruto del demonio. Pero no podrían desaprobar un programa en nuestras escuelas para enseñar los antiguos proverbios a nuestros niños, ¿verdad? De modo que espero que alguien inicie dicho programa. También espero que se haga pronto. Porque, como habría dicho mi abuelo: “Una puntada a tiempo ahorra ciento”. Psicoterapia laica AA utiliza proverbios con mucha eficacia y también posee otro mecanismo efectivo: un sistema de padrinos. Cuando uno se une a AA o a otro programa de los doce pasos, al cabo de un tiempo puede elegir un padrino, que en realidad es un psicoterapeuta laico. Si usted siente que necesita psicoterapia pero no puede costeársela, una cosa que puede hacer es fingir que es alcohólico, ir a AA y conseguirse un padrino. De hecho, algunas personas lo hacen. Yo no apruebo la simulación, de manera que no lo recomendaría. En cambio, sugeriría que finja tener un familiar alcohólico y vaya a Al-Anon y se procure un padrino. En realidad, no necesita fingir. Sin duda, habrá algún miembro de su familia que es alcohólico. No es mi intención implicar que los padrinos, en los programas de los doce pasos, son equivalentes exactos de terapeutas pagos y profesionales. En ciertos aspectos, no son tan buenos. El motivo por el que sé tanto acerca de AA es que he tenido pacientes que vinieron a verme después de pasar años en el programa porque sentían que tal vez yo pudiera darles algo extra como psiquiatra, que no lograban obtener de sus padrinos. En el proceso de intentar darles esa ayuda extra, aprendí mucho de ellos. Es casi una tradición en los programas de los doce pasos que en realidad está bien superar en crecimiento al propio padrino. Y en ese sentido, creo que el sistema de padrinos es superior a la terapia tradicional. Se considera normal ir a ver al padrino y decirle: —Debo decirte que te estoy agradecido por la ayuda que me has brindado en los últimos tres años, pero creo que en este punto estoy preparado para un padrino más sofisticado. Y es probable que el padrino responda: —Estoy totalmente de acuerdo contigo y me complace mucho haber podido ayudarte y que hayas llegado tan lejos. No existen muchos psiquiatras que tomarían con tanta cordialidad el hecho de que los pacientes los superen en crecimiento.
Un programa comunitario Así, AA da resultado porque es un programa de conversión espiritual que enseña a las personas por qué deben avanzar a través del desierto, es decir, hacia Dios. Y da resultado porque es un programa psicológico que enseña a la gente mucho sobre cómo progresar por el desierto, y lo hace a través de proverbios y de padrinos. Existe un tercer motivo: AA da resultado porque enseña a las personas que no es necesario que avancen solas por el desierto. Es un programa comunitario. Durante los últimos años, desde que abandoné la práctica de la psiquiatría, he estado trabajando con otros profesionales en el desarrollo de la Fundación para el Fomento de la Comunidad. Mi libro La nueva comunidad humana trataba sobre ese esfuerzo. En él, señalé que la comunidad se desarrolla naturalmente en respuesta a una crisis. Es así como, en la sala de espera de una unidad de terapia intensiva, personas que no se conocen entre sí acabarán por compartir sus temores y alegrías más profundos, ya que sus familiares yacen al otro lado del pasillo en una instancia crítica. O, en el lapso de unas pocas horas, después de un terremoto (como el de 1985 en la ciudad de México, donde murieron más de cuatro mil personas), los adolescentes acaudalados, normalmente egoístas, trabajarán lado a lado las veinticuatro horas con obreros pobres, mancomunados por la solidaridad. El único problema es que en cuanto acaba la crisis, también acaba la comunidad. En consecuencia, millones de personas se lamentan por sus crisis perdidas. Puedo garantizarle que este sábado por la noche —¿y por qué no esta misma noche?— habrá decenas de miles de ancianos de la Federación de Veteranos y de los clubes de la Legión Norteamericana que beberán hasta atontarse, añorando los días de la Segunda Guerra Mundial. Recuerdan esos días con tanto afecto porque, aunque tal vez padecían frío y estaban mojados y en peligro, experimentaban una profunda sensación de comunidad y sentido en sus vidas, que, desde entonces, no han logrado recapturar. La bendición del alcoholismo Los alcohólicos que asisten a AA poseen una gran bendición y una gran cualidad. La bendición es la bendición del alcoholismo. Es una bendición porque es un mal que quebranta visiblemente a las personas. Los alcohólicos no están más quebrantados que las personas que no son alcohólicas. Todos tenemos nuestras penas y nuestros terrores; tal vez no seamos conscientes de ellos, pero los tenemos. Somos todos, personas quebrantadas, pero los alcohólicos no pueden seguir ocultándolo, mientras que el resto de nosotros lo disimula detrás de nuestras máscaras de compostura. No somos capaces de conversar acerca de las cosas que más nos importan, sobre cómo nuestros corazones se están desgarrando. De manera que la gran bendición del alcoholismo es la naturaleza de la enfermedad. Pone a la gente en una crisis visible y como resultado, entra en una comunidad: un grupo de AA. La gran cualidad de los alcohólicos, en AA, es que se refieren así mismos como “alcohólicos en recuperación”. No se denominan “alcohólicos recuperados”, o “ex alcohólicos”, sino “alcohólicos en recuperación”. Y al emplear esos términos —“en recuperación”— se recuerdan sin cesar a sí mismos que el proceso de recuperación es constante, la crisis es constante. Y como la crisis es constante, la comunidad es constante. Uno de los peores problemas que tengo en mi labor con la Fundación para el Fomento de la Comunidad es intentar explicar a las personas de qué se trata. Los únicos que lo captan al instante son aquellos que están en alguno de los programas de los doce pasos, porque a ellos puedo decirles que la Fundación para el Fomento de la Comunidad intenta enseñar a la gente
cómo entrar en una comunidad sin tener que ser antes un alcohólico, sin necesidad de tener antes una crisis. O mejor aún, es tratar de enseñárselo a las personas que ya están en crisis (como lo estamos todos). Enfrentar pronto las crisis En nuestra cultura evasora del dolor, tenemos una actitud muy extraña hacia la salud mental. Nosotros, los norteamericanos, pensamos que lo que caracteriza a las personas mentalmentesanas es la ausencia de crisis. ¡Eso no es lo que caracteriza a la salud mental! Lo que caracteriza a la salud mental es la habilidad para enfrentar pronto las crisis. La palabra “crisis” se ha puesto de moda en estos días, todos hablamos de la crisis de la edad madura, por ejemplo. Pero mucho antes, ya hablábamos de la crisis de la edad madura en las mujeres. Era la menopausia. Muchas mujeres, alrededor de los cincuenta años, cuando dejaban de menstruar, tendían a deprimirse. Pero cosa curiosa, eso no les ocurría a todas las mujeres, y puedo decirle por qué. Una mujer mentalmente sana no se enfrenta a una gran crisis menopaúsica de la edad madura cuando tiene alrededor de cincuenta años, porque ya ha superado muchas crisis pequeñas a lo largo del camino. A los veintiséis años, por ejemplo, se despierta una mañana, se mira en el espejo y advierte que comienza a tener patas de gallo. Entonces, es probable que piense: “Después de todo, no creo que un galán de Hollywood vaya a aparecer en mí vida”. Y diez años más tarde, cuando tiene treinta y seis y su hijo menor ya va al jardín de infantes, piensa: “Creo que tendré que hacer algo más con mi vida, que concentrarla en los niños”. Cuando esa mujer cumpla cincuenta años y deje de menstruar, no tendrá sobresaltos. Salvo por algunos calores, no tendrá dificultad alguna porque desde el punto de vista psicológico, se enfrentó a la menopausia veinte años atrás. Por otra parte, la mujer que tiene trastornos es la que se aferra a la fantasía de que un galán de Hollywood aparecerá en su vida y que no desarrolla ningún interés fuera de su hogar. Cuando cumple cincuenta años, en el momento en que deja de menstruar y en que ningún maquillaje puede seguir disimulando las arrugas, y también en el momento en que sus hijos abandonan el hogar —dejándola no sólo con un nido vacío sino con una vida vacía—, no es de extrañar que se derrumbe. No quiero estereotipar ni a las mujeres ni a la menopausia, porque la crisis de la edad madura es igual de común y de severa en los hombres. Lo sé. Hace poco, atravesé mi tercera crisis de la edad madura. Me deprimí como nunca desde los quince años y sufrí mucho. Sólo deseo señalar que lo que caracteriza la salud mental, tanto en los hombres como en las mujeres, no se mide según la capacidad para evitar las crisis, sino por lo temprano que se logra enfrentar cada una de ellas y pasar a la siguiente... y tal vez, según la cantidad de crisis que conseguimos superar a lo largo de toda nuestra vida. Existe una forma rara y devastadora de trastorno psicológico, que afecta quizás a un uno por ciento de la población y que impulsa a llevar una vida de un dramatismo compulsivo. Estas personas necesitan excitación todo el tiempo. Pero el trastorno psicológico mucho más desolador que sufre al menos el noventa y nueve por ciento de los norteamericanos —y me incluyo— es que no logran vivir su vida diaria con un sentido de dramatismo suficiente, ni tomar conciencia de la naturaleza crítica de su vida. En esto reside una de las virtudes de ser una persona “religiosa”. Otras personas simplemente tienen altibajos en su vida, en tanto que los individuos religiosos sufrimos “crisis espirituales”. Es mucho más digno padecer una crisis espiritual que una depresión. De hecho, es bastante posible que supere usted una depresión con más rapidez si la reconoce como una crisis espiritual, lo cual sucede con frecuencia. Creo profundamente que una de las cosas que
necesitamos hacer en nuestra cultura es comenzar a dignificar las crisis, incluyendo ciertos tipos de depresión y toda clase de sufrimiento existencial. Es sólo a través de ese sufrimiento y de esas crisis como crecemos. Los integrantes de AA, al estar siempre en recuperación, viven una crisis constante. Y se las arreglan para manejar esa crisis constante porque se ayudan mutuamente. Eso es comunidad. Puedo explicar qué es la comunidad, pero no los sentimientos que implica. Jesús tenía un problema similar. Se había topado con este asunto del Reino y estaba muy entusiasmado. Pero cuando intentaba describirlo, la gente se adormecía y bostezaba. De manera que inventó las parábolas para explicarse mejor a Sí Mismo. Decía: “Es como un hombre que ha encontrado una perla de gran valor”. O, “Es como un hombre que tenía una viña y necesitaba trabajadores”. O, “Es como un hombre que tenía un hijo pródigo”. En líneas generales, la gente siguió sin entender de qué hablaba. Dos mil años más tarde, a pesar de que Sus parábolas se han convertido en las más famosas de la literatura, las personas continúan sin comprender de qué hablaba Jesús. La mayoría de los cristianos no entienden realmente el significado del Reino. Creo que no es accidental que Jesús tuviera la misma dificultad al hablar sobre el Reino que nosotros al hablar sobre la comunidad. Porque pienso que el Reino es la analogía más cercana que existe a la comunidad. Seguramente ha escuchado citar las palabras de Jesús: “El Reino está dentro de vosotros”, pero en realidad, Él no dijo eso. Jesús hablaba en arameo y los Evangelios fueron escritos en griego y luego traducidos a todos los idiomas conocidos por el hombre. De modo que los errores eran inevitables, y se han escrito miles de libros en un intento por dar con las traducciones correctas y las palabras reales de Jesús. Una de las maneras que los estudiosos han descubierto para verificar la exactitud de un pasaje del Evangelio es ver si es posible traducir la versión griega al arameo. La mayoría de los estudiosos convienen ahora en que Jesús no dijo: “El Reino está dentro de vosotros”. Dijo: “El Reino está entre vosotros”. Y creo que la mejor forma de hallar el Reino es entre nosotros, en comunidad. En su libro The Scent of Love, 20 Keith Miller escribe sobre esto mismo en términos de los primeros seguidores de Jesús. Se ha dicho que los primeros cristianos eran evangelistas tan fenomenalmente exitosos porque el Espíritu Santo descendió y les concedió varios dones —el del carisma y el de las lenguas— para que pudieran hablar todos los idiomas, y así el cristianismo se diseminó como agua. Pero Miller sugiere que ése no fue el motivo principal. Lo que en realidad ocurrió fue que, por medio de Jesús, los discípulos y los primeros seguidores habían descubierto el secreto de la comunidad. Alguien caminaba por un callejón en Éfeso o Corinto y veía gente sentada conversando sobre cosas muy extrañas y sin el más mínimo sentido: algo acerca de un hombre y una ejecución en un árbol y visitaciones. Pero había una característica distintiva en la forma en que estas personas conversaban, lloraban juntas, reían juntas, se tocaban, la manera en que interactuaban unas con otras, tan extrañamente cautivante, que los desconocidos que pasaban se sentían atraídos hacia ellas. Era como si el aroma del amor se hubiera expandido por el callejón y pudiera atraer a las personas como abejas a una flor. Y la gente comenzó a decir: “Todavía no entiendo esto, pero deseo participar”. Hemos dictado cursos de desarrollo comunitario en las habitaciones más estériles de hotel y los recepcionistas y encargados del bar se acercaban y comentaban: “No sé qué están haciendo aquí, pero termino a las tres... ¿puedo unirme a ustedes?” Así que tengo una idea de cómo pudo haber funcionado.
20
The Scent of Love: El aroma del amor
Por esto, creo que el evento más positivo del siglo XX ocurrió en Akron, Ohio, el 10 de junio de 1935, cuando Bill W. y el doctor Bob Smith convocaron la primera reunión de AA. Fue no sólo el comienzo del movimiento de autoayuda y el inicio de la integración de la ciencia y la espiritualidad a un nivel popular, sino también el comienzo del movimiento comunitario. Esa es la otra razón por la que considero la adicción como el “mal sagrado”. Cuando mis amigos de AA y yo nos reunimos, solemos concluir que es muy probable que Dios haya creado deliberadamente el trastorno del alcoholismo con el fin de crear alcohólicos, para que estos alcohólicos crearan AA y encabezaran el movimiento comunitario que será la salvación no sólo de los alcohólicos y los adictos sino de todos nosotros.
TERCERA PARTE El último paso: en busca de un dios personal
CAPÍTULO NUEVE - El rol de la religión en el crecimiento espiritual Soy muy prudente con el empleo de palabras “religiosas”. Suelo hablar de la espiritualidad en vez de la religiosidad, por ejemplo, o de un poder superior, en vez de Dios. Soy cauto porque estas palabras pueden tener connotaciones negativas. Uno de los grandes pecados de la religión organizada es que ha tendido a corromper algunas palabras muy sagradas. Y cuando las personas se topan con esas palabras, las asocian con la hipocresía de la religión organizada y ya no pueden ver ni oír su verdadero significado. La religión nos ha lastimado a muchos. Y cuando hablé de la necesidad de que perdone usted a sus padres por los pecados que cometieron durante su infancia (la de usted), debí haber dicho que es igualmente importante que perdone usted a la Iglesia por los pecados que pueda haber cometido en su infancia. Perdonar no significa regresar. No le estoy diciendo que debe regresar a la Iglesia de su infancia , del mismo modo en que no le diría que se mudara otra vez al hogar de sus padres. No obstante, su crecimiento espiritual requiere su perdón. Sin ese perdón, no podrá comenzar a separar las verdaderas enseñanzas de esa Iglesia de su hipocresía. Y necesita usted las verdaderas enseñanzas. Un libro llamado Oneness: Great Principles Shared by all Religions del Dalai Lama en su cubierta:
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lleva la siguiente cita
“Cada religión importante del mundo posee ideas similares acerca del amor, el mismo objetivo de beneficiar a la humanidad a través de la práctica espiritual, y el mismo efecto de hacer de sus seguidores mejores seres humanos.” Leyendo el libro, descubrirá que todos los fundadores de las principales religiones del mundo —entre ellos, Jesús, Buda, Krishna, Confucio y Mahoma— han enseñado la noción de amor al prójimo. Dondequiera que escoja usted anclar su espiritualidad —ya sea en el cristianismo, el judaísmo, el hinduismo, el taoísmo, el budismo o el islamismo— tendrá que aceptar estas verdades básicas. Porque necesita estas verdades básicas como guías en su propio viaje espiritual. Cuál religión ha de ser, no puedo decírselo, dado que cada uno de nosotros es único. Unicidad individual No deja de impresionarme lo distintas que son las personas. Y también los diferentes dones que poseen. No sé si Dios crea la unicidad en sus almas antes de que nazcan, o si está en sus genes. Pero sé que empieza desde el principio. Mis dos hijas eran bien distintas cuando Lily y yo las trajimos a casa desde el hospital. De haber tenido un varón y una nena, podríamos haber dicho: “Son diferentes por una cuestión de sexo”. Pero tener dos del mismo sexo nos hizo tomar conciencia, de una forma dramática, que eran, desde el nacimiento mismo, dos seres humanos muy distintos. Las personas nacen diferentes y entre los problemas que deben resolver está el de cómo hábérselas con la propia unicidad, las propias diferencias, y llegar a manejar eso en relación con otras personas. Al ser distintos, cada uno de nosotros tiene su propia vocación especial, su propio llamado especial. Poseemos una voluntad, la misteriosa libertad de elegir, que opera 21
Oneness: Great Principles Shared by all Religions: Unicidad: Grandes principios compartidos por todas las religiones.
dentro de ciertas limitaciones biológicas y los confines de los dones particulares de cada uno. Lo que más lamento de La nueva psicología del amor es que hice que el viaje sonara como un modelo más preciso de lo que en realidad es. Mientras releo el libro, me asombra la profundidad de verdad que me fue concedida, pero me consterna un poco cierta locuacidad de la que ahora parezco carecer. No tuve en cuenta toda la variedad que existe. Existe un gran provecho en la variedad. Esta variedad de personas es parte de lo que hace una comunidad, y es necesaria para integrar un todo. Necesitamos variedad para ser un todo. También existe una variedad de caminos que podemos tomar. Como cada uno de nosotros es único, tenemos que realizar nuestras propias elecciones. Y si preguntamos una y otra y otra vez, la respuesta se nos presentará y escogeremos el camino correcto. Gandhi dijo: “Las religiones son caminos diferentes que convergen en el mismo punto. ¿Qué importancia tiene que tomemos caminos distintos, en tanto alcancemos el mismo objetivo?” Y todos avanzamos con esfuerzo a lo largo del rocoso y espinoso camino del desierto para llegar a Dios. Dios, a diferencia de algunas religiones organizadas, no discrimina. Mientras usted lo busque, Él/Ella hará todo lo posible por ir a su encuentro. Existe un número infinito de caminos para llegar a Dios. Las personas pueden llegar a Dios a través del alcoholismo, a través del budismo Zen —como lo hice yo—, o a través de las múltiples iglesias cristianas del “Nuevo Pensamiento”, a pesar de que son claramente heréticas. Hasta donde yo sé, pueden llegar a Dios a través de Shirley MacLaine. La gente se encuentra en diversas etapas de preparación, y cuando está lista, casi cualquier cosa puede movilizarla. Un ministro estaba estrechando las manos de los miembros de la congregación en su iglesia protestante después de la ceremonia, cuando un hombre del extremo de la fila, a quien había visto ocasionalmente en misa, se acercó y le dijo: —Reverendo, lo que dijo usted hoy en su sermón era exactamente lo que yo necesitaba escuchar. Muchas, muchísimas gracias. Me resultó muy útil. Revolucioné mi vida. Gracias, muchas gracias. El ministro, bastante complacido, respondió: —Me alegra haber dicho algo que le resultara útil, pero seré curioso... ¿qué fue en particular? —Bueno —repuso el hombre—, supongo que recuerda que comenzó su sermón diciendo que esta mañana deseaba hablarnos sobre dos temas, y luego en el medio manifestó: “Esto completa la primera parte de lo que quería decirles, y ahora es tiempo de que pase a la segunda parte de mi sermón”. Y en ese instante, comprendí que yo había terminado la primera parte de mi vida y que ya era hora de pasar a la segunda. Gracias, reverendo, gracias, muchas gracias. Mi camino hacia Dios Llegué a Dios a través del budismo Zen, pero ese fue sólo el primer tramo del camino. El camino que he escogido para mí, después de veinte años de una dedicación superficial al Zen, es el cristianismo. Pero dudo de que hubiera podido hacer esa elección sin el Zen. Para aceptar el cristianismo uno ha de estar preparado a aceptar la paradoja, y el budismo Zen —que muchos dicen que ni siquiera debería ser considerado una religión, sino una filosofía— es la escuela de instrucción ideal para la paradoja. Sin esa instrucción, creo que jamás habría estado preparado para deglutir las inconcebibles paradojas de la doctrina cristiana. Me convertí en cristiano un par de años después de la publicación de La nueva psicología del amor (recuerde que la primera frase de ese libro es la gran verdad budista: “La vida es dificultosa”), aunque de manera inconsciente me había inclinado en esa dirección desde hacía un
tiempo, y La nueva psicología del amor está llena de conceptos cristianos. Un hombre importante me dijo: “Scotty, fue muy inteligente de su parte la forma en que disfrazó usted su cristianismo en La nueva psicología del amor para transmitir el mensaje cristiano a la gente”. Yo contesté con honestidad: “Bueno, no disfracé mi cristianismo. Yo no era cristiano”. La nueva psicología del amor puede ser considerado una manifestación del punto del viaje en el que yo me encontraba en ese momento. Y en cierto sentido, he cubierto una gran distancia desde entonces, aunque en otros aspectos he avanzado muy poco. Mucho de lo que he hecho desde su publicación ha sido una especie de elaboración de los conceptos contenidos en ese libro. Uno de los acontecimientos interiores de mi viaje tuvo lugar cuando tenía treinta años y leí The Screwtape Letters, 22 de C. S. Lewis, una novela compuesta de cartas de consejo escritas por Screwtape, un diablo anciano, a su sobrino, Wormwood, y cuyo objetivo es el de socavar la vida espiritual de un hombre joven. En un momento, Screwtape aconseja a Wormwood que se asegure de que el hombre, ahora un cristiano novato gracias a sus chapucerías aunadas, “considere su tiempo como propio”. Al principio, no entendí esta frase. La leí tres veces. Me pregunté si no habría un error tipográfico. ¿De qué otro modo podía uno considerar su tiempo, excepto como propio? Luego comprendí que existía la posibilidad de que mi tiempo perteneciera a un poder superior a mí mismo. Durante un tiempo, la idea me resultó muy perturbadora, y todavía hoy continúo aprendiendo a someter mi tiempo a la posesión de Dios. El sometimiento es siempre una cuestión gradual, pero es enseñable, tal como C. S. Lewis me lo enseñó a mí. Sin embargo, no fue hasta doce años más tarde cuando, de hecho, decidí ser bautizado como cristiano. Uno de los motivos de mi gravitación tan gradual hacia el cristianismo es que llegué a creer que la doctrina cristiana posee la interpretación más correcta de la naturaleza del pecado. Es una interpretación paradójica y multidimensional, y el primer aspecto de la paradoja es que el cristianismo sostiene que todos somos pecadores. No podemos no pecar. Existe un número de posibles definiciones del pecado, pero la más común es simplemente la de errar el tiro, la de no hacer las cosas siempre bien. Y no hay forma de que siempre hagamos las cosas bien. A veces seremos un poco negligentes. Al margen de lo bueno que seamos, en ocasiones estaremos un poquito cansados o demasiado confiados y no nos esforzaremos ni nos afanaremos lo suficiente. No podemos hacer siempre lo correcto; no podemos ser perfectos. El cristianismo tiene en cuenta eso. De hecho, el único prerrequisito para ser un miembro de la verdadera Iglesia Cristiana es ser un pecador. Si no se considera usted un pecador, no es candidato para la Iglesia. Pero el otro aspecto de la paradoja es que el cristianismo sustenta que si confiesa o reconoce usted su pecado con contrición, entonces éste queda borrado. La palabra “contrición” es muy importante aquí, y lo que se requiere es que se sienta usted mal, que sufra por lo que ha hecho. Si admite su pecado con contrición, entonces será borrón y cuenta nueva. Es como si el pecado no hubiera existido nunca. Puede usted empezar de nuevo, fresco y puro cada vez. Existe una historia muy dulce acerca de este concepto. Una pequeña niña filipina alegaba hablar con Jesús, y esto comenzó a provocar agitación en su aldea. La noticia se expandió por las aldeas vecinas y la conmoción se incrementó. Por fin, la noticia llegó al obispado, en Manila, y el obispo se preocupó un poco; después de todo, la Iglesia Católica no puede tener santos no autorizados deambulando por el mundo. De manera que designó a un monseñor para que investigara el caso. La niña fue llevada al palacio obispal para una serie de entrevistas de diagnóstico psicoteológico. Al final de la tercera entrevista, el monseñor se dio por vencido y declaró: —No 22
The SAcrwtape Leters: Las cartas de Screwtape.
