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APÉNDICE I

LA EVOLUCIÓN LITERARIA COMO CONTIENDA DE PRÁCTICAS DISCURSIVAS1

A

lienta este trabajo la convicción de que el medievalismo es un legítimo aportante de sugerencias para un mejor conocimiento de nuestra cultura y sus problemáticas. Me

limito a señalar en apoyo de este planteo el fenómeno reciente de cierta confluencia de preocupaciones, técnicas y metodologías entre el medievalismo y una parcela de los estudios culturales (tal es el caso del programa de la historia cultural propuesto por Roger Chartier [1992], que enfoca la materialidad de los textos, es decir, su soporte físico y su tecnología, y para ello acepta las técnicas de viejas disciplinas como la ecdótica y la codicología, auxiliares habituales del medievalista). Ofrezco a la discusión el esbozo de una perspectiva de abordaje del campo de la producción cultural en sociedades alejadas en el tiempo, con cierta confianza en que los resultados puedan aportar elementos de interés para la comprensión de fenómenos culturales contemporáneos. De las condiciones concretas del campo fenoménico sobre el que nuestra investigación recorta su objeto he hablado en el primer capítulo de este libro. Con respecto a los instrumentos críticos utilizados en esta propuesta, reitero lo que señalé en el segundo capítulo: la

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insuficiencia del concepto de género para abordar fenómenos literarios tales como la definición, distinción e historia de entidades como la prosa y el verso me llevaron a proponer un concepto más adecuado que denomino, tentativamente, práctica discursiva. El concepto de “práctica discursiva” es una derivación de la noción de signifying practice usada por Wlad Godzich y Jeffrey Kittay (1987). Se trata de un acto de significación social constituido por una combinación (en proporciones determinadas) de una serie de elementos comunicacionales. Estos son: componentes verbales, componentes no verbales (técnicas de actuación, recursos de la voz, recursos de la diagramación y de la tipografía, etc.), una situación de comunicación (in absentia, in praesentia) y una posición del sujeto en esa situación (real o textual). La idea de “contienda” surge del hecho comprobado de que toda cultura se preocupa por conservar ciertos mensajes que considera cruciales para su identidad y continuidad. La práctica discursiva usada para formular y conservar este tipo de mensajes ocupa un lugar privilegiado en la cultura, defendido a toda costa. Por su estrecha relación con la “verdad” de sus mensajes y con los grupos sociales que la instrumentan, cada práctica discursiva está íntimamente involucrada en los conflictivos procesos de jerarquización y ordenamiento social (aquello que podemos interpretar, en términos de discurso, como estrategias de legitimación). Por esa razón, cada cambio en la hegemonía de las prácticas discursivas repercute en los fundamentos del principio de autoridad y obliga a reacomodamientos culturales e institucionales (por ejemplo, la reacción de las instituciones religiosas frente al fenómeno de la traducción a lenguas vulgares de los textos sagrados). La idea de conflicto que supone la noción de contienda debe complementarse con la idea de gradualidad. Cuando una práctica discursiva reemplaza a otra en la posición hegemónica, nunca el cambio es completo. Hay un cambio de énfasis, un desplazamiento mediante el cual lo nuevo retiene (o engloba) lo viejo.

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Fenómenos tan estudiados por la crítica y la teoría literarias como la relación entre centro y periferia, géneros consagrados y géneros menores, pueden entenderse desde esta nueva perspectiva como una reproducción de dicha contienda en el interior de una misma práctica discursiva. Asimismo, en la historia del último milenio de cultura occidental pueden identificarse una serie de correspondencias entre cambios de prácticas discursivas y momentos cruciales de su evolución (a muy grandes rasgos: el renacimento carolingio y la nueva escritura latina, el renacimiento del siglo

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y la escritura romance, el humanismo renacentista y la

imprenta, el romanticismo y la cultura tipográfica, el modernismo tardío o posmodernismo y la cultura mediática). Este enfoque general desplaza y recupera a la vez la concepción de Tinianov sobre la evolución literaria (1970) y las nociones complementarias de Bajtin sobre géneros discursivos (1987, 1989), en la medida en que trabaja con una entidad superior al género (que es la categoría más amplia que alcanza el paradigma conceptual de la Teoría Literaria). A su vez, la noción de discurso permite subsumir posiciones irreductibles en torno de la relación entre texto y contexto, literatura y sociedad, el reflejo y la mediación del lenguaje, la producción y la representación. No en una pretendida síntesis hegeliana sino en la globalizadora materialidad de los discursos en tanto manifestaciones concretas de la praxis humana (es decir, en tanto cultura). Hasta aquí, pues, el marco teórico de mi propuesta. A partir de estas precisiones conceptuales puede bosquejarse un perfil elemental del campo fenoménico que me interesa: en el ámbito de la cultura bajomedieval castellana, que corresponde al de un estadio oral secundario, diversas prácticas discursivas participan en la producción verbal, en su emergencia, en su transformación, en su diseminación, y todo este proceso nos resulta parcialmente accesible a través de un corpus textual que es, al menos en teoría, finito y abarcable.

