Nocturno

  • May 2020
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  • Pages: 48
NOCTURNO PJ RUIZ

-

Trabajaré por el salario base, señora, y me puede descontar la comida. Mi única condición, como ya le dije, es que sólo lo haré de noche. Tengo una extraña enfermedad en la piel, y no puedo exponerla al sol, pero soy muy bueno en mi trabajo, se lo aseguro. Vengo haciéndolo desde hace mucho y en bastantes lugares, y nunca he tenido el menor problema. – La voz del desconocido era grave, muy baja. Hablaba con lentitud, como intentando que todo quedase en perfecto orden sin necesidad de repetir. También las serpientes hablarían así si pudiesen, y desde luego tienen la carne tan blanca como aquel hombre, pensó Clara, pero apartó aquella curiosa idea de su mente. No sabía de qué rincón de su cerebro había salido en un momento tan inoportuno.

-

Entiendo. Bueno… Sí es cierto que necesito a un jornalero. En el pueblo le han informado bien. No sé…

Apartó la mirada un instante de aquellos ojos turbadores y aparentemente sinceros. Se consideraba buena analizando la psicología de las personas a primera vista, como todo el mundo en realidad, y sin embargo aquel hombre sólo le hacía intuir una mezcla de sensaciones de lo más bohemio que la tenían confundida desde que llegó y se bajó de su moto. No era un tipo corriente, de eso estaba segura, al menos no como los otros que habían pasado por allí cada temporada. Hallaba algo en él que le causaba desasosiego, pero finalmente pensó que tal vez no fuese nada malo, que todos tenemos recovecos, secretos inconfesables, y que lo mejor era dejarse llevar un poco por lo bueno que emanaba de quien era capaz de plantarse ante tí para pedirte algo tan noble como el trabajo. El hecho de parecer bohemio o solitario no era motivo como para negarle esa posibilidad, y además, hacía años que nadie estable pisaba sus campos. Era ya momento de probar de nuevo.

¡Y a fin de cuentas siempre le quedaba la guardia civil, que estaba a diez minutos de allí!

-

¡Muy bien! ¡De acuerdo! Se quedará usted en las habitaciones que hay en el exterior. Son pequeñas pero agradables. Mi padre las hizo para los peones en los tiempos en que era tan difícil trasladarse como encontrar buenos jornaleros. Estará sólo, así que puede coger todo el espacio que necesite. Tiene agua corriente y electricidad, y si lo desea puedo darle una botella de butano. Detrás tengo una de más. En cuanto al salario, no se preocupe, que no pienso descontarle la comida. Eso es algo que me parece indigno.

-

Gracias, señora. No sabe como le agradezco la oportunidad que me da – El hombre se incorporó levemente, como estirándose, denotando satisfacción mezclada con agradecimiento verdadero. Clara tuvo la sensación de que había acertado en su decisión, a pesar del hormigueo que le recorría el espinazo.

-

Ningún problema. Usted trabaje como espero y no le faltará de nada. Soy justa en el trato, ya lo verá. Sólo le pido que por favor, si lo hace de noche, cosa que entiendo, intente no armar mucho alboroto. Mi hijo y yo dormimos en el horario habitual.

-

No se preocupe, señora. – Dio un repentino paso adelante y se situó muy cerca de Clara, justo al otro lado del marco - Usted y su hijo no tienen nada que temer de mí.

-

Verá… - Clara hizo un paréntesis para que lo que iba a decir sonara con la suficiente firmeza y no dejara lugar a dudas, aunque no pretendía parecer todo lo agresiva que era capaz de llegar a ser - Puedo asegurarle mi hijo y yo no tenemos nada que temer de nadie. Llevamos mucho tiempo sólos y sabemos protegernos. De todos modos agradezco su intención – Le costó la propia vida estar tan cerca de aquella mirada, pero lo había conseguido sin mostrar debilidad. Eran unos ojos extraños, profundos… provistos de un cierto toque de furia animal, pero cargados

también de un magnetismo encantador. Eran, sencillamente, diferentes. Ahora sólo quería apartarse sin resultar brusca - Aun no me ha dicho su nombre, señor… -

Cristo. Me llamo Cristo – pareció rehuir revelar su apellido, pero Clara no le dio importancia. En el fondo todo el mundo tiene derecho a guardar su intimidad celosamente, como ella misma practicaba a diario. No eran buenos tiempos para la extroversión.

-

¿Cristo? Vaya. Espero que tenga más suerte que nuestro señor y no acabe crucificado. – Lo dijo con una sonrisa no carente de ironía y sentido del humor, pero la expresión del hombre no se alteró, como si no hubiese sido capaz de captar el sentido de la frase. Ella se dio la vuelta para mirar al niño mientras revoloteaba cerca de la televisión y aprovechó para alejarse de aquella persona extraña sin que se notase. Se sintió aliviada y se preguntó si lo que estaba ocurriendo era realidad, porque todo resultaba bastante raro, casi daliniano.

-

Nunca se sabe lo que nos espera, señora - dijo el hombre después del tenso silencio - El destino es esquivo y no deja pistas, pero créame que intentaré no ser crucificado. Además, no creo que nadie mostrara interés en hacerlo conmigo, señora. La crucifixión es algo que sólo se reserva para los puros de espíritu – hubo un destello en su mirada mientras lo decía, un detalle sutil que ella no supo interpretar. Quizás la respuesta equitativa a su ironía… quizás otra cosa - ¿Estamos de acuerdo entonces?

-

Si, por supuesto. Deje que le muestre sus habitaciones. Estará cansado.

-

No. En realidad no. Enséñeme la habitación si lo desea, pero empezaré a trabajar de inmediato si no le importa. Antes del amanecer pararé y descansaré.

-

Como quiera. Le llevaré algo de comer dentro de unos minutos. Espero que le guste el estofado. Por cierto, mi nombre es Clara Torres, aunque supongo que ya se lo habrán dicho en el pueblo.

Aquel hombre pálido y frío de piel ambarina le había llamado la atención muchísimo, casi desde que lo vió llegar a eso de las diez. Aunque resultaba difícil precisar la edad, tendría unos treinta y muchos. ¡O cincuenta y tantos, así de raro parecía! Era alto, muy alto y delgado, aunque se le veía fuerte, quizás fibroso. Tenía en él un rasgo marcadamente animal a pesar de que sus manos eran delicadas, con dedos largos y finos propios de un pianista, no muy normales en un peón. Lucía un pequeño aro en su oreja izquierda, y su rostro, poblado de barba de dos o tres días, parecía centroeuropeo, aunque no había en la forma de hablar ningún carácter que revelase la procedencia, y desde luego era lo que se podría llamar un hombre guapo, atractivo y ciertamente carismático. Vestía con vaqueros gastados y remendados, camisa a cuadros bien entallada y una gruesa chaqueta de cuero bastante raída e inusual para el calor andaluz del mes de julio, pero sufrida y segura para viajar en moto. Las botas de hebilla, impecablemente cuidadas y brillantes, le daban un aspecto peculiar, pero lo que en verdad la había impresionado era la fuerza de la mirada. Aquellos ojos azules le habían llegado al alma, pero no del modo que pudiera esperarse. Había algo en ellos muy especial, algo que la había hecho mantenerse dentro del marco de la puerta durante toda la conversación. Daba casi miedo.

Y sin embargo no había podido decirle que no a aquella abundante dosis de encanto que por otro lado se desprendía de la persona que ahora aguantaba la pesada moto sin aparente esfuerzo esperándola para ir a las estancias que le había adjudicado, situadas en un lateral del pequeño y viejo caserío que era Villa Marta.

La propiedad, formada por un grupo de viviendas encaladas con tejados árabes, databa de los tiempos de su abuelo, pero se mostraba sólida y funcional. Además los campos de alrededor eran muy productivos, y habían permitido a tres generaciones de Torres vivir con holgura. Desde que Fernando, su esposo, murió, ella había administrado la hacienda con firmeza, y no era fácil. Además la mano de obra escaseaba, porque la juventud de los pueblos cercanos estaba más en otras tareas que en las duras faenas del campo.

Mario, su hijo de cuatro años, seguía comiendo tranquilamente frente a la tele, empinado sobre el grueso cojín que le ponía para llegar debidamente a la mesa, y ella se atrevió por fin a cruzar el marco de la puerta tras coger la llave que abría las habitaciones de los peones. Sería sólo un momento.

Bajó los escalones y caminó delante del hombre los escasos metros que los separaban del lateral del caserío. No dejó de notar aquella mirada especial sobre ella mientras sonaban sus pasos junto al rodar sordo de aquellas ruedas que venían de… ¿Lo había dicho? Se dio cuenta de que no, pero tampoco le importó demasiado ¿O quizás, por el contrario, le importaba todo? Se dio cuenta de que estaba muy confusa, y deseó que los instantes corrieran veloces.

Cuando segundos después abría la cerradura lo hacía con la intención de que no se le notara el extraño temor que la inundaba poco a poco y que no dejaba de sorprenderla, porque no era persona miedosa en absoluto. Lo que sucedía es que de algún modo percibía un misterio en Cristo y aquello la enervaba, cosa nada frecuente, pero era muy consciente de que el comportamiento del hombre había sido intachable durante la entrevista.

Volvió a cuestionarse si había tomado la decisión correcta, pero había tirado con fuerza de la propiedad y siempre el instinto le había sido útil. Ahora le decía que siguiese adelante, aunque no entendía bien por qué ¿Acaso la había hipnotizado? ¡No creía en esas cosas!

Quizás sólo fuesen sensaciones ambiguas, pero no veía inconveniente en lo que había decidido.

Durmió bien aquella noche, y a la mañana siguiente, nada más levantarse y preparar el desayuno, observó por la ventana que la leña estaba perfectamente cortada y apilada junto a la nave de las herramientas, a pesar de que no había escuchado el menor ruido del hacha contra la madera. Cuando salió a mirar el campo vio que también aparecía labrado y sembrado el que había tras la casa, y todo ello en tiempo récord. Tocó el suelo húmedo y observó que además estaba mojado en abundancia ¡Había labrado la tierra, sembrado, regado y aun había tenido tiempo para cortar la leña! No podía negar su sorpresa por tanta eficacia.

