66 N VIVIR
EL VERANO
semana Grande
EL COMERCIO DOMINGO, 16 DE AGOSTO DE 2009
FUEGOS. Las siluetas se recortan observando el cielo desde Poniente. La juerga comenzó justo después. /PURIFICACIÓN CITOULA
«Mañana me quedo en casa» ALEJANDRO CARANTOÑA
Tras la descarga de voladores llegó una noche de calor, calles atestadas y ambiente
Ana, sonriente, tras la barra de La Plaza. /MARIO FERNÁNDEZ
Una pareja disfruta de la noche cimadevillense. /MARIO FERNÁNDEZ
Tres amigos posan en el fragor de la noche. / MARIO FERNÁNDEZ
Ladislao y Miriam intercambian números de teléfono. /MARIO FERNÁNDEZ
Tras el último petardazo, comenzó la desbandada hacia los bares: nos sumimos en el peregrinaje dirección Cimadevilla. En el Patio de la Favorita, a la altura de la Escalerona, los baristas tempraneros parecían embutidos como en una pecera; un joven trotaba por la calzada con una copa en la mano huyendo de sus padres; al lado, en la habitualmente tranquila casa roja, bullía una fiesta privada... Esta noche, desde luego, no tenía muchos visos de ir a convertirse en una más. Casi todos los presentes se congratulaban por el clima, sin duda un gran regalo después de la insidiosa llovizna del año pasado: tan sólo una leve humedad rebajaba el calor, y ni una sola nube (más que la dejada por la pólvora) enturbiaba el firmamento. El sonido de Gijón era el del murmullo de la charla animada entre colegas reunidos o reecontrados (con lágri-
EL COMERCIO DOMINGO, 16 DE AGOSTO DE 2009
VIVIR
semana GRANDE
EL VERANO N 67
A las dos de la tarde se podía encontrar algún simpático despojo sesteando en el Náutico mas y todo) moteado de eventuales cantos regionales y carcajadas: la banda sonora de siempre, amplificada por mil. Una malencarada figura sorteaba a la multitud como podía, con cara de pocos amigos. Al saludarle, responde con un bufido: «Llevo 20 horas de pie, déjame en paz». Otros camareros lo llevan con más filosofía, y el buen ambiente termina por empujarles a saltar la barra y unirse: una fiesta con todas las de la ley. Así van pasando las horas, el cielo empieza a clarear pero de aquí no se mueve ni un alma: como mucho, se recogen al calor de un bar infestado; hace falta algo más que un amanecer para tocar retirada y abandonar estas terrazas, estas calles: sudaderas y jerséis duermen, ociosos, esperando a que resfresque. De hecho, me informan de que aún a las dos de la tarde se podía encontrar algún simpático despojo sesteando en un banco del Náutico, con la cara quemada por el sol y la sien sabiamente apoyada en una maceta. Pero volvamos las siete de la mañana: la Playa de Poniente lucía las cicatrices de un macrobotellón, con alguna que otra pandilla bailando sin música; en Marqués de Casa Valdés, algún que otro fiestero vertía la cena sobre la acera con las manos en las rodillas; eso sí, a la hora del Restallón, los servicios de limpieza ya habían dejado la arena lista para que se tamizara de bañistas, de nuevo. Efectivamente, si ya es grande el contraste entre la mayoría de bares de esta zona en verano en la versión de tarde –familias con niños, adolescentes ociosos– y la golfa, la nocturna, la diferencia entre esta noche de los Fuegos y cualquier otra es sencillamente abismal: no sólo se respira buen ambiente, no sólo no presenciamos una sola pelea o quema ritual de contenedor, sino que sorprendemos a un joven recogiendo una botella de cerveza vacía que rueda cuesta abajo para colocarla, con todo su civismo, junto a una pared: puede que lo de no tirar basuras al suelo esté más complicado, que evitar cristales rotos y fabadas regurgitadas se vuelva más y más difícil a medida que se acerca el final pero, ante todo, prima el pasarlo simple y llanamente bien y –albricias– volver a casa con un buen puñado de escenas memorables. Ahora bien, a las siete de la tarde, al tratar de localizar a alguno de los participantes en la velada anterior para tomar un café resucitador, tan sólo encontramos al otro lado de la línea una vocecilla que susurra: «Creo que hoy me quedo en casa...».
