Diversidad Cultural Y Mundialización Pp.95-117

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5. La circularidad global/local

Disciplinar la economía global también es disciplinar lo local. El binomio unidad/diversidad es inherente al imaginario y a la práctica de la gestión simbólica del mercado-mundo. Las segmentaciones y diferenciaciones no se diluyen en el vasto todo del global democratic marketplace. La empresa posfordista tiene que declinar los procesos de globalización en el plano cultural. Las ciencias humanas, por su parte, intentan acotar la naturaleza de la nueva fase del movimiento hacia la integración mundial al interrogarse sobre la apropiación local de los flujos transnacionales. Las mediaciones, los cruces y mestizajes, las formas de la resistencia y los nuevos mecanismos de la hegemonía cultural e ideológica suscitan el debate y ponen en tela de juicio la idea de una modernidad unívoca.

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La construcción de la red global INTEGRAR LA EMPRESA PARA UNIFICAR EL MUNDO Desde mediados de los años sesenta, las firmas internacionales se rebautizan como multinacionales, sugiriendo así que asumen como propios los intereses de cada nación en la que se instalan. En la década siguiente, la Comisión de las Naciones Unidas encargada de estudiar los medios para poner coto a sus excesos propone llamarles «transnacionales». Esta denominación pretende significar que las actividades nacionales de estas firmas dependen de una estrategia de alcance mundial y que, por consiguiente, esta última encierra numerosos conflictos potenciales de intereses con las naciones en las que se implantan. En los años ochenta, el léxico de la gestión empresarial instaura la lengua de lo global: «A diferencia de sus predecesores preglobales, los managers sienten escasa lealtad respecto del "Nosotros". Practican una forma de capitalismo puro y duro, global. Al abandonar las filiaciones con los pueblos y los lugares, son más fríos y racionales en sus decisiones» (Reich, 1990). A partir del inglés este vocabulario se transfiere a todas las lenguas del planeta, sin que los ciudadanos hayan tenido tiempo de interrogarse sobre las condiciones y el lugar de su producción. Ciertas lenguas, en Asia por ejemplo, resisten algún tiempo recurriendo a la perífrasis «apertura al mundo». En vano. E incluso en los países de lengua latina que comparten el antiguo vocablo de «mundialización», se ha visto ratificado a un ritmo asincrono según el grado de porosidad de las distintas realidades nacionales en relación con esta representación del nuevo orden del mundo. Stricto sensu, la globalización denomina el proyecto de construcción de un espacio homogéneo de valorización, de unificación de las normas de competitividad y de rentabilidad a escala planetaria. Debería limitarse a significar el proyecto de capitalismo mundial integrado. Pero la terminología transgrede las fronteras de la geoeconomía y las geofinanzas para irradiarse hacia la sociedad. La noción de competencia y su

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corolario, la eficacia, procedente de la escuela de pensamiento neoclásico o neoliberal, penetran progresivamente en todos los estratos de la sociedad. El léxico de la economía global se transforma en vector de la uniformización de las formas de decir y de leer el destino del mundo. Todo ello, bajo el manto del apoliticismo. Pretensión que desmiente el papel principal desempeñado por las organizaciones de defensa corporativa de las grandes unidades de la economía global en las negociaciones internacionales sobre el estatuto de las industrias de la cultura y la información. No hay globalización sin desmantelamiento de las reglamentaciones públicas. Lo cual en modo alguno significa ausencia de reglas sino la instauración de un marco jurídico propicio a la ampliación del espacio de la mercancía. «1984» no es sólo el título de la distopía de George Orwell. Es el año en que se inicia la desregulación de las telecomunicaciones y de las plazas bursátiles cuya onda de choque se propagará al globo. El presidente Ronald Reagan cambia la fisonomía de la comunicación mundial al abrir las redes a la competencia y precipitar, así, la carrera de las megafusiones en el sector. En las instituciones internacionales responsables de la aplicación del principio de librecambio se inicia un ciclo en el que crecen las presiones para la liberalización de los sistemas e industrias de la información y la cultura, y para la supresión de su corolario, las políticas públicas. Auge de los proyectos de mercado único, lanzamiento de cadenas pansatelitarias, interconexión generalizada en tiempo real de la esfera financiera, punta de lanza de la economía global, visibilidad creciente del puñado de empresas-redes que adaptan, tanto en lo interno como en lo externo, su gestión informatizada a la dimensión del mercado-universo. Otros tantos signos de la marcha hacia la integración funcional de las grandes unidades económicas. La organización fordista era piramidal y estaba balcanizada. El posfordismo liberaliza. Cruza las escalas geográficas, entre lo local y lo global, las esferas de actividad (las de los contenidos y los continentes, por ejemplo), la concepción, la producción y la logística de la dis-

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tribución. El valor añadido del producto está en el ajuste más fino posible entre esta última y la demanda. Las tecnologías de la información permiten producir diversidad de forma estandarizada. Los sistemas de registro de los productos adquiridos y de tratamiento de los pedidos también pueden modelizar al cliente. La transacción se convierte en el motor principal de la actividad de la empresa. Para comprender la construcción del encuentro entre la oferta y la demanda, son cada vez más las disciplinas llamadas a desmenuzar los hechos y los gestos de los consumidores con fines estratégicos, y elaborar nuevas herramientas cualitativas con el fin de explorar las «estructuras de expectativa» de los usuarios de bienes y servicios al observar las prácticas cotidianas de consumo (Bocock, 1993; Sherry, 1995). La «cultura de empresa» se apropia de la idea de «mestizaje gerencial», cruce entre el habitus nacional y los esquemas apatridas de las ciencias de la gestión (dirección por objetivos, métodos de calidad total, reengineering). El doble trabajo de descontextualización/recontextualización hace que la propagación de las formas organizacionales no se limite a la compulsa con el modelo universal. Una misma práctica de gestión adquiere diferentes sentidos en las distintas culturas. La toma en consideración de estas interacciones participa de la búsqueda de la competitividad.