Se dirigió al lateral donde estaban las estancias de los peones y observó que los postigos estaban cerrados. En la puerta se hallaba la bandeja con los platos vacíos. Parecía que todo había comenzado del mejor modo a fin de cuentas, pero pensó que las cosas importantes casi siempre están al final o cerca de él.

El final de las cosas. ¡Qué extraño momento en la química de la vida! El decisivo y perdurable la mayoría de las veces, y el que dicta las sentencias que son recogidas en el libro de nuestras vidas.

Enfrascada en esas meditaciones mañaneras, excesivamente profundas sin un buen café, y algo asustada por su fondo, recogió la bandeja sin querer hacer ruido y marchó a su casa.

Durante el día la mujer estuvo atenta por si oía algo que le revelase que Cristo se movía por la habitación, cuyo muro daba de manera algo indiscreta a un lateral del salón, pero no sintió nada. No era una mujer curiosa o entrometida, pero era innegable que aquel hombre desataba sus instintos, y aquello no le desagradaba, aunque descubrirlo le pareció sorprendente.

Fue una jornada tranquila. Estuvo todo el día organizando cosas que tenía desatendidas aprovechando las vacaciones de verano de Mario, especialmente papeleos que la hastiaban sobremanera. Quedaban días para el cumpleaños del niño, y aunque no esperaba a nadie, gustaba de que todo estuviese perfecto para poder celebrar la fecha debidamente con su hijo, sin nada en mente que la despistara lo más mínimo.

Puntualmente, nada más ponerse el sol el hombre salió y ella lo observó a través de la ventana dando unos pasos en la delantera del caserío. En un gesto singular se giró y la saludó cortésmente desde el otro lado del cristal, pero de un modo discreto, intentando que no se notara que desde el primer momento había sabido que ella lo estaba siguiendo con la mirada. Clara, cogida in fraganti y algo atolondrada, salió secándose las manos con un paño y no pudo evitar que sus labios tuviesen una sonrisa de oreja a oreja ante la mirada del extraño. Se sentía bien, y esa confusión de sentimientos la aturdía, haciéndola saltar de bueno a malo con demasiada facilidad para una mujer que habitualmente era firme en sus juicios y más que sosegada.

El aspecto del hombre era impecablemente circunstancial y despreocupado, exactamente el mismo de la noche anterior.

Pelo a pelo, arruga a arruga, mancha a mancha… ¡el mismo aspecto! Esa seguridad pasó como un flash por la mente de la mujer y encendió algún tipo de alerta que no tuvo tiempo de analizar por la fugacidad del instante.

-

Hola, Cristo. Anoche hizo usted un magnífico trabajo – dijo bajando los escalones mientras se secaba las manos con un paño de cocina - No me lo esperaba. Igual le extraña que se lo diga de este modo tan sincero, pero es lo que siento. No estoy acostumbrada a que las personas sean tan eficaces.

-

Gracias señora. En realidad no fue difícil. Hoy intentaré acabar de sembrar el otro campo y quizás haga las reparaciones que ayer dejé pendientes en la nave de las herramientas. Hay unos aparatos en mal estado.

-

¡Ah, si! vale… En realidad puede organizarse como quiera. Creo que sabrá. No sé si se habrá dado cuenta, pero en el otro cobertizo hay un viejo tractor, bastante más grande que el que anoche usó. Por cierto, no sé como lo hizo, pero no escuché nada en toda la noche.

-

Supongo que estaría cansada, señora. La verdad es que hice más ruido del que hubiese deseado. Pero iré mejorando…

-

No… En realidad tengo el sueño muy ligero, y le garantizo que si hubiese escuchado algo me habría despertado. Sólo quería agradecerle su delicadeza al trabajar en el mayor silencio posible, sobre todo por el niño.

-

Es un placer corresponder a su confianza con algo tan simple, señora. – Clara aguardó unos segundos antes de lanzar la siguiente pregunta.

-

Oiga, Cristo… ¿No le trastorna tener el ritmo cambiado?

-

¿El ritmo?

-

Bueno, ya sabe. Vivir mientras los demás duermen… Resulta algo desconcertante. Ya sé que es por su enfermedad, pero aun así tiene que ser algo difícil de llevar.

-

Realmente sólo al principio. Tenga en cuenta que llevo mucho así y estoy acostumbrado a la soledad que implica, pero eso es algo que acaba gustando. No he visto a muchas personas que merezcan la convivencia a lo largo de mis caminos – Había sido una afirmación categórica y muy dura. La sorprendió tanto que no quiso continuar por si había tocado alguna fibra sensible, pero estaba claro que había un pasado crudo tras aquel desconocido guapo y educado.

-

Ya. En fin… Voy adentro. Más tarde le llevaré la cena si no le importa.

-

No me importa, señora. Puede entrar tranquilamente si lo desea. Yo estaré ahí fuera haciendo cosas.

Sin decir nada más, el hombre se giró y caminó con un cierto aire que a Clara se le antojó elegante, erguido, casi impropio de alguien de campo, porque las duras labores acaban con cualquier gallardía a base de desgaste. Segundos después se perdió en las tinieblas de la noche, justo más allá de donde las luces exteriores del caserío alumbraban, y ya no pudo distinguir la silueta. Resultaba curioso, pero esperaba que llevara una de las linternas que había en el cobertizo, y sin embargo se movía en la noche con soltura, o al menos así parecía. No le dio más importancia, porque pensó que seguramente habría dejado algo para alumbrarse la noche anterior junto a la maquinaria. Se dirigió al interior de la casa.

Entonces, mientras se giraba, percibió un detalle singularmente extraño que la detuvo, un aviso de sus sentidos en estado de alerta ¡Otro más! En el lugar donde Cristo había pisado estaban las marcas inconfundibles de unas botas de hebilla de tipo militar, las que lucía impecables y brillantes de un modo que parecía obsesivo. Las conocía bien por los tiempos en que su hermano estuvo en el ejército y acabó

llevándolas por todos lados, pero lo curioso es que no había marcas de pisadas por la senda que había seguido al caminar posteriormente en dirección a los campos. Intrigada volvió a bajar y puso sus pies allí. Era polvo, y las huellas de las zapatillas quedaron impresas con fuerza. Cristo debía tener al menos ochenta kilos de peso, y sin embargo…

Tampoco había marcas provenientes de las habitaciones laterales donde el hombre se alojaba.

A lo mejor algún golpe de viento las había borrado, sería eso. No quiso pensar más en él, pero no pudo evitar mientras preparaba la cena llegar a la conclusión de que todo cuanto lo rodeaba era desconcertante ¿Un sueño? ¿Una alucinación? ¿Cómo los compañeros imaginarios de los niños? La razón y los campos labrados le decían que no.

Una hora después, manteniendo el equilibrio, estaba entornando el pomo de las estancias del hombre con cuidado de no caer la bandeja con la comida y el pan. La madera crujió.

Eso de “las estancias de Cristo” no dejaba de hacerle cierta gracia, y se sonrojó.

Fue fácil abrir la puerta, pero luchó por mantenerse de pie hasta que encontró el interruptor de la luz. Dentro todo estaba muy ordenado y limpio, con una cama perfectamente hecha sin la más mínima arruga ¿Formación militar, tal vez? Eran muchos los soldados que habían huido por toda Europa después de las guerras en los Balcanes.

Soltó la bandeja en la mesa y no pudo evitar ver que en la otra cama pequeña estaba la alforja de moto con algunas cosas a su alrededor, entre las que destacaba uno de esos relojes de cadena, pero tenía

el cristal roto y las agujas quietas a las doce y cinco minutos. Aunque se acercó, Clara no lo tocó. Se veía muy antiguo.

-

Es un viejo recuerdo – La mujer se sobresaltó cuando oyó la voz de se peón en la entrada de la estancia. Rápidamente se interrogó sobre si había hecho algo indebido y se puso muy nerviosa.

-

Oh, lo siento. Pensará que soy una entrometida. Yo…

-

No se preocupe, señora. No pienso eso. Realmente la indiscreción es mia por tener mis cosas por ahí a la vista. Recuerde que estoy en su casa, y es lógico que tenga curiosidad por mí – Era admirable el elegante modo en que aquel hombre la había descargado de toda responsabilidad invirtiendo la situación. Aun así se sintió mal y deseó salir de allí cuanto antes.

-

Si, es cierto, me da curiosidad, pero de todos modos he de aclararle que yo no soy así. Sólo es que no he podido evitar mirar, nada más. ¡Y está todo tan… limpio y ordenado! Me ha sorprendido.

-

Realmente soy un poco maniático, lo reconozco, pero insisto. No tiene que preocuparse por entrar o salir de aquí. Está en su casa, y yo no tengo nada que esconder. En cuanto al reloj – se adelantó y lo tomó en sus manos con delicadeza – es un presente que perteneció a mi padre. Algún día igual lo arreglo, ya veremos.

-

En el pueblo conozco a un relojero bastante bueno, Si quiere se lo puedo llevar a que le eche un vistazo.

-

Le parecerá extraño pero no es necesario, gracias – lo agarró con fuerza – prefiero tenerlo cerca. Realmente no necesito que funcione para que cumpla su cometido – la expresión se había enrarecido algo, y la mujer quiso terminar la conversación para salir de allí y recuperar las pulsaciones en su alocado corazón.

-

Entiendo. Bueno… voy a hacer faenas, Cristo. Que tenga buena noche – necesitaba el aire con urgencia, porque se sentía algo desbordada.

-

Lo mismo le deseo, señora – mientras salía sentía que estaba siendo observada de arriba abajo. Se sabía atractiva a sus cuarenta y un años, y los vaqueros le hacían un culo que seguía siendo piropeado por donde iba. Sin embargo no era sexualidad lo que percibía en la forma de mirar de Cristo, sino algo muy diferente, como su mirada, su aspecto.... Fue feliz cuando cerró la puerta controladamente y soltó un suspiro suave ¿Quién diablos era ese tipo al que había dejado entrar en su vida?

