Olor de Mar Ricardo Arenas Pilataxi (“Costas”) 16 Septiembre 1998
Una y otra gota golpeaba la escalera. Al mar... se lo escuchaba por las ventanas. Cada una de ellas caía sobre el escalón, atormentándolo; no tanto por el daño que le causaba a la madera inconclusa que tenía, sino porque ignoraba de dónde mismo provenía el agua. Conocí a Anselmo Adolfo Moreno; habitante de aquella calurosa isla, donde parece que de cada piedra brotara fuego; esta, una de tantas que conforman un archipiélago envuelto en fábulas e historias. Lejos de aquí; pero cerca de cada uno quienes la habitan; siempre tiene aves volando en aleteos intensos de vida, que se posan, rara vez en aquellos altivos mangles desbordantes en la orillas, con sus raíces venosas, succionando la savia del mar que rodea la isla, o, a los lados del gris y polvoriento camino que se dirigía a la cumbre de la misma. También los palos santos, matasarnos y cactus, mezclados con el canto interminable de pájaros pinzones laboriosos; de cucuves atrevidos y traviesos. Llegó a su casa, aquella tarde ardiente completamente sudado y con la transpiración impregnada a su cuerpo. Quería bañarse, no solo porque el cuerpo lo traía caliente sino porque su cabeza también lo estaba. Este hombre nacido años atrás en tierra firme, ni joven ni viejo, ni feo ni atractivo, de ojos pequeños pero de mirada profunda vino en busca de Griselda, su conviviente de estos últimos tres años, jamás la encontró. Fue una de esas mañanas que a más de conversar con sus amigos, y atraído por una ligera brizna que traía aromas salinos, había decidido ayudar a Pepìn De La Fuente, a repintar uno de los botes de pesca en los que siempre salían, casi todas las tardes. Al acercarse la hora del almuerzo, vio pasar, a una mujer de cabello ondulado, caminaba con tanta frescura bajo aquel sol de febrero, con su cadencioso paso frenaba la brisa que venía del mar, dibujándose sus torneadas piernas, claramente en aquel pañolón que llevaba amarrado a su cintura. Anselmo al ver el sudor que le corría por el escote de aquella esplendorosa caminante y que le dirige una provocativa y profunda sonrisa, le hizo sentir un deseo de poseerla, pero más que eso una ansiedad de entrar en ese interior que se manifestaba en su mirada tierna y violenta. “Uauu...qué bestia, qué mujer...mira Pepìn...”exclamó a su compañero de labor. Anselmo, cargaba a cuestas preocupaciones y confusiones, fruto de una vida placentera y liviana de la que no encontraba por dónde escapar pues lo carcomía para sus adentros. Esta historia de angustia y porqué no encontró a su mujer esa tarde empezó un día de muchos años atrás, siendo joven, cuando salió de su tierra natal con solo una libreta de ahorros sin fondos, dos pantalones de gabardina desteñidos, un libro de Emerson
tomado sin permiso de la estantería de libros de su padre, publicados en la época cuando este autor vivía; y por último un cassette de baladas de “Serrat” que lo escuchaba en toda oportunidad que encontrase un aparato reproductor, le incitaba a enamorarse de todas las “mujeres con sabor a hierba” que conocía y que haya despertado un sentido de hermandad y curiosidad en los lugares fuera de la ciudad. Con estas pertenencias se dirigió rumbo al norte de la costa del país como obrero de una compañía constructora de vía férreas, al igual que otros dos amigos, fueron con el mismo propósito, pero, no alcanzaron ni a iniciar la obra por un golpe militar que tuvo el país, suspendieron la colocación de esas rieles, ya que prefirió el dictador de turno, construir dos sendos edificios para cuatro ministerios y seiscientos burócratas más en la capital de la República. Ya en dicha región verde y espesa, muy diferente a lo que la vida de ciudad le había brindado, con no más de un par de monedas en los bolsillos, con falta de valor para enfrentar un regreso infructuoso al lugar de sus padres, pero con una sed ávida de aventuras y con toda la energía de hacer lo que a bien se le venía en ganas, fue tierra adentro, luego que él y sus compañeros recibieron la noticia que ya no había trabajo. Era un telegrama firmado por un funcionario público del lugar. Cristóbal Gonzáles, estudiante universitario, con veinte años de edad y rostro quinceañero, muy apegado a las formalidades y a peinarse con gomina; y Heriberto Silva, hijo de una familia de siete hermanos, “lagartero con guitarra”, prefirió las calles antes que ingresar a la universidad. Fueron con él movidos al igual que Anselmo por el impulso de no quedarse estáticos. Juntos en aquel bullicioso bar situado en el muelle, a donde fueron con el pedazo de papel, leían con más detenimiento, obviamente con sus cervezas, que de paso estaban tan calientes como dicho mediodía. Vieron por una de las ventanas del lugar, a través del tumulto de la calle, a una barcaza con personas apresuradas pero con trajes domingueros, víveres y cargas, en ella se distinguía una familia compuesta por un hombre de vientre hinchado y una barba gris, una mujer que en su rostro se veían más arrugas y su piel más curtida que la del mismo marido, y un par de hermosas muchachas de piel doradas por el sol, no pasaban de los veinte años e irradiaban la sensualidad que todas aquellas verdes montañas dejan de manifiesto con su tan sola presencia en todo ese paisaje. La decisión que tomaron los tres jóvenes fue instantánea, tan rápida que se conectaron las tres audaces miradas entre sí, no era necesario dirigirse palabra alguna para trasmitir sus temores, sus deseos y su disposición de salir corriendo y encontrar la forma de embarcarse en dicha barcaza, que los llevaría al interior de la región pero, a ningún destino en concreto. Entre el grito del dependiente que paguen sus cervezas, los ladridos de los perros y los insultos de dos señoras que fueron salpicadas por las fuertes pisados de los jóvenes, pagaron con las últimas monedas al timonel de la embarcación, convencièronle que los deje viajar. Anselmo, Heriberto y Cristóbal felices iban a bordo, viendo como surgía ante sus miradas la intensidad de esa selva que brindaba tantas oportunidades. Se escuchaba el
sonido del motor a diesel que se confundía con los gritos de los animales de las montañas, así como de las sierras que surcaban los troncos de un lado a otro, con ese incontenible deseo del hombre de pretender conquistar la naturaleza, pero...en un solo intento. Los tres tenían hambre; pero, Anselmo y Heriberto estaban más preocupados en mirar las espléndidas caderas que poseían ese par de adolescentes, que sin mucho esfuerzo ya coqueteaban con ellos. Cristóbal en cambio, empezó a conversar con don Julián, el hombre de la barba gris, preguntàbale de todo lo que era posible recibir contestación. Sin ser en vano la plática, logró que la mujer de Julián, doña Heide Guillermina, les convide unos tamales que llevaban para la travesía. Cristóbal se encargó de presentar a sus amigos, cayeron en gracia, pues desconocían que era de muy difícil carácter. Iban varias horas de viaje. Hermosa noche estrellada, parecía que todos los astros se habían puesto de acuerdo para dejarse observar mientras los insectos nocturnos estaban en permanente concierto hasta el amanecer. Todos dormían al aire pidiendo deseos por cada lucero que veían caer. Anselmo casi no pudo cerrar sus ojos, algunas lágrimas derramó ante la belleza majestuosa de ese cielo cubierto de estrellas, recordando a sus padres y hermanos, cuando juntos se acostaban en la playa a ver el firmamento. Escuchaban de su madre canciones y cuentos hasta que todos se dormían. Sintió un enorme regocijo, estaba lleno de sensibilidad, pero con ansiedad por ese mismo espíritu aventurero e inconstante, por el cual su familia, también sentía angustia. Ya al amanecer la barcaza llegó a un claro en donde había un