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En este campo he privilegiado la problemática concerniente a la narratividad en tanto práctica social. Plantear este objeto implica presuponer que hay algo problemático en la actividad narrativa, lo que está lejos de ser aceptado unánimemente. Baste recordar aquí dos juicios generales de reconocida autoridad. Decía Barthes en uno de sus textos más trajinados:

Innumerables son los relatos existentes. Hay, en primer lugar, una variedad prodigiosa de géneros, ellos mismos distribuidos entre sustancias diferentes como si toda materia le fuera buena al hombre para confiarle sus relatos (...). Además, en estas formas casi infinitas, el relato está presente en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las sociedades; el relato comienza con la historia misma de la humanidad; no hay ni ha habido jamás en parte alguna un pueblo sin relatos (...); internacional, transhistórico, transcultural, el relato está allí, como la vida. (1970: 9)

Dos décadas después, Hayden White insistía en que:

Es tan natural el impulso de narrar, tan inevitable la forma de narración de cualquier relato sobre cómo sucedieron realmente las cosas, que la narratividad sólo podría parecer problemática en una cultura en la que estuviera ausente [...]. Lejos de ser un problema, podría muy bien considerarse la solución a un problema de interés general para la humanidad, [...] cómo traducir el conocimiento en relato. (1992: 17)

Esta supuesta naturalidad del relato es un claro ejemplo del tipo de dificultades que uno enfrenta al estudiar las prácticas discursivas de una sociedad: es virtualmente imposible clasificar todos los tipos de mensajes que producen porque son vistos como naturales; respuestas naturales a necesidades naturales. Trabajar con el pasado nos da la oportunidad de

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desenmascarar esta naturalización, porque uno se ve obligado a tener en cuenta que, por un lado, la omnipresencia de lo narrativo se da históricamente bajo infinidad de máscaras –y convengamos en que el filósofo, el periodista, el científico, el legislador, el ideólogo, difícilmente aceptarían que su actividad consiste en “contar cuentos”–; por otro lado, esta naturalización se vuelve menos nítida a medida que nos alejamos en el tiempo y discriminamos entre el acto doméstico de contar historias y la práctica social de la narración. En la Edad Media la actividad narrativa necesitaba inexcusablemente legitimar su pretensión de ingreso a los espacios comunitarios, reclamaba entonces para sí un estatuto pragmático o ético, convertía los preliminares y las aperturas de los relatos en instancias muy densas y codificadas: los relatos debían demostrar su necesidad y ocultar su futilidad. Estas estrategias de legitimación son sólo parte de los elementos que entran en juego cuando un sistema cultural trabaja; su identificación constituye la parte esencial de los primeros tramos de un programa de investigación acerca de la modalidad concreta en que se interrelacionan las prácticas discursivas de una sociedad. Otro elemento a considerar es la injerencia decisiva de la tecnología en la producción, circulación, interpretación y almacenamiento de los discursos. En el ámbito medieval es posible estudiar en toda su amplitud el paso de la oralidad a la escritura y de la escritura a la imprenta y ver allí en acto el cambio cultural concebido como contienda entre prácticas discursivas, que involucran a la vez un medio tecnológico, una disputa por el poder, una apropiación de autoridad y una estrategia de legitimación. Contra lo que podría esperarse, rara vez son las necesidades comunicativas las que generan nuevos medios tecnológicos; con más frecuencia es la aparición de una nueva tecnología la que crea nuevas necesidades comunicativas y nuevas modalidades discursivas.2 Intentaré ahora ilustrar estas cuestiones con fenómenos testimoniados por el corpus textual de la literatura hispano-medieval.3 En el ámbito de la oralidad, identifico en principio

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una práctica discursiva que denomino actuación juglaresca; ésta es la que genera el verso épico apoyándose tecnológicamente en el ejercicio adiestrado de una memoria, una gestualidad y un dominio del espacio concreto de la enunciación, que podríamos llamar “escena juglaresca”. La realización concreta de esta potencialidad discursiva, el cantar de gesta, contiene tanto componentes verbales como no-verbales, porque es la actuación lo que está en el centro de la práctica discursiva y lo que reúne diferentes funciones representativas que encuentran en la persona del juglar su sostén fundamental. En efecto, es el juglar el que legitima la autoridad de la práctica por su función de intermediador: durante el siglo XII y principios del XIII, el juglar, por medio de su memoria entrenada, su habilidad histriónica, su dominio del espacio comunitario, fue toda una institución cultural en la que se depositaban los signos de la memoria popular, el patrimonio cultural y los mitos de la identidad comunitaria. Desde esa posición resistió exitosamente los embates de otra institución (mucho más tangible como tal) y la competencia de otra práctica discursiva: la Iglesia y su escritura en latín. La importancia central del juglar queda en evidencia si observamos que a él van dirigidos los ataques de la Iglesia, contra su moralidad, su vida escandalosa, no contra su discurso. Una evidencia clara de la competencia que se desarrolla durante este período entre estas prácticas discursivas para ser los canales privilegiados de difusión de ciertos discursos ideológicamente relevantes para la sociedad castellana lo provee el fenómeno de la llamada “materia cidiana”. Por una parte, la escritura latina eclesiástica genera relatos en prosa y en verso sobre el máximo héroe castellano: la Historia Roderici aprovecha el modelo prestigioso de la crónica, mientras que el Carmen Campidoctoris elabora un panegírico que se nutre de la tradición clásica latina. Simultáneamente, la tradición épica, generada por la actuación juglaresca en torno de los condes de Castilla y de la figura del Cid, cobra impulso a mediados del siglo XII en medio de la difícil lucha contra las oleadas africanas almorávides y almohades y la creciente inestabilidad

