Gabriel Cebrián
2
Los fuegos de San Juan
© STALKER, 2003
[email protected]
www.editorialstalker.com.ar
Ilustración de tapa: “Fuegos de San Juan”, por el autor.
3
Gabriel Cebrián
Gabriel Cebrián
Los fuegos de San Juan
4
Los fuegos de San Juan
5
Gabriel Cebrián
“En aquellos días los hombres buscarán la muerte, y no la encontrarán; querrán morir, pero la muerte huirá de ellos.
Apocalipsis, 9.6
6
Los fuegos de San Juan
7
Gabriel Cebrián
PRIMERA PARTE I Unos movimientos bruscos, y luego el ruido siseante de los frenos de aire del ómnibus despertaron a Gaspar. El vehículo estaba ingresando en la terminal de autobuses de un pequeño pueblo en la costa marítima de la Provincia de Buenos Aires. Sintió que le dolía un poco el cuello, debido a la posición en que se había quedado dormido sin darse cuenta. Lo estiró, cabeceando en ambas direcciones. Sobre su plexo descansaba, abierto en la página en la que el sueño lo había sorprendido gradual pero inexorablemente, Autres écrits, de Jacques Lacan. Lo tomó, dobló el ángulo superior de la hoja y lo cerró. A continuación pasó su mano por la comisura de la boca del lado derecho, para quitarse los restos de saliva viscosa que habían drenado mientras dormía. Miró por la ventanilla. La tarde gris amenazaba lluvia. El pueblo lucía entonces más sombrío y pequeño que cuando había pasado por allí, el verano anterior. No sabía si iba a acostumbrarse a la vida pueblerina, ahora que la suerte parecía estar echada. Luego de un par de frenadas quizá más bruscas de lo razonable, el ómnibus se detuvo en la plataforma. Solamente cuatro o cinco pasajeros habían llegado hasta aquel pueblo. Se incorporó, con el libro en una mano y un pequeño bolso en la otra, caminó hasta la puerta que se abría ante él mediante el mismo siste8
Los fuegos de San Juan ma neumático que los frenos, descendió los escalones y puso pie, finalmente, en Cañada del Silencio. Vaya un nombre. Parecía concordar plenamente con la característica de parsimonia atemporal que se ponía de manifiesto nomás era vista la aldea de casas bajas desde la loma en la que estaba emplazada la terminal. Ninguna persona a la vista, salvo las que descendían el ómnibus detrás de él; solo tres perros corriéndose entre sí y ladrando en la plaza de estilo antiguo, ubicada frente al escueto edificio de la delegación municipal, a su derecha. Esperó que le dieran su equipaje, cargó con sus dos grandes valijas y preguntó al muchacho que recibía los ticket y las propinas, por la inmobiliaria en donde debían entregarle las llaves de la casa de la calle Belgrano, que había rentado unos días antes, a instancias del médico del pueblo. El joven le indicó dos cuadras a la derecha, pasando la Delegación, de la mano de enfrente. Todo quedaba muy cerca, allí; eso era, al menos, una ventaja. Luego de dos cuadras fatigosas, debido al pesado equipaje, encontró la oficina inmobiliaria. Dejó una maleta en el suelo y accionó el picaporte, mas la puerta estaba cerrada. A continuación se produjo un zumbido eléctrico potente, que en el silencio reinante lo sobresaltó, y la puerta se destrabó sin intervención alguna de su parte. La empujó para dar paso a su humanidad y los avíos, tomó la valija del piso e ingresó en una oscura oficina. Un igualmente oscuro individuo, detrás de un escritorio amplio que ocupaba casi la totalidad de la estancia, ni siquiera se in9
Gabriel Cebrián corporó para recibirlo. Gaspar amontonó sus valijas y bolso sobre el piso y saludó: -Buenas tardes. -Buenas tardes –le respondió el hombre; serio, enjuto, algo calvo, con ojos sin brillo y profundas ojeras violáceas y arrugadas. Entre ellas sobresalía una nariz angosta pero alargada y en forma de pico que le daba cierto aire de pajarraco. Una verruga rojiza sobre el pómulo derecho completaba la tan poco agraciada fisonomía. Lucía un traje gris ceniciento, una camisa blanca con cuellos puntiagudos, como se usaban hace muchos años, y una corbata negra. Sostenía un cigarro de hoja de gran tamaño, a medio fumar y sin brasa, con la ceniza ingresando en el interior del cilindro ya, entre el índice y el medio de la mano izquierda, la que apoyaba sobre el vidrio del escritorio y debajo del cual se podían ver vagamente en la semipenumbra unas fotos familiares igualmente vetustas, al parecer. -Soy Gaspar Rincón –se presentó, mientras tomaba asiento aún sin ser invitado. La cortesía no parecía ser atributo de las gentes de por allí, si iba a tomar como parámetro a ese sujeto tan desagradable. -Ah, sí, encantado –Le respondió, sin tender siquiera la desocupada mano derecha. –El Doctor Sanjuán me avisó que llegaba hoy. ¿Conoce la propiedad? -No. -Bueno, ya ha sido locada para usted –dijo, con un dejo de impaciencia, cosa que Gaspar encontró improcedente y afrentosa. Mas no dijo sino: -Ya lo sé. 10
Los fuegos de San Juan -Está en la Avenida Belgrano al 200. -Eso también lo sabía –aclaró secamente. –Solamente he venido a buscar las llaves. El hombre desagradable advirtió la animosidad que se había generado en Gaspar, y preguntó, con tono lejanamente contemporizador, si sabía adónde quedaba dicho domicilio. Gaspar asintió, aunque no era cierto. Solo quería munirse de las llaves y marcharse de esa oficina tan pequeña y oscura, habitada por esa especie de subhumano arrogante. Éste se levantó con cierta dificultad (circunstancia que bien podría explicar, en todo caso, por qué no se había incorporado para saludarlo), fue hasta un pequeño armario ubicado detrás de su sillón; extrajo del bolsillo superior de su pantalón las llaves que pendían de un llavero de cadena, escogió una y abrió la portezuela. Del lado interior de ésta pendían otros varios juegos, colgando de diversos clavitos rotulados cada uno por una etiqueta pegada sobre ellos. Dijo, como para sí: “a ver... acá está”; tomó uno, cerró y trabó nuevamente el mueble, en forma meticulosa. Gaspar estuvo tentado de preguntarle si ocurrían muchos robos en ese pueblo, dada la seguridad que observara eran aplicadas al ingreso a la oficina y luego, también, al armario. Pero no tuvo ganas de seguir intercambiando palabras con el ceniciento sujeto. Los pueblos son más tranquilos en este sentido, según dicen. Así que tal vez fuera simplemente la paranoia del vejete. Tomó las llaves con cuidado de no hacer contacto con la piel apergaminada de la mano que se las tendía, 11
Gabriel Cebrián recogió su equipaje, y cuando iba a abandonar la oficina, oyó que el viejo le decía: -Cualquier cosa que vea que no esté en orden, nos avisa. -Claro –respondió, y se marchó pensando que el contrato y todas las demás formalidades, ya habrían sido cumplimentadas por el Doctor Sanjuán. Mejor.
Nuevamente en la calle advirtió que en la esquina, siguiendo la direción en la que había arribado a la inmobiliaria, parecía cortar una avenida. Se encaminó hacia allí, y al llegar notó que era una calle de una sola mano, solo que un poco más ancha que las demás. Unas banderillas colgando de piolines que cruzaban la calzada y un cierto aire en la arquitectura, además de algunos comercios, sugerían que se trataba de una de las arterias principales de aquel pueblo. Sintió que si así era, pues bien, sin duda le iba a costar bastante acostumbrarse a tanta medianía pueblerina. En un principio, cuando recibió la oferta del Doctor Sanjuán, hasta había elaborado fantasías románticas respecto de una existencia más natural, sana, simple y sencilla que la que había experimentado, ya que había nacido y crecido en la urbe capitalina. Pero una cosa eran las proyecciones mentales y otra la realidad, sí. Eso lo sabía muy bien, así que no era momento de mostrarse sorprendido. Había aceptado el trabajo, y debía acomodar su sistema a la nueva modalidad ambiental; debía, mínimamente, 12
Los fuegos de San Juan tomar responsabilidad respecto de sus propias decisiones. Llamó su atención el hecho de que nadie circulaba por allí, tampoco. Por un momento recordó los pueblos fantasmas que había visto en los westerns cuando niño. Solo faltaba una bola de espinos rodando en el viento. Consideró entonces un error no haber preguntado al viejo de la inmobiliaria adónde quedaba la casa. Pero ya era tarde para ello. Luego de permanecer allí parado unos momentos, descansando los brazos y la espalda, decidió tomar a la derecha. En esa dirección parecía haber más movimiento (bueno, era un decir; por un lado, la topografía urbana así lo sugería, y por otro, en dirección contraria la calle se terminaba apenas un par de cuadras más allá). En la esquina siguiente encontró una especie de garita de madera, casi sobre el cordón de la vereda. Había sido pintada quién sabe cuándo, dado que la pintura celeste se había ajado y caído en varias partes de su superficie. Una especie de ventana, que se abría hacia fuera y quedaba colgando a modo de puente levadizo, parecía cumplir una función de mostrador. Ya a unos metros, se percató que se trataba de un kiosco. Se dirigió a la ventanilla. Desde la oscuridad interior, un par de ojos lo miraron sin pronunciar palabra. Era muy poco lo que podía verse desde fuera, y de algún atávico modo tuvo reminiscencias de confesionario. Pidió una tira de aspirinas. Una mano morena se las tendió. -Un peso cincuenta –dijo escuetamente una voz grave y aguardentosa. 13
Gabriel Cebrián Gaspar rebuscó en sus bolsillos y dio con el cambio justo. Se lo alcanzó hasta el mero borde del rectángulo abierto, con la sensación que, de meter la mano allí, sería casi lo mismo que hacerlo en la jaula de un animal peligroso. La gente de esos andurriales no parecía muy amigable que digamos, al menos con los forasteros. Sí, la previsión acerca de las circunstancias existenciales en provincia habían sido quizá demasiado románticas. Aunque también quizá se estuviera apresurando y prejuzgaba. Ojalá así fuera. -¿Si es tan amable –preguntó finalmente, por necesidad y además para testear las últimas presunciones sociológicas que se había formulado,- podría decirme cómo ir a la calle Belgrano al 200? Esta vez la respuesta no fue tan telegráfica, y tampoco fue respuesta, sino repregunta: -¿Va a ocupar la casa de Belgrano 217? -Sí, pues. ¿Cómo lo sabe? -Hay muy pocas casa desocupadas en el pueblo. -Claro, debí suponerlo. -Una cuadra en el sentido en el que llegó aquí, y cuatro a la izquierda. -Muchas gracias. Se quedó esperando lo que para él parecía ser parte de una liturgia inconciente, el consabido “de nada”. Luego de una pausa en la que su trivial y tácita demanda interior se hizo evidente, y no hallando no obstante ello respuesta alguna, alzó las valijas, dio media vuelta e inició el camino en la dirección indicada. 14
Los fuegos de San Juan
Ya sentía que la base de su espina dorsal finalmente cedería y se quebraría por el sobrepeso, cuando fue llegando al 217 de la calle Belgrano. Un par de cuadras más abajo, siguiendo la pendiente, podía verse el verdor del campo. La casa era tradicional, no muy antigua. Un pequeño paredoncito, con dos pilares entre los que se ubicaba una verja de alambre color verde que alcanzaba los dos metros, quizá. Por detrás de ellos, un espacio verde a modo de jardín, pero en el que solo había, en su centro, una palmera enana. Y más allá, la casa amarilla, cuyo frente consistía en una ventana cuya persiana pintada de verde, como la verja, y una puerta de madera oscura. Volviendo a la línea de edificación, más allá del paredoncito con verja, una puerta de caño y alambres en igual estilo permitía acceder a una veredita de baldosas que llegaba hasta la puerta de madera; y después de otro pilar, un portón doble igualmente conformado que verja y puerta exterior, permitía el acceso de vehículos a un pasaje que comunicaba con los fondos, todo de tierra y pasto medio seco. En el fondo se distinguía un árbol de grandes dimensiones que después descubrió, era un nogal. Quitó el cerrojo mecánico de la portezuela, que servía solamente para mantenerla en su sitio. Caminó con las manos libres hasta la puerta de madera oscura, introdujo la llave y abrió. Un intenso olor a humedad salió a darle la bienvenida. Oteó una especie de sala, bastante pequeña, y volvió por las maletas. 15
Gabriel Cebrián Las ingresó, las depositó en el piso, y antes de echar un vistazo al resto de la casa, se arrojó en un sofá verde a respirar el aire rancio, que de todos modos, sus agitados pulmones necesitaban. Girando la cabeza, hacia su derecha, pudo entrever gracias a la luz que entraba por la puerta abierta, una cama de metal. Eso era todo cuanto podía ver desde allí. A su frente, una pequeña mesa ratona y un par de sillones individuales iguales en estilo al sofá doble en el que se había arrojado. A su izquierda, una ventana con postigos de metal, que de acuerdo a lo previsto desde afuera, daba al corredor donde podrían aparcarse hasta un par de vehículos no muy grandes. Igual, él no tenía. Aún, ya que si la paga que le había prometido el Doctor Sanjuán se hacía efectiva, pronto lo tendría. Inspiró profundamente y se levantó mientras exhalaba. Tal vez fuera cierto eso que primero hacían los karatecas, y luego los tenistas, boxeadores, etcétera, al proferir ruidosas exhalaciones para acompañar los movimientos rápidos y esforzados. Fue hasta la habitación que había entrevisto, y levantó la persiana. Al entrar la luz pudo ver la cama armada, con un acolchado bordó bastante arratonado y tan desgastado que en algunas partes se alcanzaba a ver la trama de la tela de base, amarillenta. Del otro lado, un ropero voluminoso y al parecer antiguo que hacía juego con la mesa de noche. La cama rompía el estilo, pero bueno... al menos, hacía juego con un crucifijo de bronce que presidía la cabecera, en cuyo pie alguien había puesto, quién sabe cuándo, una rama de olivo. 16
Los fuegos de San Juan El Cristo propiamente dicho, absolutamente convencional y de una aleación distinta a la de la cruz que lo sostenía, no parecía ser un trabajo de fundición muy prolijo que digamos. Gaspar, pese a la vinculación de su nombre con la tradición Cristiana, no era un hombre creyente. Pero igual, el Cristo quedaría allí. Estaba dispuesto a dejar las cosas como estaban, a no ser que por alguna razón lo entorpecieran o molestaran particularmente. Una puerta en la pared opuesta a la ventana daba a otro cuarto, acondicionado como escritorio, y de dimensiones similares al anterior. No entraba allí luz natural. Probó el interruptor, y se percató que la electricidad estaba activada. Una lámpara de varias bombillas, de las cuales solo dos funcionaban, se encendió. Era del tipo de las que tienen colgando figuras abstractas de vidrio, a modo de ornamento. No estaba mal. Pudo ver entonces un escritorio de madera oscura, con un sillón de base en cruz y sostén de resorte, tapizado de verde y cuyos brazos eran tablas curvadas que iban desde los costados del respaldo a los ángulos externos del asiento. Dos sillas y una biblioteca completaban el mobiliario. La biblioteca tenía un sector clausurado por una portezuela con cerradura, en un todo análoga a la que había visto en la oficina inmobiliaria. Inmediatamente eso llamó su atención. Verificó que estaba cerrada, y comprobó a simple vista que las llaves que poseía no se correspondían con tal cerrojo. Tenía dos llaves, seguramente la otra serviría para la puerta que daba a los fondos. Bueno, por ahora, el contenido de esa cajue17
Gabriel Cebrián la en la biblioteca sería un misterio. Aunque el resto del mueble se encontraba vacío, y todo daba a pensar que allí dentro tampoco habría nada. Prosiguió con el reconocimiento de su nueva morada. Una pequeña galería, al frente de esa segunda habitación, un baño antiguo pero confortable, la cocina-comedor de la cual podría decirse exactamente lo mismo, y un pequeño cuarto en el cual solamente podía permanecerse de pie, rodeado de estanterías adosadas a las paredes, que a todas luces únicamente podía servir de alacena. Finalmente, la puerta de hierro y vidrio que daba al fondo. Comprobó la llave, que anduvo perfectamente. Aunque la fragilidad de la puerta hacía relativa toda la seguridad que pudiera aportar la a su vez rudimentaria y endeble cerradura. Bueno, en líneas generales, su vivienda no estaba mal, si uno podía habituarse a una casa de construcción antigua, en las afueras de una pequeña aldea rural no muy lejana del mar, rodeado de gente que parecía permanecer encerrada y cuyo potencial de relacionarse socialmente resultaba casi nulo... todo ello sin considerar, en otro orden, las vivencias que podrían haber quedado encerradas allí, entre esas viejas paredes; experiencias de las personas –seguramente numerosas- que habían vivido ahí. Si bien no era dado a consideraciones de tipo teosóficoespiritista, tendía a creer que las vibraciones emocionales, especialmente las intensas, podían generar atmósferas que permanecían a través del tiempo, en los lugares adonde se desarrollaron, impregnándolos de su característica. Sentía esa casa algo deprimente; 18
Los fuegos de San Juan pero pensándolo bien, con toda seguridad tal sensación se debía al cúmulo de circunstancias que estaba atravesando, y no a una energía residual hipotética concentrada en la vieja vivienda con el paso de los años. Sí, lo razonable era pensar eso.