muelle de troncos viejos, reflejaban en su firmeza que el tiempo no pudo destruirlos. Un pequeño letrero que decía “Campamento Cool River” y a la izquierda del mismo reposando en las aguas del río, amarrados decenas de troncos, listos para ser transportados río abajo. La finalidad de ese campamento era explotar madera. Don Julián comunicó a los muchachos que él venía con un contrato para talar los bosques ubicados a ese lado del río hasta la falda del cerro “Buitre” que bordeaba la frontera con el país vecino. No les ofrecía comodidades ni gran sueldo, les brindaba la oportunidad de trabajar limpiando la maleza, abriendo trochas para llegar junto a los árboles, cortarlos, cargarlos, aserrarlos y luego transportarlos hasta la orilla del río. A parte del sueldo y de vivir en el campamento junto con otros peones, dos mulatos orilleros y otro de las montañas, más hábiles con el hacha y el machete que cualquier oriundo de la zona; les daba una comisión con el fin de que trabajen motivados los siete días de la semana. Igualmente aclaró que el pago solo lo recibirán cuando logre cobrar a sus compradores de madera, dejó claro que solamente él podía comercializar la misma. Y por último, fruto de esa intuición de hombre vivido y que también fue joven, y porque percibió las calenturas de Anselmo y Heriberto especialmente, el acuerdo no solo terminaba cuando
uno de ellos tocase a una de sus hijas, Flor del Loto y Virgen de la Concepción, sino que simplemente los mataba, cortándoles los huevos “antes que estiren la pata” para que quede eso como recuerdo cuando volasen como ángeles al infierno...” Los días empezaron a transcurrir... Entre sudor, sangre derramada por los cortes en manos y piernas, como también músculos acalambrados de las primeras jornadas, trabajaron fuertemente los tres muchachos. Un perro que vivía en el campamento tan feo como una hiena, pequeño como un gato, que tenía una cojera proveniente de una de las patas traseras, que al andar parecía que estuviera bailando un “son cubano” y ladrador al menor movimiento, desde el momento que Anselmo lo acarició no se separó para nada de él. “Mambo”, como así lo llamó, se hizo su compañero inseparable, por más que él lo botaba y que por días no le daba de comer, se arrastraba con una cara de víctima insuperable de imitar, y solo le pedía a cambio, una caricia de su nuevo amigo. En el trabajo, Cristóbal y Heriberto más hábiles que Anselmo, no se los diferenciaba porque aún cansados del trabajo físico, siempre tenían energía para desear a las hijas de don Julián. Cristóbal y Heriberto apostaban religiosamente todas las noches en sus regulares juegos de naipes para quién de los dos debía ser Virgen de la Concepción. Llevaban un cuaderno donde acumulaban puntajes para cuando llegue el momento indicado “lanzarse a la conquista” el uno o el otro. Mientras, Anselmo había empezado a entablar conversación con Flor del Loto, ofreciéndose de voluntario a lavar los platos todas las noches, tarea que la mujer de don Julián le imponía a esta hija, que de paso era la más generosa en carnes pero “poco dejada en pensar a fondo”, expresión que siempre le repetía su padre. Este supuesto castigo resultó a la larga un placer para ella, era la oportunidad para escuchar a Anselmo todos sus planes y las pequeñas rimas amorosas que resaltaban la hermosura por la que él se sentía atraído. Eso le gustaba, la hacía sentir ciertas picazones que pasaban luego a calores, deseando inmensamente que Anselmo se las apagara. Fue aquella tarde, trabajando en la ladera oeste del cerro Buitre arrastrando los troncos de esa jornada. Anselmo, Torvaldo Carbón y Cucho Tinto, aserradores de la región, vieron sobre la última pequeña loma que estaba separada por una columna de árboles de chanùl, casi a cuatro cuadras de distancia, que llevaban en una camilla de ramas y trapos a don Julián. Cristóbal y Heriberto lo llevaban directamente a la orilla con el fin de trasladarlo inmediatamente a la barcaza que lo condujera a Pueblo Grande; se había fracturado la pierna izquierda cuando terminaba de cortar un árbol, este, mientras se inclinaba se tropezó en el aire, con ramas de otro que estaba en pie y desvió el curso de la caída, rompiendo en diecisiete pedazos los huesos de don Julián. Ya la voz se había corrido en la campamento y doña Heidi Guillermina estuvo en la barcaza con un par de mudadas de ropa y ordenando al flaco Leopoldo que tenga el
motor encendido, mientras lloraba desconsoladamente y rogando a Santo Tomás de Aquino, santo de su devoción, que salvara la vida de su marido. A pocos metros de la barcaza, Leopoldo tenía desatadas las amarras, de un solo impulso Cristóbal y Heriberto, colocaron a don Julián a bordo, reaccionaron y la barcaza ya estaba navegando. Cristóbal iba a pedir que regrese la barcaza, pero más alto fue el grito de dolor de don Julián, cuando por mejor hacer -doña Heidi le sobaba la pierna, y por el jalón del brazo que le hizo Heriberto, era un inmensa oportunidad para tener descanso de unos días. Cinco días que, de un momento a otro, fueron los más gloriosos que pudo haberse imaginado Anselmo, ya no intentó estimular la inteligencia de la desbordante Flor de Loto, solo quería encenderle totalmente los fuegos, como un volcán hizo que ese cuerpo erupcionara, fundiéndose él en el mismo, como lava que no quisiera terminar de brotar. No sin satisfacerse con la entrega Flor de Loto, que posterior de cada encuentro con Anselmo quedaba como esas gatas que se hartan de comida, le comentaba lo espléndido que era su amante a su no nada inquieta hermana Virgen De la Concepción, quien ya había decidido cambiarse de nombre en la primera oportunidad que llegara a una capital de provincia. No tuvo que esperar mucho, ya en el segundo día que Anselmo estuvo acostado en la hamaca, que usaba don Julián para fumar su pipa en las noches, disfrutando de una reconfortante siesta, definitivamente no iría a trabajar mientras no regresara la barcaza de Pueblo Grande. Mambo, estaba a los pies cuidando su descanso, pero de manera cómplice no ladró cuando la hermana menor deslizó suavemente sus manos entre los pantalones de su amo, dibujó una risita suave, y dijo “me siento triste y sola, sus dos amigos, jamás intentarían conquistarme, prefieren todas las noches solo jugar naipes”. Anselmo sabía porqué jugaban a las cartas, pero pensó que no era el momento ni la oportunidad de contarle nada, simplemente empezó a desvestirla, otorgaba lo que ella decía. Indùjola a un mundo que la ex - doncella jamás pensó abandonar. Después de concluir con esa primera sesión de consolación, supo definitivamente que debía cambiarse el equivocado nombre con el que, muy lleno de convicción, la había bautizado doña Heidi Guillermina a la también segunda desflorada. Al amanecer del quinto día, de manera intuitiva, Anselmo sabía que debía arribar Leopoldo, en la barcaza. No esperó la aparición del sol en el horizonte para estar cerro adentro. Contaba con el secreto cómplice de los otros aserradores, especialmente de Tinto y de Carbón estos se deleitaban con las sin número de historias y cuentos que les narraba Anselmo mientras trabajaban o en las comidas y en las noches, no sin agregarle detalles de cucos que se los llevarían al infierno! con la lengua hecha pedazos, entre tambores y timbales bebiendo aguardiente como si fuera suero. Anselmo tenía el plan de continuar trabajando por lo menos catorce meses más, aspiraba reunir un dinero, ahorrándolos en esa libreta vacía que el acompañaba, para comprar sus propios troncos y poderlos comercializar. Se olvidaba de sus metas por “esa debilidad”, cuando a sus ojos aparecía una notoria cadera apoyada en un buen par de piernas, que regularmente como es esa ocasión cambió el rumbo de sus planes y de su destino.