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interna provocada por los levantamientos contra la reina doña Urraca, la posterior escisión de los reinos de León y Castilla, la larga minoría del rey Alfonso VIII. La competencia se dirimió claramente en favor de la actuación juglaresca, cuya capacidad de llegada a una población mayoritariamente analfabeta, con los recursos de la oralidad y de la cultura popular, le daba una ventaja insuperable frente a una escritura latina cuya difusión quedaba circunscripta a los escasos círculos letrados. La configuración de una nueva edad heroica proyectada a los tiempos de los orígenes de Castilla logró cohesionar al pueblo castellano en una situación histórica desfavorable: la actuación juglaresca fue el motor fundamental de cierta celebración de la identidad de un pueblo, generando lo que Francisco Rico (1993b) llama, refiriéndose al Poema de Mio Cid, un canto de frontera y, agrego, un espíritu de cruzada que culminó en Las Navas de Tolosa y en la expansión fulminante sobre Andalucía en las primeras décadas del siglo XIII. Entonces se produjo un doble movimiento que modificó la situación cultural: por un lado, la estratificación social hizo desaparecer el lugar comunitario y el juglar dejó de sintetizar la memoria colectiva para quedar al servicio de una clase, la de los guerreros. De este modo, el juglar perdió su autoridad colectiva y sólo le quedó su autoridad personal, su “orgullo profesional”. Su figura se volvió vulnerable y dejó de ser garantía de verdad. Hasta entonces, la “vida en variantes” de la cultura oral generaba infinitas versiones de los mismos relatos, pero esto no hacía mella en su estatuto de verdad ni en su legitimidad porque la actuación juglaresca proveía el respaldo necesario, vencía al tiempo y sus cambios a través de la actualización permanente del acto juglaresco. Al perder el juglar su lugar comunitario, la verdad ya no pudo fundarse en una tradición móvil. Necesitó entonces la verificación, la estabilidad, el respaldo externo de un documento. Al mismo tiempo, la Iglesia cambió su estrategia: luego del IV Concilio de Letrán a comienzos del siglo

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la oleada reformadora dio fin a las tácticas de

confrontación y promovió un vasto movimiento de apropiación de los modos discursivos orales

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(Lomax 1969). Este fue el marco cultural que rodeó al fenómeno de la puesta por escrito de los cantares épicos orales (si bien cronológicamente la puesta en escrito del Cantar de Mio Cid fue anterior). El programa cultural y literario del llamado “Mester de clerecía” permitió a la cultura letrada terminar con la hegemonía juglaresca. La irrupción de la escritura de textos en lengua romance modificó las estrategias de legitimación y las condiciones de posibilidad de la producción verbal. Lo que la crítica tradicional llamó, con un acierto insospechado, “épica culta” promovió un nuevo tipo de ejemplaridad –algo que provisoriamente podríamos llamar “una heroicidad del saber”, especialmente visible en el Libro de Alexandre y en el Libro de Apolonio– y proporcionó un respaldo documental a su pretensión de verdad dentro del ámbito del verso. La revolución tecnológica que supone la escritura desencadenó un proceso acelerado de transformación en varios niveles que tuvo en el manuscrito su escenario privilegiado. El folio medieval no es simplemente el soporte de una escritura: es el espacio en que confluyen varias formas de inscripción (rúbricas, glosas, interpolaciones), diferentes sistemas de representación: texto narrativo o poético, escritura, miniaturas, rúbricas coloreadas, glosas y comentarios marginales. A veces se hace visible la rivalidad entre estos sistemas: iluminación e inicial, rúbrica y texto o imagen miniada. Un claro ejemplo es el Cancionero de Palacio, códice del siglo XV que contiene una vasta antología de la poesía cortesana cancioneril, donde los poemas que cantan un amor sublimado con una fraseología tomada del fin'amors provenzal aparecen ilustrados con dibujos que despliegan la sexualidad explícita de numerosas posiciones amatorias. La crítica positivista recurrió al expediente de ignorar tales ilustraciones y concentrarse en la edición y comentario del texto expurgado de su entorno de escritura e iluminación. En ese texto depurado se apoyaron las inferencias sobre la naturaleza idealista del discurso amoroso de la lírica cancioneril. Posteriormente, algunos críticos tomaron esas