sé, no sé qué pensar de esto. Ignoro si dices la verdad o no. Pero hay una prueba de fuego. La próxima vez que hables con Jesús, quiero que le preguntes qué confesé en mi última confesión. ¿Lo harás? La niña respondió afirmativamente. Se marchó y regresó a la semana siguiente para la entrevista. Sin poder ocultar su ansiedad, el monseñor le preguntó: —Y. querida, ¿volviste a hablar con Jesús la semana pasada? —Si, padre, lo hice —repuso la niña. —Y cuando hablaste con Jesús la semana pasada, ¿recordaste preguntarle qué dije en mi última confesión? —Si, padre, lo hice. —¿Y bien? Cuando le preguntaste qué confesé en mi última confesión, ¿qué te contestó Jesús? Y la pequeña replicó: —Jesús dijo: “Lo he olvidado”. Esta historia tiene dos interpretaciones posibles. Una es que la niña era una pequeña psicópata muy inteligente. Pero la más probable es que de verdad hablaba con Jesús, puesto que lo que expresaba era doctrina cristiana pura y consumada. Una vez que confesamos nuestros pecados con contrición, éstos son olvidados: dejan de existir en la mente de Dios. La realidad de Jesús Cuando la gente me pregunta si “volví a nacer”, respondo: “Bueno, tal vez sí. Pero de ser así, fue un parto muy prolongado y difícil”. Hubo todo tipo de hitos en ese camino, pero quizás el más importante fue leer los Evangelios por primera vez a los cuarenta años. Fue después de escribir el primer borrador de La nueva psicología del amor. Soy una de esas personas que tienden a escribir primero e investigar después, de modo que luego de citar a Jesús un par de veces, me pareció que estaba obligado a verificar las fuentes. Fue una época muy propicia para abordar los evangelios. Si doce años antes me hubieran preguntado si Jesús era real, habría contestado que había más que suficiente evidencia acerca de la existencia de un Jesús histórico, obviamente un sujeto bastante inteligente que fue ejecutado al estilo de la época por hablar demasiado, y que luego, por alguna razón u otra, la gente comenzó a desarrollar una religión en torno a él. Esa habría sido mi respuesta, y me habría contentado con esa realidad de Jesús. Yo sabía que los autores de los evangelios no fueron contemporáneos de Jesús, que escribieron treinta o mas años después de Su muerte, que lo que escribieron eran relatos de segunda mano, de tercera o incluso cuarta, y con mi educación en este siglo de las luces, simplemente deducía que habían hecho un buen trabajo de relaciones públicas y exornación. Pero cuando por fin me aboqué a leer los evangelios, lo hice con una docena de años de experiencia de intentar ser, a mi modesta manera, un maestro o sanador, de modo que sabía algo acerca de enseñar y sanar y acerca de qué es un maestro y un sanador. Con este conocimiento práctico en mi poder, me quedé completamente estupefacto ante la extraordinaria realidad del hombre que hallé en los evangelios. Descubrí a un hombre que vivía casi siempre frustrado. Su frustración aflora en casi todas las páginas: “¿Qué debo deciros? ¿Cuántas veces debo repetirlo? ¿Qué he de hacer para que me comprendáis?” También descubrí a un hombre que solía estar triste y a veces deprimido, ansioso y asustado. Un hombre que prejuzgó en una ocasión pero fue capaz de superar ese prejuicio y trascenderlo con amor sanador. Un hombre muy, muy solo, y
no obstante, a menudo desesperadamente necesitado de soledad. Descubrí a un hombre tan increíblemente real, que nadie pudo haberlo inventado. Entonces, se me ocurrió que si los autores de los evangelios hubieran realizado un trabajo tan bueno de relaciones públicas y exornación, como yo había pensado, habrían creado el tipo de Jesús que las tres cuartas partes de los cristianos todavía parecen intentar crear: lo que Lily llama “el Jesús bonachón”. Se lo retrata con una sonrisa dulce y constante en el rostro, palmeando las cabezas de los niños y paseándose por el mundo con su ecuanimidad serena e inconmovible, porque con su blanda y medrosa conciencia de Cristo, tiene paz mental. Pero el Jesús de los evangelios (que algunos sugieren es el secreto mejor guardado del cristianismo) no tenía mucha “paz mental” tal como la concebimos en términos terrenales, y en la medida en que podamos ser Sus seguidores, quizá nosotros tampoco la tendremos. Tal vez ése no sea el punto. De manera que empecé a sospechar que, en lugar de ser especialistas en relaciones públicas, los autores de los evangelios fueron narradores precisos que se esforzaron mucho por registrar de la forma más exacta los acontecimientos y dichos de la vida de un hombre que ellos mismos a duras penas lograban empezar a entender, pero en quien —ellos lo sabían— el Cielo y la Tierra se habían unido. Fue entonces cuando comencé a amar a Jesús. Da la impresión de que la mayoría de los cristianos no han leído los evangelios y que gran parte del clero cristiano ni siquiera es capaz de predicar la verdad real de ellos, puesto que si lo hicieran, las congregaciones saldrían corriendo. No pretendo implicar que los evangelios sean exactos en un ciento por ciento. Es evidente que algunas cosas parecen haber sido añadidas. Y tengo la sensación de que otras fueron evidentemente omitidas. El sentido del humor de Jesús, por ejemplo, y Su sexualidad. Esto último puede haber sido omitido a propósito porque a mi parecer, la sexualidad de Jesús resulta algo ambigua. Parecía sentir un gran cariño por María Magdalena —quien sí podría haber sido una prostituta— y se lo suele representar en una pose íntima con el apóstol Juan, a quien se alude como “aquel a quien Jesús amaba”. Creo que Jesús era una figura andrógina; es decir, no carente de sexo ni unisexual, sino una unidad. Lo que perdura, sin embargo, muestra que Jesús era en verdad humano, y un espíritu divino. El talento de Jesús Lily y yo frecuentábamos un pequeño club de campo en la costa de Maine, al que íbamos todos los veranos a pasar unos días. Nos encontrábamos allí cuando mi libro La nueva psicología del amor estaba por ser publicado, y en mi narcisismo, durante las primeras veinticuatro horas que pasé en el club, me afané por deslizar el comentario de que un libro mío estaba por ser publicado, y que yo no era sólo un psiquiatra sino también un autor. Poco después, lamenté mi narcisismo, porque la segunda noche de nuestra estada, uno de los otros huéspedes, un abogado litigante bastante famoso, se me acercó a la hora del aperitivo y dijo: — He oído decir que has escrito un libro. ¿De qué trata? —Bueno— contesté—, es una especie de integración de la psicología y la religión. —Bien, bien, ¿pero qué dice? —inquirió con algo de esa aspereza que caracteriza a los especialistas exitosos. —Dice un montón de cosas y no creo que quieras quedarte una hora aquí sentado mientras intento contarte todo lo que dice —repliqué sin convicción. —Tienes razón, no lo deseo. Quiero que me resumas lo que dice en una o dos oraciones sucintas. —Bueno —repuse—, si pudiera hacer eso, no habría tenido que escribir un libro.
—Tonterías —insistió—. Existe una expresión en derecho según la cual cualquier cosa que valga la pena decirse puede resumirse en una o dos oraciones sucintas. Lo mejor que pude hacer fue comentar: —En ese caso, supongo que no te resultará interesante. —Y me escabullí con torpeza. Un ejemplo del talento de Jesús fue que, cuando se enfrentó al mismo tipo de situación, se manejó con muchísima más gracia. Se encontraba en un “momento afortunado” similar cuando de entre la pequeña multitud, se adelantó —sí, adivinó— un abogado. —Muy bien, Jesús, vamos, ¿qué intentas decir? —dijo el hombre—. No quiero un sermón de la montaña ni nada parecido. Sólo dime Tu mensaje en una o dos oraciones concisas. ¿Qué tratas de decir? Y Jesús lo complació: dos oraciones tan concisas, que pueden fundirse en una: —Ama a Dios tu Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Y ama a tu prójimo como a ti mismo. Ésta es una enunciación de lo que es un cristiano... o de lo que debería ser. Por desgracia, la mayoría de las personas no entienden la pasión que hay detrás de esas palabras. Para amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas hay que abandonarse a Él. Abandonarse a Dios constituye un proceso largo y penoso, y después de años de haberme convertido en cristiano, he descubierto que aún no lo he completado. Luego de leer los evangelios y de que el libro La nueva psicología del amor fue aceptado para ser publicado, decidí que merecía unas vacaciones. No deseaba irme con mi familia, pero tampoco quería viajar solo y simplemente sentarme en algún lugar de la playa. Entonces se me ocurrió la loca idea de ir a un retiro... ¡eso sí que sería diferente! Y así partí a pasar dos semanas en un convento. Tenía varias cosas anotadas en mi agenda para este retiro. Una era tratar de dejar de fumar, lo cual logré durante ese tiempo. Pero el ítem más largo era decidir qué haría si, por alguna remota casualidad, La nueva psicología del amor me hacía famoso. Si eso ocurría, ¿debía renunciar a mi privacidad y dedicarme a dar conferencias, o tenía que retirarme a un bosque, como J. D. Salinger, y procurarme un número telefónico no registrado? No sabía qué camino deseaba seguir. Y tampoco sabía qué camino quería Dios para mí. Así que en primer lugar figuraba en mi agenda la esperanza de que en la quietud del retiro y la santidad del ambiente, Dios me revería cómo resolver el dilema. Pensé en ayudar a Dios prestando atención a mis sueños, ya que creo que los sueños pueden cumplir una cierta función reveladora. De manera que empecé a registrar mis sueños por escrito, pero en general, eran imágenes muy simples de puentes o puertas y no me revelaban nada que yo no supiera, a saber, que me encontraba en un punto de transición en mi vida. Pero tuve un sueño que fue mucho más complejo. En ese sueño, yo era un espectador en un típico hogar de clase media. En este hogar, había un joven de diecisiete años que era la clase de hijo que toda madre y todo padre desearían tener. Era líder de quinto año en la escuela secundaria, pronunciaría el discurso de despedida en el acto de graduación, era capitán del equipo de fútbol, era apuesto, trabajaba duro después de la escuela en un empleo por horas y, como si esto fuera poco, tenía una novia dulce y recatada. Además, poseía licencia para conducir y era un conductor inusitadamente responsable y maduro para su edad. Pero su padre no le permitía conducir. En cambio, insistía en llevarlo adondequiera que tuviera que ir: los entrenamientos de fútbol, el trabajo, las citas, los bailes. Y para añadir ofensa al daño, el hombre insistía en que el joven le pagara cinco dólares por semana de sus ingresos tan arduamente ganados después del horario escolar, por el privilegio de ser conducido a todas partes, lo cual el
muchacho era perfectamente capaz de hacer por sí mismo. Desperté de este sueño con una abrumadora sensación de ira e indignación hacía ese padre detestable y autócrata. No sabía qué pensar del sueño. Parecía no tener sentido. Pero tres días después de haberlo registrado, mientras releía lo que había escrito, advertí que había usado siempre una “P” mayúscula cuando mencionaba al padre. Me dije: “¿No creerás que el padre en este sueño es Dios Padre, verdad? Y si éste fuera el caso, ¿no, supondrás que tú podrías ser ese joven de diecisiete años, no?” Y por fin me di cuenta de que había tenido una revelación. Dios me estaba diciendo: “Scotty. tú paga lo que te corresponde y déjame a mí el volante”. Es interesante que siempre haya pensado en Dios como el más bueno de la película. Sin embargo, en mi sueño, le di el rol de villano autócrata y dominante, o al menos yo le respondía como si así fuera, con furia, indignación y odio. El problema, desde luego, era que ésta no era la revelación que yo había esperado. No era lo que quería escuchar. Deseaba que Dios me diera un consejo del tipo del que uno recibiría de un representante o un contador, algo que yo sería libre de aceptar o rechazar. No quería una gran revelación, en especial no una en la que Dios dijera: “Yo tomaré el volante de aquí en más”. Dieciséis años más tarde, todavía intento vivir de acuerdo con esta revelación, abandonarme a Dios aprendiendo el renunciamiento que acoge con beneplácito el hecho de que Él o Ella tome el volante de mi vida todavía adolescente. El bautismo como muerte Otro hecho que aconteció en ese retiro de dos semanas fue que comencé a dar vueltas a la idea de convertirme en cristiano. No era una idea muy agradable. Yo sentía que hacer algo definitivo al respecto requeriría una especie de muerte en varios niveles. Para empezar, estaba este viejo asunto de estar al volante de mi tiempo. Tenía la impresión que si me convertía al cristianismo, mi tiempo dejaría de pertenecerme, que tendría que pertenecer a Cristo/Dios y al místico “Cuerpo de Cristo”. La posesión de mi tiempo tendría que acabarse y eso era como tener que morir yo mismo. A nadie le gusta morir, así que me demoré tanto como pude. Utilicé todas las explicaciones racionales existentes para evitar ser bautizado. La mejor era que no podía decidir si quería ser bautizado como un ortodoxo oriental, un católico romano, un episcopalista, un presbiteriano, un luterano, un metodista o un bautista. Dado que esta compleja decisión intelectual religiosa iba a tomarme por lo menos treinta años de investigación, no era necesario seguir adelante. Pero entonces se me ocurrió que no tenía que escoger un grupo religioso, que de hecho, el bautismo no es una celebración religiosa. De modo que cuando por fin fui bautizado, el 9 de marzo de 1980, el bautismo me lo dio un ministro metodista de Carolina del Norte, en la capilla de un nuevo convento episcopal de Nueva York, en un acto deliberadamente no religioso. Y desde entonces, he guardado celosamente mi estado no religioso. Por un lado, es bueno para mi profesión. Pero la razón más apremiante es que en un cierto nivel profundo, no creo en los grupos religiosos. Creo que deben existir distintas preferencias de culto para distintas personas, pero la idea de que un grupo religioso niegue la comunión a otro, o a cualquier individuo, me resulta un anatema. En lo que a mi concierne, me siento libre de entrar en una iglesia cristiana de cualquier grupo porque pertenezco a ese lugar. Los pecados de la Iglesia No me habría convertido ni me habría bautizado a los cuarenta y tres años si pensara que el cristianismo es una religión de segunda categoría o que una religión es tan buena como cualquier otra. A nivel intelectual, el motivo por el que me convertí al cristianismo es que poco a poco
acabé por creer que, en líneas generales, la doctrina cristiana se acerca mucho más a la realidad de Dios y a la realidad en general que las otras grandes religiones. Esto no significa que no haya mucho que aprender de las otras religiones. Hay muchísimo para aprender y es responsabilidad de cualquier cristiano instruido acumular tanta sabiduría como le sea posible de otras tradiciones religiosas. Tal vez el mayor pecado de la Iglesia cristiana haya sido esa clase particular de arrogancia o narcisismo que impele a muchos cristianos a dar a Dios por seguro y a sentir que lo tienen monopolizado. Aquellos que se sienten dueños de toda la verdad y nada más que la verdad y que piensan que esos pobres tontos que creen diferente están condenados, en lo que a mí respecta, tienen un Dios muy pequeño. No entienden la verdad de que Dios es más grande que la teología de ellos. Como ya he dicho, Dios no es algo que podamos poseer, sino que Él o Ella nos posee a nosotros. Y nada contribuye más a “desevangelizar” el cristianismo que este narcisismo de mentalidad estrecha. Cuando me hice cristiano sabía que al identificarme como tal tendría que asumir, de alguna manera u otra, el peso de los pecados de todas las Iglesias cristianas, de los cuales la arrogancia es sólo uno. Otra de las cargas de esos pecados es tener que expiar atrocidades como el antisemitismo virulento de la Iglesia a lo largo de los siglos y, más recientemente, la falta cometida por la Iglesia al no detener el Holocausto. Soy un convencido de que si las iglesias cristianas hubieran declarado al nazismo incompatible con el cristianismo, si lo hubieran calificado peor que a una herejía y hubieran amenazado a todos los nazis con la excomunión, como deberían haber hecho, el curso de la historia habría sido muy distinto. Otra carga más de esos pecados es ser mal comprendido. No bien menciono a Jesús o al cristianismo, muchas personas se ofenden, ya sea porque pertenecen a una religión diferente o por la experiencia que han tenido con la hipocresía de la Iglesia. Una de esas personas fue mi propia esposa, quien como hija de un ministro chino bautista conservador, fue criada en un hogar donde se predicaba el amor y la fe, pero donde el temor y el odio estaban a la orden del día. Así que allí estaba yo, entusiasmado con todos estos conceptos “nuevos” que asociaba con significados positivos y para Lily representaban señales de hipocresía. Fue un tiempo muy doloroso para nosotros, hasta que poco a poco aprendí a ser menos “sermoneador” y ella aprendió que, como en todas las religiones, existen distintos niveles de cristianismo, y que yo no estaba en el mismo nivel en que habían estado sus padres. De modo que antes de ser bautizado, yo sabía muy bien que si manifestaba mis creencias, muchos no me apreciarían y me retirarían su simpatía en virtud de ese prejuicio con frecuencia entendible. Pero una de las cosas que enseñó Jesús es que la vida no es un concurso de popularidad. O sea que otra forma en que mi bautismo significó una muerte para mí fue el acto en sí de declararme públicamente cristiano y con eso, el asumir este pequeño peso de prejuicio. En el proceso de cargar con él, he hallado cierto consuelo en una revista que originalmente se llamaba The Wittenberg Door y ahora se ha redenominado tan sólo The Door. 23 Es una revista de humor cristiano, lo cual se podría pensar que es una contradicción de términos. La publicaun grupo de evangélicos muy agraviados por los pecados de la Iglesia y por su tan común blasfemia y distorsión del evangelio decente. El tema es abordado a través de la burla. Cada número confiere un premio al ejemplo de peor gusto del cristianismo. Un mes fue el Bible Belt, un cinto hecho de cuero de víbora con una Biblia en miniatura atada a él. 24 La revista presenta canciones como: 23
The Wittenberg Door: La puerta Wittemberg Es un juego de palabras: Bible Belt es el nombre con que se denomina a las regiones de Estados Unidos, particularmente a las áreas del Sur, donde prevalecen las creencias fundamentalistas y el clero cristiano es especialmente influyente. A su vez, la palabra belt significa “cinto”. (N. de la T.) 24
Patéame como a una pelota, Jesús, a través de los arcos de la vida, bien por encima, de una punta a la otra, o través de esos postes virtuosos. De manera que muchos cristianos de la Etapa Dos me retiran su simpatía, y algunos de ellos han incluso protestado en contra de mis conferencias, llamándome “el anticristo”. También me han rechazado algunos miembros del movimiento Nueva Era (New Age), por ser demasiado conservador. Jamás creí que sería un moderado en nada y resulta que ahora soy un cristiano moderado. Y aunque pueda sonar malo, he decidido que es bueno. No significa ser neutral. Implica una senda de tensión. Una importante doctrina del budismo le llama La Senda Media, que representa el abarcamiento de los opuestos. El mismo Buda, después de seguir dos sendas de extremos —una del estudio y otra del ascetismo—, escogió la Senda Media. Fue después de casi morir de hambre cuando se sentó bajo el árbol y experimentó la iluminación. A los chinos les gusta representarlo como un hombre gordo, ya que en la cultura china, la gordura significa prosperidad. De tanto en tanto, puede que se tope usted con un Buda enjuto y demacrado, pero por lo general, no se lo describe como gordo ni flaco, sino como un término medio. La vida después de la muerte Si bien continúo aprovechando lo que aprendí del budismo, hay aspectos de él —como la reencarnación— respecto a los cuales soy agnóstico. Esto significa que ni creo ni dejo de creer; simplemente no lo sé. Sé de un psiquiatra, el doctor Ian Stevenson, que ha estado investigando la reencarnación en su tiempo libre durante años. La última vez que oí hablar sobre su labor —hace alrededor de una década— desprestigió por completo la regresión hipnótica a vidas pasadas, pero había descubierto unos siete casos que no podía explicar, excepto a través del concepto de la reencarnación. Si alguien tan riguroso como el doctor Stevenson cree en la reencarnación, entonces es algo que debo tomar con seriedad. Por otro lado, soy en extremo receloso de cualquier doctrina que pueda ser utilizada para explicar cualquier cosa. Y la idea de la reencarnación puede ser empleada —o mal empleada— para explicarlo todo. En su Varieties of Religious Experience,25 William James menciona la noción de “almas viejas”, que no descarto. Dijo que existen ciertas personas que parecen nacer con el conocimiento para vivir la vida como si ya hubieran vivido antes. He conocido niños que poseen destellos de sabiduría extraordinarios, y escribí mi libro infantil The Friendly Snowflake 26 para “las personas jóvenes con alma vieja y para las personas viejas con alma joven”. Si bien estoy abierto a la posibilidad de la reencarnación, tal vez me entusiasmaría más si no hubiera una forma alternativa de encarar el asunto, que me atrae mucho más profundamente: la creencia cristiana tradicional en la vida después de la muerte, con sus conceptos del Cielo, el infierno y el purgatorio. Aunque el Purgatorio es básicamente un concepto católico romano, el psiquiatra que hay en mí lo acoge con facilidad. Imagino el Purgatorio como un hospital psiquiátrico elegante y equipado con las técnicas mas modernas y sofisticadas para hacer que el aprendizaje sea lo más suave e indoloro posible bajo la supervisión divina. Por otro lado, la idea tradicional del cristianismo, que predica la resurrección del cuerpo no me agrada. Para ser honesto, considero mi cuerpo más como una limitación que como una virtud y me alegrará librarme de él en vez detener que seguir acarreándolo por todas partes. Prefiero 25 26
Varieties of Religious Experience: Variedades de experiencia religiosa The Friendly Snowflake: El copo de nieve amigable.
creer que las almas pueden existir independientemente de los cuerpos. Pienso que es posible que las almas existan independientemente de los cuerpos e incluso que se desarrollen independientemente de los cuerpos. Por cierto, toda la literatura sobre las experiencias de muerte cercana tiende a sustentar esta opinión. El Infierno Mi visión del Infierno tampoco es tan tradicionalmente cristiana, si bien en gran medida, se la debo a C. S. Lewis, el más importante escritor cristiano de este siglo. Su novela The Great Divorce 27 es una historia acerca de un grupo de individuos en el Infierno (que él describe como una miserable y lúgubre ciudad de la región central de Inglaterra) que logran subirse a un autobús que los lleva al Cielo. El Cielo es muy luminoso y alegre, un sitio encantador. Amigos y parientes los reciben con gran hospitalidad y amabilidad. Pero al final del día, todos, excepto uno, han vuelto a subirse al autobús, y no queda muy claro acerca de este único que decide no subir. ¡Todos, salvo uno, escogen regresar al Infierno! ¿Por qué? Lewis utiliza muchos ejemplos. Tomándome la libertad de refundir varios en uno, lo citaré como lo típico que le sucede al grupo. Supongamos que una de las personas del autobús es un hombre que es recibido por su sobrino. Se sorprende al encontrar a su sobrino en el Cielo, puesto que pensaba que el joven no había sido nada especial en la Tierra. Pero el sobrino lo acoge con gran cordialidad, y el Cielo es luminoso y alegre. El hombre dice: —Este lugar parece bastante agradable. Tal vez desee quedarme aquí. Ahora, como sabes, yo era profesor de historia en la Universidad de Columbia. ¿Hay universidades aquí? —Sí, tío, por supuesto —responde el joven. —Supongo que conseguiré un cargo. —Desde luego que conseguirás un cargo. Todos en el Cielo tienen un cargo. El tío se asombra. —¿Cómo es posible que todos tengan un cargo? ¿Acaso no distinguen entre los competentes y los incompetentes? —Todos son competentes aquí, tío —contesta el joven. Esto no le cae bien al tío, pero sigue interrogando a su sobrino. —Como sabes, yo era jefe del Departamento. Supongo que aquí también lo seré. —Lo siento, pero no tenemos jefes. En este lugar, las cosas no funcionan así. Todos somos responsables, de modo que trabajamos de común consenso y ya no necesitamos jefes. Entonces, el tío dice: —Si crees que voy a unirme a una organización disparatada que no distingue entre los competentes y la gentuza, te equivocas. De modo que se sube al autobús y regresa al Infierno. Mi visión del Infierno es igual a la de Lewis. Las puertas del Infierno están abiertas de par en par. La gente puede abandonar el Infierno, y el motivo por el que están allí, es que escogen no hacerlo. Sé que eso no es tradicionalmente cristiano, pero hay muchas cosas en las que me aparto del cristianismo tradicional. Simplemente no puedo aceptar la visión de un Infierno en el que Dios castigue a las personas sin esperanza y destruya las almas sin posibilidad alguna de
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The Great Divorce: el gran divorcio
redención. Él/Ella no se tomaría la molestia de crear almas, con sus complejidades, sólo para destruirlas al final. Dios como un experto en eficiencia Las personas suelen pedirme que mencione el libro más influyente que haya leído, y desearía poder nombrar alguna obra de Platón, Aristóteles o Santo Tomás de Aquino. Pero en realidad, el libro que quizás ha ejercido la mayor influencia en mí fue Más barato por docena, de Frank Gilbreth, que leí cuando tenía diez u once años. Es la historia real de una pareja que tiene doce hijos, y como los padres son de hecho expertos en eficiencia, manejan su numerosa familia con extrema habilidad. Fue la primera vez que me topé con el concepto de un experto en eficiencia y pensé: “¡Caramba, me gustaría convertirme en uno cuando sea grande!” En algunos sentidos, me gusta pensar que me he convertido en eso, como psicoterapeuta que intenta ayudar a las personas a vivir sus vidas con más eficiencia, como conferenciante y escritor que trata de ayudarlas a vivir con más eficiencia y también en mi trabajo con la comunidad intentando ayudar a los grupos a que se comporten con más eficiencia. Como experto en eficiencia, si es que lo soy, admiro a otras personas que también lo son, de manera que reverencio la eficiencia de Dios. Por ejemplo, en 1982, acepté cobrar honorarios muy bajos para dictar una conferencia y un curso en un congreso mormónico en Salt Lake City, porque pensé que sería una oportunidad maravillosa para aprender más acerca del mormonismo. A último momento, pregunté a mi hija mayor, que en ese entonces tenía veinte años, si quería acompañarme a Salt Lake City, y ella aceptó. Fue un tiempo muy saludable en nuestra relación. Hicimos muchos amigos allí, obtuve todo lo que deseaba en términos de aprender sobre el mormonismo y mi participación en el congreso fue muy exitosa. Unos tres días después de haber regresado a Connecticut, recibí un llamado telefónico de una mujer que quería una cita. Vino unos días más tarde y resultó ser mormona. Me explicó que la iglesia mormona la había nutrido en algunos aspectos pero que en otros, se sentía muy presionada y eso le producía un conflicto. Creo que jamás habría podido entender a esa mujer tanto como lo hice, ni comprender sus dilemas, de no haber asistido a ese congreso tan reciente. Ahora bien, no hay muchos mormones en la zona rural del noroeste de Connecticut, y en diez años de práctica intensa aquí, ésta era la primera vez que un paciente de ese tipo siquiera cruzaba mi umbral, así que me pregunté: “Dios, ¿acaso me enviaste a Salt Lake City sólo para prepararme para trabajar con esta mujer?” Luego pensé en todos los otros beneficios que había obtenido en ese viaje y la eficiencia de Dios me pasmó. ¡Todo perfectamente calculado! Lily y yo tenemos un hermoso jardín de plantas florales, que hemos cuidado con placer durante muchos años. Las ¡plantas no crecen solas. Desarrollar un buen jardín de plantas florales entraña una enorme cantidad de dinero, tiempo, amor y cuidados. Sería inconcebible para mí tomar una topadora o un lanzallamas y simplemente arrasar el jardín en el que hemos invertido tanta energía y dedicación. Lo mismo siento con respecto a la vida después de la muerte. Conociendo la eficiencia de Dios, me resulta absurdo que Él/Ella ponga tanta energía en desarrollar almas sólo para destruirlas, para aniquilarías. Tiene que haber algo más. El Cielo He hablado acerca del Infierno y el Purgatorio. ¿Y el Cielo? Actualmente, algunas personas se refieren a mí como un “teólogo laico”, con lo cual supongo quieren significar alguien que habla sobre Dios pero no ha leído nada. Pero una cosa en la que los verdaderos teólogos convienen ahora universalmente es que Dios ama la variedad. Él/Ella se deleita en la variedad. Siéntese en una pradera una indolente tarde de verano y mire alrededor.