IMAGINARIOS DE LA MERCADOTECNIA: DE LA EMULACIÓN GLOBAL A LA «GLOCALIZACIÓN» ¿Acaso existen objetivos globales? ¿Hay que detectar las semejanzas antes que las diferencias, lo global antes que lo local? «The bigger, the better» contestan a partir de 1984 los grupos publicitarios anglosajones en pos del tamaño crítico. Es la época en la que las agencias de publicidad se rebautizan como agencias consultoras en comunicación. La función «comunicación» depende de las instancias decisorias. Sus argumentos acerca del fin de la heterogeneidad y la convergencia

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cultural legitiman su estrategia de megafusiones y su entrada en una Bolsa desregulada, que atrae a los fondos de pensiones en su capital (A. Mattelart, 1989). «Lejos están los tiempos de las diferencias regionales o nacionales», afirma Theodor Levitt, director de la Harvard Business Review y consultor de una gran red publicitaria británica. «Las diferencias que obedecen a la cultura, las normas, las estructuras, son vestigios del pasado [...]. La convergencia, tendencia que tiene cualquier cosa a ser como las demás, impulsa el mercado hacia una comunidad global.» O más explícito aún: «Cada vez más, en todas partes, los deseos y los comportamientos de los individuos tienden a evolucionar de la misma forma, ya se trate de Coca-Cola, de microprocesadores, de pantalones vaqueros, de películas, de pizzas, de productos de belleza o de máquinas fresadoras» (Levitt, 1983a y 1983b). Si se produce la confluencia hacia un «estilo de vida global», es porque los consumidores han interiorizado el universo simbólico destilado desde el final de la Segunda Guerra Mundial por los anuncios publicitarios, las películas, los programas de televisión, más concretamente los que proceden de Estados Unidos, ascendidos explícitamente a la condición de vectores de un nuevo universalismo. El mito de la globalización a todo pasto pasa por alto las cuestiones que, desde que existe la mercadotecnia, y a mayor razón desde la promoción del consumidor al rango de «coproductor», se plantean sus especialistas que no dejan de repetir que los mercados están segmentados, diferenciados. Cuestión que oportunamente recuerda el sociólogo Frank Cochoy: «¿Cómo puede defenderse el mercado unitario y, a la vez, difractarlo localmente? ¿Cómo pueden obtenerse simultáneamente ajustes macrosociales entre la oferta y la demanda global, y preservar la particularidad local de los agentes y de los objetos que intervienen en el intercambio?» (Cochoy, 1999, pág. 9). Una vez pasada la fiebre de las grandes maniobras de megafusión de la primera generación de las llamadas redes globales, se impone una observación: la empresa debe gestionar la diversidad y, por ello, articular el nivel local y global (Cos-

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Sociedad global y nuevo universalismo Desde finales de los años sesenta, el geopolítico Zbigniew Brzezinski, futuro consejero del presidente Cárter para asuntos de seguridad nacional, advierte que, como consecuencia de la «revolución tecnotrónica», está naciendo una sociedad global, cuya prefiguración es la sociedad norteamericana que, naturalmente, asume su liderazgo. El modo de vida norteamericano como la etapa que viene para toda la humanidad. Si los Estados Unidos pueden prevalerse de esta posición de faro de una nueva civilización mundial, es gracias a la «atractividad cultural» que ejercen sobre el mundo sus modos, sus modas, sus programas de televisión, sus películas, sus informaciones, sus hazañas científicas, su modo de gestionar las empresas, etc. La «diplomacia de las redes», concluye, está en vías de suplantar a la «diplomacia de la cañonera» (Brzezinski, 1969). La euforia del fin de la Guerra Fría impulsa a los estrategas a explotar los dividendos de la paz. La tesis del fin de la historia, leída y corregida por Francis Fukuyama, hace juego con las teorías de la mercadotecnia sobre la vocación universal de la cultura de masas norteamericana. Para el consejero del departamento de Estado, la omnipresencia de sus signos es la prueba de la homogeneización democrática del mundo bajo los auspicios del nuevo liberalismo. La expansión del global democratic marketplace se convierte en sinónimo de apertura a las libertades civiles y políticas. Otra variante de esta creencia: la teoría del soft power, elaborada por el universitario Joseph Nye (1990), también después de la caída del muro de Berlín. La ampliación de la comunidad mundial de las democracias no puede llevarse a cabo sino mediante la integración en el mercado global. Una integración que debe privilegiar la seducción antes que los medios que recurren a la fuerza y