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iluminaciones como clave fundamental de interpretación de la poesía cancioneril: ya no construcción idealizada de un amor sublimado sino código secreto de una poesía erótica, celebratoria del cuerpo y de la sexualidad.4 Ambas posturas están sujetas, en rigor, a una misma lógica: reivindican una homogeneidad absoluta en su objeto y son incapaces de considerar la verdadera naturaleza de la textualidad medieval, cruce tensionado de modalidades heterogéneas de representación, en permanente diálogo, acuerdo, desvío, variación, antagonismo. Lo que el Cancionero de Palacio nos revela es el complejo proceso por el cual una producción verbal según las pautas compositivas de la lírica trovadoresca se resignifica en el ámbito recepcional de su copia en un códice regio, por obra de un marco icónico que responde a otras pautas, propias de las conductas cortesanas del entorno de Enrique IV de Castilla y de los Reyes Católicos. Retomando nuestro relato, digamos que luego de un proceso que cubre la primera mitad del siglo

XIII,

la producción verbal escrita de la clerecía consigue desplazar del lugar

hegemónico a la producción verbal oral mediante la puesta por escrito del verso épico juglaresco y la composición de poemas narrativos de temática religiosa y de materia antigua. Los testimonios conservados dejan entrever un tensionado cruce de escritura y oralidad, en el que el verso de clerecía intenta legitimarse como práctica discursiva apoyándose en la escritura y a la vez buscando –con suerte dispar– reproducir las ventajas de la comunicación oral en el ámbito de lo escrito (acto comunicativo in praesentia, contextualización del discurso, componentes no verbales de la enunciación juglaresca). En este punto, una nueva práctica discursiva, la prosa romance, viene a terciar en la contienda y logra por fin consolidar la escritura como canal comunicativo hegemónico de la cultura castellana. Mientras la escritura en verso se obsesionaba con la representación de lo implícito de la comunicación oral, la escritura en prosa se propone elaborar una clase diferente de representación, convirtiendo sus

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aparentes desventajas (ausencia de marcas formales como la rima y la métrica, ausencia del emisor) en una ventaja comunicacional: es posible la comunicación en ausencia del emisor y esta misma ausencia provee al texto de un principio de verdad y autoridad más estable.5 Se adjudica también una ventaja cognitiva: las operaciones distribucionales de la escritura proporcionan una imagen del mundo cuya inmediatez es imposible para lo oral (orden gráfico, yuxtaposición en el espacio, etc.). De esta manera, la prosa fue la práctica discursiva que encontró la forma de legitimarse sin terminar remitiendo a la oralidad, porque encontró un lugar no oral desde donde comunicar lo implícito (lo que no equivale a “decirlo”): ese lugar está delimitado por las rúbricas, adición de títulos, capitulaciones, particiones, listas, catálogos, índices, marginalia, etc. que disponen para nosotros la ejecución verbal del discurso como algo localizado en el interior de una estructura enmarcatoria originada en la escritura. La prosa surge en Castilla, en forma sistemática y masiva, a mediados del siglo

XIII.

Los antecedentes conservados (el Liber Regum, los Anales toledanos, la Fazienda de Ultramar) fueron ensayos aislados que no tuvieron continuidad o fueron absorbidos como fuentes narrativas en el gran crisol de la textualidad alfonsí. La evidente relación del surgimiento de la prosa castellana con el programa cultural del rey Alfonso X el Sabio marca la excepcionalidad del caso en el Occidente europeo. En efecto, la prosa surge dentro de un programa impulsado y dirigido por la institución regia, como parte de un proyecto político-cultural oficial. El foco cultural que la sostiene y promueve se articula en torno de los Estudios generales fundados o refundados en Salamanca y en Sevilla,6 de los estudios particulares de Murcia y de los círculos intelectuales ligados a la corte alfonsí, las llamadas “escuelas alfonsíes”.7 Todo esto le otorga una peculiar situación institucional, ajena al modelo clerical y al apoyo de la Iglesia como institución.