Efectivamente, al anochecer de ese día, como nunca Anselmo cortó más troncos que todas las semanas anteriores; llegó el flaco Leopoldo pero sin Heriberto ni Cristóbal, quienes estando en Pueblo Grande decidieron abandonar el campamento, justamente en el día que estaba don Julián en el hospital del pueblo, mientras lo entablillaban, cogieron el primer bus que los llevara de regreso a Ciudad del Golfo, pensaron que “eso de sacarse la madre adentro en la montaña, entibiándose la cabeza” no los conducía a ninguna parte y prefirieron ver si regresaban como dependientes de la ferretería y del almacén de telas que respectivamente tenían los padres de cada uno de ellos. Supo que luego se casaron, se adjudicaron departamentos en esos planes de viviendas de bloques que entregaba el gobierno llenando un formulario y afiliándose al partido del mandatario y que los fines de semana en camisetas interiores se sentaban en la salas a ver televisión, con un matamoscas en una mano y en la otra el periódico del día anterior. Tal vez la mayor razón, y lamentablemente dejaron traslucir su verdadera condición de no leales amigos es que ese tercer día llegó en una pequeña canoa de adentro del campamento “Cool River” uno de los aserradores silenciosos que tenía don Julián, “El Juan Diego Esteban”, oriundo de otra región y que muy servilmente siempre se mantenía a lado de los patrones, envidiando la manera como las niñas de él se insinuaban ante Anselmo. Este hombrecillo no esperó, siquiera, que concluya la primera entrega desenfrenada que tuvo Flor del Loto a Anselmo, menos aún comer el rancho respectivo, remó toda la noche y mañana siguiente, aguantó sed y picadas de mosquitos, llegó hasta el hospital de Pueblo Grande y sin importarle el dolor de las diecisiete fracturas de don Julián, le contó que: Anselmo había poseído de manera sediciosa y malévola entre aullidos y arañazos a su inocente hija!. Don Julián no se detuvo en los gritos y maldijo jurando que “ni la fuerza de Júpiter ni de Santo Tomás de Aquino lo detendrán para castrar a ese condenado!. Doña Heidi Guillermina sufrió un ataque de nervios, dejó a su esposo botado en el hospital, llegó de rodillas a la iglesia con seis velas encendidas, rezó por el horrendo pecado de su hija y rogó que sea perdonada por todos los santos. Conocí que doña Heidi Guillermina, fue sacada de esa iglesia, después de siete años totalmente delgada con el brazo en movimiento reflejo de persignaciòn. Mientras Leopoldo ataba las amarras de su barcaza en la cornamuza del viejo muelle, vio que se acercaba Anselmo con el rostro nervioso. De inmediato, le informa que don Julián viene en una lancha patrullera con una cuadrilla de policías para detenerlo por violador y “lograr justicia a cómo de lugar”. Le narra todo lo sucedido en Pueblo Grande y que es cosa de un par de horas que arribe el “Lucerito Justiciero”, lanchón de la policía rural, y que por todos los momentos agradables que había tenido de tantas historias contadas le advertía, para que salve su pellejo. Anselmo quedó estático por unos segundos; sintió que no le corría la sangre pero mecánicamente reaccionó. Regresó al campamento y guardó todas sus cosas, los pocos ahorros que tenía, se despidió rápidamente de las dos muchachas, tuvo la energía
necesaria para sacarles por lo menos un último alarido de placer a cada una de ellas, hizo honor a la expresión “como gallo”, pero satisfecho que les dejó un buen recuerdo a las esplendorosas Flor de Loto y Virgen de la Concepción. Anselmo no supo jamás si tuvo descendientes o no y si Virgen de la Concepción pudo cumplir su sueño de cambiarse de nombre. Corrió al cerro Buitre y lo rodeó, descendió sin cesar en medio de esa selva por horas y horas en una noche intensa de ruidos de tigrillos y lechuzas, pero guiado por el olor del mar y el paso incansable de su cojo y pequeño Mambo, compañero fiel, que hizo valorar la importancia de una amistad incondicional. Llegó al amanecer del día siguiente a otro campamento, clandestino, de contrabandistas de la frontera, justo cuando se disponían a cruzar madera y ganado robado de nuestro país. Anselmo sin dudar, se acercó a un hombre grasiento de baja estatura pero con unos labios de no menos cinco centímetros de ancho que siempre babeaba y escupía; era el jefe por lo que vociferaba constantemente. Coincidentemente necesitaba un remador, al que tenía lo mató el día anterior por fumársele un “Full Speed” que había dejado en la mesa junto a la botella de aguardiente, que compartía con él mismo. Nelson “Trompas” Tapia lo contrató para que reme a cambio de la comida. Anselmo que estaba hambriento y no tenía destino definido, aceptó, dedicándose a esta actividad no menos de tres años, tiempo que logró hacer su propio capital y ganarse la confianza del extraño personaje, hasta aquella noche de un sábado en Puerto Guadúa cuando, le ganó una mesa de pòker al “Trompas” y de las iras le encestó una cuchillada en el brazo derecho, marca que llevó hasta el último de sus días; para suerte de Anselmo su jefe se durmió por lo completamente borracho que estaba, entendiendo claramente que esa relación había terminado. Se levantó de la mesa recogió el dinero apostado de esa ronda, recogió la cajetilla de “Full Speed”. Los otros miembros del grupo no reaccionaron, también estaban ebrios y Anselmo pudo salir de Puerto Guadúa, en un bus que lo dirigió a “su país”. Tenía un deseo enorme de regresar a Ciudad del Golfo, con la intención de visitar el lugar donde se había criado en unión de su familia, pero con ese temor constante de alma errante que no había cumplido cabalmente con ellos. Después de cuatro días y tres noches llegó a Ciudad del Golfo. Aún habiendo pasado algunos años desde que la dejó y ella haya crecido a lo ancho y a lo alto, era la misma...su ciudad, la de las calles violentas y trabajadoras, llenas de color y de bulla, de intensidad pero de manos abiertas, ciudad que su madre había hecho quererla como parte de su esencia. El bus cruzó la ciudad y Anselmo iba distraído jugando con sus recuerdos: saltaba por esas veredas haciendo los mandados de su casa, o las otras calles que corría por decenas de cuadras cuando gastaba la moneda del pasaje que le daba diariamente su padre, en un refresco en el recreo de su colegio. Entre recuerdos, gritos de los vendedores