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a la coacción. Son las inversiones simbólicas realizadas a través del tiempo por sus industrias de la información y de la cultura, las que permiten a los Estados Unidos sugerir un orden de prioridad mundial propicio para la fidelidad de las otras naciones a las normas y a las instituciones que se corresponden con sus intereses económicos, considerados estratégicos. La red de redes llega en el momento preciso para explotar plenamente esta information domínanos. Argucias de la historia, la trayectoria de las especulaciones sobre la cultura y la información como herramienta del poder avalan la definición que, en los años setenta, daba la teoría crítica del imperialismo cultural como forma de violencia simbólica. La segunda guerra del Golfo y la ocupación de Irak pondrán de manifiesto las lagunas de un pensamiento estratégico sobre la(s) cultura(s) anclado en el mito del todo comunicacional. La Global War contra el terrorismo o la cruzada contra el Eje del mal ha precipitado el encuentro de dos estrategias hasta entonces disociadas. El nuevo modelo de imperio articula el uso de la fuerza y la hegemonía sobre los mecanismos económicos y financieros. En lo sucesivo, la violencia es parte esencial de la implantación del proyecto económico global o, mejor aún, de la «configuración del mundo» (shaping the world). Su instrumento común: el control del tiempo electrónico, la observación y la identificación de objetivos en tiempo real (Joxe, 2004). Esta inédita combinación de fuerza militar y de coerción económica ha ampliado considerablemente el área de actuación de la propaganda, la manipulación y la mentira mediática, socavando la creencia en el advenimiento de la integración de las sociedades específicas en el mercado global por medio de la acción metabólica de los estándares universales de la información y la comunicación.

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ta y Bamossy, 1995). Los teóricos nipones de la gestión empresarial le han dado un nombre a esta forma de proceder: el acrónimo «glocalización». El enfoque unificado en el plano estratégico se conjuga con las modalidades tácticas de una autonomía capaz de amoldarse a los pliegues y repliegues de territorios, contextos y universos simbólicos diferentes. La adaptación de los spots publicitarios de las marcas globales, tales como Coca-Cola o Marlboro, en función de los imaginarios nacionales y de las distintas aculturaciones, a las referencias de la globalización, así lo atestigua. Lo que «arrasa» en Moscú o en Pekín es muy distinto de lo que engancha en París o en Sao Paulo. La oscilación entre lo global y lo local es la regla de los llamados medios globales si quieren aumentar sus audiencias. La competencia con las nuevas cadenas de vocación regional, incluso mundial, les empuja en esa dirección. CNN, figura solitaria de la televisión global en la época de la primera guerra del Golfo, se ha «descentralizado» desde entonces, para llegar en su lengua a los telespectadores europeos, asiáticos y latinoamericanos. Articulándose, si es preciso, con grupos locales, como es el caso en España y en Turquía. Estas cadenas a veces se ven obligadas a ello para soslayar una ley que prohibe a los inversores extranjeros superar determinados porcentajes de participación en el capital. Pero en caso de crisis mayor, en la que están implicados los Estados Unidos, como sucedió con la segunda guerra del Golfo, aun cuando la CNN no sea la oficina de propaganda de la Casa Blanca, como ocurre con la Fox News, sus delegaciones regionales no destacan precisamente por sus posiciones disidentes o susceptibles de ser tachadas de «antipatrióticas» por el gobierno norteamericano. La rapidez con que autentificó el término «coalición» es un indicio de ello. Claro que el centro del objetivo global es el universo de los sectores solventes. Los que pertenecen al «poder de la tríada» (América del Norte, la Unión Europea, Asia Oriental) y a los enclaves homólogos repartidos por el mundo: como mucho, la quinta parte de los habitantes del globo, que concentra

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el 80 % del poder adquisitivo y de las inversiones mundiales. Para las categorías no solventes, sólo el deseo es universalizable. Los expertos en estudios de mercado reconocen que hay más similitudes entre grupos que viven en ciertos barrios de Milán, París, Sao Paulo, o Nueva York, que entre un habitante de Manhattan y otro del Bronx. De ahí el auge, al conocerse el anuncio de los mercados únicos, de las tipologías de estilos de vida o de «mentalidades socioculturales», que segmentan a los individuos solventes en «comunidades de consumidores» (consumption communities) transnacionales en función de sus condiciones de vida, su sistema de valores, sus gustos, su trabajo. Los ingenieros de lo social de los años sesenta veían en los medios el vector de una «revolución de las esperanzas crecientes» que conducía necesariamente a los llamados países atrasados hacia la modernización. Con el bombardeo intensivo de las imágenes de la opulencia y de las asimetrías crecientes se ha abierto la caja de Pandora de la «revolución de las frustraciones crecientes». En una entrevista publicada por Le Monde el 1 de septiembre de 2002, el escritor peruano Alfredo Bryce-Echenique expresa a su manera esta disociación: «Ya no hay clase media en mi país, sólo pobres abajo y corruptos en la cima. Y sobre todo, la vulgarización ha ganado la partida. El mal gusto ha penetrado en todas las capas de la sociedad. Incluso aquí, la gente paga mucho dinero por imitaciones de arte colonial en plástico antes que conservar los originales. Está la agresión de la miseria y la de la estética» (pág. 9).