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La prosa se forja, en principio, en la labor traductora de las escuelas alfonsíes, en el marco fundante de un vasto movimiento de asimilación de tradiciones escritas románicas y orientales; pero se consolida en los textos específicamente narrativos. Promovida, en suma, como el canal más adecuado para la comunicación de la ciencia, la doctrina y el relato, se inviste de una proximidad privilegiada con el saber y la verdad. La consolidación de la prosa narrativa se verifica a través de dos grandes cauces de realización textual: la narrativa breve, mediante la adaptación de las colecciones de relatos orientales, como el Calila e Dimna y el Sendebar, y la narrativa extensa, mediante el proyecto historiográfico plasmado en la Estoria de España y en la General Estoria. Un factor material que incidió significativamente en el desarrollo de la prosa narrativa extensa fue la difusión del papel (el “pergamino de paño” a que se alude en las Partidas), un soporte de la escritura más barato y accesible que, como ha demostrado Martín de Riquer (1978), permitió potenciar sus posibilidades tecnológicas y abrió el camino para emprendimientos narrativos ambiciosos. Ligada a proyectos político-culturales específicos (el de la aristocracia enfrentada al rey Felipe Augusto en Francia, el proyecto centralista de Alfonso X el Sabio en Castilla)8 la prosa fue el vehículo privilegiado de proyectos de una ambición inusitada: aún los romans en verso más extensos empalidecen frente a la envergadura de las grandes empresas narrativas en prosa, como el monumental Ciclo francés de la Vulgata que reúne toda la materia de Bretaña o la Grande e General Estoria de Alfonso el Sabio. Así irrumpe la prosa narrativa, disputando al verso escrito y a las prácticas discursivas orales espacios culturales e instancias de validación. El discurso cronístico se apropió de la forma prosa como vehículo privilegiado de su saber y la impulsó a su realización, convirtiéndola en la práctica discursiva dominante del sistema cultural pre-moderno que se iba desplazando de lo escrito a lo impreso y se iba desligando de los últimos restos de oralidad.

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El modo concreto en que las crónicas contribuyeron al establecimiento hegemónico de la prosa consistió en la elaboración de un espacio textual, un espacio regulado por la operatividad de determinados procedimientos, ligado al mundo de la escritura y por tanto, cifra exacta de la transformación de la situación enunciativa: de la escena viva del juglar al rectángulo mudo del folio; este desplazamiento fue una de las revoluciones más profundas de la cultura occidental. La función ideológica de este espacio textual generado por la escritura en prosa puede provisoriamente sintetizarse en la promoción de determinados modelos de conducta y en la proyección de un orden social ideal, al que por vía racional (educación mediante) el pueblo daría su consenso. Más allá de los contenidos que explicitaban estos mensajes en los textos, interesa enfocar su realización en el plano de la forma, operada esencialmente a través de la construcción de un sujeto del enunciado paradigmático a partir del cual el destinatario debía situarse en el mundo y leer (o leerse en) el mundo. Esta proyección de un tipo de subjetividad ejemplar es una de las principales estrategias culturales para fomentar la identificación de los distintos estamentos con el sistema moral y legal que autoriza las prácticas de una sociedad. Ejemplificaré lo dicho con dos de los principales representantes de la narrativa breve y extensa: el Calila e Dimna y la Estoria de España. El Calila pone en evidencia la impronta laica del proceso cultural en que surge la prosa: a pesar de las forzosas adaptaciones, se incorpora un modelo de saber práctico no ligado a la trascendencia religiosa sino de manera superficial.9 Márquez Villanueva, subrayando el trasfondo averroísta de la obra alfonsí, apunta: “La traducción castellana de Calila e Dimna mantuvo valientemente el excursus de Ibn al-Muqaffa’ relativo al desencanto personal con las religiones del Libro y a su abrazo de un puro humanismo filosófico, fragmento que posteriores versiones judeo-cristianas alteraron o suprimieron de raíz” (1994: 206). Pero el ejemplo más

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elocuente que nos ofrece el texto es el capítulo XVI que narra la historia de cuatro jóvenes que se encuentran en un camino, librados a su suerte por distintos motivos, uno de ellos es hijo de un rey, otro es un hidalgo, otro es hijo de un mercader y el último, hijo de un labrador. La evidente función de los personajes como representantes de distintas jerarquías sociales se completa con una peculiar disposición narrativa que reduce el modelo original ternario, de origen indoeuropeo, formulado en el esquema medieval de oradores, defensores y labradores, a un patrón binario. De allí la cercanía de las funciones narrativas del hijo del rey y del hidalgo, por un lado, y del mercader y del labrador por otro; de allí también la peculiar sintaxis secuencial que reordena la jerarquía (1º el príncipe, 2º el mercader, 3º el hidalgo y último el labrador), con una significativa postergación de la nobleza en favor de los poderes urbanos del “tercer estado”. La ausencia de un representante del estamento religioso subraya el hecho de que la problemática puesta en escena es de orden material y no espiritual. Finalmente, la ideología que sostiene tanto el contenido argumental como el discurso narrativo que lo vehiculiza se afirma en el plano superior de organización textual que constituye el marco (en este caso, el diálogo entre un rey y un filósofo).10 Las técnicas del marco adoptadas por la narrativa ejemplar romance son un claro ejemplo de la potencialidad organizativa de la prosa como práctica discursiva escrita. Alberto Vàrvaro (1985) ha estudiado, precisamente, la transmisión de estructuras organizativas como una forma especial de intertextualidad y ha demostrado que la recepción en la literatura castellana de estos esquemas facilita la tendencia general a integrar la categoría de lo narrativo con la de lo didáctico. Si bien el marco dialógico estaba difundido ya desde la época carolingia y se había reforzado con la práctica escolástica, su articulación con un marco narrativo de complejidad variable sí era una novedad de procedencia árabe que encontró en la naciente prosa romance sus condiciones de posibilidad.