Sin siquiera moverse, verá docenas de especies diferentes de plantas. Cientos de distintas clases de insectos zumbarán en el aire. Y si tuviera usted visión microscópica, podría mirar dentro del suelo y ver sociedades y cultivos enteros de virus y bacterias entremezclados. ¡Qué variedad! Observe también la raza humana. A lo largo de los años, no sólo me ha impresionado cada vez más la extraordinaria variedad de seres humanos sino que he acabado por contar con eso. Somos hombre y mujer, heterosexuales y homosexuales, blancos, amarillos, rojos y negros, ancianos y jóvenes, judíos, cristianos, musulmanes e hindúes, y qué mundo aburrido sería si todos fuéramos episcopalistas de edad madura. Como Dios ama la variedad, lo único que puedo presumir con alguna seguridad acerca del Cielo es que no se adapta a la noción estereotipada de querubines idénticos provistos con halos y arpas iguales sentados sobre nubes esponjosas. Tal vez la frase más citada en los funerales es: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones”. De niño, solía pensar que esto era una simple expresión de la mera magnificencia de tamaño. Creía que significaba que la casa de Dios, el Cielo, era tan magníficamente enorme que podía contener en su interior un gran número de mansiones más pequeñas. Pero ahora lo interpreto como una manifestación de variedad, y sospecho que cuando lleguemos al Cielo, encontraremos muchas mansiones allí, algunas coloniales, otras de estilo campestre, algunas de estuco, otras de madera, unas con piscinas, algunas construidas sobre riscos y otras en valles. ¡En la casa de mi Padre habrá muchas mansiones! Más allá de esto, no sé nada. Todo este asunto del Cielo, el Infierno y el Purgatorio se denomina “teología especulativa”. Lo único que podemos hacer es especular. No lo sabremos hasta que la muerte nos haya liberado de nuestro cuerpo. Hablando de saber, mi identidad primaria —antes que la de una persona religiosa— es la de un científico. Los científicos somos lo que llamamos “empíricos”. El empirismo sostiene que el mejor —no el único, sino el mejor— camino hacia el conocimiento es el que se sigue a través de la experiencia. De modo que, ¿qué hacemos los científicos salvo conducir experimentos, o experiencias controladas, de los que podemos aprender y eventualmente saber? Por esto, ha sido a través de las experiencias de mi vida —mis experiencias de la gracia— como he llegado a adquirir el poco conocimiento que tengo de Dios. En este aspecto, me parezco mucho a Carl Jung, otro científico. Hacia el fin de su vida, Jung se sometió a una entrevista filmada. Después de muchas preguntas, mas bien prosaicas, el entrevistador inquirió: —Doctor Jung, gran parte de sus escritos poseen una cualidad religiosa. ¿Cree usted en Dios? El anciano Jung echó una bocanada de humo de su pipa. —¿Si creo en Dios? —reflexionó en voz alta—. Bueno, utilizamos la palabra “creer” cuando pensarnos que algo es cierto pero aun no contamos con un cuerpo sustancial de evidencia que lo respalde. No, no creo en Dios, Sé que existe un Dios.
CAPÍTULO DIEZ - Materia y espíritu “Hay hambre en estos días, una insatisfacción corrosiva con las respuestas provistas por el materialismo y el progreso científico, un anhelo de vida interior [...] Cada vez más, los norteamericanos están buscando soluciones que apelen al espíritu y a la psique.” Estas notables palabras no figuran en el último best seller influyente. Fueron publicadas el 7 de diciembre de 1992 en un ejemplar de U. S. News & World Report. La revista dedicaba cinco de sus páginas a tratar de explicar por qué, a más de treinta años de su muerte, Carl Jung se ha vuelto de pronto tan atractivo, y concluyó que Jung provee una unión perfecta entre la psicología y la espiritualidad, entre la religión y la ciencia. La nueva psicología del amor fue descripta una vez como “Jung traducido para las masas”, y es obvio que su popularidad tiene mucho que ver con el hecho de que fue publicado en el momento oportuno, justo cuando esta “insatisfacción corrosiva” comenzaba a hacerse sentir. Su popularidad me sorprendió, puesto que yo no estaba diciendo nada nuevo. Estaba repitiendo cosas que Carl Jung, William James y otros habían dicho mucho antes. Entonces me di cuenta de que aunque yo no estaba diciendo nada nuevo, antes la gente no había escuchado. Ahora estaba preparada para prestar atención. Tomé conciencia de que la gente había cambiado. Muy pronto después de su publicación, La nueva psicología del amor pareció atraer mucho a las personas que vivían en el área del Bible Belt, y al principio, la gran mayoría de pedidos para que yo diera conferencias provinieron de esa región. Esto me asombró, ya que no soy fundamentalista. Pero luego comprendí que las personas que deseaban oírme hablar podían vivir en el Bible Belt pero no compartir la mentalidad fundamentalista. Había allí muchas personas que habían preservado su pasión por Dios y su espiritualidad, pero estaban hasta la coronilla de una fe religiosa simplista e intolerante que alega tener todas las respuestas y no aborda el misterio. Ansiaban un poco de aire fresco. Necesitaban tender un puente sobre el abismo entre una ciencia puramente materialista y una teología rígida y doctrinaria. Para entender por qué existía ese abismo, debemos retroceder al tiempo previo a la existencia de la psicología. Necesitamos examinar la historia de la relación entre la religión y la ciencia. Unos dos mil quinientos años atrás, la relación original entre la religión y la ciencia era una relación de integración. Y esta integración tenía un nombre: filosofía. De modo que los antiguos filósofos, como Platón y Aristóteles, y otros posteriores, como Santo Tomás de Aquino, eran hombres de inclinación científica. Pensaban en términos de evidencia y cuestionaban premisas, pero también estaban totalmente convencidos de que Dios era una realidad esencial. Pero en el siglo XVII, las cosas comenzaron a agriarse y tocaron fondo en 1633, cuando Galileo fue llamado a comparecer ante la Inquisición. Los resultados de ese acontecimiento fueron sin duda ingratos. Fueron desagradables para Galileo, quien fue forzado a retractarse de sus creencias en la teoría de Copérnico —que los planetas giran alrededor del Sol—y luego confinado a arresto domiciliario por el resto de su vida. Sin embargo, pronto las cosas se volvieron aún más desagradables para la Iglesia. Para describir lo que ocurrió después, permítame abandonarme a una fantasía. Imagine que estamos en el año 1705, en Londres, Inglaterra, y se nos ha concedido el privilegio de ser testigos de una reunión secreta en el despacho privado de la propia reina Ana. A esta reunión, llegado en secreto desde Roma, ha venido el papa Clemente XI. Y en respuesta a un llamado de
la Reina ha venido, desde sus laboratorios en la Sociedad Real de Londres para el Fomento del Conocimiento Natural, nada más ni nada menos que Isaac Newton. La Reina abre la reunión con eJ siguiente comentario: —Como sabéis, Dios ha puesto en mis manos la responsabilidad del orden político y la estabilidad de nuestra civilización. Agradezco a Su Santidad el envío reciente de un mensaje secreto que sugería una medida que podría ser tomada para ayudarme, con la gracia de Dios, a cumplir con esas responsabilidades. Dado que vuestra iniciativa dio origen a esta reunión, Su Santidad, sed tan amable de transmitir vuestro mensaje al señor Newton. —Gracias, Su Majestad —responde el Papa—. Como sabéis, señor Newton, el asunto de Galileo ha sido una molestia considerable para la Iglesia en los últimos años. Lo único que hice fue proponer a vuestra Reina que ya es hora de que se produzca alguna reconciliación en el conflicto entre la ciencia y la religión. —Sin duda, eso redundaría en beneficio del Estado —acota la Reina. Newton se apresura a responder que los medios y objetivos de la ciencia, tal como se han desarrollado durante el siglo pasado, se han vuelto muy diferentes de aquellos de la Iglesia. —La época del filósofo teórico ha quedado atrás —explica—. No creo que podamos hacer retroceder el reloj ni que debamos intentar hacerlo. —Oh, concuerdo con vos, señor Newton —conviene el Papa—. Una reunificación verdadera es imposible, pero seguro que podría haber al menos una reconciliación, una especie de acercamiento entre la comunidad científica y la religiosa. —Pero, ¿qué deseáis de mí? —inquiere Newton. —Un trato, Isaac —interviene la Reina—. Ha llegado el momento de hacer un trato. —Un acuerdo, señor Newton —añade el Papa—. Como representante de la Santa Sede, estoy facultado para concertar un acuerdo por el cual la Iglesia no volverá a acosar a ningún miembro genuino de la comunidad científica siempre que la comunidad científica acceda, a su vez, a mantener su nariz científica fuera de los asuntos religiosos. —Lo que os proponemos, Isaac —dice la Reina—, es un respeto mutuo por el territorio propio, a través de un equilibrio estable de poder, y una relación cooperativa beneficiosos para ambos. Este es un convenio con fronteras ya existentes. El objetivo de vuestra sociedad —la cual, debo añadir, prospera actualmente bajo mis auspicios y protección— es, como su nombre lo sugiere, el de fomentar el conocimiento natural. Ahora bien, el conocimiento natural difiere bastante del conocimiento sobrenatural, el cual, estoy segura de que convendréis conmigo, es competencia propia de la Iglesia. —Del mismo modo en que la política es jurisdicción propia de los políticos —agrega el Papa —. Sin duda, los caprichos de la política vulgar no deberían mancillar la búsqueda científica del conocimiento natural. Si la ciencia se mantuviera por encima de los asuntos políticos y al margen de las cuestiones religiosas, puedo incluso prever la posibilidad de respaldo para la ciencia a través de subsidios gubernamentales para los departamentos científicos de las universidades, así como para los equipos cada vez más complejos que demanda la investigación científica. —Es posible —acota la Reina—. Si estuviera usted dispuesto a respaldar la idea de la ciencia pura en los términos que hemos estado considerando, Isaac, bueno, entonces la Iglesia podría crear la imagen de un científico puro como un héroe público.
—Lo que sin duda allanaría el camino —interpone el Papa— para que el dinero público proveniente de los impuestos fuera puesto a disposición de la investigación científica, debidamente restringida a los fenómenos naturales. Newton permanece sentado un largo momento en medio de un silencio reflexivo. Por fin, responde: —Bien, las ventajas del acuerdo parecen bastante atractivas. La Reina sonríe. —Como presidente de la Sociedad Real, Isaac, sois el científico más influyente dentro del cristianismo. Si respaldáis el desarrollo del ideal de una ciencia pura como el que hemos descrito, no tengo ninguna duda de que se habrá dado un gran paso para asegurar la estabilidad de la civilización cristiana durante los siglos venideros. Pero desde luego, esto ha de hacerse con mucha reserva. Se trata de un asunto muy sutil. Es una cuestión de visión. No veo la necesidad de que mencionemos esta reunión a nadie. Todo deberá hacerse en silencio. Sé que puedo contar con vuestra cooperación. —Veré qué puedo hacer, Su Majestad —repone Newton. —Oh, gracias, Isaac —concluye la Reina—. Y a propósito, dado que sé que sabéis guardar secretos, puedo revelaros que he estado considerando con seriedad el otorgaros el rango de caballero antes de fin de año. El contrato implícito Aquí acaba mi fantasía. Por supuesto, esa reunión nunca tuvo lugar. Pero hacia fines del siglo XVII y principios del XVIII, se gestó un contrato social implícito de esta naturaleza, que dividió el territorio entre gobierno, ciencia y religión. No fue algo consciente. Fue una reacción casi inconsciente a las necesidades de la época. Sin embargo, este contrato implícito ha influido más que nada desde entonces en la determinación de la naturaleza de nuestra ciencia y nuestra religión. En realidad, podría considerárselo uno de los grandes acontecimientos intelectuales de la humanidad. Generó muchos beneficios: la Inquisición desapareció, la gente religiosa dejó de quemar brujas, las arcas de la Iglesia permanecieron llenas durante varios siglos, se abolió la esclavitud, se estableció la democracia sin anarquía y, quizá porque se restringió a los fenómenos naturales, la ciencia prosperó y dio a luz a una revolución tecnológica inimaginable, incluso al punto de allanar el camino para el desarrollo de una cultura planetaria. El problema es que este contrato social implícito ya no funciona. De hecho, en la actualidad, se está convirtiendo en algo diabólico. Tal vez sepa usted que la palabra diabólico proviene del griego diaballein, que significa “dívidir” o separar, fragmentar en compartimientos. Es lo opuesto de simbólico, que proviene de la palabra symballein, que significa “juntar, unificar”. Este contrato social implícito nos está fragmentando. El mal de dividir en compartimientos Cuando trabajaba para los Servicios de las fuerzas armadas en 1970 y 1971, solía deambular por los pasillos del Pentágono y conversar con la gente acerca de la guerra de Vietnam. Podía hacerlo porque usaba uniforme. Me acercaba a las personas y les hacía preguntas sobre la guerra. Me respondían: “Bueno, sí, doctor Peck, apreciamos su preocupación. Sí, lo hacemos. Pero verá usted, éste es el sector de pertrechos de guerra y nuestra única responsabilidad es que el napalm sea manufacturado y enviado a tiempo a Vietnam. En realidad, no tenemos nada que
ver con la guerra. La guerra es responsabilidad de la Sección de Políticas. Vaya al otro extremo del corredor y hable usted con la gente de Políticas”. De manera que iba a la otra punta del pasillo y hablaba con la gente de Políticas. Me contestaban: “Sí, doctor Peck, entendemos su preocupación. Sí, lo hacemos. Pero en esta sección, simplemente ejecutamos las políticas, no las hacemos. Las políticas se hacen en la Casa Blanca.” Así, parecía que el Pentágono entero no tenía absolutamente nada que ver con la guerra de Vietnam. Este tipo de división en compartimientos puede ocurrir en cualquier organización grande. Puede darse en empresas y en otras áreas gubernamentales, en hospitales y universidades y también en las Iglesias. Cuando cualquier institución se vuelve tan grande y dividida en compartimientos, con departamentos y subdepartamentos, la conciencia de la institución suele fragmentarse y diluirse tanto, que acaba siendo casi inexistente, y la organización se vuelve inherentemente mala. Esta misma clase de división en compartimientos puede observarse en los individuos. Los seres humanos poseen una capacidad increíble para tomar cosas relacionadas entre sí y separarlas en compartimientos herméticos a fin de que ninguna fricción entre ellas les ocasione demasiado dolor. Todos conocemos al hombre que va a misa el domingo por la mañana creyendo que ama a Dios, a Su Creación y a todos sus semejantes, pero que el lunes por la mañana no se inmuta por la política de su empresa de arrojar residuos tóxicos al arroyo local. Ese hombre puede hacer eso porque tiene la religión en un compartimiento y su empresa en otro. Es lo que hemos dado en llamar un “cristiano del domingo por la mañana”. Es una manera muy cómoda de operar, pero por cierto, no es integridad. La palabra integridad proviene de la misma raíz de integrar. “Integrar” significa lograr una totalidad, lo cual es opuesto a fragmentar en compartimientos. Dividir en compartimientos es fácil. La integridad es dolorosa. Pero sin ella, no puede haber totalidad. La integridad requiere que estemos abiertos a las fuerzas, ideas y tensiones conflictivas de la vida. Aborto e integridad El tema del aborto es uno de esos conflictos. Me he desgarrado intentando resolver esta cuestión con integridad. Creo que determinar con arbitrariedad el momento en que se inicia una vida —ya sea en el primer trimestre o en el segundo— es sólo una manera de evadir la cuestión. Obviamente, la vida comienza con la concepción, y es evidente que cualquier interrupción de esa vida implica el asesinato de un ser humano. También creo que una mera política del aborto como respuesta a una demanda puede tender a degradar lo que Albert Schweitzer llamó nuestra “reverencia por la vida”. Por otra parte, hay que considerar la vida de la mujer. Y al padre. Y la sociedad. La vida de muchas mujeres habría sido seriamente dañada si ellas hubieran llevado su embarazo a término, aun cuando su intención fuera dar al niño en adopción... y no todos los niños son adoptables. O muchas vidas se habrían perjudicado si esas mujeres hubieran llevado a término sus embarazos y luego intentado una maternidad para la que no estaban capacitadas. De modo que no tengo una respuesta para el aborto, salvo decir que cualquier respuesta simplista y unidimensional del tipo de “¡No abortarás!” no acabará con él. Mi método práctico siempre que me enfrento a una solución social propuesta es tener en mente la pregunta: “¿Qué falta?” Y si se pregunta usted qué falta en una ley que proclama “No abortarás”, la respuesta que obtendrá es: responsabilidad. Falta la responsabilidad. Los legisladores quitan la responsabilidad a la madre o a los padres del niño por nacer simplemente declarando: “Debéis dar a luz a ese niño”. ¿Pero dónde depositan esa responsabilidad? La respuesta es: en ninguna parte. Desde luego, ellos no desean responsabilizarse de ese niño una
vez nacido. Por lo tanto, una ley que proclama: “No abortarás” es una ley sin compasión y sin integridad. De hecho, espero con ansias el día en que podamos decir “No abortarás” con compasión e integridad. Pero la única forma en que podemos hacer eso es dentro de la comunidad, donde el que deba o no haber un aborto se convierta en una decisión de la comunidad. Si ha de haberlo, entonces la comunidad asumirá parte de la culpa de esa decisión. Pero si se decide que no habrá aborto, entonces la comunidad se hará en parte responsable del bienestar psicológico y económico no sólo del niño sino también de sus padres. Desde luego, aún no empezamos a tener suficiente comunidad en este país para siquiera llenar los requisitos o costear los gastos. Hasta que la tengamos, una política simplista contra el aborto sería atávica y no lograría nada, excepto hacernos volver adonde estábamos hace cuarenta años, cuando los pobres tenían prácticas abortivas rudimentarias y los ricos, el viaje a Suecia. O sea que si quiere usted pensar con integridad —en tanto esté dispuesto a tolerar el dolor que eso implica—, todo lo que tiene que hacer es recordar formular esta sencilla pregunta: ¿Qué falta? Pero no siempre es agradable, porque tarde o temprano, acabará por entender que en un cierto nivel, cada uno de nosotros debe ser responsable de todo. ¿Qué falta? Aprendí a buscar aquello que falta durante la guerra de Corea. Tenía catorce años en ese entonces y me gustaba salir corriendo todas las mañanas a comprar The New York Times. Un día leía que habíamos derribado treinta y siete MIG, un gran triunfo para la fuerza aérea norteamericana, que no había sufrido ninguna baja. Al día siguiente volvía a alegrarme al leer que habíamos derribado cuarenta y un MIG y que todos los aviones norteamericanos habían regresado a la base. Y al otro día, habíamos derribado cuarenta y tres MIG con la pérdida de un solo avión norteamericano. Al próximo día, habíamos bajado treinta y nueve MIG y todos los aviones norteamericanos estaban a salvo, y luego habíamos derribado cuarenta y tres MIG y sólo un avión norteamericano había sufrido averías leves. Si bien me apenaba por la ocasional pérdida de un avión o un piloto, me regocijaba con esas estadísticas que, el mismo Times explicaba, eran resultado de la fabricación superior de los aviones norteamericanos y la mala labor de los constructores de aviones rusos. El Times también afirmaba que nuestros pilotos norteamericanos estaban mucho mejor entrenados que los pobres y hambrientos pilotos chinos o norcoreanos, quienes poseían peores reflejos. El New York Times también se refería a China y a Rusia como países subdesarrollados. Y año tras año, a medida que continuaban estas estadísticas, empecé a preguntarme cómo era posible que países industrialmente subdesarrollados pudieran fabricar todos esos MIG, de tan mala calidad, sólo para que fueran derribados. Al cabo de un tiempo, entendí que algo faltaba. Desde entonces, no he podido creer todo cuanto leo en The New York Times. Aprendí la lección de nuevo en la facultad de medicina, cuando Lily y yo leimos Atlas Shrugged, 28 de Ayn Rand, un libro que expone una filosofía de individualismo crudo y egoísmo ilimitado de una manera tan atractiva, que me sentí tentado a convertirme en un republicano derechista. Pero había algo en ese libro que me perturbaba, y no fue hasta diez días después de haber terminado de leerlo, cuando torné conciencia de que en esta novela panorámica de casi mil doscientas páginas no hay virtualmente niños. Faltaban los niños. Por supuesto, es precisamente allí donde la filosofía de egoísmo ilimitado e individualismo crudo de Ayn Rand comienza a derrumbarse: con niños y personas que necesitan de otras personas.
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Atlas Shrugged: algo como “atlas sin importancia” ya que “shrug” es encogerse de hombros para demostra que algom no tiene importancia. Es traducido como “Rebelión de Altas”.