II
Luego de tomar un baño, desempacar, ordenar un poco las cosas, comprobar que había vajilla suficiente y cambiar la ropa de cama, advirtió que el único libro con el que podía ocupar la biblioteca del escritorio era el que había traído para leer en el viaje, detalle que podría considerarse menor tratándose de otra persona que no fuera Gaspar. Y ello sin contar que necesitaría sus libros para consulta ni bien comenzara a desarrollar su actividad profesional. Aunque, según parecía, la parquedad e incluso animosidad que había notado en el mínimo trato con la gente de allí, conspiraba contra las más elementales reglas que correspondían al debido intercambio comunicacional en el que se basaba la psicoterapia, tal como él la interpretaba. De todos modos, estaba volviendo a apresurarse y seguramente estaba prejuzgando otra vez, a caballo de su estado anímico y de un par de experiencias fallidas.
19
Gabriel Cebrián Decidió ir a dar una vuelta por el pueblo, lo que resultaría en un todo de acuerdo con lo que suele caracterizarse como “la vuelta del perro”. De paso podría sondear y convencerse de que la gente de provincia era jovial, espontánea y comunicativa, de acuerdo a lo que es usual oír, y lo que había tenido oportunidad de comprobar en la Facultad, en el trato con sus camaradas del interior. Mientras salía, ya de noche cerrada, recordó que el Doctor Sanjuán –a quien conocía únicamente por correspondencia electrónica- le había hecho saber que en Cañada del Silencio resultaba imprescindible la concurrencia profesional de un psicólogo, dada la característica peculiar de parte de sus habitantes, que había desarrollado una extraña fobia a partir de ciertas fantasías y algunos hechos fortuitos, sin mayores precisiones acerca de una y de otros. Sonaba raro, mas la promesa de una paga importante, facilitada por un subsidio estatal destinado para tal fin, y la eventualidad de hallar una rareza clínica que probablemente le permitiría desarrollar algún estudio o tesis original, lo decidieron finalmente a abandonar la vida de ciudad para aventurarse en la empresa que comenzaba. Eso, sin contar que estaba desocupado a una edad en la cual le resultaba ya muy molesto vivir a costas de su padre. Salió a la calle. Una niebla incipiente difuminaba la tenue luz que proyectaban los pequeños faroles en cada esquina. Tomó hacia su derecha, única direccion posible a no ser que su intención hubiera sido la de pasear por el campo. En la esquina vio los talleres 20
Los fuegos de San Juan y oficinas del diario local, llamado “La Voz de Cañada”, según la pintura adherida a los vidrios del lado interior. Bueno, Cañada del Silencio al menos tenía una voz. Enfrente se levantaba un formidable chalet de piedra, en medio de un cuidado y extenso parque. Era, sin lugar a dudas, la vivienda más importante del pueblo. Si bien no había visto mucho, no parecía haber mucho que ver, así que la conjetura era por demás plausible. Siguió caminando, pasó por la inmobiliaria ya cerrada a esas horas, llegó a la misma esquina que esa mañana y la tomó en igual dirección. Antes de llegar a la esquina del kiosco-garita, advirtió que sobre la vereda de enfrente había un edificio de dos pisos en el que funcionaba un hotel. A su frente, en la planta baja, delante de la conserjería, se observaba un servicio de bar. Sentados en las mesas escasamente iluminadas por una luz mortecina cuya fuente no le resultaba visible desde allí, vio a cinco o seis parroquianos bebiendo y quizá departiendo. Hacia allí dirigió sus pasos, atravesó la puerta transparente y ocupó una mesa al lado de la vidriera, del otro lado de la puerta en el que estaban ubicados los clientes. No más se sentó, notó que era objeto de la más descarada y meticulosa observación por parte de todos los presentes, incluído el supuesto conserje y barman a la vez, que lo miraba apoltronado sobre el mostrador sin siquiera dar señal de querer atenderlo o tomar el pedido. Ante esa situación, casi se vió obligado a pronunciar un “Buenas noches”. “Buenas noches”, le respondieron casi a coro y con aire de autó21
Gabriel Cebrián matas, como si el mero hecho de saludarlo los distrajera de la minuciosa inspección ocular de la que lo hacían objeto. Aprovechando que el encargado del lugar tampoco le quitaba los ojos de encima, le indicó por señas que fuera a atenderlo. Luego de unos largos momentos durante los cuales la situación no varió, el hombre dejó de sostener su cabeza en las manos, separó los codos del mostrador, lo rodeó y se acercó hasta la mesa. Allí se quedó parado, sin decir palabra. Por segunda vez en el día se sintió ofuscado. Preguntó qué había para comer. -Especial de jamón y queso. -¿Solo éso? -Solo eso. O ingredientes de vermouth, si prefiere. -Bien, tráigame un Cinzano con ingredientes. El hombre, un gordo cincuentón, calvo, rubicundo y de asimismo rojizos bigotazos, sin decir más, dio media vuelta y se marchó a preparar el pedido. Los demás lo seguían mirando. Eran gente al parecer basta, vestidos quien más quien menos, a la usanza del paisano. Al menos dos de ellos, por lo que podía ver, usaban rastra de botones. En la mesa, al lado de vasos de vino y platos, también descansaban dos o tres sombreros criollos. Ya comenzaba a hartarse del escrutinio visual, por lo que giró su cabeza para mirar la calle desierta. Sería difícil. El poco ejercicio que había desarrollado en su profesión, siempre había sido con pacientes de su misma condición sociocultural, es decir, con personas de distintas edades y niveles económicos, pero inmersas en una misma atmósfera mental, den22
Los fuegos de San Juan tro de una misma estructura psicoambiental. Ahora parecía que tendría que vérselas con personas tan disímiles a él mismo y a su experiencia, que probablemente debería iniciarse en los mecanismos internos de funcionamiento de una visión diferente incluso en un nivel cósmico. Sería difícil, seguramente. Era todo tan extraño... incluso la forma en que había tomado contacto con el Doctor Sanjuán. El verano anterior, en ocasión de un breve paseo por la costa, estaba tomando una copa en un bar frente a la playa, casi a medianoche. En eso vio venir desde la costa una hermosa mujer rubia, en bikini, mojada como si recién saliese del mar, aunque la temperatura y el viento no hacían muy apto que digamos el clima para tal actividad. Caminaba al acaso cuando lo vio. Inesperadamente, se dirigió a él y le pidió que le invitara una copa. ¿Cuál es tu nombre?, le preguntó ni bien indicó al mozo que alcance un trago más. Ella se presentó como Magdalena. Gaspar hizo un comentario acerca de lo valiente que había que ser para entrar al mar en esas condiciones, y ella le respondió, enigmáticamente: Oh, pero yo no he entrado al mar. He salido de él. Le pareció gracioso, de modo que le preguntó si acaso era una sirena. Algo así, sí, puedes creerlo, respondió ella, mientras tomaba la copa que le alcanzaba el mozo. A continuación, ella se había mostrado interesada por saber qué hacía Gaspar, y cuando se enteró que era un psicólogo desocupado, tomó una servilleta y pidió una lapicera al mozo. Anotó un E-mail, que resultó ser el del Doctor Hilario Sanjuán, y le sugirió que se comunicara allí 23
Gabriel Cebrián y planteara su situación. Intrigado, dio voz a algunos interrogantes. Como gozando de los aires de misterio que parecían ser atributo esencial de su personalidad, Magdalena apuró la copa y comenzó a retirarse. Gaspar, sintiendo que la beldad aquella se le escapaba, preguntó finalmente si podían volver a verse. Ella le respondió que con toda seguridad lo harían, si era que se comunicaba al correo electrónico que acababa de darle. De más está decir que ésta, más que ninguna otra, fue la causa que lo llevó finalmente a escribir. Ahora volvía el mozo-conserje, bandeja en mano. Depositó sobre la mesa un posavasos de cartón con propaganda de Cerveza Quilmes, el Cinzano ya preparado, y los diversos platitos de ingredientes, sin decir absolutamente nada. Gaspar, que acostumbraba decir “gracias” luego de ser servido, esta vez no lo hizo. Al cabo de un rato, las miradas, ya un poco menos fjas, dejaron de incomodarle, así que procedió a comer y beber más o menos tranquilamente. Seguía sorprendiéndole el escaso tránsito, tanto el vehicular como el de peatones.