Pensar en el nuevo mundo de las alteridades DE LAS MEDIACIONES Y DE LOS USOS

No hay cultura sin mediación, no hay identidad sin traducción. Cada sociedad retranscribe los signos transnacionales, los adapta, los reconstruye, los reinterpreta, los «reterritorializa», los «resemantiza». Todo ello en distintos grados según los ámbitos, según el «coeficiente de internacionalización»,

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como dirían Durkheim y Mauss, de las sociedades y de los grupos. La idea de apropiación individual y colectiva corresponde a una conmoción del paradigma en el conjunto de las ciencias humanas que da acceso a nuevos objetos de investigación, nuevos métodos, nuevos referentes teóricos. Visión reticular de la organización social, retorno al sujeto en su estatuto de actor, a los mediadores y a los intermediarios, a los vínculos intersubjetivos, a los rituales de lo cotidiano, a los conocimientos ordinarios, a las artes de hacer de usuarios y practicantes, a las identidades de proximidad y a las múltiples inscripciones, son algunos de sus rasgos. La hipótesis general es que la llamada dimensión global participa en la reconfiguración de las identidades, en la construcción de nuevos imaginarios en el seno mismo del trabajo mental de la gente. Nuevos paisajes (scapes), nos dice el antropólogo indio Arjun Appadurai (1996), que aparecen y recorren todas las esferas de la sociedad: «etnoscapes, mediascapes, tecnoscá'pes, finanzascapes, ideoscapes». Ejemplo: el etnopaisaje se remodela con las migraciones, obligadas o voluntarias, que dan origen a «comunidades imaginadas» transnacionales de nuevo cuño, organizadas en «esferas públicas de la diáspora», que no pueden reducirse a un solo Estado, incluso cuando reivindican la pertenencia a una nación. Según él, se da por supuesto que estas interacciones y transacciones múltiples expresan formas sutiles de resistencia al orden dominante. El «paisaje mediático» ocupa un lugar importante. La lingüística estructural, ciencia reina de los años sesenta y setenta, había recluido los análisis sobre los medios de comunicación en los cotos cerrados de los programas y los discursos. Las teorías sobre la masificación dejaban ver entonces al receptor como un ser pasivo. El cambio de perspectiva implica a la vez la crítica de las teorías normativas de la cultura de masas y la rehabilitación del momento de la recepción y del estatuto activo del destinatario. Los estudios sobre la recepción de las series de televisión, tipo Dallas o Dinastía, demuestran que las audiencias hacen lecturas diferenciadas de estos sím-

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La post-Babel y el paradigma de la traducción «Traducción» y «duelo» son dos nociones inseparables, observa el filósofo Paul Ricoeur (2004). La traducción es la mediación entre la pluralidad (de las culturas, de las lenguas, de las naciones, de las religiones) y la unidad de la humanidad. El trabajo de la traducción crea «semejanza allá donde sólo parecía existir pluralidad», «algo comparable entre incomparables». En esta semejanza es donde se reconcilian «proyecto universal» y «multitud de legados». En cuanto a la idea del duelo, recibida del psicoanálisis, supone que no hay traducción perfecta. El trabajo de memoria no puede ir sin un trabajo de duelo. En esta relación entre la rememoranza y la pérdida es donde son posibles el reconocimiento mutuo de las culturas, la reinterpretación mutua de las historias respectivas y el trabajo para siempre inacabado de traducción de una cultura a otra. «La traducción es la réplica a la dispersión y a la confusión de Babel. La traducción no se reduce a una técnica practicada espontáneamente por viajeros, comerciantes, embajadores, pasadores, traidores y, en clave profesional, por los traductores y los intérpretes: constituye un paradigma para todos los intercambios, no sólo entre lengua y lengua, sino también entre cultura y cultura. La traducción da acceso a universales concretos, y de ningún modo a un universal abstracto, aislado de la historia [...]. La presuposición de la traducción es que las lenguas no son ajenas las unas a las otras hasta el punto de ser radicalmente intraducibies. Todo niño es capaz de aprender otra lengua que no sea la suya, acreditando así que la traducibilidad es un supuesto fundamental del intercambio entre culturas. Tenemos incluso ejemplos relevantes de producción con la traducción de las culturas híbridas: la traducción de la Tora, del hebreo al griego, en la versión de los setenta, y luego del griego al latín y

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del latín a las lenguas vernáculas. Y la traducción ejemplar del sánscrito al chino para el inmenso corpus budista, y también al coreano o al japonés. Es en un fenómeno de este tipo en el que pienso cuando evoco los intercambios entre legados culturales y espirituales en busca, hoy en día, de un lenguaje común. Este lenguaje común no será, tal y como lo soñaron en el siglo XVHI, una lengua artificial que no podría volverse a traducir a las lenguas naturales que tienen su propia complejidad. Lo que la traducción puede producir son universales concretos en busca de ratificación, de apropiación, de adopción, de reconocimiento» (Ricceur, 2004, pág. 19). «No permanecer prisionero de la noción de identidad colectiva que se refuerza actualmente debido a la intimidación de la inseguridad», insiste el filósofo, que propone la noción de «identidad narrativa». Una noción capaz de traducir la historia de las colectividades vivientes, garantía del intercambio entre las culturas.