Y todas esas lecciones se unificaron en mi práctica psiquiátrica cuando aprendí que lo que un paciente dice no es tan importante como lo que calla. Si uno tiene pacientes que hablan con libertad acerca del presente y el futuro pero nunca sobre el pasado, es seguro que tienen un problema, algo de su pasado que no está integrado. O si hablan con libertad del pasado y el futuro pero no del presente, es muy probable que el problema sea el presente (con frecuencia, tienen un problema con la vulnerabilidad y el “aquí y ahora”). O si hablan del pasado y el presente pero no del futuro, es factible que haya un problema con el futuro, un problema con la esperanza o con la fe. Los compartimientos en la psiquiatría Cuando el problema de un paciente es de esperanza o fe —y en muchas otras circunstancias —, la psicoterapia fallará si está dividida en compartimientos en vez de estar integrada, o si no aborda la cuestión de los valores. Durante la residencia psiquiátrica, nos enseñaban que según el modelo de la ciencia pura, la psicoterapia debía ser una especie de esfuerzo exento de valores. El terapeuta debe mantenerse apartado de todas las cuestiones que involucren valores y tener cuidado de no imponer sus valores a un paciente. Hacer eso sería ingresar en el pavoroso reino de la contratransferencia, y la terapia se contaminaría y dejaría de ser pura. Mi jefe de residencia psiquiátrica —por otra parte, brillante— nos repetía a todos los alumnos que un buen terapeuta, a la segunda o tercera sesión con un paciente, debía decirle: “No estoy aquí para juzgarlo”. Habiéndome comprometido de corazón con ese principio, cuando empecé a atender pacientes externos para psicoterapia prolongada dije a la primera docena que vi que no estaba allí para juzgarlos. Era una tontería total. El motivo por el cual entrar en terapia es un acto que requiere tanto coraje es precisamente porque los pacientes saben que no lograrán nada, a menos que se sometan a juicio. La realidad es que nunca ha existido una psicoterapia exenta de valores. Simplemente, los psicoterapeutas no han tenido conciencia de su propio sistema de valores, y el sistema de valores predominante con el cual han estado con el cual han estado operando se llama “humanismo secular”. Es un sistema de valores que enfatiza los problemas mundanos y descarta las inquietudes espirituales. En muchos sentidos, es un sistema de valores muy bueno y muchos de aquellos que lo atacan harían bien en parecerse más a los humanistas seculares que condenan. Permítame darle un par de ejemplos de los valores del humanismo secular. Freud, que era ateo, definió la salud mental en términos de lieben y arbeiten, que significan “amor” y “trabajo”. Amar bien es un valor del humanismo secular, del mismo modo que lo es trabajar productivamente. Otro ejemplo: quince años atrás, atendía yo a una mujer en extremo deprimida, y hablar con ella era como extraer dientes. El primer año de nuestra labor conjunta, ella llegaba al consultorio y declaraba: —Bien, esta semana estoy más deprimida. —¿A qué lo atribuye? —preguntaba yo. —No lo sé —se apuraba a responder. A veces llegaba y manifestaba: —Esta semana estoy menos deprimida. —¿A qué lo atribuye? —inquiría yo. —No lo sé —respondía al instante. Por fin, argumenté:
—Escuche, le he pedido que piense en algo y usted contesta “No lo sé” en una milésima de un milisegundo. No hay forma de que haya podido usted hacer lo que le he pedido que hiciera, es decir, pensar. Antes de proseguir, lo primero que deberá aprender es a pensar. Pensar es un valor del humanismo secular. El sistema de valores del humanismo secular es suficiente para el tratamiento de quizás el sesenta por ciento de los pacientes psiquiátricos. No obstante, es insuficiente para el tratamiento de aproximadamente el cuarenta por ciento. Y ésa es la razón por la cual, por ejemplo, AA ha sido mucho más efectivo que la psiquiatría en el tratamiento de alcohólicos, quienes, en líneas generales, pertenecen a ese cuarenta por ciento. En cierta medida, como ya hemos mencionado, esto se debe a que AA se ocupa de las necesidades espirituales de esas personas, algo de lo que la psicoterapia tradicional, con sus valores humanistas seculares, no se ocupa. Las ideas y conceptos espirituales/religiosos son necesarios en el tratamiento de muchas personas, no sólo de adictos y alcohólicos. Aquellos que padecen fobias suelen ser otro caso en cuestión. En mi propia práctica, todos los que han llegado a mí con una fobia específica a cierta calle, a los gatos, a los aviones, han resultado también —a medida que los fui conociendo mejor — poco aficionados a las autopistas, los perros o los trenes. Y de hecho, terminaba yo por descubrir que eran fóbicos a la vida. Tenían lo que yo denominaría una “personalidad fóbica”. A lo largo de los años, al trabajar con algunos de estos pacientes, hallé que sus visiones del mundo tenían en común dos características importantes. Una consideraban el mundo como un sitio muy peligroso, y dos, se sentían completamente solos en este mundo peligroso, en el que debían sobrevivir valiéndose únicamente de su propio ingenio. Al sentir de este modo, tendían, a través de sus fobias, a limitar la esfera de sus actividades, a reducir el mundo a un espacio sobre el que pudieran ejercer un control absoluto y, por ende, donde pudieran sentirse a salvo. Hace unos quince años, atendía a una mujer que entre sus muchas fobias tenía temor al agua y a nadar. Tenía dos niños de cinco y siete años —la edad de nadar— de manera que esta fobia la perturbaba de un modo especial. La mujer temía nadar con ellos. Después de trabajar juntos durante casi un año, llegó un día y me dijo que había pasado un fin de semana fabuloso y que el domingo había asistido a una fiesta y se había divertido mucho nadando en una piscina con los niños. Hasta donde yo sabía, no había ocurrido nada de importancia psicodinámica extraordinaria, así que me rasqué la cabeza y comenté: —Pensé que sentía usted fobia a nadar. —Bueno, sí—repuso ella—, pero no a las piscinas. Eso me desconcertó. —¿Qué tienen de diferentes las piscinas? —inquirí. —Ah —contestó—. En las piscinas, el agua es transparente. Así descubrí que no sentía fobia a nadar sino a los lagos, los ríos y los mares, en los que sólo se atrevía a meterse hasta los tobillos o las rodillas. Más allá de eso, no podía verse las puntas de los pies. Y sabía Dios lo que podría ocurrirles! Había perdido el control de las puntas de sus pies. Al cabo de un tiempo, me di cuenta de que no había manera de tratar a estas personas con eficacia sin intentar convertirlas a una visión del mundo más benigna, una visión del mundo menos peligrosa de la que tenían o, por lo menos, como la de un sitio donde no estaban del todo solas sino que contaban con una especie de protección en la forma de la gracia de Dios. Creo que el uso juicioso de los conceptos religiosos también puede mejorar o acelerar la psicoterapia en muchos de los casos restantes que son reacios al enfoque tradicional. Dichos conceptos pueden emplearse tanto para confrontar como para consolar. Por ejemplo, cuando las
personas necesitan dejar de sentir lástima por sí mismas, yo podría recordarles que Jesús nos enseñó a cargar nuestra cruz con regocijo. Pero otras personas particularmente escrupulosas quizá necesiten permiso para sentir lástima por sí mismas de tanto en tanto. A ese tipo de pacientes, yo les diría que si bien Jesús nos enseñó a cargar nuestra cruz con regocijo, no esperaba que lo hiciéramos de esa forma las veinticuatro horas del día. La persona capaz de hacer eso tiene alguna falla cerebral. “¿Qué sentía Jesús mientras subía el monte Gólgota con ciento treinta y cinco kilos en la espalda?”, les pediría que imaginaran. Sentía compasión por Sí mismo. De modo que señalaría a estos pacientes que tienen derecho a tomarse cinco minutos dos veces al día para autocom-padecerse. Otro ejemplo que he utilizado a menudo es el de Santa Teresa de Lisieux, quien dijo: “Si estás dispuesto a soportar con serenidad la prueba de desagradarte a ti mismo, te convertirás en una agradable morada para Jesús”. Si yo estuviera trabajando con alguien que sufriera una culpa realista —por ejemplo, un veterano de Vietnam que tuviera pesadillas porque mató a niños inocentes durante la guerra—, entonces le diría: “Festejemos el hecho de que esté padeciendo esta culpa y sintiendo disgusto verdadero por usted mismo, ya que ahora es usted una morada agradable para Jesús”. Y podría consolarlo con eso. Por otra parte, si estuviera trabajando con un hombre con identidad cristiana pero que no experimentara culpa existencial —alguien que fuera un santurrón engreído— probablemente lo enfrentaría con la siguiente pregunta: “Qué cree usted que quiso decir Santa Teresa de Lisieux con ‘la prueba de desagradarte a ti mismo’?” Estas palabras de Santa Teresa me han resultado particularmente útiles para entender a pacientes con personalidades depresivas, verdaderos expertos en sentir disgusto por sí mismos. Me decían: —Doctor Peck, soy un inútil. Nunca hice nada bueno en la vida. Sé que fui un almirante de tres estrellas en la marina, pero eso fue suerte. No sé por qué se interesa usted en alguien como yo. Soy una carga para mi esposa. Soy una carga para mis hijos. Soy una carga para todos. Oh, Dios, debe de ser difícil para usted seguir viendo semana tras semana a un desgraciado como yo. Santa Teresa, que murió a los veinticuatro años de edad, era una mujer inteligente que escogía sus palabras con esmero. Recuerde, ella dijo: “Si estás dispuesto a soportar con serenidad la prueba de desagradarte a ti mismo...” El problema de los depresivos es que no lo hacen con gran serenidad. En efecto, el exagerado despliegue de sentimientos de desagrado por uno mismo fue calificado hace siglos por la Iglesia Católica como el pecado de “escrupulosidad excesiva” y diagnosticado correctamente como una forma pervertida del pecado del orgullo. Lo que estas personas están diciendo en realidad es: “Sé que Dios me perdona, pero yo seré el juez”. Si uno escarba en esa seudo-humildad, con frecuencia descubre un núcleo de arrogancia y narcisismo. Recientemente, las revistas profesionales han publicado muchos artículos acerca de la llamada “teoría cognoscitiva de la depresión”. Los psiquiatras han descubierto que las personas depresivas no perciben de la misma manera que las personas no depresivas. Por cognición, se refieren no sólo al pensamiento sino a todo lo que implica el pensar, incluyendo la percepción. Específicamente, las personas depresivas perciben de un modo selectivo lo negativo en el mundo, tanto interno como externo, y no logran percibir lo positivo. Durante muchos años, Lily libró una batalla heroica contra la depresión, que en última instancia ganó ella, pero antes de ganarla, solíamos salir al patio trasero de nuestra casa, una mañana de mayo, por ejemplo, y yo miraba alrededor y decía para mis adentros: “¿No es maravilloso que haya llegado la primavera, que el pasto esté verde y los árboles en flor? ¡Qué afortunados somos de vivir en esta hermosa casa colonial antigua! Le hace falta pintura, pero la pintaremos el año que viene, y gracias a Dios contamos con el dinero para ello”. Pero Lily, de pie a mi lado, decía: “¿Cuándo vendrá Fritz a cortar el césped? Y mira, alguien dejó la tijera
afuera toda la noche, y fíjate en esta casa... está horrible”. Dos personas de pie en un mismo sitio pero percibiendo dos mundos totalmente distintos. De manera que los psiquiatras dedujeron que al tratar a los individuos depresivos suele ser necesario enseñarles a percibir de otra forma. Para dejar de percibir selectivamente lo negativo, estas personas necesitan que se les enseñe a percibirlo positivo. Pero a los psiquiatras —que están tomando conciencia de esto desde hace muy poco— podría resultarles desconcertante darse cuenta de que su nueva “terapia cognoscitiva” no se diferencia en nada de El poder del pensamiento positivo, de Norman Vincent Peale, un libro escrito hace décadas. En realidad, las palabras más sucintas jamás pronunciadas acerca de la depresión fueron dichas en el siglo XII por Jalalu’l-Din Rumi, un místico musulmán que, en mi opinión, fue la persona más inteligente que jamás existió, junto con Jesús. Dijo: “Tu depresión está relacionada con tu insolencia y tu negativa al elogio”. Y por insolencia, se refería al narcisismo o esa especie de orgullo pervertido que sirve de fundamento a la depresión. Depresión y fantasía En mi trabajo con personas depresivas, me he topado a menudo con lo que llamo “el Príncipe” o “la Princesa”. Mi primera experiencia de este tipo fue con una mujer. Había adelantado bastante en el manejo de su depresión, gracias a su trabajo con otro psiquiatra, y vino a verme porque sentía que todavía podía progresar más. Después de trabajar juntos durante casi un año, un día estaba hablando acerca de un problema muy complejo con sus hijos. Había mucho en juego y no estaba claro qué debía hacer ella al respecto. En plena evaluación del problema, la paciente exclamó: —¡Dios, qué feliz seré cuando acabe la terapia! —¿Por qué dice eso? —inquirí. —¡Me alegrará terminar con la terapia y no tener que seguir agonizando sobre estos problemas! —repuso. Percibí una fantasía: que la psicoterapia eliminaría no solamente todo el dolor presente sino también el futuro, y ésta es una fantasía propia del Príncipe o la Princesa. Para explicar cómo la gente puede llegar a albergar esta fantasía, es menester revisar algunos datos básicos sobre la psicología infantil. Hasta donde podemos discernir, durante el primer año de vida, los bebés aprenden lo que denominamos las “fronteras del ego”. Antes de aprender esto, no reconocen la diferencia entre su mano y la mano de su madre, por ejemplo; piensan que porque ellos tienen dolor de estómago, mamá tiene dolor de estómago y el mundo tiene dolor de estómago. Al segundo año de vida, aprenden sus límites físicos, aunque no todavía los límites de su poder, de modo que siguen creyendo que son el centro del universo y que sus padres y hermanos y perros y gatos son meros subordinados de su ejército real privado. Luego, durante los terribles dos años, mamá y papá empiezan a decir: “No. No, Johnny, no puedes hacer eso. No. No, tampoco puedes hacer eso. No, no, tampoco puedes hacer eso. No. No. Te queremos mucho, Johnny, y eres muy importante, pero no, no puedes hacer eso. Tú no mandas”. Así, en el curso de un año, el niño es degradado psicológicamente de general de cuatro estrellas a soldado raso. No es de extrañar que sea la época de la depresión y las rabietas, las cuales identifican a los terribles dos años. No obstante, si los padres son amables con su hijo y lo apoyan lo más posible durante este difícil periodo, para cuando el niño deje atrás los terribles dos años, habrá dado el primer paso gigantesco para librarse del narcisismo. Por desgracia, no siempre sucede así. En ocasiones, los padres no son gentiles y no apoyan al niño en este tiempo necesariamente humillante, sino que en cambio, empeoran la humillación.
La mujer que tenía la fantasía de que ya no tendría que agonizar por los problemas cuando terminara la psicoterapia había sido criada en una familia estricta, por no decir algo peor. Aunque no podía recordar la época de sus terribles dos años, sí recordaba cuando tenía tres o cuatro y era sometida a un ritual particular cada vez que hacía algo mal. Se le decía que fuera a buscar una fusta que colgaba en la pared y que se la entregara a su padre. Luego debía bajarse la bombacha, levantarse la falda, inclinarse y quedarse allí parada mientras la golpeaban hasta haber gritado tanto y tan fuerte, que su padre se detenía. Entonces se subía la bombacha, tomaba la fusta, volvía a ponerla en la pared y buscaba el consuelo de su madre. Después de haber sido suficientemente consolada y haber dejado de llorar, su madre le ordenaba: “Ahora arrodíllate y pide perdón a Dios”. La niña obedecía y rezaba en voz alta para pedir perdón a Dios, y cuando su madre juzgaba que las plegarias eran lo bastante largas, añadía: “Ahora levántate y pide perdón a tu padre terrenal”. La pequeña iba en busca de su padre y si sus súplicas eran suficientes, él le concedía el perdón y el ritual acababa hasta la próxima vez que ella hacia algo mal. ¿Cómo sobreviven los niños a ese tipo de trato? No sobreviven renunciando a su omnipotencia y narcisismo infantiles sino aferrándose a ellos. El mecanismo para esto es tan específico, que los psiquiatras le hemos puesto un nombre: lo llamamos “la fantasía familiar”. Lo que hacen esos niños (y de hecho, mi paciente recordaba haberlo hecho) es decirse a sí mismos: “Estas personas que dicen ser mis padres no lo son en realidad. En verdad, soy hija del Rey y la Reina, una niña de sangre real, una Princesa, y algún día me reconocerán como tal. Entonces haré valer mis méritos”. Esta fantasía consoladora ayuda a los niños a soportar esa humillación, excepto que a medida que se convierten en adultos —y para entonces la fantasía es mucho más inconciente — nadie ha aparecido para llevarlos con el Rey y la Reina ni los ha reconocido por lo que ellos creen ser en realidad. Así que se deprimen. Y lo que puede yacer en la base de la dificultad cognoscitiva de los depresivos es esta fantasía esencial en cuanto a que a ellos no les deben suceder cosas malas. Por supuesto, perciben lo negativo de una forma selectiva cuando creen que deberían estar exentos de ello, y no logran percibir lo positivo que sienten que debería ser su derecho real. Un psiquiatra de Brasil, Norberto Keppe, sugiere que la enfermedad mental humana más corriente es la que él denomina “teomanía”: la ilusión de que los seres humanos podemos ser Dios. La teomanía se asemeja mucho a la fantasía del Príncipe o la Princesa, aunque es muchísimo más común. Por ejemplo, hace unos diez años, atendía yo a un hombre que poseía una identidad cristiana muy arraigada. En su juventud, había colaborado como profesional con las asociaciones cristianas y ahora, a la edad madura, era un hombre de negocios de edad madura. Lo llamaré Joe Jones. Cuando vino a verme, estaba asociado con un par de individuos inescrupulosos que financiaban su empresa, y se encontraba fuertemente presionado para liquidar las existencias, para mentir; específicamente, para ir a una exposición de herramientas con un producto y fingir que tenía una patente, que no tenía, con el fin de venderlo. En su lugar, yo también habría estado ansioso, pero este hombre era presa de un pánico constante. Un día, mientras intentaba consolarlo, le dije: —Joe, está usted haciendo todo lo mejor que puede hacer. Me replicó: —¡Lo mejor que puedo hacer no es lo bastante bueno para Joe Jones! Me pareció una afirmación extraña, de modo que pregunté: —¿Qué quiere decir? —No sólo debo hacer las cosas lo mejor posible —respondió—, sino que es necesario que este negocio no fracase.
—Escuche, Joe —repuse—, hasta donde usted sabe, lo mejor que podría pasarle a largo plazo es que este negocio fracase. Y hasta donde sabemos, Dios quiere que este negocio fracase. Mire, todos somos actores de una pieza teatral celestial maravillosamente compleja, y lo máximo que podemos esperar es lograr vislumbrar de qué trata la pieza teatral y cómo hacer para desempeñar nuestros papeles de la mejor forma posible. Lo que usted está diciendo, Joe, es que no sólo desea usted ser el mejor actor en esta pieza teatral, sino que también quiere ser el guionista. Todos somos como Joe. Todos padecemos teomanía, la ilusión deque podemos ser el guionista en la pieza teatral de nuestra vida, y nos enfurecemos o deprimimos o aterrorizamos cuando las cosas no salen como nosotros la habríamos escrito en el guión o como deseamos. De hecho, muchos de nosotros jamás logramos adaptarnos a la realidad de que la vida es algo mucho más grande que nuestra mera representación. Y al no conseguir adaptarnos, no aprendemos. Pero para aprender y crecer de verdad, debemos aceptar el hecho de que, como alguien dijo alguna vez, “la vida es lo que sucede cuando has planeado otra cosa”. Gracias a Dios!
CAPÍTULO ONCE – El movimiento New Age: ¿simbólico o diabólico? En la búsqueda ascendente de señales de camino en el viaje a través del desierto, muchas personas se han encontrado necesitadas de “religión”, pero incapaces de tolerar aquello que, como “religión organizada”, pasa por religión. Esto ha conducido a la popularidad de varios cultos y a un interés en las filosofías orientales, evidenciado en la popularidad de libros como El Tao de Pooh, The Te of Piglet, The Tibetan Book of the Dead e incluso Am I a Hindu? Si bien el interés en la filosofía oriental nació hace mucho tiempo, se ha popularizado recientemente a través de lo que se ha dado en conocer como el movimiento New Age. En la actualidad, muchas personas están confundidas por el movimiento y suelen preguntarme si lo considero una fuerza para el bien o no. Para responder esa pregunta, me permitiré formular otra: ¿El movimiento New Age es una fuerza para la integración o para la separación? Tengo dos pasatiempos. Uno consiste en coleccionar deslices freudianos y el otro es coleccionar chistes sobre bombillas de luz. Y mis dos chistes favoritos sobre bombillas de luz son, desde luego, chistes religiosos. El primero es: “¿Cuántos episcopalistas se necesitan para cambiar una bombilla de luz? Dos. Uno para preparar los martinis y otro para llamar al electricista”. El segundo es “¿Cuántos budistas Zen se necesitan para cambiar una bombilla de luz? Dos. Uno para cambiar la bombilla y otro para no cambiar la bombilla”. Aunque eso pueda parecerle gracioso, en realidad, es una manifestación de integración y una forma muy concisa de definir la paradoja, de la cual el budismo Zen ha sido mi mejor maestro. Recomiendo mucho el budismo Zen por este motivo, dado que aceptar las numerosas paradojas de la vida es esencial para la salud mental. No puedo dejar de hacer hincapié en la importancia que atribuyo a pensar paradójicamente. Me asemejo mucho al profesor de filosofía a quien uno de sus estudiantes preguntó: “Profesor, se comenta que usted cree que la esencia de toda verdad es la paradoja. ¿Es eso correcto?” Y el profesor respondió: “Sí y no”. Así, para contestar a la pregunta de si el movimiento New Age es una fuerza para la integración o la separación, también responderé: “Sí y no”. La conspiración acuariana Muchas personas se han preguntado si el movimiento New Age existe de verdad. Quizás el nombre no sea del todo correcto, ya que las cosas en las que creen las personas, o las que les interesan en el movimiento New Age han existido siempre. Pero creo que hay un genuino movimiento New Age en la medida en que durante los últimos treinta anos, más y más personas —un porcentaje muy significativo de la población— se han volcado hacia estas creencias e intereses. Pero cuando lo llamamos “movimiento”, no me refiero a un movimiento organizado. Muchos cristianos fundamentalistas lo han declarado una conspiración satánica para socavar la doctrina cristiana. Es debido a esta clase de pensamiento por lo que Marilyn Ferguson, autora de una obra clásica sobre el movimiento New Age, llamó a su libro The Aquarian Conspiracy...29 con ironía, por supuesto. La autora demostró con gran validez que no se trata de una conspiración. La gente no se reunió e inventó algo de este tipo. Como la mayoría de los movimientos intelectuales más importantes, el movimiento New Age nació de manera espontánea en respuesta a las necesidades, presiones y fuerzas de la época. Y por ende, podría considerárselo más un movimiento revolucionario que un movimiento evolucionista.
29
The Aquarian Conspiracy: La conspiración de Acuario.
Como gran parte de los movimientos revolucionarios, la New Age es básicamente un movimiento de la clase media alta: no está muy difundida entre los pobres o la clase obrera. Y es internacional, no sólo un fenómeno americano o norteamericano. Está tan vigente en Alemania e Inglaterra como en Estados Unidos. Finalmente, y esto lo considero de máxima importancia, el movimiento New Age es, en mi opinión, una reacción contra los pecados institucionales de la civilización occidental. Los pecados tienden a estar relacionados, y por lo tanto, aún cuando los comente en forma individual, tenga en mente que existen en conjunto. Tampoco olvide que no todos los pecados institucionales son “occidentales”. La discriminación sexual institucional está más arraigada en Oriente que en Occidente. Pero entre otras cosas, el movimiento New Age es una reacción contra la discriminación sexual en la industria, en la Iglesia, en el gobierno, y como tal, es un movimiento a favor del feminismo. Un pecado más “occidental” es el vacío espiritual y la arrogancia, narcisismo y blasfemia de las Iglesias cristianas. En consecuencia, la New Age es un movimiento que se aleja de las religiones occidentales y se acerca a las orientales: al budismo, al Zen, al taoísmo, al hinduismo, a las religiones americanas nativas o a las religiones más feministas de la Diosa Madre y de Wicca. Y como la religión organizada ha sido muy intolerante con las creencias ajenas, el movimiento New Age se ha inclinado a incorporar una mezcolanza de ideas, incluyendo muchas nociones esotéricas que van desde la astrología hasta la proyección astral y los cuerpos etéreos. La lista es casi interminable. El movimiento New Age es también una reacción contra los pecados de la ciencia, o al menos, los de la ciencia entendida como tecnología, y esos pecados también son muy reales. La ciencia moderna nos ha conducido a una clase de especialización excesiva que, a su vez, tiende a llevar a una deshumanización tecnológica. Es probable que cualquiera que haya estado hospitalizado y recibido lo mejor de la tecnología médica moderna haya experimentado algo de esta deshumanización en nombre de “la atención” o “el tratamiento”. De modo que al reaccionar contra la tecnología, el movimiento New Age ha tendido a distanciarse también de la medicina occidental para, una vez más, acercarse a la medicina oriental —de la que ha tomado la acupuntura y el yoga—, a los rituales curativos de los americanos nativos y al chamanismo. Al alejarse de la especialización de la medicina y la tecnología occidentales, también ha allanado el camino para una medicina holística muy buena y para la búsqueda de la salud a través del ejercicio. Ha reintroducido la medicina botánica y la idea de cuidar a los enfermos en el hogar, y el cambio en los hospitales puede ser considerado uno de sus efectos más beneficiosos. Y por último, el movimiento New Age es una reacción contra los pecados del capitalismo, contra los pecados del imperialismo y contra la explotación del medio ambiente y de las personas. Nuevamente, pecados terriblemente reales. O sea que es un movimiento a favor del pacifismo, de la tolerancia a la diversidad y de una conciencia ecológica y un equilibrio con la naturaleza. Si hay algo que caracteriza al movimiento New Age es su apertura a ideas nuevas y a formas nuevas de hacer las cosas. Y eso es maravilloso. El problema —y en lo que a mí concierne es el único problema, pero es enorme— es lo que los psiquiatras llaman “formación reactiva”. Por desgracia, cuando uno reacciona contra algo pecaminoso, suele irse al otro extremo y meterse en un aprieto tan grave como el anterior. Puede usted ir, como suele decirse, de Guatemala a Guatepeor. Permítame darle un ejemplo de mi propia historia para explicar toque la formación reactiva puede significar. Mi padre era juez y solía embarcarse en diatribas judiciales, fuera de lugar. Con bastante frecuencia, regañaba inadecuadamente a empleados de oficina o a camareros desafortunados. Recuerdo cuando yo tenía doce años y me quedaba rígido en restaurantes u hoteles,
encogido de vergüenza, en tanto mi padre vociferaba quince o veinte minutos porque algún pobre tipo había cometido el más mínimo error. Y también recuerdo haber jurado que cuando creciera, jamás me comportaría tan estúpidamente como mi padre. Así que cuando me convertí en adulto, nunca me enfadaba en público. Pero a medida que transcurrían los años, comencé a sufrir de presión alta y mis amistades empezaron a decirme que era frío y distante, indiferente e insensible. Por fin, después de entrar en terapia, me di cuenta de que me había ido al otro extremo: al reaccionar contra las inoportunas iras públicas de mi padre, me había purgado, liberado de todo enojo público. En realidad, yo no necesitaba deshacerme de todo el enojo en público sino simplemente del enojo en público desacertado. A veces es adecuado y necesario enfadarse en público. Pero yo había exagerado y me costó un gran esfuerzo reaprender a enojarme apropiadamente en público. Y sólo entonces la gente empezó a considerarme menos indiferente y mi presión sanguínea comenzó a bajar. Por desgracia, el movimiento New Age también se ha ido a los extremos. Por ejemplo, al reaccionar contra la discriminación sexual de la mujer, ha creado un tipo de feminismo radical que puede ser no sólo desagradable y perturbador sino también grosero, descortés y por momentos hasta tonto. He hablado a públicos compuestos básicamente de feministas radicales y no me resultó fácil, a pesar de que siempre intento utilizar un lenguaje no discriminatorio y combatir la discriminación sexual. Otro ejemplo: al reaccionar contra la tradición judeo-cristiana, el movimiento New Age ha creado una considerable cantidad de lo que yo llamo “confusión espiritual”. En cada ciudad grande de Estados Unidos encontramos una o dos organizaciones que he dado en llamar “supermercados espirituales”. Estos ofrecen una variedad de programas sobre virtualmente todo, desde la danza sufí hasta el I Ching y las celebraciones dionisíacas. Se podrá hallar de todo allí, salvo judaísmo o cristianismo. Y esta mezcolanza ha confundido a muchas personas, mientras que otras la han utilizado como una excusa para evadir las responsabilidades. Un par de años después de la publicación de La nueva psicología del amor, vino a verme un hombre que era una especie de hippie envejecido. Tenía unos cuarenta años, barba, cabello largo y una mochila en la espalda, y había viajado haciendo autostop hasta mi casa en Connecticut. Dijo que necesitaba una orientación espiritual. Su vida era un desorden y no sabía bien qué quería hacer. Estaba pensando en ir a un monasterio Zen, en Vermont. Por otra parte, en Oregón había una comunidad New Age que lo atraía. Pero también sentía una voz que le decía: “Deberías prestar un poco de atención al cristianismo”, lo cual no había hecho desde que había abandonado la Iglesia Católica de sus padres tan pronto como pudo, a los dieciséis años. En cualquier caso, ¿qué pensaba yo que debía hacer? —Bueno —repuse—, tendrá que hablarme más sobre usted antes de que pueda darle una opinión. De modo que procedió a relatarme que se había casado dos veces. Tenía dos hijos del primer matrimonio y uno del segundo, y no veía a sus hijos del primer matrimonio desde hacía doce años y a los hijos del segundo desde hacía seis. Cuando le pregunté el motivo, contestó: —Los divorcios fueron muy penosos y deduje que sería mejor para los niños que yo desapareciera de la escena. Pero de todas maneras, ¿qué debo hacer con respecto a esta incertidumbre espiritual? A modo de respuesta, le expliqué que yo me había convertido al cristianismo después de escribir La nueva psicología del amor y que en parte lo había hecho porque, poco a poco, había terminado por creer en la significación de la doctrina cristiana. Señalé que la esencia de dicha doctrina alberga el extraño concepto del sacrificio. Yo no creía que eso significara que necesitamos sacrificarnos todo el tiempo de una manera masoquista. Pero aunque todavía no sabía bien qué significa ser cristiano, comenté:
—Al menos significa que siempre que haya que tomar una decisión, no hay que descartar una alternativa por el mero hecho de que sea un sacrificio. Cuando dije eso, el hombre comenzó literalmente a crisparse y pensé que sufriría un ataque epiléptico. Le pregunté qué le pasaba y contesté: —Lo que está haciendo conmigo es una cirugía espiritual grave. —Lamento que le cause dolor —sólo pude acotar. Alegó que era bueno para él. Quería volver a verme y concertó una cita. Pero dos días después telefoneé para cancelarla. Sospecho que antes que intentar restablecer una relación con sus hijos, optó por la comunidad New Age de Oregón. El pecado equivocado Es mi creencia personal que, en general, la doctrina cristiana aborda la realidad con más exactitud que las otras grandes religiones, aunque también creo que, en ocasiones, otras la superan un poco en este punto. En todo caso, hay muchas cosas buenas en el pensamiento cristiano, que no deben ser descartadas. A mi entender, el movimiento New Age ha reaccionado contra el pecado equivocado. El pecado del cristianismo no ha sido el pecado de la doctrina, ha sido el pecado de la práctica, la incapacidad de integrar su conducta con su teología. Como manifestó G. K. Chesterton, el mayor problema del cristianismo no es que haya sido probado y encontrado deficiente, sino que casi no ha sido probado. El movimiento New Age, sin embargo, ha reaccionado no sólo contra la forma en que se han comportado los cristianos sino también contra la teología cristiana, que la pecaminosa conducta cristiana no encarna. Y al hacerlo, los miembros de la New Aee han tendido a irse al otro extremo. Por supuesto, no todos ellos desechan el cristianismo. Algunos lo adoptan, pero en el proceso de juntarlo con las religiones orientales, suelen acabar con un híbrido desafortunado. Al distanciarse de la teología judeocristiana y aproximarse a las religiones orientales, los adeptos de la New Age también parecen inclinarse a propagar esas religiones como las que conducen al mayor progreso espiritual. Las personas que se hallan en la Etapa Dos, en cualquier religión, sostienen que sus creencias son las únicas creencias verdaderas, y lo cierto es que en nuestros propios cursos de desarrollo comunitario, adolecemos tanto de fundamentalistas New Age, como de fundamentalistas Old Age. 30 Si bien el movimiento New Age se caracteriza de manera global por la apertura a ideas nuevas, muchos individuos adeptos a él son fundamentalistas o infalibles y no están más avanzados que los cristianos de la misma clase. Algunos son lo que denomino “fundamentalistas de hierbas”. No sólo insisten en que haya algún té de hierbas sino que intentan que todos los del curso lo beban. Esto no es tolerancia. Por otro lado, hay personas en el movimiento que asumen lo que llamo una tolerancia extrema, que puede resultar en una especie de individualismo desacertado. En un curso de organización comunitaria, estábamos seleccionando a un posible líder futuro del curso, y uno de ellos dijo: “En comunidad, todo es apropiado”. Tuvimos que enseñarle que en comunidad, no todo es apropiado. En una comunidad, no puede haber personas que piensen que es adecuado golpear a otros, insultarlos o respaldar un accionar secreto. Esta tolerancia excesiva es observable en la incapacidad real de muchos “liberales” de trabajar juntos. Antes de que Lily y yo creáramos la Fundación para el Fomento de la Comunidad, primero pensamos en una fundación que trabajaría para unificar las quinientas organizaciones de paz existentes en este país. Pero poco a poco, mientras yo imaginaba el desarrollo de los acontecimientos, se hizo evidente que cualquier fundación que creáramos para 30
New Age: Nueva Era Old Age: Vieja Era. (N. de la T).
