Oriente Y Occidente

  • November 2019
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ORIENTE Y OCCIDENTE

RENÉ GUÉNON (SHAIJ ABD AL-WAHID YAHIA)

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ÍNDICE Prólogo PRIMERA PARTE: ILUSIONES OCCIDENTALES Capitulo I.- Civilización y progreso Capítulo II.- La superstición de la Ciencia Capítulo III.- La superstición de la Vida Capitulo IV.- Terrores quiméricos y peligros reales

SEGUNDA PARTE: POSIBILIDADES DE APROXIMACIÓN Capítulo I. - Tentativas infructuosas Capitulo II. - El acuerdo sobre los principios Capitulo III. - Constitución y función de la élite Capitulo IV. - Entendimiento y no fusión Conclusión Addendum de 1948

ORIENT ET OCCIDENT, Payot, París, 1924, 1948 (con addendum del autor), 1964. Trédaniel, París, 1983,1987, 1993 (230 pp.)

Guy Trédaniel, Éditions de la Maisnie, ISBN 2-85829-013-10. Avant-Propos, p. 7 Première partie: illusions occidentales I. Civilisation et progrès, p. 19 II. La superstition de la Science, p. 41 III. la superstition de la Vie, p. 75 IV. Terreurs chimériques et dangers réels, p. 97 3

Deuxième partie: Possibilités de rapprochement I. Tentatives infructueuses, p. 121 II. L'accord sur les principes, p. 147 III. Constitution et rôle de l'élite, p. 169 IV. Entente et non fusion, p. 191 Conclusion, p. 215 Addendum de 1948, p. 228

Traducción italiana: Oriente e Occidente, Studi Tradizionali, Torino, 1964 (tr. de P. Nutrizio). Luni, Milán, 1974, 1993 (traducción de Pietro Nutrizio). Traducción castellana: Oriente y Occidente, CS, Buenos Aires, 1993 (242 pp.). Trad. inglesa: East and West, Luzac, Londres, 1941, (con prefacio de William Massey), 1985, 1995. Sophia Perennis, Ghent (Nueva York), 2001 (trad. de Martin Lings, 170 páginas)

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PRÓLOGO Cierto día Rudyard Kipling escribió estas palabras: "East is East and West is West, and never the twain shall meet" ("Oriente es Oriente y Occidente es Occidente y jamás se han de encontrar"). Es cierto que dicho autor, al continuar el texto, modifica esta afirmación admitiendo que la diferencia desaparece cuando dos hombres fuertes se encuentran cara a cara después de haber venido de los confines de la tierra", pero, en realidad, tampoco esta expresión resulta muy satisfactoria porque es muy poco probable que en el momento de lanzarla haya pensado en una "fuerza" de orden espiritual. Sea como fuere, el hábito generalizado consiste en citar el primer verso de manera aislada, como si todo lo que quedara en el pensamiento del lector fuera la idea de la diferencia insuperable expresada en él; no hay duda que esta idea representa la opinión de la mayoría de los europeos, y se puede advertir en ella todo el despecho del conquistador que se ve obligado a admitir que aquellos a quienes cree haber vencido y sometido llevan en sí algo sobre lo cual ellos jamás podrían tener dominio alguno. Sin embargo, más allá del sentimiento que pueda haber dado origen a una opinión semejante, lo que nos interesa ante todo es saber si está fundada o en qué medida lo está. Sin duda si consideramos el actual estado de cosas encontraremos múltiples indicios que parecen justificarla; y sin embargo, si participáramos enteramente de ese punto de vista, si pensáramos que ningún acercamiento es posible ni lo será jamás, entonces no hubiéramos emprendido la tarea de escribir este libro. Tenemos conciencia, tal vez más que cualquier otro, de toda la distancia que separa a Oriente de Occidente, y sobre todo del Occidente moderno; por lo demás, en nuestra Introducción General al Estudio de las Doctrinas Hindúes, hemos insistido particularmente sobre las diferencias, hasta tal punto que algunos han llegado a creer que había alguna exageración de nuestra parte. No obstante ello, estamos persuadidos de que no hemos dicho nada que no fuese rigurosamente exacto, y en nuestra conclusión considerábamos al mismo tiempo las condiciones de un acercamiento que, no por estar aparentemente lejano, nos ha de parecer por eso menos posible. Por lo tanto, si nos hemos opuesto a las falsas asimilaciones intentadas por ciertos occidentales, es porque ellas no constituyen precisamente uno de los menores obstáculos que se oponen a dicho acercamiento; cuando se parte de una concepción errónea los resultados a menudo marchan por la vía contraria al fin propuesto. Al no querer ver las cosas tal como son ni reconocer ciertas diferencias actualmente irreductibles, nos condenamos a no comprender nada de la mentalidad oriental y a no lograr otra cosa que agravar y perpetuar los malentendidos, cuando en realidad deberíamos aplicarnos fundamentalmente a disiparlos. Mientras los occidentales imaginen que no hay más que un solo tipo de humanidad y que no hay más que una "civilización" con diversos grados de desarrollo, ningún entendimiento será posible. La verdad es que hay civilizaciones múltiples que se despliegan en sentidos muy diferentes, y que la que corresponde al Occidente moderno presenta características que hacen de ella una excepción bastante singular. Jamás se debería hablar de superioridad o de inferioridad de una manera absoluta sin precisar la relación con respecto a la cual se consideran las cosas que se quieren comparar, y ello cuando se admite que son efectivamente comparables. No hay una civilización que sea superior a otra en todos los aspectos, porque no le es posible al hombre aplicar de igual modo y a la vez su actividad en todas direcciones, y porque hay algunas formas de desarrollo que se manifiestan como verdaderamente incompatibles. Sólo es lícito pensar que hay cierta jerarquía que debe observarse y que las cosas de orden intelectual, por ejemplo, valen más que las de orden material; si esto es cierto, una civilización que se muestre inferior en el primer aspecto, aunque sea incontestablemente superior en el segundo, se encontrará siempre en posición desventajosa en el conjunto, sean cuales fueren las apariencias exteriores, y tal es el caso de la civilización occidental si se la compara con las orientales. Bien sabemos que este modo de ver resulta chocante para la mayoría de los occidentales porque es contrario a todos sus prejuicios, pero, dejando de lado toda cuestión de superioridad, deberían admitir al menos que las cosas a las que atribuyen la mayor importancia no interesan necesariamente a todos los hombres con la misma intensidad, que inclusive algunos pueden considerarlas perfectamente desdeñables y que la inteligencia se puede comprobar de otro modo que no implique forzosamente la construcción de maquinarias. Ya sería un paso importante si los europeos llegaran a comprender esto y a actuar en consecuencia; sus relaciones con los demás pueblos experimentarían algunas modificaciones de consecuencias ventajosas para todo el mundo.

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Pero ese no es más que el lado más exterior de la cuestión: si los occidentales reconocieran que no todo es forzosamente despreciable en las demás civilizaciones por la única razón de que difieren de la suya, nada les impediría ya estudiar esas civilizaciones como deben serlo, queremos decir, sin una toma de partido por la denigración y sin hostilidad preconcebida; y entonces algunos de entre ellos no tardarían quizás en percatarse, por este estudio, de todo lo que les falta a ellos mismos, sobre todo desde el punto de vista puramente intelectual. Naturalmente, suponemos que esos habrían llegado, en una cierta medida al menos, a la comprehensión verdadera del espíritu de las diferentes civilizaciones, lo que requiere otra cosa que trabajos de simple erudición; sin duda, todo el mundo no es apto para tal comprehensión, pero, si algunos lo son, como es probable a pesar de todo, eso puede bastar para acarrear pronto o tarde resultados apreciables. Ya hemos hecho alusión al papel que podría jugar una élite intelectual, si llegara a constituirse en el mundo occidental, donde actuaría a la manera de un «fermento» para preparar y dirigir en el sentido más favorable una transformación mental que devendrá inevitable un día u otro, se la quiera o no. Por lo demás, algunos comienzan a sentir más o menos confusamente que las cosas no pueden continuar yendo indefinidamente en el mismo sentido, e incluso a hablar de una «quiebra» de la civilización occidental, lo que nadie se hubiera atrevido a hacer hace pocos años; pero las verdaderas causas que pueden provocar esta quiebra parecen escapárseles aún en gran parte. Como, al mismo tiempo, estas causas son precisamente las que impiden todo entendimiento entre Oriente y Occidente, se puede sacar de su conocimiento un doble beneficio: trabajar para preparar ese entendimiento, es esforzarse también en desviar las catástrofes por las que Occidente está amenazado debido a su propia culpa; esos dos fines están mucho más cercanos de lo que se podría creer. Así pues, no es hacer obra de crítica vana y puramente negativa denunciar, como nos proponemos hacerlo aquí en primer lugar, los errores y las ilusiones occidentales; en esta actitud, hay razones mucho más profundas, y a eso no le aportamos ninguna intención «satírica», lo que, por lo demás, convendría muy poco a nuestro carácter; si hay quienes han creído ver en nosotros algo de ese género, se han equivocado extrañamente. Por nuestra parte, querríamos mucho mejor no tener que librarnos a este trabajo más bien ingrato, y poder contentarnos con exponer algunas verdades sin tener que preocuparnos nunca de las falsas interpretaciones que no hacen más que complicar y embrollar las cuestión como por gusto; pero nos es forzoso tener en cuenta estas contingencias, puesto que, si no comenzamos por despejar el terreno, todo lo que podríamos decir correrá el riesgo de permanecer incomprendido. Por lo demás, incluso allí donde parezca que sólo estamos descartando errores o respondiendo a objeciones, podemos no obstante encontrar la ocasión de exponer cosas que tengan un alcance verdaderamente positivo; y, por ejemplo, mostrar por qué ciertas tentativas de acercamiento entre Oriente y Occidente han fracasado, ¿no es hacer entrever ya, por contraste, las condiciones en las que una tal empresa sería susceptible de prosperar? Así pues, esperamos que nadie se equivoque sobre nuestras intenciones; y, si no buscamos disimular las dificultades y los obstáculos, si al contrario insistimos en ellos, es porque, para poder aplanarlos o remontarlos, es menester ante todo conocerlos. No podemos detenernos en consideraciones demasiado secundarias, ni preguntarnos lo que agradará o desagradará a cada quien; la cuestión que consideramos es mucho más seria, incluso si uno se limita a lo que podemos llamar sus aspectos exteriores, es decir, a lo que no concierne al orden de la intelectualidad pura. En efecto, no pretendemos hacer aquí una exposición doctrinal, y lo que diremos será, de una manera general, accesible a un mayor número que los puntos de vista que hemos tratado en nuestra Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes. No obstante, esa obra misma no ha sido escrita de ninguna manera para algunos «especialistas»; si ha ocurrido que su título ha inducido a error a este respecto, es porque estas cuestiones son ordinariamente el patrimonio de los eruditos, que las estudian de una manera más bien cargante y, a nuestros ojos, sin interés verdadero. Nuestra actitud es completamente otra: para nosotros no se trata esencialmente de erudición, sino de comprehensión, lo que es totalmente diferente; no es entre los «especialistas» donde se tienen más opciones de encontrar las posibilidades de una comprehensión extensa y profunda, lejos de eso, y, salvo muy raras excepciones, no es con ellos con quienes sería menester contar para formar esa elite intelectual de la que hemos hablado. Quizás haya quienes han encontrado mal que ataquemos a la erudición, o más bien a sus abusos y a sus peligros, aunque nos hayamos abstenido cuidadosamente de todo lo que habría podido presentar un carácter polémico; pero una de las razones por las que lo hemos hecho, es precisamente porque esa erudición, con sus métodos especiales, tiene como efecto desviar de algunas cosas a aquellos mismos que serían los más

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capaces de comprenderlas. Muchas gentes, al ver que se trata de las doctrinas hindúes, y pensando inmediatamente en los trabajos de algunos orientalistas, se dicen que «eso no es para ellos»; ahora bien, ciertamente, hay quienes cometen un gran error al pensar así, y a quienes no les sería menester mucho esfuerzo, quizás, para adquirir conocimientos que faltan y que faltarán siempre a esos mismos orientalistas: la erudición es una cosa, el saber real es otra muy diferente, y, si no son siempre incompatibles, tampoco son necesariamente solidarios. Ciertamente, si la erudición consintiera en atenerse al rango de auxiliar que debe corresponderle normalmente, no encontraríamos nada más que decir a su respecto, puesto que por eso mismo dejaría de ser peligrosa, y puesto que entonces podría tener alguna utilidad; así pues, en estos límites, reconoceríamos gustosamente su valor relativo. Hay casos en los que el «método histórico» es legítimo, pero el error contra el que nos hemos levantado consiste en creer que es aplicable a todo, y en querer sacar de él otra cosa que lo que puede dar efectivamente; pensamos haber mostrado ya en otra parte1, y sin habernos puesto en contradicción con nosotros mismos, que somos capaces, cuando es menester, de aplicar ese método tan perfectamente como cualquier otro, y eso debería bastar para probar que no somos en modo alguno un partidista. Cada cuestión debe ser tratada según el método que conviene a su naturaleza; y es un singular fenómeno que esta confusión de los diversos órdenes y de los diversos dominios sea el espectáculo habitual que nos da el Occidente moderno. En suma, es menester saber poner cada cosa en su lugar, y por nuestra parte no hemos dicho nunca nada más; pero, al hacerlo así, uno se apercibe forzosamente de que hay cosas que no pueden ser más que secundarias y subordinadas en relación a otras, a pesar de las manías «igualitarias» de algunos de nuestros contemporáneos; y es así como la erudición, allí mismo donde es válida, no podría constituir nunca para nosotros más que un medio, y no un fin en sí misma. Estas pocas explicaciones nos han parecido necesarias por varias razones: primero, tenemos que decir lo que pensamos de una manera tan clara como nos sea posible, y cortar de raíz todo equívoco que llegue a producirse a pesar de nuestras precauciones, lo que es casi inevitable. Aunque reconociendo generalmente la claridad de nuestras exposiciones, se nos han prestado a veces intenciones que no hemos tenido nunca; tendremos aquí la ocasión de disipar algunos equívocos y de precisar ciertos puntos sobre los que quizás no nos habíamos explicado suficientemente con anterioridad. Por otra parte, la diversidad de los temas que tratamos en nuestros estudios no impide la unidad de la concepción que los preside, y tenemos que afirmar también expresamente esa unidad, que podría no ser apercibida por aquellos que consideran las cosas muy superficialmente. Estos estudios están incluso tan ligados entre sí que, sobre muchos de los puntos que abordaremos aquí, habríamos debido, para más precisión, remitir a las indicaciones complementarias que se encuentran en nuestros otros trabajos; pero no lo hemos hecho más que allí donde eso nos ha parecido estrictamente indispensable, y, para todo lo demás, nos contentaremos con esta advertencia dada de una vez por todas y de una manera general, a fin de no importunar al lector con referencias demasiado numerosas. En el mismo orden de ideas, debemos hacer observar también que, cuando no hemos juzgado a propósito dar a la expresión de nuestro pensamiento un matiz propiamente doctrinal, por eso no nos hemos inspirado menos constantemente en las doctrinas cuya verdad hemos aprehendido: es el estudio de las doctrinas orientales el que nos ha hecho ver los defectos de Occidente y la falsedad de muchas ideas que tienen curso en el mundo moderno; es ahí, y ahí solamente, donde hemos encontrado, como ya hemos tenido la ocasión de decirlo en otra parte, cosas de las que el Occidente no nos ha ofrecido nunca el menor equivalente. En esta obra, como en las otras, no tenemos la pretensión de agotar todas las cuestiones que tendremos que considerar; nos parece que no se nos puede reprochar no ponerlo todo en un solo libro, lo que, por lo demás, nos resultaría completamente imposible. Lo que aquí sólo indicaremos, podremos quizás retomarlo y explicarlo más completamente en otra parte, si las circunstancias nos lo permiten; si no, eso podrá al menos sugerir a otros reflexiones que suplirán, de una manera muy provechosa para ellos, los desarrollos que nosotros mismos no hayamos podido aportar. Hay cosas que a veces es interesante anotar incidentalmente, cuando uno no puede extenderse en ellas, y no pensamos que sea preferible pasarlas enteramente bajo silencio; pero, conociendo la mentalidad de algunas gentes, creemos deber advertir que es menester no ver en esto nada de extraordinario. Sabemos muy bien lo que valen los supuestos «misterios» de los que se ha abusado tan frecuentemente en nuestra época, y que no son tales más que porque aquellos que hablan de ellos son los primeros en no comprender nada; no hay verdadero misterio más que en lo que es inexpresable por naturaleza misma. No obstante, no queremos pretender que toda verdad sea 1

Le Théosophisme, histoire d ´une pseudo religion.

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siempre igualmente buena de decir, y que no haya casos en los que una cierta reserva se imponga por razones de oportunidad, o que no haya cosas que sería más peligroso que útil exponerlas públicamente; pero eso no se encuentra más que en algunos órdenes de conocimiento, en suma bastante restringidos, y por lo demás, si nos ocurre a veces hacer alusión a cosas de este género2, no dejamos de declarar formalmente lo que es, sin hacer intervenir nunca ninguna de esas prohibiciones quiméricas que los escritores de algunas escuelas exhiben a propósito de todo, ya sea para provocar la curiosidad de sus lectores, ya sea simplemente para disimular su propia confusión. Tales artificios nos son completamente extraños, no menos que las ficciones puramente literarias; no nos proponemos más que decir lo que es, en la medida en que lo conocemos, y tal como lo conocemos. No podemos decir todo lo que pensamos, porque eso nos llevaría frecuentemente muy lejos de nuestro tema, y también porque el pensamiento rebasa siempre los límites de la expresión donde uno quiere encerrarle; pero no decimos nunca más que lo que pensamos realmente. Por eso es por lo que no podríamos admitir que se desnaturalicen nuestras intenciones, que se nos haga decir otra cosa que lo que decimos, o que se busque descubrir, detrás de lo que decimos, no sabemos bien qué pensamiento disimulado o disfrazado, que es perfectamente imaginario. Por el contrario, estaremos siempre reconocidos a aquellos que nos señalen puntos sobre los que les parezca deseable tener aclaraciones más amplias, y nos esforzaremos en darles satisfacción a continuación; pero es menester que quieran esperar a que tengamos la posibilidad de hacerlo, que no se apresuren a concluir con datos insuficientes, y, sobre todo, que se guarden de hacer responsable a ninguna doctrina de las imperfecciones o de las lagunas de nuestra exposición.

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Eso nos ha ocurrido efectivamente en varias ocasiones en nuestra obra sobre L´Erreur spirite, a propósito de algunas investigaciones experimentales cuyo interés no nos parece compensar sus inconvenientes, y cuya preocupación por la verdad nos obligaba no obstante a indicar su posibilidad.

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Primera Parte: Ilusiones occidentales Capítulo Primero: CIVILIZACIÓN Y PROGRESO La civilización occidental moderna aparece en la historia como una verdadera anomalía: entre todas las que conocemos de un modo más o menos completo, esta civilización es la única que se desarrolló en un sentido puramente material, y ese desarrollo monstruoso, cuyo comienzo coincide con lo que se ha convenido en llamar Renacimiento, ha sido acompañado, como debía serlo fatalmente, por una correspondiente regresión intelectual; no decimos equivalente porque se trata de dos órdenes de cosas entre las cuales no podría haber ninguna medida común. Dicha regresión ha llegado a un punto tal que los occidentales de hoy no saben ya qué puede ser la intelectualidad pura, puesto que ni siquiera sospechan que pueda existir una cosa semejante: de ahí su desdén, no solamente por las civilizaciones orientales, sino también por la Edad Media europea, cuyo espíritu tampoco deja de escapárseles por completo. ¿Cómo hacer comprender el interés de un conocimiento absolutamente especulativo a personas para las que la inteligencia no es más que un medio de actuar sobre la materia y de plegarla a finalidades prácticas, y para quienes la ciencia, en el sentido restringido en que la entienden, vale sobre todo en la medida que es susceptible de llegar a aplicaciones industriales? No exageramos en lo más mínimo; no hay más que mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta que ésa es la mentalidad de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos; y el examen de la filosofía, a partir de Bacon y Descartes no podría hacer otra cosa que confirmar estas constataciones. Recordaremos solamente que Descartes limitó la inteligencia a la razón, que asignó como única función de lo que creía estar en condiciones de llamar metafísica el servir de fundamento de la física, que a su vez estaba esencialmente destinada, en su pensamiento, a preparar la constitución de las ciencias aplicadas, de la mecánica, de la medicina y de la moral, término último del saber humano tal como él lo concebía; ¿no son ya las tendencias que afirmaba las mismas que caracterizan a primera vista el desarrollo del mundo moderno? Negar o ignorar todo conocimiento puro y suprarracional implicaba abrir el camino que debía conducir lógicamente, por un lado, al positivismo y al agnosticismo, que sacan provecho de las más estrechas limitaciones de la inteligencia y de su objeto, y, por el otro, a todas las teorías sentimentalistas y voluntaristas que se esfuerzan por buscar en lo infrarracional lo que la razón no puede darles. En efecto, aquellos que en nuestros días quieren reaccionar contra el racionalismo, no por eso dejan de aceptar la identificación de la inteligencia entera con la razón, y creen que ésta no es sino una facultad totalmente práctica, incapaz de salir del dominio de la materia; Bergson escribió textualmente esto: "La inteligencia, considerada en lo que parece ser su marcha original, es la facultad de fabricar objetos artificiales, en particular herramientas para hacer herramientas (sic), y de variar indefinidamente su fabricación"1. Y sigue: " la inteligencia, aun cuando ya no opera sobre la materia bruta, sigue los hábitos que ha contraído en dicha operación: aplica formas que son las mismas de la materia sin organizar. Está hecha para este género de trabajo. Sólo este género de trabajo la satisface plenamente. Y es lo que expresa al decir que sólo así llega a la distinción y a la claridad”2. En estos últimos rasgos, se reconoce fácilmente que no es la inteligencia en sí misma lo que se cuestiona, sino simplemente su concepción cartesiana, lo cual es muy diferente; y la "filosofía nueva", como dicen sus adherentes, sustituye la superstición de la razón por otra, más grosera todavía en algunos de sus aspectos, que es la superstición de la vida. El racionalismo, impotente para elevarse hasta la verdad absoluta, dejaba al menos subsistir a la verdad relativa; el intuicionismo contemporáneo rebaja esta verdad hasta el nivel de no ser más que una representación de la realidad sensible, en todo lo que ésta tiene de inconsistente y de permanentemente cambiante; finalmente, el pragmatismo termina de hacer desaparecer la noción misma de verdad al identificarla con la de utilidad, lo cual conduce a suprimirla pura y simplemente. Si en alguna medida hemos esquematizado las cosas, no las hemos desfigurado en absoluto y, cualesquiera que hayan podido ser las fases intermedias, las tendencias fundamentales son las que acabamos de expresar; los pragmatistas, al llegar hasta el final, se muestran como los más auténticos representantes del pensamiento occidental moderno: ¿qué importa la verdad en un mundo cuyas aspiraciones, por ser únicamente materiales y 1

L'Evolution créatice, p.151.

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Ibidem, p.174.

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sentimentales, y no intelectuales, encuentran su total satisfacción en la industria y en la moral, dos ámbitos en los que se deja cuidadosa y efectivamente de lado toda posibilidad de concebir la verdad? Sin duda, no se ha llegado a este extremo de un solo golpe, y muchos europeos protestarán diciendo que todavía no se hallan en semejante situación; pero aquí pensamos sobre todo en los americanos, que están, si se nos permite la expresión, en una fase más "avanzada" de la misma civilización: tanto desde el punto de vista mental como desde el geográfico, la América actual es verdaderamente el "Extremo Occidente", y Europa la seguirá, sin duda alguna, si nada viene a detener el desarrollo de las consecuencias implicadas en el actual estado de cosas. Pero quizás lo más extraordinario es la pretensión de hacer de esta civilización anormal el tipo mismo de toda civilización, de considerarla como la "civilización” por excelencia, e inclusive como la única que merece el nombre de tal. Está también, como complemento de esta ilusión, la creencia en el "progreso" considerado de un modo no menos absoluto e identificado naturalmente, en esencia, con el desarrollo material que absorbe toda la actividad del occidental moderno. Es curioso comprobar cómo ciertas ideas llegan a expandirse y a imponerse con prontitud por poco, evidentemente, que respondan a las tendencias generales de un medio y de una época; es el caso de estas ideas de “civilización” y "progreso" que tantas personas consideran de buena gana como universales y necesarias, cuando son en realidad fruto de una invención muy reciente que, todavía hoy, por lo menos las tres cuartas partes de la humanidad insisten en ignorar y en no tomarlas en cuenta. Jacques Bainville hizo notar que, "si el verbo civilizar se encuentra ya con la significación que le asignamos entre los buenos autores del siglo XVIII, el sustantivo civilización no se encuentra más que en los economistas de la época que precedió inmediatamente a la Revolución. Littré cita un ejemplo tomado de Turgot. Littré, que había examinado toda nuestra literatura, no ha podido remontarse más lejos. Así es que la palabra civilización no tiene más de un siglo y medio de existencia. No llegó a entrar en el diccionario de la Academia hasta 1835, hace algo menos de cien años... La Antigüedad, de la cual todavía vivimos, no disponía de un término para expresar lo que nosotros entendemos por civilización, Si se diera esta palabra para traducir en un tema latino, el joven alumno se vería en un buen problema... La vida de las palabras no es independiente de la vida de las ideas. La palabra civilización, de la cual nuestros antepasados prescindían, tal vez por disponer de la cosa concreta, se expandió en el siglo XIX bajo la influencia de las nuevas ideas. Los descubrimientos científicos, el desarrollo de la industria, del comercio, de la prosperidad y del bienestar, habían creado una especie de entusiasmo y hasta cierto profetismo. La concepción del progreso indefinido, aparecida en la segunda mitad del siglo XVIII, concurrió a convencer a la especie humana de que había entrado en una nueva era, la de la civilización absoluta. Es a Fourier, un prodigioso utopista harto olvidado hoy, a quien se le debe el hecho de designar al período contemporáneo como el de la civilización y el de confundir la civilización con la Edad Moderna... La civilización era entonces el grado de desarrollo y de perfeccionamiento al que las naciones europeas habían llegado en el siglo XIX. Este término, comprendido por todos, aunque no fuera definido por nadie, abarcaba a la vez al progreso material y al progreso moral, que se englobaban mutuamente y estaban unidos entre sí de un modo inseparable. La civilización en definitiva era Europa, era un diploma que se otorgaba el mundo europeo"3. Esto es exactamente lo que nosotros pensamos, y hemos hecho esta cita, aunque sea un poco larga, para mostrar que no somos los únicos en hacerlo. Así es que estas dos ideas de "civilización" y progreso", que están muy estrechamente asociadas, no datan más que de la segunda mitad del siglo XVIII, es decir de la época que, entre otras cosas, vio nacer también al materialismo4; y fueron propagadas y popularizadas fundamentalmente por los soñadores socialistas de principios del siglo XIX. Se hace necesario convenir en que la historia de las ideas permite en ocasiones hacer comprobaciones bastante sorprendentes, y reducir ciertas fantasías a su justo valor; y lo permitiría sobre todo si se hiciera y estudiara como es debido, si no estuviera, como lo está la historia ordinaria por otra parte, falsificada por interpretaciones tendenciosas o limitada a trabajos de simple erudición, a insignificantes investigaciones sobre 3

“L' Avenir de la civilisation”: Revue Universelle, 1 de marzo de 1922, pp. 586-587.

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La palabra "materialismo" fue imaginada por Berkeley, que se servia de ella solamente para designar la creencia en la realidad de la materia; el materialismo en el sentido actual, es decir la teoría según la cual no existe otra cosa que la materia, no se remonta más que hasta La Mettrie y a d'Holbach, y no debe ser confundida con el mecanicismo, del cual se encuentran algunos ejemplos desde la Antigüedad.

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cuestiones de detalle. La historia verdadera puede ser peligrosa para ciertos intereses políticos, y tenemos derecho a preguntarnos si no es por esta razón que ciertos métodos, en este ámbito, son impuestos oficialmente con exclusión de todos los demás: conscientemente o no, se descarta a priori todo lo que permitiría ver con claridad muchas cosas, y es así como se forma la "opinión pública". Pero, volviendo a las dos ideas a las que acabamos de referirnos, hemos de precisar que, al asignarles un origen tan próximo, tenemos en cuenta únicamente esta acepción absoluta, e ilusoria según nuestro criterio, que es la que se les asigna más comúnmente hoy en día. En cuanto al sentido relativo del cual son susceptibles estas mismas palabras, ello constituye una cuestión diferente y, como dicho sentido es muy legitimo, no puede decirse que en este caso se trate de ideas que hayan nacido en un momento determinado; poco importa que hayan sido expresadas de una manera u otra, y, si un término es cómodo, no porque sea de creación reciente hemos de ver inconvenientes en su empleo. Así también nosotros reconocemos de buen grado que existen "civilizaciones" múltiples y diversas; sería bastante difícil definir con exactitud este complejo conjunto de elementos que constituye lo que se llama civilización, pero sin embargo cada uno sabe bastante bien lo que debe entender por ello. Tampoco pensamos que sea necesario intentar encerrar en una fórmula rígida los caracteres generales de toda civilización o los caracteres particulares de una civilización determinada; es ése un procedimiento algo artificial, y nosotros desconfiamos en gran medida de los cuadros estrechos en los que se complace el espíritu sistemático. Así como hay "civilizaciones", hay también, en el transcurso del desarrollo de cada una de ellas, o de ciertos períodos más o menos restringidos de dicho desarrollo, “progresos" que actúan, no sobre todo de manera indistinta, sino sobre un ámbito definido; esto no es, en definitiva, más que otra manera de decir que una civilización se desarrolla en cierto sentido, en cierta dirección, pero, así como hay progreso, hay también regresiones, e inclusive a veces ambas cosas se producen simultáneamente en ámbitos diferentes. Por lo tanto, insistimos, todo eso es eminentemente relativo; si se pretende tomar las mismas palabras en un sentido absoluto, no corresponden a realidad alguna, y es justamente entonces cuando representan estas nuevas ideas que tienen menos de dos siglos y que están restringidas únicamente a Occidente. Ciertamente, el "Progreso" y la "Civilización" pueden tener un efecto excelente en ciertas frases tan vacías como declamatorias, muy apropiadas para impresionar a la multitud, para quien la palabra sirve menos para expresar el pensamiento que para suplir su ausencia; en este sentido, cumple uno de los papeles más importantes en el arsenal de fórmulas que los "dirigentes" contemporáneos utilizan para cumplir la singular obra de sugestión colectiva sin la cual la mentalidad específicamente moderna no podría subsistir durante demasiado tiempo. Con respecto a esto, creemos que nunca se ha destacado suficientemente la analogía, sorprendente sin embargo, que la acción del orador tiene con la del hipnotizador (y la del domador pertenece igualmente al mismo orden); señalemos de pasada este tema como objeto de estudio digno de la atención de los psicólogos. Sin duda, el poder de las palabras se ha ejercido en mayor o menor medida en otros tiempos diferentes del nuestro, pero no existen ejemplos comparables con esta gigantesca alucinación colectiva a través de la cual toda una parte de la humanidad llegó a tomar las más vanas quimeras como realidades incontestables y, entre los ídolos del espíritu moderno, los que ahora denunciamos son quizás los más perniciosos de todos. Es necesario que volvamos al origen de la idea de progreso o, si se prefiere, al de la idea de progreso indefinido, para dejar fuera de la cuestión a los progresos específicos y limitados cuya existencia no pretendemos objetar en absoluto. Es probablemente en Pascal en quien se puede encontrar el primer vestigio de dicha idea, aplicada por otra parte a un solo punto de vista: es conocido el pasaje5 en el que compara a la humanidad con "un mismo hombre que siempre subsiste y que aprende continuamente durante el transcurso de los siglos", y donde da prueba de este espíritu antitradicional que constituye una de las particularidades del Occidente moderno, al declarar que "aquellos que llamamos antiguos eran verdaderamente nuevos en todas las cosas", y que, en consecuencia, sus opiniones tienen muy poco peso. En este sentido, Pascal había tenido por lo menos un precursor, puesto que Bacon, con la misma intención, ya había dicho: Antiquitas saeculi, juventus mundi. Es fácil ver el sofisma inconsciente sobre el que se funda una concepción semejante: dicho sofisma consiste en suponer que la humanidad en su conjunto sigue un desarrollo continuo y lineal; es ésta una visión eminentemente "simplista" que se contradice con todos los hechos 5

Fragmento de un Traité de Vide.

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conocidos. En efecto, la historia nos muestra, en todas las épocas, civilizaciones independientes las unas de las otras, y con frecuencia hasta divergentes, de las cuales algunas nacen y se desarrollan mientras que otras decaen y mueren o son bruscamente aniquiladas en algún cataclismo; y no siempre las civilizaciones nuevas recogen la herencia de las antiguas. ¿Quién se atrevería a sostener seriamente, por ejemplo. que los occidentales modernos han sacado algún provecho, por indirecto que sea, de la mayoría de los conocimientos que habían acumulado los Caldeos o los Egipcios, por no hablar de las civilizaciones de las cuales ni siguiera el nombre ha llegado hasta nosotros? Por lo demás, no hay necesidad de remontarse tan lejos en el pasado, puesto que están las ciencias que se cultivaban en la Edad Media europea y de las cuales en nuestros días no se tiene la menor idea. Si se quiere conservar la representación del "hombre colectivo" que considera Pascal (que lo llama de un modo harto impropio “hombre universal”), habrá que decir entonces que, si hay períodos en los que aprende, hay otros en los que olvida, o que, en tanto aprende ciertas cosas se olvida de otras; pero la realidad es aún más compleja, puesto que hay, como siempre ha habido, civilizaciones simultáneas que no se interpenetran y que se ignoran mutuamente: tal es hoy, más que nunca, la situación de la civilización occidental con respecto a las civilizaciones orientales. En el fondo, el origen de la ilusión que se expresa en Pascal es simplemente éste: los occidentales, a partir del Renacimiento, adoptaron el hábito de considerarse exclusivamente como los herederos y continuadores de la antigüedad grecorromana, y de desconocer o ignorar sistemáticamente todo lo demás; es lo que nosotros llamamos el “prejuicio clásico". La humanidad de la que habla Pascal comienza con los Griegos, continúa con los Romanos, luego hay una discontinuidad en su existencia que corresponde a la Edad Media, en la cual no puede ver, como todos los hombres del siglo XVII más que un período de sueño; y finalmente viene el Renacimiento, es decir el despertar de dicha humanidad que, a partir de ese momento, estará compuesta por el conjunto de los pueblos europeos. Es un extraño error, que denota un horizonte mental singularmente limitado, el que consiste en tomar la parte por el todo, y se podría descubrir su influencia en más de un dominio: los psicólogos, por ejemplo, limitan ordinariamente sus observaciones a un solo tipo de humanidad, el occidental moderno, y extienden abusivamente los resultados así obtenidos hasta pretender hacer de ellos, sin excepción, los caracteres del hombre en general. Es esencial destacar que Pascal no consideraba todavía nada más que un progreso intelectual, en los límites en que él mismo concebía la intelectualidad en su época; es hacia fines del siglo XVIII cuando apareció, con Turgot y Condorcet, esta idea de progreso extendida a todos los órdenes de la actividad; y dicha idea estaba tan lejos de ser generalmente aceptada que Voltaire se ocupó de ponerla en ridículo. No podemos siguiera intentar hacer aquí la historia completa de las diversas modificaciones que esta misma idea sufrió en el transcurso del siglo XIX, ni de las complicaciones pseudocientíficas que le fueron aportadas cuando, con el nombre de "evolución", se la quiso aplicar, no solamente a la humanidad, sino al conjunto de los seres vivos. El evolucionismo, a despecho de múltiples divergencias más o menos importantes, se ha convertido en un verdadero dogma oficial; se enseña como una ley que se prohíbe discutir, lo cual no es en realidad sino la más gratuita y mal fundada de todas las hipótesis, y con mucha mayor razón en lo que se refiere a la concepción del progreso humano, que aparece como un simple caso particular. Pero antes de llegar a ello, hubo múltiples vicisitudes e, incluso entre los partidarios del progreso, los hubo que no pudieron evitar el formular reservas bastante graves: Augusto Comte, que había comenzado por ser discípulo de Saint-Simon, admitía un progreso indefinido en cuanto a la duración pero no en cuanto a la extensión; para él, la marcha de la humanidad podía representarse por una curva con una asíntota, a la cual se aproxima sin alcanzarla jamás, de modo tal que la amplitud del progreso posible, es decir la distancia del estado actual al estado ideal, representada por la existente entre la curva y la asíntota, va decreciendo sin cesar. Nada es más fácil que mostrar las confusiones sobre las cuales reposa la fabuladora teoría a la que Comte ha dado el nombre de "ley de los tres estados", de las cuales la principal consiste en suponer que el único objeto de todo conocimiento posible es la explicación de los fenómenos naturales; como Bacon y Pascal, comparaba a los antiguos con niños, mientras que otros, en una época más reciente, han preferido asimilarlos a los salvajes, a quienes llaman "primitivos", mientras que, por nuestra parte, los consideramos más bien como degenerados 6. 6

A despecho de la influencia de la "escuela sociológica”, inclusive en los medios "oficiales", algunos sabios piensan como nosotros acerca de este punto, principalmente el Sr. Georges Foucart que, en la introducción de su obra intitulada Histoire des religions et Méthode comparative, defiende la tesis de la "degeneración" y menciona a muchos de los que entran en esta categoría. El Sr. Foucart hace en este

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Por otro lado algunos, al no poder hacer otra cosa que comprobar que hay puntos altos y bajos en lo que conocen de la historia de la humanidad, han terminado por hablar de un "ritmo del progreso"; sería tal vez más simple y más lógico, en estas condiciones, no hablar de progreso en absoluto, pero como hay que salvaguardar a cualquier precio el dogma moderno, se supone que el "progreso" existe aunque sea como resultante final de todos los progresos parciales y de todas las regresiones. Dichas restricciones y discordancias deberían constituir una materia de reflexión, pero muy pocos parecen darse cuenta de ello; las diferentes escuelas no pueden ponerse de acuerdo entre sí, pero se sobreentiende que deben admitirse el progreso y la evolución, sin los cuales probablemente nadie podría tener derecho a la calidad de "civilizado". Hay además otro punto digno de hacer notar: si se indaga cuáles son las ramas del pretendido progreso tan trajinado hoy por hoy, ramas a las cuales parecen reconducirse todas las demás en el pensamiento de nuestros contemporáneos, se percibe que se reducen a dos, el "progreso material" y el "progreso moral", que son los únicos que Jacques Bainville mencionó como comprendidos en la idea corriente de "civilización", y pensamos que con razón. Sin duda, algunos también hablan de "progreso intelectual", pero esta expresión, para ellos, es esencialmente un sinónimo de "progreso científico", y se aplica sobre todo al desarrollo de las ciencias experimentales y de sus aplicaciones. Se ve entonces reaparecer aquí esa degradación de la inteligencia que llega a identificarla con el más restringido e inferior de todos sus usos, la acción sobre la materia orientada solamente hacia la utilidad práctica; el autotitulado "progreso intelectual", no es en definitiva otra cosa que el "progreso material" mismo y, si la inteligencia no fuera más que eso, habría que aceptar la definición que de ella da Bergson. A decir verdad, la mayoría de los occidentales actuales no conciben que la inteligencia sea otra cosa; se reduce para ellos, no ya a la razón en sentido cartesiano, sino a su parte más ínfima, a sus operaciones más elementales, a lo que permanece siempre en estrecha relación con el mundo sensible del cual han hecho el campo único y exclusivo de su actividad. Para quienes saben que hay algo más y persisten en dar a las palabras su verdadera significación en nuestra época no es cuestión de "progreso intelectual", sino más bien de decadencia o, mejor aún, de decadencia intelectual; y, puesto que hay vías de desarrollo que son incompatibles, allí se da precisamente el rescate del "progreso material", el único cuya existencia en el curso de los últimos siglos constituye un hecho real: progreso científico si se quiere, pero en una acepción extremadamente limitada, y, en rigor, progreso industrial antes que científico. Desarrollo material e intelectualidad pura están en verdad orientados en sentido inverso; quien se interna en uno se aleja necesariamente de la otra; nótese, por otra parte, que aquí decimos intelectualidad y no racionalidad, pues el dominio de la razón no es sino intermediario, de alguna manera, entre el de los sentidos y el del intelecto superior: si la razón recibe un reflejo de este último, aun cuando lo niegue y se crea la facultad más alta del ser humano, siempre saca las nociones que elabora de los datos sensibles. Queremos decir que lo general, objeto propio de la razón, y por consiguiente de la ciencia que es obra de ésta, si bien no es propio del orden sensible, procede sin embargo de lo individual, que es percibido por los sentidos; se puede decir que está más allá de lo sensible, pero no que está por encima; no hay otro trascendente que lo universal, objeto del intelecto puro, con respecto al cual también lo general reingresa pura y simplemente al ámbito de lo individual. En ello reside la distinción fundamental entre el conocimiento metafísico y el conocimiento científico, tal como hemos explicado más ampliamente en otro lugar7; y si la recordamos aquí es porque la total ausencia del primero y el despliegue desordenado del segundo constituyen los caracteres más sorprendentes de la civilización occidental en su estado actual. En cuanto a lo que se refiere a la concepción del "progreso moral", representa el otro elemento predominante de la mentalidad moderna, es decir, la sentimentalidad; y la presencia de dicho elemento no nos hará modificar el juicio que hemos formulado al decir que la civilización occidental es totalmente material. Bien sabemos que algunos pretenden oponer el dominio del sentimiento al de la materia, hacer del desarrollo de uno una especie de contrapeso a la invasión del otro, y tomar como ideal un equilibrio tan estable como sea posible entre estos dos elementos complementarios. Tal es, quizás, en el fondo, el pensamiento de los intuicionistas que, al asociar indisolublemente la inteligencia a la materia, intentan liberarse de ella con la sentido una excelente crítica de la "escuela sociológica" y de sus métodos, y declara en términos apropiados que "no hay que confundir el totemismo o la sociología con la etnología seria". 7

Introduction Générale a l’étude des Doctrines Hindoues, 2ª parte, capítulo V.

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ayuda de un instinto bastante mal definido; tal es, con mayor seguridad aún, el de los pragmatistas, para quienes la noción de utilidad, destinada a reemplazar a la de verdad, se presenta a la vez bajo el aspecto material y bajo el aspecto moral; y vemos también aquí hasta qué punto el pragmatismo expresa las tendencias especiales del mundo moderno, y sobre todo del mundo anglosajón, que constituye su fracción más típica. En realidad, materialidad y sentimentalidad, lejos de oponerse, no pueden marchar una sin la otra, y ambas adquieren en conjunto su desarrollo más extremo; tenemos la prueba de ello en América, donde, como hemos tenido ocasión de hacer notar en nuestros estudios sobre el teosofismo y el espiritismo, nacen las peores extravagancias seudo místicas y se expanden con una increíble facilidad, al mismo tiempo que el industrialismo y la pasión por los negocios son impulsados hasta un grado que linda con la locura; cuando las cosas llegan a este punto, ya no es un equilibrio lo que se establece entre las dos tendencias, sino que son dos desequilibrios que se agregan el uno al otro y, en lugar de compensarse, se agravan mutuamente. La razón de este fenómeno es fácil de captar: allí donde la intelectualidad se ve reducida al mínimo, es absolutamente natural que la sentimentalidad asuma la primacía y, por otra parte, ella en sí misma está muy próxima al orden material: no hay nada, en todo el dominio psicológico, que sea más estrechamente dependiente del organismo y, a despecho de Bergson, es el sentimiento y no la inteligencia lo que se nos manifiesta como ligado a la materia. Tenemos una clara conciencia de lo que pueden responder a esto los intuicionistas: la inteligencia, tal como ellos la conciben, está ligada a la materia inorgánica (lo que toman en cuenta es siempre el mecanismo cartesiano y sus derivados): el sentimiento lo está a la materia viva, respecto de la cual consideran que ocupa un grado más elevado en la escala de la existencia. Pero, inorgánica o viva, se trata siempre de la materia y jamás salimos del ámbito de las cosas sensibles. Desprenderse de esta limitación es decididamente imposible para la mentalidad moderna y para los filósofos que la representan. En rigor, si se sostiene que hay una dualidad de tendencias, habrá que relacionar una con la materia y otra con la vida, y esta distinción puede efectivamente servir para clasificar, de una manera bastante satisfactoria, las grandes supersticiones de nuestra época; pero, repetimos, todo ello pertenece al mismo orden y no puede disociarse en realidad; estas cosas están situadas sobre un mismo plano y no están jerárquicamente superpuestas. Así, el "moralismo" de nuestros contemporáneos no es más que el complemento necesario de su materialismo práctico8; y sería perfectamente ilusorio pretender exaltar a uno en detrimento del otro, puesto que, al ser necesariamente solidarios, se desarrollan simultáneamente y en el mismo sentido, que es el propio de lo que se ha convenido en llamar "civilización". Acabamos de ver por qué razón las concepciones de "progreso material" y "progreso moral" son inseparables, y por qué motivo la segunda tiene, de una manera casi tan constante como la primera, un lugar tan considerable en las preocupaciones de nuestros contemporáneos. De ningún modo hemos contestado la existencia del "progreso material", sino solamente su importancia; lo que sostenemos es que no vale las pérdidas que ocasiona en lo que se refiere al ámbito intelectual y que, para sostener un parecer distinto, se hace necesario ignorar totalmente a la verdadera intelectualidad. Ahora bien, ¿qué habrá que pensar de la realidad del "progreso moral"? Es ésta una cuestión que no se puede discutir seriamente porque, en este dominio sentimental, todo no es más que cuestión de apreciación y de preferencias individuales; cada uno llamará "progreso" a lo que esté en conformidad con sus propias disposiciones y, en definitiva, no hay porqué dar más razón a uno que a otro. Aquellos cuyas tendencias están en armonía con las de su época, no pueden hacer otra cosa que estar satisfechos con el actual estado de cosas, y es lo que traducen a su manera al decir que esta época está en una situación de progreso con respecto a las que la anteceden; pero a menudo esta satisfacción de sus aspiraciones sentimentales no es más que relativa, porque los acontecimientos no siempre se desarrollan de acuerdo con sus deseos, y por eso suponen que el progreso habrá de continuar en el curso de las épocas futuras. En ocasiones los hechos concurren a desmentir a quienes están persuadidos de la realidad actual del progreso moral", según las concepciones que de él se hacen más habitualmente, pero eso les da la libertad de modificar un poco sus ideas en este aspecto, o de remitir a un futuro más o menos lejano la realización de su ideal, y hasta podrían sacar algún provecho del obstáculo hablando de un "ritmo del progreso". Por otra parte, lo que es todavía más simple, por lo general se empeñan 8

Decimos materialismo práctico para designar una tendencia y para distinguirla del materialismo filosófico, que es una teoría de la cual dicha tendencia no es forzosamente dependiente.