ambulantes y pitadas de los carros ese jueves al mediodía, llegó hasta la misma estación de buses que quedaba al pie de la ría, por ese Malecón que siempre le gustaba caminar. No tuvo tiempo para buscar el bus que lo lleve al norte de la ciudad donde quedaba la casa de sus padres, solo el olor del mar que venía arrastrado por la brisa del mismo golfo, hizo que cierre los ojos respire profundo y al abrirlos vea justamente un barco de carga, el “Encantada Carrier”, que se encontraba cerrando las últimas guías de carga para zarpar, con pocos pasajeros, a las Islas Encantadas, esa misma noche. Mientras se comía un bolòn de verde con café, en un puestito al pie del “muelle Cuatro” y terminaba de colocar en el piso una fritada para Mambo, escuchó a los estibadores sobre esas islas, que decían que había muchos animales, viajaban mochileros y hermosas chicas que se bañaban desnudas en las playas. Pidió otro bolòn, llegó una pareja mayor que conversaba a otra más joven sobre las oportunidades que encontraron en las islas, tuvieron que trabajar fuerte y en condiciones duras, pescaron, sembraron y ahora último se dedicaban al “turismo”, construyeron también unos cuartitos para arrendar a los gringos que iban a estudiar, y que los atardeceres tomaban café en las islas, bien valían la pena todos los sacrificios que han tenido que pasar. Vio el brillo y la atención que tenían las miradas de esa joven pareja que escuchaban con admiración a los mayores y llevaban sus bultos y maletas al “Encantada Carrier”, y nuevamente sin dudarlo, pensó:- ¡tengo toda una vida para visitar a mi familia y para llenar esta libreta!...”. Casi se atraganta ese último bolòn, se acerca y compra un boleto para las Encantadas. Pagó por una buena cabina, corrió a uno de los almacenes ubicados en la otra calle de dicho malecón a comprar un bandoneón, tenía esperanza que también en esas islas encontraría gente que haga música como aquellos morenos con quienes aprendió un poco de ritmo en estos años. No conocían el instrumento, tuvo que contentarse con una armónica, algo oxidada pero que sonaba lo necesariamente bien. Encontró una gorra azul con un sello “YN” de los “Yanquis de Nueva York”, creyó que significaba “Yuca Nunca”, ya que era amante del plátano, la adquirió, la llevo por largos años en un sinnúmero de aventuras y circunstancias que tuvo que vivir, posteriormente. Contento con la gorra en la cabeza; iba decidido a acercarse a ambos parejas para conversar y escuchar dichas narraciones, pero al cruzar la calle casi lo atropella una camioneta conducida por una mujer que por las lágrimas de los ojos, no se percató que Anselmo cruzaba la calle. Mambo también se salvó de milagro, pasó entre las ruedas y no fue arrollado. Una reacción de último momento le dio tiempo para saltar a la acera contraria, casi tumba a una vendedora de ciruelas y pechiches; la camioneta se golpea contra la vereda y se apaga el motor. Fue la oportunidad, mientras recibía la reverenda insultada de la frutera, Anselmo se acercó furibundo a la camioneta para encestarle una vociferada superior a la que recibió. Encuentra a la mujer totalmente asustada, de reojo mira al interior, ¡dos hermosas piernas! Largas y blancas, color de leche, que terminaba en un par de zapatos turquesas.
Esas dos esculturales piernas sostenían una bien armada cadera de simetría griega que Anselmo también quedó asustado; pero, del fogonazo que sintió como disparo, entre sus piernas. Esta señora que tenía bien puestos unos cuarenta años, viendo la cara de espanto, la tristeza que la envolvía se le tornó en una risa que desbocó en carcajada y que casi no puedo pronunciar las disculpas que le dio. Pudo encender nuevamente la camioneta, alejose con una risotada interminable que por fuentes fidedignas me aseveraron que en la mañana siguiente recién se le detuvo. En cambio Anselmo quedó con una erección engarrotada que tuvo que buscar...en el mismo malecón para que lo relaje y vuelva su modesta arma a la posición normal. Este incidente no le permitió conversar, en el muelle, con las dos parejas que estaban ya a bordo del barco desde el mediodía cuidando toda la carga que llevaban a las islas. Sonó la sirena de zarpe y alzó el ancla el “Encantada Carrier”, así como levantó un nuevo destino y aventura Anselmo Moreno. Apoyado en la banda de estribor con Mambo entre sus brazos, quien furtivamente en una caja de plátanos lo había metido en su cabina sin ser descubierto por el contador del buque, veía como se alejaban las luces de esa ciudad que lo vio nacer. Sintió un nudo en su pecho, pero rápidamente se reconfortó recordando lo dicho por aquellos estibadores sobre lo de los “gringas desnudas”...entró al barco a ver si conseguía algo de comer. Fue una travesía con algunos días de buena navegación; los delfines saltaron tanto a la salida del golfo como cerca del arribo a las islas. También se cruzaron una manada de treinta y cuatro orcas, vio flotar algunos troncos, lo que hizo recordar su tiempo atrás del campamento “ Cool River” y de las hermosas morenas, hijas de don Julián. A bordo armó amistad con la pareja de mayores, don Jacinto Fierro y doña Clara del Boca. Para el segundo día del viaje ya había contado más de cuarenta y cinco historias entre vividas e inventadas, siendo la atracción principal del barco sus narraciones. Don Jacinto Fierro le ofreció trabajo en un pequeño bote de turismo que tenía en las Encantadas, quien le dijo que con esa capacidad de hablar podría ser un buen guía para sus pasajeros y que con o sin permiso quería que Anselmo trabaje con él. Anselmo para el cuarto día estaba tranquilo, no tanto por la seguridad de contar con trabajo y que podría sobrevivir en las islas, sino que podía estar en contacto con gringas y turistas. Al cuarto día, un martes 7, el cielo estaba despejado pero empezaba a atardecer, los rayos del sol se confundían entre las nubes con destellos violáceos mezclados con mertiolates, presentaba un fondo majestuoso, reflejándose sobre el mar la estela de agua que salpicaba la proa del barco en dirección y a vista de Berlanga. El Puerto sobresalía como un cordón de palmeras delante de unas montañas pintorescamente verdes y que al acercarse el “Encantada Carrier” se empezaban a divisar las casas del poblado y como la gente andaba a pie descalzo. Los niños corrían con el dorso descubierto aún sintiéndose la brisa fresca que venía del mar. Era un cuadro hermoso, ya dentro de la bahía se encontraban fondeados pequeños barcos de madera de donde salían amables manos que saludaban la entrada del “Carrier”.