ese propósito simplemente se convertiría en la quingentésima primera organización de paz. Debido a que ni siquiera las organizaciones de paz han aprendido aún a trabajar en conjunto, la tarea en la que eventualmente decidimos invertir nuestro tiempo y dinero —el desarrollo comunitario— debía tener prioridad. El tema del mal Un área en que la teología cristiana y el movimiento New Age tienden a separarse radicalmente es la que concierne al tema del mal. La doctrina cristiana sustenta que el mal es real. Las religiones orientales no lo consideran real. Lo consideran una ilusión o conocimiento falso, lo que llaman “maya”. No afirmo que esto sea del todo erróneo. No tengo ninguna duda de que al pensar en el mal, podemos crearlo. Si vemos lo demoníaco en todo lo que desaprobamos —como tienden a hacer muchos individuos religiosos en la Etapa Dos—, entonces causaremos fragmentación y hostilidad en vez de curación. A través del movimiento New Age, no obstante, se ha extendido la idea simplista de que si lo lográramos cambiar nuestra forma de pensar, nos daríamos cuenta de que el mal no existe en el mundo. Sin más ni más, este desaparecería, se esfumaría. Pero la realidad es que en verdad existen personas a quienes les gusta herir, torturar y aplastar a otros. Hay personas que desean la guerra porque se benefician con ella. Y estará usted en graves dificultades si cree lo contrario. Porque tarde o temprano, se enfrentará al mal real, y habérselas con él no será tan fácil como lo presentan algunos libros de la New Age. El libro sobre New Age que ha atraído la mayor atención y sobre el cual recibo más preguntas es Un curso en milagros. Se trata de un libro muy bueno, lleno de sabiduría psiquiátrica de primer orden. Pero este libro también niega la realidad del mal, pues afirma que el mal es irreal un producto de nuestra imaginación. Esto no está tan alejado de la verdad porque el mal tiene mucho que ver con la irrealidad. De hecho, en mi libro El mal y la mentira, definí a Satanás como “un espíritu real de la irrealidad”. O sea que el mal tiene mucho que ver con la irrealidad, es decir, con las mentiras y la falsedad. Pero eso no significa que no exista en sí mismo. Si bien Un curso en milagros aparenta ser cristiano, distorsiona la doctrina cristiana. No es toda la verdad; más bien, es una verdad a medias, y al no lograr habérselas con el problema del mal, omite una parte importante del asunto. Se ocupa de un solo aspecto de la “paradoja” del mal. La negación del mal es una trampa tan característica del movimiento New Age, que ha dado origen al único chiste de este movimiento que conozco: me lo contó una mujer adepta a él. Tres clérigos están sentados en el Infierno: un sacerdote católico, un rabino y un ministro New Age. Empiezan a hablar acerca de por qué están allí y el sacerdote católico confiesa: “En la Tierra, solían llamarme el cura del whisky. Me gustaba demasiado el alcohol y por eso estoy aquí en el Infierno. ¿Qué me dice de usted, rabino? ¿Por qué está aquí?” Y el rabino responde: “Debo confesar que tenía una gran afición por los sándwiches de jamón. No podía parar de comerlos”. Entonces los dos hombres se vuelven hacia el ministro New Age y le preguntan: “¿Y usted? ¿Qué está haciendo aquí abajo en el Infierno?” El ministro contesta: Esto no es el Infierno y no tengo nada de calor”. Los pecados de la tecnología Un problema similar ha ocurrido en la reacción New Age contra la tecnología. Ha tendido a rechazar el rigor científico. El método científico, tal como he explicado, es una mera compilación de procedimientos y convenciones que hemos desarrollado a lo largo de los siglos con el fin de combatir nuestra tendencia tan humana a desear engañarnos a nosotros mismos, y
hemos desarrollado tales procedimientos en beneficio de algo superior a nuestro bienestar intelectual o emocional inmediato. Así, el método científico es una especie de conducta de principios y elevada disciplina, y representa una búsqueda de la verdad muy sagrada. Pero al reaccionar contra los pecados de la civilización occidental, el movimiento New Age ha tendido a rechazar el método científico. Es otro ejemplo de irse al otro extremo. El pecado de la tecnología no es el método científico sino la manera en que la ciencia ha sido transformada por la industria y el gobierno. En su formación reactiva, el movimiento New Age se inclina a exhibir una cierta falta de discernimiento “científico” tanto en asuntos de teología como de ciencia. Un amigo mío se refiere a California, el corazón del movimiento New Age, como la “colina de Marte”. Es una referencia a lo que dijo San Pablo en Atenas cuando fue a predicar a Grecia. San Pablo solía ser brusco, pero también podía ser ladino. Así que cuando llegó a lo alto de la colina de Marte, empezó diciendo que veía que los atenienses eran personas muy espirituales porque al trepar la colina había divisado estatuas de miles de dioses diferentes. Y sólo personas muy espirituales podían tener miles de dioses distintos. Esta misma falta de discernimiento entre los adeptos a la New Age puede conducir a un terreno escabroso. En California harían bien en imitar a los de Missouri, el estado de “Demuéstramelo”. La expresión “Soy de Missouri” se refiere a un escepticismo con frecuencia saludable y discernidor. Creo que antes de que se embarque usted en cualquier aventura, y por cierto en un viaje espiritual, tiene que saber algo acerca de cómo discernir qué es saludable y qué es peligroso. El golf es una gran metáfora para esta lección. Jugar un partido de golf es una aventura y, en ese sentido, es divertido. Puede ser más divertido si corre riesgos e intenta cosas nuevas, pero llega un momento en que cuanto más se arriesgue, peor jugará al golf. A veces, es necesario ir sobre seguro. Por ejemplo, la bandera suele colocarse en la parte del green que probablemente causará más problemas a los golfistas: hay una pendiente en un lado, un banco de arena enfrente y tal vez otra caída empinada detrás. Un profesional buscará directamente la bandera, pero el profesional es uno en diez mil golfistas. Y de diez mil golfistas, nueve mil serían muy estúpidos en buscar la bandera. Creo que la regla para jugar un buen golf no es buscar la bandera sino analizar la cancha y trabajar con las propias limitaciones. Esa es la regla, salvo en esas raras ocasiones en que uno tiene la sensación de que puede derrotar a la regla. La intuición nos dice que tenemos que intentarlo, y eso es exactamente lo que debemos hacer: correr el riesgo. Esto también se aplica a la vida espiritual. Pero el movimiento New Age tiende a fomentar siempre la búsqueda de la bandera, el aventurarse sin discernimiento, lo cual ha causado problemas a las personas. Ese es el motivo por el que algunos han comentado con sarcasmo que Shirley MacLane no debería haber titulado su autobiografía New Age Out on a Limb, sino más bien, 0ut on a Broken Limb. 31 Herejía Hasta hace unos quince años, creía que la herejía era un tema totalmente arcano, propio de la Edad Media, junto con la Inquisición, y que no era aplicable a nuestro mundo moderno. Pero luego empecé a trabajar en el hospital con una mujer de la New Age, muy alterada, que había estado comprometida con toda una variedad de cultos. En virtud de la intensidad de su 31
Entre las varias traducciones posibles de 1imb figuran: “limbo” y “miembro” (brazo o pierna). En este caso, se utiliza un juego de palabras entre limb, “limbo” y broken limb, brazo o pierna quebrado. Este libro se publicó en español con el título de Lo que sé de mí. (N. de la T.).
confusión espiritual, un sacerdote colaboraba conmigo como consejero en el caso. Dado que la religión estaba involucrada, un día pedí a la paciente: —Hábleme sobre Jesús. La mujer procedió a dibujar una cruz en una hoja de papel, con círculos en todos los cuadrantes imaginarios y explicó: —Hay tres Jesús arriba, en la parte superior de la cruz, y tres abajo, en la parte inferior, y tres en este brazo y tres en el otro brazo. En ocasiones, es necesario adoptar una cierta actitud de confrontación. —Olvide eso —repliqué—. ¿Cómo murió El? —Fue crucificado. Algo —quizás el hecho de que ella hacía cualquier cosa por evitar el dolor— me urgió a preguntar: —¿Sufrió? —Oh, no —respondió la mujer. —¿Por qué dice que no sufrió? —insistí—. ¿Cómo es posible que no sufriera? —Ah —contestó con alegría—. Su conciencia de Cristo era tan desarrollada, que pudo proyectarse a Su cuerpo astral y salir de allí. La explicación me pareció descabellada y no pude entenderla hasta esa noche cuando, como era tan extraña, se la conté al sacerdote consejero. El cura exclamó enseguida: —Ah, eso es docetismo. —¿Qué diablos es el docetismo? —pregunté. —Fue una de las más antiguas herejías de la Iglesia —me explicó—. Los docetistas eran un grupo de cristianos primitivos que creían que Jesús era totalmente divino y que Su humanidad era mera apariencia. Es importante comprender aquí que la herejía cristiana es algo de lo que sólo los cristianos pueden ser culpables. Existen otros tipos de herejías, que comentará luego. Pero la herejía cristiana es algo que se presenta en nombre de la doctrina cristiana pero que socava seriamente la esencia de la doctrina. No es difícil entender, pues, por qué el docetismo es una herejía. Si Jesús era enteramente divino y Su humanidad una simple apariencia, entonces Su sufrimiento en la cruz —como creía mi paciente— no fue más que una charada divina y todo el tema del sacrificio que yace en el centro de la doctrina cristiana no es más que una farsa celestial que ha embaucado a muchos. La herejía suele surgir cuando tenemos en cuenta un único lado de una paradoja. También es una herejía cristiana creer lo opuesto del docetismo: a saber, que Jesús era totalmente humano y que Su divinidad era una mera apariencia. Puesto que si creemos que Jesús fue simplemente un hombre sabio y “autorrealizado” pero por otra parte, un mortal perfectamente normal, entonces debemos concluir que Dios no “bajó para vivir y morir como uno de nosotros”. De manera que lo que queda en el centro de la doctrina cristiana —ya sea que uno desee creerlo o no— es una paradoja: que Jesús era paradójicamente humano y divino, no cincuenta por ciento humano y cincuenta por ciento divino sino, como expresa la doctrina, “totalmente humano y totalmente divino”. Desde entonces, he tornado conciencia de que la mayoría de las herejías cristianas están vigentes en todo tipo de lugares. Existen, por ejemplo, dos escuelas de teología llamadas
Inmanencia y Trascendencia. La inmanencia se concentra en la divinidad que mora dentro de los seres humanos, el Dios del Espíritu Santo o lo que los cuáqueros llaman “la luz interior”. La trascendencia, por otra parte, se centra en la divinidad externa a los seres humanos: el Padre nuestro que está en los Cielos o el gran policía, allá arriba. Ambos enfoques son necesarios. Cuando las personas se limitan a adoptar uno u otro, se ven en aprietos. Si creemos que Dios reside por completo dentro de nosotros, entonces cada pensamiento o sentimiento que tengamos puede asumir la condición de revelación. Esto ha sido un problema con algunos de los grupos del movimiento New Age que se denominan Iglesias del “Nuevo Pensamiento”. Si creemos lo contrario, no obstante, y pensamos que Dios reside totalmente allá arriba y allá afuera, entonces tenemos el problema de cómo diablos se comunica Él con nosotros, meros mortales, excepto a través de profetas extraños como Moisés y Jesús, cuyas palabras y acciones nos son luego interpretadas por una clase clerical. Esto puede conducir a lo que suelo llamar “la herejía de la ortodoxia” y cosas como la Inquisición, en la que los inquisidores eran, desde luego, mucho más herejes que cualquiera de aquellos a los que torturaban o quemaban en nombre de la herejía, por el mero hecho de que mataban la divinidad moradora de sus víctimas. En realidad, un enfoque exclusivo en la trascendencia constituye una herejía en la que aún caen algunos católicos o fundamentalistas ultratradicionalistas y derechistas. De modo que una vez más, quedamos frente a una paradoja: que Dios reside dentro de nosotros con Su voz queda y suave, y a la vez, fuera de nosotros, en toda Su trascendente y magnífica disimilitud. Permítame dar un ejemplo final de dos tipos diferentes de pensamiento que también predominan bastante en estos días. Hace unos mil quinientos años, un monje irlandés adicto al trabajo, llamado Pelagio, enseñaba a sus seguidores que la salvación se alcanzaba a través de la realización de muchas buenas obras. Desde entonces, esto se ha dado en llamar la “herejía del pelagianismo” porque puede conducirnos a varias dificultades. Puede inducirnos no sólo a convertirnos en adictos al trabajo sino a concluir que la salvación es meramente algo que podemos ganarnos, y que la gracia de Dios no tiene nada que ver en el asunto. Esto puede alentarnos a un cierto tipo de orgullo injustificado por nuestros “propios” logros. Unos trescientos años atrás, había en Europa un grupo de cristianos que creían lo opuesto: es decir, que la salvación era producto únicamente de la gracia. Se los llamó “quietistas”, puesto que se quedaban quietos esperando que la gracia ocurriera. Como ésta no es la clase de doctrina que fomentaría la clase de activismo social al que nos urgió Jesús, el quietismo también es considerado una herejía. Así que, de nuevo, nos vemos forzados a concluir que la salvación es el resultado de una combinación paradójica tanto de gracia como de buenas obras para la que no tenemos —ni nunca tendremos— ninguna fórmula matemática. Herejías no cristianas Otras religiones pueden tener herejías e incluso compartirlas con el cristianismo. Por ejemplo, la lucha sobre la paradoja de la gracia y las buenas obras ha constituido un problema tan grande para los musulmanes como para los cristianos. De hecho, el mejor consejo que conozco sobre el tema provino de Mahoma, quien dijo: “Confía en Dios, pero primero ata tu camello”. La herejía secular también existe. La ética del individualismo crudo es el mejor ejemplo. Esta ética sostiene que estamos llamados a ser individuos. Y en parte esto es cierto. Carl Jung dijo que el objetivo total del crecimiento psicoespiritual era la individuación, la habilidad de separarnos de nuestros padres y de pensar por nosotros mismos. Estamos llamados a ser independientes y a valernos por nuestros propios recursos, a convertirnos en capitanes de nuestro barco, y por qué no, en dueños de nuestro propio destino. Estamos llamados a esas cosas. Pero
el individualismo crudo rechaza todo el otro lado de la moneda, del que Jung también habló. Estamos llamados a entendernos con nuestras limitaciones, nuestra fragmentación, nuestra inevitable interdependencia mutua. Al igual que otras herejías, el individualismo crudo ignora todo ese otro lado de la paradoja. Esto conduce a un dolor terrible… personas sentadas unas junto a otras en el mismo banco de la iglesia, ocultas detrás de sus máscaras de compostura, fingiendo que tienen todo bajo control, porque se nos dice que debemos tener todo bajo control. Pero en realidad, nadie tiene todo bajo control, y como resultado de la ética del individualismo crudo, gran cantidad de personas sienten que no pueden hablar entre ellas sobre las cosas que más les importan. Es tan aislante estar en nuestros pequeños compartimientos herméticos... Para escapar de la herejía, hemos de aceptar la paradoja. Pensar con integridad es pensar paradójicamente. Y no sólo es necesario que pensemos con integridad, también es necesario que actuemos con integridad. Comportarse con integridad es “praxis”, un término que fue popularizado inicialmente por los marxistas y que, desde entonces, ha sido adoptado por los teólogos de la liberación. La praxis se refiere a la integración de nuestra práctica con nuestro sistema de creencias. Como dijo Gandhi: “¿De qué sirve la fe si no se traduce en acción?” Obviamente, debemos integrar nuestra conducta con nuestra teología para convertirnos en personas de integridad. Eso no suele hacerse, al margen de la creencia religiosa. La herejía está vigente en el cristianismo moderno No deseo hacer recaer la culpa de la herejía en las Iglesias New Age porque en realidad, las herejías prevalecen en las iglesias cristianas formales y tradicionales. La más evidente de todas es la que denomino “seudo-docetismo’. Los cristianos culpables de esta herejía han tenido suficiente instrucción religiosa para conocer la paradójica realidad tanto humana como divina de Jesús, pero apuestan un noventa y cinco por ciento a Su divinidad y sólo un uno por ciento a Su humanidad. Esto lleva a la excusa de que no se puede esperar que nos comportemos como Jesús porque Él nos coloca aquí abajo, un noventa y nueve por ciento humanos, y El está allí arriba, más allá de la identificación o la imitación. Expondré un ejemplo de la gravedad de esto. Hace poco, participé en una conferencia de terapeutas y consejeros cristianos en la que uno de los oradores, Harvey Cox, un teólogo bautista, contó la historia de los Evangelios en la que Jesús es llamado a resucitar a la hija de un romano acaudalado. Camino a la casa del romano, una mujer que ha padecido hemorragias durante años extiende una mano por entre la multitud y toca el manto de Jesús. Él siente el contacto, se vuelve y pregunta: ‘¿Quién me ha tocado?” La mujer se adelanta y le suplica que la cure. Jesús lo hace y luego prosigue su marcha hacia la casa del romano cuya hija había muerto. Después de relatar la historia, Cox preguntó a la audiencia de seiscientos profesionales, en su mayoría cristianos, con quién se identificaban. Cuando inquirió quién se identificaba con la mujer enferma, unas cien personas levantaron la mano. Cuando pregunté quién se identificaba con el ansioso padre romano, un número mayor alzó la mano. Cuando inquirió quién se identificaba con la muchedumbre curiosa, la mayoría levantó la mano. Pero cuando preguntó quién se identificaba con Jesús, sólo seis personas alzaron su mano. Algo anda muy mal aquí. De unos seiscientos profesionales cristianos, sólo uno de cien se identificó con Jesús. Quizá fueron más, pero no levantaron la mano por miedo a parecer arrogantes. Pero nuevamente, algo anda mal con nuestro concepto del cristianismo, si nos parece arrogante identificarnos con Jesús. ¡Eso es exactamente lo que se supone que debemos hacer! Se supone que tenemos que identificamos con Jesús, actuar como Jesús, ser como Jesús. Se supone que eso es el cristianismo: la imitación de Cristo.