A la mañana siguiente estaba arado y sembrado todo el campo más extenso. Además, el hombre había reparado el tractor grande ¡y aun había tenido tiempo de pintar las rejas de las ventanas! La eficacia de aquel individuo era excepcional desde luego, y Clara se sintió complacida. Pensó que bien se podían aguantar sus rarezas, y además, su educación era mucho más elevada de lo que era habitual en cualquiera de los trabajadores de Candilejas.

Fue hacia el medio día cuando vino Antonio Santos, su vecino del caserío que estaba más cerca, justo tras la colina de en frente, a decirle muy excitado lo que había pasado en el pueblo. Al amanecer el joven hijo de los panaderos de la calle Real había sido encontrado muerto en el camino que llevaba al alto de la mesa, al otro lado del núcleo de viviendas, lugar donde se celebraba año tras año la romería de verano. Lo había hallado un cabrero, y cuando la guardia llegó observaron que estaba casi totalmente desangrado y con la cara contraída en una expresión de terror que se había quedado fijada para siempre. Estaba blanco, y en el lugar no había el menor rastro de sangre. Al parecer pasaba por allí de noche y había bajado del coche por algún motivo, encontrándose con la muerte.

¡O la negra señora lo había sacado a tirones, quien sabe!

Todo el pueblo, lógicamente, estaba muy excitado por la noticia, y la posibilidad de que un asesino estuviese poniendo en jaque al resto de la comunidad. Aunque el chico no era muy popular debido a sus continuos excesos y a una fuerte dosis de chulería ese final no era deseable para nadie, y la alarma se extendió como la pólvora. La guardia civil estaba trabajando ya en el caso, y habían venido furgonetas con expertos desde la ciudad y algunas emisoras de televisión para dar al país la extraña noticia. El morbo siempre alimenta los fanzines, y eso de la sangre que no estaba resultaba muy sabroso.

Antonio preguntó a Clara suspicazmente por el nuevo jornalero, ya que había visto la moto aparcada junto a las estancias laterales y suponía su presencia. Ella, entendiendo ahora el verdadero motivo de la visita, le dijo que estaba contentísima con su trabajo, y que en una noche había conseguido hacer la faena de tres días. Lo de trabajar en la nocturnidad, como no, llamó la atención de su interlocutor, pero la explicación de la extraña enfermedad que Cristo le había proporcionado pareció servir para calmar la curiosidad de aquel hombrecillo nervioso.

Tras tomar un café que se le hizo eterno ante las preguntas y argumentaciones del viejo entrometido, Clara le agradeció la información, y Antonio Santos se fue en su pequeño Suzuki levantando nubes de polvo por el camino del pueblo, no sin antes decirle que utilizara el teléfono si necesitaba ayuda a cualquier hora.

Se quedó muy pensativa todo el día.

Aquel anochecer no vio a Cristo. El ocaso había coincidido con el momento en que bañaba a Mario, y cuando se dio cuenta ya era tarde. No obstante, a las diez, más o menos como siempre, tenía la cena lista y fue a dejarla sobre la mesa del hombre.

Entró prudentemente asegurándose de que no estaba dentro. Todo seguía igual de inmaculado como la noche anterior. Había llevado un par de pastillas de jabón para ponerlas en el baño, y vio allí tendida una muda de ropa y el mismo orden que presidía cada espacio de la vida de su trabajador interno.

La ducha había sido usada hacía poco, y no aparecían restos de espuma o cabellos. Estaba pulcramente limpia. Se sorprendió fijándose en esos detalles, pero lo que no podía hacer era mantenerse inalterable ante alguien que aparentaba no dejar rastro alguno de su paso. Le resultaba inquietante tanto sigilo.

Al amanecer siguiente, Clara madrugó mucho. Su intención era conversar con el hombre antes de que el sol saliese, y así ocurrió. Lo vio venir y salió a su encuentro. Esperaba encontrarlo polvoriento, pero su sorpresa fue mayúscula al verlo tan lozano como si acabase de salir de paseo. Hasta el pelo parecía recién peinado.

-

Hola, Cristo. Buenos días.

-

¡Señora! Hoy ha madrugado usted mucho. - Aunque el hombre lo había intentado, su expresión de sorpresa no había sido sincera, y la sonrisa resultaba forzada. No quedaba mucho para que saliese el sol, y eso lo enervaba visiblemente.

-

Bueno… Tenía curiosidad por ver como un trabajador tan eficaz vuelve con el deber cumplido.

-

Me halaga. – Seguía acercándose con su andar característico, más parecido al destino que a la esperanza. No dejaba de cuasi-flotar mientras la miraba a los ojos

con fijación. Debajo suyo el polvo se levantaba al pisar, por lo que seguramente estaría dejando tras de si el rastro de las botas, pero ella no distinguía nada más allá. -

¿Cómo ha ido su noche? – dijo intentando entablar conversación.

-

Pues… muy bien. Vaya luego a ver los campos regados, señora. Están preciosos. Creo que este año va a tener una cosecha de maíz muy abundante. ¡Quizás dos! Aquello le sonó curiosamente divertido.

-

¿Dos cosechas? – Un amago de risa se escapó de los labios de Clara ante aquella afirmación.

-

Ajá. Eso he dicho. – No parecía bromear, aunque ahora si tenía una mueca divertida en los labios.

-

Vamos, no me tome el pelo, hombre. Déme una buena y ya estará bien la cosa.

-

De acuerdo, dejemos que el tiempo lo diga.

-

De acuerdo, así lo haremos. Oiga… - sabía que su pregunta iba a sonar pueril, pero no podía evitar realizarla - ¿Cómo se las apaña para trabajar sin ensuciarse? – había tanta ironía en la frase que por vez primera el hombre se quedó sorprendido.

-

¿perdón? Creo que no la he entendido.

-

¡Si, hombre! Que cómo puñetas hace para estar impecable después de trabajar toda la noche. Verá, no me hace falta salir al campo para saber que seguro que lo voy a encontrar arado, regado y listo, por lo que no puedo dudar de su trabajo lo más mínimo. Pero lo que si tengo claro también es que al menos el polvo debería haberse depositado en sus botas. ¿Qué es lo que hace? ¿Les da con betún antes de volver, o qué?

-

No señora. Verá, soy muy cuidadoso, y procuro siempre mantener mi aspecto.

-

Si, eso lo he notado. Bueno, da igual. Ustedes los hombres son todos imposibles – pretendió zanjar el tema - Sólo era una broma cargada de curiosidad. No me la tenga en cuenta.

-

No, señora. No lo hago. Pero puedo responderle con total tranquilidad. Tengo unas botas de faena junto a la maquinaria. Cuando llego allí me cambio y al terminar también. – La mujer se sintió como una estúpida y los colores le subieron con fuerza. No sabía que decir ante aquella figura oscura que ahora se le antojaba enorme. ¡Cómo no había tenido en cuenta una posibilidad tan sencilla!

-

Ya le dije que soy algo maniático. – sonó muy baja en volumen esa afirmación, pero transparente y definitiva.

-

¡Dios! Me siento tan ridícula… Perdóneme, Cristo. Le he hecho sentir mal, supongo… No quiero ni puedo dudar de su trabajo. Ha sido la curiosidad.

-

Nada de eso. Estése tranquila, que ya estoy acostumbrado. Olvídelo, ¿vale?

-

Si, mejor será – Dijo con una sonrisa que sonó infantil y algo cómplice. Entonces se dio cuenta de lo cerca que habían llegado a estar. No los separaban más de treinta centímetros. Dio media vuelta lanzando excusas y segundos después había desaparecido como un soplo.

Una vez más no había dejado huellas en el polvo, salvo en el sitio donde finalmente había estado detenido. Como si todo su cuerpo flotase, pensó, pero eso era ridículo.

Las personas no flotan, ¿No?

Durante las horas de siesta no pudo evitar quedarse dormida, y tuvo un extraño sueño. Más bien una pesadilla. Entraba en la habitación de Cristo y lo encontraba sobre la cama totalmente desnudo. La

oscuridad no era total, y ella pudo distinguir su cuerpo con detalle mientras aquellos ojos azules se abrían y la miraban como si todo estuviese ocurriendo a cámara lenta. Destellaban luz en el vacío, y Clara no pudo evitar (ni quería hacerlo) acercarse lentamente mientras el hombre iba apartándose provocadoramente haciéndole hueco en las sábanas. De repente, con esa facilidad que caracteriza a los sueños, también ella estaba desnuda, y él la tocaba dándole placer entre gemidos. Cerró los ojos y sentía calor en cada músculo, en cada célula, mientras se unían sexualmente con una sensación que hacía años que no tenía.

Y a veces parecía que había más de dos manos sobre su cuerpo. ¡Muchas más!

Pero de pronto todo cambió. Debajo de ella, chorreante, había un líquido viscoso que supuraba y borboteaba con el olor de la sangre, y supo que algo iba mal, muy mal. La respiración del hombre había cambiado de suavemente excitada a gorgojeante y ronca. Abrió los ojos de nuevo y sobre su cuerpo, entrando en él violentamente, estaba alguien que no era quien la había seducido minutos antes. Los ojos azules emanaban ahora fuego rojo, su piel era escamosa y parecía recubierta de algo frío que pegaba las manos. Emitía los bufidos propios de una bestia, y aquello tapó sus gritos. Una mata espesa de pelo blanco grasiento resbalaba por todas partes desde su cabeza, y le rozaba el cuerpo causándole repugnancia. No quería que se hiciera más la luz por no ver aquella cosa que la poseía brutalmente, y sufría sin límite con una sensación de terror en aumento mientras su sexo se desgarraba.