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en olvidar la lección de la experiencia; así son estos soñadores incorregibles que, ante cada nueva guerra, no dejan de profetizar que será la última. En el fondo, la creencia en el progreso indefinido no es sino la más ingenua y grosera de todas las formas del "optimismo"; cualesquiera sean sus modalidades, es siempre de esencia sentimental, aun cuando se trate del "progreso material". Si se nos objeta que también nosotros hemos reconocido la existencia de este último, responderemos que no lo hemos hecho más que dentro de los limites en los cuales los hechos nos lo muestran y que no por ello estamos de acuerdo con que deba o pueda proseguir indefinidamente; por lo demás, como no nos parece que sea lo mejor del mundo, en lugar de llamarlo progreso, preferiríamos simplemente llamarlo desarrollo; no es por sí misma por lo que la palabra "progreso" nos preocupa, sino por la idea de "valor" que terminó por adherírsele casi invariablemente. Esta afirmación nos lleva a otra, que expresa que también hay una realidad que se disimula bajo el pretendido ”progreso moral" o que, si se prefiere, mantiene su ilusión; dicha realidad es el desarrollo de la sentimentalidad, que, dejando de lado toda cuestión de apreciación, existe en efecto en el mundo moderno de un modo tan incontestable como el de la industria y el comercio (y ya hemos dicho porqué uno no puede estar sin el otro). Este desarrollo, excesivo y anormal para nuestro criterio, no puede dejar de aparecer como un progreso para quienes ponen la sentimentalidad por encima de todo; y se dirá tal vez que, al hablar de simples preferencias como lo hacíamos en su momento, nos hemos tomado de antemano el derecho de refutarlos. Pero no hay nada de eso, lo que decíamos entonces se aplica al sentimiento y sólo a él, en sus variaciones de un individuo a otro; si se trata de poner al sentimiento, considerado en general, en su justo lugar en relación con la inteligencia, ya es una cuestión diferente, porque hay una jerarquía necesaria que debe observarse. Verdaderamente, el mundo moderno ha invertido las relaciones naturales de los distintos órdenes; la disminución del orden intelectual (e inclusive la ausencia de la intelectualidad pura), la exageración del orden material y la del orden sentimental se relacionan entre sí, y es ese conjunto el que hace de la civilización occidental actual una anomalía, por no decir una monstruosidad. He ahí cómo se manifiestan las cosas cuando se las considera sin ningún prejuicio, y es así como las ven los representantes más cualificados de las civilizaciones orientales, que no toman partido en ningún caso, porque dicha actitud es siempre sentimental y no intelectual, mientras que su punto de vista es puramente intelectual. Si a los occidentales les cuesta comprender esta actitud, es porque son presa de una irresistible tendencia a juzgar a los otros según su particular forma de ser y a atribuirles sus propias preocupaciones, así como les atribuyen sus modos de pensar sin siquiera darse cuenta de que pueden existir otros, hasta tal punto es estrecho su horizonte mental; ése es el origen de su completa falta de comprehensión de todas las concepciones orientales. El caso recíproco, sin embargo, no es viable: los orientales, cuando tienen la ocasión y quieren tomarse el trabajo, no tienen la menor dificultad para penetrar y comprender los conocimientos específicos de Occidente, pues están habituados a especulaciones mucho más vastas y profundas, y quien puede lo más, puede lo menos, pero en general no experimentan la tentación de entregarse a este quehacer que les hará correr el riesgo de perder de vista o de descuidar, en todo caso, y en aras de cosas que consideran insignificantes, lo que constituye para ellos lo esencial. La ciencia occidental es análisis y dispersión; el conocimiento oriental es síntesis y concentración; pero más adelante tendremos ocasión de volver sobre ello. De cualquier manera, lo que los occidentales denominan civilización sería considerado más bien como barbarie por los otros, por faltar en ella precisamente lo esencial, es decir un principio de orden superior: ¿con qué derecho podrían los occidentales pretender imponer a todos su propia apreciación? No deberían olvidar, por otra parte, que no son más que una minoría en el conjunto de la humanidad terrestre; evidentemente, esta consideración de número no prueba nada a nuestros ojos, pero debería ejercer alguna impresión sobre quienes han inventado el "sufragio universal" y creen en sus virtudes. Si en todo caso no hicieran otra cosa que complacerse en la afirmación de la superioridad imaginaría que se atribuyen, semejante ilusión no perjudicaría a otros más que a ellos mismos, pero lo más terrible es su furor de proselitismo; entre ellos, el espíritu de conquista se disfraza de pretextos "moralistas" y es en nombre de la "libertad" que quieren obligar al mundo entero a imitarlos. Lo más asombroso es que, en su infatuación, imaginan de buena fe que gozan de "prestigio" entre todos los otros pueblos; porque se los teme como se teme a una fuerza brutal creen que se los admira; ¿acaso el hombre que está en peligro de ser aplastado por una avalancha está por eso lleno de respeto y admiración? La única impresión que las invenciones mecánicas, por ejemplo, producen sobre la generalidad de los orientales,

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es una impresión de profunda repulsión; todo eso sin duda les parece mas molesto que ventajoso y, si se ven obligados a aceptar ciertas necesidades de la época actual, es con la esperanza de desprenderse de ellas tarde o temprano, no les interesan ni jamás les interesarán verdaderamente. Lo que los occidentales llaman progreso, no es para los orientales más que cambio e inestabilidad, y la necesidad de cambio, tan característica de la época moderna, constituye ante sus ojos una señal de inferioridad manifiesta: el que ha llegado a un estado de equilibrio no experimenta ya esta necesidad, así como el que sabe deja de buscar. En estas condiciones sin duda es difícil entenderse, puesto que los mismos hechos dan lugar, en una y otra parte, a interpretaciones diametralmente opuestas; ¿qué ocurriría si los orientales también quisieran, siguiendo el ejemplo de los occidentales y con los mismos medios que ellos, imponer su modo de ver? Sin embargo en este sentido no hay peligro, nada es más contrario a su naturaleza que la propaganda y esa clase de preocupaciones les resultan perfectamente extrañas; sin pregonar la "libertad", dejan que los demás piensen lo que quieran, y aún lo que se piense de ellos les es perfectamente indiferente. Todo lo que piden, en el fondo, es que se los deje tranquilos, pero esto es lo que rehúsan admitir los occidentales que, (no hay que olvidarlo), los han ido a buscar a su propio medio y se han comportado de un modo tal que hasta los hombres más apacibles tienen todo el derecho de sentirse exasperados por su conducta. Nos encontramos así en presencia de una situación de hecho que no puede durar indefinidamente; no hay más que un medio para que los occidentales se tornen soportables y es, para emplear el lenguaje habitual de la política colonial, que renuncien a la "asimilación" para practicar la "asociación" , y eso en todos los ámbitos; pero aún eso exige ya cierta modificación de su mentalidad, y la captación al menos de algunas de las ideas que aquí exponemos.

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Capítulo Segundo: LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA La civilización occidental moderna tiene, entre otras pretensiones, la de ser eminentemente "científica": sería bueno precisar en alguna medida cómo se entiende esta palabra, pero esto por lo general no se hace porque pertenece al número de aquellas a las cuales nuestros contemporáneos parecen atribuir una especie de poder misterioso independientemente de su sentido. La "Ciencia" con mayúscula, como el “Progreso", la "Civilización”, el "Derecho", la "Justicia" y la "Libertad", es todavía una de las entidades que más vale no tratar de definir y que corren el riesgo de perder todo su prestigio desde el momento en que se las examina desde una perspectiva un poco más cercana. Todas las supuestas "conquistas" de las que el mundo moderno está tan orgulloso se reducen así a grandes palabras detrás de las cuales no hay nada o, al menos, nada demasiado importante: sugestión colectiva, hemos dicho, ilusión que, por ser compartida por tantos individuos y por mantenerse como lo hace, no podría ser espontánea; tal vez algún día intentemos aclarar de alguna manera este aspecto de la cuestión. Empero, no es esto lo que más nos preocupa por el momento; solamente comprobamos que el Occidente actual cree en las ideas que acabamos de mencionar, si es que se las puede llamar ideas, sea cual fuere la manera en que les sobrevino semejante creencia. No son verdaderamente ideas, pues muchos de los que pronuncian estas palabras con la mayor convicción no tienen en su pensamiento ningún elemento que corresponda a ellas con claridad; en el fondo, y en la mayoría de los casos, no hay en ello otra cosa que la expresión, y hasta se podría decir la personificación, de aspiraciones sentimentales más o menos vagas. Son verdaderos ídolos, divinidades de una especie de "religión laica" que no está claramente definida, sin duda, y que no puede estarlo, pero que no por eso deja de tener una existencia muy real; no se trata de una religión en el sentido propio de la palabra, sino de lo que pretende sustituirla y merecería más bien ser llamado "contrarreligión". El origen de este estado de cosas se remonta al principio mismo de la época moderna, en la que el espíritu antitradicional se manifiesta de manera inmediata a través de la proclamación del "libre examen", es decir de la ausencia, en el orden doctrinal, de todo principio superior a las opiniones individuales. El resultado de este proceso debía ser fatalmente la anarquía intelectual: de ahí la multiplicidad indefinida de sectas religiosas y pseudo religiosas, de sistemas filosóficos que apuntan ante todo a la originalidad, de teorías científicas tan efímeras como pretenciosas; caos inverosímil que implica sin embargo cierta unidad, puesto que existe un espíritu específicamente moderno del cual procede todo ello, pero una unidad que es en definitiva absolutamente negativa, puesto que constituye en rigor una ausencia de principio que se traduce en esa indiferencia respecto de la verdad y el error que, desde el siglo XVIII recibe el nombre de "tolerancia". Queremos que se nos comprenda correctamente: no pretendemos impugnar la tolerancia práctica que se ejerce hacia los individuos, sino solamente la tolerancia teórica, que pretende ejercerse con respecto a las ideas y reconocerles a todas los mismos derechos lo cual debería implicar lógicamente un escepticismo radical; y, por otra parte, no podemos dejar de comprobar que, como todos los propagandistas, los apóstoles de la tolerancia son muy a menudo, en los hechos, los más intolerantes de los hombres. Se produce, en efecto, un hecho de ironía singular: aquellos que quisieron abatir todos los dogmas han creado para su propio uso, no diremos un dogma nuevo, sino una caricatura de dogma que han llegado a imponer a la generalidad del mundo occidental; así se han establecido, so pretexto de "liberación del pensamiento", las creencias más quiméricas que jamás se han visto en tiempo alguno, bajo la forma de diversos ídolos de los cuales hace un momento enumeramos algunos de los principales. De todas las supersticiones predicadas por los mismos que declaman a cada instante contra la "superstición", la de la "ciencia" y la "razón" es la única que a primera vista no parece reposar sobre una base sentimental, pero hay en ocasiones un racionalismo que no es más que sentimentalismo disfrazado, como bien lo prueban la pasión que en él depositan sus partidarios y el odio que evidencian contra todo lo que contradice sus tendencias o sobrepasa su comprehensión. Por otra parte, en todo caso, dado que el racionalismo corresponde a una disminución de la intelectualidad, es natural que su desarrollo vaya a la par del desarrollo del sentimentalismo, tal y como hemos explicado en el capítulo precedente; es sólo que, como cada una de estas dos tendencias puede ser representada de un modo más especial por ciertas individualidades o ciertas corrientes de pensamiento y, a causa de las expresiones más o menos exclusivas y sistemáticas que llegan a revestir, puede llegar a haber entre ellas conflictos aparentes que disimulan su solidaridad profunda a los ojos de los observadores

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superficiales. El racionalismo moderno comienza en definitiva con Descartes (también hubo algunos precursores en el siglo XVI), y se puede seguir su huella a través de toda la filosofía moderna, en un grado no menor que en el dominio propiamente científico; la reacción actual del intuicionismo y del pragmatismo contra este racionalismo nos proporciona el ejemplo de uno de estos conflictos, y hemos visto sin embargo que Bergson aceptaba perfectamente la definición cartesiana de la inteligencia; no es su naturaleza lo que se cuestiona, sino solamente su supremacía. En el siglo XVIII se manifestó también un antagonismo entre el racionalismo de los enciclopedistas y el sentimentalismo de Rousseau, y, sin embargo, tanto uno como otro sirvieron igualmente para la preparación del movimiento revolucionario, lo que prueba que ambos entraban en la unidad negativa del espíritu antitradicional. Si relacionamos este ejemplo con el precedente, no es que atribuyamos a Bergson ninguna segunda intención política, pero no podemos dejar de pensar en la utilización de sus ideas en ciertos medios sindicalistas, sobre todo en Inglaterra, mientras que, en otros medios del mismo género, el espíritu "científico" es honrado más que nunca. En el fondo, parece que una de las grandes habilidades de los "dirigentes" de la mentalidad moderna consiste en favorecer alternativa o simultáneamente a una u otra de las dos tendencias en cuestión según la oportunidad, en establecer entre ellas una especie de dosificación, a través de un juego de equilibrio que responde a preocupaciones sin duda más políticas que intelectuales; dicha habilidad, por lo demás, puede no ser siempre intencional, y no pretendemos poner en duda la sinceridad de ningún sabio, historiador o filósofo, pero estos a menudo no son más que "dirigentes" aparentes e inclusive pueden ser dirigidos o influidos sin darse cuenta de ello en absoluto. Además, el uso que se hace de sus ideas no siempre responde a sus propias intenciones, y sería injusto hacerlos directamente responsables o culparles por no haber previsto ciertas consecuencias más o menos lejanas; pero basta que estas ideas estén en conformidad con una u otra de las dos tendencias a las que nos referimos, para que sean utilizables en el sentido que acabamos de mencionar; y, dado el estado de anarquía intelectual en el que se ha sumergido Occidente, todo sucede como si se tratara de sacar del desorden mismo, y de todo lo que se agita en el caos, todo el partido posible para la realización de un plan rigurosamente determinado. No queremos insistir en esto más allá de la medida, pero nos resulta muy difícil no volver al tema en distintas ocasiones, pues no podemos admitir que una raza entera sea pura y simplemente atacada por una especie de locura que dura desde hace muchos siglos, y es necesario que haya algo que dé, a pesar de todo, una significación a la civilización moderna; no creemos en el azar, y estamos persuadidos de que todo lo que existe debe tener una causa; dejamos a quienes sostengan un punto de vista diferente en libertad de dejar de lado este orden de consideraciones. Ahora, tras haber disociado las dos tendencias principales de la mentalidad moderna para examinarlas mejor, y abandonando momentáneamente el sentimentalismo para retomarlo más adelante, podemos preguntarnos lo siguiente: ¿qué es exactamente esta "ciencia” de la que Occidente está tan infatuado? Un hindú, resumiendo con extrema concisión lo que de ella piensan todos los orientales que han tenido ocasión de conocerla, la ha caracterizado de manera muy justa con estas palabras: "la ciencia occidental es un saber ignorante" 1. La relación de estos dos términos no constituye una contradicción, y esto es lo que quiere decir: es, si se quiere, un saber que posee un determinado grado de realidad. puesto que es válido y eficaz en cierto dominio relativo; pero es un saber irremediablemente limitado, ignorante de lo esencial, un saber que carece de principio, como todo lo que pertenece en propiedad a la civilización occidental moderna. La ciencia, tal como la conciben nuestros contemporáneos, es únicamente el estudio de los fenómenos del mundo sensible, y dicho estudio es emprendido y dirigido de tal modo que no puede, insistimos en ello, estar en relación con ningún principio de orden superior; al ignorar resueltamente todo lo que la sobrepasa se vuelve así plenamente independiente en su dominio, ello es verdad, pero esa independencia de la cual se vanagloria no se concreta sino a partir de su limitación misma. Más aún, hasta llega a negar lo que ignora, porque ése es el único medio de no reconocer tal ignorancia, o, si no se atreve a negar formalmente que pueda existir algo que no caiga bajo su dominio, niega por lo menos que pueda ser conocido por cualquier medio, lo que en la práctica nos lleva a lo mismo y, pretende 1

The Miscarriage of Life in the West, R. Ramanathan, procurador general en Ceilán: Hibbert Journal, VII, 1; citado por Benjamin Kidd, La Science de la Puissance, p. 110 de la traducción francesa.

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englobar todo conocimiento posible. En virtud de una toma de partido frecuentemente inconsciente, los "científicos” se imaginan, como Augusto Comte, que el hombre jamás se ha propuesto otro objeto de conocimiento que no sea una explicación de los fenómenos naturales; toma de partido inconsciente, decimos, pues son evidentemente incapaces de comprender que se pueda ir más lejos, y no es eso lo que les reprochamos, sino solamente su pretensión de negar a los demás la posesión o el uso de facultades de las que ellos mismos carecen; sería el caso de los ciegos que negaran, si no la existencia de la luz, sí al menos la del sentido de la vista por la sola razón de estar privados de ella. Afirmar que estamos, no simplemente frente a lo desconocido, sino también a lo "incognoscible", según la expresión de Spencer, es hacer de una debilidad intelectual un límite que nadie puede franquear, es lo que jamás se había visto en ninguna parte; así como tampoco se había visto que los hombres hicieran de una afirmación de ignorancia un programa y una profesión de fe, y que la tomaran abiertamente como etiqueta de una pretendida doctrina, bajo el nombre de "agnosticismo". Y quienes están en tal tesitura, nótese esto, no son ni quieren ser escépticos; si lo fueran, habría en su actitud cierta lógica que podría hacerla excusable; pero son, por el contrario, los creyentes más entusiastas de la "ciencia", y los más fervientes admiradores de la “razón". Es bastante extraño, se dirá, poner la razón por encima de todo, profesar por ella un verdadero culto y proclamar al mismo tiempo que es esencialmente limitada; esto es bastante contradictorio, en efecto, y, si lo constatamos, no nos hacemos cargo de la tarea de explicarlo; dicha actitud denota una mentalidad que no es de ningún modo la nuestra, y no nos corresponde a nosotros justificar las contradicciones que parecen inherentes al "relativismo" en todas sus formas. También nosotros decimos que la razón es limitada y relativa pero, lejos de hacer de ella la totalidad de la inteligencia, no la consideramos más que como una de sus porciones inferiores, y vemos en la inteligencia otras posibilidades que sobrepasan inmensamente a las de la razón. En suma, los modernos, o algunos de ellos al menos, están de acuerdo en reconocer su ignorancia, y los racionalistas actuales lo hacen quizás de mejor gana que sus predecesores, pero no es sino con la condición de que ninguno tenga el derecho de conocer lo que ellos mismos ignoran; que se pretenda limitar lo que es o solamente limitar de un modo radical el conocimiento, es siempre una manifestación del espíritu de negación tan característico del mundo moderno. Este espíritu de negación no es otra cosa que el espíritu sistemático, pues un sistema es esencialmente una concepción cerrada; y a partir de esto se llegó a identificar con el espíritu filosófico mismo, sobre todo a partir de Kant que, en su pretensión de encerrar todo conocimiento en lo relativo, se atrevió a declarar expresamente que "la filosofía es, no un instrumento para extender el conocimiento, sino una disciplina para limitarlo”2. lo cual lleva a sostener que la función principal de los filósofos consiste en imponer a todos los límites estrechos de su propio entendimiento. Por ello, la filosofía moderna terminó por sustituir casi por entero al conocimiento mismo por la "crítica” o la "teoría del conocimiento”; también por esto, entre muchos de sus representantes, no pretende ser más que "filosofía científica”, es decir, una simple coordinación de los resultados más generales de la ciencia, cuyo dominio es el único que reconoce como accesible a la inteligencia. En estas condiciones ya no hay que establecer una distinción entre filosofía y ciencia y, a decir verdad, desde que existe el racionalismo, ambas no pueden tener más que un único y mismo objeto, no representan más que un solo orden de conocimiento y están animadas por un mismo espíritu: es lo que nosotros llamamos, no espíritu científico, sino espíritu "cientificista". Debemos insistir aún sobre esta última distinción: lo que queremos marcar con ella es que no vemos nada de malo en sí en el desarrollo de ciertas ciencias, aun cuando encontremos excesiva la importancia que se les atribuye; no es más que un saber muy relativo, pero un saber al fin, y es legítimo que cada uno aplique su actividad intelectual a objetos proporcionados a sus propias aptitudes y a los medios de que dispone. Lo que nosotros reprobamos es el exclusivismo, y hasta podríamos decir el sectarismo, de aquellos que, exaltados por la extensión que dichas ciencias han asumido, se niegan a admitir que pueda existir algo fuera de ellas y pretenden que toda especulación, para ser válida, debe someterse a los métodos especiales que emplean estas mismas ciencias, como si esos métodos, apropiados para el estudio de ciertos objetos determinados, debieran ser universalmente aplicables; es verdad que lo que conciben, en cuestiones de universalidad, es algo extremadamente restringido y que no sobrepasa el dominio de las contingencias. Sin embargo, estos "científicos” se asombrarían bastante si se les dijera que, incluso sin salir de este dominio, hay una multitud de cosas que no podrían ser alcanzadas con sus métodos y que, no 2

Kritik der Reinen Vernunft, Ed. Hartenstein, p. 256.

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obstante ello, pueden constituir el objeto de ciencias totalmente diferentes de las que ellos conocen, pero no menos reales y a menudo más interesantes en diversos aspectos. Parecería que los modernos han tomado arbitrariamente, en el dominio del conocimiento científico, cierto número de porciones que se han empecinado en estudiar con exclusión de todo el resto, y actuando como si ese resto fuera inexistente; y, en cuanto a las ciencias particulares que han cultivado de este modo, es absolutamente natural, y no debe causar asombro ni admiración, que les hayan dado un desarrollo mucho mayor que el que les hubieran dado los hombres que no les atribuían la misma importancia, que a menudo ni siquiera se preocupaban por ellas y que en todo caso se ocupaban de cosas muy diferentes que les parecían más serias. Aquí pensamos sobre todo en el desarrollo considerable de las ciencias experimentales, dominio en el cual evidentemente sobresale el Occidente moderno, y en el que nadie piensa en contestar su superioridad; que los orientales, por otra parte, encuentran poco envidiable, precisamente porque hubo que adquirirla a través del olvido de todo lo que les parece verdaderamente digno de interés; sin embargo, no tememos afirmar que, de lo que el Occidente moderno no tiene la menor idea, es precisamente de las ciencias, aun de las experimentales. Tales ciencias existen en Oriente, entre aquellas a las que damos el nombre de "ciencias tradicionales”; también en el mismo Occidente las había en la Edad Media, y sus caracteres eran absolutamente comparables; y dichas ciencias, algunas de las cuales dan asimismo lugar a aplicaciones prácticas de incontestable eficacia, proceden por medios de investigación que son totalmente extraños para los sabios europeos de nuestros días. No es éste el lugar apropiado para extendernos sobre el tema, pero debemos al menos explicar por qué razón decimos que ciertos conocimientos de orden científico tienen una base tradicional y en qué sentido lo entendemos; por otra parte, esto no lleva precisamente a mostrar, con más claridad que la que hemos empleado hasta aquí, aquello de lo cual la ciencia occidental carece. Hemos dicho que uno de Ios caracteres específicos de esta ciencia occidental, es su pretensión de ser enteramente independiente y autónoma, y semejante pretensión no puede sostenerse más que si se ignora sistemáticamente todo conocimiento de orden superior al conocimiento científico, o, mejor aún, sí se lo niega formalmente. Lo que está por encima de la ciencia en la jerarquía necesaria de los conocimientos, es la metafísica, que es conocimiento intelectual puro y trascendente, mientras que la ciencia no es, por definición, más que el conocimiento racional; la metafísica es esencialmente suprarracional, y es necesario que lo sea o que no sea nada. Por tanto, el racionalismo consiste, no en afirmar simplemente que la razón vale en alguna medida, lo cual no es refutado más que por los escépticos, sino en sostener que no hay nada por encima de ella, y que, por consiguiente, no hay conocimiento posible más allá del conocimiento científico; así, el racionalismo implica necesariamente la negación de la metafísica. Casi todos los filósofos modernos son racionalistas, de un modo más o menos estrecho o de un modo más o menos explícito, y en aquellos que no lo son, no hay más que sentimentalismo y voluntarismo, lo que no es menos antimetafísico, porque si se admite en ese caso algo distinto de la razón, se lo busca por debajo de ella en lugar de hacerlo por encima; el intelectualismo verdadero está al menos tan alejado del racionalismo como puede estarlo el intuicionismo contemporáneo, pero lo está en un sentido exactamente inverso. En estas condiciones, si un filósofo moderno pretende hacer metafísica, podemos estar seguros de que lo que él llama de este modo, no tiene nada en común con la metafísica verdadera, y esto es efectivamente así; no podemos conceder a estas cosas otra denominación que la de "pseudo metafísica”, y si, pese a todo, en ocasiones se encuentran en su ámbito algunas consideraciones valiosas, tales consideraciones se relacionan en realidad con el orden científico puro y simple. Por lo tanto, ausencia completa de conocimiento metafísico, negación de todo conocimiento distinto del científico, y limitación arbitraria del conocimiento científico mismo a ciertos dominios particulares con exclusión de otros, tales son los caracteres generales del pensamiento propiamente moderno; he ahí hasta qué grado de descenso intelectual ha llegado Occidente desde que salió de las vías que son normales para el resto de la humanidad. La metafísica es el conocimiento de los principios de orden universal de los cuales todas las cosas dependen necesariamente, directa o indirectamente; allí donde la metafísica está ausente, todo conocimiento que subsista en cualquier orden carece entonces verdaderamente de principio y, si gana con ello algún grado de independencia, (no de derecho sino de hecho), pierde mucho más en alcance y profundidad. Por esto, la ciencia occidental está, si se nos permite la expresión, absolutamente en la superficie; al dispersarse en la multiplicidad indefinida de los conocimientos fragmentarios, al perderse en el detalle innumerable de los hechos, no aprende nada acerca de la verdadera naturaleza de las cosas, que declara

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inaccesible para justificar su impotencia en este aspecto; además, su interés es mucho más práctico que especulativo. Si en algún momento hay ensayos de unificación de este saber eminentemente analítico, son puramente de hecho y no descansan más que sobre hipótesis más o menos azarosas; por eso se desploman uno tras otro y no parece posible que ninguna teoría científica de cierta amplitud sea capaz de durar más de medio siglo como máximo. Por lo demás, la idea occidental según la cual la síntesis es como un resultado y una conclusión del análisis es radicalmente falsa; la verdad es que, a través del análisis, jamás se puede llegar a una síntesis digna de tal nombre, puesto que hay en él cosas que no pertenecen al mismo orden; y es propia de la naturaleza del análisis la posibilidad de proseguir indefinidamente si el dominio en el cual se ejerce es susceptible de una extensión semejante, sin que por ello se haya avanzado más en cuanto a la adquisición de una visión de conjunto de dicho dominio; y con mucha mayor razón es perfectamente ineficaz para obtener una conexión con principios de orden superior. El carácter analítico de la ciencia moderna se traduce en la multiplicación sin cesar creciente de las "especialidades", cuyos peligros no ha dejado de denunciar el mismísimo Augusto Comte; esta "especialización”, tan ensalzada por ciertos sociólogos con el nombre de "división del trabajo", es sin duda el mejor medio de adquirir esa ''miopía intelectual'' que parece formar parte de las calificaciones requeridas al perfecto "científico", y sin la cual, por otra parte, el "cientificismo" mismo no tendría razón de ser. Por eso los "especialistas", cuando se les hace salir de su ámbito, por lo general dan pruebas de una increíble ingenuidad; nada es más fácil que imponérseles, y esto es lo que fundamenta en buena medida el éxito de las teorías más absurdas, por más que se tenga la precaución de llamarlas "científicas"; las hipótesis más gratuitas, como la de la evolución, por ejemplo, toman entonces la apariencia de "leyes" y se tienen por probadas; si su éxito no es más que pasajero, se las deja de lado para encontrar inmediatamente otra que será aceptada con igual facilidad. Las falsas síntesis que se esfuerzan por hacer salir lo superior de lo inferior (curiosa transposición de la concepción democrática), jamás pueden ser otra cosa que hipotéticas; por el contrario, la verdadera síntesis, que parte de los principios, participa de su certeza; pero, desde luego, para eso es necesario partir de verdaderos principios y no de simples hipótesis filosóficas como lo hace Descartes. En suma, la ciencia, al desconocer los principios y al rehusar relacionarse con ellos, se priva a la vez de la más alta garantía que puede recibir y de la más segura dirección que le puede ser dada; no queda en ella nada de valor, excepto los conocimientos de detalle y, a partir del momento que pretende elevarse un grado, se torna dudosa y vacilante. Otra consecuencia de lo que acabamos de decir con respecto a las relaciones del análisis y la síntesis, es que el desarrollo de la ciencia, tal como lo conciben los modernos, no extiende su dominio en realidad: la suma de conocimientos parciales puede acrecentarse indefinidamente en el interior de este ámbito, no por profundización sino a través de una división y una subdivisión cada vez más extendidas; es verdaderamente la ciencia de la materia y de la multitud. Por otra parte, aun cuando hubiera una extensión real, cosa que puede ocurrir excepcionalmente, se daría siempre en el mismo orden, y dicha ciencia no sería por ello capaz de elevarse más; constituida como lo está, se encuentra separada de los principios por un abismo que nada puede, no decimos franquear, sino disminuir siquiera en las más ínfimas proporciones. Cuando decimos que las ciencias, inclusive las experimentales, tienen en Oriente una base tradicional, queremos decir que, contrariamente a lo que ocurre en Occidente, están siempre ligadas a otros principios; éstos jamás se pierden de vista, y hasta el estudio mismo de las cosas contingentes parece no valer la pena sino en tanto éstas son consecuencias y manifestaciones exteriores de algo que es de otro orden. Sin duda, el conocimiento metafísico y el conocimiento científico no dejan de seguir siendo profundamente distintos; pero no hay entre ellos una discontinuidad absoluta como la que se comprueba cuando se considera el estado actual del conocimiento científico entre los occidentales. Para tomar un ejemplo en Occidente mismo, consideremos toda la distancia que separa al punto de vista de la cosmología de la Antigüedad y de la Edad Media y al de la física tal como la entienden los sabios modernos; jamás, antes de la época actual, se consideró al estudio del mundo sensible como autosuficiente; jamás la ciencia de esta multiplicidad cambiante y transitoria hubiera sido juzgada como verdaderamente digna del nombre de conocimiento si no se hubiera encontrado el medio de religarla en algún grado con algo estable y permanente. La concepción antigua, que siguió siendo siempre la de los orientales, consideraba válida a una ciencia cualquiera menos en sí misma que en la medida en que, según su modalidad particular, expresaba y representaba en cierto orden de cosas un reflejo de la verdad superior, inmutable, de la que participa necesariamente todo lo que posee alguna realidad y, como los caracteres de dicha verdad se encarnaban de alguna manera en la idea de tradición, toda ciencia aparecía así

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como una prolongación de la doctrina tradicional misma, como una de sus aplicaciones, secundarias y contingentes sin duda, accesorias y no esenciales, que constituyen un conocimiento inferior, si se quiere, pero conocimiento verdadero al fin, puesto que conservaba una relación con el conocimiento por excelencia, el del orden intelectual puro. Esta concepción, como se aprecia, no podría acomodarse a ningún precio al grosero naturalismo de hecho que encierra a nuestros contemporáneos en el dominio de las contingencias e incluso, más exactamente, en una estrecha porción de este dominio 3; y como los orientales, repetimos, no han variado en este punto, y no pueden hacerlo sin renegar de los principios sobre los cuales reposa toda su civilización, las dos mentalidades parecen decididamente incompatibles; pero puesto que es Occidente el que ha cambiado, y que, por lo demás, cambia sin cesar, tal vez llegue un momento en el que su mentalidad se modificará finalmente en un sentido favorable y se abrirá a una comprehensión más vasta, y en ese momento dicha incompatibilidad se desvanecerá por sí sola. Creemos haber mostrado de modo suficiente hasta qué punto se justifica la apreciación de los orientales acerca de la ciencia occidental; y en estas condiciones no hay más que una cosa que pueda explicar la admiración sin límites y el respeto supersticioso de los cuales esta ciencia es objeto, y es el hecho de estar en perfecta armonía con las necesidades de una civilización puramente material. En efecto, no es una especulación desinteresada la que sacude a algunos espíritus cuyas preocupaciones están volcadas en su totalidad a lo exterior, son las aplicaciones a las que la ciencia da lugar, en su carácter ante todo práctico y utilitario, y es sobre todo gracias a las invenciones mecánicas como el espíritu "cientificista" adquirió su desarrollo. Son estas invenciones las que han suscitado, desde principios del siglo XIX, un verdadero delirio de entusiasmo, porque parecían tener como objetivo el aumento del bienestar corporal que es, manifiestamente, la principal aspiración del mundo moderno; y, por otro lado, sin caer en la cuenta de ello, se creaban todavía más necesidades nuevas que no se podían satisfacer; así, una vez que comenzó a transitarse esta vía, no parece que sea posible detenerse, pues siempre se necesita de algo nuevo. Pero, sea como fuere, son estas aplicaciones, confundidas con la ciencia misma, las que han cimentado fundamentalmente el crédito y el prestigio de ésta; semejante confusión, que no podía producirse más que entre personas ignorantes de lo que es la especulación pura, aún en el orden científico, se ha vuelto ordinaria a tal punto que, en nuestros días, sí se abre cualquier publicación, en ella se encuentra designado con el nombre de "ciencia" lo que en rigor debería llamarse "industria"; el tipo del "sabio", en el espíritu de la mayoría, es el ingeniero, el inventor o el constructor de máquinas. En cuanto a lo que tiene que ver con las teorías científicas, han sido favorecidas con este estado del espíritu aunque no lo hayan suscitado; si aquellos mismos que son los menos capaces de comprenderlas las aceptan con confianza y las reciben como verdaderos dogmas (y se ilusionan tanto más fácilmente cuanto menos las comprenden), es porque las consideran, con razón o sin ella, como solidarias con esas invenciones prácticas que les parecen tan maravillosas. A decir verdad, esta solidaridad es mucho más aparente que real; las hipótesis más o menos inconsistentes no están de ningún modo en estos descubrimientos ni en estas aplicaciones sobre cuyo interés pueden diferir las opiniones, pero que en todo caso tienen el mérito de ser efectivas en alguna medida; y, a la inversa, todo lo que pueda ser realizado en el orden práctico jamás probará la verdad de una hipótesis cualquiera. Por lo demás, de un modo muy general, no podría haber, para hablar con propiedad, verificación experimental de una hipótesis, pues siempre es posible encontrar muchas teorías a través de las cuales los hechos se explican igualmente bien; se pueden eliminar ciertas hipótesis cuando se descubre que están en contradicción con algunos hechos, pero las que subsisten siguen siendo siempre simples hipótesis y nada más; no es así como alguna vez podrá obtenerse una certeza. Solamente que, para algunos hombres que no aceptan más que el hecho bruto, que no tienen otro criterio de verdad que la "experiencia" entendida únicamente como comprobación de los fenómenos sensibles, resulta inadmisible ir más lejos o proceder de otra manera, y en ese caso no hay sino dos actitudes posibles: o bien tomar partido por el carácter hipotético de las teorías científicas y renunciar a toda certeza superior a la simple evidencia sensible, o bien desconocer este carácter hipotético y creer ciegamente en todo lo que se enseña en nombre de la "ciencia”. La primera actitud, sin duda más inteligente que la segunda (al tomar en cuenta los límites de la inteligencia "científica"), es la de ciertos sabios que, menos ingenuos que los otros, rehúsan ser 3

Decimos naturalismo de hecho porque esta limitación es aceptada por muchos que no profesan el naturalismo en el sentido más específicamente filosófico; asimismo, hay una mentalidad positivista que de ningún modo supone la adhesión al positivismo en tanto sistema.

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víctimas de sus propias hipótesis o de las de sus cofrades; llegan así, respecto de todo lo que no depende de la práctica inmediata, a una especie de escepticismo más o menos completo o al menos a cierto probabilismo; es el "agnosticismo”, que no se aplica solamente a lo que sobrepasa el dominio científico, sino que se extiende al orden científico mismo; y no salen de esta actitud negativa más que a través de un pragmatismo más o menos consciente reemplazando, como en el caso de Henri Poincaré, la consideración de la verdad de una hipótesis por la de su comodidad; ¿no es esto la confesión de una incurable ignorancia? Sin embargo, la segunda actitud, que se puede llamar dogmática, es mantenida con mayor o menor grado de sinceridad por otros sabios, pero sobre todo por aquellos que se creen obligados a afirmar por una necesidad didáctica; parecer siempre seguro de sí y de lo que se dice, disimular las dificultades y las incertidumbres y no enunciar nunca nada en forma dubitativa, son para cualquiera los medios más fáciles de hacerse tomar en serio y de adquirir autoridad cuando se trata con un público generalmente incompetente e incapaz de discernimiento, sea que se dirija a sus alumnos o que pretenda hacer obra de vulgarización. Esta misma actitud es naturalmente asumida, y esta vez de un modo incontestablemente sincero, por aquellos que reciben semejante enseñanza; también es comúnmente la actitud de lo que se ha dado en llamar "el gran público”, y el espíritu cientificista puede ser observado en toda su plenitud, con este carácter de creencia ciega, entre los hombres que no poseen más que una instrucción a medias, en los medios donde reina la mentalidad que a menudo se califica de "primaria”, aunque no sea patrimonio exclusivo del grado de enseñanza que recibe esta designación. En su momento hemos pronunciado la palabra "vulgarización”; es un elemento particular de la civilización moderna y se puede ver en él uno de los principales factores del estado de espíritu que intentamos describir en este momento. Es una de las formas que reviste esa extraña necesidad de propaganda que anima el espíritu occidental y que no puede explicarse más que a través de la influencia preponderante de los elementos sentimentales; ninguna consideración intelectual justifica el proselitismo, en el que los orientales no ven más que una prueba de ignorancia y de incomprehensión; son dos cosas enteramente diferentes el exponer simplemente la verdad tal corno se la ha comprendido, sin otra preocupación que no desnaturalizarla, y pretender por la fuerza que otros compartan la propia convicción. La propaganda y la vulgarización no son posibles más que en detrimento de la verdad: pretender ponerla "al alcance de todo el mundo” y volverla accesible a todos indistintamente implica necesariamente disminuirla y deformarla, pues es imposible admitir que todos los hombres sean igualmente capaces de comprender cualquier cosa; no es una cuestión de instrucción más o menos extensa, es una cuestión de "horizonte intelectual”, y eso es algo que no puede modificarse, que es inherente a la naturaleza misma de cada individuo humano. El prejuicio quimérico de la "igualdad” choca con los hechos más incontrovertidos, tanto en el orden intelectual como en el orden físico; es la negación de toda jerarquía natural y el descenso de todo conocimiento hasta el nivel del entendimiento limitado del vulgo. No se quiere admitir ya nada que sobrepase la comprehensión común y, efectivamente, las concepciones científicas y filosóficas de nuestra época, sean cuales fueren sus pretensiones, son en el fondo de la más lamentable mediocridad; se ha eliminado con todo éxito todo lo que hubiera podido ser incompatible con el afán de la vulgarización. Más allá de lo que algunos puedan decir, la constitución de una élite cualquiera es inconciliable con el ideal democrático; lo que éste exige es la distribución de una enseñanza rigurosamente idéntica a los individuos más desigualmente dotados y más diferentes en aptitudes y en temperamento; a pesar de todo, no se puede impedir que dicha enseñanza produzca resultados muy variables, pero eso está en contra de las intenciones de quienes la han instituido. En todo caso, un sistema de educación semejante es con seguridad el más imperfecto de todos, y la difusión desconsiderada de cualquier conocimiento es siempre más nociva que útil, pues no puede acarrear, por lo general, otra cosa que un estado de desorden y anarquía. A tal difusión se oponen los métodos de la enseñanza tradicional tal como existe en todo Oriente, donde se tendrá siempre una mayor certeza de los inconvenientes reales de la "instrucción obligatoria" que de sus supuestos beneficios. Los conocimientos que el público occidental puede tener a su disposición, por más que no tengan nada de trascendentes, se ven aún más disminuidos en las obras de vulgarización, que no exponen más que sus aspectos inferiores, falsificándolos para simplificarlos; y dichas obras insisten con complacencia en las hipótesis más fantásticas, considerándolas con audacia como verdades demostradas y acompañándolas de las ineptas declaraciones que tanto agradan a la multitud. Una ciencia a medias, adquirida a través de tales lecturas, o de una enseñanza cuyos elementos se sacan en su totalidad de manuales de idéntico valor, es nefasta en un grado