Mientras lanzó el ancla de proa y la retenida de popa, en medio del chirrido de las cadenas al bajar por las poleas, gritó uno de los timoneles la llegada de un bote a motor donde venía el Capitán de Puerto. Este, el Teniente Único de Aguas Bajas, experto en Submarinos, Clinton Simbaña, de pie sobre la borda, con su traje almidonado, que en todo caso el reflejo amarillo del cuello de lo curtido sobresalía el brillo de tantas planchadas del formal traje. Estaba muy circunspecto, más que ingresar al barco, era el interés por recibir la clásica botella de wiskhy y el cartón de cigarrillos que por costumbre el comandante del buque les regalaba a cambio de una ágil recepción. Autorizado el barco, se acoderò una sola barcaza, pudiendo únicamente bajar los pasajeros, ya estaba oscuro y demasiada baja la marea para descargar las bodegas. Anselmo estaba feliz, uno de esos momentos de lucidez y sensibilidad que empezaban a escasear en esa época de sus vida, se apoderaron de su alma, ratificó desde su más adentro que ese era el lugar donde quería permanecer y vivir. No se despegó para nada de don Jacinto y doña Clara aunque ya había empezado, durante la travesía, a pretender a la esposa de la pareja menor que viajaban, también en el barco. Ella, había hecho mucho esfuerzo de no dar ninguna posibilidad al casanova, pero era tanto el carisma con las historias que contaba, que poco había empezado a llamarle la atención. Se hospedó en la casa de don Jacinto esa noche, y le indicó que sin curso de entrenamiento para la licencia y nada de esas “pendejadas” que exigía la Oficina de Reserva Natural, al día siguiente se embarque como guía, a bordo de su bote Alunaris II, nombre que arrastraba de dos generaciones isleñas, la I se perdió por un hundimiento, que justamente fue en las rocas “Gato Despierto”. Era el primer sitio de visita, tenía que llevar a un grupo de suizos que habían contratado, para esa semana, el Alunaris. Doña Clara se comprometió a cuidar a Mambo mientras estuviera embarcado. Don Jacinto, era un hombre de inteligencia elemental, de intuición natural, pero descomplicado al máximo, habilidad que había fortalecido en el solo convivir por más de cuarenta y tres años con don doña Clara, le indicó que él se encargaba de conseguir los permisos para que trabaje, obviamente ya embarcado, teniendo la ORN que forzadamente formalizarlo, con número y sello en los registros de la Reserva, su permiso de trabajo. Don Jacinto sabía que debían darle los papeles que él quería, ya que era el único que vendía combustible y lubricantes. Lo único que le correspondía hacer a Anselmo era: conseguir un short caki, unas zapatillas chinas, leer un manual de notas sobre Charles Darwin que tenía a bordo, y toda la energía para que “bata esa lengua” interpretando lo que veía a su alrededor. La vida de Anselmo Adolfo Moreno se desenvolvió agitadamente durante ocho años, de barco en barco, guiando grupos de pasajeros que llegaban a ese rincón del país por su naturaleza incomparable, por la mansedumbre de sus animales, cualidad que fue desapareciendo poco a poco en la medida que iban llegando más y más “Anselmos” y más y más turistas, que con el tiempo fueron perdiendo la perspectiva inicial de lo peculiar que tenía este lugar encantado. Fue así que se hizo conocido por si simpatía y gran habilidad para atender y entretener bien a los pasajeros. Una vez en su sexto crucero un pasajero olvidó una revista y una máscara de buceo. La leyó de principio a fin, se colocó la máscara y en la siguiente
entrada a puerto, la Oficina de Reserva lo hizo guía buzo. No quedó satisfecho, compró más revistas de buceo, se sumergió y lanzó al agua cuanto turista podía, hasta que no le quedó otra alternativa en una de las fiestas Patrias de la Armada, al Teniente Simbaña, declararlo y consagrarlo buzo master profesional. Anselmo logró ser registrado en el libro Guiness e hizo más famosas las islas; con el reconocimiento en una filmación especial que transmitieron por satélite a todo el mundo; en una inmersión, a un grupo de ochos buzos les narró un cuento bajo el agua. Gozaba de una salud excepcional; a bordo, en los atardeceres comía pescado con su regular café pasado, preparados por el cocinero del barco; y en puerto, en la cafetería “La Sabandija”, lugar frecuentado por Anselmo, todas las tardes. En una ocasión, al tercer año de guianza, tuvo que entrar el Alunaris un día fuera de itinerario, tenía un tremendo dolor entre las piernas. Casi no podía inclinarse y por primera ocasión tomó la decisión de buscar un médico. Estuvo asustado, pues pensó que por su promiscua vida tenía alguna grave infección. Se dirigió donde el Doctor Triestino Gil, profesional que veinte años atrás se radicó en Berlanga, practicaba su hobbie de pastelero y encontró el amor en los corpulentos brazos de una robusta y nada entrometida noruega nacida en las islas, Gerda Gabers; era “un hombre realizado”. Tocó la puerta, esperó, a través de una de las rendijas de una de las ventanas de aspecto fúnebre, salió los gritos de doña Gerda: “!Triestino!, ...se encuentra esperando el mujeriego ese del Anselmo...que será, ...debe estar infectado el infeliz ese...!!!. no se sorprendió Anselmo de esa recibida ya que era normal en ella este tipo de comentarios y su manera agria de tratar a la gente. Pensó por un segundo dar la vuelta y salir, pero el dolor en el bajo abdomen era insoportable. Después de unos minutos muy gentil y educadamente lo recibió el Dr. Gil, hombre de una tranquilidad para dormirse con tan solo mirarlo. No terminaba de indicarle el lugar que le dolía, ya doña Gerda, con su delantal lleno de harina, hablaba y refunfuñaba dentro de la misma consulta: “Ah, bien hecho...por putañero debe estar con alguna enfermedad, ...ve...ve...! eso le pasa por estar solo pensando en tirar y tirar!,...bien decía yo...que no era para menos!”. El doctor Gil, no lo examinó, más parecía que buscaba la forma que Anselmo se vaya del consultorio y que su mujer se calle, tomó su recetario y le envió a inyectarse diez ampollas de penicilina. Le echó una simpática y triste sonrisa de despedida entre los gritos, Anselmo asustado se retiró del lugar. No quedó muy convencido y simplemente se dirigió a la cafetería y tomó unas cervecitas; trató de levantarse a una turista esa noche en “la Sabandija”, sin éxito alguno, porque de una u otra forma estaba preocupado, cualidad no muy usual en él. Al día siguiente dirigiéndose a la farmacia a comprar las inyecciones, pasó casualmente primero por la casa del doctor Prieto, posterior a los saludos, le explicó su caso. Lo examinó, no comentó nada, le pidió que le entregue la receta del doctor Gil; la tomó entre sus manos y la rompió; tan solo le dijo: “use una talla más grande de pantalones”. Anselmo feliz se dirigió al muelle y continuó su crucero. Después de este, otro, otro y otro... Los días que no guiaba y estaba en puerto eran noches de constantes farras. Fiestero y narrador de cuentos como jamás en toda la existencia del archipiélago arribara alguien así, información verificada inclusive en los tratados, desde la época de los balleneros.