Otro tipo de herejía tiene que ver con la interpretación cristiana de la blasfemia, que es la violación del Segundo Mandamiento: “No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano”. Muchos cristianos que conozco en mis giras por el interior del país interpretan de manera errónea que esto significa que uno no debe maldecir ni usar un lenguaje obsceno. Pero la blasfemia no es eso. La blasfemia es justamente lo opuesto. Es utilizar lenguaje religioso dulce para encubrir una conducta irreligiosa. En una ocasión, asistí a un congreso donde el gran sufí, Idries Shah, era el orador. Después de pronunciar dos conferencias en el curso de dos días, manifestó por fin: “Habrán notado que hace cuatro horas que les estoy hablando y todavía no he utilizado ni una vez las palabras ‘Dios’ o ‘amor’. Los sufíes no empleamos estas palabras con ligereza. Son sagradas.” Por desgracia, estas palabras no son sagradas para muchos cristianos. Pasé un fin de semana en Carolina del Sur con una pareja que renació religiosamente y que cada dos frases decían Dios hizo esto y Dios hizo aquello y Dios haría esto y Dios haría aquello, intercaladas con chismes desagradables acerca de quién se acostaba con quién y quién no iba a misa y qué hijos de quiénes se habían descarriado. ¡Cuando por fin dejé el lugar al cabo de tres días, pensé que si hubiera escuchado “Dios hizo esto y Dios hizo aquello” una sola vez más, habría vomitado! El pecado me parecía más grave que el del mero chisme despreciable, porque sentía que todo aquel “discurso sobre Dios” era blasfemo... un uso tal “del nombre del Señor” que trivializaba a Dios. En mi opinión, el orden de los Diez Mandamientos no es accidental. La violación del Primero —la idolatría— tiende a estar en la raíz de todo pecado. Pero la violación del Segundo —la blasfemia— es el mayor de los pecados, la mayor de las mentiras. Es el fingimiento de devoción acompañado de una falta total de praxis: la carencia absoluta de integridad, la negación a siquiquiera intentar integrar nuestro comportamiento con nuestra teología. Comunidad versus culto De modo que existen tantas trampas para los cristianos tradicionales como para los adeptos a la New Age. Una a la que ambos están expuestos es el fenómeno de los cultos. No me opongo, de ninguna manera, a que la gente desee vivir en comunidad. En lo que a mí concierne, se trata de un llamado sagrado. Pero hay una gran diferencia entre una comunidad y un culto. La comunidad atrae a tas personas por su interconexión; la comunidad no presiona a la gente para que se quede; la comunidad se regocija con las extraordinarias diferencias de sus miembros. Los cultos, por otra parte, se han caracterizado por el lavado de cerebro de sus miembros, por una presión tremenda para que entren y no salgan, y por una cierta uniformidad de los individuos que la integran. Para ayudar a establecer la distinción he identificado diez peculiaridades propias de un culto: 1. Idolatría de un único líder carismático. El reverendo Sun Myung Moon, proclamado por los adeptos de la secta Moon como “El Señor del Segundo Adviento”, constituye un obvio y manifiesto ejemplo religioso de dicha idolatría. También lo eran Jim Jones y David Koresh, hombres carismáticos que condujeron a sus seguidores al desastre y la muerte. Existen muchos gurús que fomentan la adoración de sí mismos. 2. Un circulo íntimo reverenciado. Ni siquiera el líder más carismático puede manejar solo una organización de cierta dimensión. Él (o ella) necesita discípulos confiables. Por lo general, todos los cultos grandes poseen un círculo íntimo de miembros que son reverenciados por otros casi tanto como el propio líder. Despiertan una admiración temerosa, son temidos y envidiados. Este círculo íntimo reverenciado no constituye una característica distintiva de los cultos; en mayor o menor grado,
existe en cualquier organización grande, en el gobierno, las empresas, la universidad o la Iglesia. El problema es el grado de adoración o pavor y por ende, el potencial para el abuso del poder. 3. Manejo secreto. Una de las peculiaridades típicas de los cultos es el gran secreto con que operan estos círculos íntimos. Una vez más, esta reserva es característica de muchas organizaciones no religiosas. Piense en el poder ejecutivo de nuestro gobierno y en su obsesión por los documentos secretos y las informaciones confidenciales por razones de seguridad nacional. Piense en los secretos industriales de nuestras empresas, en las salas de sesiones, las habitaciones llenas de humo, los desayunos al parecer casuales que son importantes de verdad. Pero los líderes de cultos ni siquiera fingen rendir cuentas de sus acciones. 4. Actitud evasiva con respecto a las finanzas. Hace unos años, Lily y yo tuvimos la oportunidad de pasar casi todo un día con los principales líderes de una organización de paz New Age. Una de las cosas desalentadoras de ese día, que nos llevó a concluir que la organización era un culto, fue la actitud evasiva del grupo en lo concerniente a sus finanzas. “¿Por qué el secreto?”, nos preguntamos. La organización era sin fines de lucro y se suponía que sus finanzas eran públicas y podían ser investigadas por cualquiera que deseara tomarse la molestia de hacerlo. Sólo pude deducir que la típica reserva de los líderes de los cultos era tan habitual, que contaminaba innecesariamente esta área pública tan importante. No fue ésta la única manera en que la organización se mostré evasiva con nosotros; sólo fue la más sorprendente. En todo caso, la actitud evasiva con respecto a las finanzas, por el motivo que fuere, parece ser una peculiaridad de muchos cultos. 5. Dependencia Tal vez la principal razón por la que los cultos son justificadamente temidos es que sus líderes autoritarios promueven la dependencia de los seguidores. En vez de alentar a sus seguidores a formar grupos en los que todos sean líderes, los cultos tienden a desalentar la capacidad de sus miembros de pensar por sí mismos. Esto solía ser un problema en la Iglesia Católica. Ahora se ha convertido en el problema de las personas que, como rebaños, se vuelcan hacia Oriente en busca de respuestas espirituales. Hoy en día, es una tradición del hinduismo que los gurús enseñen a sus discípulos a considerarlos como dioses. 6. Uniformidad Este, para mí, es el rasgo más triste de los cultos. Los líderes de la organización de paz que recién mencioné me impactaron por su uniformidad. Sus edades oscilaban entre los treinta y los setenta años; eran hombres y mujeres; algunos vestían con formalidad, otros informalmente. No obstante, jamás me he sentado en una reunión militar, gubernamental o de otro tipo, con veinte personas que se parecieran de un modo tan opresivo. 7. Lenguaje especial Es natural que cualquier grupo de personas que trabajan de una manera estrecha e intensa desarrollen un lenguaje interno especial, es decir, un conjunto de palabras que poseen un significado especial para ellas, a menudo incomprensible para las personas fuera de la organización. Cuanto más cerca está la organización de ser un culto, más especial se vuelve este idioma interno. En última instancia, es como un lenguaje secreto, conocido únicamente por los iniciados y bastante intraducible. Por ejemplo, yo recibo correspondencia de una variedad de organizaciones que intentan atrapar mi interés. Podrían lograrlo si yo pudiera tomarlas en serio, pero me cuesta mucho conectarme con frases como “grupos esenciales resonantes” o “en reevolución”. Estos grupos están tan imbuidos de su idioma especial, que han perdido la capacidad de comunicarse eficazmente con el mundo exterior. 8. Doctrina dogmática
A cierto culto le gustaba decir que se hallaba en el proceso de “desarrollar” su teología y que deseaba reclutar la colaboración de gente de afuera, como yo, para este desarrollo. Creo que era una maniobra. Hasta donde yo podía evaluar la situación, su teología ya estaba bastante desarrollada y la mayoría de sus doctrinas se habían vuelto doctrinarias hacía tiempo. 9. Herejía Todas las organizaciones existen en relación a Dios, conciente o inconscientemente, les guste o no. En el caso de una empresa, suele ser una relación de, al menos, una negación pasiva de Dios. En el caso de un culto satánico, es una relación de rechazo activo y vehemente. La relación en los cultos y Dios es casi siempre impropia y herética. 10. Dios en cautiverio En su relación tergiversada con Dios y en su satisfacción con el dogmatismo, los cultos, de una manera u otra, sienten que tienen asegurado a Dios. Han capturado a Dios. Pero la realidad es que Dios no es algo que podamos poseer sino que Él/Ella nos posee a nosotros, individual y colectivamente. Si intenta usted evaluar una organización en particular, permítame señalar que para ser un culto, un grupo no tiene que satisfacer los diez criterios. Si se ajusta a tres o cuatro, yo sospecharía. También es importante tener conciencia de que los cultos abundan y de que muchas empresas son cultos. Creo que IBM tenía algo de culto, ya que ejercía una presión tremenda sobre sus empleados para que vistieran iguales, lucieran iguales y se comportaran de la misma forma. Me han hecho notar que la Iglesia Católica se ajusta a la mayoría de las normas expuestas. Sin embargo, no creo que la Iglesia Católica norteamericana sea un culto. Pudo haber sido un culto antes del Concilio Vaticano II, en la década del 1960, pero el Concilio Vaticano II revolucionó por completo el catolicismo en este país. En un culto, el sistema de autoridad es aceptado totalmente y jamás es cuestionado. En la actualidad, el sistema de autoridad en la Iglesia Católica norteamericana es puesto en tela de juicio todos los días de la semana y dos veces el domingo. Hoy, el movimiento femenino en la Iglesia Católica es uno de los más activos entre las iglesias cristianas. Hay mucho alboroto, pero también una gran diversidad en cuanto al modo en que las iglesias individuales practican su fe, fluctuando entre lo más conservador y lo más liberal. Y por eso digo en broma que el actual Papa, tan conservador, está haciendo todo lo posible por anular el Concilio Vaticano II. El mérito de la increíble transformación de la Iglesia Católica en años recientes corresponde, por supuesto, al papa Juan XXIII, quien fue originalmente elegido como papa interino. En el momento de su elección, el Colegio de Cardenales tuvo muchas dificultades para convenir en un candidato apropiado y por fin, como compromiso, decidieron escoger a uno de los hombres más ancianos e inofensivos. Juan, a los setenta años, estaba excedido de peso y parecía un anciano dulce que no viviría mucho ni haría demasiado. En el primer año posterior a su elección, sin embargo, inició el Concilio Vaticano II, y cuando le preguntaron por qué era necesario ese concilio, abrió una de las antiguas ventanas del Vaticano y exclamó: “¡Aire fresco! ¡Aire fresco!” El movimiento New Age como una fuerza simbólica En el mejor de los casos, el movimiento New Age representa ese aire fresco. Y aunque hasta ahora me he concentrado en los aspectos “diabólicos” de este movimiento, creo con firmeza que los pecados contra los que el movimiento New Age está reaccionando son pecados muy reales, y que deben ser combatidos. Las virtudes del movimiento son absolutamente enormes, si puede
evitarse el problema de la formación reactiva. En sus aspectos “simbólicos” —y ésa es sin duda la palabra adecuada—, New Age es un movimiento hacia la integración y la integridad, y los resultados están a la vista. Son visibles en la medicina holística, que integra distintos tipos y aspectos de la medicina en vez de ser excesivamente especializada. Son visibles en el movimiento ecológico, que integra las contribuciones de todas las cosas vivientes al ciclo de la vida. Son visibles en una clase de pensamiento mucho mas global que la antigua mentalidad a la que otrora estábamos habituados. Por ejemplo, hace unos años, antes de la caída del Muro de Berlín, tuve la suerte de reunirme durante tres días en un grupo íntimo con dos ciudadanos soviéticos, uno de los cuales era un miembro de gran jerarquía del Comité Central del Partido Comunista; habían venido a nuestro país para intentar convencernos a los norteamericanos de que el glasnot era un fenómeno real. En ese entonces, la mayoría de los norteamericanos pensaban que era una especie de maniobra propagandística inventada por los rusos. Pero a través de aquellas reuniones en comunidad, me convencí de que era real. Poco después, asistí a una conferencia donde Jack Anderson, el famoso columnista de Washington, era uno de los oradores. Anderson es un hombre que ha hecho muchas cosas buenas en su vida, pero todavía tenía una mentalidad antigua. Durante el momento de las de preguntas y respuestas, se le preguntó acerca del glasnot y, conocedor de los hechos, contestó que el glasnot era un fenómeno muy real. Comentó con bastante precisión que tenía mucha oposición en la Unión Soviética, en particular de una organización compuesta en gran medida de ancianos muy antisemitas, que luchaban contra el glasnot. También había mucha resistencia, añadió, dentro de la tan fuerte y arraigada burocracia soviética. Y después, Anderson concluyó: “Gracias a Dios, los rusos tienen una burocracia peor que la nuestra”. A esto me refiero cuando hablo de mentalidad antigua: cuando de hecho agradecemos a Dios que otras personas estén peor que nosotros. Yo agradezco a Dios que esta vieja mentalidad competitiva haya comenzado a cambiar. Y a través de un cambio de paradigma —otro término popular en el movimiento New Age— necesitamos una especie de glasnost en Norteamérieca, una apertura propia. Necesitamos alejarnos de la competencia y los compartimientos para avanzar hacia una mayor integración en todos los aspectos de nuestra vida social y espiritual. Revolución o reforma Luego de haber contestado la pregunta: “¿El movimiento New Age es simbólico o diabólico?” con un sí y un no, todavía sigo considerando su futuro. ¿Será una revolución o una reforma? Si se inclina hacia el lado de la revolución, pienso que fracasará y será peligroso. Si por otra parte, se mantiene en la senda de una reforma, creo que se convertirá en algo muy sagrado, porque estamos muy necesitados de una reforma. La reforma es más difícil que la revolución. A menudo resulta más fácil hacer algo diferente que quedarse y originar una reforma. Y los pecados de la Old Age que el movimiento New Age ha abordado no son fáciles de reformar. Tomemos la medicina, por ejemplo. Creo mucho en la medicina holística, pero no es una medicina barata. De hecho, la buena medicina holística es mucho más cara que nuestra típica medicina especializada. También hay mucho de moda New Age asociada a ella, y un gran número de embaucadores ganan fortunas fingiendo ser profesionales de la medicina holística. A veces me pregunto si la Fundación para el Fomento de la Comunidad, que Lily y yo ayudamos a crear en 1984, es una organización New Age. En ciertos sentidos lo es. Uno de nuestros valores claramente expuestos, por ejemplo, es “Apertura a ideas nuevas”. En la misma lista de valores, sin embargo, hay otro que dice “Datos válidos”, un valor muy tradicional de la
ciencia y la práctica comercial. Debemos librar una batalla incesante y paradójica para mantener esos valores integrados. La integridad no es fácil. Es siempre dolorosa. Y es mucho más difícil comportarse con integridad que sin ella. Dado que la integridad nunca es indolora, la reforma es mucho más difícil que la revolución. En cualquier caso, que el movimiento New Age sea redentor o condenador dependerá de si es un movimiento de revolución o de reforma, de si logra motivar a las personas atraídas por sus ideas nuevas a hacer el trabajo doloroso y practicar la disciplina necesarios para no irse al otro extremo, para integrar lo mejor de lo nuevo con lo mejor de lo viejo.
CAPÍTULO DOCE - Sexualidad y espiritualidad La noción de que existe una relación entre la sexualidad y la espiritualidad espanta a algunas personas, al menos a aquellas que nunca leyeron la canción de Salomón, en la Biblia, que comienza así: “¡Oh, si él me besara con besos de su boca!” Este “Cantar de los Cantares”, como se titula con propiedad, es un dúo exquisito y erótico entre Dios y Su pueblo. Existe, sin embargo, una clase particular de religión que identifica el sexo y la sexualidad con el demonio, quien supuestamente nos tienta con la lujuria y los placeres pecaminosos de la carne. En ese contexto, la única relación posible que puede haber entre la sexualidad y la espiritualidad es la de una guerra, en la que un bando debe triunfar sobre el otro. Pero mi propia opinión es que en la medida en que hay un conflicto entre la sexualidad y la espiritualidad, es más del tipo de una pelea de amantes o una rivalidad entre hermanos, lo cual, hasta cierto punto, puede ser superado. Si empezamos por preguntar qué es la sexualidad, nos topamos al instante con un muro de piedra científico. A fines del siglo XX, sabemos cómo borrarnos de la faz de la Tierra pero ni siquiera podemos, desde un punto de vista científico, empezar a comprender las diferencias o similitudes no anatómicas entre hombres y mujeres. Me temo que, acerca de la naturaleza de la sexualidad, de nuevo la mitología tiene mucho más para decirnos que nuestra ciencia. Uno de los temas básicos en la mitología es el temor de los dioses de que los seres humanos nos volvamos semejantes a ellos, y el mito de la sexualidad es una variante de este mismo tema. Este mito nos dice que en un comienzo, los seres humanos eran criaturas andróginas y unificadas. Pero como tales, se volvían cada vez más poderosas y estaban a punto de usurpar el lugar de los dioses. De modo que los dioses dividieron a los seres humanos en mitades: hombre y mujer. Y como criaturas divididas, ya no fuimos capaces de competir con los dioses. No obstante, quedamos con la sensación de ser incompletos y con el anhelo de recuperar nuestra integridad perdida, buscando siempre a nuestra otra mitad con la esperanza de que en el momento de la unión sexual con esa otra mitad podríamos volver a experimentar la dicha perdida de nuestra totalidad casi divina. Así que, al menos según el mito, nuestra sexualidad resulta de una sensación de ser incompletos y se manifiesta por una urgencia hacia la integración y una añoranza de la naturaleza divina. Pero, ¿qué es nuestra espiritualidad si no eso? ¿Qué es nuestra espiritualidad si no algo que surge de una sensación de división y se manifiesta por un impulso hacia la totalidad y el ansia de una esencia divina? La sexualidad y la espiritualidad no son, desde luego, la misma cosa. No son mellizos idénticos pero sí primos amorosos, y se originan en la misma base, no sólo en la mitología sino en la experiencia humana real. Lo cierto es que para mucha gente el sexo es lo más cercano a una experiencia religiosa que se puede experimentar. En realidad, es justamente por ser una especie de experiencia espiritual que tantos lo persiguen con un desenfreno repetitivo y desesperado. A menudo, lo sepan o no, están buscando a Dios. No es accidental que en el momento del orgasmo, hasta los ateos y agnósticos exclamen: “¡Oh, Dios!” El orgasmo como una experiencia mística Cierto día, el gran psicólogo Abraham Maslow decidió, en vez de estudiar a personas enfermas, estudiar a personas particulamente saludables, a aquellas muy raras que parecían tener casi todo bajo control, que parecían haber desarrollado su potencial, haberse vuelto seres
humanos más completos. Las llamó “personas autorrealizadas”. (Yo preferiría el término “correalizadas”.) Al estudiarlas, discernió unas trece cosas que tenían en común. Una de ellas era que solían experimentar el orgasmo como un acontecimiento espiritual, casi místico. Nuevamente, la palabra “místico” es más que una analogía. A lo largo de los siglos, los místicos han hablado de la muerte del ego como una parte necesaria del viaje espiritual y místico, o incluso como el objetivo, la finalidad del viaje místico en sí. Y tal vez sepa usted que los franceses se han referido tradicionalmente al orgasmo como la perite mort, “la muerte pequeña”. La cualidad subjetiva de la experiencia orgásmica depende mucho, por supuesto, de la calidad de la relación de la pareja involucrada. De manera que si busca usted el mejor orgasmo posible, la mejor forma de lograrlo es con alguien a quien ame mucho. Pero mientras que una relación con alguien amado es necesaria para conducirnos a las mayores alturas místicas de la experiencia orgásmica, una vez que alcanzamos esas alturas, perdemos de hecho la conciencia de nuestra pareja. En ese breve punto culminante de la “muerte pequeña”, olvidamos quiénes somos y dónde estamos. Y en un sentido muy real, creo que esto se debe a que hemos abandonado esta Tierra e ingresado en el país de Dios. Como explicó Ananda Coomaraswami: “En el momento del clímax mutuo, cada uno, como individuo, no tiene mas significancia para el otro que las puertas del Cielo para quien las ha cruzado”. O como lo parafraseó Joseph Campbell: “Cuando uno se ha perdido en el éxtasis del amor, el otro no tiene más importancia que los portales del templo que se han atravesado para alcanzar el altar”. O sea que la experiencia sexual es en potencia religiosa. ¿Es la experiencia religiosa sexual? No creo que sea casual que, a lo largo de la historia, la mayor parte de la mejor poesía erótica haya sido escrita por monjes y monjas. Tal vez conozca el famoso poema Noche oscura del alma, de San Juan de la Cruz: 1. En una noche oscura, con ansias en amores inflamada, ¡oh dichosa aventura! salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada. 2. A oscuras y segura, por la secreta escala, disfrazada, ¿oh dichosa aventura!, a oscuras y encelada estando ya mi casa sosegada. 3. En la noche dichosa, en secreto, que nadie me veía, ni yo miraba cosa, sin otra luz ni guía, sino la que en el corazón ardía. 4. Aquésta me guiaba más cierto que la luz de mediodía, adonde me esperaba a quien yo bien me sabía. en parte donde nadie aparecía.
Advierta la mezcla de sexos en la siguiente estrofa: 5. ¡Oh noche que guiaste, oh noche, amable más que la alborada, oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada! 6. En mi pecho florido, que entero para Él solo se guardaba, allí quedó dormido. y yo le regalaba y el ventalle de cedros aire daba. 7. El aire del almena, cuando yo sus cabellos esparcía, en mi cuello hería, con su mano serena y todos mis sentidos suspendía. 8. Quedéme, y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado. Creo que la estrofa final de este poema, que describe la unión mística posible entre los seres humanos y Dios, es también una definición de un orgasmo tan buena como cualquiera en la literatura: “Quédeme, y olvidéme, [...] cesé todo y dejéme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”. He aprendido en mis encuentros con monjes y monjas que el mejor religioso es aquel que ama a Dios con la mayor pasión. Y para amar a Dios con pasión profunda, uno ha de ser una persona apasionada y sexual. ¿Por qué entonces son justamente esas personas las que eligen la castidad o el celibato? Hay dos motivos. El primero, si se me perdona el juego de palabras, es que el sexo puede arruinar las relaciones. 32 No bien convertimos a otra persona en un objeto sexual, existe una gran tendencia a usar a esa persona. Si bien lo hacemos con estilos masculinos y femeninos algo diferentes, ambos somos proclives a emplear el objeto sexual en nuestra vida de maneras que son encubierta, y a veces abiertamente manipuladoras y egoístas. Se han realizado experimentos en conventos y monasterios con monjes y monjas no célibes, pero hasta el momento, todos han fracasado. Por lo tanto, aquellos que se resuelven con firmeza a relacionarse con sus pares humanos de un modo curativo indefectible suelen decidir que una sexualidad muy reprimida, como el celibato o la castidad, es el precio que deben pagar. Y a menudo descubren que el precio vale la pena.
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El autor utiliza la expresión muy coloquial “screw up”, que significa “arruinar, confundir, enredar”. Pero a su vez, la palabra misma palabra “screw” es un término coloquial vulgar que significa “coito”. (N.de la T.)
La ilusión del amor romántico En La nueva psicología del amor, establecí una clara distinción entre el amor (que definí como la voluntad de fomentar el crecimiento espiritual de otro) y el amor romántico (que he llegado a entender como una forma de narcisismo). El ideal norteamericano del amor romántico sostiene que de alguna manera, tiene que ser posible que la Cenicienta y su Príncipe se pierdan en el horizonte de los orgasmos interminables. Es una ilusión. El amor romántico es preferible a aquello que lo precedió en la historia, a saber, la cultura del matrimonio concertado. Pero no obstante, cualquiera que crea que el romance permanente en una relación es una posibilidad perpetua, está destinado a una desilusión perpetua. De hecho, pienso que la búsqueda de Dios en las relaciones humanas románticas constituye uno de los mayores problemas en nuestra y en otras culturas. Lo que hacemos es acudir a nuestro cónyuge o amante para que sea un dios para nosotros. Esperamos que nuestro cónyuge o amante satisfaga todas nuestras necesidades, que nos colme, que nos depare un cielo permanente en la Tierra. Y jamás funciona. Y una de las razones por las que nunca funciona —seamos o no conscientes cuando lo hacemos— es que violamos el Primer Mandamiento que dice: “Yo soy el Señor tu Dios y no adorarás a otro dios más que a mi”. Sin embargo, es muy natural que hagamos esto. Es muy natural tener un Dios tangible, que podamos ver y tocar, aferrar y abrazar, uno con quien dormir, incluso a quien poseer. Así que esperamos que nuestro cónyuge o amante sea un dios para nosotros y en el proceso, olvidamos al verdadero Dios. Por esto, la otra razón por la que las personas profundamente religiosas suelen escoger el celibato es que no desean desviarse de su amor a Dios. No quieren caer víctimas de la idolatría del amor romántico humano. Saben que, como dijo San Agustín: “Nos hicisteis para Vos, amado Señor, y no podemos hallar el verdadero descanso excepto en Vos”. Y que es posible, si su relación prioritaria es con Dios, que no necesiten buscar otro. El erotismo de la espiritualidad No es mi intención exponer un alegato apasionado del celibato como una necesidad para el crecimiento espiritual. Por el contrario, celebro no sólo la sexualidad sino el sexo. Me gusta el sexo y me gusta que otras personas tengan sexo. Unos doce años atrás, después de muchos meses de trabajar con una mujer de treinta y cinco años, severa y frígida, tuve la oportunidad de ser testigo de su súbita y bastante profunda conversión cristiana. Y al cabo de tres semanas de esa conversión, la mujer experimentó un orgasmo por primera vez en su vida. ¿Es posible que esa sincronización haya sido accidental? Lo dudo. Como manifesté una vez un amigo mío: “Las partes sexuales y espirituales de nuestra personalidad están tan próximas, que es casi imposible despertar una sin despertar la otra”. No creo que haya sido casual que cuando esta mujer pudo entregarse con sinceridad a Dios, al poco tiempo haya sido capaz de entregarse de corazón a una pareja humana, ¡alabado sea el Señor! Tengo otro amigo, un sacerdote, que de hecho utiliza este fenómeno como norma para la evaluación de la conversión. Según él, si un individuo previamente reprimido desde el punto de vista sexual experimenta una conversión y ésta no va acompañada de cierta clase de despertar o florecimiento sexual, entonces tiene motivos para dudar de la intensidad de la conversión. Así. es como uno oye historias sobre pastores que se involucran con feligresas. Los pastores y otras personas en posiciones similares tienden a ser blancos fáciles cuando dichas pasiones despiertan. Y he de confesar que cuando practicaba la psicoterapia, cada vez que alcanzaba la misma longitud de onda espiritual que una paciente de menos de noventa años, debía tener cuidado.
El problema universal El sexo es un problema para todos. El sexo es un problema para los niños, el sexo es un problema para los adolescentes, el sexo es un problema para los adultos jóvenes, el sexo es un problema para los adultos de edad mediana, el sexo es un problema para los ancianos. El sexo es un problema para los célibes, el sexo es un problema para los casados, el sexo es un problema para los solteros, el sexo es un problema para los heterosexuales, el sexo es un problema para los homosexuales. El sexo es un problema para los albañiles y los plomeros, el sexo es un problema para los dentistas y los abogados, el sexo es un problema para los cirujanos, los psicoterapeutas y los psiquiatras. Y el sexo es un problema para Scott Peck. En mi visión de este mundo como una especie de campo de entrenamiento militar celestial repleto de obstáculos concebidos casi con crueldad para nuestro aprendizaje, de todos los obstáculos que Dios ideó para nuestro aprendizaje, creo que el que Él o Ella concibió con más crueldad es el sexo. Dios incorporó en nosotros el sentimiento de que podemos resolver el problema del sexo y sentirnos sexualmente satisfechos para siempre, siempre que podemos vencer el obstáculo. En efecto, durante un par de semanas o un par de meses, o quizás incluso un par de años, si somos afortunados, puede que sintamos que hemos resuelto el problema del sexo. Pero luego, por supuesto, cambiamos, o nuestra pareja cambia, o toda la situación cambia, y una vez más volvemos a intentar escalar ese obstáculo con esta sensación interna de poder superarlo, cuando en realidad, nunca podemos. Sin embargo, en el proceso de intentar vencerlo, aprendemos mucho sobre la vulnerabilidad, la intimidad, el amor y cómo deshacernos de nuestro narcisismo. Algunos hasta llegamos a graduarnos en el campo de entrenamiento. Y si involucra usted a Dios en el proceso, las posibilidades de éxito aumentan, y para hacer eso no necesita ser un monje o una monja. He alcanzado mis propias definiciones del celibato y la castidad. Llegué a estas definiciones pensando en la época en que ya andaba “a la caza”. Esa es la expresión adecuada porque lo que yo buscaba era sexo. Tenía lodo calculado. Invitaba a cenar a la mujer que deseaba a un lindo restaurante, luego al cine y después a mi departamento, donde tenía cintas y discos escogidos, y entonces terminábamos en la cama. Así era como pensaba que obtendría sexo. Pero contrariamente a mis planes tan bien delineados, no solía suceder, y en las ocasiones en que se daba, no resultaba una gran experiencia. Algunas de las experiencias sexuales más gloriosas que he vivido, sin embargo, fueron aquellas que no sólo parecieron suceder porque si sino que parecieron orquestadas por otros, no por mí. De manera que empecé a pensar que la castidad debía ser definida como una relación de tres entre dos seres humanos y Dios, en la que Dios toma las decisiones. Si uno definiera la castidad de ese modo, habría varias implicaciones. Una es que la castidad es mucho más difícil que el celibato, el cual yo defino simplemente como la decisión de abstenerse de la actividad sexual, al menos por un periodo de tiempo. Otra es que la castidad está llena de trampas porque es increiblemente fácil convencernos a nosotros mismos de que Dios quiere que hagamos lo que estamos haciendo. Una tercera implicación es que es posible que el sexo premarital o extramarital sea bastante casto. Y a la inversa, que es posible que el sexo marital carezca de toda castidad. Cuando practicaba la psicoterapia, a veces sugería a las parejas casadas cuyo sexo se había vuelto rutinario que quizá desearan experimentar períodos de castidad. La castidad y el celibato constituyen dos opciones válidas, al menos para algunas personas. Y creo que habría hecho esa sugerencia incluso si fuese un psiquiatra secular en vez de religioso, debido a varias experiencias que he tenido.
Una fue hace varios años atrás. Estaba trabajando con una mujer joven, una doctora en filosofía, educada en las mejores universidades, y entre sus muchos síntomas padecía una necesidad compulsiva de involucrarse en relaciones sexuales que no deseaba y de las cuales no disfrutaba. Pasamos por toda la habitual psicodinámica freudiana intentando llegar a la raíz de este síntoma, pero fue inútil, y hasta que un día le pregunté: —¿No creerá usted que una vida sexual muy activa es necesaria para la salud mental, verdad? —Bueno, por supuesto. Quiero decir, es así, ¿no? —respondió la paciente. La pobre mujer sentía que debía involucrarse de manera compulsiva en relaciones sexuales que no deseaba y de las cuales no gozaba para mantener una imagen de sí misma como persona mentalmente sana. Experimentó un alivio extraordinario cuando después de haberse abstenido del sexo durante tres semanas, le extendí un certificado de salud mental. He visto el mismo fenómeno entre ancianos. En los últimos doce años, ha habido una creciente cantidad de artículos en la literatura psiquiátrica y psicológica que afirman que es bastante normal que los ancianos tengan relaciones sexuales. No obstante, como en cualquier caso de cambio de perspectiva, siempre me preocupa que el péndulo oscile demasiado lejos. Me preocupa que ahora que los profesionales hemos sido tan gentiles de conceder permiso a los ancianos para que tengan relaciones sexuales, empecemos a decirles que deben tenerlas, ya sea que quieran o no, con el fin de mantenerse jóvenes o algo parecido. En el curso de mi carrera, he conocido a dos parejas ancianas muy enamoradas; en ambos casos, los dos integrantes de la pareja me confesaron de manera individual y en privado que habían perdido el interés sexual en el otro, o en cualquiera, en realidad. A pesar de esto, seguían teniendo una relación sexual porque sentían que el otro la deseaba. De modo que reuní a cada pareja, expuse el tema y sugerí: “Ya que ninguno de los dos quiere sexo, ¿por qué no lo olvidan?” Fue como una verdadera revelación para ellos. Nunca habían considerado que estuviera bien dejar de tener relaciones sexuales. Esto me recuerda un famoso pasaje del “Eclesiastés” que comienza: “Para todas las cosas hay sazón, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su tiempo”, y prosigue: “[...] tiempo de abrazar, y tiempo de alejarse de abrazar”. Esto es sabiduría secular muy profunda, además de sabiduría espiritual. El sexo es un, gran don, pero eso no necesariamente significa que sea un don para ser empleado por todas las personas, todo el tiempo y en todas las etapas de su vida. Dios y el sexo En cualquier discusión de sexo, es probable que la noción de una relación sexual entre los seres humanos y Dios sea la más controvertida y perturbadora. Aunque pienso que casi todos aceptarían que las relaciones más apasionadas que podemos tener con Dios son relaciones románticas, cuestionarían si el sexo o la sexualidad están de hecho involucrados. La mayoría de la gente sostendría que las poesías eróticas de la Biblia o de místicos como San Juan de la Cruz no son más que metáforas poéticas de una espiritualidad intensa. A lo sumo, convendrían con Alan Jones, quien dijo que el amor sexual es un símbolo robusto de un amor aún más robusto. Creo que hay algo de verdad en esto. Pero no creo que sea toda la verdad. Por más perturbador que parezca, pienso que existe un elemento sexual genuino en la relación entre los seres humanos y Dios. Esto significa, si no me equivoco, que no sólo los seres humanos somos criaturas sexuales sino que Dios también es un ser sexual. No siempre lo creí. Cuando estaba en la universidad, mi cita favorita era una de Voltaire: “Si Dios nos creó a Su imagen y semejanza, por cierto le devolvimos el cumplido”. Nada me resulta más absurdo que imaginar a Dios en términos antropomórficos, como un anciano con una larga barba blanca o
como un ser con genitales. Me parecía que Dios tenía que ser infinitamente diferente e infinitamente más de lo que nosotros podemos imaginar que es. Y lo es. Sin embargo, en los años desde la universidad, también he llegado a entender que el medio más profundo que tenemos para siquiera empezar a captar algo acerca de la naturaleza de Dios es a través de una proyección en Él o Ella de lo mejor de nuestra naturaleza humana. Y que Dios —entre otras cosas y por sobre todas las cosas— es humanitario. Representa lo mejor de la humanidad, lo cual tiene algo que ver con lo que significa que Dios nos haya creado a Su imagen y semejanza. Dios como un seductor Creo que Dios no sólo nos creó a Su imagen y semejanza sino que continúa haciéndolo. Y estoy en deuda con el teólogo y autor episcopalista Robert Capon por señalar la lógica evidente de que si Dios nos creó a Su imagen y semejanza, y si somos criaturas sexuales, entonces se deduce que Dios es un ser sexual. En mi opinión, un motivo por el que este silogismo tiene sentido, además de su lógica, es que yo mismo he experimentado a Dios como un seductor. Si lo desea, sustituya en su mente esta palabra por otra, como “amante’ o “pretendiente”, pero es obvio que Dios ha logrado seducirme, a pesar de que la mayoría de las veces he huido de Él como una virgen asustada y renuente. Una vez más, utilizando las palabras de Capon, este amor erótico de Dios por nosotros es profundamente seductor... “Es un Dios que siempre anda a la caza”. Dios podría haber hecho el sexo tan secular como respirar o comer. Pero en cambio, le dio una cualidad espiritual, y creo que lo hizo con gran deliberación, para que nos inclináramos hacia Él. Porque por encima de todo, desea seducirnos. Esta noción de Dios no sólo como la de un ser sexual sino como la de un ser particularmente seductor es tal vez sustentadora de la tradicional imagen masculina que tenemos de Él. Sin duda, Él se comporta con una agresividad en la cacería que hemos asociado típicamente con los hombres. Pienso que esta asociación es en sí misma discriminatoria, y he conocido a unas pocas cazadoras muy buenas en mis tiempos. Pero en cualquier caso, como sugiere el famoso poema de Francis Thompson “The Hound of Heaven”, donde Él nos persigue con un vigor sólo comparable al vigor con el que podemos huir de Él. Y cuando por fin nos atrapa, puede que experimentemos nuestra conversión, como sugerí en La nueva psicología del amor, no necesariamente como un fenómeno “¡Ah, maravilloso!” sino a menudo como un fenómeno “¡A diablos!”. Porque hemos caído en la trampa. Porque hemos sido acorralados. Porque hemos sido final e irrevocablemente atrapados. De eso se trata. No de que Él sea hombre, no de que Ella sea mujer —Él/Ella es ambas cosas y más— sino de que Él nos persigue, Él nos desea, Él nos ama más allá de lo imaginable y Él se propone poseernos, no importa cuán rápido, ni cuán lejos huyamos. Y nuestra lucha individual es una mera cuestión de hasta cuánto nos aferraremos a nuestros problemas menores y mojigatos y a nuestras pequeñas reticencias narcisistas antes de por fin abrirnos y someternos a Él de buena gana. Como hizo John Donne cuando escribió su “Soneto sagrado XIV”: Rompe mi corazón, Dios trino... Llévame contigo, aprisióname, puesto que yo, Salvo que Tú me esclavices, jamás seré libre, Ni tampoco casto, salvo que Tú me poseas.