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diferente que la ignorancia pura y simple; más vale no conocer nada en absoluto que tener el espíritu lleno de ideas falsas, a menudo indesarraigabIes, sobre todo cuando han sido inculcadas desde la más tierna edad. El ignorante conserva al menos la posibilidad de aprender si encuentra la ocasión de hacerlo; puede poseer cierto "buen sentido" natural que, unido a la conciencia que comúnmente tiene de su incompetencia, le basta para evitar un buen número de necedades. El hombre que ha recibido una instrucción a medias, por el contrario, tiene casi siempre una mentalidad deformada, y lo que cree saber le da una suficiencia tal que se imagina que puede hablar indistintamente acerca de todo; lo hace mal y al revés, pero con mayor facilidad cuanto más incompetente es: ¡todo le parece tan simple al que no conoce nada! Por otra parte, incluso dejando de lado los inconvenientes de la vulgarización propiamente dicha, y considerando a la ciencia occidental en su totalidad y bajo sus aspectos más auténticos, la pretensión que evidencian los representantes de dicha ciencia de poder enseñarla a todos sin reserva alguna, es asimismo un signo de evidente mediocridad. A los ojos de los orientales, algo cuyo estudio no requiere ninguna cualificación particular no puede tener un gran valor y no podría contener nada verdaderamente profundo; en efecto, la ciencia occidental es totalmente exterior y superficial; para caracterizarla, en lugar de hablar de un "saber ignorante", preferiríamos, prácticamente en el mismo sentido, hablar de un "saber profano”. En este aspecto, como en otros, la filosofía no se distingue verdaderamente de la ciencia: en ocasiones se ha querido definirla como "sabiduría humana”; esto es cierto, pero con la condición de insistir en que no es más que eso, una sabiduría puramente humana, en la acepción más limitada de la palabra, que no apela a ningún elemento de un orden superior a la razón, para evitar todo equívoco, la llamaríamos también "sabiduría profana", pero eso nos lleva a decir que en el fondo no es de ningún modo una sabiduría, sino que no es más que su apariencia ilusoria. No insistiremos aquí sobre las consecuencias de este carácter "profano” de todo el saber occidental moderno; pero, para mostrar aún más hasta qué punto este saber es superficial y ficticio, señalaremos que los métodos de instrucción en uso tienen como efecto poner la memoria casi enteramente en el lugar de la inteligencia: lo que se pide a los alumnos, en todos los grados de la enseñanza, es que acumulen conocimientos y no que los asimilen; esto se aplica sobre todo a las cosas cuyo estudio no exige ninguna comprehensión; los hechos sustituyen a las ideas y la erudición se toma comúnmente como ciencia real. Para promover o desacreditar tal o cual rama del conocimiento o tal o cual método, basta con proclamar que es o que no es "científico"; los que son considerados oficialmente como "métodos científicos”, son los procedimientos de la erudición más carente de inteligencia, de la más excluyente de todo lo que no sea la búsqueda de los hechos por sí mismos y hasta en sus detalles más insignificantes; y, cosa digna de hacer notar, son los "literatos" quienes más abusan de esta denominación. El prestigio de esta etiqueta "científica", aun cuando no sea en realidad más que una etiqueta, constituye en verdad el triunfo del espíritu cientificista por excelencia, y ante el respeto que el empleo de una simple palabra impone a la multitud (comprendidos en ella los supuestos "intelectuales"), ¿no tenemos razón en llamarla "superstición de la ciencia"? Naturalmente, la propaganda cientificista no se ejerce solamente en el ámbito interior, bajo la doble forma de la "instrucción obligatoria" y de la vulgarización; sirve también en el exterior, como todas las otras variantes del proselitismo occidental. En cada región donde los europeos se han instalado, han querido expandir los supuestos "beneficios de la instrucción", y siempre con los mismos métodos, sin intentar la menor adaptación y sin preguntarse si allí no existe ya algún otro género de instrucción; todo lo que no viene de ellos debe ser considerado como nulo y como si no hubiera tenido lugar, y la "igualdad" no permite que los diferentes pueblos y razas tengan su propia mentalidad; por lo demás, el principal "beneficio" que esperan de esta instrucción quienes la imponen es probablemente, en todo tiempo y lugar, la destrucción del espíritu tradicional. La "igualdad" tan cara a los occidentales se reduce por otra parte, desde el momento en que salen de su ámbito, a una mera uniformidad; el resto de lo que el término implica no es artículo de exportación y no concierne más que a las relaciones de los occidentales entre sí, pues se creen incomparablemente superiores a todos los demás hombres, entre los cuales no hacen distinción alguna: los negros más bárbaros y los orientales más cultivados son tratados casi de la misma manera, puesto que se hallan igualmente fuera de la única civilización que tiene derecho a la existencia. Asimismo, los europeos se limitan generalmente a enseñar los más rudimentarios de sus conocimientos; no es difícil imaginar cómo deben ser apreciados por los orientales, a quienes aún lo que hay de más elevado en estos conocimientos les parecería notable sobre todo por su estrechez y por dar signos evidentes de una ingenuidad bastante grosera. Como los pueblos que tienen una civilización

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propia se muestran más bien refractarios a esta instrucción tan ensalzada, mientras que los pueblos sin cultura la soportan mucho más dócilmente, quizás los occidentales no distan de juzgar que los segundos son superiores a los primeros; reservan una estima al menos relativa para aquellos que consideran como susceptibles de "elevarse" hasta su nivel, aunque más no sea después de algunos siglos de "instrucción obligatoria" y elemental. Desgraciadamente, lo que los occidentales llaman "elevarse" hay quienes, en lo que les concierne, lo llamarían "rebajarse"; esto es lo que al respecto piensan los orientales en su totalidad, aun cuando no lo digan y prefieran, como ocurre por lo general, encerrarse en el silencio más desdeñoso y dejando (hasta tal punto esto les importa poco) a la vanidad occidental en libertad de interpretar su actitud como le plazca. Los europeos tienen una opinión tan alta de su ciencia que creen en su prestigio irresistible y se imaginan que los otros pueblos deben desfallecer de admiración ante sus descubrimientos más insignificantes; este estado de espíritu, que en ocasiones los conduce a singulares equivocaciones, no es del todo nuevo y hemos encontrado un ejemplo bastante interesante en Leibnitz. Se sabe que este filósofo había concebido el proyecto de establecer lo que él llamaba "característica universal", es decir una especie de álgebra generalizada que se hiciera aplicable a nociones de todo orden en lugar de estar restringida solamente a nociones cuantitativas; por otra parte, esta idea le había sido inspirada por ciertos autores de la Edad Media, fundamentalmente Raimundo Lulio y Tritemio. Ahora bien, en el curso de los estudios que hizo para tratar de realizar este proyecto, Leibnitz se sintió impulsado a preocuparse por la significación de los caracteres ideográficos que constituyen la escritura china y, más particularmente, por las figuras simbólicas que forman la base del Yi-King; veremos a continuación cómo comprendió a estos últimos: "Leibnitz, dice L. Couturat, creía haber encontrado a través de su numeración binaria (numeración que no emplea más que los signos 0 y 1, y en la cual veía una imagen de la creación ex nihilo, la interpretación de los caracteres de Fo-hi, misteriosos símbolos chinos de gran antigüedad, cuyo sentido no comprendían los europeos ni los Chinos mismos.... El proponía emplear su interpretación para la propagación de la fe en China, teniendo en cuenta que era apropiada para dar a los Chinos una idea elevada de la ciencia europea, y para demostrar la concordancia de ésta con las tradiciones venerables y sagradas de la sabiduría china. Agregó esta presentación a la exposición de su aritmética binaria que envió a la Academia de Ciencias de París"4. He aquí, en efecto, lo que leemos textualmente en la memoria que nos ocupa: "Lo que hay de sorprendente en este cálculo (de la Aritmética binaria), es que dicha Aritmética, por medio del 0 y del 1, contiene el misterio de las líneas de un antiguo rey y filósofo llamado Fohy, que, según se cree, vivió hace ya más de cuatro mil años5 y que los Chinos consideran como fundador de su imperio y de sus ciencias. Hay muchas figuras lineales que se le atribuyen, y todas remiten a esta Aritmética, pero basta poner aquí la Figura de ocho Kua, como se la llama6, que pasa por ser fundamental, y agregarle la explicación que hemos hecho manifiesta, siempre que se advierta primeramente que una línea entera significa la unidad ó 1 y en segundo lugar que una línea quebrada significa el cero ó 0. Los Chinos han perdido la significación de los Kua o Lineaciones de Fohy, hace tal vez más de un milenio, y han hecho algunos comentarios acerca de ellas, en los cuales han buscado no sé qué sentidos remotos, de tal modo que ha ocurrido que la verdadera significación les venga ahora de los europeos. He aquí cómo sucedió: hace apenas dos años que envié al R. P. Bouvet, célebre jesuita francés que vive en Pekín, mi manera de contar con el 0 y el 1, y no le tomó mucho reconocer que es la clave de las figuras de Fohy. Así cuando me escribió el 14 de noviembre de 1701, me envió la gran figura de este Príncipe filósofo, que llega hasta el 647, y no permite 4

La Logique de Leibnitz, pp. 474-475.

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La fecha exacta es 3.468 antes de la era cristiana, según una cronología fundada sobre la descripción precisa del estado del cielo en esta época; hemos de agregar que el nombre de Fohi sirve en realidad de designación a todo un período de la historia china. 6

Kua es el nombre chino de los trigramas, es decir de las figuras que se obtienen al unir de tres en tres, de todas las maneras posibles, trazos enteros y quebrados, cuyo número es efectivamente de ocho. 7

Se trata aquí de los sesenta y cuatro hexagramas de Weng-wang, es decir de las figuras de seis trazos formadas al combinar los ocho trigramas de a dos. Destaquemos de pasada que la interpretación de Leibnitz es absolutamente incapaz de explicar, entre otras cosas, por qué motivo estos hexagramas, así como los trigramas de los cuales derivan, están siempre dispuestos en un tablero de forma circular.

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dudar de la veracidad de nuestra interpretación, de modo que se puede decir que este padre ha descifrado el enigma de Fohy con la ayuda de lo que yo le había comunicado. Y como estas figuras son quizás el monumento de ciencia más antiguo que hay en el mundo, la restitución de su sentido después de un intervalo tan grande de tiempo, parecerá aún más curiosa... Ahora bien, como en la China se cree que Fohy es también el autor de los caracteres chinos, aunque muy alterados por el paso del tiempo, su ensayo de aritmética permite juzgar que bien podría encontrarse en él algún elemento considerable en relación con los números y las ideas, si se pudiera desentrañar el fundamento de la escritura china, y tanto más en cuanto que en China se cree que ha tenido en consideración los números al establecerlo. El R. P. Bouvet se siente inclinado a llevar adelante esta idea y es muy posible que la lleve a buen término de muchas maneras. Sin embargo, jamás supe si alguna vez ha habido en la escritura china un beneficio que se aproxime al que necesariamente debe haber en una característica que yo pueda proyectar. Y es que todo razonamiento que se pueda extraer de las nociones, podría ser extraído de sus caracteres a través de una modalidad de cálculo que sería uno de los medios más importantes para ayudar al espíritu humano"8. Hemos reproducido en toda su extensión este curioso documento que permite medir hasta donde podía llegar la comprehensión de quien consideramos, sin embargo, como el más "inteligente" de los filósofos modernos: Leibnitz estaba persuadido de antemano de que su "característica", que por otra parte jamás llegó a constituir (y los "lógicos" de hoy no han avanzado mucho más), era inevitablemente muy superior a la ideografía china; y lo más gracioso es que piensa que hace un gran honor a Fo-hi al atribuirle un "ensayo de aritmética" y la primera idea de su pequeño juego de numeración. Nos parece ver aquí la sonrisa de los Chinos si se les hubiera presentado esta interpretación algo pueril, que hubiera estado muy lejos de brindarles "una alta idea de la ciencia europea", pero que hubiera sido apropiada para hacerles apreciar su alcance real con mucha exactitud. La verdad es que los Chinos jamás han "perdido la significación", o más bien las significaciones de los símbolos en cuestión; es sólo que no se creían obligados a explicarlos al primer recién llegado, sobre todo si consideraban que hacerlo era un esfuerzo inútil; y Leibnitz, al hablar de "no sé qué sentidos remotos", reconoce en definitiva que no comprende nada del asunto. Son estos sentidos, cuidadosamente conservados por la tradición (que los comentarios no hacen más que seguir fielmente), los que constituyen "la verdadera explicación", y por otro lado no tienen nada de "místico"; pero, ¿qué mejor prueba de incomprehensión podría darse que el hecho de tomar símbolos metafísicos por "caracteres puramente numerales"? Símbolos metafísicos, esto, en efecto, es lo que son esencialmente los trigramas y los hexagramas, representación sintética de teorías susceptibles de admitir desarrollos ilimitados, y susceptibles también de adaptaciones múltiples si, en lugar de mantenernos en el dominio de los principios, queremos aplicarlos a algún orden determinado, Leibnitz se hubiera asombrado en buena medida si se le hubiera dicho que su interpretación aritmética también tenía su lugar entre los sentidos que él rechazaba sin conocerlos, pero sólo en un rango accesorio y subordinado; pues esta interpretación no es falsa en sí misma, y es perfectamente compatible con todas las demás, pero es incompleta e insuficiente, y hasta insignificante cuando se la considera de manera aislada, y no puede cobrar interés más que en virtud de la correspondencia analógica que religa los sentidos inferiores con el sentido superior, en conformidad con lo que hemos dicho de la naturaleza de las ''ciencias tradicionales''. El sentido superior es el sentido metafísico puro; todos los demás no son sino aplicaciones diversas, más o menos importantes, pero siempre contingentes: es así como, entre una infinidad de aplicaciones, puede haber una aritmética, como hay por ejemplo una aplicación lógica que hubiera podido ser de mayor utilidad para el proyecto de Leibnitz si la hubiera conocido, así como hay una aplicación social, que es el fundamento del Confucianismo, o como hay una aplicación astronómica, la única que los Japoneses han podido aprehender9, y hasta una aplicación adivinatoria que los Chinos 8

Explication de l´Aríthmétique binare, qui se sert des seules caracteres 0 et 1, avec des remarques sur son utilité, et sur ce qu'elle don ne le sens des anciennes figures chinoises de Fohy, Mémoires de l'Académie des Sciences, 1.703: “OEuvres mathématiques de Leibnitz", ed. Gerhardt, t VII, pp. 226-227. Ver también De Dyadicis: ibid., t. VII, pp. 233-234. Este texto termina de la siguiente manera: "Ita mirum accidit, ut res ante ter et amplius (millia) annos nota in extremo nostri continentis oriente, nunc in extremo ejus occidente, sed melioribus ut spero auspiciis resuscitaretur. Nam non apparet, antea usum hujus characterismi ad augendam numerorum scientiam innotuisse. Sinenses vero ipsi ne Arithmeticam quidem rationem intelligentes nescio quos mysticos significatus in characteribus mere numeralibus sibi fingebant.” 9

La traducción francesa del Yi-king por Philastre (Annales du Musée Guimet, t. VIII y t. XXIII) que es por otra parte una obra extremadamente notable, tiene el defecto de considerar de un modo tal vez

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consideran como una de las más inferiores de todas, y cuya práctica abandonan a los juglares errantes. Si Leibnitz hubiera estado en contacto directo con los Chinos, estos tal vez le habrían explicado (¿acaso él lo habría comprendido?) que incluso las cifras de las cuales se servía podían simbolizar ideas de un orden mucho más profundo que las ideas matemáticas, y que, en razón de tal simbolismo, los números cumplían un papel en la formación de los ideogramas, del mismo modo que en la expresión de las doctrinas pitagóricas (lo cual demuestra que estas cosas no eran ignoradas por la antigüedad occidental). Los Chinos inclusive hubieran podido aceptar la notación por medio del 0 y el 1, y tomar estos "caracteres puramente numerales" para representar simbólicamente las ideas metafísicas del Yin y del Yang (que nada tienen que ver con la concepción de la creación ex nihilo), con muy buenas razones para preferir, como más adecuada, la representación proporcionada por las "Iineaciones" de Fo-hi, cuyo objeto propio y directo está en el dominio metafísico. Hemos desarrollado este ejemplo porque evidencia claramente la diferencia que existe entre la sistematicidad filosófica y la síntesis tradicional, entre la ciencia occidental y la sabiduría oriental; no es difícil reconocer con este ejemplo, que tiene también para nosotros un valor simbólico, de qué lado se encuentran la incomprehensión y la estrechez de miras10. Leibnitz, al pretender comprender los símbolos chinos mejor que los Chinos mismos, es un verdadero precursor de los orientalistas que tienen, especialmente los alemanes, la misma pretensión respecto de todas las concepciones y de todas las doctrinas orientales, y que rehúsan prestar la menor atención a la opinión de los representantes autorizados de dichas doctrinas: hemos explicado en otro lugar el caso de Deussen, que cree explicar Shankarâchârya a los Hindúes interpretándolo a través de las ideas de Schopenhauer; éstas son manifestaciones propias de una única e idéntica mentalidad. En este sentido debemos hacer una última observación; y es que los occidentales, que en toda ocasión ostentan de manera tan insolente la creencia en su propia superioridad y en la de su ciencia, han sido verdaderamente poco felices al tratar a la sabiduría oriental de “orgullosa", como lo hacen a veces algunos de ellos so pretexto de que no se restringe a las limitaciones que les resultan familiares, y porque no pueden tolerar lo que los sobrepasa; es ésta una de las extravagancias habituales de la mediocridad y es lo que constituye el fondo del espíritu democrático. El orgullo, en realidad, es una condición absolutamente occidental; la humildad, por otra parte, también lo es y, por paradójico que esto pueda parecer, hay una solidaridad bastante estrecha entre estos dos contrarios: es un ejemplo de la dualidad que domina todo el orden sentimental y de la cual el carácter propio de las concepciones morales provee la prueba más destacada, pues las nociones de bien y de mal no podrían existir sino a través de su oposición misma. En realidad, el orgullo y la humildad son igualmente extraños e indiferentes para la sabiduría oriental (podríamos decir también para la sabiduría sin epíteto), porque ésta es de esencia puramente intelectual y enteramente despojada de toda sentimentalidad; sabe que el ser humano es a la vez mucho menos y mucho más que lo que creen los occidentales (al menos los de hoy), y sabe también qué es exactamente lo que debe ser para ocupar el lugar que le está asignado en el orden universal. El hombre, nos referimos a la individualidad humana, de ningún modo se encuentra en una situación privilegiada o excepcional en uno u otro sentido; no está situado ni en la cúspide ni en el fondo de la escala de los seres, simplemente representa, en la jerarquía de las existencias, un estado como los demás entre una infinidad de estados diferentes, de los cuales muchos son superiores a él, así como muchos otros son inferiores. No es difícil comprobar, en este mismo sentido, que la humildad suele ir acompañada de cierto género de orgullo: a través de la manera como en Occidente se busca rebajar al hombre en ciertos momentos, se encuentra el medio de atribuirle al mismo tiempo una importancia que en realidad no podría tener, al menos en tanto que individualidad; tal vez hay en ello un ejemplo de esa especie de hipocresía inconsciente que es, en uno u otro grado, inseparable de todo "moralismo", y en la cual los orientales ven, por lo general, uno de los caracteres específicos de lo occidental. Por lo demás, no siempre existe este contrapeso de la humildad; hay también, en un buen número de occidentales, una verdadera deificación de la demasiado exclusivo el sentido astronómico. 10

Recordaremos aquí lo que hemos dicho acerca de la pluralidad de sentidos de todos los textos tradicionales, y especialmente de los ideogramas chinos: Introduction Générale a l’étude des Doctrines Hindoues, 2ª parte, c. IX. Agregaremos a ello esta cita tomada de Philastre; "en chino la palabra, o el carácter, casi nunca tiene un sentido absolutamente definido y limitado, el sentido resulta generalmente de la posición en la frase, pero ante todo de su empleo en alguno de los libros más antiguos y de la interpretación admitida en estos casos... La palabra no tiene valor más que por sus acepciones tradicionales" (Yi-king, 1ª parte. p.8).

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razón humana que se adora a sí misma, sea directamente, sea a través de la ciencia que constituye su obra; es la forma más extrema del racionalismo y del cientificismo, pero es su límite más natural y, en definitiva, más lógico. En efecto, cuando no se conoce nada más allá de esta ciencia y de esta razón, se puede tener la ilusión de su supremacía absoluta; cuando no se conoce nada superior a la humanidad, y más especialmente al tipo de humanidad que representa el Occidente moderno, se puede experimentar la tentación de divinizarla, sobre todo si esto se mezcla con el sentimentalismo (y ya hemos demostrado que está lejos de ser incompatible con el racionalismo). Todo esto no es más que la consecuencia inevitable de esa ignorancia de los principios que hemos denunciado como vicio capital de la ciencia occidental; y, a despecho de las protestas de Littré, no pensamos que Augusto Comte haya hecho desviar en lo más mínimo al positivismo al querer instaurar una "religión de la Humanidad", pues este "misticismo" especial no era otra cosa que un ensayo de fusión de las dos tendencias características de la civilización moderna. Más aún, hasta existe un pseudo misticismo materialista: hemos conocido personas que llegaron a declarar que, aunque no tuvieran ningún motivo racional para ser materialistas, lo seguirían siendo pese a todo, únicamente porque es "más bello" "hacer el bien" sin esperanza de recompensa alguna. Estas personas, sobre cuya mentalidad el "moralismo” ejerce una influencia tan poderosa (y su moral, no por autodenominarse "científica" es menos puramente sentimental en el fondo), pertenecen naturalmente a la clase de los que profesan la "religión de la ciencia"; como esto no puede ser en rigor más que una "pseudo religión", es mucho más justo, según nuestro parecer, llamarla "superstición de la ciencia"; una creencia que no descansa más que sobre la ignorancia (aunque sea "docta") y sobre vanos prejuicios no merece ser considerada más que como una vulgar superstición.

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Capítulo Tercero: LA SUPERSTICIÓN DE LA VIDA A menudo los occidentales reprochan a las civilizaciones orientales, entre otras cosas, su carácter de fijeza y estabilidad, que les parece una negación del progreso y que efectivamente lo es, se lo reconocemos de buen grado; pero para ver en ello un defecto es menester creer en el progreso. Para nosotros, dicho carácter indica que estas civilizaciones participan de la inmutabilidad de los principios sobre los cuales se apoyan, y ése es uno de los aspectos esenciales de la idea de tradición; precisamente por carecer de principio, la civilización moderna es eminentemente cambiante. No es necesario creer, por otra parte, que la estabilidad de la que hablamos llegue a excluir toda modificación, lo cual sería exagerado, sino que reduce la modificación a no ser nunca más que una adaptación a las circunstancias por la cual los principios no se ven afectados de ningún modo y que puede, por el contrario, deducirse de ellos estrictamente, en la medida que se los considere, no en sí, sino con vistas a una aplicación determinada; y por ello existe, además de la metafísica que, sin embargo, se basta a sí misma en tanto que conocimiento de los principios, el conjunto de las "ciencias tradicionales" que abarcan el orden de las existencias contingentes, comprendiendo en él a las instituciones sociales. Tampoco hay que confundir inmutabilidad con inmovilidad; los errores de este género son frecuentes entre los occidentales, porque son generalmente incapaces de separar la concepción de la imaginación, y porque su espíritu no puede desprenderse de las representaciones sensibles; esto se ve muy claramente en algunos filósofos como Kant que, sin embargo, no pueden ser situados entre los "sensualistas". Lo inmutable no es lo contrario al cambio sino lo que es superior a él, así como lo suprarracional no es lo irracional; es preciso desconfiar de la tendencia a ordenar las cosas según oposiciones y antítesis artificiales, en virtud de una interpretación a la vez simplista y sistemática, que procede sobre todo de la incapacidad de ir más lejos y de resolver los contrastes aparentes en la unidad armónica de una verdadera síntesis. No es menos cierto que existe realmente, en la relación que consideramos, aquí como en muchas otras, cierta oposición entre Oriente y Occidente, al menos en el actual estado de cosas: hay divergencia, pero no debemos olvidar que dicha divergencia es unilateral y no simétrica, es como la de una rama que se separa del tronco; es la civilización occidental la que, al marchar en el sentido que ha recorrido en el curso de los últimos siglos, se alejó de las civilizaciones orientales hasta un punto tal que entre aquella y éstas no parece haber ya ningún elemento común, ningún término de comparación y ningún terreno para el entendimiento y la conciliación. El occidental, pero especialmente el occidental moderno (es siempre a él a quien nos referimos), aparece como esencialmente cambiante e inconstante, como consagrado al movimiento continuo y a la agitación incesante sin aspirar a salir de ellos; su estado es, en definitiva, el de un ser que no puede llegar a encontrar su equilibrio pero que, al no poder hacerlo, rehúsa admitir que sea una cosa posible en sí misma o simplemente deseable, y hasta llega a experimentar vanidad a partir de su impotencia. Este cambio en el que se encuentra encerrado y en el cual se complace, al cual no le exige que lo conduzca hacia una meta cualquiera, porque ha llegado a amarlo por sí mismo, es en el fondo lo que llama “progreso", como si bastara con marchar en cualquier dirección para avanzar con seguridad; pero ni siquiera sueña con preguntarse hacia qué avanza, y llama "enriquecimiento" no sólo a la dispersión en la multiplicidad que constituye la inevitable consecuencia de este cambio sin principio ni fin, sino también a su única consecuencia cuya realidad no puede ser contestada; "enriquecimiento", una palabra que, por el grosero materialismo de la imagen que evoca, es absolutamente típica y representativa de la mentalidad moderna. La necesidad de actividad exterior llevada a un grado tal y el gusto del esfuerzo por el esfuerzo, independientemente de los resultados que se puedan obtener de él, no son naturales en el hombre, al menos en el hombre normal según la idea que de él se ha tenido siempre y en todo lugar; pero semejante situación se ha vuelto en cierto modo natural para el occidental quizás por efecto del hábito del cual Aristóteles dice que es como una segunda naturaleza, pero sobre todo por la atrofia de las facultades superiores del ser, necesariamente correlativa del desarrollo intensivo de los elementos inferiores: aquel que no dispone de ningún medio de sustraerse a la agitación, sólo puede satisfacerse en ella, de la misma manera que aquel cuya inteligencia se limita a la actividad racional encuentra a ésta admirable y sublime; para estar plenamente a gusto dentro de una esfera cerrada, no debe concebirse la posibilidad de que haya algo fuera de ella. Las aspiraciones del occidental, único caso entre todos los hombres (no hablamos de los salvajes, acerca de los cuales es muy difícil saber con justeza a qué atenerse), están por lo general

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estrictamente limitadas al mundo sensible y a lo que de éste depende, entre lo cual comprendemos la totalidad del orden sentimental y una buena parte del orden racional; hay sin duda loables excepciones, pero aquí no podemos tomar en cuenta más que la mentalidad general y común, que es la verdaderamente característica del lugar y la época. También es necesario destacar, en el orden intelectual mismo o, en todo caso, en lo que de él subsiste, un fenómeno extraño que no es sino un caso particular del estado de espíritu que acabamos de describir: es la pasión de la búsqueda tomada como fin en sí misma, sin ninguna preocupación por verla llegar a una solución cualquiera; mientras los otros hombres buscan para encontrar y para saber, el occidental de nuestros días busca por buscar; la expresión evangélica quaerite et invenietis es para él letra muerta con toda la fuerza de esta expresión, puesto que llama precisamente "muerte" a todo lo que constituye un resultado definitivo, así como llama "vida" a lo que no es más que agitación estéril. El gusto enfermizo por la búsqueda, verdadera "inquietud mental" sin término y sin salida, se manifiesta muy particularmente en la filosofía moderna, cuya mayor parte no representa más que una serie de problemas absolutamente artificiales, que no existen sino porque están mal planteados, que no nacen y no subsisten sino en virtud de equívocos cuidadosamente mantenidos; problemas insolubles en verdad, dada la manera en que se los formula, pero que nadie tiende a resolver, y cuya única razón de ser consiste en alimentar indefinidamente controversias y discusiones que no conducen a nada y que no deben conducir a nada. Así, sustituir el conocimiento por la búsqueda (y ya hemos señalado en este aspecto el notable abuso de las "teorías del conocimiento"), es simplemente renunciar al objeto propio de la inteligencia y es fácil comprender que, en estas condiciones, algunos hayan llegado finalmente a suprimir la noción misma de la verdad, pues la verdad no puede ser concebida más que como el término que se debe alcanzar, y ellos no quieren un término para su búsqueda; tal cosa no podría entonces ser algo intelectual, ni siquiera tomando a la inteligencia en su acepción más extendida y no en la más alta y pura y, si hemos podido hablar de la “pasión por la búsqueda", es porque se trata, en efecto, de una invasión de la sentimentalidad en dominios con respecto a los cuales debería permanecer extraña. No protestamos, desde luego, contra la existencia misma de la sentimentalidad, que es un hecho natural, sino solamente contra su extensión anormal e ilegítima; hay que saber poner cada cosa en su lugar y dejarla en él; pero, para ello, hace falta una comprehensión del orden universal que escapa al mundo occidental, donde el desorden es ley: denunciar el sentimentalismo no significa negar la sentimentalidad, así como denunciar el racionalismo no conduce necesariamente a negar la razón; sentimentalismo y racionalismo no representan más que abusos, aunque se manifiesten en el Occidente moderno como los dos términos de una alternativa de la cual es incapaz de salir. Ya hemos dicho que el sentimiento está extremadamente próximo al mundo material; no es gratuito el hecho de que el lenguaje una estrechamente lo sensible y lo sentimental y, sin necesidad de llegar a confundirlos, es evidente que no son más que dos modalidades de un mismo y único orden de cosas. El espíritu moderno está casi únicamente encarado hacia lo exterior, hacia el dominio sensible; el sentimiento le parece interior y a menudo pretende, desde este punto de vista, oponerlo a la sensación; pero eso es muy relativo, y la verdad es que la "introspección" del psicólogo no aprehende otra cosa que fenómenos, es decir, modificaciones exteriores y superficiales del ser; no hay otra cosa verdaderamente interior y profunda sino la parte superior de la inteligencia. Esto podrá parecer asombroso a aquellos que, como los intuicionistas contemporáneos, al no conocer más que la parte inferior de la inteligencia, representada por las facultades sensibles y por la razón en tanto se aplique a los objetos sensibles, creen que pertenece a un orden más exterior que el sentimiento; pero, en la perspectiva del intelectualismo trascendente de los orientales, racionalismo e intuicionismo se hallan en un mismo plano y se relacionan de la misma manera con lo exterior del ser, a despecho de las ilusiones por las cuales una u otra de estas concepciones cree captar algo de su naturaleza íntima. En el fondo, de lo que se trata es de no ir nunca más allá de las cosas sensibles; la diferencia no reside más que en los procedimientos a poner en práctica para alcanzar estas cosas, en la manera que conviene considerarlas y en cuál de sus diversos aspectos importa poner más en evidencia; podríamos decir que unos prefieren insistir sobre el aspecto "materia" y otros sobre el aspecto "vida". Estas son, en efecto, las limitaciones de las cuales el pensamiento occidental no se puede liberar; los Griegos eran incapaces de liberarse de la forma, los modernos parecen por sobre todo incapaces de desprenderse de la materia y, cuando intentan hacerlo, no pueden en todo caso salir del dominio de la vida. Todo esto, tanto la vida como la materia y, más aún, la forma, no son más que condiciones de existencia especificas del mundo sensible; todo está entonces sobre un mismo plano, como dijimos en su

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oportunidad. El Occidente moderno, salvo en casos excepcionales, toma al mundo sensible como único objeto de conocimiento, y, ya sea que se ligue preferentemente a una u otra de las condiciones de este mundo, ya se estudie desde tal o cual punto de vista, recorriéndolo en cualquier sentido, el dominio en el que se ejerce su actividad mental, no deja por eso de ser siempre el mismo; si dicho dominio parece extenderse en mayor o menor medida nunca llega muy lejos, y eso cuando no es puramente ilusorio. Hay, por lo demás, junto al mundo sensible, diversas prolongaciones que pertenecen aún al mismo grado de la existencia universal; según cuál de las condiciones que definen a este mundo se considere, se podrá alcanzar una u otra de estas prolongaciones, pero no por eso se dejará de estar encerrado en un dominio especial y determinado. Cuando Bergson dice que la inteligencia tiene como objeto natural a la materia, comete el error de llamar inteligencia a aquello a lo cual pretende referirse, y lo hace porque lo que es verdaderamente intelectual es desconocido para él; pero en el fondo tiene razón si, con esta denominación errónea, considera solamente la parte más inferior de la inteligencia o, más precisamente, el uso que de ella se hace comúnmente en el Occidente actual. En cuanto a él, se apega esencialmente a la vida; se sabe el papel que cumple el "ímpetu vital" en sus teorías, y el sentido que le da a lo que llama percepción de la "duración pura"; pero la vida, sea cual sea el “valor" que se le atribuya, no está por eso menos indisolublemente ligada a la materia, y es siempre el mismo mundo el que aquí se considera según una concepción "organicista" o "vitalista", o en ocasiones según una concepción "mecanicista". Solamente cuando se da preponderancia al elemento vital sobre el elemento material en la constitución de este mundo, es natural que el sentimiento tome la delantera con respecto a la autodenominada inteligencia; los intuicionistas con su "torsión del espíritu", los pragmatistas, con su "experiencia interior", apelan simplemente a las potencias oscuras del instinto y del sentimiento, que consideran como el fondo mismo del ser y, cuando llegan hasta el fin de su pensamiento o más bien de su tendencia, terminan como William James, proclamando finalmente la supremacía del subconsciente, en virtud de la más increíble subversión del orden natural que la historia de las ideas haya podido registrar jamás. La vida, considerada en sí misma, es siempre cambio, modificación incesante, es comprensible por tanto que ejerza semejante fascinación sobre el espíritu de la civilización moderna, en la cual el cambio es también la característica más sorprendente, lo que aparece a primera vista, incluso si nos limitamos a un examen totalmente superficial. Cuando se cae en el estado de reclusión en el ámbito de la vida y de las concepciones que se relacionan directamente con ella, no se puede conocer nada de lo que escapa al cambio, nada del orden trascendente e inmutable que es el de los principios universales; no podría entonces haber ningún conocimiento metafísico posible, y siempre volvemos a esta comprobación, como consecuencia ineluctable de cada una de las características del Occidente actual. Preferimos decir cambio antes que movimiento, porque el primero de estos dos términos es más extenso que el segundo: el movimiento no es mas que la modalidad física o, mejor dicho, mecánica del cambio, y es de las concepciones que consideran otras modalidades irreductibles a aquélla, que les reservan también el carácter más propiamente "vital", con exclusión del movimiento entendido en el sentido ordinario, es decir como un simple cambio de situación. Además, no habría que exagerar ciertas oposiciones, que no lo son más que desde un punto de vista más o menos limitado; así, una teoría mecanicista es, por definición, una teoría que pretende explicar todo a través de la materia y el movimiento; pero, al dar a la idea de vida toda la extensión de la que es susceptible, se podría hacer entrar en ella al movimiento mismo, y entonces sería dable caer en cuenta de que las teorías supuestamente opuestas o antagónicas son, en el fondo, mucho más equivalentes de lo que querrían admitir sus respectivos partidarios 1; no hay, de una y otra parte, más que un mayor o menor grado de estrechez de miras. Sea como fuere, una concepción que se presenta como una "filosofía de la vida" es necesariamente, por eso mismo, una "filosofía del devenir"; queremos decir que está encerrada en el devenir y no puede salir de él (devenir y cambio son sinónimos), lo cual la lleva a situar toda realidad en este devenir y a negar que haya algo que esté fuera o más allá de él, puesto que el espíritu sistemático está estructurado de tal manera que imagina incluir en sus fórmulas la totalidad del universo; estamos entonces frente a una negación formal de la metafísica. Tal es el caso del evolucionismo en todas sus formas, desde las concepciones más mecanicistas, comprendiendo en ellas al grosero "transformismo", hasta algunas teorías del género de las de Bergson; nada 1

Es lo que ya hemos hecho notar en otra ocasión, en lo que concierne a las dos variedades opuestas de "monismo", una espiritualista y otra materialista.

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que no sea el devenir podrá encontrar lugar en ellas, e inclusive, a decir verdad, no lo consideran más que en una porción más o menos restringida. La evolución no es en definitiva otra cosa que el cambio, con el agregado de una ilusión referida al sentido y la calidad de dicho cambio; evolución y progreso son una única y misma cosa, pero hoy en día se suele preferir la primera de estas dos palabras porque se le encuentra un empaque más "científico"; el evolucionismo es una especie de producto de estas dos grandes supersticiones modernas, la de la ciencia y la de la vida, y, lo que explica su éxito, es precisamente que el racionalismo y el sentimentalismo encuentran su satisfacción en él; las proporciones variables en las que se combinan estas dos tendencias están dadas en la diversidad de formas que revista esta teoría. Los evolucionistas imponen el cambio en todas partes, y hasta en Dios mismo cuando lo admiten: es así como Bergson se representa a Dios como "un centro del cual saldrían los mundos, y que no es una cosa sino una continuidad del salir"; y agrega expresamente: "Dios, así definido, no ha hecho nada del todo; es vida incesante, acción, libertad" 2. Son estas ideas de vida y acción las que constituyen, entre nuestros contemporáneos, una verdadera relación de familiaridad y que se transportan aquí a un dominio que querría ser especulativo; en realidad, es la supresión de la especulación en beneficio de la acción lo que absorbe e invade todo. Esta concepción de un Dios en devenir, que es sólo inmanente y no trascendente; así como la de una verdad que se va haciendo (lo cual nos remite a lo mismo), que no es más que una especie de limite ideal, sin nada actualmente realizado, no son excepcionales en el pensamiento moderno; los pragmatistas, que han adoptado la idea de un dios limitado por motivos fundamentalmente "moralistas", no son sus primeros inventores, pues aquello de lo cual se dice que evoluciona debe ser forzosamente concebido como limitado. El pragmatismo, por su denominación misma, se plantea ante todo como "filosofía de la acción"; su postulado más o menos reconocido dice que el hombre no tiene otras necesidades que las de orden práctico, necesidades a la vez materiales y sentimentales; esto significa entonces la abolición de la intelectualidad; pero, si es así, ¿por qué insistir en elaborar teorías? Esto se comprende bastante mal; y, como el escepticismo, del cual no difiere más que en el aspecto de la acción, el pragmatismo, si quisiera ser consecuente consigo mismo, debería limitarse a una simple actitud mental, que no puede tratar de justificar lógicamente sin desmentirse; pero sin duda es muy difícil mantenerse estrictamente en una reserva semejante. El hombre, por decaído que esté intelectualmente, no puede impedirse al menos razonar, aunque más no sea para negar la razón; los pragmatistas, por otra parte, no la niegan como los escépticos, pero pretenden reducirla a un uso puramente práctico; al hacer su aparición después de quienes han querido reducir toda la inteligencia a la razón, pero sin rehusarle a ésta una utilización teórica, constituyen un grado más en el descenso. Hay asimismo un punto sobre el cual la negación de los pragmatistas va más lejos que la de los escépticos puros; éstos no niegan que la verdad existe fuera de nosotros, sino solamente que podamos alcanzarla; los pragmatistas, a imitación de algunos sofistas griegos (que al menos probablemente no se tomaban en serio), llegan inclusive a suprimir la verdad misma. Vida y acción son estrechamente solidarias; el dominio de una es también el de la otra, y es en el ámbito de este dominio limitado donde se mantiene, hoy más que nunca, el conjunto de la civilización occidental. Hemos dicho en otro lugar cómo consideran los orientales la limitación de la acción y de sus consecuencias, cómo oponen desde este punto de vista el conocimiento a la acción: la teoría extremo-oriental del "no actuar", y la teoría hindú de la "liberación", son cosas inaccesibles para la mentalidad occidental ordinaria, para la cual es inconcebible que se pueda pensar en liberarse de la acción, y más todavía que se pueda llegar a lograrlo efectivamente. Inclusive la acción no es comúnmente considerada más que en sus formas exteriores, las que corresponden propiamente al movimiento físico: de allí esa necesidad creciente de rapidez, y esa trepidación febril tan características de la vida contemporánea; actuar por el placer de actuar no puede traer más que agitación, pues hasta en la acción misma hay ciertos grados que observar y ciertas distinciones que se deben hacer. Nada sería más fácil que mostrar hasta qué punto esto es incompatible con todo lo que signifique reflexión y concentración, y por lo tanto con los medios esenciales de todo verdadero conocimiento; es verdaderamente el triunfo de la dispersión en la exteriorización más completa que se puede concebir; es la ruina definitiva del resto de intelectualidad que podía subsistir aún, si es que no acude ningún elemento capaz de reaccionar a tiempo contra estas funestas tendencias. Felizmente, el exceso del mal puede originar una reacción, y hasta los peligros físicos que son 2

L Evolution créatrice, p.270.