bolos globales (Gripsrud, 1995). Los telespectadores las resemantizan en función de inscripciones en culturas específicas (nacional, étnica, familiar, etc.). La influyente escuela británica de los Cultural Studies se ha internacionalizado a través de sus estudios sobre la recepción de la ficción televisual transnacional (Morley, 1992). Y al intentar abrir la caja negra de la recepción fue cuando los antropólogos se implicaron en los estudios sobre la cultura mediática, a partir de los años ochenta (Dayan, 1992). Por el lado de la emisión, la atención se centra en las industrias de la cultura nacionales y regionales. Se implanta una «visión periférica» de la televisión global (Sinclair, Jacka y Cunningham, 1996). Se estudian las formas adoptadas localmente por la cultura de masas. Lo que interesa es comprender las interacciones de la producción nacional con las culturas populares locales y con los géneros mediáticos mundialmente consagrados. Se redescubre así la variedad de for-

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mas narrativas melodramáticas. Es lo que explica, por ejemplo, el florecimiento de los estudios sobre el modo de producción, la circulación y la recepción de las telenovelas o folletines latinoamericanos (M. Mattelart y A. Mattelart, 1987; Ortiz y otros, 1989; Vasallo de Lopes, 2004). Este retorno a las formas locales está en línea con la aparición de nuevos polos de industrias de la cultura, de nuevos actores en los mercados regionales o mundiales. Así lo acredita la creciente internacionalización de las producciones de los grandes grupos multimedia de Brasil (Globo) o México (Televisa), entre otros. Por último, se exploran las vías, ampliamente clandestinas, a través de las cuales los flujos transnacionales, y más o menos indeseables, de comunicación se infiltran en las sociedades y desafían a los regímenes autoritarios (T. Mattelart, 2002). El nuevo proyecto antropológico ya no se identifica con lo lejano sino con los «mundos contemporáneos», según la expresión del antropólogo Marc Auge (1994). La exploración del mundo penetra en la intimidad de todas las sociedades, tanto de fuera como de dentro. El medio urbano, los barrios, los suburbios, y también las empresas y las administraciones, se convierten en objetos de estudio sobre las relaciones de poder y las relaciones de sentido. La inversión in domo de la observación antropológica permite ver cómo el lugar reservado a las culturas inmigrantes por las sociedades de acogida constituye el revelador de la aptitud de cada una de ellas para abarcar al mundo en sus diversidades. Se redescubren escuelas de pensamiento atentas a la alquimia de las relaciones interculturales. Ya a comienzos del siglo pasado, el sociólogo Georg Simmel observaba cómo los emigrantes, al inventar nuevas formas de reinterpretación de su universo cotidiano, construían una visión subjetiva e híbrida del mundo. La noción de comunidad es, así, objeto de revisión. «Comunidad» no significa «identidad», sino «alteridad», señala el italiano Roberto Esposito, especialista en filosofía moral y política, al término de su desmontaje del concepto de «Comunidad/communitas»: «El comunitarismo quiere recluir a los hombres en grupos de pertenencia colectiva. Se equivoca en relación con el sentido de

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Artes de hacer: la memoria del «Nuevo Mundo» La historiografía de las culturas dominadas ayuda a reflexionar sobre los procesos de resistencia del mundo contemporáneo a las nuevas modalidades del proceso de deculturación/aculturación. La reflexión de Michel de Certeau sobre las «artes de hacer» como invención de lo cotidiano se apoya en las «invenciones silenciosas» de los indígenas del Nuevo Mundo frente a la coerción de los poderes para explicar las tácticas de la antidisciplina segregadas por los débiles y los dominados a través de la historia. «Los indios hacían de las liturgias, representaciones o leyes que se les imponían, otra cosa, distinta de lo que el conquistador pensaba obtener con ellas. La fuerza de su diferencia residía en los procedimientos de "consumo"» (De Certeau, 1978). Esta problemática de los «procedimientos mudos de los practicantes», la pone a prueba al describir algunas prácticas cotidianas contemporáneas del «hombre corriente»: artes de leer, hablar, caminar, habitar, cocinar o ver (De Certeau, 1980). En La guerra de las imágenes, publicado en 1990 y que lleva por subtítulo un elocuente «De Cristóbal Colón a Blade Runner (1492-2019)», el etnohistoriador Serge Gruzinski demuestra a su vez cómo las estrategias de conversión religiosa, imposición del poder y dogmas de la Iglesia producen sincretismos culturales. Un ejemplo flte esta guerra de las imágenes sin fin: la utilización de la imagen de la virgen de Guadalupe que insiste en «reterritorializarse», en escapar de quienes la inventan o reinventan, para vivir su propia vida. La conquista de las Américas, como vemos, ocupa un lugar privilegiado en la nueva lectura de la historia de las aculturaciones. Es el acontecimiento que, por un lado, funda la modernidad occidental en su proyección universalista, en su «toma del mundo» (Weltnahme) por

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parte de la Europa cristiana, y que, por otro, desencadena la reflexión humanista sobre la relatividad de las culturas. Este es el aspecto que el antillano Édouard Glissant desarrolla en su teoría de la «criollización», es decir, el conjunto de procesos mediante los cuales las culturas se ponen en contacto y se «intercambian a través de choques irremisibles, de guerras sin piedad, pero también de avances de conciencia y esperanza (Glissant, 1996, pág. 15). Entre los escritos precursores de este pensamiento «criollizado», Glissant cita los Comentarios reales del mestizo hispanoperuano, el Inca Garcilaso de la Vega, figura del «mestizaje en la derrota y la alineación», y los Ensayos del humanista Michel de Montaigne, por el «imperioso trabajo de relativización», la negativa a querer jerarquizar las culturas. De la experiencia de la deculturación/aculturación de los pueblos del Nuevo Mundo emana la terminología que sirve hoy, al menos en las lenguas latinas, para designar los procesos de mezcla intercultural. Sirvan de ejemplo los términos españoles «criollo» y «mestizo» y sus equivalentes portugueses crioulo y mestizo que han dado origen, respectivamente, a los vocablos franceses creóle y métis. El inglés, en cambio, recurre al registro de la hibridez, procedente de la botánica o de la zoología.