EPÍLOGO - La psiquiatría en un atolladero 33 Todos nosotros somos a entes de la historia, desempeñamos nuestros papeles, nos adaptamos o no a sus cambios. Y en este momento de la historia, muchos sienten la necesidad de un cambio en la psiquiatría norteamericana. En los últimos veinticinco años, la psiquiatría norteamericana se ha manejado de manera creciente con el “modelo médico”, a saber, un modelo que pone mucho más énfasis en los aspectos distintivamente materialistas y biológicos de la enfermedad psiquiátrica que en otros aspectos. No es mi intención menoscabar los profundos progresos bioquímicos que se han hecho en los últimos cuarenta años en el tratamiento y la comprensión de la enfermedad mental, ni desalentar un progreso futuro en esta área. Sin embargo, junto con muchos otros, me preocupa que la psiquiatría, en su reciente romance con la bioquímica, corra el grave peligro de perder toda su antigua sabiduría psicológica y social y de dejar de adquirir nueva sabiduría en estos frentes. No es una preocupación vana. En 1987, un colega y yo examinamos a un candidato para su aprobación por la Junta Norteamericana de Psiquiatría y Neurología. Era un hombre muy inteligente de cuarenta años, que poseía al menos tanta aptitud como los demás candidatos. No obstante, cuando mi colega le pidió que diera una formulación psicodinámica del caso en cuestión, el hombre respondió: “No hago psicodinámica”. Parecería que un cierto cambio o corrección es conveniente. De hecho, creo que necesitamos explorar la posibilidad de un cambio aún mayor. Si bien han sido subestimados en los últimos tiempos, los aspectos psicodinámicos y sociales de la enfermedad mental, han ocupado un lugar respetado en la historia de la psiquiatría norteamericana. No ha sido el caso, sin embargo, de los aspectos espirituales. La psiquiatría no sólo ha desatendido sino ignorado activamente’ la cuestión de la espiritualidad. El hecho de que el terna de la espiritualidad esté tan sujeto a la mala interpretación, contribuye a esta situación. En parte, esto se debe a una pobreza de nuestro lenguaje. En todo el mundo, existe una confusión entre los términos “espiritualidad” y “religión”. Muchas identifican el término “religión” con la religión organizada y un sistema de dogmas y sanciones con los cuales han tenido a menudo una desafortunada experiencia. Es una palabra controvertida. Existe un desacuerdo todavía mayor acerca del significado de su raíz Latina “religio”, que ha sido traducido variadamente como “refrenada”, “seguridad” o “conexión”, todos conceptos muy distintos. La clásica obra de fines de siglo, del gran psicólogo norteamericano William James, The Varieties of Religious Experiences es lectura obligatoria para la mayoría de los estudiantes de primer año de teología y no es leído por casi ninguno de los estudiantes de psiquiatría. En é1, James definió la religión como “el intento de estar en armonía con un orden invisible de las cosas”. Estaba utilizando la palabra “religión” en su sentido de “conexión”. Lo emplearé aquí como mi definición de la espiritualidad. El intento de estar en armonía con un orden invisible no implica una preferencia por una doctrina en especial, ni la necesidad de ser miembro e ninguna organización en particular. Es mi propia creencia —llámela teoría, si lo prefiere— que existe un orden invisible de las cosas detrás del velo de materialismo. Y no sólo es correcto que los seres humanos traten de estar en armonía con ese orden sino que el orden invisible de hecho intenta activamente estar en armonía con nosotros. Una consecuencia de esta creencia es mi convencimiento de que todos 33
Adaptado de un discurso pronunciado como Conferenciante Psiquiátrico Distinguido ante la Asociación Psiquiátrica Norteamericana, el 4 de mayo de 1992, en Washinoton, D.C
tienen una vida espiritual, del mismo modo en que tienen un inconsciente, les guste o no. Que muchos ignoren, nieguen o huyan con vigor de ese orden invisible no significa que no sean seres espirituales; sólo significa que intentan evitar el hecho. Otros pueden considerarse ateos y negar la existencia de Dios, pero creen con pasión que ciertas cosas como la verdad, la belleza y la justicia social forman parte de un orden invisible, y se consagran a ese orden invisible con una intensidad mucho mayor que la de aquellos que asisten con regularidad a una iglesia, sinagoga, mezquita u otro templo. Así, todos somos seres espirituales y creo que una psiquiatría que no considere a los seres humanos como seres espirituales está perdiendo una gran oportunidad. Al discutir el tema de la espiritualidad, espero no despojaría de todo su poder y poesía. Para algunos de nosotros, yo incluido, la esencia del orden invisible es Dios, y Dios no debe ser tomado con ligereza. Una historia hasídica que aprendí de Erich Fromm recalca esta idea. Es la historia de un buen hombre judío —llamémoslo Mordecai— que un día rezó: “Oh, Dios, permíteme conocer Tu verdadero nombre, como lo conocen los ángeles”. El Señor Dios escuchó su plegaria y se la concedió, permitiendo a Mordecai conocer Su verdadero nombre. Pero entonces Mordecai se arrastró debajo de la cama y gritó presa de un terror animal: “Oh, Dios, concédeme olvidar Tu verdadero nombre”. Y el Señor Dios escuchó esa plegaria y también se la concedió. Algo parecido fue expresado por el apóstol Pablo cuando dijo: “Es aterrorizante caer en las manos del Dios viviente”. No pretendo conocer el verdadero nombre de Dios. Encuentro una enorme virtud en los términos del Tercer Paso de AA y de los otros programas de doce pasos: “Decidimos poner nuestra voluntad y nuestras vidas al cuidado de Dios, tal como nosotros Lo concebimos”. Sólo alteraría la última frase: “... tal como Lo concebimos, a El o Ella”. En lo sucesivo, quizá me muestre menos apasionado, pero sólo después de haber insistido en que estamos tocando terreno sagrado. La psiquiatría tiene su propio poder. Por ejemplo, durante mi práctica, a mediados de los años 60, cuando la psiquiatría tenía una base más amplia que hoy, más biopsicosocial, me enseñaron un principio sumamente importante: “Todos los síntomas están sobredeterminados”. Es un principio que muchos otros médicos, teólogos, eruditos y la mayor parte de los laicos necesitan aprender con desesperación. En cualquier caso, creo que el hecho de que la psiquiatría norteamericana no aborde el tema de la espiritualidad es en sí mismo un síntoma profundamente sobredeterminado arraigado en múltiples fuerzas históricas y otros factores. Cinco de ellos me parecen los más importantes. Sin duda, la raíz más importante y profunda de nuestro atolladero actual se remonta a mucho antes de Freud, a mucho antes de Philippe Pinel y Benjamin Rush y la existencia de la psiquiatría “moderna”. Antes del siglo XVII, la relación entre la ciencia y la religión era básicamente una relación de integración. La integración se conocia como “filosofía”. Los primeros filósofos — hombres como Platón, Aristóteles y Santo Tomás de Aquino— eran de inclinación científica y pensaban en términos de evidencia y premisas cuestionables, pero también estaban convencidos de que Dios, tal como lo concebían, constituía la realidad central. A principios del siglo XVII, sin embargo, las cosas habían empezado a complicarse y alcanzaron un punto culminante en 1633, cuando Galileo fue llamado a comparecer ante la Inquisición. Para afrontar las consecuencias de dichos eventos, para limar las asperezas entre la ciencia y la religión, casi a fines del siglo XVII, se estableció un acuerdo social implícito que dividió el territorio entre la ciencia, la religión y el gobierno. Se logró la paz otorgando a cada uno su propio territorio. Con excepciones menores, se suponía que el gobierno no debía interferir ni con la ciencia ni con la religión. Se suponía que la religión no tenía que interferir ni con el gobierno ni con la ciencia. Y se suponía que la ciencia no debía interferir ni con la religión ni con el gobierno. Este acuerdo implícito trajo aparejados muchos beneficios.
Pero en la última mitad del siglo XX, se está volviendo cada vez más obsoleto, y un acuerdo nuevo y del todo diferente comienza a delinearse en virtualmente todas las esferas de la actividad humana. Lo que está sucediendo en la psiquiatría es apenas una pequeña parte de la situación general. La influencia de la psiquiatría norteamericana en la vida intelectual de los seres humanos durante los últimos noventa años ha sido mucho mayor de lo que el número de psiquiatras podría implicar. Pero si la psiquiatría norteamericana no logra adaptarse al curso nuevo de los acontecimientos, es probable que acabe en un estancamiento intelectual. Consideremos los roles de la ciencia y la religión según el antiguo pacto implícito. A principios del siglo XVIII, Isaac Newton era presidente de la Sociedad Real para el Fomento del Conocimiento Natural. El antiguo acuerdo, en ese entonces vigente, distinguía entre el conocimiento natural y el conocimiento sobrenatural. El “conocimiento natura” era competencia de la ciencia, el “conocimiento sobrenatural” era incumbencia de la religión, y según las normas del viejo acuerdo, debían mantenerse separados. Una consecuencia de esa separación fue la mutilación de la filosofía. Dado que el conocimiento natural se convirtió en competencia de los científicos, y el conocimiento sobrenatural en incumbencia de los teólogos, los pobres filósofos se quedaron únicamente con lo que se filtraba entre ambos, que no era mucho. Eventualmente, la filosofía se transformó en un tema algo arcano y por completo electivo en nuestras universidades. El vestigio más visible de su otrora glorioso pasado es un título anticuado que data de la Edad Media. Así, hoy en día, un estudiante graduado, después de algunos años de estudio e investigación en el campo de la microbiología, recibirá por sus esfuerzos un título de doctor en filosofía, aunque no haya asistido jamás a un curso de filosofía. La división de la ciencia y la religión también produjo un importante efecto en la práctica de la psicoterapia. A mí se me enseñó —como a casi todos los psiquiatras— que la psicoterapia debía ser una forma científica de emprendimiento. Se nos presentaba un ideal de “ciencia pura” y se nos advertía que la ciencia debía estar “exenta de valores”. Era una tontería, por supuesto. No es posible hacer nada —mucho menos practicar la psicoterapia— sin valores. Todo el tiempo, los psicoterapeutas operábamos dentro de un sistema de valores tan ligado a nosotros, que no éramos conscientes de él. El nombre que se le ha asignado a ese sistema de valores es “humanismo secular”. En cuanto a la religión específicamente, la APA 34 posee pautas reales con el propósito de que un psiquiatra no infunda religión en un tratamiento cuando es contraria al sistema de valores del paciente, ni tampoco intente desacreditar el sistema de valores del paciente. Estas suenan como pautas “buenas” —y no abogaría yo por su anulación— pero son penosamente incompletas. En primer lugar, no suelen ser observadas. La pauta contra “intentar desacreditar el sistema de creencias del paciente” es por lo general interpretada en el sentido de que un psiquiatra religioso no debe imponer su religión a un paciente humanista secular. Pero, ¿y el psiquiatra humanista secular que intenta imponer su humanismo secular a un paciente religioso? Esta imposición es tan habitual, que se ha vuelto casi una norma, y un gran número de psiquiatras la ejercen, abierta o encubiertamente, sin siquiera ser conscientes de ello. Tomemos ahora el otro lado de la moneda y supongamos que un psiquiatra humanista secular es consciente de su propio sistema de valores y de estas pautas pero está tratando a un paciente cuyo sistema manifiesto de creencias religiosas abarca o la defensa externa o la esencia de una obsesión psicológica. En ese caso, ¿el psiquiatra está impedido de cuestionar o confrontar tal sistema de creencias? ¿Qué es apropiado? Lo cierto es que, con trescientos años de tradición histórica que afirma que la religión está fuera de su competencia y habiendo sido instruidos en esta tradición, los psiquiatras están de hecho mal preparados, para habérselas con la patología religiosa o la salud religiosa. Ninguna cantidad de práctica será jamás suficiente para asegurar que el profesional no falle nunca. La falta tradicional de práctica en el área de la espiritualidad, 34
APA: Asociación de Psiquiatría Norteamericana. (N. de la T).
no obstante, asegura que la mayoría de los profesionales bien capacitados y astutos procederán frecuentemente con torpeza y destructibilidad en estos asuntos. En mi opinión, el segundo determinante más importante —consecuencia del primero— de la profunda negligencia de la psiquiatría norteamericana hacia la espiritualidad es la casi total ignorancia por parte de psiquiatras de las etapas de desesarrollo espiritual. Dudo que un psiquiatra complete su residencia sin una exposición significativa a la teoría de las etapas: a las etapas de desarrollo psicosexual de Freud, las etapas de desarrollo cognoscitivo de Piaget y las etapas de maduración de Ericsson, y sus crisis predecibles. Sin embargo, hasta donde yo sé, durante la residencia, los psiquiatras no reciben exposición alguna a las etapas de desarrollo espiritual. No el único, pero sí el motivo primario de este hecho es que los programas de residencia psiquiátrica no han considerado de su responsabilidad el enseñar nada sobre la espiritualidad. De hecho, en algunos aspectos, han considerado su responsabilidad no enseñar nada sobre la espiritualidad. Desde luego, esta extraordinaria situación es resultado de aquel convenio social implícito que asignaba el estudio de la espiritualidad a la religión o la teología, en tanto la psiquiatría se identificaba con el campo científico, restringido al estudio de los “fenómenos naturales”. Ya he descrito mi visión e interpretación de las etapas de desarrollo espiritual. En resumen, son: 1. la Etapa Uno, que llamo “caótica/antisocial” y que puede considerarse una etapa de desenfreno, carente de espiritualidad; 2. la Etapa Dos, que denomino “formal/institucional” y que puede considerarse como una observación rigurosa de la letra de la ley y un apego a las formas de la religión; 3. la Etapa Tres, que llamo “escéptica/individual” y que es una etapa de conducta de principios pero que se caracteriza por la duda o el desinterés religioso, si bien acompañados de curiosidad acerca de otras áreas de la vida; y finalmente, 4. la Etapa Cuatro, la etapa más madura, que denomino “mística/comunal” y que puede considerarse como un estado del espíritu de la ley, en oposición a la Etapa Dos, que tiende a ser un estado de la letra de la ley. Enseguida advertirá paralelos entre estas etapas de desarrollo espiritual y las etapas de desarrollo psicosexual con las que suelen estar familiarizados los psiquiatras: la Etapa Uno corresponde en cierta forma a los primeros cinco años de vida; la Etapa Dos, al periodo de estado latente; la Etapa Tres, a la adolescencia y adultez temprana, y la Etapa Cuatro, a la última mitad de la vida en el desarrollo humano saludable. Y al igual que las etapas de desarrollo, las etapas de desarrollo espiritual son consecutivas. No pueden ser omitidas, hay personas que se hallan en medio de las etapas y existen gradaciones dentro de éstas. El diagnóstico de la etapa en que se encuentra un individuo en particular ha de hacerse con cierto cuidado y discernimiento. Si el hombre es un científico, tal vez parezca que está en la Etapa Tres, cuando de hecho posee una espiritualidad de la Etapa Dos. Otro quizá venda dichos místicos en el lenguaje de la Etapa Cuatro, cuando en realidad es un falso artista en la Etapa Uno. Del mismo modo en que hay fijaciones de desarrollo psicosexual, la gente puede quedarse espiritualmente estancada en una de estas etapas, en ocasiones por algunos de los mismos motivos. Por fin, permítame señalar que una pequeña minoría puede no encajar muy bien en este sistema de etapas, pero eso en sí mismo puede determinar el diagnóstico. Por ejemplo, aquellos que denominamos “personalidades marginales” tienden a tener un pie en la Etapa Uno, y otro en la Etapa Dos, una mano en la Etapa Tres, y otra en la Etapa Cuatro, y no es casual que, dado que son “marginales”, tiendan a estar en todas partes. Existen muchas razones por las que la comprensión de estas etapas de desarrollo espiritual resulta fundamental, pero la más importante se relaciona con el hecho de que la vasta mayoría de
psiquiatras —incluyendo a los recién gradados— son personas en la Etapa Tres. Como tales, suelen estar más desarrollados espiritualmente que la mayoría de la gente que asiste a misa o que las personas religiosas identificables. Por otra parte, están menos desarrollados espiritualmente que una minoría de las personas religiosas identificables. La ignorancia de esta realidad posee implicaciones profundas. Predispone a los psiquiatras no sólo a considerar toda religión como inferior y patológica, sino también a olvidar el hecho de que ellos mismos tal vez tengan una distancia espiritual que transitar. La tercera causa básica de la negligencia de la psiquiatría norteamericana hacia la espiritualidad es la profunda influencia de Freíd. Cualesquiera quesean los motivos, Freud ha ejercido una influencia mucho mayor en la psiquiatría norteamericana que en la psiquiatría en cualquier otra parte del planeta, con las posibles excepciones de Brasil y la Argentina. En su Austria natal, no obstante, es una figura de una importancia relativamente menor. En Estados Unidos es, incluso hoy —y creo que con justicia—, una figura imponente. Freud creció y alcanzó la madurez durante el apogeo del convenio social implícito que separaba la ciencia y la religión. Era un individuo en la Etapa Tres, que se identificaba de lleno con la ciencia y se sentía muy amenazado por el tema de la espiritualidad, a tal punto de terminar su relación con su discípulo más querido, Jung. En 1962, durante mi práctica psiquiátrica en la Facultad de Medicina, los estudiantes de cuarto año asistimos a una serie de conferencias sobre la historia de la psiquiatría. Una conferencia entera fue consagrada a Freud. En otra disertación acerca de figuras menos destacadas, nuestro profesor declaró: “Y también está Carl Jung, quien recibió una cierta atención inmerecida por motivos que no son claros”. Fin de la mención. En ese entonces, muchas de las obras de Freud podían encontrarse en las librerías locales comunes, pero ninguna de las de Jung. Hoy, por supuesto, es probable que halle usted algunas de las obras de Jung en las librerías locales y es improbable que encuentre alguna de Freud. Creo que Freud fue el más grande de los psiquiatras y si bien cometió más errores que Jung, realizó contribuciones tan significativas a la psiquiatría, que hasta las damos por sentadas. Y aunque Jung cometió menos equivocaciones y su obra es de gran importancia, sus contribuciones a duras penas han sido comparables a las de Freud. Fue el menor de los psiquiatras. También fue el individuo más desarrollado espiritualmente. Esto, entre paréntesis, pone de relieve el hecho de que no existe una correspondencia exacta entre la importancia de las contribuciones realizadas por os individuos y su etapa de desarrollo espiritual. En todo caso, la influencia en Estados Unidos del Freud de la Etapa Tres ha promovido el afianzamiento del secularismo en la psiquiatría norteamericana. El cuarto factor que ha predispuesto a la psiquiatría norteamericana al secularismo excesivo y la negligencia hacia la espiritualidad ha sido el gran número de pacientes heridos por la religión o en nombre de la religión. Dichas experiencias han cimentado la antipatía ya sobredeterminada de muchos psiquiatras hacia a religión. Y en su antipatía y predisposición, por lo general no han sido capaces de darse cuenta de que están tratando con una muestra tendenciosa de la humanidad. Dos tendencias viciadas se han visto involucradas. La primera es que como médicos, solemos ver a los enfermos, a las víctimas. Atendemos personas que han sido lastimadas por monjas rígidas y frígidas o por pastores protestantes en la Etapa Dos temprana, destructivamente dogmáticos y fundamentalistas. Es menos probable que tratemos a personas como Babe Ruth y Ethel Waters, quienes fueron rescatadas o salvadas dramáticamente de infancias antisociales de la Etapa Uno por monjas supuestamente rígidas y frígidas. La segunda tendencia viciada que afecta a los psiquiatras especializados en la psicoterapia ha sido la autoselección por parte de los pacientes. Muchos han gravitado hacia psicoterapeutas
seculares en la Etapa Tres precisamente porque ellos mismos ya han iniciado su viaje espiritual desde la Etapa Dos y la religión primitiva hacia el escepticismo y la individuación. Una de las razones más importantes por las que es esencial comprender las etapas de desarrollo espiritual es la sensación de amenaza que existe entre las personas en diferentes etapas y su inevitable interacción en el marco terapéutico. Existe una profunda tendencia en los seres humanos a considerar a alguien que está un paso —tal vez un tercio de una etapa— delante de nosotros como una persona sabia o un gurú. Por otro lado, si alguien está dos pasos delante de nosotros, con frecuencia pensamos que es una amenaza, incluso que es una mala persona. Es lo que les sucedió a Sócrates y a Jesús. Esto significa que las personas más desarrolladas desde el punto de vista espiritual no necesariamente resultan los mejores terapeutas para todo el mundo. En cambio, son las personas en la Etapa Dos y los programas rígidos los que suelen ofrecer la mejor terapia para las personas en la Etapa Uno. Aquellos de la Etapa Tres —un papel que ha sido desempeñado por psicoterapeutas seculares— a menudo sirven como los mejores guías para las personas que están abandonando la Etapa Dos. Y los individuos en la Etapa Cuatro son los mejores terapeutas para aquellos que están en los trechos más avanzados de la Etapa Tres, o directores espirituales para quienes ya han ingresado en la Etapa Cuatro. En cualquier caso, los terapeutas seculares han tendido a ser buscados por aquellos que ya han comenzado a identificar el pensamiento religioso formulista de la Etapa Dos como una influencia destructiva en su vida y como algo que están preparados, al menos parcialmente, a superar. El quinto y último determinante de la prevaleciente antipatía de la psiquiatría norteamericana hacia la espiritualidad ha sido el profundo recelo y la sospecha que muchas personas religiosas de la Etapa Dos sienten hacia la psiquiatría. Esta antipatía ha sido con frecuencia injustificada y es resultado no de un pensamiento realista sino de la sensación de amenaza que existe entre gente que está en distintas etapas de desarrollo espiritual. Muchos cristianos fundamentalistas, por ejemplo, han atribuido la psiquiatría —junto con la evolución y el gobierno mundial— al diablo. He tenido experiencia personal con la sensación de amenaza que existe entre las personas religiosas de la Etapa Dos y las personas seculares de la Etapa Tres. A lo largo de una década, sin ningún éxito, he intentado fomentar el desarrollo de lo que llamo un “Instituto para el Estudio Científico de la Liberación”, y defino liberación como cualquier forma de curación en que son invocadas deidades y que pueden variar desde fenómenos tan comunes como la curación a través de plegarias —un modo de exorcismo en miniatura practicado rutinariamente por los cristianos fundamentalistas— hasta el exorcismo “combativo” de gran envergadura. Sólo una vez pareció que podría tener éxito en este empeño. Diez años atrás, trabajé con el presidente del directorio de un gran centro psiquiátrico. El centro consistía en dos áreas. Una era una unidad de ciento veinte camas para pacientes internados, manejada primariamente por psiquiatras seculares y de inclinación científica de la Etapa Tres; la otra era un servicio grande para pacientes externos, a cargo de consejeros pastorales de orientación religiosa. En los cuarenta años de existencia del centro, estas dos secciones de la organización habían sido casi bandos armados en desacuerdo dramático el uno con el otro. El presidente del directorio pensó que el instituto que yo proponía podría unir a estos dos partidos hostiles. Tenía razón: se unieron para oponerse a mi propuesta. Los psiquiatras seculares alegaron que mis definiciones operativas eran demasiado confusas, había demasiadas variables y el campo entero era inherentemente imposible de investigar. Las monjas y consejeros pastorales religiosos dijeron que todo el mundo sabe que la plegaria funciona y que no se debía manipular la fe. Así, la primera vez en cuarenta años que estas facciones armadas se unieron fue para oponerse al estudio científico de los fenómenos espirituales. A mi entender, la psiquiatría norteamericana se encuentra actualmente en un atolladero. Lo llamo un atolladero porque su tradicional negligencia hacia el tema de la espiritualidad ha