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inherentes a un desarrollo tan anormal pueden terminar inspirando un temor saludable; por lo demás, por el hecho mismo de que el dominio de la acción no comporta más que posibilidades muy restringidas, cualesquiera sean las apariencias, no es posible que dicho desarrollo prosiga indefinidamente y, por la fuerza de las cosas, tarde o temprano habrá de imponerse un cambio de dirección. Pero por el momento no vamos a considerar las posibilidades de un porvenir quizás lejano; lo que consideramos es el estado actual de Occidente, y lo que podemos apreciar confirma en buena medida que progreso material y decadencia intelectual se sustentan y acompañan mutuamente; no pretendemos decidir cuál de los dos es causa o efecto del otro, y tanto más cuanto que se trata en definitiva de un conjunto complejo en el cual las relaciones de los diversos elementos son en algunas ocasiones recíprocas y alternativas. Sin intentar remontarnos a los orígenes del mundo moderno y a la manera en que ha podido constituirse su mentalidad propia, cosa que sería necesaria para resolver enteramente la cuestión, podemos decir esto: fue necesaria una depreciación y una disminución de la intelectualidad para que el progreso material llegara a tomar una importancia lo suficientemente grande como para franquear ciertos límites; pero una vez que comenzara este movimiento y que la preocupación por el progreso material fue absorbiendo poco a poco las facultades del hombre, la intelectualidad ha seguido debilitándose gradualmente, hasta el punto en que hoy la vemos y quizás más todavía, aunque esto parezca sin duda difícil. Por el contrario, la expansión de la sentimentalidad no es en modo alguno incompatible con el progreso material porque constituyen, en el fondo, cosas que son casi del mismo orden; pedimos excusas por volver tan a menudo al tema, pero es indispensable que lo hagamos para comprender lo que ocurre a nuestro alrededor. Esta expansión de la sentimentalidad, al producirse en correlación con la regresión de la intelectualidad, será tanto más excesiva y desordenada en la medida en que no encuentre nada que pueda contenerla o dirigirla eficazmente, pues dicho papel no podría ser cumplido por el cientificismo que, como hemos visto, está lejos de salir indemne del contagio sentimental y no tiene más que una falsa apariencia de intelectualidad. Uno de los síntomas más notorios de la preponderancia adquirida por el sentimentalismo es lo que denominamos "moralismo", es decir, la tendencia claramente marcada a relacionar todo con preocupaciones de orden moral y a subordinarles todo lo demás, y particularmente lo que se considera como propio del dominio de la inteligencia. La moral, por sí misma, es un elemento esencialmente sentimental; representa un punto de vista tan relativo y contingente como sea posible concebir y que, por otra parte, ha sido siempre propio de Occidente; pero el "moralismo" propiamente dicho es una exageración de este punto de vista, que no se produjo sino hasta una época bastante reciente. La moral, cualquiera sea la base que se le otorgue y la importancia que se le atribuya, no es tal vez más que una regla de acción; para algunos hombres que no se interesan en otra cosa que en la acción, es evidente que debe cumplir un papel capital, y se apegan más a ella en la medida que las consideraciones de este orden pueden brindar la ilusión del pensamiento en un período de decadencia intelectual; eso es lo que explica el nacimiento del "moralismo". Ya se había producido un fenómeno análogo hacia el final de la civilización griega, pero sin alcanzar, según parece, las proporciones que ha adquirido en nuestro tiempo; en rigor, a partir de Kant, casi toda la filosofía moderna se ha visto penetrada por el moralismo, lo que nos lleva a decir que da preeminencia a la práctica por encima de la especulación, considerándose por otro lado esta práctica desde un ángulo especial; esta tendencia llega a su desarrollo total con las filosofías de la vida y la acción de las que ya hemos hablado. Por otra parte, hemos señalado la obsesión, hasta en los materialistas más probados, de lo que se denomina "moral científica", lo cual representa exactamente la misma tendencia; ya sea que se la llame científica o filosófica, según los gustos de cada uno, no deja de ser jamás una expresión de sentimentalismo, y dicha expresión no varía de un modo muy apreciable. Lo curioso es, en efecto, que las concepciones morales en un medio dado se parecen entre sí de un modo extraordinario, aunque todas pretendan fundarse sobre consideraciones diferentes y en ocasiones hasta contrarias; esto demuestra el carácter artificial de las teorías a través de las cuales cada uno se esfuerza por justificar ciertas reglas prácticas que son siempre las que se observan comúnmente a su alrededor. Estas teorías, en definitiva, representan simplemente las preferencias particulares de quienes las formulan o adoptan, y a menudo no es extraño a ellas cierto interés de partido: no hay prueba más evidente de ello que la manera en que la "moral laica" (científica o filosófica, poco importa) se sitúa en oposición con la moral religiosa. Por lo demás, dado que el punto de vista moral tiene una razón de ser exclusivamente social, la intrusión de la política en semejante dominio no tiene nada de lo cual tengamos que asombrarnos más allá de la medida; esto es quizás menos chocante que la utilización, para

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fines similares, de teorías que se pretenden presentar como puramente científicas; pero, después de todo, el mismo espíritu "científico", ¿no ha sido creado para servir los intereses de cierta política? Dudamos seriamente de que los partidarios del evolucionismo estén libres de toda segunda intención de este género; y, para tomar otro ejemplo, la supuesta "ciencia de las religiones" se parece mucho más a un instrumento de polémica que a una ciencia seria; hay algunos de estos casos a los que hemos hecho alusión antes, y en los cuales el racionalismo es fundamentalmente una máscara del sentimentalismo. No es solamente entre los "científicos" y los filósofos que se puede advertir la invasión del "moralismo", también hay que hacer notar, en este aspecto, la degeneración de la idea religiosa, tal como se comprueba en las innumerables sectas salidas del protestantismo. Son éstas las únicas formas religiosas específicamente modernas, y se caracterizan por una reducción progresiva del elemento doctrinal en favor del elemento moral o sentimental; este fenómeno es un caso particular del decrecimiento general de la intelectualidad, y no es precisamente por una coincidencia fortuita que la época de la Reforma es la misma que la del Renacimiento, es decir, precisamente el inicio del período moderno. En ciertas ramas del protestantismo actual, la doctrina llegó a disolverse completamente, y como paralelamente el culto se ha visto reducido prácticamente a nada, al final sólo subsiste el elemento moral: el "protestantismo liberal" no es más que un moralismo con etiqueta religiosa; no se puede decir que todavía sea una religión en el sentido estricto de la palabra, puesto que de los tres elementos que entran en la definición de la religión, no queda más que uno solo. Dentro de este límite, constituiría más bien una especie de pensamiento filosófico especial; por lo demás, sus representantes se entienden por lo general bastante bien con los partidarios de la "moral laica", llamada también "independiente", y en ocasiones llegan a solidarizarse abiertamente con ellos, lo cual demuestra que tienen conciencia de sus afinidades reales. Para designar cosas de este género, empleamos de buen grado la palabra "pseudo religión", y aplicamos también el mismo término a todas las sectas neoespiritualistas que nacen y prosperan fundamentalmente en los países protestantes, porque el neo espiritualismo y el protestantismo liberal proceden de las mismas tendencias y del mismo estado de espíritu: la religión, a través de la supresión del elemento intelectual (o de su ausencia si se trata de creaciones nuevas), es sustituida por la religiosidad, es decir, una simple aspiración sentimental más o menos vaga e inconsistente; y esta religiosidad es para la religión poco mas o menos que lo que la sombra es para el cuerpo. Se puede reconocer aquí la "experiencia religiosa" de William James (que se complica con la apelación al "subconsciente"), y también la "vida interior" en el sentido que le dan los modernistas, pues el modernismo no fue otra cosa que una tentativa de introducir en el catolicismo mismo la mentalidad a la que hacemos referencia, tentativa que se quebró contra la fuerza del espíritu tradicional para el cual el catolicismo, en el Occidente moderno, es aparentemente el único refugio, salvo las excepciones individuales que siempre pueden existir fuera de toda organización. Es entre los pueblos anglosajones donde el "moralismo" se enfatiza con más intensidad, y es también allí donde el gusto por la acción se afirma en las formas más extremas y brutales; estos dos elementos, tal como hemos dicho, están en consecuencia fuertemente relacionados entre sí. Hay una singular ironía en la concepción corriente que representa a los ingleses como un pueblo esencialmente apegado a la tradición, y quienes así piensan confunden simplemente tradición con costumbre. La facilidad con la que se abusa de ciertas palabras es verdaderamente extraordinaria; hay quienes han llegado a llamar tradiciones a usos populares o inclusive a hábitos de un origen totalmente reciente, sin alcance ni significación; en cuanto a nosotros, rehusamos dar ese nombre a lo que no es sino un respeto más o menos maquinal de ciertas formas exteriores, que en ocasiones no son más que "supersticiones" en el sentido etimológico de la palabra; la verdadera tradición está en el espíritu de un pueblo, de una raza o de una civilización, y tiene razones de ser de una profundidad absolutamente diferente. En realidad el espíritu anglosajón es antitradicional, al menos tanto como el espíritu francés y el espíritu germánico, pero de una manera algo diferente quizás, pues en Alemania y en Francia, en cierta medida, es más bien la tendencia "cientificista" la que predomina; por otra parte, poco importa que sea el moralismo o el cientificismo lo que prevalezca, pues, lo repetimos una vez más, sería artificial pretender separar enteramente estas dos tendencias que representan las dos caras del espíritu moderno y que se encuentran en proporciones diversas en todos los pueblos occidentales. Parece que, por lo general, la tendencia moralista lleva hoy la delantera, mientras que el dominio del cientificismo era más acentuado hasta hace unos pocos años; pero lo que uno gana no lo pierde necesariamente el otro, puesto que ambos son perfectamente conciliables, y, a despecho de todas las fluctuaciones, la mentalidad común los asocia de un

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modo bastante estrecho; hay a la vez en ella lugar para todos aquellos ídolos de los que hemos hablado precedentemente. Es sólo que hay una especie de cristalización de elementos diversos que se opera en este momento al tomar como centro la idea de "vida" y de lo que se relaciona con ella, así como se operaba en el siglo XIX alrededor de la idea de "ciencia" y en el XVIII alrededor de la de "razón"; hablamos aquí de ideas, pero seria mejor que habláramos simplemente de palabras, pues es más bien la fascinación de las palabras lo que en estos ámbitos se ejerce en toda su amplitud. Lo que a veces se llama "ideología", con un matiz peyorativo por parte de aquellos que no son fáciles de engañar (pues todavía quedan algunos a pesar de todo), no es en rigor otra cosa que verbalismo; y, en este sentido, podemos retomar el término "superstición", con el sentido etimológico al que hacíamos alusión en su momento, y que designa una cosa que se sobrevive a sí misma en tanto ha perdido su verdadera razón de ser. En efecto, la única razón de ser de las palabras es expresar ideas; atribuir un valor a las palabras por sí mismas independientemente de las ideas, no introducir idea alguna bajo estas palabras y dejarse influenciar solamente por su sonoridad, constituye verdaderamente una superstición. El nominalismo en sus diversos grados es la expresión filosófica de esta negación de la idea, la cual pretende sustituir por la palabra o la imagen; al confundir la concepción con la representación sensible, en realidad sólo permite que sea esta última la que subsiste, y, en una u otra forma, está extremadamente extendido en la filosofía moderna, mientras que en otro tiempo no era más que una excepción. Esto es muy significativo, y debemos agregar también que el nominalismo es casi siempre solidario con el empirismo, es decir con la tendencia a referir a la experiencia, y más especialmente a la experiencia sensible, el origen y el término de todo conocimiento: negación de todo lo que es verdaderamente intelectual, eso es lo que siempre encontramos como elemento común en el fondo de todas estas tendencias y de todas estas opiniones, porque es, efectivamente, la raíz de toda deformación mental y porque dicha negación está implícita, como presuposición necesaria, en todo lo que contribuye a falsear las concepciones del Occidente moderno. Hasta aquí hemos presentado fundamentalmente una visión de conjunto del estado actual del mundo occidental considerado desde el aspecto mental; es por ahí por donde se debe comenzar, porque de eso depende todo lo demás y no puede haber ningún cambio importante ni durable si no descansa desde un principio sobre la mentalidad general. Los que sostienen lo contrario son todavía víctimas de una ilusión muy moderna; al no ver más que las manifestaciones exteriores, toman los efectos por las causas y creen de buen grado que lo que no ven no existe; lo que se llama “materialismo histórico", o la tendencia a referir todo a los hechos económicos, es un notable ejemplo de dicha ilusión. Se ha llegado a un estado de cosas tal, que los hechos de este orden han adquirido efectivamente, en la historia contemporánea, una importancia que jamás habían tenido en el pasado; pero, sin embargo, su papel no es ni podrá nunca ser exclusivo. Por lo demás, no nos equivoquemos, los "dirigentes", conocidos o desconocidos, saben bien que para actuar con eficacia deben ante todo crear y sostener corrientes de ideas o de pseudo ideas y no se privan de hacerlo; aunque estas corrientes son puramente negativas, no por ello dejan de ser de naturaleza mental, y es en el espíritu de los hombres donde debe germinar en primer lugar lo que inmediatamente después ha de realizarse en el exterior; incluso para abolir la intelectualidad hace falta, en primer lugar, persuadir a los espíritus de su inexistencia y orientar su actividad en otra dirección. No es que pertenezcamos a la clase de hombres que pretenden que las ideas manejen el mundo directamente; ésta es una fórmula de la cual también se ha abusado en demasía y la mayoría de los que la emplean no saben lo que es una idea, y eso cuando no la confunden totalmente con la palabra; en otros términos, a menudo no son más que "ideólogos", y los peores soñadores "moralistas" pertenecen precisamente a esta categoría: en nombre de las quimeras que llaman "Derecho" y "Justicia", y que no tienen nada que ver con las ideas verdaderas, han ejercido en los acontecimientos recientes una influencia demasiado nefasta y cuyas consecuencias se hacen sentir con demasiado peso como para que sea necesario insistir sobre lo que queremos decir; pero en estos casos no hay más que ingenuos, y están también, como siempre, los que los manejan sin que se den cuenta, que los explotan y se sirven de ellos con vistas a intereses mucho más positivos. Sea como fuere, como nos sentimos tentados a repetir a cada instante, lo que importa ante todo, es saber situar cada cosa en su verdadero lugar: la idea pura no tiene ninguna relación inmediata con el dominio de la acción y no puede tener sobre el exterior la influencia directa que ejerce el

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sentimiento; pero no por ello la idea deja de ser el principio, aquello por lo cual todo debe comenzar, so pena de estar desprovisto de toda base sólida. El sentimiento, si no está guiado y controlado por la idea, no engendra más que error, desorden y oscuridad; no se trata de abolir el sentimiento, sino de mantenerlo en sus límites legítimos, y del mismo modo con respecto a todas las demás contingencias. La restauración de una verdadera intelectualidad, aunque más no sea en el ámbito de una élite restringida, al menos al principio, se nos manifiesta como el único medio de poner fin a la confusión mental que reina en Occidente; solamente a través de ello pueden ser disipadas tantas vanas ilusiones que estorban el espíritu de nuestros contemporáneos, tantas supersticiones con un grado distinto de ridiculez y de falta de fundamento como el que evidencian todas aquellas de las que se burlan equivocadamente las personas que quieren pasar por "esclarecidas"; y no es sino a través de ello que se podrá encontrar además un terreno de unión con los pueblos orientales. En efecto, todo lo que hemos dicho representa con fidelidad, no solamente nuestro propio pensamiento, que no importa en sí mismo, sino también, lo que es mucho más digno de consideración, el juicio que Oriente tiene acerca de Occidente cuando consiente en ocuparse de él con un fin distinto al de oponer a su acción invasora esa resistencia pasiva que Occidente no puede comprender porque supone una potencia interior de la cual no posee el equivalente y contra la cual ninguna fuerza bruta podría prevalecer. Dicha potencia está más allá de la vida, es superior a la acción y a todo lo pasajero, es extraña al tiempo y es una especie de participación de la inmutabilidad suprema; si el oriental puede soportar pacientemente la dominación material de Occidente, es porque conoce la relatividad de las cosas transitorias y porque lleva, en lo más profundo de su ser, la conciencia de la eternidad.

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Capítulo Cuarto: TERRORES QUIMÉRICOS Y PELIGROS REALES Los occidentales, a pesar de la alta opinión que tienen de sí mismos y de su civilización, sienten que su dominio sobre el resto del mundo está lejos de ser asegurado de una manera definitiva y que puede estar a merced de acontecimientos que les es imposible prever y con mucha más razón, impedir. Es solamente que lo que no quieren ver es que la causa principal de los peligros que les amenazan reside en el carácter mismo de la civilización europea: todo lo que no se apoya más que sobre el orden material, como ocurre en este caso, no puede tener más que un éxito pasajero: el cambio, que constituye la ley de este dominio esencialmente inestable, puede tener las peores consecuencias en todos los aspectos, y ello con una rapidez tanto más fulminante cuanto más grande sea la velocidad adquirida; el exceso mismo de progreso material corre el riesgo de terminar en un cataclismo. Piénsese en el incesante perfeccionamiento de los medios de destrucción, en el papel cada vez más considerable que cumplen en las guerras modernas, en las perspectivas poco tranquilizadoras que ciertos inventos abren para el porvenir, y difícilmente alguien se sienta tentado a negar una posibilidad semejante; por lo demás, las máquinas que están expresamente destinadas a matar no son las únicas peligrosas. En el punto al que las cosas han llegado en este momento, no se necesita mucha imaginación para representarse a un Occidente que termine por destruirse a sí mismo, sea en una guerra gigantesca de la cual la última no da más que una débil idea, sea por los efectos imprevistos de algún producto que, manipulado con impericia, sería capaz de hacer saltar, no ya una fábrica o una ciudad, sino todo un continente. Ciertamente, todavía es dable esperar que Europa y la misma América se detengan en este camino y se recuperen antes de llegar a tales extremos; algunas catástrofes menores pueden servirles de advertencia útil y, por el temor que inspiren, provocar la interrupción de esta carrera vertiginosa que no puede llevar más que a un abismo. Eso es posible, sobre todo si se le agregan algunas decepciones sentimentales lo bastante fuertes, apropiadas para destruir en la masa la ilusión del "progreso moral"; el desarrollo excesivo del sentimentalismo podría entonces contribuir a su vez a este resultado saludable, y es muy necesario que así sea, sobre todo si es que Occidente, librado a sí mismo, debe encontrar sólo en su propia mentalidad los medios de una reacción que se volverá necesaria tarde o temprano. Todo esto, por otra parte, no bastaría para imprimir a la civilización occidental otra dirección en este mismo momento y, como el equilibrio no es realizable en semejantes condiciones, existiría aún ocasión de temer un retorno a la barbarie pura y simple, consecuencia bastante natural de la negación de la intelectualidad. Pase lo que pasare con estas previsiones tal vez lejanas, los occidentales de hoy siguen persuadidos de que el progreso, o lo que llaman de ese modo, puede y debe ser continuo e indefinido; se ilusionan más que nunca sobre su propia valía y se han dado a sí mismos la misión de hacer penetrar dicho progreso en todas partes, imponiéndolo si es necesario por la fuerza a los pueblos que cometen el error, imperdonable ante sus ojos, de no aceptarlo con prontitud. Este furor por la propaganda al que ya hemos hecho alusión, es muy peligroso para todo el mundo, pero sobre todo para los occidentales mismos, a quienes hace temer y detestar; el espíritu de conquista jamás había sido llevado hasta tan lejos, y, fundamentalmente, jamás se había disfrazado con las apariencias hipócritas que son patrimonio del "moralismo" moderno. Occidente olvida, por otro lado, que no tenía existencia histórica alguna en la época en que las civilizaciones orientales ya habían alcanzado su pleno desarrollo1; con sus pretensiones, se muestra ante los orientales como un niño que, orgulloso de haber adquirido rápidamente algunos conocimientos rudimentarios, se creyera en posesión del saber total y quisiera enseñarlo a unos ancianos llenos de sabiduría y experiencia. Esto no seria más que una extravagancia bastante inofensiva ante la cual sólo restaría sonreír, si los occidentales no tuvieran a su disposición la fuerza bruta; pero el empleo que de ella hacen cambia enteramente el aspecto de las cosas, pues es allí donde reside el verdadero peligro para aquellos que, aunque involuntariamente, entran en contacto con ellos, y no en una "asimilación" que son perfectamente incapaces de realizar por no estar ni intelectual ni físicamente siquiera preparados para acceder a ella. En efecto, los pueblos europeos, sin duda por estar formados por elementos heterogéneos y por no constituir una raza propiamente dicha, son aquellos cuyos caracteres étnicos son menos estables y desaparecen con mayor rapidez al mezclarse con otras razas; en cualquier lugar donde se producen tales mezclas, es siempre el occidental 1

Es posible, sin embargo, que haya habido civilizaciones occidentales anteriores, pero la actual no es su heredera y se ha perdido hasta su recuerdo; por lo tanto, no tenemos que preocuparnos al respecto.

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el que es absorbido, sin posibilidad de absorber a los otros. En cuanto al punto de vista intelectual, las consideraciones que hemos expuesto hasta aquí nos dispensan de insistir en ello; una civilización que está incesantemente en movimiento, que no tiene tradición ni principios profundos, no puede evidentemente ejercer una influencia real sobre aquéllas que poseen precisamente todo lo que a ella le falta; y, si la influencia inversa tampoco se ejerce, es sólo porque los occidentales son incapaces de comprender lo que les resulta extraño: su impenetrabilidad, en este sentido, no tiene otra causa que una inferioridad mental, mientras que la de los orientales está hecha de intelectualidad pura. Hay verdades que es necesario decir una y otra vez con insistencia por desagradables que resulten para muchos: todas las superioridades de las que se vanaglorian los occidentales son puramente imaginarias, con excepción de la superioridad material; esta superioridad es hasta demasiado real, nadie la cuestiona y, en el fondo, tampoco nadie la envidia; pero el hecho desdichado es que se abusa de ella. Para cualquiera que tenga el coraje de ver las cosas tal como son, la conquista colonial no puede, al igual que cualquier otra conquista lograda con las armas, reposar sobre otro derecho que no sea el de la fuerza bruta; que se invoque con respecto a un pueblo que dispone de un espacio excesivamente estrecho, la necesidad de extender su campo de actividad, y que se diga que no puede hacerlo sino a expensas de aquellos que son demasiado débiles para resistirlo, lo admitimos y no vemos de qué manera se podría impedir que se produzcan cosas de este género, pero que, al menos, no se pretenda hacer intervenir a los intereses de la "civilización", que nada tienen que ver con ello. Eso es lo que llamamos hipocresía "moralista": Inconsciente en la masa, que no hace otra cosa que aceptar dócilmente las ideas que se le inculcan, no debe serlo en todos en el mismo grado, y no podemos aceptar que los hombres de Estado, en particular, sean engañados por la fraseología que emplean. Cuando una nación europea se apodera de un país cualquiera, aunque esté habitado por tribus verdaderamente bárbaras, no se nos hará creer que es por tener el placer o el honor de "civilizar" a esta pobre gente que no lo ha pedido, por lo que se emprende una expedición costosa, después de peripecias de toda clase; hay que ser muy ingenuo para no darse cuenta de que el verdadero móvil es muy otro, y que reside en la esperanza de ganancias más tangibles. Se trata ante todo, cualesquiera sean los pretextos invocados, de explotar el país, y muy a menudo, si se puede, a sus habitantes al mismo tiempo, pues no se podría tolerar que continúen viviendo a su manera, aun cuando sean poco molestos; pero como la palabra "explotación" suena mal, la expresión utilizada es, en el lenguaje moderno, "valorizar" un país: es lo mismo, pero basta con cambiar la palabra para que no resulte chocante para la sensibilidad común. Naturalmente, cuando la conquista se ha cumplido, los europeos dan libre curso a su proselitismo, puesto que constituye para ellos una verdadera necesidad; cada pueblo aporta para ello su temperamento especial, unos lo hacen más brutalmente, otros con más miramientos, y esta última actitud, aun cuando no sea efecto de un cálculo, es sin duda la más hábil. En cuanto a los resultados obtenidos, siempre se olvida que la civilización de ciertos pueblos no está hecha para otros cuya mentalidad es diferente; cuando se trata de salvajes, tal vez el mal no es muy grande y, sin embargo, al adoptar las apariencias de la civilización europea (pues semejante actitud permanece en un nivel muy superficial), generalmente se inclinan más a imitar los aspectos negativos que a tomar lo que pueda tener de bueno. No queremos insistir sobre este aspecto de la cuestión, que no hemos abordado más que de manera incidental; lo que sí es grave es que los europeos, cuando se encuentran en presencia de pueblos civilizados, se comportan con ellos como si estuvieran tratando con salvajes, y es entonces cuando se tornan verdaderamente insoportables; y no hablamos solamente de las personas poco recomendables entre las cuales se reclutan muy a menudo los colonos y funcionarios, hablamos de los europeos casi sin excepción. Es un extraño estado de espíritu, sobre todo entre hombres que hablan sin cesar de "derecho" y de "libertad", el que los lleva a negar a otras civilizaciones distintas a la propia el derecho a una existencia independiente; eso es todo lo que se les pediría en muchos casos, y no es mostrarse demasiado exigente; hay orientales que, con sólo esta condición, se acomodarían inclusive a una administración extranjera, hasta ese punto es poco relevante para ellos la preocupación por las contingencias materiales; sólo cuando ataca a sus instituciones tradicionales la dominación europea se les vuelve intolerable. Pero justamente con este espíritu tradicional se ensañan occidentales ante todo, porque lo temen más en la medida en que lo comprenden menos, precisamente por estar desprovistos de él; los hombres de esta clase temen instintivamente todo lo que les sobrepasa; todas sus tentativas en este aspecto serán siempre vanas, porque hay en ello una fuerza cuya inmensidad no sospechan; pero si su indiscreción les atrae ciertas desventuras, no pueden achacarlo más que a sí mismos. No se ve, por lo

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demás, en nombre de qué quieren obligar a todo el mundo a interesarse exclusivamente en lo que les interesa a ellos, a situar las preocupaciones económicas en primer lugar o a adoptar el régimen político de su preferencia que, aun admitiendo que sea el mejor para algunos pueblos, no lo es necesariamente para todos; y lo más extraordinario es que tienen semejantes pretensiones no solamente frente a los pueblos que han conquistado, sino también frente a aquellos en los cuales han llegado a introducirse y a instalarse con una supuesta actitud de respeto por su independencia; en realidad, extienden dichas pretensiones a la humanidad entera. Si fuera de otro modo, no habría, en general, prevenciones ni hostilidad sistemática contra los occidentales; sus relaciones con los demás hombres serían lo que son las relaciones normales entre pueblos diferentes; se los tomaría por lo que son, con las cualidades y defectos que les son propios y, aunque lamentando tal vez no poder mantener con ellos relaciones intelectuales verdaderamente interesantes, no tratarían de cambiarlos, puesto que los orientales no hacen proselitismo. Aun aquellos orientales que pasan por ser más cerrados frente a todo lo extranjero, los Chinos por ejemplo, verían sin repugnancia que algunos europeos fueran individualmente a establecerse entre ellos para comerciar, si no supieran demasiado bien, por haber sufrido la triste experiencia, a qué se exponen al dejarlos actuar y qué usurpaciones constituyen la consecuencia inmediata de lo que en un principio parecía de lo más inofensivo. Los Chinos son el pueblo más profundamente pacífico que existe; decimos pacífico y no "pacifista", pues no experimentan la necesidad de expresar grandilocuentes teorías humanitarias: la guerra repugna a su temperamento, y eso es todo. Si esto constituye una debilidad en cierto sentido relativo, hay en la naturaleza misma de la raza china una fuerza de otro orden que compensa sus efectos, y cuyo espíritu contribuye sin duda a hacer posible ese estado espiritual pacífico: esta raza está dotada de un poder de absorción tal que siempre ha asimilado a todos sus conquistadores sucesivos con una rapidez increíble; y está la historia para comprobarlo. En condiciones semejantes, nada podría ser más ridículo que el quimérico terror del "peligro amarillo", inventado en otro tiempo por Guillermo II, que lo simbolizó hasta en uno de esos cuadros con pretensiones místicas que se complacía en pintar para ocupar sus ocios; hace falta toda la ignorancia de la mayoría de los occidentales y su incapacidad de concebir hasta qué punto los demás hombres son diferentes a ellos para llegar a imaginar al pueblo chino levantándose en armas para marchar a la conquista de Europa; si alguna vez debiera tener lugar una invasión china, no podría asumir otra forma que la de una penetración pacífica, y éste no es, en todo caso, un peligro realmente inminente. Es cierto que, si los Chinos tuvieran la mentalidad occidental, las odiosas inepcias que públicamente se adeudan en la cuenta de ésta, en toda ocasión habrían bastado largamente para incitarlos a enviar expediciones a Europa; no hace falta tanto para servir de pretexto a una intervención armada de parte de los occidentales pero estas cosas dejan a los orientales perfectamente indiferentes. Nadie se atrevió nunca, según lo que sabemos, a decir la verdad sobre el origen de los acontecimientos que se produjeron en 1900; helo aquí en pocas palabras: el territorio de las legaciones europeas en Pekín estaba sustraído a la jurisdicción de las autoridades chinas; en ese momento se había formado en las dependencias de la legación alemana una verdadera guarida de ladrones, clientes de la misión luterana, que se dispersaban por la ciudad, pillaban todo lo que podían, y luego, con su botín, se replegaban a su refugio en el cual, al no estar sujetos a derecho de persecución, se aseguraban la impunidad; la población terminó por exasperarse y amenazó con invadir el territorio de la legación para apoderarse de los malhechores que allí se encontraban; el ministro de Alemania quiso oponerse a ello y se puso a arengar a la multitud, pero sólo logró hacerse matar en el tumulto; para vengar el ultraje, se organizó una expedición sin tardanza, y lo más curioso es que todos los estados europeos, incluida Inglaterra, se dejaron arrastrar en pos de Alemania; el espectro del "peligro amarillo" al menos había servido de algo en esta circunstancia. De más está decir que los beligerantes obtuvieron beneficios apreciables de su intervención, sobre todo desde el punto de vista económico; y no fueron solamente los Estados los que sacaron provecho de la aventura: conocemos algunos personajes que lograron situaciones muy ventajosas por haber hecho la guerra... en los sótanos de las legaciones; ¡a ellos no sería necesario decirles que el "peligro amarillo" no es una realidad! Pero, se objetará, no están solamente los Chinos, están también los Japoneses, que son un pueblo guerrero; esto es cierto, pero en principio los Japoneses, nacidos de una mezcla en la que predominan los elementos malayos, no pertenecen verdaderamente a la raza amarilla, y, por consiguiente, su tradición tiene un carácter forzosamente diferente. Si el Japón tiene ahora la ambición de ejercer su hegemonía sobre Asia entera y de "organizarla" a su manera, es

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precisamente porque el Shintoismo, tradición que, en muchos aspectos, difiere profundamente del Taoísmo chino y que concede una gran importancia a los ritos guerreros, ha entrado en contacto con el nacionalismo, tomado naturalmente en préstamo a Occidente -pues los Japoneses siempre han sobresalido como imitadores- y se ha convertido en un imperialismo absolutamente similar al que se puede ver en otros países. Sin embargo, si los Japoneses se comprometen en una empresa semejante, encontrarán tanta resistencia como los pueblos europeos y tal vez aún más. En efecto, los Chinos no experimentan por nadie la misma hostilidad que por los Japoneses, sin duda porque, al ser sus vecinos, les parecen particularmente peligrosos; los temen, como un hombre que ama su tranquilidad teme todo lo que amenaza con perturbarla, y por sobre todas las cosas los desprecian. Sólo en el Japón el pretendido "progreso" occidental ha sido recibido con una diligencia tanto mayor en la medida que se cree posible tornarlo útil para realizar la ambición a la que nos referíamos en su momento; y sin embargo la superioridad de los armamentos, incluso unida a las más destacadas cualidades guerreras, no siempre prevalece contra ciertas fuerzas de otro orden: los Japoneses se han dado cuenta de ello en Formosa, y Corea tampoco constituye para ellos una posesión tranquila. En el fondo, si los Japoneses obtuvieron fácilmente la victoria en una guerra de la cual una buena parte de los Chinos no tuvo conocimiento hasta que terminó, es porque en ese momento se vieron favorecidos, por razones especiales, por ciertos elementos hostiles a la dinastía Manchú que sabían bien que otras influencias intervendrían a tiempo para impedir que las cosas llegaran demasiado lejos. En un país como China, muchos acontecimientos, guerras o revoluciones, toman un aspecto totalmente diferente según se los mire de lejos o de cerca y, por asombroso que parezca, es la lejanía lo que los acrecienta: vistos desde Europa parecen considerables, en China, en cambio, se reducen a simples incidentes locales. Por una ilusión óptica del mismo género, los occidentales atribuyen una importancia excesiva a las acciones de pequeñas minorías turbulentas, formadas por individuos que sus propios compatriotas a menudo ignoran totalmente y por los cuales, en todo caso, no tienen la menor consideración. Queremos hablar de algunos individuos educados en Europa o América, como los que suelen encontrarse hoy en mayor o menor medida en todos los países orientales, y que al haber perdido en virtud de dicha educación el sentido tradicional y al no conocer nada de su propia civilización, creen obrar correctamente exhibiendo el "modernismo" más extremo. Estos "jóvenes" orientales, como se llaman a sí mismos para marcar mejor sus tendencias, jamás podrían adquirir una influencia real en su medio; en ocasiones se les utiliza sin que lo sepan para cumplir un papel que no advierten, y esto es más fácil en la medida en que se lo toman más en serio; pero también ocurre que, al retomar contacto con su raza, se desengañan poco a poco, se dan cuenta de que su presunción estaba hecha fundamentalmente de ignorancia y terminan por convertirse en verdaderos orientales. Estos elementos no representan más que ínfimas excepciones, pero, como causan cierto estrépito en el exterior, atraen la atención de los occidentales, que los consideran naturalmente con simpatía, y en quienes logran que se pierdan de vista las multitudes silenciosas en cuyo seno son absolutamente inexistentes. Los verdaderos orientales no tratan de hacerse conocer en el extranjero, y esto es lo que explica algunos errores bastante singulares; a menudo nos ha conmovido la facilidad con que se hacen aceptar como auténticos representantes del pensamiento oriental algunos escritores sin competencia ni mandato, en ocasiones a sueldo de una potencia europea y que no expresan más que ideas totalmente occidentales; por llevar nombres orientales se los considera voluntarios bajo palabra y, dado que se carece de términos de comparación, se los toma como punto de partida para atribuir a todos sus compatriotas concepciones u opiniones que no les pertenecen más que a ellos y que a menudo se encuentran en las antípodas del espíritu oriental; desde luego, sus productos están estrictamente reservados al público europeo o americano y en Oriente nadie ha oído hablar de ellos en ningún momento. Más allá de las excepciones individuales que acabamos de tratar, y de la excepción colectiva constituida por el Japón, el progreso material no interesa verdaderamente a nadie en los países orientales, en los cuales se le reconocen pocas ventajas reales y muchos inconvenientes; pero hay, en este sentido, dos actitudes diferentes, que hasta pueden parecer opuestas en lo exterior, pero que sin embargo proceden de un mismo espíritu. Unos no quieren oír hablar a ningún precio de este supuesto progreso y, encerrándose en una actitud de resistencia puramente pasiva, continúan comportándose como si no existiera; otros prefieren aceptar transitoriamente dicho progreso, sin considerarlo más que como una necesidad molesta impuesta por circunstancias que no durarán más que algún tiempo y únicamente porque ven, en los instrumentos que puede poner a su disposición, un medio de resistir más eficazmente al

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dominio occidental y de apresurar su fin. Estas dos corrientes existen en todas partes, en China, en la India y en los países musulmanes; si la segunda parece actualmente tender a predominar de un modo general sobre la primera, hay que guardarse de concluir de ello que se ha producido algún cambio profundo en la manera de ser del Oriente; toda la diferencia se reduce a una simple cuestión de oportunidad y no constituye el punto del cual pueda provenir una aproximación real con el Occidente, sino exactamente lo contrario. Los orientales que quieren provocar en su país un desarrollo industrial que les permita luchar desde ahí cada vez más sin desventaja con los pueblos europeos sobre el terreno mismo en que éstos despliegan toda su actividad, no renuncian por eso a nada de lo que es esencial en su civilización; además, la concurrencia económica no podrá ser otra cosa que una fuente de nuevos conflictos si no se establece un acuerdo en otro dominio y desde un punto de vista más elevado. Existen sin embargo algunos orientales, muy poco numerosos, que han llegado a pensar lo siguiente: puesto que los occidentales son decididamente refractarios a la intelectualidad, esa cuestión debe ser dejada de lado; pero se podría tal vez, a pesar de todo, establecer con ciertos pueblos de Occidente, relaciones amistosas limitadas al dominio puramente económico. Esto también es una ilusión: o se comienza por lograr un entendimiento sobre los principios, allanándose inmediatamente las dificultades secundarias por sí solas, o jamás se llegará a convenir verdaderamente acerca de nada; y es a Occidente solo a quien corresponde, si puede hacerlo, dar los primeros pasos en el camino de una aproximación efectiva, puesto que todos los obstáculos provienen en realidad de la incomprehensión de la que ha dado pruebas hasta este momento. Sería de desear que los occidentales, resignándose finalmente a ver la causa de los malentendidos más peligrosos allí donde reside en realidad, es decir, en sí mismos, se libren de esos terrores ridículos de los cuales el harto famoso "peligro amarillo" constituye seguramente el mejor ejemplo. Se acostumbra asimismo agitar al derecho y al revés el espectro del "panislamismo"; sin duda aquí el temor no está tan despojado de fundamento, pues los pueblos musulmanes, al ocupar una situación intermedia entre Oriente y Occidente, poseen a la vez ciertos rasgos de uno y otro, y tienen un espíritu notoriamente mucho más combativo que el de los orientales puros; pero en esto tampoco es necesario exagerar. El verdadero panislamismo es ante todo una afirmación de principio, de carácter esencialmente doctrinal; para que tome la forma de una reivindicación política es necesario que los europeos hayan cometido muchas torpezas; en todo caso, no tiene nada en común con ninguna clase de "nacionalismo", que es totalmente incompatible con las concepciones fundamentales del Islam. En definitiva, en muchos casos (y pensamos sobre todo en África del Norte), una política de "asociación" bien entendida, que respete integralmente la legislación islámica y que implique una renuncia definitiva a toda tentativa de "asimilación", probablemente bastaría para alejar el peligro, si es que lo hay; cuando se piensa, por ejemplo, que las condiciones impuestas para obtener la naturalización francesa equivalen simplemente a una abjuración (y se podrían citar muchos hechos del mismo orden), no puede causar asombro el hecho de que frecuentemente se produzcan choques y dificultades que una captación más justa de las cosas podría evitar perfectamente; pero, una vez más, es precisamente esta comprehensión lo que más les falta a los europeos. Lo que no se debe olvidar, es que la civilización islámica en todos sus elementos esenciales, es rigurosamente tradicional, como lo son todas las civilizaciones orientales; esta razón es plenamente suficiente para que el panislamismo, cualquiera sea la forma que revista, jamás pueda identificarse con un movimiento como el bolchevismo, como parecen temer algunas personas mal informadas. De ningún modo pretendemos formular aquí apreciación alguna sobre el bolchevismo ruso, pues es muy difícil saber exactamente a qué atenerse al respecto: es probable que la realidad sea bastante diferente de lo que se dice corrientemente, y más compleja de lo que piensan sus adversarios y partidarios, pero lo que sí es cierto es que dicho movimiento es claramente antitradicional, y, por lo tanto, de espíritu enteramente moderno y occidental. Es profundamente ridículo pretender oponer al espíritu occidental la mentalidad alemana y hasta la rusa, y no sabemos qué espíritu pueden tener las palabras para aquellos que sostienen semejante opinión, ni tampoco para los que califican al bolchevismo de "asiático”; en rigor, Alemania es, por el contrario, uno de los países en los que el espíritu occidental llegó a su grado más extremo y, en cuanto a los Rusos, aun cuando posean algunos rasgos exteriores de los orientales, están tan alejados intelectualmente de ellos como es dable concebir. Se hace necesario agregar que dentro de Occidente comprendemos también al Judaísmo, que jamás ejerció influencia en otro ámbito que no fuera ése, y cuya acción quizás no ha sido

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totalmente extraña a la formación de la mentalidad moderna en general; y, precisamente, el papel preponderante desempeñado en el bolchevismo por los elementos israelitas es para los orientales, y sobre todo para los musulmanes, un grave motivo como para desconfiar y mantenerse apartados; no hablamos de algunos agitadores del tipo "joven turco", que son profundamente antimusulmanes, a menudo también israelitas de origen, y que no tienen la menor autoridad. Tampoco en la India puede introducirse el bolchevismo, porque está en relación de oposición con todas las instituciones tradicionales, y especialmente con la institución de las castas; desde este punto de vista, los hindúes no harían diferencias entre su acción destructiva y la que los ingleses han intentado desde hace mucho tiempo por todos los medios, y allí donde han fracasado unos difícilmente podrían tener éxito los otros. En cuanto a lo que se refiere a China, todo lo que es ruso resulta allí generalmente muy antipático, y, por otra parte, el espíritu tradicional no está en ella menos sólidamente establecido que en el resto de Oriente; si ciertas cosas pueden ser más fácilmente toleradas a título transitorio, es a causa del poder de absorción de la raza china que le permite sacar finalmente la parte más ventajosa incluso a partir de un desorden pasajero; finalmente no seria necesario, para acreditar la leyenda de acuerdos inexistentes e imposibles, invocar la presencia en Rusia de algunas bandas de mercenarios que no son más que vulgares bandidos y de los cuales los Chinos están muy felices de desprenderse en provecho de sus vecinos. Cuando los bolcheviques dicen que ganan partidarios de sus ideas entre los orientales, se jactan o se hacen ilusiones; la verdad es que ciertos orientales ven en Rusia, bolchevique o no, un auxiliar posible contra la dominación de otras potencias occidentales; pero las ideas bolcheviques les son perfectamente indiferentes, y aunque consideran un entendimiento o una alianza temporal como aceptables en ciertas circunstancias, es porque saben bien que esas ideas jamás podrán implantarse entre ellos; si fuera de otro modo, se cuidarían muy bien de favorecerlas en grado alguno. Se puede aceptar como auxiliares, con vistas a una acción determinada, a personas con las que no se tiene ningún pensamiento en común, por las cuales no se experimenta ni estima ni simpatía; para los verdaderos orientales, el bolchevismo, como todo lo que viene de Occidente, no será nunca algo más que una fuerza brutal; si esta fuerza puede momentáneamente prestarles un servicio, sin duda se felicitarán de ello, pero podemos estar seguros de que, desde el momento en que ya no tengan nada que esperar de ellas, tomarán todas las medidas posibles para que no se les pueda convertir en perjudicial. Por lo demás, los orientales que aspiran a escapar de una dominación occidental no consentirían por cierto en situarse, para lograrlo, en condiciones tales que les hagan correr el riesgo de volver a caer bajo otra dominación occidental; no ganarían nada con el cambio y, como su temperamento excluye toda prisa febril, siempre preferirán esperar circunstancias más favorables, por lejanas que parezcan, antes que exponerse a semejante eventualidad. Esta última observación permite comprender por qué razón los orientales que parecen más impacientes por sacudirse el yugo de Inglaterra no han pensado para hacerlo en sacar provecho de la guerra de 1914: Y es que sabían bien que Alemania, en caso de victoria, no dejaría de imponerles al menos un protectorado más o menos disimulado, y que por ningún precio querían asumir esta nueva servidumbre. Ningún oriental que haya tenido ocasión de ver a los alemanes de cerca piensa que es posible entenderse con ellos más que con los ingleses; lo mismo ocurre con los rusos, pero Alemania, con su organización formidable, inspira generalmente y con razón más temores que Rusia. Los orientales jamás estarán a favor de ninguna potencia europea, pero estarán siempre contra cualquiera de ellas que pretenda oprimirlos y sólo contra ésa; en cuanto al resto, su actitud no puede ser otra cosa que neutral. No hablamos aquí, desde luego, más que desde el punto de vista político y en lo que concierne a los Estados o a las colectividades; siempre puede haber simpatías o antipatías individuales que están fuera de estas consideraciones, así como, cuando hablamos de la incomprehensión occidental, nos referimos a la mentalidad general, sin perjuicio de las excepciones posibles. Estas excepciones son muy raras, por otra parte; no obstante, si se está persuadido, como lo estamos, del interés inmenso que presenta el retorno a las relaciones normales entre Oriente y Occidente, hay que comenzar desde ahora a prepararlo con los medios de los que se dispone, por débiles que sean, y el primero de ellos es hacer comprender a quienes son capaces de ello, cuáles son las condiciones indispensables de dicha aproximación, Estas condiciones, ya lo hemos dicho, son ante todo intelectuales, y son a la vez negativas y positivas: en principio, destruir todos los prejuicios que constituyen otros tantos obstáculos, y a esto tienden esencialmente todas las consideraciones que hemos expuesto hasta aquí; inmediatamente después, restaurar la verdadera intelectualidad que el Occidente ha perdido y que el estudio del pensamiento oriental, en tanto se emprenda como es debido, puede en

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buena medida ayudarlo a recobrar. Se trata, en definitiva, de una reforma completa del espíritu occidental; tal es, al, menos, el objetivo final que se debe alcanzar; pero dicha reforma, en un principio, no podría evidentemente ser realizada más que dentro de una élite restringida, lo cual bastaría por otra parte para que lleve sus frutos a un período más o menos lejano, por la acción que dicha élite no dejaría de ejercer, inclusive sin buscarlo expresamente, sobre todo el medio occidental. Este seria, según lo que parece, el único medio de evitarle a Occidente los peligros, por lo demás reales, que no son los que él cree, y que lo amenazarán cada vez más si persiste en seguir sus caminos actuales; y éste será también el único medio de salvar, en el momento justo, todo lo que pueda conservarse de la civilización occidental, es decir, todo lo que puede tener de ventajoso en algunos aspectos y de compatible con la intelectualidad normal, en lugar de dejarla desaparecer totalmente en alguno de los cataclismos cuya posibilidad indicamos al principio del presente capítulo, sin que por ello pretendamos arriesgar la menor predicción. Principalmente, si semejante eventualidad llegara a realizarse, la constitución previa de una élite intelectual en el verdadero sentido de la palabra sería lo único que podría impedir el retorno a la barbarie; e inclusive, si esta élite tuviera el tiempo de actuar con la suficiente profundidad sobre la mentalidad general, evitaría la absorción o la asimilación de Occidente por otras civilizaciones, hipótesis mucho menos temible que la precedente, pero que presentaría sin embargo algunos inconvenientes transitorios al menos, a causa de las revoluciones étnicas que precederían necesariamente a dicha asimilación, En este aspecto, y antes de ir más lejos, hemos de precisar nuestra actitud con claridad: no atacamos a Occidente en sí mismo sino solamente, lo cual es muy diferente, al espíritu moderno, en el cual vemos la causa de la decadencia intelectual de Occidente; nada sería más deseable, según nuestro criterio, que la reconstitución de una civilización propiamente occidental sobre bases normales, pues la diversidad de civilizaciones, que siempre ha existido, es la consecuencia natural de las diferencias mentales que caracterizan a las razas. Pero la diversidad en las formas no excluye en modo alguno el acuerdo sobre los principios; unión y armonía no significan uniformidad, y pensar lo contrario sería sacrificar en los altares de esas utopías igualitarias contra las que precisamente nos levantamos. Una civilización normal, en el sentido en que nosotros la entendemos, podrá siempre desarrollarse sin ser un peligro para las otras civilizaciones; al tener conciencia del lugar exacto que debe ocupar en el conjunto de la humanidad terrestre, sabrá mantenerse en él y no creará ningún antagonismo, porque no tendrá ninguna pretensión hegemónica y porque se abstendrá de todo proselitismo. Sin embargo, no nos atreveríamos a afirmar que una civilización que fuera puramente occidental podría tener, intelectualmente, el equivalente de todo lo que poseen las civilizaciones orientales; en el pasado de Occidente, remontándonos tan lejos como la historia nos lo permita, no se encuentra en plenitud este equivalente (salvo tal vez algunas escuelas extremadamente cerradas, razón por la cual resulta difícil hablar del tema con certeza); pero, sin embargo, es dable hallar en él, en este aspecto, cosas que no son en absoluto desdeñables y respecto de las cuales nuestros contemporáneos cometen un gran error al ignorarlas sistemáticamente. Además, si algún día Occidente llega a mantener relaciones intelectuales con Oriente, no vemos por qué motivo no podría sacar provecho de ello para suplir lo que todavía pudiera faltarle; se pueden tomar lecciones o inspiraciones de los otros sin abdicar de la propia independencia, sobre todo si, en lugar de contentarse con préstamos puros y simples, se sabe adaptar lo que se adquiere del modo que esté en mayor conformidad con la mentalidad propia. Pero, lo decimos una vez más, son éstas posibilidades lejanas y, mientras esperamos que Occidente vuelva a sus propias tradiciones, tal vez no haya otro medio de preparar dicho retorno y de recuperar sus elementos que proceder por analogía con las formas tradicionales que, por existir aún actualmente, pueden ser estudiadas de una manera directa. Así, la comprehensión de las civilizaciones orientales podría contribuir a que Occidente volviera a los caminos tradicionales fuera de los cuales se precipitó desconsideradamente, mientras que, por otro lado, el retorno a dicha tradición realizaría por sí mismo un acercamiento efectivo con Oriente: son dos cosas que están íntimamente ligadas cualquiera sea el modo en que se las considere y que se nos manifiestan como igualmente útiles y hasta necesarias. Todo esto podrá comprenderse mejor a través de lo que hemos de decir a continuación; pero ya debe apreciarse que no criticamos a Occidente por el vano placer de criticar, ni siquiera para hacer resaltar su inferioridad intelectual con relación a Oriente; si el trabajo por el cual es necesario comenzar parece fundamentalmente negativo es porque se hace indispensable empezar, como decíamos al principio, por desbrozar el terreno para poder luego construir sobre él. En realidad, si Occidente renunciara a sus prejuicios, la mitad de la tarea estaría cumplida y hasta más de la mitad quizás, pues nada se opondría ya a la constitución de una élite intelectual y aquellos que poseen las facultades requeridas para

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formar parte de ella, al ver que ya no se levantan ante ellos las barreras casi infranqueables que crean las condiciones actuales, encontrarían fácilmente a partir de ese momento el medio de ejercer y desarrollar dichas facultades, en lugar de tenerlas comprimidas y ahogadas por la formación, o más bien la deformación mental que se impone en la actualidad a cualquiera que no tenga el coraje de colocarse resueltamente fuera de los encuadramientos convencionales. Por lo demás, para darse verdaderamente cuenta de la inanidad de los prejuicios a los que nos referimos, hace falta ya cierto grado de comprehensión positiva, y, para algunos al menos, es tal vez más difícil alcanzar dicho grado que ir más lejos cuando han accedido a él; para una inteligencia bien constituida, la verdad por elevada que sea, debe ser más asimilable que todas las sutilezas ociosas en las que se complace la "sabiduría profana" del mundo occidental.