III
Cumplió el trámite de oblar su consumición tan telegráficamente como parecía ser la usanza por esos 24
Los fuegos de San Juan andurriales, y luego abandonó la mesa sin dejar propina, esta vez, sin pronunciar el deseo de buenas noches manifestado al ingreso. Salió a la niebla, ahora mucho más espesa, y comenzó a desandar el camino hasta calle Belgrano número 217. Los faroles solamente ofrecían un área blanca a su alrededor, en la que, esforzando un poco la vista, podían diferenciarse las pequeñas partículas de agua en movimiento que constituían la cerrazón visual. Caminó pegado a las paredes, dado que las referencias visuales solo alcanzaban a una mínima distancia. Por un momento se sintió inseguro, vulnerable en aquel pueblo desierto y relativamente hostil, privado ahora incluso de una referencia visual adecuada. Llegó a la esquina de calle Belgrano y dobló a la izquierda, en dirección a su casa. Allí, los faroles eran aún más escasos y menos potentes, la blancuzca claridad se tornó ahora oscuridad húmeda y fantasmal. Después de un día tan inquietante, solo le faltaba eso. Hallar su nueva morada casi a tientas. Llegado que hubo a la siguiente esquina, un hueco negro pareció abrirse a su izquierda; entonces recordó el chalet de piedra con un amplio terreno a su alrededor y se tranquilizó. Pero unos pasos más adelante se quedó congelado al oír una voz proveniente al parecer del lado ciego. -Buenas noches. Era una voz de jovencita, cristalina y melodiosa. Sintiendo su pulso latir en las sienes y todos los pelos del cuerpo erizados, se volvió en dirección a la voz y alcanzó a ver como materializándose desde la 25
Gabriel Cebrián negrura neblinosa a una niña rubia, enfundada en una campera cuadrillé con capucha, muy bonita y de ojos dulces de un tono claro, difícilmente precisable debido a la escasa visibilidad. No debía tener más de once o doce años. Pasado el sobresalto, respondió: -Buenas noches. Se quedaron viendo durante unos momentos. Él, aún con un rictus de susto; ella, con una sonrisa apacible y despreocupada. Era la primera sonrisa que veía en aquel pueblo. Aunque el contexto era inquietante, por cierto. ¿Qué hacía una niña en la húmeda oscuridad de la noche, hablando confiadamente con un forastero, tan tranquila y tan segura de sí misma? Como parecía que podía quedarse así indefinidamente, Gaspar le preguntó: -¿Qué estás haciendo ahí, en la oscuridad, en una noche como ésta? -Lo mismo que todas las demás noches. -¿Saben tus padres que estás aquí? -No tengo padres. -¿No... -Bah, sí, debo tenerlos. Pero no sé adónde están. -¿Cómo es eso? ¿Dónde vives? -Aquí, en el pueblo. Bah, a veces. A veces me voy por ahí. -Quiero decir, ¿dónde es tu casa? -No tengo casa. -No te creo. -¿Por qué habría de mentirte? -No lo sé. De todos modos, no luces como una pequeña abandonada que vive en las calles. 26
Los fuegos de San Juan -No soy eso que tu dices. -Eso es obvio. -Pero tampoco estoy mintiendo. No soy una pequeña. O sí, pero solamente si te refieres al tamaño. -Ah, ¿no? ¿Y qué eres, entonces? ¿Acaso un fantasma que viene a asustarme? -Digamos que al principio lo logré, ¿no es cierto? Aquella inquietante aparición no se comportaba ni hablaba como la niña que parecía ser. Gaspar sintió cómo el sobresalto del principio, que no había cesado del todo aún, se convertía en un miedo creciente. Mas intentó recobrar su aplomo diciéndose a sí mismo que era absurdo sentir temor de una niña, por más rara que fuese. -Bueno –intentó llevar el diálogo a una instancia de mayor concisión, -dime qué te traes. -¿Yo? –Preguntó la niña, con una ingenuidad tal que difícilmente podía ser fingida. –Yo solo te deseé las buenas noches cuando pasabas por aquí –y luego añadió, con ironía: -Mis padres me enseñaron de esa forma. -Ah, entonces tienes padres. -Mira, nos estamos moviendo en círculos. Aquí yo tendría que decirte que no tengo, o que sí, que debo tenerlos. Pero que no sé adónde están. Y si me lo permites, te daría un consejo. Ten mucho cuidado con esas repeticiones, con esas jugadas reiteradas que en el juego de ajedrez solo pueden resumirse en 27
Gabriel Cebrián tablas. Aquí, en Cañada del Silencio, puede resultar un juego muy peligroso, Gaspar. -¿Cómo sabes mi nombre? –Preguntó, conciente de que sus pelos habían vuelto a erizarse. -Tú me lo dijiste. -No, no recuerdo habértelo dicho. -Tú me lo dijiste. -No, estoy seguro que no lo he hecho. -Acabo de advertirte acerca de la peligrosidad de ingresar en diálogos como éste. Gaspar se sintió amenazado. La única persona que parecía dispuesta a dialogar gentilmente con él era una niña extraña, aparecida como de la nada, que decía ser mayor de lo que en realidad se veía y que conocía espontáneamente su nombre. También parecía estar al tanto de algunas particularidades propias de aquel lugar, en el que las recurrencias dialécticas, según lo que ella decía, constituían algo así como un extraño y difuso peligro. Por un momento, la aparición de la niña le recordó la aparición que en el verano había hecho ante él mismo Magdalena, quien dijo haber salido del mar; y advirtió que, si bien parecía haber bastantes años de diferencia entre ambas, los rasgos faciales eran similares de un modo ostensible. -¿Cómo te llamas, tú? Inquirió secamente. -Ves, ésa es la impronta que debe darse al diálogo. Debes huir como de la peste de juicios analíticos o cosas por el estilo, aquí. -¿Eh? 28
Los fuegos de San Juan -Sabes de lo que hablo. -Estás rehuyendo a mi pregunta. No me hagas repetirla. Caería en eso mismo acerca de lo que me estás alertando. -No entiendo como haces. -¿Cómo hago qué? -Hablar de algo mientras piensas en otra cosa. -¿Cómo dices? -Mientras decías lo que decías estabas pensando que no hablo como debería hablar una persona de mi edad. Lo cierto es que no tengo la edad que tú crees. Pero eso ya te lo dije y si seguimos así, de este modo, nos va a encontrar la eternidad hablando de lo mismo. -Aún no me has respondido. De alguna manera me estás obligando a detenerme en las mismas viejas preguntas. -No suelo responder a lo que mi interlocutor ya sabe. -Yo no soy como tú –aclaró engañosamente Gaspar, intentando seguir el sentido que la niña trataba de imponer, echando mano a la vieja maniobra psicológica de correr al supuesto enajenado para el lado en que se disparaba. –Yo no conozco el nombre de la persona con la cual hablo, si no me lo dice. -Estás yendo hacia atrás, otra vez. -No es así. He agregado un elemento. -Sí, el que supones un nuevo elemento es tu intención de seguirme la corriente a ver si te enteras de algo, ¿verdad? De algo que pueda servirte para acomodar lo que está pasando a tu lógica. Estás peor de lo que yo creía. No recuerdas haberme dicho tu 29
Gabriel Cebrián nombre, y ahora pretendes que lo he adivinado. Y por otra parte, aseguras que no conoces el mío, cosa que sé positivamente que no es verdad. Yo te he dicho mi nombre, y tú me has dicho el tuyo. -No es así. -Dime cómo me llamo. -Eso, deberías decírmelo tú. -Anda, tú lo sabes. -No lo sé –respondió, pensando que tal vez hubiera debido decir “Magdalena”, pero eso no habría sido más que entrar en el juego de la pequeña, que parecía ella misma estar intentando sacarle de mentira verdad. -No ves, pierdes dos casilleros. Tal vez si hubieras dicho lo que tenías en mente, habríamos avanzado algo. Mira, creo que estoy perdiendo mi fe en ti. Tal vez no salgamos nunca de esta niebla. Entonces Gaspar advirtió que la niebla era tan espesa que no era capaz de ver nada. Salvo a la pequeña, que parecía generar un fulgor propio; y no era que lo veía, sino que su razón le decía que de otra manera, sería incapaz de verla a ella, como lo era respecto de todo lo demás, como por ejemplo, sus propias manos, las que intentaba divisar colocándolas incluso a menor distancia de la que lo separaba de aquella aparición, sin conseguir hacerlo.
30
Los fuegos de San Juan IV -¿De qué se trata todo esto? ¿Quién eres? -Agregaste una pregunta y reiteraste otra. O sea, permaneces en el mismo lugar. Esta niebla suele tragarse a las personas, ¿sabes? Sería bueno que te despabiles. Ahora resultaría ocioso que inquieras nuevamente acerca de qué se trata todo esto, y por supuesto, mucho más aún que vuelvas a preguntarme quién soy y obligarme de ese modo a repetirte que tú lo sabes. -Esto parece el estúpido cuento de la buena pipa. -Ya lo creo, tienes razón. Pero no soy yo la responsable de que las cosas sean así. -Es una noche horrible. ¿Tienes adónde ir? -No. No tengo adónde ir, ni tampoco tengo por qué ir a sitio alguno. -Te iba a ofrecer que duermas en mi casa. -¿Puedo fiarme de ti? -¡Por supuesto! –Dijo Gaspar, e inesperadamente para él, la niña prorrumpió en carcajadas a su reacción. -Está bien, está bien. Pero ten en cuenta una cosa: eres tú quien necesita de un lazarillo. En estas condiciones, jamás encontrarías tu casa, ni aún tanteando las paredes. -Eso es lo que crees –aseguró él, no muy seguro en su fuero íntimo. -¿Quieres probar? –Desafió la niña, en tanto una pregunta cobraba entidad en la conciencia de Gaspar. ¿Hallaría su casa aún sin que él le dijera la dirección? Entonces, la mocosa lo tomó de la mano y 31
Gabriel Cebrián continuó diciendo: -Anda, grandulón, camina. Eres capaz de enfermar si sigues humedeciéndote. La niebla era concreta. De algún modo funcionaba sobre su conciencia y lo ponía a merced de una aparición a la que ya no veía ni aún en su fulgor propio, sino que la única referencia que tenía ahora de ella era su manita, que lo conducía, supuestamente, hacia su nueva morada sin que siquiera le hubiera mencionado dónde quedaba. Debía estar asustado, mas una especie de apatía emocional que mucho tenía que ver con el esponjoso aletargamiento de su vista le impedía agitarse del modo que su razón parecía exigirle. Caminó con paso inseguro, guiado por una aparición que tenía mucho de irreal y por supuesto, nada de lógica o razonabilidad de acuerdo a cualquier parámetro de experiencia previa al que pudiese haber echado mano. Momentos después se detuvieron, por supuesto a instancias de la niña, que dijo con connivencia tal que invertía completamente toda relación fundada de caracteres cronológicos entre ambos: -Aquí está tu puerta de reja, cegatón. Si quieres te acompaño dentro, o si vas a estar más tranquilo, me marcho. Como prefieras. -No, ven, pasa –ofreció gentilmente Gaspar, pero en el fondo quería más que nada averiguar qué era lo que había detrás de todo aquel extraño suceso. Mientras empujaba la puerta de reja y se acercaba a tientas a la otra, llave en mano, oyó que ella le decía, como respondiendo a su pensamiento: 32
Los fuegos de San Juan -Está bien, pero te aclaro que tengo mucho sueño. No tengo ninguna gana de andar respondiendo las mismas preguntas. -No has respondido ninguna aún –observó Gaspar, en tanto accionaba su encendedor para hallar la cerradura. La niña rió suavemente. Finalmente entraron. Encendió la luz y mientras cerraba la puerta, la niebla, en forma de humos que se le antojaron miasmáticos, dibujó unas volutas móviles que se fueron desvaneciendo. Jamás había visto algo como eso. Se quedaron viendo uno al otro durante unos instantes. Gaspar, ansioso y sumido en un mar de dudas y temores. La niña, ligeramente sonriente y al parecer, gozando del dominio absoluto de la situación. Finalmente, él le preguntó: -¿Cómo sabías que vivo aquí? -No vives aquí. Llegaste hoy. -Ahá. Tienes razón. ¿Y cómo... –se interrumpió ante la evidencia que iba a reiterarse. -Todo el pueblo lo sabe. Bah, casi todo. Si te sirve para dejar de torturarte con misterios que lo son solamente para ti, considéralo así. Cualquier persona que llegue a este pueblo, debe acostumbrarse a que todo el mundo sepa de ella. No soy adivina, o bruja, o cualquier otra fantasía que se te pueda ocurrir. Simplemente, presto oídos a lo que se comenta. -No me has dicho tu nombre. -Te he dicho... bueno, que tú lo sabes. Por favor, no me obligues a repetirme, ¿quieres? Tal vez la niebla ingrese y vuelva a apresarte aquí dentro. -Eso no es posible. 33
Gabriel Cebrián -Tampoco te reiteres tanto, tú. Ya has dicho eso mismo de un montón de cosas en un rato, y sin embargo, ocurrieron. ¿O no? -Está bien. Oye, no tengo nada de comer, aquí. Solo puedo ofrecerte un té. -No, gracias, hazte para ti si te apetece. Yo tan solo necesitaría unas mantas –indicó, mientras se apoltronaba en el sillón verde. Él se las alcanzó. Luego, entró en su habitación, cerró la puerta, se desvistió y se dispuso a dormir por vez primera en aquella cama. El sueño tardó en venir, la extrañeza del primer día en Cañada del Silencio lo había agitado mucho, y más aún la rara niña que dormía en el sillón de la sala. Si bien había tomado contacto con ella de un modo que parecía irreal, contaba con que no fuera a traerle problemas más terrenales, como podría ser por ejemplo una eventual denuncia por pederastia. Finalmente se durmió, y soñó algo que tenía que ver con Magdalena, pero fue lo suficientemente difuso y lejano como para no poder precisar circunstancia alguna.