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En cuanto a la práctica de escritura que supone la obra histórica alfonsí, los propios cronistas eran en gran medida conscientes de sus resonancias en el medio cultural castellano y de su significado social, tal y como lo ilustra el Prólogo mismo de la Estoria de España.11 Como es sabido, en su mayor parte es una traducción del prólogo que el arzobispo don Rodrigo redactó para su crónica De rebus Hispaniae, pero esto no disminuye en nada su importancia como testimonio de la conciencia sobre el valor de la escritura en la mentalidad histórica alfonsí. El texto se abre con el problema de la transmisión del saber, primera obligación del que lo adquiere, principio ético que sostiene el precario edificio de la sabiduría humana amenazado por la desidia, el olvido y la muerte. La escritura se impone como el medio más eficaz para vencer el olvido, asegurar la transmisión, actualizar lo pasado y trascender hasta las generaciones futuras. Asimismo, es evidente que se tiene en cuenta la rivalidad con la práctica discursiva oral juglaresca, pues se atribuye a la escritura una eficacia actualizadora hasta entonces reservada a la actuación del juglar y su espectáculo: el cronista sostiene que la escritura de los sabios permite “que pudiessen saber [...] los que despues dellos uiniessen los fechos que ellos fizieran, tan bien como si ellos se acertassen en ello” (PCG, 3a32-42). Es, por último, la que aporta una racionalidad, por la capacidad ordenadora que es propia del registro escrito:

los sabios ancianos [...] escriuieron los fechos [...] et las leys [...] et los derechos [...] et [...] las gestas [...], por que los que despues uiniessen por los fechos de los buenos punnassen en fazer bien, et por los de los malos que se castigassen de fazer mal, et por esto fue endereçado el curso del mundo de cada una cosa en su orden (PCG, 3b23-35; las itálicas son mías).

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Si para el Toledano las frases encomiásticas hacia la escritura son parte de la tópica del exordio y afirman un elemento básico de su cultura latina, para Alfonso y sus colaboradores el traslado de estas frases posee un sentido diferente: impone el valor de la escritura como herramienta didáctica en el ámbito de la cultura romance, en competencia con la oralidad. El objetivo último de la Estoria de España, acorde con la grandiosidad de los actos cruciales del Rey Sabio, combinaba la búsqueda de la representación eficaz y exhaustiva de la experiencia humana en los tiempos pasados y el intento de legitimar por la historia las ambiciosas metas del proyecto político-cultural alfonsí; forma e ideología, en suma, como caras de una misma moneda. Para alcanzar este objetivo se encaró el diseño de un universo que diera cabida a infinidad de hechos, conductas, hábitos y valores que hasta ese momento no habían sido considerados por la historiografía o, al menos, no habían sido registrados en un mismo texto o englobados por un mismo discurso. Para poblar un universo de tan anchos límites, Alfonso y sus colaboradores apelaron a un amplio abanico de fuentes, mayoritariamente narrativas, muchas de ellas cronísticas, pero también poéticas, líricas, sapienciales. Tales fuentes enriquecieron los contenidos de lo historiado a la vez que fueron la materia básica del vasto proceso de interdiscursividad que significó la elaboración cronística del taller alfonsí. Para dar cuenta de una masa de información de tal envergadura, los cronistas echaron mano de diversas formas discursivas –como, por ejemplo, la sapiencial representada por la inclusión del Libro del Filósofo Segundo al narrar el gobierno del emperador Adriano– y también diversos registros –como es el caso del discurso amoroso ovidiano plasmado en la carta de Dido a Eneas. La prosa fue la práctica discursiva que posibilitó el manejo de materiales tan heterogéneos y tan numerosos. La escala inédita en que trabajó el taller alfonsí resalta aún más nítidamente cuando se la compara con el trabajo enciclopédico más ambicioso que había encarado la clerecía utilizando otra práctica discursiva, la escritura en verso: el Libro de

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Alexandre. Isabel Uría (1986) ha planteado la posibilidad de que el Alexandre refleje un trabajo compilatorio en equipo, adscribiéndolo a una autoría plural pensada como antecedente de las escuelas alfonsíes. A los motivos estilísticos que fundamentan un rechazo de esta hipótesis y la reafirmación de una autoría individual,12 puede agregarse la perspectiva histórico-cultural y afirmar que no puede explicarse una labor compilatoria y compositiva como la alfonsí sin la prosa: así como la historia de Alejandro y sus digresiones eruditas y científicas terminaron absorbidas como un componente más del relato universal de la General Estoria, así también la prosa absorbió el verso (mediante la prosificación de poemas narrativos cultos y populares) y lo superó como vehículo de los saberes y de la historia. En la tarea de ofrecer una visión coherente de la heterogénea masa de fuentes narrativas, el taller alfonsí funcionó como una suerte de laboratorio de experimentación discursiva, en que un grupo de intelectuales de primer orden, los cronistas alfonsíes, intentaron proporcionar una dispositio adecuada a las huellas registradas de la praxis histórica y una eficaz argumentatio a los objetivos políticos de Alfonso X. Todo ello culminó en el trazado de un dispositivo narrativo, paralelo al que en el ámbito de la narrativa breve trazaron las grandes colecciones de origen oriental. De las características de tal dispositivo puede decirse que, en el plano del enunciado, las categorías de tiempo y espacio están definidas a partir de la cronologización universal y de la delimitación de un territorio significativamente privilegiado: el hispánico. En cuanto a la categoría personaje, se privilegia la figura ejemplar: el carácter figural del personaje potencia su capacidad condensadora de lo histórico y de lo axiológico, así como la ejemplaridad fundamenta la trascendencia histórica. Las funciones e indicios que conforman la secuencia narrativa, componente narrativo básico del acontecimiento –a su vez, unidad mínima del relato histórico– se organizan de acuerdo con el modelo del enxemplo. Ya sea en la síntesis de la formulación cronística más apegada a la tradición isidoriana como en la expansión del