Entonces percibió las formas inconfundibles de un haz de serpientes que se deslizaban por su pecho y le rodearon el cuello presionándola hasta que abrió mucho la boca buscando desesperadamente aire. La más fina de ellas se alzó y comenzó a entrar en su garganta siseando. Intentó morderla para evitarlo, pero no pudo cerrar la mandíbula casi dislocada por aquel cilindro carnoso y frío. La sentía penetrando en el esófago, llegando al estómago y alojándose en el vientre con un tacto pesado, helado,

que enfriaba mucho más que la sangre y el alma, a la vez que el sexo brutal de aquella cosa seguía poseyéndola.

Cuando al fin cerró la boca tras el paso de la cola del repugnante reptil no podía gritar debido a que estaba llena de una pasta pegajosa y amarga que frenaba su lengua, como si hubiese engullido un bota entero de pegamento. Al golpear la cama con sus puños notó que se hallaba definitivamente encima de una piscina de sangre que parecía coagularse con rapidez.

Un olor nauseabundo, podrido, inundó la estancia cuando unas formas abrieron la puerta y entraron armando alboroto.

Eran tres perros enormes que se sentaron junto a la cama y comenzaron a lamer las sábanas con sonidos de locura. Por sus fauces caían trozos coagulados de la sangre casi ennegrecida ya, y uno de ellos comenzó a chuparle el pecho derecho con su lengua rasposa mientras una mano horrible lo acariciaba. La mano del amante de la blanca melena.

¡Despertó!

Estaba tan alterada que bebió mucha agua. La repugnancia que sentía la hacía dar arqueadas, y vomitó como nunca con el estómago retorciéndose. Tardó en recuperar la compostura, y sudaba por cada poro de la piel de puro nerviosismo. ¡Había sido tan asquerosamente real!

Era el tercer chico que moría. Todo el país está pendiente de Candilejas, que había pasado a convertirse en portada de los informativos, y la policía hacía esfuerzos por contener las críticas de

cuantos opinaban que estaban estancados porque no habían encontrado ni una sola pista sobre el misterioso asesino. Los chicos escogidos eran muy similares entre si: de 20 a 22 años, libertinos, viciosos, descarados y holgazanes, pero desde luego ninguno de esos motivos justificaba su muerte.

¡Y los litros de sangre que no aparecían!

Aquella tarde, sobre las nueve, la guardia civil detuvo su Nissan Patrol en la puerta de Clara, que salió a atenderlos. Los hizo pasar y preparó un café con pastas. Tras unos amables inicios, el sargento González, hombre muy conocido por ella, entró directamente al grano.

-

Clara, sabemos que tienes a un jornalero nuevo alojado. ¿Lo conocías de antes?

-

No. De nada. Se presentó aquí hace unos días porque alguien en el pueblo me lo mandó. Creo que es un buen hombre, y como trabajador excepcional.

-

¿Alguien en el pueblo dices? ¿Sabes quien?

-

No, no me lo dijo. – El cabo que lo acompañaba tomó unas notas rápidas en un cuadernillo.

-

Ya. Verás, hemos venido porque tu vecino, Antonio Santos, nos ha dicho que tenías aquí a un desconocido, y la verdad es que, visto lo que está sucediendo, nos gustaría conversar con él.

-

¡Claro! Verás, Manolo, lo que ocurre es que ese hombre no puede salir al sol porque tiene una enfermedad en la piel. Supongo que no le importará hablar con vosotros, pero deja que vaya a llamarlo, porque ahora duerme. Seguramente tendréis que ir a su habitación.

-

Eso no será ningún problema. ¿Y dices que es un buen trabajador?

-

¡Bueno es poco! ¡Cada amanecer me encuentro faenas hechas que ni tres hombres! La verdad es que me tiene sorprendidísima, sí.

-

¿Cada amanecer?

-

Sí, trabaja sólo de noche. No aguanta el Sol.

-

¡Vaya! ¿Y no te despierta mientras trabaja? La noche es un ambiente muy silencioso para la tarea.

-

Pues… no. La verdad es que no se como lo hace, pero no escucho nada.

-

¡Y los campos están trabajados! Quiero decir que tú constatas que las faenas se han realizado.

-

Manolo, en la medida de lo que yo se, a ese hombre no le queda tiempo a lo largo de la noche más que para mear un par de veces. – El hombre pareció algo incomodado - Es todo cuanto puedo decir, y tu eres consciente de que llevo toda la vida alrededor del campo y conozco el esfuerzo que necesita. No me equivoco si afirmo eso.

-

Entiendo, pero ¿lo has visto tu trabajar? ¿Con tus propios ojos? – Aquello si que la había sorprendido. La posibilidad de que fuera otra persona o varias quienes hicieran la labor no se le había pasado ni por la cabeza, y a fuerza de ser sincera tuvo que contestar lo que sabía.

-

No. Lleva aquí poco tiempo y aun no he salido con él a verlo faenar, eso es cierto – el sargento se echó hacia atrás. Ya tenía lo que quería, y su curiosidad por conocer al misterioso jornalero iba en aumento.

-

Anda… ve a llamarlo, por favor. Tampoco falta tanto para que oscurezca.

Mientras recorría los escasos metros que separaban su puerta de la de Cristo se dio cuenta de que estaba tocada. La llegada de aquel hombre coincidía con el inicio de los asesinatos, ¡y su aspecto

inmaculado permanente!… Estaba nerviosa porque en cierto modo se sentía vulnerada y frágil por haber omitido la posibilidad de que estuviese siendo víctima de una farsa. ¿Y si Cristo sólo fuese el cabecilla de algún tipo de grupo peligroso? ¿Y si lo de preparar los campos sólo era una coartada para liberarse el tiempo necesario y hacer fechorías? No quiso darle más vueltas, aunque se sintió muy aliviada de tener a la autoridad tan cerca.

Llamó a la puerta del hombre. La primera vez no halló respuesta, pero la segunda una voz tenue la invitó a entrar. Estaba muy oscuro, e instintivamente alargó la mano hacia el interruptor, pero unas dedos fuertes y muy fríos la atraparon en el camino. Estaban helados, y Clara apartó instintivamente su brazo. Hubo un instante en que más que manos le parecieron otra cosa mucho más poderosa y maligna, pero se le pasó con la fugacidad del viento.

Su horrible pesadilla aun estaba en mente y precisaba demostrarse que todo estaba en orden allí dentro. A pesar de la conversación con el sargento González, y de lo inhabitual de la ocasión, el peso de sus pensamientos no hacía más que crecer y crecer hasta formar una curiosa maraña de tejido negro que caía montaña abajo.

-

No, por favor. Acabo de despertar y estoy muy sensible a la luz. Déme un par de minutos para adaptarme – la voz llegaba desde la cama.

-

Oh, perdón. Soy algo brusca, supongo – Se sintió incómoda de estar allí con un hombre aun acostado. Se dio la vuelta y siguió - Oiga, ahí fuera, en mi casa, hay una pareja de la guardia civil que quieren hablar con usted. Creo que es sobre…

-

Ya los esperaba. – la sorprendió esa respuesta. Los sonidos indicaban que estaba levantándose con la respiración algo agitada. Parecía que tenía los bronquios

fastidiados, posiblemente por un pasado de fumador, aunque no había percibido ese detalle con anterioridad. -

¿Los esperaba?

-

Sí. Cuando uno llega nuevo a un lugar siempre es el blanco sobre el que proyectar las culpas de los demás, y eso lo sé muy bien. No pasa mucho tiempo hasta que alguien aparece para hacerte preguntas sobre cosas que desconoces.

-

¿Lo dice por lo que está pasando en el pueblo? – la pregunta era hábil y con segundas.

-

No sé lo que está pasando en el pueblo, pero es igual. Por favor, dígales a esos hombres que en veinte minutos, cuando caiga el sol, estaré en la puerta. Si tienen prisa no tengo inconveniente en recibirles aquí, pero antes debería darme una buena ducha par empezar a trabajar. Hace calor.

-

Muy bien, así se lo diré al sargento – Estaba deseando salir de allí.

El sargento González no tuvo inconveniente alguno en esperar, y siguió devorando las pastas de Clara mientras charlaba intrascendentemente sobre vacaciones y niños. Era un buen hombre independientemente de su cargo, y desde que falleció Fernando, él y su esposa habían sido muy amables con ella. Tras minutos de conversación, unos nudillos duros golpearon con fuerza medida la puerta de la vivienda, tras los que respetuosamente un siempre correcto Cristo pidió permiso para entrar. Después de las presentaciones y unos tibios apretones de manos no exentos de cordialidad, los tres hombres y la mujer se sentaron a la mesa mientras el niño jugaba en la puerta con instrucciones de no alejarse ni entrar mientras los mayores estuviesen allí hablando.

-

Gracias por traer su documentación señor. No sabe lo apurados que estamos últimamente como para perder tiempo. Veo por su acreditación que se llama Cristo

Harkov. Aquí pone que es usted natural de… ¡vaya! Sofía, en Bulgaria. Un poco lejos, ¿no? – el sargento levantó la mirada analizando al hombre, que no se inmutó Doble nacionalidad desde 2003. Supongo que no tiene inconveniente en que mi compañero lo compruebe mientras hablamos, ¿verdad? -

En absoluto. Colaboraré con ustedes en lo poco que pueda, señor – González le dio los papeles al cabo Fernández y este salió para llamar a la central mediante la radio del coche patrulla.

-

Veamos, Cristo… ¿puedo tutearte, verdad?

-

Sí, claro.

-

Apareciste por aquí hace tres días. La señora Torres, a la cual tengo en alta estima, te alojó y desde entonces has estado trabajando cada noche como un auténtico poseso, según tengo entendido.

-

Sí, más o menos es así. Lo de poseso suena curioso, pero así es – Clara sintió un toque jocoso que el sargento no captó en aquella frase.

-

¿sabes que tu llegada coincide con ciertos acontecimientos que han ocurrido en el pueblo?

-

Bueno… se que pasa algo grave, desde luego, porque está usted aquí, pero no de que tipo. Carezco de interés por la televisión o la radio, y hablo con muy pocas personas.