V
Los gallos cantaban en todo el derredor. Fue un despertar tan clásico como inusual para Gaspar. Debía ser muy temprano, dado que según decían los gallos cantaban al romper el alba. Se estiró, vio el crucifijo de metal desde un punto de vista contrapicado y re34
Los fuegos de San Juan cordó que una niña desconocida y misteriosa, se había presentado ante él como materializada en una espesa niebla. Tal reminiscencia, acompañada del sentido de irrealidad que había impregnado toda la secuencia de hechos, lo llevaron a vestirse rápidamente y salir a ver al extraño huésped. Por supuesto, no estaba allí. Fue hasta la cocina, y tampoco. Lo mismo ocurrió en el resto de la casa, pero cuando ingresó al escritorio, se percató que la portezuela de la caja en la biblioteca estaba abierta. La tapa caía a ciento ochenta grados, dejando ver el interior vacío. Lo siguiente que hizo fue comprobar que tenía las llaves en el bolsillo del pantalón, y que todas las puertas y ventanas estaban cerradas. Era imposible que la niña las hubiera tomado, ya que Gaspar era de sueño liviano y la hubiese oído ni bien accionara el picaporte de la puerta de su dormitorio. Aparte, debía haber echado llave desde fuera, y la única manera de poder hacerlo era poseyendo una copia. Ésa era una real posibilidad, más allá de cualquier especulación esotérica o clínica. El día era soleado, y el contraste hacía lucir como mucho más fantástica la experiencia de la noche anterior. Si no hubiera sido por la portezuela de la biblioteca, habría dudado de su entidad real. Pero la puerta aquella, que él había comprobado, se encontraba cerrada, ahora estaba abierta; y si había algo en su interior, jamás, probablemente, lo sabría. Luego de ir al baño y prepararse un té –que era toda la substancia que tenía, por el momento-, abrió la puerta y salió al fondo. Había una pequeña cuadrí35
Gabriel Cebrián cula de baldosas, y más allá, el pasto algo crecido. Hacia su izquierda, un galpón abierto en el que se veía un piletón para lavar ropa y algunas herramientas, entre ellas, una vetusta podadora de césped. A su frente, y donde el cuadro de baldosas terminaba, una bomba para extraer agua cuya boca drenaba en una pequeña pileta de cemento. Más atrás, en el centro del espacio abierto, se levantaba un viejo aljibe. Y por detrás de todo, un árbol del cual pendían unas pelotitas verde claro y una edificación cuadrangular que correspondía a un antiguo excusado, cuyo deterioro y suciedad le hicieron descartar de plano su eventual puesta en funcionamiento. Hacia la derecha, donde desembocaba la entrada de autos, un alambrado bajo y endeble separaba la propiedad de un terreno baldío que ocupaba toda la esquina. Siguiendo la pared que delimitaba el fondo de su casa, ya en el referido terreno, podía distinguirse algo así como un corredor angosto y largo, de unos dos metros de alto, cubierto de enredaderas y malezas. Quién sabe qué función habría cumplido en el pasado... parecía tener que ver con alguna cuestión ferroviaria, pero no se observaban en la cercanía vías ni ninguna otra cosa que así lo indicara. Volvió a su terreno. Algunas de las pelotitas verdes que caían del árbol, se habían descompuesto y adquirido tonalidades oscuras, incluso negruzcas. Tomó una, ya casi reseca, y quitó con su pulgar la membrana ennegrecida, para hallar dentro algo como un carozo o semilla de madera rugosa. Le pareció conocido, de modo que siguió quitando el tejido 36
Los fuegos de San Juan marchito hasta quedarse con una pequeña nuez. Intentó romperla con las manos, pero resultó demasiado dura, así que fue hasta la puerta y la apretó entre ella y el marco hasta oír el crujido. Quitó los fragmentos de cáscara y vio la parte comestible algo aplastada por la presión. La quitó y la probó. Estaba muy buena. Tenía nueces, y en cantidad. Ya era algo. Volvió al interior de la casa y se dijo que ya era hora de entrevistarse con el Doctor Sanjuán. Se aliñó un poco el pelo frente al espejo del baño, volvió a echar llave a la puerta del fondo, antes de salir vio la manta sobre el sofá verde que había sido usada, según parecía, por una niña que tenía la llave de su casa o que era capaz de abrir cerrojos y cerrarlos desde fuera. O algunas otras posibilidades, como ya había pensado, que probablemente obedecieran a posibles maniobras esotéricas de parte de ella, o a patologías mentales de su parte. Salió de nuevo a la calle. Una mujer volvía del algún mercado con una bolsa llena de mercaderías. Él debía hacer algo así, organizarse un poco en ese sentido. Tenía una alacena vacía que llenar. Y no mucho dinero, esperaba que Sanjuán pudiera adelantarle algo. Ahora bien, ¿adónde vivía el tal Sanjuán? Seguramente todos, en ese pueblucho, lo conocían. Le había pasado su domicilio por E-mail, pero obviamete, había olvidado anotarlo. No se preocupó mucho, sabía que era un personaje conocido del pueblo. Lo que no había tomado en cuenta era la escasa, por no 37
Gabriel Cebrián decir nula, capacidad de comunicación de sus habitantes. Mientras no tuviera que volver a hablar con el agente inmobiliario... Pero no, no iba a hacer falta. Cuando pasaba por el diario tuvo la idea de ingresar a preguntar allí. La gente de un medio de comunicación debía, a más de cumplir con su función, ser comunicativa. Al menos, eso habría sido lo lógico. Entró sin tocar a la puerta. Un hombre regordete, morocho, semicalvo, con bigotes anchos y de anteojos, lo saludó: -Buenos días. Usted debe ser el nuevo vecino –le dijo, sorprendiéndolo con su amabilidad aún a pesar de las disquisiciones previas acerca de la gente de los medios. -Buenos días. Sí, soy Gaspar Rincón y me acabo de mudar a la casa de la esquina, acá en calle Belgrano. -Encantado, joven. Soy Carlos Rentería, pero me dicen Cholo. Puede decirme así usted, si prefiere. ¿Así que ocupó la casa del 217? –La recurrencia a la mención del número de su nueva morada pareció comenzar a estas alturas a inquietar a Gaspar, quien de todos modos no tenía razón objetiva para tal sensación. -Sí, exacto. –Y aprovechando la fluidez del diálogo procedió a inquirir, en la forma más sutil que se le ocurrió: -Parece ser célebre, esa casa, ¿no es verdad? -Pues no, que yo sepa. ¿Por qué lo dice? -Porque sucede que con todos quienes he hablado, tienen presente el número. 38
Los fuegos de San Juan -Ah, pero sabe qué pasa, éste es un pueblo pequeño, vea. -Sí, lo he notado –observó, tratando de dar a su aseveración el carácter menos peyorativo posible. -Por eso. Sabemos todos los números, que no son tantos. -Claro, claro. -Usted viene de la Capital, ¿verdad? -Sí. -Claro, por allá es otra cosa. Dicen que uno no sabe ni quién vive al lado de uno. -Sí, suele ser así. -No me gustaría vivir en un lugar como ése, vio. -Uno se acostumbra a todo. Es cuestión de costumbre. -Puede ser, pero la verdad es que no me veo. -La gente de por acá es un poco huraña, ¿no es así? – Se aventuró a preguntar, aún a riesgo de quedar mal con la única persona que se había mostrado amable; y eso sin contar a la niña, cuya amabilidad relativa – ya que pareció más atención que amabilidad- provenía de una fuente para él inclasificable en términos de experiencia previa. -No, joven, no es así. Por ahí es un poco desconfiada, sobre todo con los forasteros. Pero va a ver que ni bien lo conozcan un poco, la cosa va a cambiar. -Bueno, me agrada oír eso. -No tenga dudas. -¿Y quién ocupaba la casa de Belgrano 217, antes? -Hace rato que está desocupada, vea. 39
Gabriel Cebrián -Ahá. Que yo recuerde, hace unos cuantos años la ocupó un bancario, que trabajaba acá en la sucursal del Provincia. El pobre no llegó a jubilarse y volverse a su ciudad, murió acá. -Ahá. -Después vino un médico, o algo así. O sea, trabajaba para el Doctor Sanjuán. Nunca supe a qué se dedicaba, o cuál era su especialidad. Ése duró poco, dicen que se ahogó en el mar. -Bueno, con razón se acuerdan de la casa... parece estar maldita... -Oh, qué ocurrencia. Son cosas que pasan, vea. No vaya a impresionarse por lo que le cuento... -No, está bien, yo decía, nomás. Resulta que hombres solos, como yo, ambos corriendo la misma suerte... dicen que no hay dos sin tres. -Bueno, déjese de embromar, joven... Gaspar, me dijo, ¿no? Mire las cosas que dice... -Aparte, en la jerga quinielera, el 17 es la desgracia, para colmo. -Bueno, si sabía que era tan cabulero no le decía nada. -No, está bien, Don Cholo, es broma. -Ah. Me había parecido que se estaba julepiando. -No, nada de eso. Dígame, necesito hablar con el Doctor Sanjuán. ¿Usted podría decirme adónde puedo encontrarlo? -Pues aquí enfrente. Ése es su chalet –le respondió, señalando la importante vivienda de piedra desde cu40
Los fuegos de San Juan yo jardín, la noche anterior, había cobrado materialidad la fantasmal niñita.
VI
Empujó la portezuela baja de madera entre los dos pilares y avanzó por un camino igualmente pétreo hacia el lujoso chalet. Llegó a una especie de alero de tejas y observó la fina cristalería de los ventanales. También llamó su atención la calidad y terminación de la puerta, al parecer de roble. Había dinero allí; sí, señor. Oprimió el botón del timbre y un melodioso ding dong llegó hasta sus oídos. Poco después, una mucama negra y ataviada clásicamente según su oficio, a la usanza de Hollywood, abrió la puerta y le preguntó qué deseaba. -Soy Gaspar Rincón – se presentó. –Acabo de llegar de la Capital. Desearía entrevistarme con el Doctor Sanjuán, si es posible. La morena lo hizo pasar y tomar asiento en un mobiliario acorde al resto de la ostentosa ambientación y ornamentos. Ingresó por un pasillo y a poco volvió y le indicó seguirla. Así lo hizo, y luego de recorrer algunos metros de un pasillo oscuro, ingresaron en un escritorio. El Doctor Sanjuán se levantó y estiró la mano hacia el recién llegado, saludándolo efusivamente. Parecía que la animosidad de la gente de Cañada del Silencio había sido solo una impresión, o 41
Gabriel Cebrián como le había dicho momentos antes el Cholo Rentería, mera desconfianza inicial. El diligente Doctor era un hombre alto, de unos cincuenta años, ligeramente canoso, de buena estampa física y rasgos delicados, ojos claros y un don de gente que se evidenciaba tanto en su tono como en sus movimientos. Luego de indicarle tomar asiento y de hacer lo propio, le preguntó: -¿Cuándo llegó? -Ayer a la tarde. -Hombre, podía haberme avisado y venía a cenar aquí conmigo... -No me pareció prudente importunarlo. Mire, entre que tomé un baño, acomodé un poco las cosas, reconocí la casa, etcétera, se hizo un poco tarde, ¿sabe? No me pareció adecuado... -Mire, ésta es su casa, ¿me entiende? -Agradezco su hospitalidad. -Fíjese que mandé a rentar esa casa para usted, solamente por no ser tan invasivo y respetar su intimidad; si no, le hubiera ofrecido que se instale acá mismo. -Oh, pero hizo muy bien. Jamás me atrevería a un abuso semejante. -No sería un abuso, sería un gusto, en todo caso. Vea, la casa es muy grande, a veces me hallo solo, y me encanta poder conversar con alguien que no pertenezca al populacho de esta aldea. Digo, con alguien pulido, de la ciudad, formado en universidades... -Bueno, creo que eso puedo entenderlo. Ayer estuve dando una vuelta, comí algo en el hotel de por acá, y 42
Los fuegos de San Juan tuve oportunidad de comprobar... –se interrumpió, evaluando la eventualidad de parecer arrogante o desconsiderado. -Sí, dígalo, de comprobar que la gente de por aquí es basta e ignorante. -Bueno, yo no quería decir eso. -Dígalo, ya que así es. -Bueno, me pareció algo hosca y me molestó la manera en que me observaban, sin el menor indicio de ubicuidad. -Lo sé, lo sé, por eso le decía que hubiera sido bueno que me llame ni bien bajó del ómnibus. Y dígame, ¿qué le pareció la casa? -Me pareció adecuada. La verdad, podría resultar un poco amplia para mí solo, pero está de lo más bien. Me encanta el nogal que tiene en los fondos. -Ah, sí. Es un árbol noble y añoso. Pero volviendo a la casa en sí, se habituará. De todos modos, por la limpieza en general no debe preocuparse. Haydée, la mujer que lo condujo hasta acá, se hará cargo de ella. -No, pero... -Pero nada, Gaspar. No vamos a pretender que un profesional de sus quilates pierda tiempo en menesteres como ésos, ¿verdad? -Mire, Doctor, con todo respeto, usted no me conoce. Podría resultarle un fiasco, ¿sabe? Ya estoy temiendo no estar a la altura de las circunstancias, créame. -Oh, por favor no diga eso. Aparte, en cierto modo, seguramente involuntario, está descalificándome. 43
Gabriel Cebrián -¿Perdón? -Digo que ya lo he tratado durante unos breves minutos; y si bien mi temperamento analítico me ha llevado a evaluarlo de un modo similar al que los palurdos ésos lo hicieron anoche, claro que en otro nivel y con otra altura, éste al parecer breve lapso de tiempo que hemos compartido hasta ahora, digo, me permite decirle desde ya que usted es un joven agudo mentalmente y un serio y responsable profesional, munido de todas las herramientas conceptuales necesarias para un óptimo desarrollo de sus aptitudes. -Bueno, espero que sea así, ya que, a pesar del breve lapso que mencionara usted, parece estar más seguro de ello que yo. -Es usted humilde, Gaspar. -No, trato de ser objetivo. -Bueno, dejemos eso. ¿Qué le gustaría almorzar? -Mire, Doctor Sanjuán, usted es muy amable, pero... -Vamos, no toleraré una negativa. -No, iba a decirle que estoy un poco preocupado por saber las características y condiciones del desempeño que espera usted de mí. -Hay tiempo para eso. De todos modos, he de adelantarle que no se trata de un desempeño covencional. -Sí, algo ya me había anticipado por correo. -Bueno, pero ahora no me ha contestado qué le gustaría tomar para el almuerzo. -Lo que usted escoja está bien para mí. 44
Los fuegos de San Juan -Déjeme agasajarlo, al menos en la primera comida que tomaremos juntos. -Bueno, entonces... ¿tiene una parrilla? -Sí, claro, pero... ¿cuál es la idea? -Si le parece, yo prepararía un asado. -De ningún modo. No voy a ponerlo a trabajar justo hoy. -Entonces, elija usted el menú. -Ve, le dije, usted es un muchacho muy hábil. Ha sido una muy buena manera de salir del paso y evitarse la responsabilidad de la elección. Dejemos entonces que Haydée prepare lo que quiera. Es una magnífica cocinera. -Está bien. Pero me gustaría preguntarle algo, si no es un atrevimiento de mi parte. -Adelante, pregúnteme lo que quiera. -Usted dijo que se sentía solo, en este pueblo. Aparte de Haydée, ¿vive alguna otra persona en esta casa? – Inquirió, dado que las facciones y el color de los ojos del Doctor le recordaban vagamente a los de la niña que la noche anterior parecía haber salido de allí. -Bueno, Haydée trabaja, y pasa buena parte de su tiempo en esta casa, pero no vive aquí. La única persona que sí lo hace, es mi hija. -Ah, me parecía. -¿Sí? -¿Es una niña de unos diez, o doce años? -Oh, no. Es una mujer de veintidós años, ya. ¿Y por qué me pregunta eso? 45