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Segunda Parte: Posibilidades de aproximación Capítulo Primero: TENTATIVAS INFRUCTUOSAS Al formular la idea de una aproximación entre Oriente y Occidente, no tenemos la pretensión de lanzar una idea nueva, cosa que, por otra parte, no es en absoluto necesaria para que sea interesante; el amor por la novedad, que no es otra cosa que la necesidad de cambio, y la búsqueda de la originalidad, consecuencia de un individualismo intelectual que linda con la anarquía, constituyen los caracteres propios de la mentalidad moderna a través de los cuales se afirman sus tendencias antitradicionales; En rigor, esta idea de aproximación ha podido acudir ya al espíritu de muchas personas de Occidente, lo que no le quita nada de su valor ni de su importancia: pero nos vemos obligados a comprobar que no ha producido ningún resultado hasta ahora, y que la oposición no ha hecho más que seguir acentuándose siempre, lo cual era inevitable desde el momento en que Occidente persistió en seguir su línea divergente. Es sólo a Occidente, en efecto, a quien se le debe imputar este alejamiento, puesto que Oriente jamás ha variado en cuanto a lo esencial; y todas las tentativas que no tenían en cuenta este hecho debían fracasar forzosamente. El gran defecto de estas tentativas es que siempre se han hecho en sentido inverso del que hubiera sido necesario para tener éxito: es a Occidente al que le corresponde acercarse a Oriente, puesto que es él quien se alejó, y es vano que se esfuerce por persuadir a Oriente de que se le aproxime, pues Oriente estima que no tiene más razones para cambiar hoy que las que tuvo en el curso de los siglos precedentes. Desde luego, nunca se trató, para los orientales, de excluir las adaptaciones que son compatibles con la conservación del espíritu tradicional, pero si se les viene a proponer un cambio que equivale a una subversión de todo el orden establecido, no pueden hacer otra cosa que oponer a ello una actitud nada receptiva; y el espectáculo que les ofrece Occidente está muy lejos de comprometerlos como para que se dejen convencer. Aunque los orientales se encuentren constreñidos a aceptar en cierta medida el progreso material, ello no constituirá jamás para ellos un cambio profundo porque, como ya hemos dicho, no se interesarán en él; lo soportarán simplemente como una necesidad, y no encontrarán más que un motivo suplementario de resentimiento contra aquellos que lo han obligado a someterse a él; lejos de renunciar a lo que constituye para ellos toda su razón de ser, lo reafirmarán en si mismos más estrictamente que nunca y se volverán todavía más distantes e inaccesibles. Por otra parte, dado que la civilización occidental es de lejos la más joven de todas, las reglas de la cortesía más elemental, si fueran corrientes en las relaciones de los pueblos o de las razas como lo son en las de los individuos, deberían bastar para demostrarle que es a ella y no a las otras, que son sus mayores, a quien le corresponde dar los primeros pasos. Es cierto que es Occidente el que fue al encuentro de los orientales, pero con intenciones absolutamente contrarias: no para instruirse junto a ellos, como corresponde a los jóvenes cuando se encuentran con los ancianos, sino para esforzarse, sea con brutalidad, sea con insidias, para convertirlos a su propia manera de ver, y para predicarles toda clase de cosas con las cuales no tienen nada que hacer o de las cuales no quieren oír hablar. Los orientales, que en su conjunto aprecian mucho la cortesía, sienten este proselitismo intempestivo como una grosería; al venir a ejercerse en su propio país constituye inclusive, lo que es todavía más grave ante sus ojos, una falta a las leyes de la hospitalidad; y la cortesía oriental, que nadie se engañe en esto, no es un vano formalismo como la observación de las costumbres totalmente exteriores a las que los occidentales dan el mismo nombre: reposa sobre razones de una profundidad muy distinta porque se atiene al conjunto de una civilización tradicional, mientras que en Occidente, al haber desaparecido dichas razones con la tradición, lo que subsiste no es más que superstición para hablar con propiedad, sin contar las innovaciones debidas simplemente a la "moda" y a sus caprichos injustificables, con las cuales se cae en la parodia. Pero, para volver al proselitismo, no es para los orientales, cuestiones de cortesía aparte, más que una prueba de ignorancia e incomprehensión, el signo de una falta de intelectualidad, porque implica y supone esencialmente el predominio del sentimentalismo: no se puede hacer propaganda en favor de una idea más que si se le añade un interés sentimental cualquiera en detrimento de su pureza; en cuanto a lo relativo a las ideas puras, hay que contentarse con exponerlas para aquellos que son capaces de comprenderlas, sin preocuparse jamás por obtener la convicción de nadie. Todo lo que dicen y hacen los occidentales es para confirmar este juicio desfavorable

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al que da lugar el proselitismo; todos los elementos a través de los cuales creen probar su superioridad no son para los orientales más que otros tantos signos de inferioridad. Si nos situamos fuera de todo prejuicio, debemos resignarnos a admitir que Occidente no tiene nada que enseñar a Oriente, salvo en el dominio puramente material, en el que Oriente, una vez más, no puede interesarse porque tiene a su disposición cosas frente a las cuales las demás no cuentan y que no está dispuesto a sacrificar por vanas y fútiles contingencias. Por lo demás, el desarrollo industrial y económico, como ya hemos dicho, no puede provocar otra cosa que concurrencia y lucha entre los pueblos; mal podría ser entonces un terreno de aproximación, a menos que se pretenda que una manera de aproximar a los hombres es inducirlos a batirse unos contra otros; pero no es así como lo entendemos nosotros y no sería en definitiva más que un juego de palabras harto malévolo. Para nosotros, cuando hablamos de aproximación, se trata de entendimiento y no de concurrencia; por otra parte, la única manera en que ciertos orientales pueden ser tentados a admitir entre ellos el desarrollo económico, tal como lo hemos explicado, no deja ninguna esperanza en este aspecto. No son las facilidades aportadas por los inventos mecánicos a las relaciones exteriores entre los pueblos las que han de dar a éstos los medios para comprenderse mejor; de ello no pueden resultar, y esto de un modo muy general, más que choques cada vez más frecuentes y conflictos más extendidos; en cuanto a los acuerdos fundados sobre intereses puramente comerciales, se debería saber bien qué valor conviene atribuirles. La materia es, por su naturaleza, un principio de división y de separación; todo lo que procede de ella no podría servir para fundar una unión real y duradera, y, por otro lado, la ley es aquí el cambio incesante. No queremos decir que no haya que preocuparse en absoluto por los intereses económicos pero, como hemos repetido sin cesar, hay que colocar cada cosa en su lugar, y el que les corresponde normalmente sería el último antes que el primero. Tampoco quiere decir que haya que sustituir eso por utopías sentimentales a la manera de una "sociedad de las naciones" cualquiera; eso es todavía menos sólido si cabe la posibilidad, dado que ni siquiera tiene como fundamento la realidad brutal y grosera que no puede por lo menos contestarse respecto de las cosas del orden puramente sensible: y el sentimiento, en sí mismo, no es menos variable e inconstante que lo que pertenece al dominio puramente material. Por lo demás, el humanitarismo, con todas sus ensoñaciones, no es a menudo más que una máscara de los intereses materiales, máscara impuesta por la hipocresía "moralista"; no creemos en el desinterés de los apóstoles de la "civilización" y, por otra parte, a decir verdad, el desinterés no es una virtud política. En el fondo, los medios para un entendimiento jamás podrán encontrarse sobre el terreno económico ni sobre el terreno político, y no es sino en un nivel tardío y secundario que la actividad económica y política será llamada a beneficiarse de dicho entendimiento; estos medios, si existen, no dependen del dominio de la materia ni del sentimiento, sino de un dominio mucho más profundo y estable que no puede ser otro que el de la inteligencia. Solamente queremos entender aquí la inteligencia en su sentido verdadero y completo; de ningún modo se trata, en nuestro pensamiento, de esas falsificaciones de la intelectualidad que Occidente se obstina desgraciadamente en presentar a Oriente, y que son, por lo demás, todo lo que puede presentarle, puesto que no conoce otra cosa y que, para su propio uso, no tiene otra cosa a su disposición; pero lo que, desde esta perspectiva, es suficiente para contentar a Occidente, es perfectamente impropio para brindar a Oriente la menor satisfacción intelectual, dado que carece de todo lo esencial. La ciencia occidental aun cuando no se confunda pura y simplemente con la industria y sea independiente de las aplicaciones prácticas, no es todavía, para los ojos de los orientales, más que ese "saber ignorante" del que hemos hablado, porque no se relaciona con ningún principio de orden superior. Limitada al mundo sensible, que considera su único objeto, no posee por sí misma un valor propiamente especulativo; si fuera solamente un medio preparatorio para alcanzar un conocimiento de orden más elevado, los orientales se sentirían inclinados a respetarla, estimando que dicho medio está desviado y por sobre todas las cosas que está poco adaptado a su propia mentalidad; pero no es éste el caso. Esta ciencia, por el contrario, está constituida de tal modo que crea fatalmente un estado de espíritu que lleva a la negación de todo otro conocimiento, lo que llamamos "cientificismo”; o bien se toma como un fin en sí misma, o bien no ofrece otra salida fuera de la esfera de las aplicaciones prácticas, es decir fuera del orden más inferior, donde la misma palabra "conocimiento", con la plenitud de sentido que le adjudican los orientales, no podría ser empleada más que en virtud de la más abusiva de las extensiones. Los resultados teóricos de la ciencia analítica, por considerables que les parezcan a los occidentales, no son más que pequeñeces para los orientales, a quienes todo eso les hace el efecto de entretenimientos infantiles, indignos de retener durante

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largo tiempo la atención de quienes son capaces de aplicar su inteligencia a otros objetos, lo que equivale a decir de aquellos que poseen la verdadera inteligencia, pues el resto no es más que un reflejo más o menos oscurecido. He aquí a qué se reduce la "alta idea" que los orientales pueden hacerse de la ciencia europea, al decir de los occidentales (recordemos aquí el ejemplo de Leibnitz que hemos citado anteriormente), y ello aunque se les presente sus producciones más auténticas y completas, y no solamente los rudimentos de la "vulgarización"; y esto no significa de su parte incapacidad de comprenderla y apreciarla, sino que, por el contrario, la estiman en su justo valor, con la ayuda de un término de comparación que les falta a los occidentales. La ciencia europea, en efecto, por no tener nada de profundo, por no ser verdaderamente más de lo que parece, es fácilmente accesible para cualquiera que quiera tomarse el trabajo de estudiarla; sin duda, toda ciencia es especialmente apropiada a la mentalidad del pueblo que la produjo, pero no existe en ella el menor equivalente de las dificultades que encuentran los occidentales que quieren penetrar las "ciencias tradicionales" de Oriente, dificultades que provienen del hecho de que dichas ciencias parten de principios de los cuales ellos no tienen ninguna idea, y de que emplean medios de investigación que les resultan tienen ninguna idea, y de que emplean medios de investigación que les resultan totalmente extraños porque sobrepasan los marcos estrechos en los que se encierra el espíritu occidental. La falta de adaptación, si existe de los dos lados, se traduce de modos muy diferentes: para los occidentales que estudian la ciencia oriental, se trata de una incomprehensión poco menos que irremediable, sea cual fuere la aplicación que le den, haciendo abstracción de las excepciones individuales siempre posibles pero muy poco numerosas; para los orientales que estudian la ciencia occidental, se trata sólo de una falta de interés que no impide la comprehensión pero que, evidentemente, dispone en magra medida a dedicar a este estudio fuerzas que pueden ser mejor empleadas. No se debe, por consiguiente, tener en cuenta la propaganda científica ni ninguna otra clase de propaganda para llegar a una aproximación con Oriente; la importancia misma que los occidentales atribuyen a estas cosas, da a los orientales una idea bastante pobre de su mentalidad, y si las consideran intelectuales, es que la intelectualidad no tiene para ellos el mismo sentido que para los orientales. Todo lo que decimos de la ciencia occidental, podemos decirlo también de la filosofía, y todavía con la circunstancia agravante de que, si su valor especulativo no es mayor ni más real, no tiene siquiera el valor práctico que, por relativo y secundario que sea, tiene al menos alguna significación; y, desde este punto de vista, podemos unir a la filosofía todo lo que, en la ciencia misma, no tiene otro carácter que el de las puras hipótesis. Por otra parte, en el pensamiento moderno, no puede haber ninguna separación profunda entre el conocimiento científico y el conocimiento filosófico: el primero ha llegado a englobar todo lo que es accesible a este pensamiento, y el segundo, en la medida que sigue siendo válido, no es más que una parte o una modalidad de él, a la cual no se le da un lugar aparte más que por efecto del hábito, y por razones mucho más históricas que lógicas en el fondo. Si la filosofía tiene pretensiones mayores, tanto peor para ella, pues dichas pretensiones no pueden fundarse sobre nada; si queremos atenernos al estado actual de la mentalidad occidental, no hay nada legítimo excepto la concepción positivista, límite normal del racionalismo cientificista, o la concepción pragmatista, que deja decididamente de lado toda especulación para mantenerse en el ámbito de un sentimentalismo utilitario: éstas son siempre las dos tendencias entre las cuales oscila toda la civilización moderna. Para los orientales, por el contrario, la alternativa expresada de esta manera no tiene ningún sentido, porque lo que les interesa verdadera y esencialmente está mucho más allá de sus dos términos, así como sus concepciones están más allá de todos los problemas artificiales de la filosofía, y sus doctrinas tradicionales están más allá de todos los sistemas, invenciones puramente humanas en él sentido más estrecho de la palabra, es decir, invenciones de una razón individual que, al desconocer sus limitaciones, se cree capaz de abarcar todo el universo o de reconstruirlo según el capricho de su fantasía y que, sobre todas las cosas, plantea en principio la negación absoluta de todo lo que la sobrepasa. Por ello, debe entenderse la negación del conocimiento metafísico, que es de orden suprarracional y que constituye el conocimiento intelectual puro, el conocimiento por excelencia; la filosofía moderna no puede admitir la existencia de la metafísica verdadera sin destruirse a sí misma y, en cuanto a la pseudo metafísica que incorpora, no es más que un conjunto más o menos hábil de hipótesis exclusivamente racionales, por lo tanto científicas en realidad, y que por lo general no reposan sobre ningún elemento realmente serio. En todo caso, el alcance de estas hipótesis es siempre extremadamente restringido; los pocos elementos valiosos que pueden estar mezclados con ellas jamás llegan a sobrepasar el dominio de la ciencia ordinaria, y su estrecha

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asociación con las más deplorables fantasías, así como la forma sistemática en que se presenta el conjunto, no pueden menos que descalificarlas totalmente a los ojos de los orientales. Estos no poseen ese modo especial del pensar al que conviene en propiedad el nombre de filosofía: entre ellos no puede hallarse ni el espíritu sistemático ni el individualismo intelectual pero, si no tienen los inconvenientes de la filosofía, tienen, liberado de toda mezcla impura, el equivalente de todo lo que ella puede contener de interesante y que, en sus ciencias tradicionales, adquiere inclusive un alcance mucho más alto; y poseen mucho más que esto, puesto que disponen, como principio de todo el resto, del conocimiento metafísico, cuyo dominio es absolutamente ilimitado. Asimismo, la filosofía, con sus intentos de explicación, sus delimitaciones arbitrarias, sus sutilezas inútiles, sus confusiones incesantes, sus discusiones sin fin y su verborrea sin consistencia, se les manifiesta como un juego particularmente pueril; hemos referido en otro lugar la apreciación de aquel hindú que, al escuchar por primera vez exponer las concepciones de ciertos filósofos europeos, declaró que, en el mejor de los casos, eran ideas buenas para un niño de ocho años. Por lo tanto, se puede contar menos todavía con la filosofía que con la ciencia ordinaria para inspirar la admiración de los orientales, o incluso para impresionarlos favorablemente, y no hace falta imaginar que jamás adoptarán estas formas de pensar, cuya ausencia en una civilización no tiene nada de lamentable y cuya estrechez característica constituye uno de los peligros más grandes para la inteligencia; todo eso no es para ellos, como decíamos, más que una falsificación de la intelectualidad, para uso exclusivo de los que, incapaces de ver más lejos, están condenados por su propia constitución mental o por efecto de su educación a ignorar por siempre lo que es la verdadera intelectualidad. Hemos de agregar dos palabras en lo que concierne especialmente a los "filósofos de la acción": estas teorías no hacen en definitiva otra cosa que consagrar la abdicación completa de la inteligencia; quizás en cierto sentido vale más renunciar francamente a toda apariencia de intelectualidad que continuar ilusionándose indefinidamente con especulaciones irrisorias; pero entonces, ¿por qué obstinarse en seguir generando teorías? Pretender que la acción debe ponerse por encima de todo porque se es incapaz de acceder a la especulación pura es una actitud que, verdaderamente, guarda una excesiva semejanza con la de la zorra de la fábula... Sea como fuere, nadie puede jactarse de convertir a semejantes doctrinas a los orientales, para quienes la especulación es incomparablemente superior a la acción; por lo demás, el gusto por la acción exterior y la búsqueda del progreso material son estrechamente solidarios, y no tendríamos necesidad de volver sobre esto, si nuestros contemporáneos no experimentasen la necesidad de "filosofar" sobre el tema, lo cual muestra bien a las claras que la filosofía, tal como ellos la entienden, puede ser verdaderamente cualquier cosa excepto sabiduría verdadera y conocimiento intelectual puro. Puesto que se nos presenta la ocasión, aprovecharemos para disipar al punto un posible malentendido: decir que la especulación es superior a la acción no quiere decir que todo el mundo deba desinteresarse al mismo tiempo de esta última; en una colectividad humana jerárquicamente organizada, debe asignarse a cada uno la función que conviene a su propia naturaleza individual, y tal es el principio sobre el cual en la India reposa esencialmente la institución de las castas. Por lo tanto, si Occidente alguna vez retorna a una constitución jerárquica y tradicional, es decir, fundada sobre verdaderos principios, de ningún modo pretendemos que la masa occidental se vuelva por ello exclusivamente contemplativa ni tampoco que deba serlo en el mismo grado que la oriental; tal cosa es efectivamente posible en Oriente, pero en Occidente hay condiciones especiales de clima y de temperamento que se oponen a ello y que se opondrán siempre. Las aptitudes intelectuales se verán sin duda mucho más difundidas que hoy, pero lo más importante es que la especulación será la ocupación normal de la élite y que ni siquiera se concebirá que una élite verdadera pueda ser otra cosa que intelectual. Ello basta, por otra parte, para que semejante estado de cosas sea todo lo contrario del que vemos en la actualidad, donde la riqueza material ocupa casi enteramente el espacio de toda superioridad efectiva, en principio porque corresponde directamente a las preocupaciones y a las ambiciones dominantes del occidental moderno, con su horizonte puramente terrestre, y luego porque constituye en realidad el único género de superioridad (si acaso puede decirse que lo sea) a la cual puede acomodarse la mediocridad del espíritu democrático. Tal inversión permite medir la extensión de la transformación que deberá operarse en la civilización occidental para que vuelva a ser normal y comparable a las otras civilizaciones, y para que deje de ser una causa de problemas y de desorden en el mundo. Intencionadamente nos hemos abstenido hasta aquí de mencionar a la religión entre los diferentes elementos que Occidente puede presentar a Oriente; y es que, si la religión es un

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elemento también occidental, no es en cambio moderno, y es contra ella que el espíritu moderno concentra toda su animosidad, porque es lo único que en Occidente guardó un carácter tradicional. No hablamos, desde luego, más que de la religión en el sentido propio del término, y no de las deformaciones o de las imitaciones que, por el contrario, han tenido origen bajo la influencia del espíritu moderno y que llevan su marca hasta tal punto que son casi enteramente asimilables al "moralismo" filosófico. En cuanto a lo que se refiere a la religión propiamente dicha, los orientales no pueden experimentar por ella otra cosa que respeto, precisamente a causa de su carácter tradicional; y si los occidentales se mostraran más apegados a su religión que lo que comúnmente suelen demostrar, sin duda serían mejor considerados en Oriente. Lo que no hay que olvidar, es que la tradición no reviste la forma específicamente religiosa entre los orientales, con excepción de los musulmanes, que tienen algo de occidentales; ahora bien, la diferencia de las formas exteriores no es más que una cuestión de adaptación a las diversas mentalidades, y allí donde la tradición no tomó espontáneamente la forma religiosa, es que no tenía por qué hacerlo. El error aquí consiste en querer hacer adoptar a los orientales formas que no están hechas para ellos, que no responden a las exigencias de su mentalidad, pero cuya excelencia para los occidentales reconocen: Así, en ocasiones puede verse a hindúes que comprometen a algunos europeos para que vuelvan al Cristianismo y hasta los ayudan a comprenderlo, sin tener la menor veleidad de adherirse a él por su parte. Sin duda no hay una completa equivalencia entre todas las formas tradicionales, porque corresponden a puntos de vista que difieren en realidad; pero, en la medida que son equivalentes, la sustitución de una por otra sería evidentemente inútil; y en la medida en que son diferentes en aspectos que van más allá de la expresión (lo cual de ningún modo quiere decir que sean opuestas o contradictorias), dicha sustitución sólo podría ser dañosa, porque provocaría inevitablemente un problema de adaptación. Si los orientales no tienen religión en el sentido occidental de la palabra, tienen en cambio todo lo que de ella puede serles conveniente, y, al mismo tiempo, tienen más desde el punto de vista intelectual, puesto que poseen la metafísica pura, respecto de la cual la teología no es en definitiva más que una traducción parcial, afectada por el tinte sentimental que es inherente al pensamiento religioso como tal; si, por otro lado, parecen más carentes, esto es sólo desde el punto de vista sentimental, dado que no tienen ninguna necesidad de él. Lo que acabamos de decir muestra también por qué motivo la solución que consideramos preferible para Occidente es el retorno a su propia tradición, completada si hay ocasión de ello en cuanto al dominio de la intelectualidad pura (el cual, por otra parte, no concierne más que a la élite); la religión no puede ocupar el lugar de la metafísica, pero de ningún modo es incompatible con ella, y la prueba más clara se da en el mundo islámico, con los dos aspectos complementarios bajo los cuales se presenta su doctrina tradicional. Agreguemos que, aunque Occidente repudie el sentimentalismo (y entendemos por tal el predominio concedido al sentimiento sobre la inteligencia), no por eso la masa occidental conservará en menor medida una necesidad de satisfacciones sentimentales que sólo la forma religiosa puede darle, así como también conservará una necesidad de actividad exterior que los orientales no tienen; cada raza tiene su temperamento propio y, si bien es cierto que éstas son sólo contingencias, no hay sin embargo más que una élite bastante restringida que pueda dejar de tenerlas en cuenta. Pero es en la religión propiamente dicha donde los occidentales pueden y deben encontrar normalmente las satisfacciones a las que nos referimos, y no en esos sucedáneos más o menos extravagantes de los que se alimenta la pseudo mística de ciertos contemporáneos, religiosidad inquieta y desviada que constituye un síntoma más de la anarquía mental que padece el mundo entero, por la cual corre inclusive el riesgo de morir si no se le administran los remedios eficaces antes de que sea demasiado tarde. Así, entre las manifestaciones del pensamiento occidental, algunas son simplemente ridículas a los ojos de los orientales, y son todas aquéllas que tienen un carácter especialmente moderno; las otras son respetables, pero no son apropiadas más que para Occidente exclusivamente, aunque los occidentales de hoy tengan una tendencia a menospreciarlas o a rechazarlas, sin duda porque representan algo que todavía resulta demasiado elevado para ellos. Por lo tanto, cualquiera sea el ángulo desde el cual se quiera considerar la cuestión, es totalmente imposible que se opere una aproximación en detrimento de la mentalidad oriental; como ya hemos dicho, es Occidente el que debe aproximarse a Oriente, pero para que la aproximación sea efectiva no bastaría con la buena voluntad, y lo que más haría falta es la comprehensión. Ahora bien, hasta ahora, los occidentales que se han esforzado en comprender a Oriente con mayor o menor grado de seriedad y de sinceridad, no han llegado por lo general más que a resultados muy lamentables porque han aportado a sus estudios todos los prejuicios que colmaban su

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espíritu, y más en la medida en que se tratara de "especialistas" que hubieran adquirido previamente ciertos hábitos mentales de los cuales les era imposible deshacerse. Sin duda, entre los europeos que han vivido en contacto directo con los orientales hay algunos que han podido comprender y asimilar ciertas cosas, justamente porque, al no ser especialistas, se veían más libres de ideas preconcebidas; pero, por lo general, no han escrito nada y han mantenido en reserva lo que aprendieron; por lo demás, si alguna vez tuvieron ocasión de hablar del tema con otros occidentales, la incomprehensión de la que éstos dan muestra bastó para desanimarlos y para comprometerlos a observar la misma reserva que los orientales. Occidente en su conjunto jamás ha podido sacar provecho de ciertas excepciones individuales, y en cuanto a los trabajos que se han hecho sobre Oriente y sus doctrinas, a menudo sería más valioso que no se conociera ni siquiera su existencia, pues la ignorancia pura y simple es preferible a las ideas falsas. No queremos repetir lo que ya hemos dicho en otro lugar sobre las producciones de los orientalistas: su efecto principal consiste, por un lado, en inducir a error a los occidentales que han recurrido a ellas sin contar con los recursos para rectificar sus errores y, por el otro, en contribuir a dar a los orientales, debido a la incomprehensión de que hacen gala, la más enfadosa idea de la intelectualidad occidental. Con respecto a esto último, no hace más que confirmar la apreciación que los orientales están ya inclinados a formular por todo lo que conocen de Occidente, y acentuar en ellos la actitud de reserva a la que nos referimos en su oportunidad; pero el primer inconveniente es todavía más grave, sobre todo si la iniciativa de aproximación debe venir del lado occidental. En efecto, cualquiera que posea un conocimiento directo de Oriente puede, al leer la traducción más mala o el comentario más fabulador, desbrozar las parcelas de verdad que en ellos subsisten a pesar de todo, sin conocimiento del autor, que no ha hecho más que transcribir sin comprender, y que no ha acertado más que por una especie de azar (esto ocurre sobre todo en las traducciones inglesas, que se hacen a conciencia y sin tomar partido de una manera sistemática, pero asimismo sin ningún afán de comprehensión verdadera); del mismo modo puede restablecerse el sentido allí donde ha sido desnaturalizado y, en todo caso, puede consultar impunemente obras del género, aunque no se saque de ellas provecho alguno; pero con el lector ordinario ocurre algo muy diferente. Este, al no poseer ningún medio de control, no puede tener sino dos actitudes: o bien cree de buena fe que las concepciones orientales son de la manera en que se las presentan, y experimenta por ellas un disgusto muy comprensible, al mismo tiempo que sus prejuicios occidentales se ven fortificados, o bien se da cuenta de que estas concepciones no pueden, en realidad, ser tan absurdas y desprovistas de sentido, siente de un modo más o menos confuso que debe haber otra cosa pero no sabe qué puede ser y, desesperando de llegar a saberlo, renuncia a ocuparse del tema y no quiere ni siquiera pensar más en él. Así, el resultado final es siempre un alejamiento y no una aproximación; no hablamos, naturalmente, más que de las personas que se interesan en las ideas, pues solamente entre ellas se encuentran quienes podrían llegar a comprender si se les proporcionaran los medios: en cuanto a los demás, no ven en ello más que una cuestión de curiosidad y erudición, y no tenemos porqué preocuparnos por ellos. Por lo demás, la mayoría de los orientalistas no son ni quieren ser otra cosa que eruditos, lo cual no es de gran importancia en tanto se limiten a trabajos históricos o filológicos; es evidente que algunas obras de este género no pueden servir de nada para alcanzar el objetivo que aquí consideramos, pero su único peligro es, en definitiva, el común a todos los abusos de erudición, nos referimos a esa "miopía intelectual" que limita todo saber a búsquedas de detalle y al despilfarro de esfuerzos que podrían ser mejor empleados en muchos casos. Pero lo que es mucho más grave a nuestros ojos, es la acción ejercida por aquellos orientalistas que tienen la pretensión de comprender e interpretar las doctrinas y que las disfrazan de la manera más increíble, llegando a asegurar en ocasiones que las comprenden mejor que los orientales mismos (así como Leibnitz imaginaba haber encontrado el verdadero sentido de los caracteres de Fo-hi), y sin tener la menor intención de buscar el consejo de los representantes autorizados de las civilizaciones que quieren estudiar, lo cual sería sin embargo la primera cosa que habría que hacer, en lugar de comportarse como si se tratara de reconstituir civilizaciones desaparecidas. Esta inverosímil pretensión no hace más que traducir la creencia de los occidentales en su propia superioridad: aun cuando consienten en tomar en consideración las ideas de los demás, se consideran inteligentes hasta un punto tal como para que tengan que comprender dichas ideas mucho mejor que quienes las han elaborado, y como para que les baste con mirarlas desde fuera para saber a qué atenerse al respecto; cuando se tiene tal confianza en sí mismo, se pierden por lo general todas las ocasiones que se podrían tener para instruirse realmente.

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Entre los prejuicios que contribuyen a sostener semejante estado de espíritu, hay uno que hemos llamado “prejuicio clásico", y al que ya hemos aludido a propósito de la creencia en la «civilización» única y absoluta, de la cual no es en definitiva más que una forma particular: porque la civilización occidental moderna se considera como heredera de la civilización grecoromana (lo cual no es verdad más que hasta cierto punto), no se quiere conocer nada fuera de ésta1, existe la convicción de que todo el resto no es interesante o no puede ser más que objeto de una especie de interés arqueológico; se decreta que en ninguna otra parte puede encontrarse una idea válida o que, al menos, si se encuentra por azar, debía existir también en la antigüedad greco-romana; ya es algo positivo cuando no se llega a afirmar que no pueden ser más que préstamos tomados a esta última. Incluso aquellos que no piensan expresamente así no dejan por ello de sufrir la influencia de este prejuicio: los hay que, pese a mostrar cierta simpatía por las concepciones orientales, quieren a toda costa hacerlas entrar en los esquemas del pensamiento occidental, lo cual lleva a desnaturalizarlas totalmente, y prueba que en el fondo no comprenden nada de ellas; algunos, por ejemplo, no quieren ver en Oriente más que religión y filosofía, es decir todo lo que no hay en él, y no ven nada de lo que existe en realidad. Nadie ha llevado nunca tan lejos estas falsas asimilaciones como los orientalistas alemanes, que son precisamente los que tienen mayores pretensiones, y que han llegado a monopolizar casi por entero la interpretación de las doctrinas orientales: con su estilo de espíritu estrechamente sistemático, hacen de ellas no sólo filosofía, sino algo muy similar a su propia filosofía, cuando en realidad se trata de cosas que no tienen ninguna relación con tales concepciones; evidentemente, no pueden resignarse a no comprender, ni privarse de referir todo a la medida de su mentalidad, creyendo hacer un gran honor a aquellos a quienes atribuyen esas ideas "buenas para niños de ocho años". Por lo demás, en Alemania, los filósofos mismos se han mezclado directamente en esto, y Schopenhauer en particular tiene por cierto una buena parte de responsabilidad en el modo como se ha interpretado a Oriente; y mucha gente, aún fuera de Alemania, sigue repitiendo, a partir de él y de su discípulo von Hartmann, frases hechas sobre el "pesimismo budista", del cual hasta llegan a suponer de buen grado que constituye el fondo de las doctrinas hindúes. Hay un buen número de europeos que imaginan, por lo demás, que la India es budista, tan grande es su ignorancia, y, como siempre ocurre en tales casos, no se privan de hablar de ello al derecho y al revés; además, si el público concede una importancia desmesurada a las formas desviadas del Budismo, la culpa es de la cantidad increíble de orientalistas que se han especializado en ellas, y que han encontrado la manera de deformar hasta tales desviaciones del espíritu oriental. La verdad es que ninguna concepción oriental es “pesimista", y el Budismo tampoco lo es; es cierto que no hay "optimismo" en él, pero eso prueba simplemente que esas etiquetas y clasificaciones no le son aplicables, como tampoco las que están hechas de parejo modo para la filosofía europea, y que no es ese el modo en el cual se plantean las cuestiones para los orientales; para considerar las cosas en términos de "optimismo" o de "pesimismo" se hace necesario el sentimentalismo occidental (ese mismo sentimentalismo que postulaba Schopenhauer al buscar "consolaciones" en los Upanishads), y la serenidad profunda que da a los hindúes la pura contemplación intelectual está mucho más allá de estas contingencias. Sería cosa de nunca acabar si quisiéramos señalar todos los errores del mismo género, errores de los cuales uno solo basta para probar la incomprehensión total; nuestra intención no es brindar aquí un catálogo de los disparates, germánicos o de otro origen, a los que ha llevado el estudio de Oriente emprendido sobre bases falsas y fuera de todo principio verdadero. No hemos mencionado a Schopenhauer más que porque es un ejemplo muy "representativo"; entre los orientalistas propiamente dichos, ya hemos citado precedentemente a Deussen, que interpreta a la India en función de las concepciones del mismo Schopenhauer; hemos de recordar también a Max Müller, que se esfuerza por descubrir "los gérmenes del Budismo", es decir, al menos según la concepción que de él se hacía, de la heterodoxia, hasta en los textos védicos, que son los fundamentos esenciales de la ortodoxia tradicional hindú. Podríamos continuar así casi indefinidamente, aún denotando uno o dos rasgos de cada uno, pero nos limitaremos a agregar un último ejemplo, porque hace aparecer con claridad cierta toma de posiciones muy 1

En un discurso pronunciado en la Cámara de Diputados por el Sr. Bracke. en el curso del debate sobre la reforma de la enseñanza, hemos subrayado este pasaje altamente característico: "Vivimos en la civilización greco-romana, Para nosotros no hay otra. La civilización greco-romana es para nosotros la civilización a secas. Estas palabras, y sobre todo los aplausos unánimes que recibieron, justifican plenamente todo lo que hemos dicho en otro lugar sobre el “prejuicio clásico”.

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característica: es el caso de Oldenberg, que descarta a priori todos los textos donde se relatan hechos que parecen milagrosos, y afirma que no hay que ver en ellos más que agregados tardíos, no solamente en nombre de la "crítica histórica", sino también so pretexto de que los "indo-germanos" (sic) no admiten el milagro; que hable, si quiere en nombre de los alemanes modernos, que no por nada son los inventores de la pretendida "ciencia de las religiones", pero que tenga la pretensión de asociar a los Hindúes a sus negaciones, que son las del espíritu antitradicional, es algo que sobrepasa toda medida. Hemos dicho en otro lugar lo que se debe pensar de la hipótesis del "indo germanismo", cuya razón de ser es puramente política: el orientalismo de los alemanes, como su filosofía, se ha transformado en un instrumento al servicio de su ambición nacional, lo que, por otra parte, no quiere decir que sus representantes tengan necesariamente mala fe; no es fácil saber hasta dónde puede llegar la ceguera que encuentra su causa en la intrusión del sentimiento en los dominios que deberían estar reservados a la inteligencia. En cuanto al espíritu antitradicional que reside en el fondo de la "crítica histórica" y de todo lo que se relaciona con ella más o menos directamente, es puramente occidental y, en Occidente mismo, puramente moderno; jamás insistiremos demasiado en ello, porque es lo que más profundamente repugna a los orientales, que son esencialmente tradicionalistas y que no serían nada si no lo fueran, puesto que todo lo que constituye sus civilizaciones es estrictamente tradicional; por consiguiente, es de ese espíritu del que hay que desprenderse ante todo si se pretende tener alguna esperanza de entenderse con ellos. Fuera de los orientalistas más o menos "oficiales", que tienen al menos, a falta de otras cualidades más intelectuales, una buena fe generalmente incontestable, no hay, como presentación occidental, otras doctrinas de Oriente que las ensoñaciones y divagaciones de los teosofistas, que no son más que un tejido de errores groseros, agravados aún más por los procedimientos del más bajo charlatanismo. Hemos dedicado a este tema todo un estudio especial2, donde, para hacer justicia con todas las pretensiones de este género y para demostrar que no poseen ningún título como para referirse a Oriente, sino todo lo contrario, hemos tenido que apelar a los hechos históricos más rigurosamente establecidos; no queremos volver a ello, pero no podíamos dispensarnos aquí de recordar al menos su existencia, puesto que una de sus pretensiones es precisamente la de efectuar a su manera la aproximación de Oriente y Occidente. También allí, sin hablar de los trasfondos políticos que cumplen un papel considerable, es el espíritu antitradicional el que, so capa de una pseudo tradición de fantasía, se da libre curso en estas teorías inconsistentes cuya trama está formada por una concepción evolucionista; bajo los jirones tomados en préstamo a las doctrinas más variadas, y detrás de la terminología sánscrita empleada siempre al revés, no hay más que ideas totalmente occidentales. Si en esto pudieran existir elementos para un acercamiento, es en definitiva Oriente el que pagaría el precio, se le harían concesiones sobre las palabras, pero se le pediría que abandone todas sus ideas esenciales, así como todas las instituciones a las que está ligado; es sólo que los orientales, y sobre todo los Hindúes, que son los que más están en el punto de mira, no son tontos y saben perfectamente a qué atenerse sobre las verdaderas tendencias de un movimiento de esta clase; no es ofreciéndoles una grosera caricatura de sus doctrinas como alguien podrá ufanarse de seducirlos, aun cuando ellos no tuvieran otros motivos como para desconfiar y mantenerse apartados. En cuanto a los occidentales que, aunque a falta de verdadera inteligencia, tienen simplemente algo de buen sentido, no se demoran en estas extravagancias, pero lo malo es que se dejan persuadir demasiado fácilmente de que son orientales cuando en realidad no lo son en absoluto; además, hoy por hoy, el buen sentido se vuelve singularmente escaso en Occidente, mientras que el desequilibrio gana cada vez más espacio, y eso es lo que origina el éxito actual del teosofismo y de todas las otras empresas más o menos análogas que reunimos bajo la denominación genérica de "neo espiritualismo". Si no hay huella de "tradición oriental" entre los teósofos, tampoco hay "tradición occidental" auténtica entre los ocultistas; insistimos, no hay nada serio en todo ello, salvo un sincretismo confuso e incoherente, en el cual las concepciones antiguas se interpretan del modo más falso y arbitrario, y que parece no tener otro fin que servir de disfraz al modernismo más pronunciado; si hay en ese ámbito algún arcaísmo, no es más que en las formas exteriores, y las concepciones de la Antigüedad y de la Edad Medía occidentales son allí tan completamente incomprendidas como las de Oriente lo son en el teosofismo. Sin duda no es éste el modo según el cual Occidente podría recobrar un día su propia tradición, así 2

Le Théosophisme, histoire d’ une pseudo-religion. Ver también Introduction Générale a l’étude des Doctrines Hindoues, 4ª parte, c. III.

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como, por las mismas razones, tampoco podrá llegar a un encuentro con la intelectualidad oriental; estas dos cosas están estrechamente ligadas, más allá de lo que puedan pensar algunos que ven oposiciones y antagonismos donde de ninguna manera puede haberlos; entre los ocultistas, precisamente, hay quienes se creen obligados a no referirse al Oriente, del cual ignoran todo, más que con epítetos injuriosos que delatan un verdadero odio, y probablemente también el despecho de sentir que en él hay conocimientos que ellos jamás llegarán a penetrar. No reprochamos a los teosofistas o a los ocultistas una insuficiencia de comprehensión de la cual, después de todo, no son responsables; pero, si se es occidental (nos referimos al punto de vista intelectual), que se reconozca francamente y que no se adopte una máscara oriental; si se posee un espíritu moderno, que se tenga al menos el valor de reconocerlo (¡hay tantos que se vanaglorian de ello!), y que no se invoque una tradición de la que no se es depositario. Al denunciar tales hipocresías no pensamos naturalmente más que en los dirigentes de los movimientos aludidos y no en sus víctimas; sin embargo es importante hacer notar que a menudo la inconsciencia se alía a la mala fe, y que puede resultar difícil determinar exactamente qué parte le corresponde a una y a otra; ¿acaso la hipocresía moralista no es también inconsciente en la gran mayoría? Por otra parte, poco importa en cuanto a los resultados, que son todo lo que queremos retener y que no dejan de ser deplorables: la mentalidad occidental se ve más y más falseada, y de múltiples maneras; se confunde y se dispersa en todo sentido entre las más turbias inquietudes y en medio de las más sombrías fantasmagorías de una imaginación en delirio; ¿será éste verdaderamente el "principio del fin" para la civilización moderna? No queremos hacer ninguna suposición azarosa, pero muchos indicios al menos deberían hacer reflexionar a quienes todavía son capaces de ello: ¿llegará Occidente a recobrarse a tiempo? Para atenernos a lo que se puede comprobar actualmente, y sin anticiparnos acerca del futuro, diremos esto: todas las tentativas que se han hecho hasta aquí para acercar a Oriente y a Occidente se han emprendido en provecho del espíritu occidental, y por eso han fracasado. Esto es cierto, no solamente con respecto a todo lo que es propaganda abiertamente occidental, (que es en definitiva el caso más habitual) sino también respecto de los intentos que pretenden fundarse sobre un estudio de Oriente: se busca mucho menos comprender las doctrinas orientales en sí mismas que reducirlas a las concepciones occidentales, hecho que conduce a desnaturalizarlas totalmente. Aunque no se tenga una posición consciente y reconocida de menosprecio por Oriente, no por ello se supone de un modo menos implícito que Occidente debe poseer también todo lo que Oriente posee, y eso es totalmente falso, sobre todo en lo que concierne al Occidente actual. Así, a través de una incapacidad de comprender que se debe en buena parte a sus prejuicios (pues si hay quienes tienen naturalmente esta incapacidad, hay otros que la adquieren solamente a fuerza de ideas preconcebidas), los occidentales no alcanzan nada de la intelectualidad oriental; aunque imaginan que la aprehenden y traducen su expresión, no hacen más que caricaturizarla y, en el texto o en los símbolos que creen explicar, no encuentran sino lo que ellos mismos han puesto, es decir ideas occidentales: y es que la letra no es nada por sí misma cuando su espíritu se les escapa. En estas condiciones, Occidente no puede salir de los límites en los que se ha encerrado; y, como en el interior de estos límites más allá de los cuales no hay verdaderamente nada para él, continúa hundiéndose sin cesar en los caminos a la vez materiales y sentimentales que lo alejan cada día más de la intelectualidad, es evidente que su divergencia con Oriente no puede hacer otra cosa que acentuarse. Acabamos de ver por qué razón las tentativas orientalistas y pseudo orientales contribuyen a ello; una vez más, es Occidente el que debe tomar la iniciativa, pero para ir verdaderamente hacia Oriente y no para tratar de atraer a Oriente hacia él, como lo ha hecho hasta ahora. Oriente no tiene ninguna razón para tomar dicha iniciativa, aunque las condiciones del mundo occidental no fueran tales como para tornar inútil todo esfuerzo en este sentido; pero, por otra parte, si se hiciera una tentativa seria y bien entendida por parte de Occidente, los representantes autorizados de todas las civilizaciones orientales no podrían hacer otra cosa que mostrarse eminentemente favorables a ella. Ahora nos queda indicar cómo puede abordarse una tentativa semejante, después de haber visto en este capítulo la confirmación y la aplicación de todas las consideraciones que hemos desarrollado en el curso de la primera parte de nuestra exposición, pues lo que hemos mostrado en ella es en definitiva que son las tendencias propias del espíritu occidental moderno las que determinan la imposibilidad de toda relación intelectual con Oriente; y, en tanto no se comience por lograr un entendimiento sobre este terreno intelectual, todo el resto será perfectamente inútil y vano.