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detallismo proveniente de fuentes no cronísticas, las acciones, las descripciones y su encadenamiento lógico-temporal cumplen a la vez una función referencial, por la que la estructura del relato reproduce la estructura de la historia, y una función ejemplar, exponiendo modelos de conducta a seguir o evitar y ciertos principios rectores del devenir histórico. Por último, narrador y punto de vista se ubican en un plano objetivo superior, con todos los poderes de la omnisciencia pero a la vez, con la distancia que impone la articulación de otras voces (las fuentes). Este doble juego de unicidad e intermediación, por el cual el Narrador alfonsí sabe todo... lo que sus fuentes le dejan saber, permite mantener una perspectiva unívoca y objetiva, y un relato plural, donde lo controvertido y lo contradictorio encuentran un punto de equilibrio. En el plano de la enunciación, la concurrencia de una nueva dispositio de lo narrado (pautado analístico, cronologización, sincronización de señoríos, rupturas cronológicas y recapitulaciones narrativas) y de un conjunto de marcas enunciativas subrayan el carácter de “explicación para el presente” del relato alfonsí. El punto de máximo avance logrado por la prosa alfonsí está representado por la prosificación de los cantares de gesta, género revalorizado culturalmente por el proceso de puesta por escrito iniciado a principios del siglo XIII, y que ostentaba una indiscutible eficacia narrativa en la representación vívida de la experiencia humana. De modo que el taller alfonsí no podía prescindir de los relatos épicos, cuyos personajes, además, pertenecían al máximo rango en la escala de las figuras históricas. Así fue como llevó a cabo la labor prosificatoria cuyos frutos conocemos indirectamente en los textos cronísticos que han llegado a nosotros. Esta labor significó el triunfo de la prosa sobre el verso (oral o escrito), lo que se pone de manifiesto en el hecho de que la leyenda épica del Cid, por ejemplo, comenzara a circular de modo cada vez más preponderante en su versión prosística. Mientras la oralidad recuperaba su fuerza en la fragmentación de los viejos cantares, al precio de optar por lo lírico-narrativo, es

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decir, lo esencialmente estético que nutre el Romancero épico, los siglos XIV y XV habrían de conocer la “verdadera” historia de sus héroes a través de las crónicas. Este proceso de hegemonización de la prosa culminaría, en el caso del Cid, con la publicación de la Crónica Particular del Cid por Juan de Velorado (Burgos, Fadrique Aleman, 1512). Para terminar, haré un rápido esbozo de las proyecciones de este momento fundacional. En la época de Sancho IV se produjo una reorientación drástica de la cultura, que volvió a manos de la Iglesia y a la tradición latina europea. Esto implicó el abandono del modelo alfonsí en lo doctrinal, pero su recuperación y aún superación en el plano formal, tal y como puede observarse en los Castigos del rey don Sancho IV. Así como la prosa alfonsí, según Márquez Villanueva, se muestra ajena a la huella determinante de la predicación, factor que en todas partes favorecía los usos semicultos de la lengua romance, en Castigos del rey don Sancho IV la explotación de estos recursos permiten ampliar la capacidad de representación de lo cotidiano, según ha demostrado Hugo Bizzarri (1999, 2001). La recreación de la escena del aprendizaje en el marco doctrinal, su interacción dialéctica con la materia narrativa (lo divino y lo terreno, lo libresco y lo experiencial o testimonial) y su orientación hacia el modelo del “regimiento de príncipes”, muestran en Castigos la dirección impresa en el proceso evolutivo de la forma prosa a pocos años del umbral alfonsí. De manera que, ya en tiempos de Fernando IV, y al margen de un proyecto cultural centralizador, la práctica discursiva “prosa”, dotada de un arsenal de recursos y procedimientos formales, está en condiciones de absorber diferentes modelos narrativos que provienen de otras prácticas y de otras lenguas. Así, por ejemplo, la recepción de modelos narrativos franceses está testimoniada por el códice h-I-13 de la Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial, compuesto como antología, que ofrece ejemplos de los modelos hagiográficos, del romance (en el sentido franco-inglés del