Gabriel Cebrián -No, porque anoche pasé por aquí... ¿vio la niebla que se levantó anoche? -Sí, es común eso para esta altura del año. -¿Sí? ¿Tanta? -¿Tanta, fue? -No podía ver mis propias manos. -Ah, no, por ahí no tanta. Pero decía que pasó por aquí... -Claro que entonces no sabía que era su casa. La cuestión que venía casi a tientas, cuando una niña rubia salió de su jardín y me abordó. -Ah, claro. Ya sé de quién se trata. Es la pequeña Annie –dijo, y esbozó una sonrisa. -No me dijo su nombre en ningún momento. Es una personita de lo más extravagante. -Ni que lo diga. Es tremenda. Suele andar por aquí, dando vueltas. Seguramente vio a un desconocido y aprovechó la oportunidad de jugarle alguna broma. -Y vaya que lo hizo. Consiguió desconcertarme realmente. ¿Quién es? -Es una niña con alteraciones mentales, no muy graves, según creo. Usted es el especialista, quizás tenga oportunidad de tratarla y verá por usted mismo. -Me dijo que no tenía casa, ni padres. -Eso no es cierto. Vive sobre la costa. Sus padres no son mucho más sanos que ella. Y ella vive escapándoseles. Pero siempre vuelve, así que ellos han llegado a tomar como naturales sus aventuras nocturnas. -¿Y cuál sería su patología, según usted lo ve? 46
Los fuegos de San Juan -Mire, yo soy médico clínico, sería una muy lega opinión, la mía. Lo único que puedo decirle es que su patología responde a muchos de los rasgos característicos de lo que yo he dado en llamar “el Síndrome de Cañada del Silencio” -Ahá –pronunció Gaspar, mostrándose muy interesado, como lo estaba, ante la mención del eventual desequilibrio típico que sería objeto de su análisis. – Me interesaría saber todo cuanto pueda decirme acerca de él. -Lo sé, lo sé, pero me parece muy pronto para abordar temas laborales. Ya tendremos quizá demasiado tiempo para el intercambio profesional, ¿no le parece? -Como usted diga –concedió, cuando en realidad, no le parecía. –Aunque si me disculpa, voy a volver sobre el tema de esa niña... -Annie. -Sí. Sabía mi nombre sin que yo se lo hubiese dicho. -Claro, pero puede haberlo oído de boca de alguien más. -¿Le parece? ¿Usted ha hablado de mí con la gente del pueblo? -Bueno, mínimamente, que recuerde, con el agente inmobiliario. Quizá él lo haya mencionado. -¿Le parece? Se lo ve como un individuo muy parco. -Sí, esa puede ser la imagen que tuvo usted. Entre nosotros, y francamente, es un chismoso peor que cualquier comadre en la peluquería. -Bueno, siendo así... -¿Qué le ha hecho creer? Ésta Annie... 47
Gabriel Cebrián -No, nada, sencillamente, me desconcertó. -Le gusta jugar el rol de adivina. Hay veces que demuestra mucho talento, y su predilección consiste en tratar de parecer extravagante. Es una chiquilla verdaderamente inteligente. Podría contarle muchas anécdotas acerca de cómo ha conseguido embaucar a cantidades de gentes, sobre todo a los turistas que suelen invadirnos en verano cuando las plazas hoteleras de la costa se agotan. Incluso ha generado algunos problemas, ha impresionado tanto a algunas personas que han tenido que ser atendidas debido a cuadros de pánico. Claro que se trataba de personas básicamente desequilibradas y demasiado crédulas. -Pero eso no parece algo muy normal que digamos... -Por eso le dije, Annie no es una niña normal. Es demasiado inteligente para su edad, y tiene tendencia a provocar situaciones morbosas y engaños sutiles que, en algunos casos, son procesados por las víctimas de una forma normal; pero en otros, cuando por temperamento o predisposición, alguna persona atiende y cree sus manipulaciones, puede resultar dañada. -Entiendo –dijo Gaspar, deseando fervientemente volver a encontrar a la niña y averiguar bien qué había detrás de su presunta neurosis.
48
Los fuegos de San Juan VII
El diálogo había derivado en generalidades, tales como la descripción de la vida en la capital y sus diferencias con la de provincia, de algunas características y atractivos de la zona, de pesca, de ciertos personajes locales, etcétera. Gaspar prestaba oídos y mantenía la concentración en tales banalidades solamente para mantener el hilo de la conversación, toda vez que únicamente dos o tres tópicos le interesaban. Uno, el que tenía que ver con su desempeño profesional y la contraprestación monetaria correspondiente; otro, la patología atípica que parecía haberse localizado allí; y en un orden más personal, el eventual reencuentro tanto con la pequeña Annie como con la hermosa y sensual Magdalena, por distintos motivos, obviamente. El aroma de una comida casera y agradable llegó hasta el escritorio. Ya había pasado el mediodía cuando la negra Haydée se apersonó y anunció que la mesa estaba servida. Se dirigieron al comedor – Gaspar por delante como había indicado con gesto caballeresco el anfitrión,- y cuando ingresaban, el joven se detuvo bruscamente, provocando una ligera colisión con el Doctor. Allí, sentada a la mesa, exquisitamente iluminada por la luz del sol que desde la ventana atravesaba unos tules y se derramaba dorada sobre ella, estaba Magdalena, observándolo con una sonrisa a la vez cautivante e intencionada. 49
Gabriel Cebrián -Ah, estabas aquí ya –dijo el Doctor. –Creo que ya se conocen, ¿no? -Yo no sabía... –comenzó a aclarar Gaspar, en tanto Magdalena, sin abandonar la expresión de disfrute que la situación le provocaba, se incorporó y lo saludó con un beso. Luego, los tres tomaron asiento. -No sabía que era su hija -completó al fin la frase, tratando de dejar traslucir lo menos posible el impacto que la presencia de la dama le había producido. -Claro –explicó ociosamente el Doctor,- si ha sido ella quien ha propiciado nuestro contacto... -¿Cómo estás, Gaspar? -Bien, ¿y tú? -Oh, muy bien, contenta de que estés por aquí. Tu sabes, es bueno poder departir con alguien diferente, alguien más parecido a uno. -Me decía tu padre. -Sí, por supuesto. Nos viene bien cambiar de aire y hablar con gente de la capital, máxime tratándose de una persona culta e instruida. -Bueno, trataba de explicarle a tu padre que quizá no sea lo que ustedes esperan. -Sí, seguro que lo eres. Salta a la vista –aseguró ella. -Parecen ser tan gentiles como perceptivos –dijo Gaspar, no muy seguro de que los calificativos que empleaba fuesen los adecuados. En eso entró Haydée, cargando una fuente humeante de la cual asomaba el mango de un cucharón. La depositó sobre la mesa y comenzó a servir, primero a Gaspar, como correpondía al protocolo. Vio un guisado amarrona50
Los fuegos de San Juan do, algo oscuro, con rodajas de papa, guisantes, cebolla y unas porciones de carne cortada en forma arbitraria, grandes y pequeños, de distintas formas, algunos como desgarrados sin el menor cuidado. Eso llamó su atención. Mientras la mucama proseguía sirviendo a los otros comensales, el Doctor Sanjuán retomó la palabra: -Bueno, los grandes encuentros se producen así, de manera fortuita. -Oigan , ya les dije que me siento algo intimidado por los comentarios que formulan acerca de mí sin conocerme lo suficiente. -¿Intimidado? –Preguntó Magdalena. -¿Qué podrías temer? -Ya le decía a tu padre, no estar a la altura de vuestras expectativas. -Y yo le decía a él –se apresuró a informar el Doctor- que sabemos muy bien con quién estamos tratando... –Iba a continuar, pero su hija lo interrumpió: -O sea, estamos cayendo en diálogos recurrentes. La frase que dejó caer como al acaso, produjo a Gaspar una sorpresa tal que casi le fue imposible disimular. En cambio, Sanjuán miró con fiereza a su hija durante un par de segundos. A pesar del estupor, el joven lo advirtió con claridad. Inmediatamente recordó el parecido físico que había observado entre la pequeña que ellos llamaban Annie y el recuerdo, ahora presente, de la agraciada Magdalena. Tal vez compartieran también la patología. Para salvar el ba51
Gabriel Cebrián che que se había producido en el diálogo, el Doctor se apresuró a comentar: -Mi hija ha tenido oportunidad de compartir una copa con usted. Yo, aparte de la correspondencia y de la suerte de currículum informal que puedo deducir de ella, he platicado casi toda esta mañana con usted. Así que Gaspar, lo invito a dejar de lado cualquier modestia o humildad de su parte y al propio tiempo lo insto a asumir que, sin lugar a dudas, está sobradamente calificado para desempeñarse en este pueblo. -Está bien, me convencieron –concedió Gaspar, más que nada con el propósito de terminar con lo que se había llegado a convertir en una situación molesta. Y a continuación añadió: -Hablando de eso, y sepan disculpar mi ansiedad, me gustaría saber qué es lo que se espera que yo haga. -Antes coménteme qué le parece el estofado de Haydée –hasta ese momento, Gaspar ni se había percatado que, por una mínima cuestión de cortesía, debió decir algo acerca de la comida. -Claro, disculpen, está tan bueno que ni siquiera me da tiempo a comerlo –intentó justificarse. -Lo mismo este Merlot. -Sin embargo, te da tiempo para hablar –observó Magdalena, provocando otra mirada furibunda de su padre. -Cierto, pero eso es debido a mi temperamento lacaniano –replicó Gaspar, quien a falta de razones objetivas, apeló a lo que podría considerarse una humorada pero de lo cual tampoco estaba seguro, mas 52
Los fuegos de San Juan era lo suficientemente ambigua como para neutralizar la evidencia en su contra. Sin embargo, Sanjuán la festejó estentóreamente, y recomendó a su hija no practicar juegos verbales con un joven intelectual de fuste, circunstancia que hizo que Gaspar gozara de un breve momento de triunfo. Volviendo al tema del guisado, preguntó que clase de carne era aquella, ya que la encontraba sabrosa pero rara. El Doctor le respondió que se trataba de un ciervo que había cazado días antes. -Mire usted. Es la primera vez que como carne de ciervo, entonces. -No es muy usual en la Capital, claro. -Es verdaderamente buena. -Ya lo creo. Sí, es una de las pequeñas compensaciones de la vida rural. Ahora volvamos a su consulta acerca de un tema que parece preocuparlo más de lo debido, esto es, la cuestión laboral. -Imagínese. -Claro, pero por eso le digo. No debe preocuparse tanto, por eso. Vayamos por partes, primero lo primero. Dígame, ¿le parece bien un sueldo de tres mil pesos mensuales? -¿Qué es lo que dice? ¡Me parece fantástico! Oiga, usted me escribió que la paga era superior a los mil quinientos, pero ¿tres mil? ¿No es mucho, eso? -No, no lo creo así. Eso, descontando además que la locación del inmueble de calle Belgrano corre por cuenta de la Fundación. -No, de ningún modo. Eso ya me parece excesivo. 53
Gabriel Cebrián -Ya le dije, es una necesidad social que tenemos que cubrir. Y bajo ningún punto de vista permitiría que usted deje de lado su vida, las posibilidades de vivir en una ciudad con todo lo que ello implica, su familia, sus afectos, para venir a enterrarse acá y encima no recibir una compensación adecuada. Piénselo así, aparte de honorarios, estaríamos pagándole algo que podría considerarse como una suerte de indemnización. -Yo le agradezco, pero... -Pero, nada. Si está de acuerdo, ese tema ya está cerrado. Ahora pasaremos a hablar de las funciones que deberá asumir, si le parece. -Me parece muy bien. Lo escucho. -Bien, en principio, le comento que muchas personas vienen a mi consultorio a plantearme problemas referidos a su especialidad, a falta de un profesional idóneo en tales disciplinas. Lo que haría yo, en principio, es derivárselos. -Entiendo. Me parece muy bien. -Es más, ya he dicho a algunos pacientes que contaría con su concurrencia, y lo están esperando con ansiedad. -Bueno, me esforzaré por ayudarlos, entonces. -Y dígame, ¿adónde piensa atenderlos? -No sé. Esperaba que usted me lo indicara. -Verá, en la clínica hay pocos espacios, y sobre todo, según mi criterio, resultan absolutamente inadecuados para el tipo de terapia que usted deberá efectuar. Así que quedan dos posibilidades: o acondicionamos el escritorio de su casa en la calle Belgrano, o lo ha54
Los fuegos de San Juan cemos con alguna de las habitaciones de aquí mismo. -Oh, no, no me gustaría alterar el orden de esta familia. -No sería así, créame. ¿No es cierto, Magda? -Sería un placer, cambiar un poco las rutinas. Mira, Gaspar, mi padre pasa el día en la clínica o dando vueltas por el campo, o pescando. Yo, simplemente languidezco, veo televisión o leo. Me encantaría que atiendas aquí, al menos vendría gente, habría movimiento, sucederían cosas nuevas... -No, yo les agradezco, sinceramente, pero estaría más cómodo en mi casa, digo, si a ustedes les parece. -No, está bien –acordó el Doctor. Magdalena, por su parte, hizo un visage de desagrado. –Siendo así, pues dígame cuándo le parece que estará en condiciones de atender. -Mañana mismo, si usted así lo dispone. -¿No necesita poner en orden las cosas, conseguir un sofá...? -¿Un sofá? –En este punto, Gaspar tuvo que contenerse para no soltar una risa que bien podría haberse malinterpretado. –No, yo no utilizo sofá. Prefiero hablar con el paciente cara a cara, escritorio de por medio. -Bueno, sepa disculpar mi visión tradicional y tal vez arcaica de su profesión –se justificó Sanjuán, advirtiendo inmediatamente su concepto arquetípico de la psicoterapia. 55
Gabriel Cebrián Entró nuevamente Haydée, retiró los platos y colocó los de postre. Se retiró y volvió al instante con una especie de budín acaramelado. Sirvió las porciones, y esta vez, Gaspar se adelantó a elogiarlo. -Mmmmh, exquisito. Budín de nuez, ¿no es así? -Sí, Haydé lo prepara exquisito –dijo Magdalena. -Claro que -intervino el doctor – es casi una invitación suya, este postre. -¿Cómo dice? -Claro, que el otro día fui a ver las condiciones en las que se encontraba la casa de calle Belgrano y me tomé el atrevimiento de tomar algunas nueces. -Ah, claro, está muy bien. Sobre todo si iba a darle un destino tan apropiado, vea. -¿Qué tiene que hacer, por la tarde? -¿Yo? Nada, pues. Hasta mañana lunes, si es que comienzo con mi tarea... -Entonces vamos a tirar unos tiros por ahí. Vayamos de caza. -Nunca he practicado la caza. Es más, no he usado nunca un arma de fuego. -Siempre hay una primera vez para todo, en la vida. -Sí –acordó la joven. –Siempre es bueno pasar por experiencias nuevas. No reiterar siempre los mismos esquemas, volver una y otra vez a las mismas situaciones, ahogarse en rutinas.