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Capítulo Segundo: EL ACUERDO SOBRE LOS PRINCIPIOS Cuando se quiere hablar de principios a nuestros contemporáneos no debe esperarse que comprendan sin dificultad, pues la mayoría de ellos ignora totalmente qué pueden ser y ni siquiera se preguntan si pueden existir; evidentemente, también ellos hablan de principios, y hasta demasiado, pero siempre para aplicar el término a aquello a lo cual no es conveniente hacerlo. Así, en nuestra época se llama “principios" a leyes científicas un poco más generales que las otras, que son exactamente lo contrario en realidad, puesto que son conclusiones y resultados inductivos, y eso cuando no son simples hipótesis. Así, más comúnmente todavía, se da este nombre a concepciones morales que no son ni siquiera ideas, sino la expresión de algunas aspiraciones sentimentales, o a teorías políticas, a menudo de base igualmente sentimental, como el tan famoso "principio de las nacionalidades", que ha contribuido al desorden de Europa más allá de todo lo imaginable; ¿acaso no se llega a hablar corrientemente de "principios revolucionarios", como si ello no constituyera una contradicción en los términos? Cuando se abusa de una palabra hasta tal punto, significa que se ha olvidado por completo su verdadera significación; este caso es muy similar al de la palabra "tradición", aplicado, como hacíamos notar precedentemente, a cualquier costumbre puramente exterior, por banal e insignificante que sea; y, para tomar un ejemplo más, si los occidentales hubieran conservado el sentido religioso de sus antepasados, ¿no evitarían emplear con cualquier fin expresiones como "religión de la patria", "religión del deber", "religión de la ciencia" y otras del mismo género? Estas expresiones no son negligencias del lenguaje sin gran alcance, sino síntomas de la confusión que se aprecia por doquier en el mundo moderno: ya no se sabe hacer la distinción entre los puntos de vista y entre los dominios más diferentes, entre aquellos que deberían permanecer más completamente separados; se pone una cosa en lugar de otra con la cual no tiene ninguna relación, y el lenguaje en definitiva no hace más que representar el estado de los espíritus. Como, por otra parte, hay correspondencia entre la mentalidad y las instituciones, las razones de esta confusión son también las razones por las cuales se cae en la fantasía de que cualquiera puede cumplir cualquier función; el igualitarismo democrático no es más que la consecuencia y la manifestación, en el orden social, de la anarquía intelectual; los occidentales de hoy son verdaderamente, en todo sentido, hombres "sin casta”, como dicen los Hindúes, y hasta "sin familia", en el sentido en que lo entienden los Chinos; no tienen nada de lo que constituye el fondo y la esencia de las otras civilizaciones. Estas consideraciones nos llevan precisamente a nuestro punto de partida: la civilización moderna sufre de una carencia de principios, y la padece en todos los ámbitos; en virtud de una prodigiosa anomalía, es única entre todas las demás, una civilización que no tiene principios, o que los tiene negativos, que en última instancia es lo mismo. Es como un organismo decapitado que continuara viviendo una vida a la vez intensa y desordenada; los sociólogos, que tanto gustan de asimilar las colectividades a los organismos (y a menudo de una manera totalmente injustificada), deberían reflexionar un poco sobre esta comparación. Al ser suprimida la intelectualidad pura, cada dominio especial y contingente se considera independiente; uno ejerce usurpación sobre el otro, todo se mezcla y se confunde en un caos inextricable; las relaciones naturales se invierten, lo que debería ser subordinado se afirma como autónomo, toda jerarquía es abolida en nombre de la quimérica igualdad, tanto en el orden mental como en el orden social y, como la igualdad es a pesar de todo imposible en los hechos, se crean falsas jerarquías en las cuales se pone cualquier cosa en primer lugar: ciencia, industria, moral, política o finanzas, a falta de la única cosa a la que se le podría y se debería conceder normalmente la supremacía, es decir, insistimos en esto, a falta de verdaderos principios. No hay que apresurarse a hablar de exageración ante semejante panorama; antes bien, hay que acometer el esfuerzo de examinar sinceramente el estado de las cosas y, si no se está cegado por los prejuicios, es fácil darse cuenta de que es tal como lo describimos. De ninguna manera contestamos la posibilidad de que haya grados y etapas en el desorden; no se ha llegado a esta situación de un solo golpe, pero se debía llegar fatalmente, dada la ausencia de principios que, si se nos permite la expresión, domina al mundo moderno y lo constituye tal como es; y, en el punto en que hoy nos encontramos, los resultados son ya bastante evidentes como para que algunos comiencen a inquietarse y a presentir la amenaza de una disolución final. Hay cosas que no se pueden definir verdaderamente más que por una negación: la anarquía, en cualquier orden, no es más que la negación de la jerarquía, y no tiene nada de positivo; civilización anárquica o sin principios, he aquí lo que es en el fondo la civilización occidental actual, y es exactamente lo mismo que expresamos en otros términos

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cuando decimos que, contrariamente a las civilizaciones orientales, no es una civilización tradicional. Lo que llamamos civilización tradicional es una civilización que reposa sobra principios en el verdadero sentido de la palabra, es decir, donde el orden intelectual domina sobre todos los otros, donde todo procede directa o indirectamente de él y, ya se trate de ciencias o de instituciones sociales, no son en definitiva más que aplicaciones contingentes, secundarias y subordinadas de las verdades puramente intelectuales. Así, retorno a la tradición o retorno a los principios no constituyen en realidad más que una única y misma cosa; pero evidentemente debe comenzarse por restaurar el conocimiento de los principios allí donde se haya perdido, antes de pensar en aplicarlos; no se puede hablar de reconstituir una civilización tradicional en su conjunto si no se poseen desde un primer momento los datos primeros y fundamentales que deben presidirla. Pretender proceder de otra manera es reintroducir la confusión justo donde nos proponemos hacerla desaparecer y no comprender lo que la tradición es en su esencia; es el caso de todos los inventores de pseudo tradiciones a los que hemos hecho alusión anteriormente, y si insistimos sobre cosas tan evidentes, es porque el estado de la mentalidad moderna nos obliga a ello, pues demasiado bien sabemos cuán difícil es lograr que no invierta las relaciones normales. Las personas mejor intencionadas, si poseen algún rasgo de dicha mentalidad, incluso a pesar de sí mismos y pese a declararse sus adversarios, podrían sentirse tentados a comenzar por el final, cosa que no tendría otros motivos que ceder a ese singular vértigo de la velocidad que se ha apoderado de todo Occidente, o llegar de inmediato a esos resultados visibles y tangibles que significan todo para los modernos; hasta tal punto su espíritu, de tanto mirar hacía lo exterior, se ha vuelto inepto para aprehender otra cosa. Por eso repetimos tan a menudo, con el riesgo de parecer fastidiosos, que hay que situarse ante todo en el dominio de la intelectualidad pura, y que jamás se hará nada valioso si no se comienza por allí, y todo lo que se relaciona con dicho dominio, aunque no caiga en la órbita de los sentidos, tiene consecuencias formidables según modalidades distintas de las de todo aquello que sólo depende de un orden contingente; tal vez todo esto es difícil de concebir para quienes no están habituados, pero sin embargo es así. Sólo se trata de cuidarse de confundir lo intelectual puro con lo racional, lo universal con lo general y el conocimiento metafísico con el conocimiento científico; sobre este tema, remitimos a las explicaciones que hemos dado en otro lugar1, y no creemos tener que excusarnos por ello, pues no es cuestión de reproducir indefinidamente y sin necesidad las mismas consideraciones. Cuando hablamos de principios de una manera absoluta y sin ninguna especificación, o de verdades puramente intelectuales, siempre se trata exclusivamente del orden universal; ese es el dominio del conocimiento metafísico, conocimiento supraindividual y suprarracional en sí, intuitivo y no discursivo e independiente de toda relatividad; asimismo debemos agregar que la intuición intelectual por la cual se obtiene tal conocimiento no tiene absolutamente nada en común con esas intuiciones infrarracionales, sean de orden sentimental, instintivo, o puramente sensible, que son las únicas que considera la filosofía contemporánea. Naturalmente, la concepción de las verdades metafísicas debe distinguirse de su formulación, donde la razón discursiva puede intervenir en un nivel secundario (con la condición de que reciba un reflejo directo del intelecto puro y trascendente) para expresar, en la medida de lo posible, las verdades que sobrepasan inmensamente su dominio y su alcance y de las cuales, a causa de la universalidad, toda forma simbólica o verbal no puede dar nunca más que una traducción incompleta, imperfecta e inadecuada, apropiada más bien para proporcionar un "soporte" a la concepción que para expresar efectivamente lo que le resulta propio, que es, en su mayor parte, inexpresable e incomunicable, y ante lo cual no se puede hacer otra cosa que "asentir" directa y personalmente. Recordemos finalmente que, si nos atenemos al término "metafísica", es únicamente porque es el más adecuado de todos los que las lenguas occidentales ponen a nuestra disposición; si los filósofos han llegado a aplicarlo a cosas harto diferentes, la confusión es imputable a ellos y no a nosotros, puesto que el sentido en que nosotros lo entendemos sólo está en conformidad con su derivación etimológica, y dicha confusión, debida a su total ignorancia de la metafísica verdadera, es absolutamente análoga a las que señalábamos más arriba. No consideramos que haya que tomar en cuenta estos abusos del lenguaje, y basta con ponerse en guardia contra los errores que podrían ocasionar; 1

Introduction Générale a l’étude des Doctrines Hindoues, 2ª parte, cap. V.

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desde el momento en que tomemos todas las precauciones necesarias en este aspecto, no vemos ningún inconveniente serio para servirnos de una palabra como ésa, y no nos gusta recurrir a neologismos cuando no es estrictamente necesario; por lo demás, es un problema que se evitaría muy a menudo si se tuviera el cuidado de fijar con toda la claridad deseable el sentido de los términos que se emplean, lo cual sería más válido, por cierto, que inventar una terminología complicada y caprichosamente embrollada según la costumbre de los filósofos que, es cierto, se dan así el lujo de una originalidad barata. Si hay quienes encuentran problemática esta denominación de "metafísica", se puede agregar que aquello de lo que se ocupa es el "conocimiento" por excelencia, sin epíteto, y los Hindúes, en efecto, no disponen de otra palabra para designarla; empero, dentro de las lenguas europeas, no pensamos que el uso de esta palabra sea de una naturaleza tal como para disipar los malentendidos, puesto que existe el hábito de aplicarla también, y sin establecer ninguna restricción, a la ciencia y a la filosofía. Continuaremos entonces pura y simplemente hablando de metafísica como lo hemos hecho siempre, pero esperamos que no se consideren como una digresión inútil las explicaciones que nos impone el afán de ser siempre tan claros como sea posible y que, por otra parte, no nos alejan sino en apariencia del tema que nos hemos propuesto tratar. En cuanto a lo demás, por el contrario, para todo lo que sean ''ciencias tradicionales'' principalmente, hace falta una preparación especial, generalmente bastante penosa cuando no se ha nacido en la civilización que produjo estas ciencias; y es que las diferencias mentales intervienen aquí por el sólo hecho de que se trata de cosas contingentes, y de que la manera en que los hombres de cierta raza consideran estas cosas, que es para ellos la más apropiada, no conviene igualmente a los de otras razas. En el interior de una civilización dada puede haber, en este orden, adaptaciones variadas según las épocas, pero que no consisten más que en el desarrollo riguroso de lo que contenía en principio la doctrina fundamental, que se hace así explícita para responder a las necesidades de un momento determinado, sin que se pueda decir jamás que algún elemento nuevo haya llegado a agregarse desde fuera; no podría ser de otra manera, dado que se trata, como se da siempre en Oriente, de una civilización esencialmente tradicional. En la civilización occidental moderna, por el contrario, sólo se consideran las cosas contingentes, y tal cosa se hace en verdad desordenadamente, porque falta la dirección que sólo puede darle una doctrina puramente intelectual a la cual nada podría suplir. No se trata, esto es evidente, de contestar los resultados a los cuales no obstante se llega de esta manera, ni de negarles todo valor relativo; y hasta parece natural que se obtenga mucho más, en un dominio determinado, en tanto se limite más estrechamente su actividad: si las ciencias que interesan tanto a los occidentales nunca habían adquirido anteriormente un desarrollo comparable al que ellos les han dado, es porque no se les concedía una importancia suficiente como para consagrarles semejantes esfuerzos. Pero si los resultados son válidos cuando se los toma aisladamente (lo cual concuerda con el carácter totalmente analítico de la ciencia), el conjunto no puede producir más que una impresión de desorden y anarquía; nadie se ocupa de la calidad de los conocimientos acumulados sino solamente de su cantidad; es la dispersión en el detalle indefinido. Además, no hay nada por encima de las ciencias analíticas: no se relacionan con nada e intelectualmente no conducen a nada; el espíritu moderno se encierra en una relatividad cada vez más reducida y, en este dominio, tan poco extenso en realidad aunque lo encuentre inmenso, confunde todo, asimila los objetos más diferentes, quiere aplicar a uno los métodos que convienen exclusivamente a otro, transporta a una ciencias las condiciones que definen una ciencia diferente y finalmente se pierde en ella y no puede ya reconocerse porque le faltan los principios rectores. De ahí el caos de innumerables teorías, de hipótesis que se enfrentan, se entrechocan, se contradicen, se destruyen y se reemplazan unas a las otras, hasta que, renunciando a saber, se llega a declarar que sólo es necesario buscar por buscar, que la verdad es inaccesible al hombre, que quizás ni siquiera exista, que sólo hay que preocuparse de lo que es útil o ventajoso y que, después de todo, si parece bueno llamarlo verdadero, no hay ningún inconveniente en ello. La inteligencia que así niega la verdad niega su propia razón de ser, es decir, que se niega a sí misma; la última palabra de la ciencia y de la filosofía occidentales es el suicidio de la inteligencia; y tal vez para algunos esto no es más que el preludio de ese monstruoso suicidio cósmico soñado por algunos pesimistas que, al no haber comprendido nada de lo que han entrevisto de Oriente, han tomado por la nada la suprema realidad del "no ser" metafísico y por inercia la suprema inmutabilidad del "no actuar". La única causa de este desorden es la ignorancia de los principios; si se restaura el conocimiento intelectual puro todo el resto podrá volver a ser normal: se podrá recuperar el orden en todos los dominios, establecer lo definitivo en lugar de lo provisorio, eliminar todas las

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vanas hipótesis, aclarar por medio de la síntesis los resultados fragmentarios del análisis y, al reubicar estos resultados en el conjunto de un conocimiento digno de tal nombre, darles, aunque no sepan ocupar más que un rango subordinado, un alcance incomparablemente más alto que el que pueden pretender actualmente. Para ello es necesario buscar primeramente la metafísica verdadera allí donde existe todavía, es decir en Oriente; y después, pero sólo después, conservando las ciencias occidentales en lo que tienen de válido y de legítimo, se podrá pensar en darles una base tradicional religándolas a los principios del modo que conviene a la naturaleza de sus objetos y asignándoles el lugar que les pertenece en la jerarquía de los conocimientos. Querer comenzar por constituir en Occidente algo comparable a las ciencias tradicionales de Oriente es en rigor pretender un imposible; y, si bien es cierto que Occidente ha tenido en otro tiempo, sobre todo en la Edad Media, sus ciencias tradicionales, debe reconocerse que están casi enteramente perdidas en su mayor parte, así como que, aún en lo que subsiste de ellas no se dispone ya de la clave, y que serán tan inasimilables para los occidentales actuales como pueden serlo las que utilizan los orientales; las elucubraciones de los ocultistas que han querido enredarse en la tarea de reconstituir tales ciencias son prueba suficiente de ello. Esto no quiere decir que cuando se disponga de los datos indispensables para comprender, es decir, cuando se posea el conocimiento de los principios, no sea posible inspirarse en cierta medida en estas ciencias antiguas, así como en las ciencias orientales, sacar de unas y otras ciertos elementos utilizables, y sobre todo encontrar en ellas el ejemplo de lo que hay que hacer para dar a otras ciencias un carácter análogo, pero siempre será cuestión de adaptar y no de copiar pura y simplemente. Como ya hemos dicho, sólo los principios son rigurosamente invariables; su conocimiento es el único que no es susceptible de modificación alguna, y, por otra parte, encierra en sí todo lo que es necesario para realizar, en todos los órdenes de lo relativo, todas las adaptaciones posibles. Asimismo, la elaboración secundaria correspondiente podrá cumplirse naturalmente siempre que este conocimiento la presida; y si dicho conocimiento es poseído por una élite lo bastante poderosa como para determinar el estado general de espíritu que conviene, el resto se hará con una apariencia de espontaneidad; así como siempre parecen ser espontáneas las producciones del espíritu actual, nunca es más que una apariencia, pues la masa es siempre influida y dirigida sin que lo sepa, pero es tan posible dirigirla en un sentido normal como provocar y mantener en ella una desviación mental. La tarea de orden puramente intelectual que debería cumplirse en primer lugar es en verdad la primera desde todo punto de vista y es a la vez la más necesaria y la más importante, puesto que todo depende y deriva de ella; pero cuando empleamos la expresión "conocimiento metafísico”, son muy pocos, entre los occidentales de hoy, los que pueden sospechar, aunque sea vagamente, todo lo que ella implica. Los orientales (no hablamos más que de aquellos que verdaderamente cuentan) jamás consentirán en tomar en consideración más que a una civilización que tenga, como la suya, un carácter tradicional, pero no es cuestión de atribuir dicho carácter, de la noche a la mañana y sin preparación de ninguna especie, a una civilización que se halla totalmente desprovista de él; las ensoñaciones y las utopías no son nuestro fuerte, y conviene dejar a los entusiastas irreflexivos ese incurable "optimismo" que los vuelve incapaces de reconocer lo que puede o no lograrse en determinadas condiciones. Los orientales que, por su parte, no conceden al tiempo más que un valor muy relativo, saben bien de qué se trata y no cometerían ninguno de los errores a los que los occidentales pueden ser arrastrados por el apresuramiento enfermizo que aportan a todas sus empresas y que compromete irremediablemente su estabilidad: cuando se cree llegar al término todo se derrumba; es como si se quisiera construir un edificio sobre un terreno movedizo sin tomarse el trabajo de comenzar por establecer sólidos cimientos, so pretexto de que éstos no se ven. Ciertamente, aquellos que emprendan una obra como la que nos ocupa no deberían esperar la obtención inmediata de resultados aparentes, pero su trabajo no sería menos real y eficaz, sino que, por el contrario, al no abrigar esperanza alguna de llegar a ver el crecimiento exterior, no por ello dejarían de recoger personalmente muchas otras satisfacciones y beneficios inapreciables. No hay siquiera una medida en común entre los resultados de un trabajo puramente interior y del orden más elevado, y todo lo que puede obtenerse en el dominio de las contingencias; si los occidentales piensan de otro modo e invierten las relaciones naturales es porque no saben elevarse por encima de las cosas sensibles; siempre es fácil despreciar lo que no se conoce y, cuando no se es capaz de alcanzarlo, es el mejor medio de hallar un consuelo para la propia impotencia, medio que, por otra parte, está al alcance de todo el mundo. Pero, se dirá tal vez, si esto es así, y si ese trabajo interior por el cual debe comenzarse es en definitiva lo único

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verdaderamente esencial, ¿por qué preocuparse por otra cosa? Y es que si, indudablemente, las contingencias son secundarias, existen pese a todo; por el hecho de estar en el mundo manifestado no podemos desinteresamos enteramente de él y, por otra parte, puesto que todo debe derivar de los principios, el resto se puede obtener en alguna medida "por añadidura", y se cometería un grave error si se impidiera la consideración de esta posibilidad. Hay además otra razón, más propia de las condiciones actuales del espíritu occidental: dado que este espíritu es lo que es, habría pocas oportunidades de interesar inclusive a la posible élite (nos referimos a los que poseen las aptitudes intelectuales requeridas pero no desarrolladas) en una realización que debería permanecer en un plano puramente interior, o que al menos no se presentaría más que en este único aspecto; se puede interesarla mucho más mostrándole que esta realización debe producir asimismo, y aunque no sea más que de lejos, resultados en el plano exterior, cosa que, por lo demás, es la verdad estricta. Si el objetivo es siempre el mismo, hay muchas vías diferentes para alcanzarlo, o en todo caso para acercársele, pues, desde el momento en que se llega al dominio trascendente de la metafísica, toda diversidad se borra; entre todas las vías hay que elegir la que mejor convenga a los espíritus a los que se dirige. Al principio sobre todo, cualquier cosa, o casi, puede servir de "soporte" y de ocasión; allí donde ninguna enseñanza tradicional se encuentra organizada, si excepcionalmente llegara a producirse un desarrollo intelectual, sería muy difícil a veces decir cómo ha sido determinado, y las cosas más diferentes y más inesperadas han podido en rigor servirle de punto de partida según las naturalezas individuales y según las circunstancias exteriores. En todo caso, no porque alguien se consagre esencialmente a la pura intelectualidad está obligado a perder de vista la influencia que ésta puede y debe ejercer en todos los dominios, por indirecto que sea el modo, y aun cuando dicha influencia no tuviera necesidad de ser expresamente deseada. Hemos de agregar, aunque esto sea sin duda un poco más difícil de comprender, que ninguna tradición ha prohibido jamás a quienes ha conducido a ciertas cimas, que se dirigieran inmediatamente después hacía los dominios inferiores, sin perder por ello nada de lo que han adquirido y que no puede serles quitado, las "influencias espirituales" que han concentrado en sí mismos y que, al repartirse gradualmente en estos diversos dominios según sus relaciones jerárquicas, difundirán en ellos una especie de reflejo y una participación de la inteligencia suprema2. Entre el conocimiento de los principios y la reconstitución de las ciencias tradicionales, hay otra tarea, u otro aspecto de la misma tarea, que podría tener lugar y cuya acción se haría sentir de una manera más directa en el orden social; es, por otra parte, la única cuyos medios Occidente todavía podría encontrar en sí mismo en una medida bastante amplia; pero esto exige algunas explicaciones. En la Edad Media, la civilización occidental tenía un carácter incontestablemente tradicional; si lo tenía de un modo tan completo como las civilizaciones orientales es más difícil de decidir, sobre todo aportando pruebas formales en uno u otro sentido. Si nos atenemos a lo que generalmente se conoce, la tradición occidental, tal como existía en esa época, era una tradición de forma religiosa, pero eso no quiere decir que no haya tenido otros elementos ni que, en cierta élite, la intelectualidad pura y superior a todas las formas debiera estar necesariamente ausente. Ya hemos dicho que no hay ninguna incompatibilidad y hemos citado al respecto el ejemplo del Islam; si lo recordamos, aquí, es porque la civilización islámica es precisamente del tipo que más se aproxima, en muchos aspectos, al de la civilización europea de la Edad Media; existe ahí una analogía que sería bueno tener en cuenta. Por otra parte, no hay que olvidar que las verdades religiosas o teológicas, al no ser, como tales, consideradas desde un punto de vista puramente intelectual, y al no tener la universalidad que sólo pertenece en exclusividad a la metafísica, no son todavía principios más que en un sentido relativo; si los principios propiamente dichos, de los cuales constituyen una aplicación, no hubieran sido conocidos de manera plenamente consciente por algunos al menos, por poco numerosos que fuesen, nos parece difícil admitir que la tradición, exteriormente religiosa, haya podido tener toda la influencia que ha ejercido efectivamente durante un período tan largo y producir, en diversos dominios que no parecen concernirle directamente, todos los resultados que la historia ha registrado y que sus modernos falsificadores no pueden llegar a disimular enteramente. Se hace necesario decir además, que en la doctrina escolástica hay al menos una parte de metafísica verdadera, aunque tal vez insuficientemente desprendida de las contingencias filosóficas y demasiado poco claramente desprendida de la teología; ciertamente esto no es la metafísica total pero en definitiva es metafísica, mientras que no se halla traza de ella entre los 2

Esta frase contiene una alusión precisa al simbolismo tibetano de Avalokitêshwara.

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modernos3; y decir que hay allí metafísica implica decir que esta doctrina, por todo lo que abarca, debe encontrarse necesariamente de acuerdo con toda otra doctrina metafísica. Las doctrinas orientales llegan mucho más lejos y de múltiples maneras; pero es posible que hayan existido, en la Edad Media occidental, complementos a lo que se enseñaba exteriormente, y que dichos complementos, destinados al uso exclusivo de medios muy cerrados, jamás hayan sido formulados en ningún texto escrito, de modo que, en este aspecto, no se pueden encontrar más qué alusiones simbólicas suficientemente claras para quien sabe de qué se trata, pero perfectamente ininteligibles para cualquier otro. Sabemos bien que hay actualmente, en muchos medios religiosos, una tendencia muy definida a negar todo esoterismo, tanto respecto del pasado como del presente; pero creemos que dicha tendencia, más allá de que pueda implicar algunas concesiones involuntariamente hechas al espíritu moderno, proviene en buena medida de que se piensa en demasía en el falso esoterismo de ciertos contemporáneos, que no tiene absolutamente nada en común con el verdadero esoterismo que consideramos y del cual todavía se pueden descubrir muchos indicios cuando no se está afectado por ninguna idea preconcebida. Sea como fuere hay un hecho incontestable: que la Europa de la Edad Media tuvo, en diversas oportunidades aunque no de manera continua, relaciones con los orientales, y que dichas relaciones desempeñaron una acción considerable en el dominio de las ideas; se sabe, pero quizás de modo incompleto aún, lo que les debe a los Árabes como intermediarios naturales entre Occidente y las regiones más lejanas de Oriente; y hubo también relaciones directas con el Asia central y hasta con la China. Sería importante estudiar con mayor detalle la época de Carlomagno, así como la de las Cruzadas, en la cual, si bien hubo luchas en el plano exterior, hubo igualmente encuentros en un plano más interior, si se nos permite la expresión; y debemos hacer notar que las luchas, suscitadas por la forma igualmente religiosa de las dos tradiciones en contacto, no tienen ninguna razón de ser y no pueden producirse allí donde exista una tradición que no revista dicha forma. tal como ocurre con las civilizaciones más orientales; en este último caso no puede haber ni antagonismo ni siquiera una simple competencia. Más adelante tendremos ocasión de volver sobre este punto; lo que queremos hacer resaltar por el momento, es que la civilización occidental de la Edad Media, con sus conocimientos verdaderamente especulativos (aún manteniendo en reserva la cuestión de saber hasta dónde se extendían), y con su constitución social jerarquizada, era lo suficientemente comparable a las civilizaciones orientales como para permitir ciertos intercambios intelectuales (con la misma, reserva), que el carácter de la civilización moderna, por el contrario, hace actualmente imposibles. Si algunos, incluso admitiendo que se impone una regeneración de Occidente, se sienten tentados a preferir una solución que permita no recurrir más que a medios puramente occidentales (y, en el fondo, sólo cierto sentimentalismo podría inclinarlos a ello), harán sin duda esta objeción: ¿por qué entonces no volver pura y simplemente, aportando todas las modificaciones necesarias en el plano social, a la tradición religiosa de la Edad Media? En otros términos, ¿por qué no habríamos de contentarnos, sin buscar más allá, con devolver al Catolicismo la preeminencia que tenia en aquella época y con reconstituir en forma apropiada la antigua "Cristiandad" cuya unidad fue rota por la Reforma y por los acontecimientos que la siguieron? Ciertamente, si ello fuera inmediatamente realizable ya sería algo positivo, y hasta mucho, para remediar el espantoso desorden del mundo moderno; pero, desgraciadamente, no es tan fácil como puede parecerle a ciertos teóricos; lejos de ello, no tardarían en levantarse obstáculos de toda clase ante quienes quieran ejercer en este sentido una acción efectiva. No es necesario que enumeremos todas estas dificultades, pero haremos destacar que la mentalidad actual en su conjunto no parece que deba prestarse a una transformación de este género; se haría necesario entonces todo un trabajo preparatorio que, aun admitiendo que los que quieran emprenderlo tengan verdaderamente los medios a su disposición, no sería quizás menos largo ni menos penoso que el que consideramos por nuestra parte, y sus resultados no serían jamás tan profundos. Además, nada prueba que no haya habido, en la civilización tradicional de la Edad Media, algo más que el costado exterior y propiamente religioso; ha habido ciertamente otra cosa, aunque más no sea la escolástica, y acabamos de decir por qué razón pensamos que ha debido haber más todavía, pues ésta, a pesar de su interés 3

Sólo Leibnitz trató de retomar ciertos elementos tomados en préstamo a la escolástica, pero los ha mezclado con consideraciones de orden muy diferente que le quitan casi todo su alcance y que prueban que no los ha comprendido más que de un modo muy imperfecto.

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incontestable, no deja de ser siempre propia del plano exterior. Finalmente, si nos encerramos así en una forma especial, el encuentro con las otras civilizaciones no podría realizarse más que en una medida bastante limitada; en lugar de hacerse ante todo sobre lo que es más fundamental, y de este modo, entre las cuestiones que se relacionan con esto, hay muchas que no serían resueltas, sin contar que los excesos del proselitismo occidental serían siempre temibles y correrían perpetuamente el riesgo de comprometer todo, dado que dicho proselitismo no puede ser definitivamente detenido más que a través de la plena aprehensión de los principios y en virtud del acuerdo esencial que, aún sin necesidad de ser expresamente formulado, resultaría inmediatamente de ella. Sin embargo, de más está decir que, si el trabajo que debe cumplirse en los dominios metafísico y religioso pudiera efectuarse paralelamente y al mismo tiempo, no veríamos en ello más que ventajas, aunque estamos persuadidos de que, incluso si ambos fueran conducidos de forma independiente, los resultados, finalmente, no podrían ser sino concordantes. De todas maneras, si las posibilidades que consideramos deben realizarse, la renovación propiamente religiosa se impondrá tarde o temprano como medio especialmente apropiado para Occidente; podrá constituir una parte de la obra reservada a la élite intelectual, cuando ésta haya sido constituida, o bien, si se ha logrado previamente, la élite encontrará en ella un apoyo conveniente para su acción propia. La forma religiosa contiene todo lo que le hace falta a la masa occidental, que verdaderamente no puede hallar en otro lugar las satisfacciones que exige su temperamento; dicha masa jamás tendrá necesidad de otra cosa, y es a través de esta forma como deberá recibir la influencia de los principios superiores, influencia que no por ser indirecta dejará de ser una participación real 4. Puede haber asimismo, en una tradición completa, dos aspectos suplementarios y superpuestos que de ningún modo podrían contradecirse o entrar en conflicto, puesto que se refieren a dominios esencialmente distintos; el aspecto intelectual puro, por otra parte, no concierne directamente más que a la élite, que debe ser forzosamente consciente de la comunicación que se establece entre los dos dominios para asegurar la unidad total de la doctrina tradicional. En definitiva, por nada del mundo está en nuestro deseo el ser exclusivistas, y consideramos que ningún trabajo es inútil, siempre que esté dirigido en el sentido deseado; los esfuerzos que no descansan sino sobre los dominios más secundarios pueden brindar algún elemento que no sea enteramente desdeñable y cuyas consecuencias, sin ser de aplicación inmediata, podrán revelarse más adelante y, al coordinarse con el resto, concurrir por su parte, por débil que ésta sea, a la constitución del conjunto que tenemos en cuenta para un porvenir sin duda muy lejano. Por ello, el estudio de las ciencias tradicionales, cualquiera sea su proveniencia, si es que hay quienes quieren emprenderlo desde ahora (no en su totalidad, cosa que es actualmente imposible, pero sí en ciertos elementos al menos), nos parece una cosa digna de aprobación, pero con la doble condición de que dicho estudio se haga con datos suficientes para no incurrir en errores, lo cual ya supone mucho más de lo que podría creerse, y de que nunca haga perder de vista lo esencial. Estas dos condiciones, por otra parte, guardan entre sí una estrecha relación: aquél que posee una intelectualidad lo bastante desarrollada como para entregarse con seguridad a un estudio semejante, no corre ya el riesgo de sentirse tentado a sacrificar lo superior a lo inferior; en cualquier dominio en que deba ejercer su actividad, verá que no tiene otra cosa que hacer más que un trabajo auxiliar del que se cumplimenta en el ámbito de los principios. En las mismas condiciones, si en algún momento ocurre que la "filosofía científica" llegue accidentalmente a un punto de encuentro con las antiguas ciencias tradicionales en virtud de algunas de sus conclusiones, puede haber algún interés en hacerlo resaltar, pero evitando cuidadosamente que parezca que estas últimas se hacen solidarias de cualquier teoría científica o filosófica particular, pues todas las teorías de este género cambian y pasan, mientras que todo lo que reposa sobre una base tradicional recibe de ella un valor permanente e independiente de los resultados de toda búsqueda ulterior. Finalmente, en cuanto se refiere a encuentros o analogías, jamás hay que llegar a asimilaciones imposibles, dado que se trata de modos de pensar esencialmente diferentes; y nunca será excesivo el cuidado en no decir nada que pueda interpretarse en este sentido, pues la mayoría de nuestros contemporáneos, por la limitación misma de su horizonte mental, se inclinan en demasía en favor de estas asimilaciones injustificadas. Una vez hechas estas reservas, podemos decir que todo lo que se hace con un espíritu verdaderamente tradicional tiene su razón de ser, y hasta una razón profunda; pero hay sin embargo cierto orden que conviene observar, al menos de 4

Convendría hacer aquí un parangón con la institución de las castas y el modo en que la participación en la tradición se vio asegurada en ella.

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una manera general, en conformidad con la jerarquía necesaria de los diferentes dominios. Por otra parte, para poseer plenamente el espíritu tradicional (y no solamente "tradicionalista", que no implica más que una tendencia o una aspiración), es necesario haber penetrado ya en el dominio de los principios, del modo suficiente al menos como para haber recibido la dirección interior de la que ya no es posible apartarse jamás.

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Capítulo Tercero: CONSTITUCIÓN Y FUNCIÓN DE LA ÉLITE En las páginas precedentes ya hemos hablado en diversas oportunidades de lo que denominamos élite intelectual; probablemente se podrá comprender con facilidad que lo que entendemos por tal no tiene nada en común con lo que, en el Occidente actual, se designa en ocasiones con el mismo nombre. Los sabios y filósofos más eminentes en sus especialidades pueden no estar cualificados de ninguna manera para formar parte de dicha élite; inclusive hay una multitud de probabilidades de que no lo estén, a causa de los hábitos mentales que han adquirido, de los múltiples prejuicios que les resultan inseparables, y sobre todo de esa "miopía intelectual" que constituye su consecuencia más común; siempre puede haber excepciones honorables, por supuesto, pero no hay que contar demasiado con ellas. Por lo general existen más recursos con un ignorante que con quien se ha especializado en un orden de estudios esencialmente limitado y ha sufrido la deformación inherente a cierta educación; el ignorante puede tener en sí posibilidades de comprehensión con respecto a las cuales sólo ha carecido de una ocasión de desarrollarlas, y este caso puede tornarse cada vez más frecuente a medida que la manera en que se distribuye la enseñanza occidental se hace más defectuosa. Las aptitudes que consideramos cuando hablamos de la élite, por pertenecer al orden de la intelectualidad pura, no pueden ser determinadas por ningún criterio exterior, y hay en esto cuestiones que no tienen nada que ver con la instrucción "profana"; en ciertos países de Oriente hay personas que, sin saber leer ni escribir, no dejan por ello de acceder a un grado muy elevado en la élite intelectual. Por otra parte, no hay que exagerar ni en uno ni en otro sentido: el hecho de que dos cosas sean independientes no significa que sean incompatibles y si, en las condiciones del mundo occidental principalmente, la instrucción profana o exterior puede proveer algunos medios de acción suplementarios, sería verdaderamente un error desdeñarla más allá de lo debido. Lo que ocurre es que hay ciertos estudios que no se pueden hacer impunemente más que cuando, tras haber adquirido la invariable dirección interior a la que hemos aludido, se está definitivamente inmunizado contra toda deformación mental; cuando se ha llegado a este punto ya no hay ningún peligro que temer, pues siempre se sabe hacia dónde se va: se puede abordar cualquier dominio sin correr el riesgo de extraviarse en él ni de detenerse más de lo conveniente, dado que se conoce de antemano su importancia exacta; ya no se puede ser seducido por el error en cualquier forma en que se presente, ni confundirlo con la verdad, ni mezclar lo contingente con lo absoluto; si quisiéramos emplear aquí un lenguaje simbólico, podríamos decir que se posee a la vez una brújula infalible y una coraza impenetrable. Pero antes de llegar a esto se requieren a menudo largos esfuerzos (no decimos siempre, dado que el tiempo no es en este aspecto un factor esencial), y es entonces cuando se hacen necesarias las mayores precauciones para evitar toda confusión, en las condiciones actuales al menos, pues es evidente que no podrían existir los mismos peligros en una civilización tradicional, donde aquellos que están verdaderamente dotados intelectualmente encuentran por su parte todas las facilidades para desarrollar sus aptitudes; en Occidente, por el contrario, no pueden encontrar en este momento más que obstáculos, a menudo insalvables, y no es sino gracias a circunstancias bastante excepcionales como se puede salir de los marcos impuestos tanto por las convenciones mentales como por las sociales. En nuestra época, la élite intelectual, tal como nosotros la entendemos, es por tanto verdaderamente inexistente en Occidente; los casos de excepción son demasiado raros y aislados como para que se los considere como constitutivos de algo que pueda llevar el nombre de tal e inclusive son en realidad, en su mayor parte, totalmente extraños al mundo occidental, pues se trata de individualidades que, por deberle todo a Oriente en el aspecto intelectual, se encuentran, en este sentido, poco más o menos en la misma situación que los orientales que viven en Europa y que demasiado bien saben qué clase de abismo los separa mentalmente de los hombres que los rodean. En semejantes condiciones, tales individualidades sienten con seguridad la tentación de encerrarse en sí mismas, antes que correr el riesgo, al tratar de expresar ciertas ideas, de chocar con la indiferencia general o hasta de provocar reacciones hostiles; sin embargo, si se experimenta la convicción de la necesidad de ciertos cambios, es necesario comenzar por hacer algo en este sentido, y dar al menos, a quienes son capaces de ello (pues debe haberlos a pesar de todo), la ocasión de desarrollar sus facultades latentes. La primera dificultad consiste en encontrar a quienes estén calificados de este modo y que tal vez no abriguen sospecha alguna acerca de sus propias posibilidades; la segunda dificultad sería operar de inmediato una selección y descartar a los que podrían creerse cualificados sin estarlo efectivamente, pero forzoso es decir que, muy probablemente,

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dicha selección se llevaría a cabo casi por sí sola. Todas estas cuestiones no tienen por qué plantearse allí donde exista una enseñanza tradicional organizada que cada uno puede recibir según la medida de su propia capacidad y hasta el grado preciso que es susceptible de obtener; hay, en efecto, ciertos medios de determinar exactamente la zona dentro de la cual pueden extenderse las posibilidades intelectuales de una individualidad dada; pero éste es un tema fundamentalmente de orden "práctico", si se puede emplear dicha palabra en este caso, o “técnico", si se prefiere, y no habría ningún interés en tratarlo en el estado actual del mundo occidental, Por lo demás, en este momento no nos interesa otra cosa que hacer presentir, a distancia, algunas de las dificultades que habría que superar para llegar a un comienzo de organización, a una constitución aunque más no sea embrionaria de la élite; sería demasiado prematuro tratar de definir desde ahora los medios de dicha constitución, medios que, si se produce la oportunidad de considerarlos algún día, dependerán forzosamente de las circunstancias en gran medida, como todo lo que constituye en rigor una cuestión de adaptación. Lo único realizable hasta nueva orden, es dar en alguna medida conciencia de sí mismos a los elementos posibles de la futura élite, y eso no se puede hacer más que exponiendo ciertas concepciones que, cuando hayan llegado a quienes sean capaces de comprender, les mostrarán la existencia de lo que ignoraban y al mismo tiempo les harán entrever la posibilidad de ir más lejos. Todo lo que se relaciona con el orden metafísico es, en sí, susceptible de abrir, a quien lo concibe verdaderamente, horizontes ilimitados; esto no es una hipérbole ni una forma de decir, sino que debe ser entendido de un modo absolutamente literal, como una consecuencia inmediata de la universalidad misma de los principios. Aquellos a quienes se les habla simplemente de estudios metafísicos, y de las cosas que se mantienen exclusivamente en el dominio de la pura intelectualidad, no pueden temer nada, desde un primer momento, en cuanto a todo Io que esto implique; no nos equivoquemos: se trata de las cosas más formidables que existen y en comparación con las cuales todo el resto no es mas que un juego de niños. Por lo demás, por tal motivo, aquellos que quieren abordar este dominio sin poseer las cualificaciones requeridas para llegar al menos a los primeros grados de la comprehensión verdadera, se retiran espontáneamente desde el momento en que se ven obligados a emprender un trabajo serio y efectivo; los verdaderos misterios se defienden por sí solos contra toda curiosidad profana, su naturaleza misma los protege contra todo embate de la necedad humana, así como contra algunas potencias de ilusión que se pueden calificar de "diabólicas" (dejamos a cada uno en libertad de asignar a esta palabra todos los sentidos que le plazcan, propios o figurados). Asimismo, sería perfectamente pueril recurrir aquí a interdicciones que, en semejante orden de cosas, no tendrían ninguna razón de ser; tales interdicciones quizás sean legítimas en otros casos que no tenemos la intención de discutir, pero no pueden concernirle a la pura intelectualidad; y, con respecto a los puntos que, por sobrepasar la simple teoría, exigen cierta reserva, no hay necesidad de hacer asumir, a quienes saben a qué atenerse, ningún compromiso para obligarlos a guardar siempre la prudencia y la discreción necesarias; todo ello está mucho más allá del alcance de las fórmulas exteriores, cualesquiera sean, y no tiene ninguna relación con los "secretos" más o menos extravagantes que invocan fundamentalmente aquellos que no tienen nada que decir. Puesto que hemos llegado a hablar de la organización de la élite, debemos señalar, en este aspecto, un error que muy a menudo hemos tenido ocasión de comprobar: muchas personas, al oír pronunciar la palabra "organización", imaginan de inmediato que se trata de algo comparable a la formación de una agrupación o de una asociación cualquiera. Eso es absolutamente erróneo, y quienes conciben tales ideas prueban que no comprenden ni el sentido ni el alcance de la cuestión; lo que acabamos de decir en último lugar ya debe hacer advertir las razones de ello. Así como la metafísica verdadera no puede encerrarse en las fórmulas de un sistema o de una teoría particular, la élite intelectual no podría acomodarse a las formas de una "sociedad" constituida con estatutos, reglamentos, reuniones y demás manifestaciones exteriores que la palabra implica necesariamente; se trata de algo totalmente diferente de semejantes contingencias. Y que no se diga que, para comenzar, para formar de algún modo un primer núcleo, podría ser necesario considerar una organización de este género; eso sería un punto de partida muy malo y no conduciría a otra cosa que al fracaso. En efecto, esa forma de "sociedad" no solamente es inútil en tales casos, sino que también sería extremadamente peligrosa a causa de las desviaciones que no dejarían de producirse: por rigurosa que sea la selección, sería muy difícil impedir, sobre todo al principio y en un medio tan poco preparado, que se introduzcan en él algunos elementos cuya incomprehensión bastaría para comprometer todo; y es previsible que tales agrupaciones corrieran en buena medida el sentido más estrecho de la palabra, hecho que constituiría la más enfadosa de todas las

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eventualidades y la más contraria al objetivo propuesto. Existen abundantes ejemplos de semejantes desviaciones: ¡cuántas asociaciones que hubieran podido cumplir un papel muy elevado (si no puramente intelectual, sí al menos en un nivel lindante con la intelectualidad) si hubieran seguido la línea que les había sido trazado en el origen, no han tardado mucho en degenerar hasta el punto de actuar en sentido opuesto al de la dirección primera cuyas señales sin embargo continúan llevando, señales harto visibles aún para quien sabe comprenderlas! Es así como se ha perdido totalmente, a partir del siglo XVI, lo que hubiera podido salvarse de la herencia dejada por la Edad Media; y no hablemos de todos los inconvenientes accesorios: ambiciones mezquinas, rivalidades personales y otras causas de disensiones que surgieron en las agrupaciones así constituidas, sobre todo si se toma debida nota del individualismo occidental. Todo ello muestra con bastante claridad lo que no se debe hacer; tal vez no se ve con la misma claridad lo que se debería hacer, y es natural puesto que, dado el punto en que nos encontramos, nadie podría decir con justeza cómo se constituirá la élite, admitiendo que alguna vez se constituya; un hecho de esa naturaleza probablemente pertenezca a un futuro lejano y no hay que hacerse ilusiones al respecto. Sea como fuere, diremos que, en Oriente, las organizaciones más poderosas, las que trabajan verdaderamente en el orden profundo, no son en modo alguno "sociedades" en el sentido europeo de la palabra; bajo su influencia se forman, en ocasiones, sociedades más o menos exteriores, con miras a un objetivo preciso y definido, pero dichas sociedades, siempre temporales, desaparecen desde el momento en que han cumplido la función que les fuera asignada. La sociedad exterior no es entonces más que una manifestación accidental de la organización interior preexistente, y ésta, en todo lo que tiene de esencial, es siempre absolutamente independiente de aquélla; la élite no tiene que mezclarse en luchas que, sea cual fuere su importancia, son forzosamente extrañas a su dominio propio; su función social no puede ser sino indirecta, pero eso la hace más eficaz pues, para dirigir verdaderamente lo que se mueve, es necesario no verse arrastrado al ámbito del movimiento1. Esto es, en consecuencia, exactamente lo opuesto al plan que seguirían los que quisieran formar en un principio sociedades exteriores; éstas deben ser el efecto y no la causa; no podrían tener utilidad ni verdadera razón de ser más que si la élite ya existiera con carácter previo (en conformidad con el adagio escolástico: "para actuar, es necesario ser"), y estuviera organizada con la fuerza suficiente como para impedir con seguridad toda desviación. Sólo en Oriente se pueden encontrar en la actualidad los ejemplos en los que convendría inspirarse; tenemos muchas razones para pensar que Occidente también ha tenido, en la Edad Media, algunas organizaciones del mismo tipo, pero es por lo menos dudoso que hayan subsistido huellas suficientes como para llegar a hacernos una idea exacta de ellas, salvo por analogía con lo que existe en Oriente, analogía fundada, por otra parte, no sobre suposiciones gratuitas, sino sobre signos que no engañan cuando ya se conocen ciertas cosas; aun así, para conocerlas, hay que dirigirse allí donde es posible encontrarlas en este momento, pues no se trata de curiosidades arqueológicas sino de un conocimiento que, para ser provechoso, no puede ser sino directo. Esta idea de organizaciones que no revisten la forma de "sociedades", que no tienen ninguno de los elementos exteriores por los cuales éstas se caracterizan, y que están constituidas de un modo más efectivo porque están fundadas realmente sobre lo inmutable y no admiten en sí ninguna mezcla con elementos transitorios, esta idea, decimos, es totalmente extraña a la mentalidad moderna, y en diversas ocasiones hemos podido darnos cuenta de las dificultades que se presentan para hacerla comprender; tal vez encontremos el medio de volver a ello algún día, pues no caben explicaciones más extensas acerca de este tema en el marco del presente estudio, en el que no hacemos más que una alusión incidental para salir al paso de un malentendido. Sin embargo, no pretendemos cerrar la puerta a ninguna posibilidad en este terreno más que en otro, ni desalentar ninguna iniciativa, en la medida que pueda producir resultados valiosos y que no termine en un simple despilfarro de fuerzas; sólo queremos alertar contra algunas opiniones falsas y contra conclusiones demasiado apresuradas. Es evidente que, si algunas personas, en lugar de trabajar aisladamente, prefieren reunirse para constituir una especie de "grupos de estudios", no vemos en ello un peligro ni siquiera un inconveniente, pero con la condición de que estén absolutamente convencidas de que no tienen ninguna necesidad de recurrir al formalismo exterior al que la mayoría de nuestros contemporáneos atribuyen tanta importancia precisamente porque las cosas exteriores son todo para ellos. Por lo demás, incluso para formar simplemente "grupos de estudios", si se quiere hacer un trabajo serio y 1

Es dable recordar aquí al "motor inmóvil" de Aristóteles; naturalmente, esto es susceptible de aplicaciones múltiples.