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término) y de la novela bizantina, en combinación con motivos de larga tradición narrativa como “el encuentro en el lugar salvaje” y “la reina falsamente acusada”. El conjunto de estas historias permite percibir de qué manera la práctica discursiva encuentra nuevas posibilidades de desarrollo por desprendimiento de los parámetros del modelo didáctico-religioso (aprovechamiento narrativo de los motivos de la conversión, el milagro y el martirio; superación del verosímil ligado a lo maravilloso cristiano y planteo de nuevas instancias de motivación y verosimilitud). Paralelamente, en el campo de la historiografía, se configura un nuevo modelo, cuyo ejemplo más evidente es la Crónica Particular de San Fernando: allí se cumple una serie de desplazamientos (del acontecimiento históricamente relevante a la anécdota, de lo épico a lo caballeresco, de la figura ejemplar al personaje menor, de la impronta ideológica regia a la aristocrática). Asoma en estos nuevos géneros la mentalidad señorial, que deja su huella en la configuración específica de las instancias argumentales de gran parte de los textos postalfonsíes: la peripecia de los hijos del rey Guillelme, la recuperación del linaje en el Libro del cavallero Zifar, Ida alimentada con la leche de su propia madre, esposa del Caballero del Cisne en la Gran Conquista de Ultramar, son apenas algunos de estos indicios, diseminados en todos los niveles constitutivos de la textualidad prosística del siglo XIV. En resumen, luego de un proceso de asimilación y condensación de la narratividad diseminada en las demás prácticas, la prosa consolida, en el campo de la ficción, sus ventajas comunicacionales y sociales como práctica discursiva portadora de los mensajes fundamentales de una sociedad en los umbrales de la crisis. La última meta de esta expansión será fundar un sujeto y un lugar de enunciación que desde su virtualidad sostengan todo el sistema de discursos narrativos y termine avalando la

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totalidad de los discursos sociales de la cultura occidental, con la consolidación pre-moderna de la figura del autor. Pero ésta, como todos sabemos, ya es otra historia.

Este rápido esbozo se contenta con dejar al menos la sensación de viabilidad de un modo diferente de trazar la historia de los discursos en una cultura medieval. En esta reformulación de lo histórico-literario en términos culturales baso mi optimismo en la posibilidad de construir un nuevo tipo de saber sobre los textos, iluminador del pasado y sugerente para nuestro tiempo.

1

Este trabajo aprovecha secciones de un artículo publicado en Jerusalén (1998) y de una ponencia

leída en las V Jornadas Internacionales de literatura medieval española, realizadas por la Pontificia Universidad Católica Argentina, en Buenos Aires, agosto de 1996 (“El surgimiento de la prosa narrativa en Castilla: un enfoque histórico-cultural”). 2

Véase al respecto el ya clásico estudio de Walter J. Ong (1987). Godzich y Kittay (1987: 4-6) también

ofrecen argumentos y ejemplos sobre la incidencia de la tecnología en las necesidades comunicacionales y las modalidades discursivas. 3

Lo que me propongo es esbozar, a partir de las herramientas conceptuales formuladas, las líneas

generales de un proceso que abarca más de dos siglos de cultura narrativa en Castilla. De allí que lo que se afirma debe entenderse en ese nivel de generalidad. Por supuesto que el análisis puntual encontrará excepciones y matizaciones por doquier, pero me interesa aquí trazar una suerte de cuadro general que nos permita inteligir una cierta lógica evolutiva, algunos hilos de la trama en que se asienta el sistema de géneros narrativos en el período de emergencia del castellano como lengua literaria. 4.

Véanse al respecto Whinnom 1981 y Macpherson 1985.

5

Para la concepción general del fenómeno al que alude este brevísimo panorama, véanse Stock 1983,

Godzich y Kittay 1987 y Olsen y Torrance 1995. 6

Me refiero a la refundación de la por primera vez llamada “Universidad” de Salamanca mediante las

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ordenanzas promulgadas en Toledo el 8 de mayo de 1254 y a la creación de los “estudios y escuelas generales de latin e arabigo” en Sevilla según consta en un privilegio del 28 de diciembre de 1254. Véanse al respecto Ballesteros-Beretta 1963: 104 y O'Callaghan 1993: 131-134. 7

Sigue siendo de consulta obligada el trabajo de Gonzalo Menéndez Pidal (1951). Sobre la cuestión

educativa institucional alfonsí, véase Márquez Villanueva 1994. 8.

Para el caso francés, véase Spiegel 1993.

9

Sobre las particulares características del saber vehiculizado por esta obra, véase la Introducción a la

edición crítica de Cacho Blecua y Lacarra (1984: 20-30). 10

Ofrezco un análisis ideológico y formal detallado de este episodio en Funes 2000d.

11

Utilizo la 2ª edición del texto publicado por Ramón Menéndez Pidal (1955), al que remito mediante

la sigla PCG. 12

La unidad de estilo ha sido suficientemente probada por Dana Nelson (1991) más allá de su

controvertida atribución del poema a Gonzalo de Berceo.

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