llevado a cinco áreas grandes de deficiencia: ocasionales y devastadores diagnósticos equivocados; frecuentes tratamientos erróneos; una reputación cada vez peor; investigación y teorías inadecuadas, y una limitación del desarrollo personal de los mismos psiquiatras. Llevadas más allá, estas deficiencias son tan destructivas para la psiquiatría, que el atolladero puede ser calificado como grave. En la categoría de diagnósticos equivocados están los casos en que psiquiatras de otro modo competentes ignoran o distorsionan de manera rutinaria los aspectos espirituales de la vida de sus pacientes de forma tal de equivocarse de lleno en el diagnóstico o de hacer un diagnóstico perjudicialmente incompleto. Para ilustrar esta área de deficiencia, ofreceré dos descripciones clínicas de mi propia experiencia personal de los últimos nueve años (un período en el que casi no he ejercido la psicoterapia). La primera ocurrió en el invierno de 1983, cuando ya había dejado la práctica pero todavía trabajaba como consultor. Un hombre me telefoneó para consultarme sobre el caso de su esposa, de sesenta y cuatro años, que había estado internada los tres años anteriores en uno de los hospitales psiquiátricos más prestigiosos del país. A través del esposo me enteré del súbito comienzo de una psicosis arrolladora a la edad de sesenta años en una mujer que durante toda su vida había sido, al parecer, muy sana mentalmente, y que a lo largo de casi cuarenta años, había sido una esposa, madre, abuela y miembro de la comunidad de un desempeño ideal y gran estabilidad. Sin embargo, al interrogar al hombre, detecté una señal de alarma. Tres años antes de la repentina aparición de la psicosis, esta mujer, que había sido toda la vida un miembro activo de la Iglesia Presbiteriana, de pronto y sin ninguna explicación ni a su esposo ni a nadie, había abandonado esa Iglesia tradicional para unirse a la Iglesia de la Unidad, una iglesia cristiana mucho más liberal (de hecho, tan liberal que algunos la considerarían herética, una especie de Iglesia New Age). También me enteré de que había establecido una relación muy estrecha con el ministro de esta nueva Iglesia, un hombre muy carismático y más joven que ella. Un mes después, visité a la mujer en el hospital. Pasé media hora con ella. Su estado era bueno y se mostró cortés y correcta. Su orientación era mejor de lo normal. No parecía deprimida. En nuestro breve tiempo juntos, no pude llegar a un diagnóstico propio. Lo único que podía decir con certeza era que se mostraba pronta y a la vez profundamente evasiva acerca de su vida personal y en especial, sobre su vida espiritual. El encuentro fue muy breve porque ella insistió en que concluyera cuando la enfrenté con su actitud evasiva. Pasé mucho tiempo revisando su historia clínica. Le habían diagnosticado depresión, depresión sicótica involutiva, enfermedad bipolar manifestada por depresión, posible esquizofrenia y posible síndrome cerebral orgánico crónico. Durante sus tres años en el hospital, no había respondido ni a los antidepresivos, ni las fenotiazinas, ni a la terapia de electrochoque, tampoco había respondido a la psicoterapia ni participado en ella. Con renuencia, su psiquiatra reconocía que vacilaban en cuanto al diagnóstico correcto. En la historia clínica de la paciente, no había mención alguna de una historia espiritual, mucho menos del súbito cambio de Iglesia tres años antes de la manifestación de la psicosis. Los psiquiatras a cargo del caso en ese momento tampoco eran conscientes de ninguna historia espiritual ni de esta particular llamada de atención. Recomendé un proceso de intervención de diagnóstico psicodinámico intensivo que incluiría asesoramiento espiritual. Mi recomendación no fue aprobada, con el argumento de que una estada más prolongada en el hospital era insostenible. La mujer fue transferida a un hogar de ancianos y no se volvieron a requerir mis servicios. No puedo decir cuál era el diagnóstico de esa mujer. Sin embargo, puedo afirmar que en el curso de tres años de un tratamiento increíblemente costoso en este hospital psiquiátrico tradicional y de gran prestigio, la vida espiritual de la paciente había sido totalmente pasada por alto y no se había formulado un diagnóstico apropiado. Iré más lejos y aseveraré que ni siquiera
se había intentado un diagnóstico adecuado en un caso donde los preceptos tradicionales de diagnóstico no parecían amoldarse. El segundo caso es el de un hombre joven a quien nunca vi. Era paciente de un psiquiatra secular muy competente —lo llamaré Ted—, que había sido amigo mío en la universidad. En 1989, estaba yo por casualidad dando una conferencia en su ciudad, salimos a cenar y tuve la oportunidad de ponerme al tanto de lo ocurrido durante los veinticinco años pasados desde nuestro último encuentro. Me enteré de que mi amigo se había especializado en el tratamiento del trastorno de personalidad múltiple. Estaba particularmente entusiasmado con un hombre joven a quien estaba atendiendo y en quien había descubierto, hasta el momento, unas cincuenta y dos personalidades diferentes, en una de las cuales, comentó en una digresión, “se llama a sí mismo Judas... y es un tipo muy malo”. Pregunté a Ted si alguna vez había tenido la sensación de que este paciente estaba “jugando” con él. “No”, respondió Ted. “¿Por qué lo preguntas?” Sugerí la posibilidad de que podría tener en sus manos un caso de posesión, ya fuera uno que coexistiera con un desorden de personalidad múltiple o tal vez uno en el que el desorden de personalidad múltiple fuera una farsa. Con su orientación secular, Ted se negó a siquiera considerar mi sugerencia. Me despedí de él sintiéndome triste por lo que me parecía una probabilidad significativa —o al menos una posibilidad— de que mi amigo de otro modo competente se estuviera equivocando en el diagnóstico y, por ende, estuviera aplicando un tratamiento inadecuado a su caso más intenso del momento. Y que fuera por completo inmune al más gentil de mis consejos sobre el asunto. La formulación de diagnósticos equivocados suele resultar de manera casi inevitable en tratamientos erróneos. Pero ahí no acaba todo, ya que el tratamiento erróneo o inadecuado puede ocurrir a pesar de un diagnóstico correcto. De hecho, mi preocupación por un mal diagnóstico es relativamente menor. En mi opinión, un problema mucho mayor ha sido la vasta cantidad de tratamientos equivocados aplicados a pacientes con un diagnóstico primario correcto, en virtud de la negligencia y la antipatía de la psiquiatría hacia los temas espirituales. Este tipo de tratamiento erróneo suele pertenecer a una o más de cinco categorías: incapacidad para escuchar, denigración de la humanidad del paciente, incapacidad para fomentar una espiritualidad saludable, incapacidad para combatir una espiritualidad no saludable o una teología falsa, e incapacidad para comprender aspectos importantes de la vida del paciente. El reclamo más común que oigo de los pacientes de psicoterapia acerca de sus terapeutas (no sólo de los psiquiatras, también de los psicólogos de inclinación secular y de los asistentes sociales, aunque la psiquiatría ha tendido a prevalecer) ha sido que no escuchaban o se negaban a escuchar los aspectos espirituales de su vida. Cuando los pacientes habían de cosas como un sentimiento de vocación religiosa, la consideración de entrar en la vida monástica o el clero, experiencias místicas o incluso la mera fe en Dios, la tendencia predominante de los psicoterapeutas es callar hasta que los pacientes hablen de cuestiones mas mundanas, o intentar activamente desviarlos hacia asuntos más mundanos. Como consecuencia, muchos pacientes han abandonado a sus terapeutas. Incluso más común es que el paciente, haciéndose eco de las señales del terapeuta, entre en una especie de confabulación silenciosa en la que ambos convienen en evitar los temas espirituales. Típicamente, los pacientes me dicen: “De veras me gusta mi terapeuta. Es una persona decente. Creo que trata de ayudarme y de hecho, me ha ayudado. Pero no se imagina usted lo amenazado que se siente cuando yo menciono el lado espiritual de mi vida. Así que, como me ayuda un poco, he aprendido a ocultarle ese aspecto de mi vida y a no mencionarlo nunca. Pero me gustaría que fuera diferente. Me gustaría poder ser yo mismo sin rodeos en su consultorio. En ocasiones pienso que me iría mejor con un terapeuta más receptivo, pero por el momento, no creo que valga la pena empezar todo de nuevo. Y además, no me falta mucho para
terminar. Pero si algún día vuelvo a someterme a terapia, por cierto buscaré un terapeuta más comprensivo”. También he escuchado un número significativo de historias de terapeutas que han denigrado enérgicamente la vida espiritual de sus pacientes. Esto no quiere decir que la espiritualidad de una persona sea siempre saludable y nunca haya de ser confrontada, pero mi impresión de estos casos es que el terapeuta involucrado era incapaz de discernir entre una espiritualidad saludable y una no saludable. Más preocupante aún, sin embargo, es la denigración más general de la humanidad de los pacientes psiquiátricos. Permítame dar un ejemplo. He tenido la inusitada oportunidad de atender a una paciente esquizofrénica apenas dos veces al año a lo largo de los últimos dieciocho años. Cuando la atendí por primera vez como consultor en una clínica local, la paciente tenía treinta años y sufría de desconfianza, períodos frecuentes de depresión y apatía, delirios fugaces, aislamiento social y una gran dificultad para mantener un empleo o relaciones sociales. Además, mostraba una profunda ambivalencia, pérdida del sentimiento y una extrema inadaptación social. Poco después de haberla visto yo por primera vez, se la declaró incapaz e ingresé en un plan de Seguridad Social donde ha permanecido desde entonces. Cuando abandoné mi cargo de consultor en la clínica, la mujer continuó pasando por mi consultorio dos veces al año para una visita gratis de quince a treinta minutos. Hoy, a los cincuenta años, muestra todos los síntomas de una esquizofrenia crónica moderada y bien arraigada. El curso de su enfermedad durante dieciocho años ha sido consecuente y estable. Desde el punto de vista psiquiátrico tradicional, no se ha deteriorado pero tampoco ha realizado progreso alguno. Sería fácil considerarla una causa perdida crónica. No obstante, a lo largo de esos años, ha pasado del escepticismo a un interés incierto en la religión y luego a una fe profunda. Ahora asiste a misa por lo menos todas las semanas. Su teología no tiene nada de extraña: es, hasta donde puedo comprobar, no sólo tradicional y sólida sino bastante sofisticada. A cambio de mi ayuda —harto menor—, reza por mí de manera regular. Creo que con mucho, he logrado lo mejor posible. Muchos considerarían que su vida es una vida desperdiciada en la que no ha habido mejoría. Desde mi punto de vista, si bien no ha habido un progreso en su esquizofrenia ni un crecimiento de sus habilidades sociales, su alma ha experimentado un gran desarrollo. Algo muy profundo ha estado sucediendo despacio en su interior. Cuando los psiquiatras no sabemos cómo ayudar a aquellos que padecen una enfermedad mental crónica —como la esquizofrenia—, tendemos a darlos por perdidos. Hacemos lo mismo con el retardo mental e incluso mas aún, con ciertas condiciones, como la senilidad. Sin embargo, he atendido pacientes a quienes se les ha diagnosticado correctamente el mal de Alzheimer, que han realizado considerables avances espirituales en su vida después de recibir ese diagnóstico. Dado que los psiquiatras suelen ser incapaces de distinguir entre una espiritualidad saludable y una que no lo es, por lo general son incapaces de alinearse con una espiritualidad saludable, y reforzarla. Una luz en el horizonte ha sido la aparición de varios artícu1os recientes en la literatura profesional escritos por terapeutas que ofrecen descripciones clínicas de cómo algunos tratamientos parecieron mejorar o acelerarse de manera evidente a través del estímulo de la actividad religiosa —al parecer saludable— de los pacientes o de su sistema de creencias espirituales. Otro motivo de la formulación de diagnósticos equivocados o la aplicación de tratamientos erróneos o de ambos, debido a la ignorancia de la teología y la espiritualidad por parte de los psiquiatras, es su incapacidad para detectar ideas falsas, pensamientos falsos o, en términos religiosos, herejías. Tal vez usted piense —como yo lo hacía antes— que la herejía es un tema que pertenece a la época de la Inquisición o a la Edad Media, pero puedo asegurarle que la herejía está muy vigente a fines del siglo XX y que afecta de modo adverso a millones de
individuos y a la sociedad en su conjunto. La herejía surge en gran medida cuando la gente piensa teniendo en cuenta un único lado de la paradoja. Y las herejías, que en el mejor de los casos, son verdades a medias son, en esencia, mentiras. Otro efecto de los diagnósticos erróneos o, más comúnmente, de los tratamientos equivocados que resultan de la evasión o el descrédito de la espiritualidad ha sido un deterioro importante de la reputación de la psiquiatría y los psiquiatras. La noticia ya se ha expandido. Muchas personas evitan la psicoterapia que ofrecen los psiquiatras porque han escuchado acerca de la antipatía de la psiquiatría hacia la espiritualidad. Esto, a su vez, ha fomentado la competencia. A veces, la competencia es buena. No es accidental que el asesoramiento pastoral haya sido una de las carreras que más ha crecido en los últimos veinticinco años. El primer programa de capacitación en asesoramiento pastoral se estableció en 1948. Hoy en día existen unos doscientos programas de ese tipo. Muchos de ellos, hasta donde puedo verificar, son muy buenos. Y muchos consejeros pastorales están realizando una labor excelente. De hecho, a menos que un paciente sufra una alteración psiquiátrica severa que requiera farmacoterapia además de psicoterapia, suelo remitirlo a un consejero pastoral antes que a un psiquiatra. Pero no toda competencia es sana. En reacción a la incapacidad de la psiquiatría de abordar los temas espirituales durante la última década, ha habido, por un lado, una expansión explosiva de programas de atención cristiano-fundamentalistas, y por otro, de lo que escojo llamar “sanadores fundamentalistas New Age”. Tengo motivos para cuestionar la salud de este tipo de competición periférica. Pero si se trata de una competencia no saludable, existe en gran medida por negligencia de la psiquiatría tradicional. El malestar de la psiquiatría con la espiritualidad también ha dado como resultado una deficiencia significativa, tanto de investigación como de teoría. Un mínimo de investigación en el área de la espiritualidad ha sido emprendido en Harvard y un par de lugares más, pero es minúsculo comparado con la necesidad. Y la psiquiatría no es el único villano de la historia. Como ya mencioné, la religión es tan renuente como la psiquiatría a someter la espiritualidad a una investigación real. No es de extrañar que donde hay carencia de investigación haya también un estancamiento de teoría. Tal vez peque yo de no seguir la corriente. Sin embargo, desde mi posición ventajosa y hasta donde he podido comprobar, las mayores contribuciones a la teoría de la personalidad y la teoría de la psicodinámica durante la última generación no han sido hechas por psiquiatras; han sido aportadas por consejeros pastorales, consultores en administración de empresas y psicólogos industriales, y por teólogos y poetas. Quizás el aspecto más grave del atolladero de la psiquiatría es que al ignorar su propia espiritualidad como individuos —y al ser enseñados por sus mentores a ignorarla— los psiquiatras mismos están limitando con severidad su desarrollo psicoespiritual. Quince años atrás, mi esposa Lily y yo tuvimos la oportunidad de responder a un pedido de consulta de un convento. La consulta se requirió porque muchas de las monjas estaban sufriendo trastornos psicosomáticos bastante evidentes, y la comunidad no sabía cómo manejar la situación. Una y otra vez, Lily y yo repetimos a las veinte o más mujeres reunidas en la casa matriz: —Son ustedes un grupo de personas muy instruidas, muchas con doctorados, especialistas en el amor y la curación. Si existe un grupo de personas que deberían tener la capacidad de habérselas unas con otras sobre estos temas, son ustedes. Pero no lo entendían. Una y otra vez, replicaban: —Pero no somos profesionales. No estamos entrenadas para discernir entre lo físico y lo psicológico, para saber qué es psicológico y qué es espiritual.
Durante veinticuatro horas estuvimos en un callejón sin salida, hasta que de pronto, una novicia interpuso: —Si no entendí mal, ser psicoterapeuta —y hacer psicoterapia— significa esencialmente trabajar con uno mismo. LiIy y yo exclamamos al unísono: —Entendió bien. La consulta fue un éxito. O sea que afirmaría que la característica esencial del desarrollo, de un psiquiatra es su capacidad de trabajar consigo mismo. ¿Pero trabajar en qué? Si él —o ella— no cree estar en un viaje espiritual, pienso que el trabajo se restringirá a una mera tarea intelectual probablemente árida. Por otra parte, si logra aceptar, abrazar, la idea de que se encuentra en un viaje espiritual, entonces hay muchas posibilidades de que esa tarea personal sea rica y gratificante no sólo para el terapeuta sino para sus pacientes. Las ambigüedades involucradas son enormes. Por ejemplo, el psiquiatra puede superar en crecimiento a sus pacientes. Tal vez abandone la práctica de la psiquiatría y vaya en busca de otras áreas nuevas y extrañas. Pero el resultado general, creo, es que su viaje será más fructífero tanto para él como para sus pacientes. A la inversa, si el psiquiatra niega poseer una vida espiritual, sospecho que su propio desarrollo será limitado y también el de sus pacientes. Si bien creo que el atolladero de la psiquiatría es grave, su tratamiento podría ser bastante simple. Yo propondría cinco medidas terapéuticas. Si todas ellas fueran emprendidas, el problema estaría bien atendido. Si se tomara al menos una de ellas, el problema se aliviaría en forma sustancial. Tres de las cinco medidas propuestas tendrían que ser aplicadas durante la residencia psiquiátrica, y por lo tanto, serían responsabilidad de los directores de los programas de residencia. Permítame comenzar con la más sencilla. Creo que en el primer mes de residencia, se debería enseñar a todos los residentes de psiquiatría a tomar rutinariamente una historia espiritual, del mismo modo en que ahora se les enseña a tomar rutinariamente una historia más general y a realizar un examen de estado mental. En una ocasión, formulé esta propuesta a un hombre de sesenta años de orientación espiritual que era presidente del Departamento de Psiquiatría de un gran centro médico universitario. Me preguntó: “¿Qué diablos es una historia espiritual?” Le expliqué que era el proceso de hacer preguntas bastante simples y obvias al yaciente: “¿En qué fe lo educaron? ¿A qué Iglesia pertenece? ¿Sigue practicando la misma religión? ¿En la misma iglesia? Si no, ¿qué fe practica y cómo se produjo el cambio? ¿Es usted ateo? ¿Agnóstico? Si es creyente, ¿cuál es su idea de Dios? ¿Tiene una noción de un Dios abstracto y distante o de uno cercano y personal? ¿Esto se ha modificado últimamente? ¿Reza usted? ¿Cómo es su vida de oración? ¿Ha tenido experiencias espirituales? ¿Cuáles fueron? ¿Qué efecto tuvieron sobre su persona?, etcétera”. Seis semanas después, el presidente del Departamento de Psiquiatría me escribió: “El otro día tomé mi primera historia espiritual de un paciente y fue increíble todo lo que reveló”. Este es un remedio tan sencillo y obvio que no podemos dejar de preguntarnos por qué no se adoptó hace años. Pero de nuevo nos enfrentamos a la extraordinaria renuencia de la psiquiatría a relacionarse con temas espirituales. ¿Estas preguntas son demasiado intimas? ¿Acaso los psiquiatras han pensado que serían demasiado amenazadoras para sus pacientes? Lo cierto es que esas preguntas no son en absoluto amenazadoras para los pacientes. De hecho, ellos aprecian que se las formulen y les agrada contestarlas. Creo que quienes se han sentido amenazados son los psiquiatras. Además de mejorar el diagnóstico psiquiátrico y el tratamiento psicoterapéutico,
es posible que este simple remedio de realizar una historia espiritual en forma rutinaria ayude a los psiquiatras a tomar conciencia de que ellos también poseen su propia vida espiritual. Mi segunda recomendación sería que durante el curso de los tres años de residencia (preferentemente durante el primer año) se enseñaran a los residentes de psiquiatría las distintas etapas de crecimiento religioso o desarrollo espiritual. Tal vez bastaría con un curso. Una sinopsis simple de las obras de James Fowler sería lectura suficiente. Sin embargo, deberían enseñarles además algunos de los factores que podrían estancar a las personas en etapas espirituales inmaduras o autodestructivas, factores que no son muy diferentes de aquellos que estancan a las personas en etapas psicosexuales más comúnmente reconocibles. El principal propósito de esa capacitación y enseñanza sencillas sería, no sólo perfeccionar la capacidad de formulación de diagnóstico del psiquiatra, sino también lograr que tome conciencia de que la espiritualidad es algo que se desarrolla. Y que aunque él haya avanzado en su propia vida espiritual, puede que aún tenga un trecho que recorrer. Creo que esta capacitación y conciencia contribuirían enormemente a la madurez incesante de los psicoterapeutas. Mi tercera recomendación es que durante los tres años de residencia, los residentes de psiquiatría asistan al menos a un curso sobre la naturaleza de la herejía, las ideas falsas y las conjeturas falsas. Pienso que cuanto más familiarizados estén con la teología, más capacitados estarán para detectar tales herejías o mentiras. Mi cuarta sugerencia es una tarea para los formuladores de correcciones del DSM III (Manual de Diagnóstico y Estadística de los Trastornos Mentales III) u otros manuales futuros. Esta propuesta se divide en dos partes. En primer lugar, sugiero que existen por lo menos dos nuevos diagnósticos de trastornos mentales que necesitan ser estudiados con seriedad para su inclusión en ese manual. Uno es la categoría diagnóstica de las personas que he rotulado como malas, o personas de la mentira. Recientemente, un hombre ha escogido mi trabajo en este campo y consagrado su tesis doctoral a la argumentación en favor de una categoría de diagnóstico que tituló “Trastorno de personalidad virulenta”. Creo que la tesis es interesante y el nombre, apropiado. También pienso que es menester considerar seriamente el diagnóstico de la posesión, con criterios que distingan entre la posesión y el trastorno de personalidad múltiple así como otros trastornos (entendiéndose que es posible que un paciente sufra a la vez de un trastorno de personalidad múltiple y de posesión). Además de estas nuevas categorías de diagnóstico, también creo que habría que considerar el establecer un eje espiritual en nuestros diagnósticos, un eje a lo largo del cual se evaluaría la etapa de desarrollo espiritual del paciente, además de otros factores espirituales —comprobados a través de una historia espiritual discernidora— que fueran pertinentes a su afección y diagnóstico primario. Por último, está el tema de la investigación. La mejor manera de realizar dicha investigación —como mi propuesta de un Instituto pasa el Estudio Científico de la Liberación— sería bajo la égida de un instituto específico y respaldado por fondos privados, preferentemente en colaboración con una universidad. Por ejemplo, entre otras cosas, dicho instituto podría servir como archivo y repositorio de videocintas de exorcismos, que los estudiantes e investigadores podrían ver, pero solo bajo restricciones que garantizarían el carácter confidencial de ese material. La mayoría de la investigación, no obstante, podría efectuarse en los departamentos de psiquiatría académicos ya existentes y concentrarse en proyectos menores. Si la psiquiatría entrara en el campo de la investigación espiritual, creo que presenciaríamos un renacimiento excitante y muy necesario de la teoría de la personalidad. Todas estas propuestas son de fácil ejecución. El gran interrogante es la voluntad para ponerlas en práctica. El tratamiento del atolladero de la psiquiatría es sencillo, pero, ¿está
dispuesto el paciente? Estoy convencido de que si el paciente hubiera estado dispuesto en el pasado, el tratamiento ya habría sido aplicado con éxito. En consecuencia, es obvio que el tipo de tratamiento que he sugerido sólo será adoptado si la psiquiatría experimenta un cambio de actitud hacia su propia terapia en este sentido. ¿Cambiará la psiquiatría norteamericana su postura de desinterés en tos temas de la espiritualidad humana, su resistencia a ellos, por una postura de apertura y curiosidad vivaz? Sólo los psiquiatras pueden responder esa pregunta. Como tales, son agentes de la historia. La psiquiatría norteamericana ha ejercido una influencia poderosa en la totalidad de la vida intelectual de nuestra civilización. No desapruebo el actual modelo médico, en tanto posea amplitud de miras y de definición. Durante la generación pasada, sin embargo, al adoptar un modelo médico que ha sido increíblemente unidimensional y casi por completo materialista, los psiquiatras han retrocedido cada vez más a un rincón donde se espera que funcionen como meros proveedores de píldoras, y que dejen la comprensión profunda de la condición humana a los teólogos y consejeros pastorales. Quizá la psiquiatría decida incluso abandonar la psicoterapia. Tal vez sería el curso apropiado. No lo sé realmente. Pero sí sé que la influencia de la psiquiatría en la vida intelectual de nuestra civilización se encuentra en estado agonizante. Como psiquiatra que reconoce un gran valor en el modelo médico, que ha vislumbrado la gran belleza del reino de la anatomía microscópica, pero que también ha crecido enormemente en lo personal a través de sus esfuerzos, con frecuencia a ciegas en el campo de la psicoterapia, espero que los miembros de mi profesión experimenten el histórico cambio de actitud que he propuesto. Espero que al deliberar en lo más hondo de su alma y su mente escojan el papel del cambio que significa desechar la turbación hacia su propia espiritualidad y proclamar a los seres humanos como seres espirituales a quienes la psiquiatría puede ofrecer, no sólo un ajuste bioquímico, sino un cierto sutento espiritual.
ÍNDICE DEL LIBRO ORIGINAL Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 PRIMERA PARTE El primer paso: crecer UNO. La conciencia y el problema del dolor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 DOS. La culpa y el perdón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 TRES. El tema de la muerte y el sentido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49 CUATRO. La afición por el misterio ..................................... 75 SEGUNDA PARTE El paso siguiente: conocerse a uno mismo CINCO. Amor por uno mismo versus autoestima . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . SEIS. Mitología y naturaleza humana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . SIETE. Espiritualidad y naturaleza humana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . OCHO. Adicción: el mal sagrado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
95 110 127 150
TERCERA PARTE El último paso: en busca de un dios personal NUEVE. El rol de la religión en el crecimiento espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171 DIEZ. Materia y espíritu . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197 ONCE. El movimiento New Age: ¿simbólico o diabólico? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219 DOCE. Sexualidad y espiritualidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .248 EPÍLOGO. La psiquiatría en un atolladero. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263