-

Han muerto tres personas en cuatro noches. Tres chicos jóvenes y muy problemáticos, pero a fin de cuentas tres vidas que alguien se ha chupao. Y eso no nos gusta, claro. Ahora la mirada de González sondeaba cada reacción del jornalero.

-

Entiendo. Es muy grave y terrible, desde luego. No sabía nada.

-

Hay circunstancias en el caso que como comprenderás son absolutamente secretas para esclarecerlo en su integridad, pero hay una que ha salido a la luz desde el principio, y que no tengo por qué tapar. Clara, ¿te importa que fumemos?

-

No. Traeré un cenicero.

-

¿Un cigarro, Cristo? – le dijo alargando un paquete de tabaco negro barato.

-

No, gracias. No fumo.

-

Le iba a decir que los tres chicos murieron a altas horas de la madrugada, y estaban totalmente desangrados sin que se haya podido localizar el paradero de toda esa sangre. En la medida de lo que hemos podido averiguar algo o alguien les extrajo cada gota del cuerpo – Cristo hizo un par de gestos con la cara y puso los codos sobre la mesa.

-

¡Vaya! Es terrible, desde luego. ¿Un vampiro quizá? – Sonó con mucha más ironía de la que González estaba dispuesto a aceptar.

-

¡No te burles, hombre! ¡Es un tema muy serio! Comprenderás que investiguemos tu día a día, Cristo. No puedo acusarte de nada, desde luego, pero como recién llegado puedes ser alguien muy inquietante. Además esa historia tuya de tener que trabajar de noche… entiendes que me parezca rarilla, ¿verdad?

-

Con claridad, sargento – En ese momento el cabo Fernández entró en la casa y se dirigió a su superior.

-

Todo está en regla, mi sargento. Este hombre está legalmente en el país, no hay antecedentes y paga sus impuestos. No tiene ni una multa de tráfico, y la moto está a su nombre.

-

¡Vaya! – miró al hombre frente a él - Esa es una buena noticia, Cristo. En verdad pareces un buen tío. Oye… ¿Esa enfermedad tuya de qué va?

-

Es herencia familiar. Mis antepasados la tuvieron, y yo no iba a ser menos. La piel se me quema al contacto de los rayos solares, y es muy desagradable y doloroso. Como compensación tengo muy buena visión nocturna.

-

¡Como las aves de presa! ¡Qué curioso!... Bueno. De momento no voy a hacerte más preguntas. ¿Piensas quedarte mucho tiempo?

-

Eso depende de la señora, pero desde luego si pudiese elegir sí que lo haría. Me trata bien, y no es lo común. Oiga, señor, si no le importa me gustaría irme. Tengo mucho que hacer hoy además de regar.

-

No, no… Puedes irte. Encantado de conocerte, Cristo Harkov. Espero que la próxima vez que te vea sea para tomar unos tintos en el pueblo. Toma tus documentos y no los pierdas.

-

Estaré encantado, señor. Señora… - Y el hombre se marchó con gallardía y paso tranquilo. La conversación no le había afectado lo más mínimo, y aquello alivió a Clara.

-

Ten cuidado con ése, Clara. – Fernández salió porque la radio del Patrol estaba emitiendo y había que atenderla.

-

¿Por qué lo dices, Manolo?

-

Hay algo en él que me da mala espina, y no se lo que es. Pero créeme, en este trabajo nace con el tiempo un instinto que ayuda mucho en algunos casos y atormenta en otros. Ese tío esconde algo, y hasta que no sepamos lo que es me gustaría que te mantuvieses alerta.

-

Lo haré. Gracias por la advertencia. ¡Oye! ¿crees que estamos en peligro? Porque si es así…

-

No, no… tranquila. No puedo decir eso ni quiero juzgar a nadie por anticipado. Sólo te digo que tomes tus precauciones y que no le des confianza. Igual es mejor

persona que tu y yo, pero hasta que no haga mis averiguaciones con la INTERPOL no puedo decir más que advertirte para que tomes tus precauciones. -

Muy bien, te entiendo. Si veo algo anormal te llamaré.

-

¿Te ha dicho de donde viene?

-

¿Qué?

-

Que si sabes donde estaba antes de aquí, su procedencia.

-

No. Ni se lo he preguntado.

-

Vale. Ya lo averiguaremos nosotros. Y ya sabes…

-

Tranquilo. Te avisaré al menor problema.

-

Eso espero.

-

¡Señor! ¡Señor! – Era Fernández desde fuera. Parecía alterado.

-

¿Qué pasa, cabo? – respondió González con una fuerte voz que resonó desagradablemente en la habitación.

-

Señor, acaban de encontrar otro, y es muy reciente – Clara miró al niño complacida de que no estuviese atento - Junto al molino viejo – González miró al suelo unos instantes antes de hablar. Estaba pensativo, dando vueltas a lo que acababa de suceder. Levantó la mirada hacia la mujer.

-

¡Joder!... ¡Pues mira, Clara! ¡Al final parece que tu jornalero es inocente!

-

¡Gracias a Dios, Manolo!

-

Nos vamos. Cuídate.

Sintió un profundo alivio mientras la noche se hacía penumbra. Cuando el todo terreno se fue a toda prisa, la mujer se dirigió a los campos de maiz buscando al peón. No veía mucho, pero en contraste con el horizonte creyó distinguir una silueta, y hacia allí se dirigió. Eso de tener vista para trabajar en esas condiciones debía ser magnífico, pensó, mientras iba dando tumbos entre las piedras.

¿Cómo vería las estrellas una persona como Cristo?

Algo la sacó de su fantasía. Oyó algo, un sonido como un bufido lejano acompañado de unos pasos muy rápidos. Como un…

-

Debe ser un perro. He visto algunos estas noches pasadas – La voz de Cristo la había sobresaltado, pero la reconfortó en medio de aquella oscuridad. Al final era él quien la había encontrado.

-

No se como se las apaña para ver así, Cristo. Es increíble.

-

No es ninguna bendición, créame.

-

Ya. Discúlpeme. No hago más que meter la pata con usted desde que llegó.

-

No es nada, señora. Estaba arriba intentando arrancar el motor de riego, pero creo que tendré que arreglarlo.

-

Lo viejo siempre trae problemas. Oiga, he venido porque mañana es el cumpleaños de Mario, y al niño y a mi nos vendría bien un poco de compañía. Si le apetece está invitado – Se sorprendió a sí misma porque no había pensado decir eso. La invitación había salido de un modo inconsciente.

-

Gracias, señora. Es usted muy amable, pero hay tanto que hacer…

-

¡Venga, Cristo! Ya vale. ¡Me estoy saltando todas las normas sobre autoprotección que conozco llevando a mi casa un desconocido, así que no me fastidie! ¡Acepte y ya está!

-

Bueno, así me es imposible negarme, desde luego. Claro que acepto. Y además encantado, como no.

-

Gracias. Habrá carne y tarta. ¡Con velitas!

-

¿Cuántas?

-

Cuatro.

-

Eso estará bien. Allí estaré.

-

Oiga… También quería disculparme porque en ciertos momentos he llegado a dudar de usted, y… bueno. Cuando he conocido la noticia de la muerte del otro chico me he sentido…

-

¿Otro? ¿El cuarto? – aun en la penumbra, el rostro del hombre pareció cambiar.

-

Si. Usted no lo sabe porque llamaron al sargento justo cuando se marchó.

-

¡Vaya! Lo que está sucediendo es terrible. ¡Todos esos jóvenes!

-

Si, desde luego. En fin… voy a casa. Le dejaré la cena en su habitación.

-

Muy bien. Yo seguiré con lo mío – Clara se marchó sin querer escuchar más elucubraciones desde su interior.

Esa noche hizo mucho calor, y la pesadilla se repitió, pero esta vez aquella cosa la violaba en el cobertizo de las herramientas con las mismas greñas blancas ensangrentadas, pero ¿La violaba realmente? Clara no había puesto resistencia alguna que recordase, y era ella misma quien esperaba a la cosa con lascivia y un morbo que le hacía temblar las piernas. Los perros le chupaban las manos con lenguas escamosas mientras el ser oscuro la penetraba con fuerza haciéndole un daño que le gustaba, rayando un masoquismo que nunca había entrado en sus fantasías. Eso fue justo antes de que la alzara con sus imponentes brazos y la tendiese en un lecho formado por serpientes que la rodearon mientras una lluvia de sangre caía del tejado de uralita sobre toda la aberración del lugar.

¡Y bebía sin parar cuanta podía a la vez que otro reptil se le introducía imparable por el ano causándole dolorosos desgarros! Mientras el ser alado de melena blanca seguía poseyéndola entre gruñidos, ausente a todo lo que no fuese un acto horroroso de cópula prohibida. El tacto frío de la gruesa

serpiente que la penetraba se fue abriendo paso por el recto y los intestinos hasta llegar al estómago, devolviéndole aquella sensación horrible de pesadez de la pesadilla anterior. Se sentía sucia y pútrida, pero no le importaba lo más mínimo.

Esta vez, para su atormentada desgracia, el sueño no le causó ningún tipo de malestar al despertar. Pese a que lo recordaba todo, había un cierto regusto en cuanto había imaginado su mente dormida, lo cual la perturbaba. Estuvo horas muy excitada y sin poder apartar a Cristo de su cabeza, o más bien a aquel ser de alas negras y melena blanca. No se reconocía a sí misma teniendo aquellos pensamientos, pero la verdad es que al amanecer se encontró más bella de lo habitual, cambiada.

Se sentía más joven y, sobre todo, muy bien.

A media mañana Clara bajó al pueblo para comprar los preparativos de la cena. Estuvo en el supermercado, dejando en último lugar la pastelería en la que había encargado una tarta bien cargada de fresas y nata, como gustaba a Mario. Al niño se le salían los ojos de las órbitas cada vez que entraban allí, igual que a ella le sucedía cuando era pequeña, y eso le hacía gracia.