56
Los fuegos de San Juan VIII
Luego del estampido, la lata de aceite vacía que estaba momentos antes sobre un poste de alambrado, voló hacia atrás y rebotó tres o cuatro veces antes de detenerse sobre el pasto. El Doctor Sanjuán acababa de demostrarle prácticamente cómo se usaba la escopeta del doce. La detonación, mucho mayor a la que esperaba, sobresaltó a Gaspar, quien tenía en sus manos, con verdadera aprensión, un arma de similares características. -Ve, es algo muy sencillo. Usted tiene que apoyar la culata acá, inclinar la cabeza, cerrar un ojo y con el otro mirar este fierrito que está acá, que se llama “testigo”, de modo que quede justo en medio de esta ranura de acá... -Mire, Doctor, la verdad es que me asusta un poco, este tema. -Vamos, hombre, déjese de embromar. No hay muchas cosas que pueden hacerse por acá, ¿sabe? Ésta es una de las más divertidas, así que le recomiendo que no se la pierda, y menos teniendo en cuenta que en cuanto rompa el hielo le encantará. Ánde, dispárele a esa lata. Gaspar levantó el arma y la apoyó en el hueco de su hombro derecho. Dirigió el caño hacia una segunda lata apoyada a unos veinte metros, sobre otro poste, y antes de jalar el gatillo se volvió un instante y preguntó: -Oiga, ¿tiene mucho retroceso esta escopeta? 57
Gabriel Cebrián -Bueno bueno bueno bueno... ¿era usted el que no sabía nada de armas? -Está bien, he visto televisión, también, ¿sabe? Y además he oído hablar. -Claro, por supuesto, solo estaba bromeando. Apenas patea un poco. Solamente tire el pie derecho un paso hacia atrás, y cualquier cosa aguante el peso sobre él. Pero es mucho ruido, nomás. A lo sumo salta un poquito. Agárrela fuerte, y no se haga problemas. Solo cuesta el primero. Tiró del gatillo con dedo tembloroso. El resorte, al principio rígido, perdió tensión de golpe y el estampido, esta vez más cercano, lo aturdió ligeramente. No obstante vio caer su lata, no tan aparatosamente como la anterior, pero al menos, le había dado. -¡Muy buen tiro! –Festejó Sanjuán. -¿Vio que le dije? -Sí, no parece tan difícil. -No lo es. Aparte, está cargada con perdigones. Veremos si encontramos perdices. Para ciervos, o chanchos salvajes, se preparan postas de plomo. Pero ésa es la segunda materia. Vamos paso a paso. -Está bien, como usted diga. Usted es el instructor de cacería –dijo Gaspar, pensando que aquella no era una mala forma de embolsar tres mil pesos por mes. -¿Necesita otro tiro de prueba? -No, está bien, creo que ya tengo el concepto. -En ese caso, nos conviene rumbear para allá. Por entre los matorrales de cola de zorro, salen perdices, y hasta liebres. No hay que apuntarle como a las la58
Los fuegos de San Juan tas. Las latas no se espantan. Hay que tirarles al bulto, rápido, ni bien las ve que se espantan. Con cuidado, eso sí. Debemos ir caminando en la misma línea, y nunca tirar para el costado de golpe, ¿entiende? -Entiendo. Mientras caminaban en el sentido indicado, y sin mediar comentario previo, el Doctor comenzó a hablar de cierto problema que no le había referido durante el almuerzo. -Se trata de un problema familiar –explicó. -Creo que lo imagino –aventuró Gaspar. -Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que imagina? -Bueno, según yo veo, su único familiar parece ser Magdalena. No hay que ser muy suspicaz, en ese sentido. -Ahá. -Y en base a algunas cosas que me pareció advertir durante el almuerzo, ella no está muy bien, ni mucho menos conforme con la vida que lleva. -Es usted muy observador. -No tanto, pero gracias, de todos modos. -Sí, se trata de ella. -¿Está acaso afectándola a ella también lo que usted ha dado en denominar “Síndrome de Cañada del Silencio”? -¿Cómo se ha dado cuenta de eso? -Mire, si no hubiera sido porque anoche me topé con la pequeña Annie, probablemente no lo habría podido inferir. 59
Gabriel Cebrián -Ve, no me equivocaba en nada, respecto de usted... es un joven muy agudo, tal como le dije. Dígame, por favor, cómo, o mejor dicho, por qué relaciona a la pequeña Annie con mi hija. -Bueno, básicamente porque las dos hicieron referencia a las frases recurrentes. Claro que con diferente impronta, pero me pareció significativo. -Usted me sorprende, ¿sabe? Creo que fue una excelente idea contratarlo. -Gracias –dijo Gaspar, mientras pensaba que por el momento dejaría suelto el cabo del parecido físico entre el propio Doctor, su hija y esa suerte de aparición llamada Annie. Y ello por una cuestión de mera prudencia. –Y digo, sin pretender que vayamos a dejar de lado la debida concentración en aras de la cacería, ¿podría informarme algo acerca de la etiología que corresponde al síndrome ése que usted menciona? -Es un poco largo, y realmente dificultoso para un lego como el que le he dicho que soy. Pero lo intentaré. Vea, para ello, debería hacer un poco de historia. -Adelante, cuantos más detalles me dé, tanto mejor. -Siendo así... sinceramente, no vaya a pensar ni por un momento que comparto las disparatadas hipótesis que puedan inferirse, más o menos directamente, de mi relato. Trataré de interpretar, de algún modo, lo que piensan o creen los afectados. -Pero claro, Doctor, lo entiendo perfectamente, y eso me ayudará mucho, créame. 60
Los fuegos de San Juan -En cierto modo me estoy previniendo, dado que se trata de cuestiones tan extravagantes y supersticiones tan patéticas que me avergonzaría sobremanera que usted... -No se preocupe, ya tomé nota de ello. -En ese caso... todo parece haber arrancado con la llegada, hace ya unos veinte años, de un barco. En realidad, no es que llegó, sino que encalló aquí, en estas costas. -Encalló un barco aquí, qué extraño. -Sí, pero eso no es lo más extraño. -Seguramente. Disculpe. -No, está bien. Fue una noche de niebla muy espesa. -Oh. -Claro, como la que dice usted que hubo anoche. Pero no se va a sugestionar, ¿no? -No, mire, sus previsiones parecen contar más para mí que para usted, por lo visto –observó Gaspar, y ambos rieron, aunque en el ánimo del joven algo, sinestésicamente, se nubló. –Continúe, por favor. No me haga caso. -Bueno, al día siguiente, unos muchachos del pueblo fueron de madrugada a pescar, y vieron el mástil, mar adentro. Debido a los palos, y a los velámenes rotos, advirtieron que era una nave de vela. Como el invierno estaba a punto de comenzar, la mañana era muy fría, así que desistieron de ingresar al agua a averiguar si había llegado alguien en él. Sin embargo, se comunicaron con el pueblo y dieron la nueva. Al poco rato, vio cómo suceden las cosas en los sitios en donde nada sucede, la playa estaba llena de gente. 61
Gabriel Cebrián Era tal el pisadero que cuando alguien observó que los náufragos, en todo caso, debían haber dejado huellas en la arena, ya era absolutamente imposible discernir nada. Entraron con lanchas, y volvieron desconcertados. Dijeron que se trataba de una especie de galeón, pero aquellos individuos no eran avezados en temas navieros, y mucho menos en términos históricos. Lo que sí parecía ser incontrovertible, era su antigüedad. -Mire usted, una especie de barco fantasma. -Claro que eso fue exactamente lo que dijeron. Y tal suposición fue abonada fuertemente por la circunstancia que, apenas unos minutos después de que los hombres de las lanchas volvieran, y justo momentos antes que arribara el fotógrafo del diario, la cosa aquella, haya sido lo que haya sido, había desaparecido bajo las aguas y nunca más volvió a ser vista. -Es realmente una historia muy extraña, pero no me parece tan impactante como para provocar una secuela psicológica semejante. -Es que aún no he terminado. -Disculpe que lo haya interrumpido. -No, en todo caso, viene bien para intercalar lo que puede parecer una digresión, pero que en realidad es una aclaración necesaria. Cañada del Silencio es un bonito pueblo, tiene estos campos, está cerca del mar, la tierra es buena; y la gente también lo es, solo que es muy dada a las fantasías y a las supesticiones. Ello al grado que cíclicamente hacen su aparición seres fantásticos como “la Llorona”, o “el Lobizón”, o el mismo legendario Basilisco. Hay montones de 62
Los fuegos de San Juan personas, algunas que normalmente parecen dechados de ecuanimidad y sentido común, diciendo que han oído a una o visto a los otros. Es cierto que cuando se pone de moda la Llorona, por ejemplo, yo también la oigo, pero no me cabe duda que es algún gracioso que se entretiene a costa de la credulidad ajena. La cuestión que a partir de aquel suceso no faltaron personas que decían haber visto entre la niebla la figura de un marino que respondía a estereotipos antiguos, con aires de bucanero, o algo así, divagando enloquecido, e incluso arrojando mandobles a diestra y siniestra con su sable a enemigos invisibles. -Parece parte del folklore propio de la zona, esto también, ¿no es verdad? -Sí, y si me pregunta a mí, estoy seguro que es así. Pero la cuestión es que cuando había pasado alrededor de un año, y ya el número de presuntos avistajes del sujeto aquél crecía de modo llamativo, sucedió que algunas personas comenzaron a decir que se les aparecía en sueños; y aún más, que hablaban con él en medio de la niebla, aún en vigilia. A todas luces, un fenómeno de sugestión que parecía comenzar a provocar alucinaciones colectivas. -No es difícil generar una psicosis cuando las condiciones internas y externas reciben tanto estímulo. -Claro que sí, usted me reafirma en mi convicción de que he efectuado el análisis correcto, ¿ve? -Me agradaría saber qué dijeron las personas que dicen haber hablado con el fantasma. -Eso resulta curioso, eso precisamente era lo que iba a decirle. Que los testimonios son contestes en cuan63
Gabriel Cebrián to a los mensajes recibidos. Dicen que hablaba una y otra vez las mismas cosas. -¿Qué clase de cosas? -Que no les fuera a pasar lo mismo que a él, que la maldición de San Juan los obligaría a recalar siempre en los mismos puertos. O que el infierno es la reiteración de las mismas situaciones, y que el mismo demonio habla en círculos. -Que el demonio habla en círculos... -Eso decían que les dijo. A mí, qué quiere que le diga, me parece una versión oligofrénica de la balada del viejo marinero, de Coleridge, no sé si la leyó... -Sí, la leí, y sabe qué, parece usted tener razón –concedió Gaspar, sonriendo; aunque a pesar de la referencia poética, centraba su atención en el palmario componente lingüístico que traslucía en el aún incipiente esbozo de la sintomatología. -No sabría decirle a ciencia cierta el grado de razón que me asiste. Pero lo que ocurrió a continuación fue que las personas que decían haberlo visto, o no, mejor debería decir las que lo oyeron, o que dicen haberlo oído, se pusieron medio obsesivas con el tema de la reiteración. -Sí, pero eso es casi una contradicción en los términos, fíjese. La obsesión, sin ir mas lejos, es esencialmente reiterativa. -Bueno, no lo había visto de ese modo, pero ahora que lo dice... -Ya conocía esa cuestión. Es decir, eso es lo que me remarcó precisamente la pequeña Annie anoche. 64
Los fuegos de San Juan -Sí, ella es la que manifiesta haberlo visto con más frecuencia. -Y también, según parece, Magdalena lo ha visto. El Doctor Sanjuán se quedó viéndolo unos momentos. Luego asintió. Gaspar entonces explicó: -Me llamó la atención -como ya le dije recién,- durante el almuerzo, que ella formulara una observación respecto de una repetición en el diálogo. Y además que usted reaccionara, aún sin palabras, ante una objeción que hubiese resultado casual y enteramente inocente, y que habría pasado absolutamente inadvertida para mí de no haberme topado antes con la niñita, como también le comenté. Aunque debo estar repitiéndome. -¡No empiece usted! –Exclamó Sanjuán, y profirió unas risas. -Lo dicho. Es usted un eminente psicólogo. Sí, Magdalena dice que el individuo ése se contacta con ella en sus sueños. -Es una forma de elaboración de las fantasías, según lo que podría parecer a primera vista, sin algunas sesiones que lo verifiquen. -¿Usted estaría de acuerdo en atenderla? -Hombre, es mi función, ¿verdad? Mucho más si usted me lo pide, con todas las consideraciones que ha mostrado hacia mi persona. Claro que ella debe estar de acuerdo, también. -Mire, Gaspar, cualquier cosa que sea novedosa la encararía sin dudar un instante. -Pero en honor a la verdad, Doctor, hay algunas cosas que sucedieron anoche que no me cierran. 65
