PANDORA Y EL TIEMPO P.J. RUIZ
2008
Era un sitio ampliamente hermoso, impregnado de un aroma suave parecido a la tibia mixtura de azahar y jazmín cuando tiñen los jardines y campos. Nada indicaba el paso de la imperturbable manecilla que marca el tiempo, y en general parecíase todo a un punto infinitésimo de luz, preso en el interior de una estrella, que se hallase inmersa en una nebulosa de una galaxia, situada en el interior de cualquier universo de los que pueblan la gran casa de Dios.
La mujer desnuda se hallaba en la cima de un promontorio desde el que se oteaba cuanto la vista alcanzaba antes de llegar a un horizonte que, en lugar de perderse bajo su propia línea, se elevaba hacia una distancia casi perenne, como si el observador se hallase en el interior de un anillo de proporciones imposibles presidido por un gran sol.
Desde los pies del promontorio se extendía una superficie repujada de verde, un jardín grande y muy cuidado, surcado por un río que se alejaba hasta dividirse en siete, dando lugar a lo que parecía ser un delta cuyo final no se adivinaba pese a la gran distancia que se dejaba ver. La mujer miró la zona más cercana de aquel jardín y sintió una sensación parecida a la sorpresa al distinguir la perfección de los setos, la frondosidad de los árboles y frutales, el alineamiento de las plantas llenas de murquías y pimas, de jacintos y mégolas. Era precioso cuanto se divisaba, y sin saber cómo de pronto se vio situada
en
el
centro
de
esas
calles
henchidas
de
colores
vivos,
resplandecientes… Parecían muy diferentes a cuanto había conocido hasta entonces, quizás más reales y primigenios, como si de repente hubiese
desaparecido un velo fino de tul blanco que hubiese estado interpuesto entre sus ojos y tanta belleza a lo largo de una vida entera.
Fue como si jamás hubiese visto nada antes de ese momento.
Entusiasmada caminó muy despacio sin querer dejar de mirar nada de lo que a su lado aparecía. La tierra, de color amarillento, estaba húmeda, pero era muy agradable su tacto, sin durezas ni nada que pinchase las plantas de sus pies a las que apenas acariciaban por la levedad de su peso etéreo. Cerca, a su izquierda, se escuchaba el murmullo peculiar del gran río que había divisado desde la pequeña cima, ahora perdido detrás de la vegetación.
Más adelante dejó a un lado un pequeño estanque lleno de marullas, nenúfares y dracóneas, algunas de las cuales tenían tanta fuerza que sus tallos se alejaban del agua y dejaban parte de su olor dulzón justo por donde su desnudez iba pasando, lo cual creaba sensaciones en su mente parecidas a algunos arrullos de juventud llegados en forma de brisa con besos tiernos de bocas gentiles.
De repente ya no hubo más sendero, y se encontró con el lugar exacto donde el gran río se dividía en siete brazos iguales que prolongaban su camino separado, alejándose unos de otros hacia el cóncavo horizonte que ascendía mágico hacia el infinito. Pandora observó a un hombre muy mayor que parecía faenar entre las flores, e intrigada se dirigió a él.
-
¿Quién eres tú, viejo?
-
No soy nadie, señora. Tan solo un humilde jardinero.
-
¿Eres quien cuida todo esto?
-
Así es. Dedico mi existencia a este jardín desde hace mucho.
-
¡Vaya! Te creo. Esto precisa de mucho trabajo para mantenerlo tan impecable.
-
Si, señora. Mucho trabajo, si.
-
Y dime, jardinero. ¿Qué es este lugar? ¿Dónde estoy?
-
Señora, este lugar es el gran jardín. El único que hay.
-
El único… Nunca oí hablar de él.
-
Muy pocos saben de su existencia. Tan solo aquellos que están preparados para conocerlo pueden caminar por él sin estropear su belleza, por lo que mantengo ocultos los accesos con sumo cuidado.
-
Es curioso… Ahora que mencionas los accesos… No recuerdo como he entrado.
-
¿Y eso importa?
-
No, creo que no. Y solo por curiosidad, ¿qué tamaño tiene este lugar?
-
Es tan grande como sus sueños, señora. Dígame… ¿Cuán grandes son?
Dichas las últimas palabras, el viejo le dio una pequeña simiente a Pandora, apenas una brizna en su mano y le dijo “Ande, siémbrela. El mundo se lo agradecerá”. La mujer tomó la semilla y buscó un sitio adecuado. Lo encontró cerca de un gran Lipabrón Azúreo, árbol magnífico de bellas hojas azules, y con sumo cuidado hizo un agujerito con el dedo en la tierra rojiza,
que pareció apartarse para ser fecundada como un bello sexo al arrullo de una promesa de amor. Después dejó caer la simiente de entre sus dedos y la tapó con mimo, delicadamente, como si acariciase terciopelo. No acababa de hacerlo cuando algo la sobresaltó. Fue un espasmo fiero, eléctrico, que consiguió tensar cada músculo de su cuerpo sin que sufriese el más mínimo dolor, pero que la hizo caer de espaldas ante la risa del viejo jardinero. Entonces un pensamiento llegó nítido a su cabeza y por él supo perfectamente lo que estaba pasando.
La semilla contenía el germen de la fuerza creadora a punto de iniciarse, y nada más ser humedecida se produjo un minúsculo fogonazo, un big-bang.
Así un nuevo universo nació de sus propias y pequeñas manos.
Sin más.