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llevarlo a buen término, se hacen necesarias muchas precauciones, pues todo lo que se lleva a cabo en ese ámbito pone en juego potencias insospechadas del vulgo y, si se carece de prudencia, se está expuesto a extrañas reacciones, al menos hasta que se haya alcanzado cierto nivel. Por otra parte, las cuestiones de método dependen aquí estrechamente de los principios mismos, es decir, que tienen una importancia mucho más considerable que en cualquier otro dominio, y consecuencias de una gravedad distinta de la que pueden tener sobre el terreno científico, en el cual sin embargo ya están lejos de ser desdeñables. No es éste el lugar de desarrollar todas estas consideraciones; no exageramos en nada, pero, como hemos dicho al principio, no queremos tampoco disimular las dificultades; la adaptación a tales o cuales condiciones definidas es siempre extremadamente delicada, y es menester poseer datos teóricos firmes y muy amplios antes de pensar en intentar la menor realización. La adquisición misma de estos datos no es una tarea tan fácil para algunos occidentales; en todo caso, y jamás insistiremos demasiado en ello, es la tarea por la cual se hace necesario comenzar, constituye la única preparación indispensable sin la cual nada puede hacerse y de la cual dependen esencialmente todas las realizaciones ulteriores en cualquier orden. Hay otro punto sobre el cual debemos dar una explicación: hemos dicho en otro lugar que el apoyo de los orientales no le faltaría a la élite intelectual en el cumplimiento de su tarea porque, naturalmente, estarán siempre a favor de un acercamiento que sea lo que debe ser normalmente, pero ello presupone una élite occidental ya constituida y, en cuanto a su constitución misma, es necesario que la iniciativa parta de Occidente. En las condiciones actuales, los representantes autorizados de las tradiciones orientales no pueden interesarse intelectualmente en Occidente; en todo caso, no pueden interesarse más que en las escasas individualidades que se les acercan directa o indirectamente, y que son casos demasiado excepcionales como para permitir abordar una acción generalizada. Podemos afirmar esto: jamás organización oriental alguna establecerá "ramas" en Occidente; jamás tampoco, en tanto las condiciones no hayan cambiado por entero, podrá mantener relaciones con ninguna organización occidental, sea cual fuere, pues no podría hacerlo más que con la élite constituida en conformidad con los verdaderos principios. Por tanto, hasta este punto, no se puede pedir a los orientales nada más que inspiraciones, lo que ya es mucho, y dichas inspiraciones no pueden ser transmitidas más que a través de influencias individuales que sirvan de intermediarios, y no en virtud de una acción directa de organizaciones que, salvo trastornos imprevistos, jamás comprometerán su responsabilidad en los asuntos del mundo occidental, y es comprensible que así sea, pues tales asuntos, después de todo, no les conciernen; los occidentales son los únicos que se mezclan de muy buen grado en lo que les pasa a los otros. Si nadie en Occidente da a la vez prueba de voluntad y de capacidad de comprender todo lo que es necesario para aproximarse verdaderamente a Oriente, éste se cuidará muy bien de intervenir, puesto que por otra parte sabe que sería inútil y, aunque Occidente deba precipitarse a un cataclismo, no podría hacer otra cosa que dejarlo abandonado a sí mismo; en efecto, ¿cómo actuar sobre Occidente, suponiendo que tenga intención de hacerlo, si no se encuentra en él el menor punto de apoyo? De todos modos, insistimos, son los occidentales los que tienen que dar los primeros pasos; naturalmente, no se trata de la masa occidental ni siquiera de un número considerable de individuos, cosa que sería tal vez más dañosa que útil en ciertos aspectos; para comenzar basta con algunos, con la condición de que sean capaces de comprender verdaderamente y con detenimiento de qué se trata. Hay algo más: aquellos que se han asimilado directamente a la intelectualidad oriental no pueden pretender otra cosa que cumplir el papel de intermediarios al que nos referimos en su momento; están, a partir de dicha asimilación, demasiado cerca de Oriente como para hacer más; pueden sugerir ideas, exponer concepciones, indicar lo que convendría hacer, pero no tomar por sí mismos la iniciativa de una organización que, por venir de ellos, no sería verdaderamente occidental. Si hubiera todavía en Occidente algunas individualidades, aunque sean aisladas, que hayan conservado intacto el depósito de la tradición puramente intelectual que ha debido existir en la Edad Media, todo sería mucho más simple, pero es a estas individualidades a quienes les corresponde afirmar su existencia y producir sus títulos y, en tanto no lo hayan hecho, no nos corresponde a nosotros resolver la cuestión. Dada la ausencia de esta eventualidad, bastante improbable desgraciadamente, es sólo lo que podríamos llamar una asimilación en segundo grado de las doctrinas orientales lo que podría suscitar los primeros elementos de la élite futura; queremos decir que la iniciativa debería provenir de individualidades que se hayan desarrollado a través de la comprehensión de dichas doctrinas, pero sin tener relaciones demasiado directas con Oriente, y que guarden, por el contrario, el contacto con todo lo que todavía puede subsistir de valioso en la civilización occidental, y especialmente con los

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vestigios del espíritu tradicional que se hayan podido mantener en ella a despecho de la mentalidad moderna, principalmente bajo la forma religiosa. Esto no quiere decir que el contacto deba ser necesariamente roto con aquellos cuya intelectualidad se haya vuelto absolutamente oriental, y mucho menos en la medida que, en definitiva, son esencialmente representantes del espíritu tradicional; pero su situación es demasiado particular como para que no estén obligados a una reserva mayor, sobre todo en tanto no se apele expresamente a su colaboración; deben mantenerse en una actitud de expectativa, como los orientales de nacimiento, y todo lo que pueden hacer en mayor grado que estos últimos, es presentar las doctrinas en una forma más apropiada para Occidente, y hacer resaltar las posibilidades de acercamiento que se aproximan a su comprehensión; insistimos una vez más, deben contentarse con ser los intermediarios cuya presencia pruebe que toda esperanza de armonía no se ha perdido irremediablemente. Estas reflexiones no deben tomarse por lo que no son, ni se deben extraer de ellas consecuencias que puedan ser extrañas a nuestro pensamiento; si muchos puntos siguen siendo imprecisos, es porque no podemos hacer otra cosa, y porque sólo las circunstancias permitirán que posteriormente se los vaya elucidando poco a poco. Las contingencias intervienen forzosamente en todo lo que no es pura y estrictamente doctrinal, y de ellas se pueden extraer los medios secundarios de toda realización que supone una adaptación previa; decimos los medios secundarios, pues lo único esencial, no debemos olvidarlo, reside en el orden del conocimiento puro (en tanto conocimiento simplemente teórico, preparación del conocimiento plenamente efectivo, pues éste no es un medio sino un fin en sí mismo, en relación con el cual toda aplicación no tiene otro carácter que el de un "accidente" que no podría ni afectarlo ni determinarlo). Si tenemos, en cuestiones como éstas, la preocupación de no decir demasiado ni demasiado poco es porque, por un lado, queremos hacernos comprender tan claramente como sea posible, y porque, por el otro, siempre debemos mantener en reserva las posibilidades, actualmente imprevistas, que las circunstancias pueden hacer aparecer ulteriormente; los elementos susceptibles de entrar en juego son de una complejidad prodigiosa y, en un medio tan inestable como el mundo occidental, no se podría extender en demasía la parte correspondiente a este imprevisto, que no decimos que sea absolutamente imprevisible, pero acerca del cual no creemos tener derecho de hacer anticipación alguna. Por ello, las precisiones que se pueden dar son fundamentalmente negativas, en el sentido de que responden a ciertas objeciones, sea que hayan sido efectivamente formuladas, sea que sólo se hayan considerado como posibles o que descarten errores, malentendidos y diversas formas de incomprehensión a medida que se tiene ocasión de comprobarlas; empero, al proceder así por eliminación, se llega a una posición más clara de la cuestión, cosa que, en definitiva, constituye ya un resultado apreciable y, sean cuales fueren las apariencias; verdaderamente positivo. Bien sabemos que la impaciencia occidental se acomoda difícilmente a semejantes métodos, y que antes estaría dispuesta a sacrificar la seguridad en aras de la prontitud; pero no tenemos que tomar en cuenta estas exigencias, que no permiten que se edifique nada estable y que son absolutamente contrarias al objetivo que nos proponemos. Aquellos que no son siquiera capaces de refrenar su impaciencia lo serían en una medida mucho menor aún en lo que se refiere a llevar a buen término el menor trabajo de orden metafísico; que traten simplemente, a título de ejercicio preliminar que en nada los compromete, de concentrar su atención sobre una idea única, una cualquiera, por otra parte, durante medio minuto (no parece que sea exigir demasiado), y verán si nos equivocamos al poner en duda sus aptitudes2. No agregaremos entonces nada más acerca de los medios por los cuales podrá llegar a constituirse una élite intelectual en Occidente; inclusive admitiendo las circunstancias más 2

Registramos aquí la confesión harto explícita de Max Müller: "La concentración del pensamiento, llamada por los hindúes êkâgratâ (o êkâgria), es algo que nos resulta casi desconocido. Nuestros espíritus son como caleidoscopios de pensamientos en movimiento constante; y cerrar nuestros ojos mentales a cualquier otra cosa y fijarnos sólo sobre un pensamiento se ha convertido para la mayoría de nosotros en algo poco menos que imposible, como tomar una nota musical sin sus armónicos. Con la vida que llevamos hoy en día... se ha vuelto imposible, o casi imposible, llegar alguna vez a esa intensidad de pensamiento que los hindúes llamaban êkâgratâ, y cuya obtención era para ellos la condición indispensable de toda especulación filosófica y religiosa". (Preface to the Sacred Books of the East, pp. XXIll-XXlV). No se podría caracterizar de mejor modo la dispersión del espíritu occidental, y sólo tenemos dos rectificaciones que hacer a este texto: lo que concierne a los Hindúes debe ser puesto tanto en presente como en pasado, pues esta modalidad es permanente para ellos, y no se trata de una cuestión de "especulación filosófica y religiosa" sino exclusivamente de una "especulación metafísica”.

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favorables, dicha constitución está lejos de manifestarse como una posibilidad inmediata, lo cual no quiere decir que no haya que pensar en prepararla desde ahora. En cuanto a la función que se le asignará a esta élite, se desprende bastante claramente de todo lo que se ha dicho hasta aquí: es esencialmente el retorno de Occidente a una civilización tradicional en sus principios y en todo el conjunto de sus instituciones. Dicho retorno deberá efectuarse en orden, yendo de los principios a las consecuencias y descendiendo por grados hasta las aplicaciones más contingentes; y no podrá hacerse de otro modo que utilizando a la vez los datos orientales y los elementos tradicionales que queden en el Occidente mismo, de tal modo que los unos completen a los otros y se superpongan a ellos sin modificarlos en sí mismos, dándoles en cambio, con el sentido más profundo posible, toda la plenitud de su propia razón de ser. Es necesario, ya lo hemos dicho, atenerse en principio al punto de vista puramente intelectual y, por repercusión natural, las consecuencias habrán de extenderse de un modo inmediato y más o menos rápido a los dominios restantes, comprendido en ellos el de las aplicaciones sociales; si, por otra parte, ya se ha realizado algún trabajo valioso en estos dominios, evidentemente no habría que felicitarse por ello, pues no es éste el ámbito del que conviene ocuparse en primer lugar, pues sería dar a lo accesorio preeminencia sobre lo esencial. En tanto no se haya llegado al momento deseado, las consideraciones que se relacionan con los puntos de vista secundarios no deberán intervenir más que a título de ejemplos o, más bien, de "ilustraciones", pues éstas pueden, en efecto, si se las presenta en forma adecuada, tener la ventaja de facilitar la captación de las verdades más esenciales al proveer una especie de punto de apoyo, y de despertar asimismo la atención de personas que, a partir de una apreciación errónea de sus propias facultades, pueden creerse incapaces de acceder a la pura intelectualidad sin saber siquiera lo que es; recuérdese lo que hemos dicho antes sobre los medios inesperados que pueden determinar ocasionalmente un desarrollo intelectual en sus inicios. Es necesario resaltar de manera absoluta la distinción de lo esencial y lo accidental; empero, una vez establecida dicha distinción, no queremos asignar ninguna delimitación restrictiva al papel de la élite, en la cual cada uno podrá siempre encontrar el medio de emplear sus facultades especiales como por añadidura y sin que ello vaya en modo alguno en detrimento de lo esencial. En definitiva, la élite trabajará en principio para sí misma puesto que, naturalmente, sus miembros habrán de recoger de su propio desarrollo un beneficio inmediato e indispensable, beneficio éste que constituye, por otro lado, una adquisición permanente e inalienable; sin embargo, y precisamente por eso mismo, aunque de un modo menos inmediato, trabajará también necesariamente para Occidente en general, pues es imposible que una elaboración como la que nos ocupa se efectúe en un medio cualquiera sin producir en él, tarde o temprano, modificaciones considerables. Además, las corrientes mentales están sometidas a leyes perfectamente definidas, y el conocimiento de dichas leyes permite una acción de una eficacia muy diferente de la que es propia del uso de medios totalmente empíricos; pero aquí, para arribar a la aplicación y realizarla en toda su amplitud, debe existir la posibilidad de apoyarse sobre una organización fuertemente constituida, lo que no quiere decir que no puedan obtenerse resultados parciales y ya apreciables antes de que se haya llegado a este punto. Por defectuosos e incompletos que sean los medios de los que se disponga, hay que comenzar, sin embargo, por ponerlos en acción tal como son, sin lo cual jamás se logrará adquirir otros de mayor perfección, y hemos de agregar que la menor cosa cumplida en conformidad armónica con el orden de los principios lleva virtualmente en sí posibilidades cuya expansión es capaz de determinar las más prodigiosas consecuencias, y ello en todos los dominios, a medida que sus repercusiones se extiendan según su repartición jerárquica y por vía de progresión indefinida3. Naturalmente, al hablar de la función de la élite, suponemos que nada vendrá a interrumpir bruscamente su actuar, es decir, que nos colocamos en la hipótesis más favorable; podría ocurrir también, pues hay discontinuidades en los acontecimientos históricos, que la civilización occidental llegara a zozobrar en algún cataclismo antes de que dicho accionar se cumpliera. Si se llegara a producir semejante cosa antes siquiera de que la élite se haya constituido plenamente, los resultados del trabajo anterior se limitarían evidentemente a los beneficios 3

Hacemos alusión a una teoría metafísica extremadamente importante a la cual damos el nombre de "teoría del gesto" y que quizás expondremos algún día en un estudio particular. La palabra "progresión” está tomada aquí en una acepción que constituye una transposición analógica de su sentido matemático, transposición que la vuelve aplicable a lo universal, y no sólo al dominio de la cantidad. Ver también, en este sentido, lo que hemos dicho en otro lugar del apûrva y de las "acciones y reacciones concordantes": Introduction Générale a l’étude des Doctrines Hindoues, 3ª parte, c. XIII.

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intelectuales que hubieran recogido los que han tomado parte en él; pero estos beneficios son, por sí mismos, algo inapreciable y así, aunque no debiera darse ninguna otra cosa, igualmente valdría la pena emprender ese trabajo; sus frutos permanecerían entonces reservados a algunos, pero ellos, por su propia cuenta, habrían obtenido lo esencial. Si la élite, pese a estar ya constituida, no tuviese el tiempo de ejercer una acción suficientemente generalizada como para modificar profundamente la mentalidad occidental en su conjunto, aún así habría algo más: dicha élite sería verdaderamente, durante el período de agitación y trastorno, el "arca" simbólica que flota sobre las aguas del diluvio y, por consiguiente, podría servir de punto de apoyo a una acción por la cual Occidente, aunque probablemente pierda su existencia autónoma, recibiría sin embargo, de las civilizaciones subsistentes, los principios de un nuevo desarrollo, regular y normal esta vez. Pero en este segundo caso habría también, al menos transitoriamente, algunas enfadosas eventualidades que deben ser consideradas: las revoluciones étnicas a las que ya hemos aludido serían seguramente muy graves; además, sería preferible que Occidente, en lugar de ser pura y simplemente absorbido, pudiera transformarse como para adquirir una civilización comparable a las de Oriente, pero adaptada a sus condiciones propias y dispensándolo, en cuanto a su masa, de asimilarse, más o menos penosamente a formas tradicionales que no han sido hechas para él. Semejante transformación, que se operaría sin choques y espontáneamente para restituir a Occidente una civilización tradicional apropiada, es lo que acabamos de llamar hipótesis más favorable; tal sería la obra de la élite, con el apoyo de los depositarios de las tradiciones orientales, sin duda, pero con una iniciativa occidental como punto de partida; y se debe comprender entonces que esta última condición, aunque no fuera tan rigurosamente indispensable como efectivamente lo es, no dejaría por ello de aportar una ventaja considerable, pues ello permitiría a Occidente conservar su autonomía y hasta guardar, para su desarrollo futuro, los elementos valiosos que pueda haber adquirido a pesar de todo en su civilización actual. Finalmente, si tal hipótesis tuviera tiempo de realizarse, evitaría la catástrofe que considerábamos en primer lugar, puesto que la civilización occidental, al volver a la normalidad, tendría su lugar legítimo entre las otras y no seria ya, como lo es hoy, una amenaza para el resto de la humanidad y un factor de desequilibrio y opresión en el mundo. En todo caso, hay que actuar como si la finalidad que aquí indicamos debiera ser alcanzada, dado que, aunque las circunstancias no permitan que lo sea, nada de lo que se haya cumplido en ese sentido se habrá perdido; y la consideración de dicha finalidad puede proporcionar, a quienes son capaces de formar parte de la élite, un motivo para aplicar sus esfuerzos a la comprehensión de la pura intelectualidad, motivo que no deberá ser desdeñado en tanto no hayan tomado entera conciencia de algo menos contingente, en el sentido de lo que la intelectualidad vale en sí, independientemente de los resultados que puede producir por añadidura en los órdenes más o menos exteriores. La consideración de estos resultados, por secundarios que sean, puede constituir al menos una "ayuda", y no puede ser un obstáculo si se tiene el cuidado de situarla exactamente en su lugar y de observar en todo las jerarquías necesarias, de modo que no se pierda nunca de vista lo esencial ni se sacrifique a lo accidental; ya nos hemos explicado de modo suficiente como para justificar, frente a los que comprenden estas cosas, el punto de vista que adoptamos en este momento y que, si no corresponde a la totalidad de nuestro pensamiento (y no puede hacerlo, dado que las consideraciones puramente doctrinales y especulativas están para nosotros por encima de todas las demás), representa sin embargo una parte muy real de él. No pretendemos considerar aquí nada mas que algunas posibilidades muy lejanas, según lo que parece, pero que no por ello dejan de ser posibilidades y que, sólo por ello, merecen ser tomadas en consideración; y el hecho mismo de considerarlas puede ya contribuir, en cierta medida, a tornar más próxima su realización. Por otra parte, en un medio esencialmente inestable como el Occidente moderno, los acontecimientos pueden, bajo la acción de cualquier circunstancia, desarrollarse con una rapidez que sobrepase en mucho todas las previsiones; en ese caso no se dispondría del tiempo como para prepararse para hacerles frente, y más vale ver con demasiada anticipación que dejarse sorprender por lo irreparable. Sin duda, no nos hacemos ilusiones sobre las oportunidades que las advertencias de este género tienen de ser escuchadas por la mayoría de nuestros contemporáneos; pero, como ya hemos dicho, la élite intelectual no necesitaría ser muy numerosa, sobre todo al principio, para que su influencia pueda ejercerse de una manera muy efectiva, incluso sobre aquellos que no tienen la menor idea de su existencia o que ni siquiera sospechan el alcance de sus trabajos. Es en estas cosas donde podemos darnos cuenta de la inutilidad de los "secretos" a los que aludíamos anteriormente: hay acciones que, por su naturaleza misma, permanecen perfectamente ignoradas por el vulgo, no porque le sean ocultadas, sino porque es incapaz de comprenderlas.

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La élite no debe hacer conocer públicamente los medios de su accionar, fundamentalmente porque sería inútil y porque, aunque quisiera hacerlo, no podría explicarlos en un lenguaje inteligible para el gran número; sabría de antemano que sería un trabajo inútil y que los esfuerzos que desperdiciaría en él podrían recibir un empleo mucho mejor. No discutimos, por otra parte, el peligro o el carácter inoportuno de ciertas divulgaciones: muchas personas podrían sentirse tentadas, si se les indicasen los medios, a probarse en realizaciones para las cuales nada los habría preparado, únicamente para ver, sin conocer su verdadera razón de ser y sin saber adónde podrían conducirlos; y eso no sería más que una causa suplementaria de desequilibrio que de ningún modo conviene agregar a todas las que hoy por hoy perturban la mentalidad occidental y la perturbarán sin duda mucho tiempo más, y que sería mucho más temible aún, dado que se trata de cosas de una naturaleza más profunda, pero todos aquellos que poseen ciertos conocimientos están, por eso mismo, plenamente cualificados para apreciar peligros semejantes, y siempre sabrán comportarse en consecuencia, sin estar ligados por otras obligaciones que aquéllas que implica naturalmente el grado de desarrollo intelectual al que han accedido. Por lo demás, hay que comenzar necesariamente por la preparación teórica, la única esencial y verdaderamente indispensable, y la teoría siempre puede ser expuesta sin reservas, o al menos con la única reserva de lo que es propiamente inexpresable e incomunicable; es tarea de cada uno comprender en la medida de sus posibilidades y, en cuanto a los que no comprenden, si no cosechan ninguna ventaja, tampoco experimentan inconveniente alguno y siguen siendo simplemente tal como eran anteriormente. Tal vez pueda causar asombro que insistamos tanto sobre cosas que, en definitiva, son extremadamente simples y no debieran causar ninguna dificultad, pero la experiencia nos ha enseñado que jamás son excesivas las precauciones en este aspecto, y preferimos dar un exceso de explicaciones sobre ciertos puntos que correr el riesgo de ver nuestro pensamiento mal interpretado; las precisiones que todavía nos quedan por hacer se originan en gran parte en la misma preocupación y, como responden a una incomprehensión que hemos comprobado efectivamente en muchas circunstancias, probarán suficientemente que nuestro temor a los malentendidos no tiene nada de exagerado.

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Capítulo Cuarto: ENTENDIMIENTO Y NO FUSIÓN

Todas las civilizaciones orientales, a pesar de la gran diferencia de formas que revisten, son comparables entre sí, porque todas tienen un carácter esencialmente tradicional; cada tradición tiene su expresión y sus modalidades propias, pero allí donde hay tradición en el sentido verdadero y profundo de la palabra, existe necesariamente un acuerdo sobre los principios. Las diferencias residen únicamente en las formas exteriores y en las aplicaciones contingentes, que están naturalmente condicionadas por las circunstancias, especialmente por los caracteres étnicos, y que, para una civilización dada, pueden inclusive variar dentro de ciertos límites, puesto que ése es el dominio que se deja a la adaptación. Pero allí donde no subsisten más que formas exteriores que no traducen nada de un orden más profundo, no puede haber otra cosa que diferencias en relación con las otras civilizaciones; no hay ya acuerdo posible desde e! momento en que no hay principios; y, por ello, la falta de unión efectiva con una tradición se nos manifiesta como la raíz misma de la desviación occidental. Asimismo, declaramos formalmente que el objetivo esencial que la élite intelectual, si llega a constituirse algún día, deberá asignar a su actividad, es el retorno de Occidente a una civilización tradicional; y agregamos que, si alguna vez ha existido un desarrollo propiamente occidental en este sentido, es la Edad Media la que nos ofrece el ejemplo de ello, de modo tal que se trataría en definitiva, no de copiar o reconstituir pura y simplemente lo que existió en esa época (cosa manifiestamente imposible pues, aunque algunos lo pretendan, la historia no se repite, y en el mundo hay cosas análogas pero no cosas idénticas), sino más bien de inspirarse en ella para la adaptación requerida por las circunstancias. Esto es, textualmente, lo que hemos dicho siempre y lo reproducimos con toda intención en los mismos términos que ya hemos utilizado1; ello nos parece suficientemente claro como para no dar lugar a ningún equívoco. Sin embargo, hay quienes se han equivocado del modo más singular, y quienes han creído que podían atribuirnos las intenciones más fabuladoras, como, por ejemplo, la de querer restaurar algo comparable al "sincretismo" alejandrino; volveremos a ello en su momento, pero hemos de precisar en principio que, cuando hablamos de la Edad Media, nos referimos fundamentalmente al período que se extiende desde el reinado de Carlomagno hasta principios del siglo XIV, y eso está bastante alejado de Alejandría. Es verdaderamente curioso que, cuando afirmamos la unidad fundamental de todas las doctrinas tradicionales, se pueda entender que se trata de operar una "fusión" entre tradiciones diferentes y que no se caiga en cuenta de que el acuerdo sobre los principios no supone de ninguna manera la uniformidad; ¿no tendrá tal idea su origen una vez más en ese defecto tan occidental que es la incapacidad de ir más allá de las apariencias exteriores? Sea como fuere, no nos parece inútil volver sobre esta cuestión e insistir en ella, de modo que nuestras intenciones no se vean desnaturalizadas y, por otra parte, aun fuera de estas consideraciones, la cuestión no deja de tener su interés. A causa de la universalidad de los principios, como ya hemos dicho, todas las doctrinas tradicionales son de idéntica esencia; y no hay ni puede haber más que una metafísica, sean cuales fueren las modalidades diversas en las que se la expresa, en la medida en que es expresable según el lenguaje del que se dispone y que por otro lado jamás tiene otra función que la de símbolo; y, si es así, es simplemente porque la verdad es una y porque, al ser en sí absolutamente independiente de nuestras concepciones, se impone de parejo modo a todos aquellos que la comprenden. Por lo tanto, dos tradiciones verdaderas no pueden oponerse como contradictorias en ningún caso; si hay doctrinas que son incompletas (sea que lo hayan sido siempre o que se haya perdido una parte de ellas) y que van más o menos lejos, no es menos cierto que, hasta el punto en que estas doctrinas se detienen, subsiste el acuerdo con las demás, aun cuando sus representantes actuales no tengan conciencia de ello; en cuanto a todo lo que se encuentra más allá, no es cuestión de acuerdo ni de desacuerdo, sino que sólo el espíritu de sistema podría contestar la existencia de ese ''mas allá'' y, salvo esa negación partidista que se parece mucho a las que son habituales dentro del espíritu moderno, todo lo que puede hacer la doctrina que es incompleta es reconocerse incompetente respecto de todo lo que la sobrepasa. En todo caso, si se llegara a encontrar una contradicción aparente entre dos tradiciones, habría que concluir de ello, no que una es verdadera y la otra falsa, sino que hay al menos una que sólo se comprende de manera imperfecta; y, si se examinan las cosas 1

Introduction Générale a l’étude des Doctrines Hindoues, conclusión.

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más de cerca, se podrá advertir que ha habido uno de esos errores de interpretación a los que las diferencias de expresión pueden dar lugar muy fácilmente cuando se está insuficientemente habituado a ellas. En cuanto a nosotros, por lo demás, debemos decir que, en rigor, no encontramos tales contradicciones, mientras que, por el contrario, vemos aparecer muy claramente, bajo las formas más diversas, la unidad doctrinaria esencial; lo que nos asombra, es que aquellos que plantean en principio la existencia de una "tradición primordial" única, común a toda la humanidad en sus orígenes, no vean las consecuencias que están implícitas en esta afirmación o no sepan extraerlas de ella, y que en ocasiones se encaminen tanto como otros en descubrir oposiciones que son puramente imaginarias. No hablamos, desde luego, más que de las doctrinas que son verdaderamente tradicionales, "ortodoxas", si se quiere; hay medios para reconocer, sin error posible, a estas doctrinas entre todas las otras, así como los hay también para determinar el grado exacto de comprehensión al que corresponde una doctrina cualquiera; pero no es eso lo que nos ocupa en este momento. Para resumir nuestro pensamiento en algunas palabras, podemos decir lo siguiente: toda verdad es excluyente con respecto al error y no a otra verdad (o, por expresarnos mejor, a otro aspecto de la verdad); y, repetimos, cualquier otro exclusivismo distinto de éste no es otra cosa que espíritu de sistema, incompatible con la captación de los principios universales. El acuerdo, que descansa esencialmente sobre los principios, no puede ser verdaderamente consciente más que para las doctrinas que encierran al menos una parte de metafísica o de intelectualidad pura; no es para aquéllas que se limitan estrictamente a una forma particular, como por ejemplo a la forma religiosa. Sin embargo, dicho acuerdo no es menos real en semejante caso, en el sentido de que las verdades teológicas pueden ser consideradas como una traducción a un punto de vista especial de ciertas verdades metafísicas; pero, para manifestar dicho acuerdo, hay que efectuar entonces la transposición que restituye a estas verdades su sentido más profundo, y sólo el metafísico puede hacerlo, porque se sitúa más allá de todas las formas particulares y de todos los puntos de vista especiales. La metafísica y la religión no están ni estarán jamás en el mismo plano; de ello resulta, por otra parte, que una doctrina puramente metafísica y una doctrina religiosa no pueden competir ni entrar en conflicto, puesto que sus dominios son claramente diferentes. Pero, por otro lado, resulta también que la existencia de una doctrina únicamente religiosa es insuficiente para permitir establecer una armonía profunda como la que consideramos cuando hablamos del acercamiento intelectual de Oriente y Occidente; por ello hemos insistido en la necesidad de cumplir en primer lugar un trabajo de orden metafísico, e inmediatamente después de esto, la tradición religiosa de Occidente, revivificada y restaurada en su plenitud, podría tornarse utilizable para este fin, gracias a la adición del elemento interior que le falta actualmente pero que puede llegar a superponerse sin que nada cambie exteriormente. Si es posible una armonía entre los representantes de las diferentes tradiciones, y sabemos que nada se opone a ella en principio, no podrá hacerse efectiva más que desde arriba, de tal modo que cada tradición guarde siempre su entera independencia con las formas que le son propias; y la masa, aunque participe de los beneficios de dicha armonía, no tendrá directamente conciencia de ello, pues es algo que no concierne sino a la élite, y aún a la "élite de la élite", según la expresión que emplean ciertas escuelas islámicas. Es dable apreciar en qué medida todo lo dicho está alejado de ciertos proyectos de "fusión" que consideramos perfectamente irrealizables: una tradición no es algo que se pueda inventar o crear artificialmente; al unir de cualquier manera elementos tomados en préstamo a diversas doctrinas, nunca se constituirá otra cosa que una pseudo-tradición sin valor y sin alcance, y ésas son fantasías que conviene dejar a los ocultistas y a los teosofistas; para actuar así, se necesita ignorar lo que es verdaderamente una tradición y no comprender el sentido real y profundo de esos elementos que se asocian por la fuerza en un conjunto más o menos incoherente. Todas estas cuestiones, en definitiva, no constituyen otra cosa que una especie de "eclecticismo", y no hay nada a lo que nos opongamos con mayor resolución, precisamente porque vemos el acuerdo profundo bajo la diversidad de las formas, y porque vemos también, al mismo tiempo, la razón de ser de esas formas múltiples dentro de la variedad de condiciones a las que deben ser adaptadas. Si el estudio de las diferentes doctrinas tradicionales tiene una importancia tan grande, es porque permite comprobar la concordancia que aquí afirmamos, pero no se trata de sacar de este estudio una nueva doctrina, cosa que, lejos de estar en conformidad con el espíritu tradicional, sería absolutamente contraria a él. Sin duda, cuando faltan elementos de un determinado orden, como es el caso en el Occidente actual respecto de todo lo que sea puramente metafísico, se hace imprescindible ir a buscarlos allí donde se encuentren; pero no hay que olvidar que la metafísica es esencialmente universal,

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de modo que no es lo mismo que si se tratara de elementos que se refiriesen a un orden particular. Además, la expresión oriental sólo debería ser asimilada por la élite, que debería adaptarla de inmediato; y el conocimiento de las doctrinas de Oriente permitiría, a través de un empleo juicioso de la analogía, restaurar la tradición occidental en su integridad, del mismo modo que puede permitir la comprehensión de las civilizaciones desaparecidas: tales dos casos son plenamente comparables, puesto que debe admitirse que, en su mayor parte, la tradición occidental está perdida en la actualidad. Cuando consideramos una síntesis de orden trascendente como único punto de partida posible de todas las realizaciones ulteriores, algunos se imaginan que sólo se trata de un "sincretismo" más o menos confuso; sin embargo, se trata de cuestiones que no tienen nada en común con las que nos ocupan, ni tienen la menor relación entre sí. Asimismo, hay quienes no pueden oír pronunciar la palabra "esoterismo" (de la cual se convendrá que no abusamos) sin pensar inmediatamente en el ocultismo o en otras cosas del mismo género en las cuales no hay huellas de verdadero esoterismo; es increíble que las pretensiones más injustificadas sean tan fácilmente admitidas por los mismos que tendrían el mayor interés en refutarlas; el único medio eficaz de combatir al ocultismo es mostrar que no tiene nada de serio, que no es más que una invención absolutamente moderna y que el esoterismo, en el verdadero sentido de la palabra, es algo muy diferente en realidad. Existen también quienes, por obra de otra confusión, creen poder traducir "esoterismo" por "gnosticismo"; aquí se trata de concepciones auténticamente más antiguas, pero la interpretación no es por ello más justa ni más exacta. Es bastante difícil saber hoy de una manera precisa lo que fueron las doctrinas asaz variadas que se reúnen bajo la denominación genérica de "gnosticismo" y entre las cuales sin duda habría que hacer numerosas distinciones; pero, en conjunto, parece ser que hubo en ese ámbito ideas orientales más o menos desfiguradas, probablemente mal comprendidas por los Griegos y revestidas de formas imaginativas que no son compatibles con la pura intelectualidad; sin duda se pueden encontrar sin esfuerzo cosas más dignas de interés, menos mezcladas con elementos heteróclitos, de un valor mucho menos dudoso y de una significación mucho más segura. Esto nos lleva a decir algunas palabras en lo que concierne al período alejandrino en general: que los Griegos se han encontrado por entonces en un contacto bastante directo con Oriente, y que su espíritu se haya abierto así a algunas concepciones respecto de las cuales había estado cerrado hasta ese momento, no nos parece contestable, pero, desgraciadamente, el resultado parece haberse situado mucho más cerca del sincretismo que de la verdadera síntesis. No querríamos menospreciar más de lo debido algunas doctrinas como las de los neoplatónicos, que son, en todo caso, incomparablemente superiores a todos los productos de la filosofía moderna, pero más vale remontarse directamente a la fuente oriental que pasar por intermediarios de cualquier tipo, y, además, eso tiene la ventaja de ser mucho más fácil, puesto que las civilizaciones orientales existen siempre, mientras que la civilización griega en realidad no ha tenido continuadores. Cuando se conocen las doctrinas orientales, existe la posibilidad de servirse de ellas para comprender mejor las de los neoplatónicos, e inclusive algunas ideas más puramente griegas que aquellas pues, a pesar de las diferencias considerables, Occidente estaba en aquel tiempo mucho más cerca de Oriente que hoy; pero no sería posible obrar a la inversa, y, al pretender abordar a Oriente a través de Grecia, existiría el riesgo de incurrir en una cantidad de errores. Por lo demás, para suplantar lo que falta en Occidente, hay que dirigirse hacia aquello que haya conservado una existencia efectiva; no se trata de hacer arqueología, y las cosas que aquí consideramos no tienen nada que ver con los entretenimientos de los eruditos; si el conocimiento de la antigüedad puede cumplir una función, no es sino en la medida en que ayude a comprender verdaderamente ciertas ideas y en que aporte la confirmación de esa unidad doctrinal que conforma el punto de encuentro de todas las civilizaciones, con la excepción única de la civilización moderna que, por no tener doctrina ni principios, se encuentra fuera de los caminos normales de la humanidad. Si no puede admitirse ninguna tentativa de fusión entre doctrinas diferentes, tampoco puede considerarse la cuestión de la sustitución de una tradición por otra; no sólo no hay inconvenientes en la multiplicidad de formas tradicionales, sino que, por el contrario, tiene ventajas muy claras; aun cuando dichas formas sean plenamente equivalentes en el fondo, cada una de ellas tiene su razón de ser, aunque más no sea porque es más apropiada que cualquier otra a las condiciones de un medio dado. La tendencia a uniformar todo procede, como ya hemos dicho, de los prejuicios igualitarios; pretender aplicarla aquí implicaría hacer al espíritu moderno una concesión que, aunque sea involuntaria, no sería menos real y sólo podría tener consecuencias deplorables. Sólo en caso de que Occidente se mostrase definitivamente impotente para retornar a una civilización normal, se le podría imponer una

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tradición extraña; pero en este caso no habría fusión, dado que no subsistiría nada específicamente occidental; y tampoco habría sustitución, pues para llegar a semejante extremo haría falta que Occidente hubiera perdido hasta los últimos vestigios de espíritu tradicional, con excepción de una pequeña élite sin la cual, al no poder recibir siquiera esta tradición extraña, se hundiría inevitablemente en la peor barbarie. Pero, repetimos, todavía puede esperarse que las cosas no lleguen hasta ese punto, que la élite pueda constituirse plenamente y cumplir su función hasta el final, de modo tal que Occidente no sólo se salve del caos y de la disolución, sino que también recupere los principios y los medios de un desarrollo que le sea propio y que esté en armonía con el de las otras civilizaciones. En cuanto al papel de Oriente en todo ello, hemos de resumirlo, en aras de una mayor claridad, con la mayor precisión posible; podemos distinguir también, en este sentido, el período de constitución de la élite y su período de acción efectiva. En el primero, es a través del estudio de las doctrinas orientales, más que por cualquier otro medio, como los llamados a formar parte de dicha élite podrán adquirir y desarrollar en sí mismos la intelectualidad pura, dado que no podrían encontrarla en Occidente; igualmente, a través del mismo canal podrán aprender lo que es, en sus diversos elementos, una civilización tradicional, pues en tales casos lo único válido es un conocimiento tan directo como sea posible, con exclusión de todo saber simplemente libresco que, por sí solo, no es utilizable para la finalidad que tenemos en cuenta. Para que el estudio de las doctrinas orientales sea lo que debe ser, es necesario que ciertos individuos sirvan de intermediarios, tal como hemos explicado, entre los depositarios de dichas doctrinas y la élite occidental en formación; por eso, en cuanto a esta última, hablamos solamente de un conocimiento tan directo como sea posible y no absolutamente directo, al menos para comenzar. Pero, a continuación, cuando se haya cumplido un primer trabajo de asimilación, nada se opondría a que la élite misma (pues la iniciativa debería partir de ella) apelara, de un modo más inmediato, a los representantes de las tradiciones orientales; y éstos, al encontrarse interesados en la suerte de Occidente por la presencia misma de dicha élite, no dejarían de responder a su llamada, pues la única condición que exigen es la comprehensión (y esta condición única se impone por otra parte por la fuerza de las cosas); podemos afirmar que jamás hemos visto que ningún oriental persista en encerrarse en su reserva habitual cuando se encuentra frente a alguien que considera susceptible de comprenderlo. Es en el segundo período cuando el apoyo de los orientales podría manifestarse de manera efectiva; ya hemos dicho por qué razón ello supone una élite ya constituida, es decir, en definitiva, una organización occidental capaz de entrar en relaciones con las organizaciones orientales que trabajan en el orden intelectual puro, y de recibir de éstas, para su accionar, la ayuda que pueden procurar ciertas fuerzas acumuladas desde un tiempo inmemorial. En un caso como éste, los orientales serán siempre, para los occidentales, guías y "hermanos mayores”, pero Occidente, sin tener la pretensión de tratar con ellos de igual a igual, no dejará por ello de merecer que se lo considere como una potencia autónoma, desde el momento en que posea tal organización; y la repugnancia profunda de los orientales por todo lo que se asemeje al proselitismo será una garantía suficiente para su independencia. Los orientales no tienen ningún interés en asimilar a Occidente, y siempre preferirán favorecer un desarrollo occidental conforme a los principios, por improbable que consideren semejante posibilidad; son precisamente los que formen parte de la élite los que deberán mostrar esa posibilidad, probando a través de su propio ejemplo que la decadencia intelectual de Occidente no es irremediable. Se trata entonces, no de imponer a Occidente una tradición oriental cuyas formas no corresponden a su mentalidad, sino de restaurar una tradición occidental con la ayuda de Oriente; ayuda indirecta en principio, directa a continuación, o si se quiere, inspiración en el primer período y apoyo efectivo en el segundo. Pero lo que no es posible para la generalidad de los occidentales debe serlo para la élite: para que ésta pueda realizar las adaptaciones necesarias es necesario en principio que haya penetrado y comprendido las formas tradicionales que existen en otros lugares; es necesario también que vaya más allá de todas las formas, sean cuales fueren, para tomar lo que constituye la esencia de toda tradición. Y ésta es la forma en que deberá desarrollarse la función de la elite cuando Occidente esté de nuevo en posesión de una civilización regular y tradicional: constituirá entonces el vehículo a través del cual la civilización occidental se comunicará de un modo permanente con las otras civilizaciones, pues semejante comunicación no puede establecerse ni mantenerse sino por medio de lo que hay de más elevado en cada una de ellas; y para que no sea simplemente accidental, supone la presencia de hombres que estén, en lo que les concierne, desprendidos de toda forma particular, que tengan plena conciencia de lo que hay detrás de las formas y que, al colocarse en el dominio de los principios más trascendentes, puedan participar