Gabriel Cebrián -¿Respecto de la pequeña Annie? -Sí. -Ella me acompañó hasta casa, y me dio no sé qué dejarla sola allí, en la noche, con esa niebla, así que la invité a pasar y le ofrecí el sillón del living para que duerma. -Ahá. -Luego cerré todo, y me fui a dormir a mi vez. La cosa es que a la mañana siguiente, no estaba. Las llaves quedaron en el bolsillo de mi pantalón, y no hay modo que las haya tomado de allí sin que yo me despertara. Tengo el sueño muy liviano, ¿sabe? -Seguramente hay muchos modos de salir de allí, sobre todo para una pilluela de su calibre. -Así, pues hombre, si hay tantos modos de salir, debe haber otros tantos para entrar, cosa que no me resulta tranquilizadora. -Bueno, he dicho que para una diablilla ágil, pequeña y despierta como Annie. De todos modos, no se preocupe. No se registran casos de delito, casi, en Cañada del Silencio. Nadie va a entrar subrepticiamente a su casa, créame. Tal vez solamente la pequeña, cosa que igual, no creo que vaya a hacer. Probablemente nada más lo haya hecho para inquietarlo, para jugar esas bromas que le decía. -Sí, pero eso no es todo. Cuando llegué a la casa por primera vez, observé una cajuela con llave que era parte del mueble biblioteca del estudio. Obviamente, llamó mi atención. Comprobé que se hallaba cerrada. -¿Con llave? 66
Los fuegos de San Juan -Sí. Pero mientras me estaba asegurando que la niña esa no se hubiera escondido en algún lugar de la casa, advertí que la portezuela ahora estaba abierta, colgando de las bisagras.
Mientras contaba esto, una detonación casi lo paralizó. Unos veinte metros al frente, un ave pequeña y parduzca daba unos saltos agónicos, para luego quedar inerte sobre el pasto.
IX
Llenó la copa del añejísimo brandy que el Doctor Sanjuán le había regalado luego de la cena. Lo probó, y aún a pesar que no era una persona avezada ni mucho menos en virtudes sibaríticas, o al menos en las que hacen a un medianamente buen catador, pudo advertir la nobleza y antigüedad de aquellas cepas. No tenía televisor, ni radio, ni más libro que aquél que lo había acompañado durante el viaje. Solos él y la noche pueblerina. A pesar del frío, decidió salir a beberla en el fondo. Mientras miraba la bóveda celeste, estrellada como no recordaba haberla visto, pensó en aquel extraño día que había pasado, prácticamente en su totalidad, con el Doctor. Muy poco había agregado a su juicio después que hubo cobrado la primera pieza. A partir de allí, las perdices habían aparecido en gran núme67
Gabriel Cebrián ro, y hasta él mismo tuvo que vencer el tabú de sentirse un asesino y gatillar en dirección a las aves. Él mismo había derribado dos o tres, ya que a una le dispararon en forma simultánea, de modo que no se pudo saber cuál de los dos le había dado. En cambio, su nuevo amigo había atrapado más de diez, las que iba recogiendo y guardando en una bolsa que pendía de su cinturón. Comentó que Haydée haría un exquisito escabeche con ellas, y además observó que era muy cuidadosa para extirpar los perdigones, dado que, caso contrario, podían ocasionar sorpresas muy desagradables a la dentadura de los comensales. Durante la cena, Magdalena se había mostrado callada y como taciturna. Solo pudo percibir algo de entusiasmo en ella cuando su padre le anunció que al día siguiente, hacia las cinco de la tarde, Gaspar la recibiría para su primera sesión de análisis. El Doctor, en cambio, había hablado casi todo el tiempo de las virtudes del joven, en la cacería, en los conceptos, en su calidad profesional, etc. etc. etc. No solo había logrado ponerlo incómodo, sino que hasta había comenzado a sospechar que algo debía haber detrás de toda esa lisonja excesiva. Y de la cuantiosa paga, y de su actitud obsequiosa. Encima de todo aquello, el contexto algo tenebroso ya de Cañada del Silencio y sus folklores de bucaneros fantasmas conspiraban también para arrojarlo a un cuadro de sensibilidad alerta, casi alarmada. El brandy estaba bueno, sí señor. No acostumbraba fumar mucho, pero la ocasión parecía ameritar un buen cigarrillo. No más había accionado el encende68
Los fuegos de San Juan dor cuando una serie de pequeñas luces titilaron sobre la boca del aljibe. No podían ser otra cosa que luciérnagas, pero la sincronicidad con que había ocurrido lo dejó pasmado. Pasado un poco el estupor, pensó que mal podían ser luciérnagas en una noche tan fría, pero se tranquilizó diciéndose que quizá por allí las cosas fueran distintas, o que tal vez no hubiera sido otra cosa que una ilusión óptica producto de su imaginación exacerbada por tantas cuestiones nuevas y singulares. Se quedó mirando un buen rato, pero el fenómeno, si es que había existido, no se repitió. Al cabo de unos minutos, había acabado el cigarrillo y la tibieza del brandy lo había devuelto a su estado emocional corriente. De pronto, y a pesar de la clara noche de fase lunar creciente, la niebla comenzó a levantarse otra vez. Había decidido entrar de nuevo en la casa cuando desde atrás, sin ningún aviso o ruido previo, la pequeña Annie le dijo Hola, provocándole un sobresalto tal que dejó estrellar la copa, casi vacía, contra el piso de ladrillo. Se volvió hacia ella impelido por el propio movimiento instintivo de defensa, que le hacía al propio tiempo manifestar atávicas funciones involuntarias como el escalofrío a lo largo de su espina dorsal. Se quedó viéndola con cierto aire de furia. Ella sonreía, parecía gozar del terrible susto que acababa de propinarle. -Nunca vuelvas a hacer eso, ¿me oyes? -¿Qué nunca vuelva a hacer qué? -Aparecerte así, subrepticiamente, dentro de mi casa. -No estoy dentro de tu casa. 69
Gabriel Cebrián -Olvídalo, sabes a lo que me refiero. No vuelvas a hacerlo, ¿me oyes? –Trató de reconvenirla severamente, mas halló como respuesta una mirada que, sin decir palabra alguna, de algún modo le observaba que estaba incurriendo en una reiteración. -¿Qué diablos es lo que estás haciendo aquí? ¿Acaso es la niebla la que te trae? -Si la niebla te trae, no importa gran cosa. Lo que sí debería importarte es tratar de que la niebla no te lleve. -No empieces con las frases crípticas. Recién te conozco y ya me estás cansando, ¿sabes? -¿A qué llamas frases crípticas? -A esas cosas que afirmas pretendiendo que tienen sentido cuando no tienen pies ni cabeza. -Ah, pero sí tienen sentido. Pasa que aún no lo hallas. Pero es cuestión de tiempo. Y fundamentalmente, de que llegues a aprender a pensar que las cosas no siempre se ajustan a tus criterios. -Oye, no necesito clases de una niña freak que juega a asustar turistas haciéndose la misteriosa. -Ya te he dicho que no soy una niña. -Bueno, yo voy adentro, ¿quieres pasar? –le dijo, con la real intención de someterla a un interrogatorio exhaustivo y descubrir realmente qué había pasado la noche anterior, quién era verdaderamente y qué quería. -Está bien, si no te incomoda. -Me incomoda que andes husmeando y apareciendo de golpe donde no debes. 70
Los fuegos de San Juan -Estás un poco agresivo, conmigo. Que yo recuerde, no te he hecho nada. Solamente te acompañé hasta aquí cuando andabas algo perdido en la niebla. -Tienes razón, discúlpame –concedió, mas no obstante continuó en la misma vena. -¿Y? ¿Vienes o te quedas allí? Entraron a la cocina. Gaspar puso el agua para el café –Ya su alacena estaba atestada de provisiones que esa misma tarde, mientras cazaban, Haydée había almacenado- y se sirvió más brandy en otra copa. -Bebes como mi padre. -¿Acaso tienes uno? -Tú sabes la respuesta. -Según tú, yo sé todas las respuestas. Mirá, quiero que hablemos como amigos, ¿vale? -No me tomaría la molestia de hablar contigo si no considerara que lo necesitas, ¿sabes? No estoy aquí porque no tenga nada que hacer, ni mucho menos. Y olvida la peregrina idea de que soy una fantasiosa a la que le gusta asustar turistas. ¿Acaso quieres que te asuste a tí? -No, no quiero. Quiero que seas sincera conmigo y dejes de comportarte de manera extraña. -Oye, desde mi punto de vista, quien se comporta en forma extraña eres tú. ¿Qué has aprendido en la Universidad? ¿Qué eres el paradigma de la realidad y el juez absoluto de los juicios verdaderos? -No, precisamente todo lo contrario, supongo que he aprendido a ver las cosas desde varios enfoques. 71
Gabriel Cebrián -Entonces deja de tratarme como a un párvulo al que lo están reconviniendo todo el tiempo debido a su inexperiencia y su insensatez. Ayer estabas perdido en la niebla, y te aseguro que ésa es una situación muy poco recomendable para un individuo que, como es tu caso, no maneja los códigos de tal experiencia; y conste que no me estoy refiriendo al mero fenómeno climático, sino a lo que realmente es esa niebla. -¿Y qué es lo que verdaderamente es, esa niebla? -Ojalá lo supiera. -¿De qué hablas, entonces? -Bueno, mi ventaja sobre ti es que, si bien no sé lo que es, sé, positivamente, que no se trata de una niebla y nada más. -¿Y cómo sabes eso? -Porque me ha llevado. -¿Adónde? -No lo sé. Nada allá es como aquí. Sé que yo tampoco era así, antes de eso. -¿Cómo dices? -Tú eres el profesional, aquí. ¿Acaso hablo como una niña? ¿Qué clase de preguntas haces? Hasta que no caigas en la cuenta que no se trata de un estúpido psicoanálisis de ésos que tan bien tienes conocidos en teoría, no avanzaremos un ápice, créeme, y la niebla ahí afuera nos devorará, y esta vez quizá no pueda engañarla. Gaspar se incorporó como para terminar de preparar el café y servirlo, aunque en realidad lo hizo para ganar unos segundos durante los cuales tratar de clari72
Los fuegos de San Juan ficar un poco lo que estaba sucediendo. Por una parte, sentía que era imperioso romper algunos de sus códigos y estructuras racionales para poder interpretar lo que la persona aquella, niña o lo que fuere, trataba de transmitirle. Pero por otro temía profundamente la peligrosidad que tal maniobra podía conllevar en referencia a su propia estabilidad psíquica. Sirvió las tazas y se sentó frente a Annie. Tuvo la certeza que ella sabía qué era lo que él estaba pensando. Decidió esperar a que la supuesta niña dijese lo que tenía que decir. No tuvo que esperar demasiado. -Dicen que el Cristo fue tentado por el demonio, en el desierto. -Así dicen. -Pero él se resistió, y fue capaz de rechazar las grandiosidades ofrecidas. -Ahá. ¿Y? ¿Qué tiene que ver con lo que estábamos hablando? -Dímelo tú. -¿Acaso piensas que el Doctor Sanjuán es el demonio? -Te olvidas de incluir a Eva en la pregunta –le respondió entre risas, y añadió: -No, no creo que sea el demonio. Pero tal vez algún día participe de él. -¿A qué te refieres? -Ése amigo tuyo es un individuo muy oscuro y peligroso. -Tal vez estés dicendo eso solo porque él conoce tus trucos. 73