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SAN LORANZO. La iglesia de San Pedro y Cimadevilla entera, bajo las palmeras. / JOAQUÍN BILBAO
¡Pum, pum, pum! Pensaba que el rito de los fuegos artificiales era una metáfora de nuestro efímero paso por el mundo hasta que los vi en la playa con mi hija
XUAN BELLO
Wenceslao Fernández Flórez, un escritor que aprecio mucho,solía ponerse las gafas del diablo para ver, en la realidad de todos los días, una verdad secreta, subterránea y maravillosa. Yo he andado por los rastros de medio mundo buscando esos anteojos y, aunque aún no he encontrado ningún gitano que me las venda, me he vuelto a casa con algunos libros de Álvaro Cunqueiro, del propio Fernández Flórez o de Carlos María Gual. Las gafas del diablo, ésas tras las que se ve la vida tal cual es, llena de milagros y contradicciones, deben de estar muy escondidas en alguna caja: algún día saldrán a flote, junto a unas tenazas viejas o un martillo de geólogo, y me las llevaré puestas a casa descubriendo quién sabe qué milagros. De momento, para escuchar la eternidad, dispongo de los ojos de
mi hija de catorce meses. Yo le pregunto qué ve y ella me contesta aplicándose en la descripción. Ayer (anteayer cuando ustedes lean este relato de los domingos) nos fuimos a ver los fuegos de Xixón, que son muy sonados en toda Asturias y le prenden la mecha a la emoción del verano. Yo no las llevaba todas conmigo. Una niña tan pequeña, ¿podrá entender el antiguo arte de la pirotecnia? Ahora ya sé que soy tonto, que la vida te va poniendo sobre los ojos una niebla cansina que no te deja ver nada. Miras, ves lo que ves y piensas que es lo que hay. ¡Qué estulticia! Después de haber leído a Lope y a Cardarelli seguir pensando que la vida es esta vereda torcida que nos lleva por la costumbre no sólo es una temeridad sino una inmensa tontería. Yo fui a los fuegos desganado. Me habían pedido en el periódico que hiciese una crónica. Sobre mis hombros pesaba la semana con sus días laborables, su mecánica absurda y su dolor a ratos. Iba enfurruñado, convencido de que nada me iba a sacar de mi convencimiento de que
la vida era esta postura incómoda que traía. ¿Me iban a distraer a mí con chiribitas? Hombre, por Dios: soy un hombre serio, un padre de familia cansado, una persona que sabe que sabe. Un pobre idiota al borde del milagro. Fue instantáneo. La gente, el rumor del mar, el silencio cómplice, las olas que llegaban lamiendo el mundo de la melancolía. Tras tropezar varias veces con la sillita –no sé por qué digo sillita, si siempre dije carricoche– llegamos al punto justo de la playa. El primer cohete –no sé por qué digo cohete, si es un volador de toda la vida– ascendió poniéndole un hemistiquio exacto al verso de la noche. Noche antiquísima e idéntica, noche acogedora, hornacina amable del rocío, tenue azul que nos recuerda que un día éste fue nuestro único techo y nunca lo hubo más hermoso. Yo pensaba en esto cuando mire los ojos de mi hija y en ellos, reflejado, el baile que proponía la pirotecnia. En sus ojos vi rosas cúbicas, palmeras de un oriente improbable, estrellas fugaces, enjambres de avispas consteladas que se convertían primero en broche para llevar en el pecho y después en beso que se daba a quien pasaba, regalado. ¡Cómo son pequeños y temblorosos y sonrientes los ojos de mi hija! ¡Qué hondos! ¡Cómo saben domesticar la luz dejándola ser, como los tigres rayados del cuento, sal-
COLORES. Del rojo al amarillo. vaje! Yo miraba el promonorio de Cimavilla iluminándose en los ojos de mi niña. Ella callaba expectante, pidiéndome otra postura del cuello para ver mejor, rondando así la alegría con la apostura de un gourmet que se dispone a comer el plato de su vida. Luz, fuego, color, ruido. Luz: un potro que nace bajo las lunas de bronce; fuego: un dios que pone bayas amargas en nuestras manos; color: el agua más pura de los sueños; ruido: corazón de azufre, de miel, corazón de cosas inmortales, toda la tierra, cubierta de hierba, alumbrándose con el rastrojo del verano. Así los ojos de mi hija viendo los fuegos artificiales de Xixón, sientiendo en su pequeño regazo el amor del mar. Yo apuntaba todo lo que veía, no quería perder detalle. ¡Hay tantas cosas importantes de las que se olvida uno en esta vida! El sabor del agua, la mirada cómplice, las violetas improbables de la tormenta. Según pasan los años, nos olvidamos de que una vez estuvimos en el paraíso, aunque basta un momento –como esta noche de magias improbables– para que el mundo se fije sobre el eje de la maravilla. Yo filosofaba, pensaba que el rito de los fuegos artificiales era tan sólo una metáfora de nuestro efímero paso por el mundo. No me fiaba de mí y le dije a mi niña: –Lena, apúntalo todo, que después tengo que escribirlo. A la vuelta, ya en el coche, antes de dormirse, me dijo el secreto sacudiéndose y sonriendo para que no me olvidara: –¡Pum, pum, pum!