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indistintamente en todas las tradiciones. En otros términos, se necesitaría que Occidente llegase finalmente a tener representantes en lo que se designa simbólicamente como "centro del mundo” o expresiones equivalentes (lo cual no debe ser entendido literalmente como indicativo de un lugar determinado); pero aquí estamos hablando de cosas demasiado lejanas e inaccesibles por mucho tiempo como para que sea verdaderamente útil insistir en ello. Ahora bien, puesto que, para despertar la intelectualidad occidental hay que comenzar por el estudio de las doctrinas de Oriente (hablamos de un estudio verdadero y profundo, con todo lo que comporta en cuanto al desarrollo personal de los que se entregan a él, y no de un estudio exterior y superficial como el de los orientalistas), debemos indicar los motivos por los cuales conviene, de un modo general, dirigirse a una de estas doctrinas con preferencia a las demás. Se nos podría preguntar, en efecto, por qué razón tomamos como punto de apoyo principal a la India antes que a China, o por qué motivo no consideramos más ventajoso establecernos en lo más cercano a Occidente, es decir en el aspecto esotérico de la doctrina islámica. Nos limitaremos por nuestra parte a considerar estas tres grandes divisiones de Oriente, todo lo demás, o es de menor importancia o, como las doctrinas tibetanas, es ignorado por los europeos hasta tal punto que sería muy difícil hablarles de ello de una manera inteligible antes de que hayan comprendido cosas menos radicalmente extrañas a su manera habitual de pensar. En cuanto a lo que se refiere a China, hay razones similares para no detenerse en ella en primer lugar: las formas a través de las cuales se expresan sus doctrinas están verdaderamente muy alejadas de la mentalidad occidental, y los métodos de enseñanza que allí se usan tienen una naturaleza apropiada como para desalentar rápidamente a los europeos mejor dotados; muy pocos serán los que podrían resistir un trabajo emprendido según semejantes métodos, y, si hay ocasión de considerar en todo caso una selección más rigurosa, deben evitarse sin embargo en la medida de lo posible determinadas dificultades que acarrearían ciertas contingencias y que provendrían más bien del temperamento inherente a la raza que de una carencia real de facultades intelectuales. Las formas de expresión de las doctrinas hindúes, pese a ser extremadamente diferentes a todas aquellas a las que está habituado el pensamiento occidental, son relativamente más asimilables y reservan mayores posibilidades de adaptación; podríamos decir que, en cuanto a las cuestiones que nos ocupan, la India, por ocupar una posición media en el conjunto oriental, no está ni demasiado lejos ni demasiado cerca de Occidente. En efecto, surgirían también, en caso de apoyarnos sobre lo que está más próximo, algunos inconvenientes que, no por ser de un orden diferente de los que señaláramos en su momento, dejarían de ser igualmente graves, y tal vez no habría muchas ventajas reales para compensarlos, pues la civilización islámica es casi tan mal conocida por los occidentales como las civilizaciones más orientales y, sobre todo, su parte metafísica, que es la que aquí nos interesa, se les escapa enteramente. Es cierto que dicha civilización, con sus dos aspectos, esotérico y exotérico, y con la forma religiosa que reviste este último, es lo que más se parece a lo que sería una civilización occidental tradicional, pero la presencia misma de esta forma religiosa, por la cual el Islam se relaciona en cierta medida con Occidente, corre el riesgo de despertar ciertas susceptibilidades que, por poco justificadas que sean en el fondo, no dejarían de ser peligrosas: Aquellos que son incapaces de distinguir entre los diferentes dominios creerían falsamente en una concurrencia sobre el terreno religioso; y hay ciertamente en la masa occidental (en la que comprendemos a la mayoría de los pseudo intelectuales), mucha más aversión con respecto a lo que es islámico que en lo que concierne al resto de Oriente. El temor entra en buena medida entre los móviles de dicha aversión, y tal estado de espíritu no se debe más que a la incomprehensión, pero, en tanto exista, la prudencia más elemental exige que se lo tenga en cuenta en cierta medida; la élite en vías de constitución tendrá mucho que hacer para vencer la hostilidad con la que se enfrentará forzosamente desde diversos ángulos, sin acrecentarla inútilmente dando lugar a falsas suposiciones que la necedad y la malevolencia combinadas no dejarían de despertar; las habrá probablemente de todos modos, pero en tanto sea posible evitarlas, más vale actuar de modo que no se produzcan, si al menos ello es posible sin entrañar otras consecuencias todavía más enfadosas. Por esta razón no nos parece oportuno que el apoyo principal se efectúe sobre la base del esoterismo islámico; pero, naturalmente, ello no impide que dicho esoterismo, por ser de esencia propiamente metafísica, ofrezca el equivalente de lo que se encuentra en las otras doctrinas; no se trata entonces en todo ello, repetimos, más que de una simple cuestión de oportunidad, que no se plantea sino porque conviene situarse en las condiciones más favorables, sin que se pongan en juego los principios mismos. Por lo demás, si tomamos la doctrina hindú como elemento central de los estudios que nos ocupan, eso no quiere decir que esté en nuestro ánimo referirnos exclusivamente a ella;

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importa, por el contrario, destacar en su momento y cada vez que las circunstancias se presten a ello, la concordancia y la equivalencia de todas las doctrinas metafísicas. Se hace necesario demostrar que, detrás de expresiones diversas, hay concepciones que son idénticas porque corresponden a la misma verdad; inclusive hay en ocasiones analogías mucho más asombrosas en la medida que descansan sobre puntos muy particulares, así como cierta comunidad de símbolos entre tradiciones diferentes; jamás nos parecerá excesivo llamar la atención sobre estas cuestiones, y esto no es hacer "sincretismo" o "fusión", sino comprobar tales semejanzas reales, esa especie de paralelismo que existe entre todas las civilizaciones provistas de un carácter tradicional, y que no puede asombrar más que a los hombres que no creen en ninguna verdad trascendente, a la vez exterior y superior a las concepciones humanas. Por nuestra parte, no pensamos que civilizaciones como las de India y China hayan debido comunicarse necesariamente entre sí de un modo directo en el curso de su desarrollo; ello no impide que, junto a diferencias muy claras que se explican por las condiciones étnicas entre otras, presenten similitudes notables; y no hablamos aquí del orden metafísico, donde la equivalencia es siempre perfecta y absoluta, sino de las aplicaciones al orden de las contingencias. Naturalmente, siempre hay que hacer reserva de lo que puede pertenecer a la tradición primordial, pero dado que ésta es, por definición, anterior al desarrollo especial de las civilizaciones en cuestión, su existencia no les quita nada con respecto a su independencia. Además, hay que considerar a la tradición primordial como concerniente esencialmente a los principios; ahora bien, sobre este terreno siempre ha habido cierta comunicación permanente, establecida desde el interior y por arriba, tal como indicáramos en su oportunidad, pero ello tampoco afecta a la independencia de las diferentes civilizaciones. Cuando nos encontramos en presencia de ciertos símbolos que son los mismos en todas partes, es evidente que hay que reconocer en ellos una manifestación de esa unidad tradicional fundamental, tan poco conocida en nuestros días, que los "científicos" se encarnizan en negar como algo particularmente molesto; tales hallazgos no pueden ser fortuitos, y más en la medida que las modalidades de expresión son, en sí mismas, susceptibles de variar indefinidamente. En definitiva, la unidad, para quien sabe verla, está en todas partes bajo la diversidad; está en ella como consecuencia de la universalidad de los principios: que la verdad se imponga de parejo modo en hombres que no tienen entre sí ninguna relación inmediata, o que se mantengan relaciones intelectuales efectivas entre los representantes de civilizaciones diversas, siempre se hace posible en virtud de dicha universalidad; y si no fuera conscientemente consentida, por algunos al menos, no podría haber un acuerdo verdaderamente estable y profundo. Lo que hay de común en toda civilización normal son los principios; si se los perdiera de vista, no le quedarían a cada una más que los caracteres particulares por los cuales se diferencia de las demás, y las semejanzas mismas se volverían puramente superficiales, puesto que se ignoraría su verdadera razón de ser. No es que sea absolutamente erróneo invocar, para explicar ciertas semejanzas generales, la unidad de la naturaleza humana, pero por lo general se hace de una manera muy vaga y absolutamente insuficiente, y, por otra parte, las diferencias mentales son mucho mayores y llegan mucho más lejos que lo que pueden suponer quienes no conocen más que un solo tipo de humanidad. Incluso esta unidad misma no puede ser claramente comprendida ni recibir su significación plena sin cierto conocimiento de los principios, fuera del cual es más bien ilusoria; la verdadera naturaleza de la especie y su realidad profunda son cosas de las cuales no podría dar cuenta un empirismo cualquiera. Pero volvamos a la cuestión que nos ha conducido a estas consideraciones: no podría tratarse en modo alguno de "especializarse" en el estudio de la doctrina hindú, dado que el orden de la intelectualidad pura es algo que escapa a toda especialización. Todas las doctrinas que son metafísicamente completas son plenamente equivalentes, y hasta podemos decir que son necesariamente idénticas en el fondo; sólo resta entonces preguntarse cuál es la que presenta mayores ventajas en cuanto a la exposición, y pensamos que, de un modo general, es la doctrina hindú; por ello, y sólo por ello, la tomamos como base. Sin embargo, si se da el caso de que ciertos puntos sean tratados por otras doctrinas de una manera aparentemente más asimilable, no hay evidentemente ningún inconveniente en recurrir a ella; también éste es un medio de manifestar la concordancia a la que acabamos de referimos. Hemos de ir más lejos aún: la tradición, en lugar de ser un obstáculo para las adaptaciones exigidas por las circunstancias, ha proporcionado siempre, por el contrario, el principio adecuado de todas aquéllas que se han hecho necesarias, y tales adaptaciones son absolutamente legítimas, siempre que se mantengan en la línea estrictamente tradicional; dentro de lo que también hemos llamado “ortodoxia". Por lo tanto, si se requieren nuevas adaptaciones, hecho que es tanto más natural en la medida en que se está frente a un medio diferente, nada se opone a

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que se las formule tomando como inspiración las que ya existen, pero teniendo también en cuenta las condiciones mentales de dicho medio, siempre que se haga con la prudencia y la competencia debidas, y que desde un principio se haya comprendido profundamente el espíritu tradicional con todo lo que comporta; esto es lo que la élite intelectual deberá hacer tarde o temprano respecto de todos aquellos casos en los que se haga imposible encontrar una expresión occidental anterior. Podrá apreciarse en qué medida esto se encuentra alejado del punto de vista de la erudición: la procedencia de una idea no nos interesa en sí misma, pues dicha idea, desde el momento en que es verdadera, es independiente de los hombres que la han expresado en una u otra forma; las contingencias históricas no tienen injerencia en estas cuestiones. Es sólo que, como no tenemos la pretensión de haber alcanzado por nuestra cuenta y sin ayuda alguna las ideas que sabemos que son verdaderas, estimamos que es bueno decir por quiénes han sido transmitidas, sobre todo en la medida en que indicamos así a otros adónde pueden dirigirse para encontrarlas de igual modo; y, en rigor, es exclusivamente a los orientales a quienes se las debemos. En cuanto a la cuestión de la antigüedad, si no se la considera más que desde el punto de vista histórico, tampoco reviste un interés capital; es sólo cuando se la relaciona con la idea de tradición, cuando toma un aspecto completamente diferente, pero en ese caso, si se comprende qué es verdaderamente la tradición, la cuestión se resuelve de una manera inmediata, porque se sabe que todo se encontraba implicado en principio, desde el origen, en lo que constituye la esencia misma de la doctrina, y que no había más que extraerlo de ella a través de un desarrollo que, por el fondo si no por la forma, no podría comportar innovación alguna. Sin duda, una certeza de este género es incomunicable, pero, si algunos la poseen, ¿por qué no podrían otros llegar a hacerlo por su propia cuenta, sobre todo si se les proporcionaran los medios para ello en la medida de lo posible? La "cadena de la tradición" se renueva en ocasiones de un modo harto inesperado; hay hombres que, aunque crean que han concebido espontáneamente ciertas ideas, han recibido sin embargo una ayuda que, pese a no haber sido conscientemente sentida por ellos, no por ello es menos eficaz; con mayor razón no deben carecer de tal ayuda quienes se sitúan expresamente en las disposiciones debidas para obtenerla. Desde luego, no negamos aquí la posibilidad de la intuición intelectual directa, dado que consideramos, por el contrario, que es absolutamente indispensable y que sin ella no hay concepción metafísica efectiva; pero hay que estar preparado para ello y, cualesquiera sean las facultades latentes de un individuo, dudamos que pueda desarrollarlas sólo por sus medios; se requiere al menos una circunstancia cualquiera que ocasione dicho desarrollo. Esta circunstancia, indefinidamente variable según los casos particulares, jamás es fortuita salvo en apariencia; en realidad, se suscita en virtud de una acción cuyas modalidades, aunque escapen forzosamente a toda observación exterior, pueden ser presentidas por aquellos que comprenden que la "posteridad espiritual" es algo más que una palabra vana. Es importante sin embargo hacer notar que los casos de este tipo son siempre excepcionales y que, si se producen en ausencia de toda transmisión continua y regular que se efectúe a través de una enseñanza tradicional organizada (se podrían encontrar algunos ejemplos de ello tanto en Europa como en Japón) jamás pueden suplantar enteramente dicha ausencia, en principio porque son raros y dispersos y en segundo lugar, porque llegan a la adquisición de conocimientos que, sea cual fuere su valor, no son más que fragmentarios; hemos de agregar además que los medios de coordinar y de expresar lo que se concibe de esta manera no pueden proporcionarse al mismo tiempo, y en consecuencia el provecho resultante permanece en un nivel casi exclusivamente personal2. Esto ya es algo, sin duda, pero no hay que olvidar que, incluso desde el punto de vista de este provecho personal, una realización parcial e incompleta como la que puede obtenerse en casos semejantes no es más que un débil resultado en comparación con la verdadera realización metafísica que todas las doctrinas orientales asignan al hombre como finalidad suprema (y que, digámoslo de pasada, no tiene absolutamente nada que ver con el "ensueño quietista", interpretación extravagante que hemos encontrado en algún lugar y que, por cierto, no se justifica por nada de lo que hemos dicho al respecto). Además, cuando la realización no ha sido precedida por una preparación teórica suficiente, pueden producirse múltiples confusiones y siempre existe la posibilidad de extraviarse en alguno de los dominios intermedios en los que no hay garantías contra la ilusión; es sólo en el dominio de la metafísica pura donde se puede 2

Aquí habría que establecer una relación con lo que hemos dicho en otro lugar a propósito de los "estados místicos": éstas son cosas, si no idénticas, al menos comparables; sin duda tendremos que volver sobre tal asunto en otras ocasiones.

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disponer de una garantía semejante que, al ser adquirida de una vez por todas, permite de inmediato abordar sin peligro cualquier otro dominio, tal como hemos indicado anteriormente. La verdad de los hechos puede parecer casi desdeñable frente a la verdad de las ideas; sin embargo, también en el orden de las contingencias hay grados que observar, y hay una manera de considerar las cosas, relacionándolas con los principios, que les confiere una importancia completamente distinta que la que tienen por sí mismas; lo que hemos dicho de las ''ciencias tradicionales'' debe bastar para hacer que ello se comprenda. No hay necesidad de enredarse en cuestiones de cronología, que son frecuentemente insolubles, al menos según los métodos ordinarios de la historia, pero no es indiferente saber que tales ideas pertenecen a una doctrina tradicional, e inclusive que semejante modalidad de presentarlas tiene un carácter igualmente tradicional; pensamos que no es necesario insistir más en ello después de todas las consideraciones que ya hemos expuesto. En todo caso, si la verdad de los hechos, que es lo accesorio, no debe hacer que se pierda de vista la verdad de las ideas, que es lo esencial, sería un error rehusar el tomar en cuenta ciertas ventajas que puede aportar y que no por ser contingentes como aquella deben sin embargo ser siempre desdeñadas. Saber que ciertas ideas nos han sido proporcionadas por los orientales es una verdad de hecho; eso importa menos que comprender tales ideas y reconocer que son verdaderas en sí; y si hubieran llegado hasta nosotros desde otro lugar, tampoco veríamos en ello una razón para descartarlas a priori pero, puesto que no hemos encontrado en ninguna parte de Occidente el equivalente de esas ideas orientales, estimamos que conviene decirlo. Indudablemente, se podría obtener un éxito fácil presentando ciertas concepciones como si en cierto modo se las hubiera creado a partir de piezas diferentes y disimulando su origen real; pero ésos son procedimientos que no podríamos admitir y, además, eso nos llevaría a quitar a dichas concepciones su verdadero alcance y su autoridad, pues se las reduciría así a no ser en apariencia más que una "filosofía", cuando son algo muy diferente en realidad; tocamos aquí una vez más la cuestión de lo individual y lo universal, que subyace en el fondo de todas las distinciones de este género. Pero permanezcamos, por el momento, sobre el terreno de las contingencias: al declarar enfáticamente que el conocimiento intelectual puro puede obtenerse en Oriente y, al realizar al mismo tiempo el esfuerzo de despertar a la intelectualidad occidental, se prepara, de la única manera que puede ser eficaz, el acercamiento de Oriente y Occidente; y esperamos que se haya comprendido por qué motivo no debe descuidarse dicha posibilidad, puesto que todo lo que aquí hemos dicho tiende principalmente a eso. La restauración de una civilización normal en Occidente puede no ser más que una contingencia pero, una vez más, ¿es ésa una razón para desinteresarse totalmente de ello incluso si se es metafísico ante todo? Y, por otra parte, más allá de la importancia propia que cosas como ésa tienen en su orden relativo, pueden constituir el medio de realizaciones que no pertenecen ya al dominio contingente y que, para todos aquellos que participen directa o hasta indirectamente en ellas, tendrán consecuencias ante las cuales todo lo transitorio se borra y desaparece. Hay en todo ello razones múltiples, de las cuales las más profundas no son tal vez aquellas sobre las cuales más hemos insistido, porque no podríamos pensar en exponer en este momento las teorías metafísicas (y hasta cosmológicas en algunos casos, por ejemplo en lo que concierne a las leyes cíclicas) sin las cuales no pueden ser plenamente comprendidas; tenemos la intención de hacerlo en otros estudios que llegarán en su momento. Como decíamos al principio, no nos es posible explicar todo a la vez, pero no afirmamos nada gratuitamente y tenemos conciencia de tener, al menos, y a falta de muchos otros méritos, el de no hablar jamás sino de lo que conocemos. Si hay entonces quienes se asombran de ciertas consideraciones a las que no están habituados, que se tomen el trabajo de reflexionar sobre ellas con más atención, y tal vez entonces se darán cuenta de que dichas consideraciones, lejos de ser inútiles o superfluas, se cuentan precisamente entre las más importantes, o que lo que a primera vista les parecía que se alejaba de nuestro tema es por el contrario lo que se relaciona con él del modo más directo. Hay en efecto ciertas cosas que se relacionan entre sí de un modo absolutamente distinto del que por lo común se piensa, y la verdad tiene muchos aspectos que la mayoría de los occidentales no suponen; por eso, en todo caso, sentimos más temor de que parezca que limitamos las cosas en exceso por nuestra manera de expresarlas, que de dejar entrever posibilidades demasiado vastas.

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CONCLUSIÓN Podríamos casi dispensarnos de agregar a la exposición precedente una conclusión que, según nuestro parecer, se desprende bastante claramente de ella y en la cual no podríamos hacer otra cosa que repetir, en forma más o menos resumida, cierto número de consideraciones que ya hemos desarrollado y acerca de las cuales hemos insistido de modo suficiente como para hacer resaltar toda su importancia. Pensamos, en efecto, que hemos mostrado tan clara y explícitamente como sea posible cuáles son los principales prejuicios que en este momento alejan a Occidente de Oriente; y si lo alejan de él, es porque se oponen a la verdadera intelectualidad, que Oriente ha conservado íntegramente mientras que Occidente ha llegado a perder toda noción de ella, por vaga y confusa que sea. Quienes hayan comprendido esto habrán aprendido igualmente, y por eso mismo, el carácter "accidental", en la totalidad de sentidos que posee dicha palabra, de la divergencia de Occidente con respecto a Oriente; la aproximación de estas dos partes de la humanidad y el retorno de Occidente a una civilización normal no son, en definitiva, más que una única y misma cosa, y ello es lo que constituye el mayor interés del acercamiento cuya posibilidad hemos considerado para un porvenir más o menos lejano. Lo que llamamos civilización normal, es una civilización que reposa sobre principios, en el verdadero sentido del término, y en la cual todo está ordenado y jerarquizado en conformidad con esos principios, de tal modo que en ella todo se manifiesta como aplicación y prolongación de una doctrina puramente intelectual o metafísica en su esencia; a eso nos referimos también cuando hablamos de una civilización tradicional. No debe creerse, por otra parte, que la tradición pueda presentar la menor traba al pensamiento, a menos que se pretenda que impedir que se extravíe significa una limitación, cosa que no podemos admitir; ¿acaso es lícito decir que la exclusión del error es una limitación a la verdad? Rechazar imposibilidades que no son sino una pura nada no implica aportar restricciones a la posibilidad total y universal, necesariamente infinita; inclusive el error no es otra cosa que una negación, una “privación" en la acepción aristotélica del vocablo; no tiene, en tanto error (pues pueden encontrarse en él algunas parcelas de verdad incomprendida), nada de positivo, y por ello se lo puede excluir sin dar prueba alguna de espíritu sistemático. La tradición, por el contrario, admite todos los aspectos de la verdad; no se opone a ninguna adaptación legítima; permite, a quienes la comprenden, concepciones mucho más vastas que todos los sueños de los filósofos que pasan por ser los más atrevidos, pero también mucho más sólidas y valiosas; en fin, abre a la inteligencia posibilidades tan ilimitadas como la verdad misma. Todo esto resulta inmediatamente de los caracteres del conocimiento metafísico, único absolutamente ilimitado, en efecto, porque es de orden universal, y nos parece positivo volver aquí sobre la cuestión, que ya hemos tratado en otro lugar, de las relaciones de la metafísica y la lógica1. Esta última, por referirse a las condiciones propias del entendimiento humano, es un elemento contingente, es de orden individual y racional, y los que se conocen como sus principios, no son principios más que en un sentido relativo; queremos decir que no pueden ser, como los de la matemática o los de cualquier otra ciencia particular, otra cosa que la aplicación y la especificación de los verdaderos principios en un dominio determinado. La metafísica domina entonces necesariamente a la lógica del mismo modo que domina al resto; no reconocerlo es invertir las relaciones jerárquicas que son inherentes a la naturaleza de las cosas; pero, por evidente que ello nos parezca, hemos comprobado que hay ahí algo que asombra a muchos de nuestros contemporáneos. Estos ignoran totalmente lo relativo al orden metafísico y "supraindividual"; no conocen más que elementos que pertenecen al orden racional, comprendida en ellos la "pseudometafisica" de los filósofos modernos; y, en ese orden racional, la lógica ocupa efectivamente el primer lugar y todo el resto se subordina a ella. Pero la metafísica verdadera no puede depender de la lógica ni de ninguna otra ciencia; el error de los que piensan lo contrario se origina en que no conciben al conocimiento más que dentro del dominio de la razón y no tienen la menor sospecha de lo que es el conocimiento intelectual puro. Ya hemos dicho esto, y hemos tenido asimismo el cuidado de hacer notar que debía establecerse una distinción entre la concepción de las verdades metafísicas que, en sí, escapa a toda limitación individual, y su formulación expositiva que, en la medida en que es posible, no puede consistir más que en una especie de traducción según una modalidad discursiva y racional; si, por lo tanto, dicha exposición asume una forma de razonamiento, una apariencia lógica y hasta dialéctica, es porque, dada la constitución del lenguaje humano, no se podría 1

Introduction Générale a l’étude des Doctrines Hindoues, 2ª parte, capítulo VIII.

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decir nada sin recurrir a ella; pero eso no es más que una forma exterior, que no afecta de ninguna manera a las verdades que nos ocupan, puesto que son esencialmente superiores a la razón. Por otra parte, hay dos maneras muy diferentes de considerar la lógica: está la manera occidental, que consiste en tratarla en forma filosófica, y en esforzarse por relacionarla con una concepción sistemática cualquiera; y está la manera oriental, es decir, la lógica constituida como una ciencia tradicional y religada a los principios metafísicos, lo cual le da, por otro lado, y como a cualquier otra ciencia, un alcance incomparablemente más grande. Puede ocurrir, sin duda, que los resultados parezcan prácticamente los mismos en muchos casos, pero no por ello disminuye en modo alguno la diferencia de los dos puntos de vista; es incontestable que no se puede, partiendo del hecho de que las acciones de diversos individuos se parecen exteriormente, concluir que han sido llevadas a cabo con las mismas intenciones. Y he aquí el punto al que queremos llegar: la lógica no es, por sí misma, algo que presente un carácter especialmente "filosófico", puesto que existe también allí donde no se encuentra la modalidad harto particular del pensar a la cual dicha denominación conviene en propiedad; si las verdades metafísicas pueden, hasta cierto punto, y siempre con la reserva de lo que contienen de inexpresable, revestirse de una forma lógica, la lógica apta para este uso es la tradicional y no la filosófica; ¿y cómo podría ser de otra manera, dado que la filosofía se ha transformado de tal modo que no puede subsistir más que con la condición de negar la metafísica verdadera? A través de esta explicación deberá apreciarse de qué modo comprendemos la lógica: si empleamos cierta dialéctica sin la cual no nos sería posible hablar de nada, no se nos puede reprochar como una contradicción, pues eso no es para nosotros hacer filosofía. Por lo demás, aun cuando se trata especialmente de refutar las concepciones de los filósofos, se puede tener la seguridad de que siempre sabemos conservar las distancias exigidas por la diferencia de los puntos de vista: no nos colocamos sobre el mismo terreno, como lo hacen aquellos que critican o combaten una filosofía en nombre de otra filosofía; lo que decimos, lo decimos porque las doctrinas tradicionales nos han permitido comprender el absurdo o la inanidad de ciertas teorías y, sean cuales fueren las imperfecciones que aportemos inevitablemente (y que no deben imputarse más que a nosotros mismos), el carácter de esas doctrinas es tal que nos prohíbe todo compromiso. Lo que tenemos en común con los filósofos no puede ser otra cosa que la dialéctica; pero ésta, en nuestro caso, no es más que un instrumento al servicio de los principios que ellos ignoran; inclusive esta semejanza misma es absolutamente exterior y superficial, como la que se puede comprobar en ocasiones entre los resultados de la ciencia moderna y los de las ciencias tradicionales. A decir verdad, tampoco en esto tomamos en préstamo los métodos de los filósofos, pues dichos métodos, en lo que tienen de válido, no les pertenecen en propiedad, sino que representan simplemente algo que constituye una posesión común de todos los hombres, incluso de aquellos que se hallan más alejados del punto de vista filosófico; la lógica filosófica no es más que una disminución de la lógica tradicional, y ésta tiene prioridad sobre aquélla. Si insistimos aquí en esta distinción que nos parece esencial, no es para nuestra propia satisfacción personal, sino porque es importante mantener el carácter trascendente de la metafísica pura y porque todo lo que procede de ésta, incluso desde un punto de vista secundario y en un orden contingente, recibe una especie de participación de ese carácter, que hace de ello algo muy distinto de los conocimientos puramente profanos del mundo occidental. Lo que caracteriza a un género de conocimiento y lo diferencia de los demás no es solamente su objeto, sino sobre todo el modo en que dicho objeto es abordado; y por ello, algunas cuestiones que, por su naturaleza, podrían tener cierto alcance metafísico, lo pierden enteramente cuando se hallan incorporadas a un sistema filosófico. Pero la distinción de la metafísica y la filosofía, que es fundamental, sin embargo, y que no se debe olvidar jamás si se quiere comprender algo de las doctrinas de Oriente (puesto que no se puede escapar sin ello al peligro de las falsas asimilaciones), es hasta tal punto inusitada para los occidentales que muchos de ellos no pueden llegar a aprehenderla: así, hemos tenido la sorpresa de ver cómo se afirmaba aquí y allá que habíamos hablado de la "filosofía hindú", mientras que nosotros, precisamente, nos habíamos aplicado a mostrar que lo que existe en la India es algo muy diferente de la filosofía. Tal vez ocurra lo mismo con lo que acabamos de decir sobre el tema de la lógica y, pese a todas nuestras precauciones, no nos asombraría demasiado el hecho de que, en ciertos medios, se nos acusara de "filosofar" contra la filosofía mientras que, sin embargo, lo que hacemos es una cosa muy distinta en realidad. Si expusiéramos por ejemplo una teoría matemática y alguno llegara a complacerse en llamarla "física", no tendríamos, por cierto, ningún medio de impedírselo; pero todos aquellos que conocen la significación de las palabras sabrían bien lo que deben pensar al respecto; aunque se trate aquí de cuestiones menos corrientes, los errores que tratamos de prevenir son bastante

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comparables a ése. Si hay quienes se sienten tentados a formular ciertas críticas fundadas sobre confusiones semejantes, les advertimos que los llevaría a falsas conclusiones y, si logramos de este modo evitarles algunos errores, estaríamos muy felices por ello; pero no podemos hacer nada más, pues no está en nuestro poder, ni en el de nadie, por otra parte, el otorgar la comprehensión a quienes no tienen en si mismos los medios de disponer de ella. Por lo tanto, si esas críticas mal fundadas se producen a pesar de todo, tendremos el derecho de no tomarlas en cuenta; pero, si, por el contrario, caemos en la cuenta de que todavía no hemos señalado ciertas distinciones con la claridad suficiente, volveremos a ellas hasta que el equívoco no sea ya posible, o al menos hasta que no pueda ser atribuido más que a una ceguera incurable o a una evidente mala fe. Lo mismo sucede en lo que concierne a los medios por los cuales Occidente podrá aproximarse a Oriente en su búsqueda de la verdadera intelectualidad: creemos que las consideraciones que hemos expuesto en el presente estudio son apropiadas para disipar muchas confusiones en este sentido, así como en lo que se refiere al modo en que consideramos el estado ulterior del mundo occidental tal como sería si las posibilidades que avizoramos llegaran a realizarse algún día. No obstante ello, evidentemente no podemos tener la pretensión de prever todos los malentendidos; si se presentaran algunos que tengan una importancia real, nos esforzaremos siempre por disiparlos, y lo haremos de muy buen grado en la medida que pueda significar una excelente ocasión de precisar nuestro pensamiento acerca de ciertos puntos. En todo caso, jamás permitiremos que se nos desvíe de la línea que nos fuera trazada por todo lo que hemos comprendido gracias a las doctrinas tradicionales de Oriente; nos dirigimos a aquellos que pueden y quieren comprender a su vez, sean quienes sean y provengan de donde provengan, pero no a aquellos a quienes el obstáculo más insignificante o más ilusorio basta para detenerlos, que sienten fobia por ciertas cosas o por ciertas palabras, o que se creerían perdidos si tuvieran oportunidad de franquear ciertas limitaciones convencionales y arbitrarias. No vemos, en efecto, qué provecho podría sacar la élite intelectual de la colaboración de estos espíritus temerosos e inquietos; el que no es capaz de mirar toda verdad cara a cara, el que no se siente con la fuerza de penetrar en la "gran soledad", según la expresión consagrada por la tradición extremo-oriental (y de la cual la India también posee el equivalente), ése no podría llegar muy lejos en el trabajo metafísico al que nos hemos referido y del cual depende estrictamente todo lo demás. Parece ser que hay, en algunos, una especie de incomprehensión previa; pero, en el fondo, no creemos que aquellos que tienen posibilidades intelectuales verdaderamente amplias estén sujetos a tan vanos terrores, pues están suficientemente bien equilibrados como para tener, casi instintivamente, la seguridad de que jamás correrán el riesgo de ceder a vértigo mental alguno; dicha seguridad, es menester reconocerlo, no está plenamente justificada en tanto no hayan alcanzado cierto grado de desarrollo efectivo, pero el sólo hecho de poseerla, incluso sin darse cuenta de ello con demasiada claridad, les da ya una ventaja considerable. No pretendemos referirnos a quienes tienen una confianza más o menos excesiva en sí mismos; aquellos a los que nos referimos depositan en realidad, aunque no lo supieran todavía, su confianza en algo más alto que su individualidad, porque presienten en alguna medida los estados superiores cuya conquista total y definitiva puede obtenerse a través del conocimiento metafísico puro. En cuanto a los demás, a los que no se atreven ni a ascender ni a descender en demasía, lo que les ocurre es que no pueden ver más allá de ciertos límites, fuera de los cuales no saben siquiera distinguir lo superior y lo inferior, lo verdadero y lo falso, lo posible y lo imposible; al imaginarse que la verdad debe estar hecha a su medida y mantenerse en un nivel medio, se encuentran a gusto en los esquemas del espíritu filosófico, y, aunque hayan asimilado ciertas verdades parciales, jamás podrán servirse de ellas para extender indefinidamente su comprehensión; sea debida a su propia naturaleza o solamente a la educación que han recibido, la limitación de su "horizonte intelectual" es desde entonces más irremediable, de tal modo que su posición, si la hay, es verdaderamente involuntaria, y ello en caso de que no sea absolutamente inconsciente. Los hay sin duda que son víctimas del medio en que viven, y eso es lo más lamentable; sus facultades, que hubieran podido tener ocasión de desarrollarse en una civilización normal, han sido por el contrario, atrofiadas y comprimidas hasta la aniquilación; y, por ser la educación moderna lo que es, puede llegar a pensarse que los ignorantes son quienes tienen más oportunidades de haber mantenido intactas sus posibilidades intelectuales. En comparación con las deformaciones mentales que constituyen el efecto ordinario de la falsa ciencia, la ignorancia pura y simple nos parece verdaderamente un mal menor; y, aunque colocábamos el conocimiento por encima de todo, lo dicho no es una paradoja ni una inconsecuencia de nuestra parte, pues el único conocimiento verdaderamente

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digno de tal nombre a nuestros ojos difiere enteramente del que cultivan los occidentales modernos. Y no debe reprochársenos, en este punto o en otros, una actitud demasiado intransigente; dicha actitud nos es impuesta por la pureza de la doctrina, por lo que hemos llamado "ortodoxia" en el sentido intelectual; y, al estar por otro lado exenta de todo prejuicio, jamás puede llevarnos a ser injustos en ningún aspecto. Admitimos toda la verdad bajo cualquier aspecto que se presente; pero, dado que no es ni escéptica ni ecléctica, no podemos admitir otra cosa que la verdad. Bien sabemos que nuestro punto de vista no es de los que se plantean habitualmente en Occidente, y que, por consiguiente, puede ser bastante difícil de comprender en el primer intento; pero de más está decir, que no pedimos a nadie que lo adopte sin un examen previo. Lo que queremos es solamente incitar a la reflexión a quienes todavía son capaces de ello; cada uno comprenderá lo que pueda y, por poco que sea, siempre significará algo; por lo demás, suponemos que habrá algunos que llegarán más lejos. No hay razón, en definitiva, para que otros no hagan a su vez lo que nosotros mismos hemos hecho; en el estado actual de la mentalidad occidental, no serán sin duda más que excepciones, pero basta que haya tales excepciones, aunque poco numerosas, para que nuestras previsiones estén justificadas y para que las posibilidades que indicamos sean susceptibles de realizarse tarde o temprano. Por otra parte, todo lo que haremos y diremos tendrá por efecto dar, a quienes nos sigan, ciertas facilidades que no hemos encontrado por nuestra propia cuenta; en esto, como en otras cosas, lo más penoso es comenzar el trabajo, y el esfuerzo a realizar debe ser tanto mayor en la medida en que las condiciones sean más desfavorables; que la creencia en la "civilización” sea mas o menos vacilante en personas que en otro tiempo no se hubieran atrevido a discutirla, y que el cientificismo esté actualmente en decadencia en ciertos medios, son circunstancias que quizás puedan ayudarnos en alguna medida, porque de ello resulta una especie de incertidumbre que permite que los espíritus se comprometan en vías diferentes sin tanta resistencia, pero es todo lo que podemos decir al respecto, y las nuevas tendencias que hemos comprobado hasta este momento no tienen nada más alentador que aquellas que tratan de suplantar. Racionalismo o intuicionismo, positivismo o pragmatismo, materialismo o espiritualismo, cientificismo o moralismo, éstas son cosas que, desde nuestro punto de vista, guardan entre sí una exacta equivalencia; nada se gana con pasar de una a otra y, en tanto no se haya producido respecto de ellas un total desprendimiento, ni siquiera se habrá dado el primer paso en el dominio de la verdadera intelectualidad. Insistimos en declararlo expresamente, del mismo modo en que insistimos en repetir una vez más que todo estudio de las doctrinas orientales emprendido "desde el exterior" es perfectamente inútil para el objetivo que consideramos; lo que aquí nos ocupa tiene un alcance totalmente distinto y pertenece a un orden de una profundidad absolutamente diferente. Finalmente, haremos observar a nuestros contradictores eventuales que, si nos sentimos en condiciones de apreciar con plena independencia las ciencias y las filosofías de Occidente, es porque tenemos conciencia de no deberles nada; lo que somos intelectualmente se lo debemos sólo a Oriente, y por lo tanto no tenemos detrás de nosotros nada que sea susceptible de preocuparnos en ninguna circunstancia. Si hemos estudiado la filosofía, lo hemos hecho en un momento en el que nuestras ideas estaban ya completamente concentradas sobre todo lo esencial, lo cual constituye probablemente el único medio de no recibir de dicho estudio ninguna influencia inoportuna; y lo que hemos visto en esa oportunidad no hizo sino confirmar con mucha exactitud todo lo que pensábamos anteriormente con respecto a ella. Sabíamos que no teníamos ningún beneficio intelectual que esperar de dicha disciplina; y, en rigor, la única ventaja que obtuvimos, fue tomar una conciencia mayor de las precauciones necesarias para evitar las confusiones, y de los inconvenientes que puede haber al emplear ciertos términos que corren el riesgo de originar algunos equívocos. Estas son cosas de las que los orientales, en ocasiones, no desconfían de manera suficiente; y hay en este orden, muchas dificultades de expresión que no hubiéramos sospechado antes de haber tenido la ocasión de examinar de cerca el lenguaje especial de la filosofía moderna, con todas sus incoherencias y sus sutilezas inútiles. Pero esta ventaja no lo es sino en cuanto a la exposición, en el sentido de que, al forzarnos a introducir complicaciones que no tienen nada de esencial, eso nos permite prevenir numerosos errores de interpretación que cometerían con demasiada facilidad quienes tienen el hábito exclusivo del pensamiento occidental; para nosotros, personalmente, no constituye en modo alguna una ventaja, puesto que no nos procura ningún saber real. Si decimos estas cosas, no es para erigirnos en ejemplo, sino para aportar un testimonio cuya sinceridad no podría al menos resultar sospechosa ni siquiera para aquellos que no compartieran en absoluto nuestro punto de vista; y si insistimos

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particularmente sobre nuestra independencia absoluta frente a todo lo que es occidental, es porque ello también puede contribuir a que se comprendan mejor nuestras verdaderas intenciones. Creemos tener el derecho de denunciar el error allí donde se encuentre, siempre que juzguemos oportuno hacerlo; pero hay querellas en las cuales no queremos vernos inmiscuidos en ningún caso, y estimamos que no debemos tomar partido por una u otra concepción occidental; estamos dispuestos a reconocer con toda imparcialidad lo que puede haber de interesante en algunas de ellas, pero nunca hemos visto nada más importante ni diferente, salvo una ínfima parte de lo que ya conocíamos en otros ámbitos, y, en los casos en que las mismas cosas se consideran de maneras diferentes, la comparación jamás ha sido ventajosa para los puntos de vista occidentales. Sólo después de haber reflexionado largamente sobre ello, nos hemos decidido a exponer algunas consideraciones como las que constituyen el objeto de la obra presente, y hemos indicado por qué razón nos ha parecido necesario hacerlo antes de desarrollar ciertas concepciones que tienen un carácter más propiamente doctrinal, de modo tal que el interés de estas últimas pueda así hacerse manifiesto a personas que, de otro modo, no les hubieran prestado la atención suficiente, por no tener ninguna preparación para ello, y que pueden sin embargo, ser perfectamente capaces de comprenderlas. En una aproximación con Oriente, Occidente tiene todo por ganar; si Oriente tiene asimismo algún interés, no se trata de un interés del mismo orden ni de una importancia comparable, y ello no bastaría para justificar la menor concesión acerca de las cosas esenciales; por otra parte, nada podría privar sobre los derechos de la verdad. Mostrar a Occidente sus defectos, sus errores y sus insuficiencias, no significa manifestarle hostilidad, sino todo lo contrario, puesto que es la única manera de remediar el mal del que padece, y del que puede llegar a morir si no se recupera a tiempo. La tarea es ardua, por cierto, y no exenta de obstáculos; pero poco importa si existe la convicción de su necesidad; y todo lo que deseamos es que algunos comprendan el carácter verdaderamente imperioso de dicha necesidad. Por lo demás, cuando se ha comprendido esto, no es posible detenerse en semejante punto, así como cuando se han asimilado ciertas verdades no es posible perderlas de vista ni rehusar la aceptación de todas sus consecuencias; hay algunas obligaciones que son inherentes a todo verdadero conocimiento, y en comparación con las cuales todos los compromisos exteriores parecen vanos e irrisorios; dichas obligaciones, precisamente por ser puramente interiores, son las únicas de las que jamás existe la posibilidad de liberarse. Cuando se dispone de la potencia de la verdad, aunque no exista otra cosa para vencer los obstáculos más temibles, no es posible ceder al desaliento, pues dicha potencia es tal que nada podría prevalecer finalmente contra ella; y sólo pueden dudar de esto aquellos que desconocen que todos los desequilibrios parciales y transitorios deben necesariamente concurrir al gran equilibrio total del universo.

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ADDENDUM (1948) Nadie objetará el hecho de que, a partir del momento en que se escribió este libro 1, la situación se ha tornado peor que nunca, no solamente en Occidente sino en el mundo entero, hecho que, por otra parte, era lo único esperable a falta de una restauración del orden en el sentido que hemos indicado, y, por lo demás, no hace falta decir que jamás hemos supuesto que una restauración semejante hubiera podido efectuarse en un plazo tan corto. No es menos cierto que el desorden se ha ido agravando con una rapidez mayor que la que hubiera podido preverse, y es importante tenerlo en cuenta, aunque ello no cambie nada en cuanto a las conclusiones que hemos formulado. En Occidente, el desorden en todos los dominios se ha vuelto evidente hasta tal punto que cada vez son más numerosos los que comienzan a poner en duda el valor de la civilización moderna. Pero, aunque esto sea, en cierta medida, un signo bastante favorable, el resultado así alcanzado no es por ello menos negativo; muchos formulan excelentes críticas acerca del actual estado de cosas, pero no saben con justeza qué remedio aplicarle y nada de lo que sugieren sobrepasa la esfera de las contingencias, de tal modo que el resultado es manifiestamente ineficaz. Todo lo que podemos hacer es repetir que el único remedio verdadero consiste en una restauración de la pura intelectualidad; desgraciadamente, desde este punto de vista, las posibilidades de una reacción que venga de Occidente mismo parecen disminuir cada día más, pues lo que subsiste como tradición en Occidente se ve cada vez más afectado por la mentalidad moderna, y, consecuentemente, es cada vez menos capaz de servir de base sólida a tal restauración, de tal modo que, sin descartar ninguna de las posibilidades que todavía pueden existir, parece más verosímil que nunca que Oriente se vea obligado a intervenir de una manera más o menos directa, de la forma que hemos explicado si dicha restauración debe realizarse algún día. Por otra parte, en lo que concierne a Oriente, convenimos en que los estragos de la modernización se han extendido considerablemente, al menos en el plano exterior; en las regiones que se le habían resistido durante más tiempo el cambio parece marchar cada vez más con un paso acelerado y la India misma constituye un ejemplo impresionante de ello. Sin embargo, nada de esto ha alcanzado todavía el corazón de la Tradición, lo único importante desde nuestro punto de vista, y sería sin duda un error conceder una importancia demasiado grande a ciertas apariencias que pueden no ser más que transitorias; en todo caso, basta que el punto de vista tradicional, con todo lo que implica, se preserve enteramente en Oriente en algún retiro inaccesible a la agitación de nuestra época. Además, no hay que olvidar que todo lo que es moderno, inclusive en Oriente, no es en realidad otra cosa que la marca de una usurpación de la mentalidad occidental; el Oriente verdadero, el único que merece verdaderamente ese nombre, es y será siempre el Oriente tradicional, aunque sus representantes se vean reducidos a no ser más que una minoría, cosa que, todavía hoy, está lejos de producirse. Tal es el Oriente que consideramos, así como, al hablar de Occidente, consideramos la mentalidad occidental, es decir, la mentalidad moderna y antitradicional, allí donde se encuentre, dado que tenemos en cuenta ante todo la oposición de estos dos puntos de vista y no simplemente la de dos términos geográficos. Finalmente, aprovecharemos esta ocasión para agregar que nos sentimos más que nunca inclinados a considerar que el espíritu tradicional, en la medida que aún vive, permanece intacto únicamente en sus formas orientales. Si Occidente posee todavía en sí mismo los medios de retornar a su tradición y de restaurarla plenamente, está en la obligación de probarlo. Mientras lo esperamos, estamos obligados a declarar que hasta aquí no hemos percibido el menor indicio que nos autorice a pensar que Occidente, librado a sí mismo, sea realmente capaz de cumplir esta tarea, con la fuerza necesaria que le imponga la idea de su necesidad.

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