Todo el mundo hablaba de las muertes, y en general el ambiente estaba muy tenso. Ya se especulaba con quien sería la próxima víctima, porque estaba claro que había un patrón y que se trataba de un asesino en serie. Le contaron que todo el mundo cerraba puertas al caer la noche, y ella no pudo obviar el hecho de que justo entonces era cuando amanecía la jornada para el hombre que había alojado en su propiedad. El hombre que, sin hacer nada, la estaba seduciendo poco a poco.

Era una coincidencia chocante, desde luego, pero sin duda el último asesinato se había producido mientras Cristo era interrogado por el sargento González, lo cual lo apartaba como sospechoso. Eso

animaba a Clara a creer en él cada vez más, y a mirarlo como el hombre atractivo, bohemio, elegantemente culto y trabajador que era.

Además, su imaginación la había llevado a estar segura de que era un buen amante.

Aunque no entendía por qué su mente, si en verdad sentía eso, soñaba aberraciones tan singulares y terribles, tan espectacularmente morbosas.

Aquel día no apareció ningún cadáver en los alrededores de Candilejas, al menos que se supiera. Estuvo toda la tarde con las noticias locales encendidas, y sólo emitían rumores y supercherías. La que más le llamó la atención fue la teoría de un viejo gurú que había dejado entrever que en realidad lo que estaba ocurriendo era que en la zona había algún tipo de criatura sobrenatural liberada, un animal diabólico. Era increíble a donde podía llegar la superstición del ser humano a nada que las cosas se escapasen por la vía de lo inexplicado.

También la vidente de la cadena, la que echaba el tarot a los más crédulos, sostenía que lo que ella llamó “el mal” andaba suelto, y cosas así. A las siete en punto estaba harta de supersticiones, y apagó el televisor. Faltaba poco para que oscureciera, y Cristo se presentaría como un reloj al caer el sol.

Justo al caer el sol.

Y fue una velada de lo más agradable. Se puso un conjunto azul que siempre le había gustado, pero que llevaba colgado más tiempo del que hubiese sido deseable. El pelo suelto sobre los hombros realzaba su belleza, muy recuperada en un par de días. Hacía mucho que no tenía una cita de un cierto carácter íntimo, y aquella la estaba satisfaciendo plenamente. Tanto que en ningún momento se le

pasaron por mente los asesinatos. Algo muy dentro le gritaba que era imposible que aquel hombre encantador pudiese cometer una fechoría así, y un remanso de paz florecía en aquella mesa.

Tampoco recordaba los sueños que la habían mantenido excitada todo el día, aunque permanecía con la sangre muy cálida en las venas sin tener claro el por qué.

-

Estaba todo buenísimo, señora. Y el peque parece muy contento.

-

¿Si?, gracias. Es un niño muy bueno.

-

Se parece a usted. En la nariz.

-

Puede. Mi tía opina que es idéntico a mi madre, pero yo no la conocí.

-

Lo siento.

-

Cosas del parto. Hoy hay más posibilidades que antes.

-

Si, así es.

-

Cristo…

-

¿Si?

-

¿Puedo hacerle una pregunta personal?

-

Claro que si.

-

¿Quién es usted? – el hombre respiró hondo antes de contestar.

-

Bueno, ya sabe…

-

No, no. Me refiero a lo que se esconde detrás de lo que usted dice que es. Sé su nombre, procedencia, y esas cosas. Pero me da curiosidad su pasado. Es usted muy raro, y espero que no se lo tome a mal.

-

Puedo decirle que mi infancia se desarrolló en Bulgaria, en un pueblecito de las montañas cercanas a Sofía.

-

¡Bulgaria! Sí, eso ya lo sé, pero habla muy bien nuestro idioma.

-

Gracias. Tengo cierta facilidad para eso. Aunque no lo parezca fui educado en los mejores colegios de mi país. Eran otros tiempos.

-

Eso lo supuse nada más verlo la primera vez. Su estilo salta fuera de la piel. ¿Como llegó a España? No está precisamente cerca de Bulgaria.

-

He estado en todas partes, señora. Salí de mi país hace años, y desde entonces me he dejado ver por casi toda Europa.

-

Ha viajado mucho.

-

Si. Muchísimo.

-

¿Y es de los que buscan o de los que huyen? – la pregunta era tremendamente intencionada.

-

A eso no me atrevo a contestarle.

-

¡Dios santo! ¡Es de los que huyen! – la afirmación de Clara fue recogida con una cierta sonrisa por aquel rostro que ahora parecía eslavo perfecto.

-

Si. Huyo, pero creo que mi aventura termina ya.

-

¿No tendrá nada que ver con esos crímenes, verdad? – ¡Se le escapó!

-

Tranquila, señora. Yo no soy el responsable de esas muertes, se lo aseguro. Aunque… tengo algo que decirle - Se activaron todas las alarmas en el cerebro de la mujer.

-

¿Qué es? ¡No me irá a asustar!

-

Lo que está ocurriendo tiene que ver conmigo, pero no es por mi causa. No sé si me explico, aunque supongo que no.- Ella se tensó. No esperaba aquella repentina afirmación.

-

Pruebe, por favor. Inténtelo. Soy buena escuchando.

-

Provengo de una estirpe muy antigua, señora. Los Harkov somos considerados en mi país como los liberadores de las invasiones turcas en los tiempos medievales,

cuando éramos guerreros y luchábamos por la iglesia. Uno de mis antepasados, Boris Harkov, estuvo patrullando años el paso del sur junto a otros nobles de los Cárpatos, concretamente un grupo de montañas de los Balcanes que separaban mi tierra de los temidos ejércitos invasores, y lo hicieron con éxito, porque aquellos malditos nunca se atrevieron a entrar en nuestra tierra. Un día, mientras aguardaba en las montañas, encontró una cueva excavada en la roca. El caballero entró hasta las profundidades y allí descubrió la presencia terrible y amenazante de un gran dragón encadenado, o al menos eso dice la leyenda. Cuando consultó a sus santones le dijeron que era Landon, hijo de los dioses antiguos y relegado a vivir en las cavernas por toda la eternidad hasta el día del juicio. Boris, tras mucho divagar, pensó que arrebatar la vida a aquella criatura le daría gran prestigio, y se encaminó a luchar con él en contra de la opinión de muchos de sus más allegados. Y lo venció. Llevó su cabeza, a modo de trofeo, al castillo familiar en Sofía, y organizó una gran fiesta en la que ensalzarse y presumir de su tremendo logro. A ella acudió un hombre, un misterioso caballero vestido de negro que, en medio de la gran cena mientras todos reían y hablaban, se levantó e increpó al triunfante anfitrión, lanzándole un reto seguido de insultos despiadados. Boris, herido en su orgullo, aceptó el guante que le habían arrojado, y se enfrentó a él en el patio de armas ante la sorpresa de los presentes en un duelo a muerte con espadas. Lucharon bravamente, pero en un momento de descuido, el caballero de negro lanzó un mandoble que cercenó el brazo derecho de Boris Harkov, el mismo con el que sostenía su acero. Mi antepasado, pura rabia y coraje, cogió la espada con la otra mano venciendo al dolor lacerante de aquella herida que manaba a chorros, pero también le fue cortado ese miembro, tras lo que cayó al suelo entre gritos y llantos de ira, impotente y con las fuerzas bajando velozmente. La vida se le iba en cada

reguero de sangre, pero antes de morir escuchó la terrible maldición que aquel hombre demoníaco, no satisfecho aun con su venganza, lanzó a oídos de todos los presentes mientras le ponía el pie en el pecho. Durante los siglos venideros, los vástagos de los Harkov serían perseguidos por los tres perros de Ifni, sabueso de los dioses, que llevarían la muerte a su alrededor. Así hasta acabar con el último del linaje que había ultrajado la seguridad del más querido hijo en la tierra de los antiguos. Cuando ese último descendiente fuese encontrado, junto a los perros aparecería el caballero negro para matarlo y dar fin a la maldición - Clara había escuchado con atención, y estaba embelesada por la forma de relatar de aquel hombre con hermosos ojos azules. -

¡Vaya! Es terrible y a la vez bonito ese cuento, pero ¿No creerá en esas cosas, verdad?

-

Señora, yo soy Cristo Harkov, primogénito del linaje de Boris Harkov. Mi hermano menor, Feodor, es estéril y no puede engendrar hijos, y yo no estoy dispuesto a tenerlos para seguir pasando la maldición a mis sucesores. Soy el último del linaje, y esos tres animales nacidos en los infiernos me siguen el rastro desde hace mucho junto a un hombre vestido de negro. El escudo de mi noble familia está teñido de tragedias inconfesables desde aquel fatídico día.

-

¡Cristo! ¡Tiene una imaginación portentosa!

-

Clara – era la primera vez que aquellos ojos la perforaban mientras los labios pronunciaban su nombre, y el efecto fue hipnótico – Lo que te digo es tan cierto como que estoy ante ti – inesperadamente la tomó por las manos. Las recordaba frías cuando habían evitado que tocase el pulsador de la luz el día anterior, pero ahora eran cálidas y suaves - Ahí fuera hay algo que me busca y cierra su círculo. Dentro de muy poco me encontrará, y entonces todo habrá acabado para mí. Los

crímenes que han habido estos días han sido efectuados para advertirme de mi fin. La vida humana no tiene importancia para ellos. -

Bueno, y poniendo por caso que te (pasó también a tutearle directamente) crea y que me estés poniendo los pelos de punta, ¿qué son esos animales? ¿Esos…?

-

Los perros de Ifni. Son unas criaturas que creó para proteger su morada Magaroth, el mismo que posteriormente se transformó en el Belcebú de las religiones occidentales. La tradición dice que fueron hechos con despojos de cadáveres y que se alimentan de la sangre más pervertida de los hombres, que absorben mediante un garfio que sale de su lengua. Nadie ha sobrevivido a su ataque, por lo que las únicas referencias a su aspecto están en algunos libros arcanos. Parece ser que son del tamaño del mayor de los perros, quizá un dogo o algo así. En lo demás no se parecen en nada. Son musculosos y dotados de mandíbulas no igualadas, con un único filo, nada de colmillos. Y tan rápidos que nada escapa a la proximidad de sus fuertes garras, Clara. Una abominación que no está hecha para correr por el suelo de los hombres - La mujer quedó pensativa y recordó. Le sonaba familiar la descripción.