Como historia sencilla y ordinaria que compartía a sus compañeros de fiesta, tenía aquella de la rubia millonaria recién casada con el hijo de otro magnate que estando de luna de miel en el Alunaris, lo conoce. Queda tan anonada al verlo, “bello y bronceado”, que se cae al agua justo cuando cruzaban el canal del norte, hundiéndose en un remolino que rápidamente la absorbió a sumergirse, cuando alcanzó los doscientos sesenta y ocho pies, pasó una ballena azul de treinta y cinco metros, se agarró fuertemente de la aleta dorsal y luego, de comunicarse en el lenguaje de los cetáceos, empezó una desenfrenada inmersión y llegó justo, antes que ella quede atrapada en una cueva submarina: la rescata, comparte el aire de sus pulmones en una apasionada respiración boca a boca, la eleva, en medio de una escolta de delfines y medusas por casi media hora hasta alcanzar la superficie. A bordo, ella en medio de toses reacciona: “My camera, ...es from new York, eah ¡...”. nuestro héroe que tenía como referencia “Nunca Yuca” por su gorra azul, no pensó dos veces y volvió a sumergirse, saliendo después de otra media hora, esta vez, con una herida en su brazo derecha, pues tuvo que pelear con dos hambrientos tiburones. Barbie, la rescatada, supo que él era su hombre. Quería ahí mismo en presencia del capitán del barco divorciarse de su insípido, yupi y aburrido marido, renunciando a su fortuna para unirse inmediatamente con Anselmo. ...Pero él la detuvo, le explicó que no podía ser solo de ella puesto que él era de todas... Historias como estas, eran el pan de cada día de Anselmo, y la gente le festejaba y demandaba más y más. Su rostro se fue curtiendo y su cuerpo engrosando un poco más; pero, siempre tenía la chispa para encantar y en otros casos para embaucar a cientos de mujeres que desfilaron bajo el efecto de sus historias y ante el fulgor de su “cartuchera”. Ya en aquel año, cuando los destellos de reflexión cada vez eran más escasos, llegaron en esa ocasión de una manera algo tenue, pensó que necesitaba alguien con quien convivir, que atienda un poco más a Mambo, que no lo podía llevar en sus viajes, a quien se le había acentuado su cojera; dejando que prime este imperativo, antes que de su corazón brote por lo menos alguna chispa de amor. La elegida fue Griselda Arcos, apellido que tuvo que adquirir por venir huida del continente cuando se dedicaba a la venta de marihuana en Ciudad Del Golfo, en las galerías de pintura que transitaba como modelo desnuda surrealista, en un ambiente bohemio, de mucha vanguardia cultural, pero que en todo caso para validez nuestra sencillamente eran: “simple ganas de acostarse y de fumar”. Griselda, quien tenía un trasero como de dos balones de básquetbol, era una morena de talle pequeña, pero con una gracia y sabor propio de las mulatas de la región donde Anselmo cortaba madera. Griselda también estaba cansada de estar de hombre en hombre, tal vez más vivida que él, se involucraron el uno con el otro. El con ella por las cualidades que solamente veía, un cuerpo y energía de entrega; y, ella de él, porque ganaba cualquier cantidad de dólares guiando en los barcos de turismo, gastaba como si que el día fuera el último de la vida, y que poco estaba en casa. Fue así que aquel junio decidieron vivir juntos, en aquella casa de madera con el ventanal al mar pintado con rojo y negro, que quedaba atrás de la vieja iglesia de la plaza. Fueron unos...tres meses de luna de miel, hasta que aquel encanto se fue
enfriando fruto del desgaste de dos cuerpos trajinados en exceso. En la ausencia de Anselmo ella no congenió con Mambo, que no dejó que nunca lo toque, chillaba como si lo estrangularan, además no se detenía de hacerlo al verla desnuda, forma preferida de permanecer en casa. Anselmo soportaba o se hacía el desentendido, pero lo único que temía Griselda, era la reacción que tenía su conviviente cuando se enteraba, por los vecinos “no muy sapos”, que no le daba de comer a Mambo. Cuando era insostenible estar juntos en la casa, Anselmo se iba con sus amigos a pescar. Estaba acostumbrado prácticamente de los quince días que salía con ellos, a capturar realmente en solo cuatro de ellos sus cuantos bacalaos, bocachicos para la comida en la casa y uno que otro tambulero que se los regalaba a la familia de Pepìn. Era más su atracción a conquistar chicas en el muelle, habilidad que con el tiempo había desmejorado, era un despliegue de zalamería pesada en su pretensión de conquistador infalible y que no sabía que lo único que llamaba la atención era su color de piel que no lo había escogido, solamente por el sol que recibía le brillaba más y que eran ellas quienes decidían usarlo en momentos de arrebatos o “debilidad vacacional” o como una reacción “desestresante” del medio de donde provenían. En todo caso eso no era importante, lo que sí era es que cambiaba de turista como cuantas veces se bañaba a la semana. No había noche que no asistiera a “La Sabandija” que quedaba junto al muelle de la bahía, y con otros amigos bronceados comentaban la cantidad de chicas levantadas en su diario decurrir. Su vida transcurría sin sentido, sus motivaciones se agolpaban tras las cervezas y en algunas tarde de ejercicio, que corría no menos de diez kilómetros diarios en aquella carretera bordeada por palos santos y cactus. Buscaba cualquier oportunidad para no estar en casa junto a Griselda y siempre rodearse de personas, para narrarles cualquier historia...ya era un adicto al cuento!. Anselmo era un ferviente defensor de los derechos humanos, político de línea “antropocéntrica social demócrata” o de la tendencia más sofisticada del momento, “conservacionista” en las conversaciones, ateo por conveniencia y en general de un muñequeo con su labia, que prácticamente a más de un discurso no muy consistente con su labia, pero rico en posiciones y confusiones, blandía su lengua, conforme al oyente. Especialmente a la dama que siempre lo acompaña, no pasaba de sus profundos discursos a ninguna acción concreta. Era el verdadero vago solapado que siempre estaba ocupado. Hablaba de millones y de grandes negocios, Juan amigo e infidente de Anselmo siempre se le burlaba, solamente esperaba que el dinero venga en tubería de cuatro pulgadas, aunque en el fondo de su interior, su voluntad había quedado paralizada. Sobrevivía, estaba angustiado, estaba irritable y era prácticamente insoportable para Griselda convivir con él, más aún, cuando ella había regresado a su antigua actividad: posar desnuda, más que por expresión artística por conexión carnal. Ofrecimientos que nunca tuvo la intención de negar, a aquel único pintor artista de la isla, Willy Bolsín, de origen africano, arrastraba la tradición de perforarse todas las partes cartilaginosas y