la palabra "común", que no designa a aquel que se nos parece o nos pertenece, sino a aquel que es diferente de nosotros» (Esposito, 2000, pág. 18). Como contrapunto, pero inextricablemente unidos a la misma reconstrucción de los procesos identitarios en la era de los flujos transnacionales, se produce el repliegue y la balcanización de las identidades, el auge del comunitarismo, la multiplicación de los conflictos étnicos, culturales y religiosos más o menos genocidas, las insurrecciones de los confesionalismos y nacionalismos violentos, que responden a lo que interpretan como la amenaza de homogeneización.

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MESTIZAJES/MISCELÁNEAS: OTRAS MODERNIDADES Pensamiento mestizo, lógicas mestizas, hibridación, «criollización»: la lengua de los intercambios entre culturas se ha enriquecido en las dos últimas décadas (Amselle, 1991, 2001; Bhabha, 1995; Bénat-Tachot y Gruzinski, 2001). Se debe en gran parte a los estudios poscoloniales. Estos conceptos distan mucho de concitar la unanimidad; algunos ven en el registro semántico de la hibridez al caballo de Troya de una ideología neocolonial (Chow, 1993; Van der Veer, 1997). De hecho, se reproduce la misma controversia en torno al concepto de «criollización» cultural, acertadamente utilizado por el antropólogo Ulf Hannerz en su estudio de los flujos transnacionales (1992). La ambivalencia parece ser parte integrante del recurso a las numerosas metáforas inventadas para designar la mezcla de culturas. Las investigaciones sobre la conexión entre lo particular y lo universal hacen que aparezcan otras figuras de la modernidad, nacidas en la encrucijada de lo «tradicional» y de lo «moderno». El acercamiento a la lengua criolla por parte de los escritores e investigadores de las Antillas o del océano índico es altamente simbólico. La lengua criolla, otrora amordazada, considerada como dialecto bastardo y derivado, alcanza un estatuto de lengua de pleno derecho, factor de ordenación lingüística, lengua administrativa y oficial y lengua de creación artística. Una lengua que se constituye a partir de una serie de tensiones, entre oralidad y escritura, ruralismo y urbanismo, clase cultivada y popular, arcaísmo y modernización (Laplantine y Nouss, 1997). Este descentramiento revela la búsqueda de una modernidad en plural y una liberación respecto de la modernidad logocéntrica, reflejo de la experiencia euroamericana. De rebote, abre camino a otra forma de leer la historia de Occidente y le invita a escudriñar la historia de las idas y venidas (Sauquet y otros, 2004). Por ejemplo, la de los intercambios con el mundo de las antiguas colonias (Thiong'o, 1993; Mbembe, 2003), o, fenómeno sensible en ese período en que Occidente se busca un chivo expiatorio, con Oriente (Goody, 2004).

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«Sorbona de lo viviente.» Así es como habla Georges Balandier, antropólogo del África negra, de lo que este continente le ha enseñado (2004). Diversidad anclada en la duración. Resistencia cultural en la simbología de la tierra, la oralidad, la transmisión mediante la palabra.

Las trampas del relativismo cultural »:.: i

EL CONSUMO: UN LOGOTIPO QUE TAMBIÉN PUEDE INHIBIR EL PENSAMIENTO El movimiento de fondo que privilegia a la etnografía de los usos de los flujos transfronterizos como lugar de «resistencia» no está exento de derivas que se pagan con la pérdida de la razón crítica y con el desmoronamiento de la reflexión sobre la circularidad global/local. Si los intercambios anudan tantos vínculos como los que deshacen, no anulan las condiciones desiguales que determinan el nuevo ensamblaje resultante. Es difícil compartir el entusiasmo del antropólogo argentino, residente en México y autor de numerosos trabajos sobre la «hibridación cultural», Néstor García Canclini, que, en 1991, titula triunfalmente uno de sus trabajos: «El consumo sirve para pensar». Si el interés prestado a los lazos de las mediaciones, negociaciones e hibridaciones ha permitido, sin duda alguna, romper con los esquemas dicotómicos de las relaciones de poder, también ha permitido remedar la protesta al esquivar cualquier crítica dirigida a las causas estructurales de los grandes desequilibrios del mundo. El precio del rescate, en el punto culminante de la ofensiva ultraliberal durante las décadas de 1980 y 1990, ha sido el vaciamiento de la reflexión que acreditan la deformación y maltratamiento de los pensamientos rebeldes. El pensamiento de Michel de Certeau ha servido así de aval, en todas las latitudes, a iniciativas situadas en las antípodas de sus corrosivos análisis sobre los mecanismos de la subversión/dominación de los «practicantes» de los dispositivos culturales y mediáticos (Ahaerne, 1995). Sospechosa,