-

Anoche, cuando estábamos en el campo, oí un ruido…

-

Si. Era uno de ellos. Me husmean y acorralan cada vez más, en espera de que llegue el caballero de negro. No hay futuro para mí – la mujer se echó hacia atrás con la sensación de que lo que estaba oyendo se escapaba a su posibilidad de comprensión. No quería creer aquello.

-

Vaya… Es una buena historia, desde luego. Debería usted escribirla.

-

No me cree, ¿verdad?

-

Cristo, debe comprender que me cueste cierto trabajo creer lo que me dice. Es algo que desafía mi sentido común.

-

Mire por la ventana – era una invitación que se le antojó tétrica, inesperada, pero que a la vez tenía algo de terrible. Un escalofrío la recorrió cuando percibió la mirada de la persona sentada al otro lado de la mesa en la que aun estaban los platos de una cena que hasta hacía unos minutos había sido placentera.

-

¿Qué?

-

Asómese a la ventana, por favor.

Clara hizo lo que aquel hombre le decía. Su mirada estaba fija, incapaz de dar crédito a lo que le acababan de contar, pero la simple posibilidad de lo que pudiese haber tras el cristal la enervaba. Mario estaba jugando en la alfombra a unos pasos, ajeno a cuanto se desarrollaba a su alrededor.

Con cuidado, asustada por lo que podía encontrarse al otro lado, descorrió la cortina, y el cristal dejó ver la oscuridad. El reflejo del salón iluminado donde se hallaban hacía difícil entrar con la vista en el más que conocido aspecto del campo delantero, así que pegó la cara al vidrio, y los brillos desaparecieron, dejando al descubierto, ahora si, las zonas iluminadas por el alumbrado nocturno del caserío.

En la colina que marcaba el límite con la propiedad de Antonio Santos, a unos doscientos metros de distancia, estaba la silueta indescriptible de lo que parecía un gran animal de cuatro patas.

¡Un perro del que pudo distinguir en la distancia dos ojos brillantes del color del rubí!

Mientras aun no había salido de su asombro, dos más de aquellos animales extraordinarios aparecieron desde el otro lado de la colina. Uno de ellos alzó la cabeza y lanzó un aullido grave, horrible, un ruido lleno de secreciones del abismo más oscuro. Una abominación.

Eran similares a los que había soñado, a los que Cristo le había descrito, e involuntariamente recordó su hedor cadavérico mientras la chupaban impregnada de sangre tibia. Se le formó un nudo en la garganta y algo se le removió en el estómago.

Algo frío y largo que se convulsionaba.

-

¡Santo cielo! – dio un apresurado paso atrás y corrió la cortina de nuevo llevándose la mano a la boca para reprimir un grito.

-

Tranquila. No se acercarán.

-

¡Qué demonios es lo que ha traído a mi casa, Cristo! ¡Dígame qué son esas cosas! – tenía la mano en el vientre, que sonaba como si estuviese llena de líquidos que se desplazasen.

-

Clara, esto no tiene nada que ver con usted. Cuando ese hombre llegue me entregaré, y todo habrá acabado. Se que todo es muy confuso en este momento, pero…

-

¿Confuso dice? ¿Confuso? Es… ¡terrorífico, señor! ¡Váyase inmediatamente, se lo pido por favor! ¡Ahora mismo! – cogió al niño de la alfombra y lo puso en sus brazos mientras comenzaba a llorar privado de sus juguetes.

-

Pero…

-

¡Fuera! Voy a llamar a la guardia en un minuto, así que ni se le ocurra replicar.

Cuando se dirigía a coger el teléfono miró hacia el exterior por la ventana del otro lado de la puerta, la que aún tenía las cortinas descorridas. Había un hombre sobre la colina, una forma clara y definida alrededor de la cual se movían los tres animales con frenesí diabólico. Clara se quedó

bloqueada justo antes de soltar al niño y levantar el auricular y darse cuenta de que estaba incomunicada. Corrió hacia donde había ido Mario nada más ponerlo en el suelo, pero Cristo Harkov, sin que ella se hubiese dado cuenta, había llegado antes y lo sujetaba.

-

No te acerques, mujer.

-

¿Qué hace? ¿qué significa esto? – se detuvo aterrorizada, no por lo que había fuera, sino por el peligro que de pronto corría su precioso hijo.

-

Clara. Tu niño, Clara. – la mano agarraba al chico firmemente por el cuello, y la madre sintió la amenaza de aquella voz que había perdido su musicalidad. No sabía que hacer.

-

¡No le haga daño! Él no tiene nada que ver con esto, suéltelo.

-

Te equivocas. Tu hijo tiene mucho que ver con esto.

-

¿Qué?

-

Tu hijo me pertenece, Clara. ¿Recuerdas hace cinco años? ¿Cuándo lo concebiste?

-

¿Qué tiene que ver eso con usted, puerco hijo de puta?

-

Mucho, Clara. Su padre, al que tú conocías como Fernando, tenía origen francés, ¿verdad?

-

¿Cómo sabe eso?

-

Es mi trabajo, Clara. Mi única ocupación. Tu amante era en realidad Ferdinand Harkov, hermano de Cristo Harkov.

-

¿Usted y él hermanos? ¡Eso es imposible!

-

Ciertamente… mi hermano no. ¡Su hermano! – y señaló a la ventana abierta, por la que ahora comenzaba a verse al hombre de negro acercarse a la zona iluminada con los temibles perros rodeándolo, empujándolo. Clara se sintió aturdida cuando fue

consciente de que no era el hombre quien controlaba a las fieras, sino al revés. Aquellas bestias lo estaban trayendo a la casa. -

Encontrar el rastro de tu amante fue difícil, mujer. Se ocupó muy bien de desaparecer, pero el hecho de tener su vástago ahora en mi mano me garantiza el cumplimiento final de mi promesa. El hombre de ahí fuera y tu niño son los últimos del linaje Harkov, y con ellos acabará esta noche mi búsqueda y podré descansar de la tarea que por los dioses me fue encomendada – El rostro del hombre estaba cambiando. Ahora era mucho más duro, agresivo. Había perdido el encanto transformándolo en ira mientras su pelo se volvía blanco y crecía lentamente.

-

No entiendo nada… Esos crímenes…

-

Fui yo, Clara.

-

Pero, ¿cómo? Eso es imposible.

-

Mientras tú dormías, mis esclavos de las sombras hacían el trabajo para mí. Almas en pena, entre ellas las de los Harkov, que me pertenecen por derecho y que mantengo hundidas en la más horrible de mis mazmorras. Para mi era fácil sembrar la zona de muertes misteriosas y atraerlo a él, quizás el más osado de todos los Harkov, el único que me ha buscado por el mundo sin miedo. Ahora mis perros lo tienen rodeado y pronto estará ante mí al fin, pero no del modo que era su deseo – su voz se había transformado bajando varios tonos, y ahora era brutal, agresivamente negra. La habitación estaba llena de un hedor parecido al de mil animales descompuestos en un mar de excrementos.

-

¿Quién es usted? – era una pregunta que temía a la respuesta.

-

¿Quieres conocerme, Clara? – la mujer no sabía qué decir a aquello - ¿Quieres conocer mi auténtico aspecto? – apretaba al pequeño que lloraba con fuerza.

-

Por favor… ¡mi hijo no!

-

¿Ya no te conformas con sentirme en lo que has creído sueños? – aquello la había dejado definitivamente fuera de juego y la hizo tragar saliva mientras las agitaciones en la tripa iban en aumento – ¡Eres una zorra! Has sido poseída por un demonio, has gozado de él, y nunca hallarás la paz. Cuando mueras entre tormentos te unirás a mi harén de concubinas en mi villa dolorosa ¡Mira, mujer! Tu hijo será mío dentro de un momento. Eso ya no se puede cambiar ni el tiempo parar.

Entonces, mientras su vientre se inflaba y deformaba por lo que se movía dentro, vio como la imagen de aquella abominación que sujetaba por la garganta al niño comenzó a rielar envuelta en un sutil humo, y fue transformándose lentamente perdiendo el aspecto humano. Creció en estatura y la ropa desapareció. Su cuerpo tenía un aspecto escamoso de color grisáceo, húmedo, y un gran par de alas negras cuajadas de venas pulsantes se desplegó en la espalda, muy parecidas a las que tendría un gran murciélago. Era irreal y mortalmente terrorífico mientras con la punta de aquellas prominencias metamórficas rozaba el techo. Manos y pies dejaron de serlo para transformarse en largas garras capaces de arañar el corazón del mundo, y su cabeza se había llenado de una larga mata de pelo blanco, que llegaba ya hasta la cintura, ocultando parte del rostro del que se distinguían dos ojos que brillaban rojos como carbones encendidos.

Entre las piernas tenía algo colgando que no podía ser otra cosa que el sexo que le había hecho el amor en lo que ya sabía que no habían sido sueños, y su aspecto era el de un amasijo de carne negra que vibraba con vida propia y arrojaba espumas chorreantes. No había capacidad de dar placer en aquella cosa muerta y maldita.

-

¿Darías tu vida por la de tu niño?

-

¡Sí! – gritó.

-

¿Seguro, mujerzuela?

-

¡Tómame a mí!

-

Quizás lo haga otra vez, si. Pero antes… - hizo un movimiento enérgico y giró aquella especie de zarpa que mantenía atrapado al chico que lloraba desconsolado. Sonó un terrible crujido seco.

¡Muy seco!

Y la cabeza de Mario cayó descoyuntada hacia un lado justo antes de que su cuerpo, suelto, golpease el suelo violentamente. Dejó de llorar a la vez que Clara se desconectó mientras su boca emitía un gran suspiro que se desvanecía en el repentino silencio. Su cerebro no fue capaz de asimilar lo que acababa de ver y la sumió en el placer de la evanescencia de los sentidos.