guindarse en dichos huecos cuanta argolla encontraba, de padre, italiano, de aquellos de noches fugaces en esas jornadas de cacería por las lejanas llanuras del continente africano. La vida en Berlanga transcurría sin mucho esfuerzo, este pueblo tal vez era el único que sin tener dinero se podía vivir bien, en donde solo hacía falta tener amigos y trabajar de vez e cuando, condiciones que conllevaron a que Anselmo pierda su licencia por trabajar en ese último año solo cuarenta y tres días. Inclusive la Oficina de la Reserva le dio una oportunidad especial, por haber sido declarado en dos ocasiones seguidas el “Lengua de Oro del Pacífico” – versión Encantadas, lo envió a realizar un trabajo de observación del cometa Halley. Pasó por algunas semanas a la vista de ellos, debía registrar en un cuaderno cómo influenciaba la estela de la cometa en la sacada de lengua de las iguanas marinas juveniles, en las mareas altas. No lo hizo, prefirió argumentar y contar a todos quienes le escuchaba, que hubiera preferido el estudio, en las mareas bajas. ---------Después de regresar aquella tarde totalmente acalorado, le impresionó, a los tiempos, la belleza de esta última mujer con la que cruzaron sus miradas, mientras estaba en el andamio pintando el bote de su amigo, se sintió algo confundido, vio en esos ojos un brillo distinto que había dejado de percibir desde hace muchos años, era una belleza diferente...no se permitió seguir explorando en su interior. Al regresar con su realidad...no encontró a Griselda en casa, imaginaba que podría estar en la galería de Willy, se sintió indignado, también raro en él, aunque más molesto por verse que el vientre le había crecido más allá de lo que su vanidad le admitía, fastidiado por su condición de insatisfacción, lanzó las ollas contra las paredes viendo que brillaban de limpias, ¡ su conviviente no había tenido la mínima intención de cocinarle algo!. Expresiones de maldición como más lo había hecho en su vida, salieron de su boca. Se tomó una cerveza olvidada en la refrigeradora, que por suerte Griselda no había encontrado, ya que ella siempre flotaba en un mundo líquido y de humo, en el que se refugiaba, buscando formas artísticas para inspirarse en nuevas posiciones para modelar. Lo que hizo es, llevarse casi todos su bikines, trajes de baños y ropa interior, prácticamente sus pertenencias, había abandonado definitivamente la casa. Ese mismo día no solo modeló, sino que lo usaron como tela en una clase con diez estudiantes principiantes. Mambo que salió patojeando a su encuentro, feliz de verlo y por la ida de Griselda, recibió un tremendo patazo, estrellándose en la misma pared donde cayeron la ollas. Fue la última ocasión que el can se acercó cariñosamente... Casi desprende la puerta al salir de la casa. Caminó sin rumbo; se detuvo, prendió un cigarrillo, y se dirigió al muelle. El perro, cojeando más, no solo de vejez sino de golpe recibido en su delgada cadera, lo siguió. No encontró a Pepìn, simplemente cogió su otro bote, prendió el fuera de borda y arrancó a toda marcha rumbo a un bajo que quedaba al sur de dicha bahía. No llegó al destino, justamente en ese momento arribaba a puerto un barco privado de un lujo impresionante. Averiguando después, pertenecía a una familia de príncipes, no tan parecidos al de las historias de niños, pero tampoco eran de la realeza que habitan en Europa y así describen las revistas de chismes.
Era de unas dinastías muy poco conocidas, en todo caso translucían que eran de mucha clase. Este barco mientras se fondeaba en la bahía de Albatros llamó la atención por lo blanco y brillante de su enorme y aerodinámico casco de quinientos pies. Anselmo perdió el deseo de pescar, se olvidó las iras que lo envolvía y quería encontrar solo la forma de ser invitado a dicho barco, del que desde una de las cubiertas movían las manos cuatro hermosas muchachas, en sentido de invitación. Anselmo hundió el vientre, se remangó la camisa blanca que tenía puesta, hinchó su pecho y mostró una de sus mejores y más cautivantes de sus sonrisas, que no dudó el capitán inglés de dicho barco, Aldrin Crift, en invitarlo a bordo, pensando tal vez congraciar al dueño e invitados del barco, al exhibir a un nativo interesante del lugar. Empezó a caer la tarde y justamente pasaron a cenar los catorce príncipes de abordo, todos ellos invitados por el magnate griego Raulato Joselitis, muy conocido en el jet set internacional. A bordo le prestaron un saco negro, se sentía en la gloria. Anselmo pensaba que esta cena era una oportunidad única para aumentar su repertorio de historias y narraciones. No menos de cuatrocientos cuentos como para cuatro años más tenía por contar de esta cena, que compartió con esta realeza de dinastía incierta. En el interior del comedor principal de uno de los pisos del Atlántida, nombre de la embarcación, con lámparas de araña con vidrios de cuarzo, pasamanos bañados en oro, alfombras traídas de las misma Persia, y cuadros originales de Van Goh y Rembrandt, cenó junto a los catorce príncipes y con Joselitis y su esposa. Las diecisiete personas cenaron los más exquisitos platos jamás imaginados para un paladar criollo como el de Anselmo. Abrieron ciento diecinueve botellas de vinos entre blancos y tintos, sin contar las seis botellas de wiskhy que se tomaron como aperitivo. Como postres quesos de todo tipo, inclusive uno con leche de pájaro espino en vías de extinción, que inclusive en las Encantadas desconocían su existencia. Manjares que prácticamente ya no le entraban en la boca de Anselmo, quien a más de la terrible borrachera que cargaba y del bochorno que hizo, al intentar pellizcarle el trasero a una de las princesas, no le quedaba espacio en los bolsillos del saco prestado, que no tuvo la mínima intención de devolverlo, además el capitán no se lo iba a pedir, ya que llegó ese momento que lo único que querían era que desembarque del mismo. Casi sin control sobre sus extremidades, contando un cuento sin ningún interés para los tripulantes que lo llevaban en hombros en medio de diplomáticas sonrisas, prácticamente lo lanzaron a bordo del bote de pesca de Pepìn, en que al caer, casi aplasta a Mambo, que pacientemente había quedado por horas esperando a su amo. Anselmo no se percató que era medianoche sin luna, tampoco se dio cuenta de su borrachera, simplemente balbuceaba entre eruptos “bye bye ladies”...”, prendió el motor y avanzó a toda marcha. -------La mañana siguiente hizo un calor terrible, el sol resplandecía como no lo había visto en esas islas en los últimos veinte años. Sintió calor...sintió frío, oía voces y quiso abrir los ojos, no pudo. La cabeza le estallaba, alzó los párpados pero no puedo ni abrir la boca.