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la noción de «dominado» ha sido borrada de la cartografía cognitiva, al mismo tiempo que la de relaciones de fuerza. A falta de la suficiente perspectiva en relación con este nuevo sentido común, se ha producido, en torno a la noción de «receptor activo», una curiosa convergencia entre la llamada investigación universitaria y las demandas de la investigación administrativa, procedentes de la industria y de la mercadotecnia. La heroización neopopulista del receptor resistente ha coincidido con la apología neoliberal de la soberanía absoluta del consumidor atomizado (Ang, 1990). De hecho, el deslizamiento hacia el «populismo cultural» ha suscitado en los círculos anglosajones acerbas polémicas sobre la desviación de los Cultural Studies (Morris, 1988; McGuigan, 1992; Frank, 2001; Le Grignou, 1996; A. Mattelart y Neveu, 2003). El mismo tipo de controversias acerca de las derivas de los estudios culturales en su versión latinoamericana agita a los sectores de la investigación en el subcontinente (Schmucler, 2001; Follari, 2003; Papalini, 2004). Una visión irenista, y hasta religiosa, del estatuto activo de las audiencias: ésta es la imagen que reflejan numerosos estudios sobre el vínculo transnacional y más concretamente aquellos que tienen por objeto la interacción con las series de televisión, tipo Dallas o Dinastía (Ang, 1985; Katz y Liebes, 1993). La noción de «cultura norteamericana» se asume sin disimulo como un «operador de universalización», so pretexto de que cada cultura puede orientarse perfectamente y redefinirse sin perder su alma al hacerla suya. ¡El imperialismo cultural ha muerto, viva la globalización! La ideología de la globalización se aseptiza, entra en la naturaleza de las cosas y extrapola al globo entero una visión del mundo propia de los grupos sociales integrados en sus beneficios. También ha muerto la interrogación sobre las nuevas modalidades de hegemonía cultural y de ejercicio de la violencia simbólica. Queda trazada, pues, la vía a la creencia en el sinsentido de las políticas públicas que intentan sustraer del librecambismo el derecho de los pueblos a la diversidad cultural. Se le atribuye a la observación etnográfica sobre microprácticas aquello que, por su objeto y por sus métodos, en

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modo alguno puede significar en el plano sociológico. Esta extrapolación resulta todavía más abusiva si se tiene en cuenta que una plétora de discursos sobre la actividad del receptor se basa en la observación de muestras extremadamente tenues, cuando no inexistentes. De este modo se han podido construir catedrales teóricas sobre la globalización y la glocalización, sin el respaldo de fuentes de primera mano o de encuestas dignas de este nombre. A cargo de investigadores que no habían descubierto la internacionalización de las culturas hasta la llegada del pensamiento global de confección. De ahí su «olvido» de la historia y la resignación ante el presente. Con este régimen, no es de extrañar que los dispositivos de producción mediática y cultural se hayan metamorfoseado en un no man s land, en un territorio neutro en el que la ideología —Barthes decía la mitología— ya no tiene cabida toda vez que le ha cedido el paso a la transparencia. Ha muerto la vieja noción de fetichización de las relaciones sociales en la sociedad mercantil. Mientras, y cada vez más, se asiste al auge de los procesos de concentración y de privatización de los medios para producir no sólo opinión, sino también cultura, se abre paso la necesidad de construir un contrapeso democrático frente al control de las potencias políticas y financieras, y se movilizan los colectivos ciudadanos para reapropiarse esta esfera del espacio público. ¿Frente a qué y por qué resistir? Ésta es la verdadera pregunta de naturaleza antropológica. La respuesta no puede abstraerse del cuestionamiento acerca del tipo de sujeto y de subjetividad que requiere la continuación de la nueva fase del capitalismo integrado. ¿Qué tipo de fabricación psíquica, qué formateo mental para el habitante de la nueva sociedad del control flexible de la que habla Gilíes Deleuze? La liberación de la creatividad del productor y la soberanía absoluta del consumidor son los mitos que sientan las bases de la servidumbre voluntaria, de la implicación forzada. Justifican la doble expropiación del saber-hacer y del saber-vivir. Se trata, señala el filósofo Bernard Stiegler, de la «proletarización generalizada» por empobrecí-

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miento de las existencias: «Como la del productor, la proletarización del consumidor afecta a todas las clases sociales, mucho más allá de la "clase obrera". Conduce al estado de consunción que resulta de la captación y de la malversación de la economía libidinal por parte de las tecnologías de la mercadotecnia: la explotación racional de la libido por medios industriales agota la energía que la constituye» (Stiegler, 2004, pág. 15). Gilíes Deleuze y Félix Guattari decían lo mismo cuando, en El Antiedipo (1972), hablaban del deseo confinado en el «espacio de la miseria»; orientar el deseo hacia el «gran temor de la carencia». Evidentemente, se está muy lejos de las celebraciones amnésicas relativas al fin de los «enfrentamientos maniqueos entre consumidor y ciudadano» cuya cota ha subido con la intensificación de la utopía del libre mercado y el debilitamiento de las resistencias ante el nuevo orden de la mercancía.