-

¡Ya ves, zorra! – sonó como un graznido - Al final no tomaré tu vida por la de él.

Pero Clara ya no estaba en disposición de procesar el mensaje. La ausencia de sentimientos le permitió contemplar cuanto acontecía en aquella habitación que cada vez se llenaba más del olor metálico de la sangre mezclada con ponzoña y permanecer en pie como una estatua viviente mientras las dos serpientes frías y viscosas que se habían agitado en su interior iniciaban al unísono la salida de sus entrañas, una por el ano y otra dilatándole la boca hasta deformarla. Chorreaban de sangre, y sus colmillos mostraban restos del interior profundo del amasijo humano que era Clara Torres dentro de su anteriormente hermoso vestido azul.

Mientras se alejaban reptando hacia el diabólico ser y se enroscaban a sus piernas, cayó de rodillas, vomitó sangre y defecó bilis nauseabunda plena de espasmos que la sacudían violentamente.

¡Pero no consiguió cerrar los ojos ni los oídos mientras aquella abominación terminaba en su agradable hogar un juramento lanzado hacía siglos a miles de kilómetros!

Cuando todo acabó, estuvo balbuceando víctima del brutal shock hasta que horas más allá del amanecer el sargento González y el cabo Fernández llegaron fortuitamente para informarla de la terrible muerte de su vecino, al otro lado de la colina. La sangrienta escena que se encontraron no tenía recuerdo en las mentes de aquellos hombres acostumbrados a contemplar la obra cotidiana del mal.

Lo primero que les llamó la atención al entornar la puerta fue la bofetada de desagradable olor a sangre mezclada con algo hediondo, un tipo de descomposición que no supieron describir y que se fue en horas, pero que evocaba sensaciones mucho más malignas que la muerte en sí.

Clara, de rodillas en el suelo, estaba en estado de shock absoluto, y nunca más recupero la lucidez total. Sangraba abundantemente por la boca y el ano, por lo que en principio los agentes supusieron que había sido violada de algún modo. Más tarde los médicos dictaminaron que tenía desórdenes serios en todo el sistema gástrico e intestinal, con laceraciones por múltiples puntos inaccesibles del interior del cuerpo y desgarros de consideración, pese a lo cual milagrosamente se recuperó. La posibilidad de violación quedó descartada porque los desgarros eran hacia el exterior, por lo que no había habido previamente penetración. Algo, no sabían qué, salió de su cuerpo hasta casi romperla en dos. Tuvieron que abrirla para cerrar las hemorragias, y encontraron posos de secreciones viscosas de origen desconocido que, al ser analizadas, resultaron ser de un tipo de reptil parecido a la serpiente que no se pudo precisar.

El cadáver del que había sido un precioso niño estaba clavado cabeza abajo en la pared del fondo con tres punzones, dos en las manos y uno que le atravesaba ambos pies. Por la posición de sus brazos tenía forma de cruz invertida y le habían extraído los ojos. El pelo rubio le colgaba encharcado de sangre coagulada. El forense dictaminó más tarde que la muerte se había producido por rotura de cuello inducida tras un fuerte giro.

En el techo, sostenido por una manta que chorreaba sangre también clavada con enorme fuerza por cuatro puntos, estaban los restos despedazados de un hombre. Parecían revueltos con ropajes negros, y había notables rastros de canibalismo en huesos y vísceras.

En el exterior no había la menor huella que permitiese pensar en otros responsables, y los punzones usados para los asesinatos estaban llenos de las marcas dactilares de Clara Torres.

El jornalero había desaparecido de Villa Marta, y los agentes pensaron lo peor, pese a que nunca se encontró su cadáver. Se descartó que fuese el hombre despedazado colgado del techo.

Aquel año, y a pesar de no haber sido cuidados, los campos de la que ya era para todos una psicópata asesina dieron dos cosechas de magnífico maíz de un modo que nadie se explicaba, aunque los más atrevidos insinuaban que debían estar siendo abonados por cientos de cadáveres de la mujer a la que llamaron “la dama sangrienta” en todos los noticiarios del mundo. Nadie recogió ni una mazorca.

Clara nunca admitió su culpa pese a ser condenada firmemente en un juicio que levantó mucha expectación, y sus imaginaciones paranoicas resultaron tan originales que muchos psiquiatras se interesaron por el caso mientras cumplía su reclusión a perpetuidad en Sevilla.

“¿Quién ha acabado al final crucificado, Clara?” era la frase que decía oír constantemente en su cabeza. “¿Quién?”, y aquello la ponía histérica.

Ella sabía, por lo que contaba a los médicos, que se lo habían arrebatado todo y aun no la dejaban descansar. También que la muerte no acabaría con su sufrimiento, porque alguien la esperaba en el más allá.

-

¿Y dices que su fantasía es recurrente?

-

Totalmente. Puedo asegurarte que no ha cambiado un ápice su relato en estos años. Impresiona.

-

¿Qué es lo que dice?

-

Bueno, no es fácil resumirlo, pero más o menos que un individuo, un jornalero, llegó a su casa en Julio de hace tres años buscando trabajo. Lo contrató sin saber que era un diablo vengativo.

-

¡Venga ya!

-

Pues sí.

-

¡Qué pasada! ¡Un diablo nada menos!

-

Y eso no es lo mejor. Dice que buscaba eliminar a los dos últimos descendientes de una antigua estirpe medieval. Uno era el hijo de ella, a lo cual era ajena pese a que vivía con él, y el otro un hombre desconocido, al que llama Cristo Harkov. Ese demonio, según la paciente, se hizo pasar por ese tal Cristo y se dedicó a crear confusión para atraer al hombre, y cuando lo consiguió mató al niño y al extraño de manera horrible. Al parecer el supuesto demonio, su trabajador, la engañó bien. Afortunadamente fue identificado con anterioridad por la policía, y nunca se ha

encontrado tras los hechos, y ella insiste en que realmente el hombre despedazado es el auténtico Harkov, el que fue el padre de su hijo. Resulta difícil de entender. -

Si, he leído los informes de la guardia civil. Es espeluznante.

-

Ya. Dice que tras eso, el diablo se fue volando en la moto rodeado de sus perros.

-

¿Perros?

-

Si. Según ella los perros de Ifni, unos seres maléficos. Un disparate muy imaginativo. No hemos hallado referencia a esa creencia en ninguna tradición antigua, por lo que damos por sentado que se lo inventó.

-

Bueno, estamos en un psiquiátrico, Juan. Aquí hay mentes en las que vale todo.

-

Ya. Pero, ¿Sabes?

-

Dime.

-

Hubo cosas que los criminólogos no pudieron resolver.

-

¿Por ejemplo?

-

Pues el modo en que pudo clavar de aquel modo a su hijo con punzones en una pared de cemento y ladrillo sin usar martillo ni nada. A mano.

-

¡Vaya! Tiene que ser una mujer muy fuerte. Eso característico de la gente que vive en el campo, ¿no?

-

No se, no creo que sea tan fácil. Tampoco es explicable el modo en que subió al hombre extraño al techo. Por cierto, nunca ha sido identificado, como supondrás. Lo despedazó sin usar instrumentos cortantes y luego, con todo su peso, unos ochenta kilos, lo clavó a las vigas de cemento del tejado sin usar taladros ni nada de nada.

-

Si no utilizó herramientas, ¿con qué lo despedazó? ¿A tirones?

-

El forense dictaminó que los miembros habían sido arrancados. De cuajo. Y también están las otras víctimas que se le atribuyen, totalmente desangradas sin que se sepa como.

-

¡Vaya!

-

¡Ah! Y el reloj.

-

¿El reloj?

-

Si. En el escenario de los hechos había un reloj roto en el suelo. Uno de esos de cadena, al parecer muy antiguo. La paciente asegura que el demonio lo usó para mostrárselo al hombre extraño y hacerle saber de la muerte de un pariente próximo, un hermano o algo así. Lo preocupante es que en él aparece una huella dactilar anómala.

-

¿Qué le pasa?

-

Está marcada a fuego y presenta restos de azufre. Nadie se ha atrevido a sugerir nada al respecto. En fin…

-

Una historia increíble – El médico miró por el visor a Clara Torres, recogida sobre sí misma al fondo de la sala acolchada. Hoy estaba tranquila.

-

Si. Increíble.

El sargento Manuel González Trevijano siempre conservaría aquel pelo blanco largo que la mujer tenía en su mano mientras permanecía arrodillada ante el tétrico espectáculo del niño muerto. Cuando se intentó analizar no se pudo encontrar rastro genético alguno, y sin embargo era un cabello perfecto. No fue admitido como prueba de nada, y permanecía en el pequeño bote de plástico donde en su día fue encerrado, por lo que lo guardaba entre los cachivaches curiosos del caso y de vez en cuando lo miraba, repasando la trágica historia del crimen de Villa Marta.

Había conocido muy bien a Clara Torres, y tenía mil dudas en aquel asunto que le gritaban su inocencia. Como por ejemplo el papel jugado por Cristo Harkov, el jornalero. Los de Madrid, tras sopesar las pruebas, veían más que probable que el hombre posiblemente vio u oyó los hechos y huyó antes de verse implicado, pero que no tenía nada decisivo que hacer en una escena tan documentada, salvo, eso sí, la calidad de testigo esencial para el esclarecimiento de los hechos que se perdió con su fuga.

En las habitaciones que había ocupado no había el menor rastro del sujeto. Ni una huella, ni un cabello, nada. Era como si nunca hubiese existido, y si no fuese porque de sobras recordaba haber conversado con él y cotejado sus datos llegaría incluso a dudar de la existencia de aquel amable y educado peón.

Y todas las otras cosas…

González pensaba que lo que realmente había sucedido es que los responsables policiales necesitaban un culpable con urgencia para apaciguar las presiones de la administración y de la opinión pública, y la mujer reunía todas las papeletas necesarias para cerrar el asunto.

De hecho los crímenes se detuvieron y todo el mundo se quedó muy tranquilo tras el dictamen del juez, lo cual sólo podía significar que el caso estaba resuelto.

Pero…

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