Trató de tocarse el rostro y ese movimiento fue como si hubiera recibido un garrotazo en la cabeza. Al mirarse la mano ve sangre coagulada, entendió que tiene la cabeza partida. Trata de ponerse de pie, pero una fuerte presión en el tórax se lo impide. Sus costillas estaban rotas. Esos primeros setenta y ocho segundos fueron los más espantosos que había tenido a sus treinta y cinco años de edad, más aún cuando cae en cuenta que al frente de él había una reja y que en ese cuarto sin pintar y oscuro, solo había un colchón sin forro. No se supo en todo el pueblo como fue a estrellarse justamente en la casa de la orilla del capitán de puerto, al incrustarse se despedazó. Mambo, que silenciosamente viaja en el bote, murió instantáneamente al estrellarse contra el Escudo Nacional que estaba guindado sobre la alcoba del oficial. Las piernas del Capitán de Puerto se fracturaron en el justo momento que se reconciliaba con su esposa, quien por fin después de un año de régimen de abstinencia había logrado convencerlo para esta esperada entrega. A primera hora, Clinton Simbaña, tuvo que ser transportado en una ambulancia rumbo al continente para enyesarse, no sin antes ordenar que, en el estado que esté, “al condenado de Anselmo lo metan preso y que no lo saquen de ahí hasta que cumpla por todos los daños que había causado!”. Además, el destrozo de la embarcación de Pepìn fue terrible para la familia De la Fuente, ya que para lo que Anselmo era una diversión para Pepìn era su forma de vivir. Pepìn y su familia no tenían ahora de qué vivir, Anselmo debía pagar todo eso. No demoró mucho en enterarse ya que el guardia de turno le puso al tanto inmediatamente, cuando se despertó. Anselmo perdió el habla y durante los seis meses que estuvo preso no puedo hablar. Pudo en todo caso firmar la escritura de su casa, que al menos si logró construir en sus mejores tiempos de guianza y entregársela a Pepìn. También tuvo que deducir la parte de los gastos médicos de la rehabilitación del capitán de Puerto. Anselmo había perdido todo, el habla, su casa, sus compañeros de juerga; Mambo, al que con su ausencia supo que perdió a su único y verdadero amigo, doliéndole más que su muerte el patazo que le dio aquel último día. Se quedó sin historias, se sentía desamparado. Le quedó un pequeño saldo, le alcanzó para pagar un mes de arriendo de un cuarto, en la casa de doña Clara, quien fue la única persona que le ayudó, al menos de esa manera. -------Sucedió aquella tarde. Sumido en sus pensamientos, fue a sentarse en el muelle de los pescadores, lugar donde antes estaba rodeado de gente en medio de risas y cervezas, ahora totalmente solo. Supo que todo fue un desperdicio y pensó como aquella canción: “la vida no vale nada...”. Las lágrimas se agolparon en sus ojos, y silenciosamente empezó a llorar. Las fragatas y pelícanos volaron alrededor de él, habían florecido los flamboyanes que estaban en el barranco; se percató de esto que en todos los años anteriores, no había prestado atención en esos detalles.
Sintió el fresco del viento que soplaba del mar, cerró sus ojos y aspiró profundo...olió el mar. Empezó a observar no solo las fragatas y los pelícanos sino que había un grupo de lobos marinos que intentaban subirse en un barco pesquero fondeado y esto le causó gracia. Se le dibujó una sonrisa. No pasó mucho tiempo cuando se sentó junto a él aquella mujer que vio pasar desde aquel andamio y que le cautivó no solo su cuerpo sino su mirada. Ella le sonrió y el dijo: -“hola” . Janeth, nombre de la hermosa muchacha, le conversó que había decidido quedarse en esas islas. Le habló de todo lo que había encontrado en las diferentes manifestaciones de los animales. Le contó lo feliz que se sentía el haberse dado la oportunidad de conocerse más a si mismo y que había podido sensibilizarse con los elementos más sencillos. Le conversó de su familia, de sus estudios, y lo mucho que los extrañaba pero que sentía que ahora era el momento para vivir y aprender lo que siempre había querido, compartir con la gente en la naturaleza. Anselmo solo escuchaba, sentía que cada palabra que esta mujer le decía era como gotas de agua que humedecían una esponja seca que era su corazón y que le regresaban los deseos de seguir viviendo. No dejaban de humedecerse sus ojos. Ella después de hablar y expresarle de la manera más sencilla valores y detalles que significan razones de vida, le dijo mirando a los ojos: “sabes..., qué es lo que me gusta y más me atrae de ti? ... es que no hablas,...escuchas”. Fue como una cachetada para Anselmo, reiteró lo que estaba reflexionando, había tenido un proceder equivocado, desperdició hermosas oportunidades para apreciar y disfrutar todo lo que la vida le había puesto a escoger. Entendió que aquellos detalles hermosos de mirar al cielo noches estrelladas, que compartió con sus padres y hermanos cuando era un niño, eran el mejor preciado que había recibido por parte de ellos. Percibió que tenía una oportunidad...debía empezar. Janeth se despidió, la sonrisa y mirada con la que lo hizo, fue el cuadro más hermoso que había visto en toda su vida. Ella le dijo que ojalà él quisiera verla ya que deseaba seguir conociéndolo. Se levantó y observó que cargaba aquel pañolón amarrado a su cadera que lo hizo estremecer en aquel andamio, meses atrás. Anselmo sin tener ningún centavo en sus bolsillos, se sentía el hombre más rico del mundo. Era dueño de todas las decisiones para volver a emprender, dueño del privilegio de estar viviendo en esas islas y más que nada, tenía la puerta abierta de su corazón para dar y recibir amor. Janeth era tan sencillamente humana y le daba escalofríos el solo pensar cómo había dejado de apreciar la parte humana de todas las personas que había conocido. Envuelto en estos pensamientos. Ella se alejó con su acompasado paso, él no dejó de mirarla, disfrutando, tanto el entorno de sus piernas como el regocijo en descubrir que lo bello de ella era su ser.
Confirmó que su inquebrantable apego al mar lo había salvado. Corrió en dirección a la a la carretera de los cactus y palos santos, y mientras sudaba kilómetro tras kilómetro, trepando la loma y divisando la inmensidad del océano, su cuerpo se tensaba en cada pisada, supo que así como su voluntad le llevaba a recorrer esas distancias aún con el dolor físico, podía lograr todo lo que se proponía. Llegó al cuarto de doña Clara, quien tenía la radio encendida y escuchaba, un debate de los diputados sobre estadios, avenidas y carreteras para aquellas islas que se protegían por su naturaleza. No se percató que Anselmo entró a tomar el cassette de “Serrat”, único bien preciado que conservaba de su época de ilusiones y de juventud; decidieron los diputados construir estadios, ...el pueblo, feliz. De regreso al muelle, la gente se sorprendió verlo con otra faz. Muchos se alegraron, otros, en cambio no. Anselmo Adolfo Moreno en aquel muelle de los pescadores sonrió, se sacó la ropa, colocó encima de ella el cassette, aspiró ese olor de mar que siempre lo hacía reaccionar, y se lanzó a nadar. Se dirigió a un islote al frente de la bahía. Supe que a Anselmo le quedó el olor de mar, desconozco en cambio, al terminar este cuento si regresó o no a puerto. La nadada fue larga. Quería sentir...el olor de mar.
Fin. Costas Puerto Ayora, 16 de septiembre de 1998.