LA DESTERRITORIALIZACIÓN: EL INENCONTRABLE ESPACIO POSNACIONAL En el inventario de las mediaciones, un gran ausente: el Estado-nación. Normal, toda vez que se anuncia su fin. Una omnipresencia: lo posnacional, noción de perfil borroso. Las teorías de lo posmoderno coinciden, en este punto, con las del management global (Ohmae, 1985, 1995; Giddens, 1999). ¿A qué representación del Estado se refiere la tesis de su fin? A una idea cuasimetafísica, separada de su inscripción en la diversidad de los modos de gobernar, de la «gubernamentabilidad», ese concepto bajo el que Michel Foucault agrupaba el «conjunto constituido por las instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, cálculos y tácticas que permiten ejercer esa forma muy específica del poder, que tiene a la población como principal objetivo, a la economía política como forma superior de conocimiento, a los dispositivos de seguridad como instrumento técnico esencial» (1978, pág. 655). En esta diversidad de la «gubernamentalización», el Estado-

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nación siempre es el mecanismo indispensable para la traducción de ideas a normas aplicables y aplicadas. Y en el territorio nacional siempre se anclan el contrato social y el Estado de derecho. Todo ello, incluso si la creciente interdependencia de los sistemas nacionales —técnicos, científicos, económicos, culturales, sociopolíticos, civiles o militares— obliga al actor estatal a redefinir sus funciones reguladoras en cuanto representante del interés colectivo. Confundir este nuevo despliegue con la realización efectiva de la promesa ultraliberal -—transferir las decisiones a una escala en la que la democracia política ya no puede ejercerse— linda con el mito. Lo mismo ocurre con la creencia en el poder de una sociedad civil global soberana, electrónicamente conectada, liberada de las fronteras y de las grandes maquinarias establecidas, y que se enfrenta sola a los megagrupos transnacionales. Simultáneamente, a partir de los Estados y fuera de ellos, se construye un espacio público embrionario de dimensión mundial. El Estado-nación también es el instrumento del poder. No hay firma global «apatrida», es decir, que no se aproveche de la logística institucional del territorio del que es originaria. Cine, informática, armamentos, algodón, acero, agricultura, medioambiente: en todos estos sectores el proteccionismo desmiente la retórica del librecambismo sobre la disminución del Estado. El resurgimiento del intervencionismo, tanto en la vida civil como militar, a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001, resquebraja el discurso encantado en el corazón mismo de Estados Unidos desde donde se ha abatido la ola de desregulaciones y privatizaciones. La idealización del mercado libre es para uso externo. Del otro lado de la línea de demarcación del desarrollo, la aparición de nuevas potencias como China y la India, con regímenes ideológicamente contrastados, sólo es concebible si está respaldada por políticas industriales de Estado con componentes altamente nacionalistas, relevadas, si fuera preciso, por extensas diásporas, como es el caso de la primera. El poder a escala planetaria puede parecer, si se atiende a las tesis de la caducidad del Estado-nación, «complejo, vola-

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¿Qué multitud en qué espacio posnacional? El pueblo es una «síntesis preparada para la soberanía». Supone una cierta unidad. Proporciona una «sola voluntad y una sola acción, que son independientes de las variadas voluntades y acciones de la multitud». La multitud es «una multiplicidad, un conjunto de individualidades, un juego abierto de relaciones», sostienen Tony Negri y Michael Hardt en Imperio, publicado en el año 2000, y por tanto antes de los atentados del 11 de septiembre. La nación representa al pueblo. El Estado, por definición disciplinaria, representa a la nación. La decadencia del Estado-nación es «un proceso estructural e irreversible» (Negri y Hardt, 2000). Ninguna nación, ni siquiera Estados Unidos, está capacitada para constituir el centro de un proyecto imperialista. Entramos en una era poscolonial y posimperialista. El «Imperio», de ahora en adelante, está situado en las «enormes corporaciones industriales y financieras, de carácter multinacional y transnacional» que han reducido los Estadosnaciones «a la categoría de instrumentos que registran los flujos de mercancías, de dinero y de poblaciones que ponen en marcha». La destrucción del capital será obra de un «movimiento global» procedente de la «multitud» que no está vinculada a ningún espacio en particular y que, a través de la nueva logística de las redes, crea una comunidad global nómada y abigarrada. El inmigrante es ascendido a figura del éxodo, forzosamente rebelde. Se buscará en vano una referencia histórica que sitúe a estos protagonistas. El ciudadano global se queda sin mediación, sin institución, pensando de forma global, pero abstraído de lo local.

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til, interactivo», hasta el punto de impedir cualquier análisis. Siempre está ahí. Si se producen resistencias, si las técnicas de información y comunicación que nivelan también pueden proteger, preservar, transmitir, vincular, intervienen en un planeta organizado en torno a Estados-naciones soberanos y desiguales que no se pueden abstraer de sus configuraciones geopolíticas. Es el sentido de la noción de «comunicación-mundo», prolongación de la de economía-mundo legada por el historiador Fernand Braudel, que se aplica al análisis de la recomposición de las jerarquías, toda una escala de focos principales y secundarios de difusión, mediáticos y culturales, pero también de avasallamientos (A. Mattelart, 1992). Las dinámicas selectivas de los intercambios inscriben las redes en un espacio diferenciado y heterogéneo a todos los niveles. Naciones, ciudades, barrios o campiñas. A semejanza de la competición a la que se entregan los individuos entre sí, la competencia que se establece entre los territorios de lo local sometidos a los efectos de lo global califica a unos y descalifica a otros. Una vertiente de la realidad de la globalización que la noción gerencial excesivamente engrasada de «glocalización» mantiene a raya.

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