Gabriel Cebrián -No soy tan estúpida como tu crees. Sé muy bien por qué lo digo. A ver, dime, por ejemplo, ¿cuánto tiempo crees que hace que él está por aquí? -No lo sé. No hablamos de eso. Creí que era nativo de por aquí. -Pues no. Llegó tan solo unos cuantos días antes que el misterioso galeón, ése del que estuvieron hablando hoy mismo. -¿Cómo sabes eso? -Me lo contaron las perdices –dijo, y volvió a reír. -No me divierten tus juegos. -No estoy jugando. -Me gustaría saber cómo hiciste para salir de aquí, anoche. -A mí también, puedes creerme. -Es muy difícil hablar contigo. -Lo sé. Pero no lo hago adrede. -Tampoco sabes cómo abriste la cajuela de la biblioteca, ni lo que había en su interior, seguramente. -No he sido yo quien hizo eso. -Eres la única que ha estado aquí. -No estés tan seguro de eso. -Ves, estoy inclinándome a pensar que es cierto que te gusta alarmar a las personas. -Hace apenas poco más de veinticuatro horas que estás aquí, en Cañada del Silencio. Pronto tendrás muchas oportunidades de decidir si lo que estoy haciendo es jugar con tus emociones o alertándote acerca de cosas que muy bien podrían sucederte si no abres los ojos, y sobre todo, la mente. Ves, me obligas a repetirme –observó finalmente, mientras echaba una 74
Los fuegos de San Juan ojeada temerosa hacia la puerta que daba a los fondos. -¿A qué temes? ¿Acaso al fantasma del bucanero? -Te crees muy listo, ¿verdad? Sin embargo, hace sólo unos momentos viste las luces en la boca del aljibe –Gaspar se sirvió otro brandy. Ella entonces le preguntó: -Ése licor te lo dio Sanjuán, ¿no? -Sí. ¿Crees que pueda estar envenenado? -En cierta forma. Seguro que no contiene cianuro, o estricnina. Mas tal vez contenga sustancias más sutiles. -No lo creo. Sabe verdaderamente bien. -Seguro. Por eso hablaba de... bueno, ya sabes. -No quieres caer en reiteraciones... sabes, pienso que eso es una fobia, no creo que haya nada de malo en tal circunstancia. -Lo que sabes o dejas de saber ha perdido pertinencia desde que tomaste contacto con Sanjuán y decidiste venir aquí, tentado por el sexo y la codicia. -No voy a permitirte que me hables así, y menos que te comportes como si supieras todo, incluso las motivaciones que he tenido o no para venir a trabajar a este pueblo. -No pierdas tu tiempo y tu energía peleando contra mí. Te harán falta para cuando abras los ojos. Y eso, si no los tienes completamente nublados para ese entonces, claro. -¿Quién eres? -Ya lo sabes, y aparte ya te lo dijo tu “amigo” Sanjuán. Es obvio que prefieres creerle a él. -¿Quién eres? 75
Gabriel Cebrián -Oye, ese jueguito que comienzas a intentar puede resultar muy peligroso para ambos –le dijo, tratando disuadirlo; y el temor que su expresión trasuntaba mientras volvía a mirar hacia la puerta que daba a los fondos, según le pareció a Gaspar, era absolutamente genuino. -¿Quién eres? -Déjalo ya. Estás haciendo una estupidez que puede costarnos muy cara. Era la primera vez que sentía que estaba dominando la situación, desde que había conocido a la niña. Siempre había sido él quien se sorprendía, e incluso, asustaba, con los comentarios y actitudes raros e inquietantes de ella. Ahora, al parecer, la cosa había cambiado, y si bien no era aconsejable exacerbar los efectos de una fobia, al menos en teoría, parecía que ésa era la única manera de alcanzar un mínimo plano de igualdad desde el cual articular un diálogo más provechoso para ambos. Así que persistió: -¿Quién eres? Los ojos de la pequeña Annie, que habían quedado fijos en la base de la puerta, se abrieron desmesuradamente mientras le recriminaba: -Eres un imbécil. Gaspar siguió la mirada de ella, y el aplomo tan recientemente logrado, se esfumó al advertir que la niebla, densa y pesada, comenzaba a ingresar por debajo de la puerta de hierro. La niña no dijo más, se incorporó y salió a toda carrera hacia la parte delantera de la casa. Gaspar la siguió, intentando conte76
Los fuegos de San Juan nerla. Llegó al living, y no la halló. Tanto la puerta como las ventanas, estaban cerradas. Procedió a lo que parecía haberse constituido en rutina, la buscó por toda la casa. No estaba. La agitación y las pulsaciones en sus sienes le daban la medida de la ansiedad a punto de devenir en pánico. Volvió a la cocina, y pudo ver algunas pequeñas volutas de vapor que se disipaban ni bien ingresaban al interior de la casa. Solo es un poco de niebla, se dijo a sí mismo, tratando de recuperar la compostura. En la misma vena se sirvió más brandy y lo bebió sin cuidado ni mesura, de modo que se volcó un poco por las comisuras. El Doctor Sanjuán tenía razón, la pequeña diablilla era experta en eso de sugestionar y asustar a la gente. Aunque le costaba dar un sentido lógico a sus desapariciones tan flagrantes. Puso llave a la puerta del fondo, tratando de reprimir el tabú que le provocaban los menguantes vapores que entraban por debajo. Copa en mano, encendió un cigarrillo más y decidió ir a acostarse. Tal vez consiguiera dormir, a pesar del mal momento que la pequeña Annie le había hecho pasar con sus diabluras y trucos de prestidigitación. El temor, aún minimizado por su ánimo de negación del mismo, lo llevó a cerrar también la puerta de la cocina que daba al pasillo. Mientras lo hacía, pudo ver otra vez, a través de los vidrios opacos de la del fondo, a las inexplicables luciérnagas titilando, difusas debido a la niebla, del otro lado.
77
Gabriel Cebrián X
Había tardado mucho en dormirse, y cuando lo hizo, tuvo pesadillas. Soñó que estaba a bordo de un barco a la deriva, atado a la mesana, debatiéndose con las amarras infructuosamente, sintiendo el dolor de las ajustadas sogas en sus muñecas. También sentía el balanceo fuerte y sostenido de un mar encabritado, y las salpicaduras en cada golpe de proa. Sabía, en esa suerte de certeza tan apodíctica como infundada propia del trance onírico, que el resto de la tripulación estaba muerta, que él era el último sobreviviente, aunque por poco tiempo. Cuando despertó estaba mareado, y parecía haber amanecido hacía ya un buen rato. Mientras se vestía, se dijo a sí mismo que era una cuestión muy normal el haber soñado aquello, en virtud de las experiencias que venía atravesando cada vez que la pequeña Annie se le aparecía. Salió al fondo y, a la luz clara del día, todo lucía normal y previsible. Tal vez lo fuera, tal vez se estuviera obsesionando debido a tantos cambios en su vida y a la extraña atmósfera del lugar, tan teñido de leyendas y supersticiones. Y a la interacción con individuos tan extraños, ya que, a decir verdad, si bien la niña era absolutamente extravagante, tanto Sanjuán como su hija no le iban muy en zaga. Luego de un frugal pero nutritivo desayuno, decidió salir a dar otra vuelta por el pueblo. Repentinamente, un montón de misterios e interrogantes habían irrumpido en su experiencia personal, y necesitaba 78
Los fuegos de San Juan referencias que le permitieran formarse un cuadro mínimo de situación sobre el cual articular la mínima estrategia asequible. Encerrado en su casa, no iban a aparecer sino las provenientes de los Sanjuán y de la pequeña y extraña Annie. Con referencia a las maquinaciones de esta última, y de las fantasmagorías sugeridas tanto por ella misma como por el propio Doctor (por más que insistiera en poner el acento en que las consideraba meras supercherías), debía concentrarse y no perder de vista que se trataba, en el peor de los casos, de aberraciones morbosas sin otro sustento que distorsiones enfermizas de la mente, individual o colectiva, respecto de las cuales tendría que tener mucho cuidado de confundirse o involucrarse en modo alguno. Salió. Caminó unas cuadras y entró en una panadería. Había unas cuantas personas, así que debió esperar su turno. En la pared detrás del mostrador, una pintura mostraba un haz de espigas de trigo, y una leyenda semicircular sobre ellos afirmaba que el sol sale para todos. Llegó su turno y la mujer entrecana y regordeta, que se había mostrado tan amable y simpática con sus clientes, le preguntó, o al menos eso fue lo que podía deducirse del ligero cabeceo desdeñoso, qué quería. -Oigame –dijo visiblemente ofuscado, -no tiene por qué atenderme si no quiere. -Bueno, ¿va a llevar algo o no? No tengo tiempo para perder, sabe. -Lo único que quiero es saber por qué se dirige a mí en esta forma tan desagradable. 79
Gabriel Cebrián -¿Busca problemas? Le aclaro que somos una comunidad muy pacífica, y no toleramos muchos atropellos de forasteros. -No busco problemas. Simplemente, le reitero que me gustaría saber por qué tiene esos modos tan inadecuados para conmigo. -No reitere preguntas tontas, ¿quiere? –y se dirigió a la siguiente persona en la cola, una matrona con ruleros debajo de un pañuelo en la cabeza, que apartó a Gaspar con el codo y pidió medio kilo de criollitos. Tal parecía que dependía absolutamente de Haydée para conseguir el mínimo sustento alimenticio. El cartel no decía la verdad. En Cañada del Silencio, por lo visto, el sol no salía para todos. Siguió caminando, observando que las mujeres que andaban por ahí de compras, o simplemente chismorreando en la puerta de sus casas, lo observaban con curiosidad y también con lo que le pareció ser un dejo de desprecio, e incluso de miedo. En la puerta del edificio de una sucursal bancaria había un mendigo, sentado sobre una bolsa de arpillera. Estaba vestido a la usanza gaucha, como muchos hombres de por allí. Solo que en tonos grises empastados por la mugre. El sombrero era un poco más oscuro, las barbas largas y canosas daban más con el gris del conjunto, que a la vez se veía contrastado con el tono cobrizo de su rostro aindiado. Sus manos gruesas y largas, eran también muy morenas y apergaminadas. Con ellas partía un mendrugo, y sobre la arpillera también había restos de comida, seguramente mendigados, u80
Los fuegos de San Juan na botella y un vaso con vino. Todo estaba dispuesto ordenadamente para un prolijo almuerzo. Al pasar, Gaspar le deseó un buen provecho. Para su sorpresa, el extraño viejo lo convidó: -Si gusta... –dijo. -Oh, no, gracias, mire, recién almorcé –le respondió, pero no quiso dejar pasar la oportunidad de conversar con la única persona, a no ser los Sanjuán, que le había mostrado amabilidad en aquel pueblo. –Pero si no le molesta, podría sentarme a conversar un rato. -Como guste. Pero deberá aceptar al menos tomar un trago de vino. Ésa es mi condición. -Solamente si usted acepta venir en otra ocasión a compartir el almuerzo o la copa conmigo, a mi casa. -Lo siento. No admito condiciones. Si la ocasión se da, pues, se dará. Vea, mocito, aunque parezca otra cosa, a mí el Tata Dios no me hace faltar nada, ¿entiende? Haga el favor de no tratarme como a un pobre diablo, que no lo soy. Si estoy así es porque me dan las ganas, nomás. -Seguro, no quise decir eso. Solamente me parecía una forma de responder a su amabilidad. -Si es eso lo que quiere hacer, pues siéntese y déjese de cosas –dijo, mientras extraía otro vaso y lo servía hasta el cuello. Gaspar, tal lo indicado en tono severo pero gentil, se sentó frente a él. -¿Cómo es su gracia, mozo? -Gaspar Rincón. -Bueno, pues, y yo soy el Viejo Medina. A su salud –brindó, chocaron los vasos y bebieron. El tinto de aquella botella sin etiqueta no estaba nada mal. 81
Gabriel Cebrián -¿Qué se trae? –Preguntó de modo sopresivo el Viejo. -¿Cómo dice? -Digo que qué se trae. -¿Y por qué me pregunta eso? -Vea, Gaspar Rincón, soy un hombre viejo pero aún no me he atontáo. Sé cuando un mozo de su edad viene y se planta frente a mí con un entripáo, y entonces, ya que lo estoy convidando a mi mesa con buena voluntá, le voy a pedir que sea franco, pues. Del mismo modo que yo lo soy con usté. -Entiendo –concedió Gaspar, advirtiendo que no podía ni debía tratarlo como a una persona limitada o fácil de manejar. –Cuente con ello. Primero que nada, Don Medina, no es que quiera excusarme, pero es usted la primera persona que me trata amablemente en este pueblo, ¿sabe? -Seguro. -¿Y usted podría decirme por qué es eso? -De un tiempo a esta parte, la gente de este pueblo ha cambiáo mucho, ¿sabe? Antes no era ansí. -Desde que llegó ese barco... –tanteó Gaspar. -¿Qué barco? Ese cuento del barco es puro invento. Nadie, que yo sepa, lo ha visto. Uno dice que lo vio el otro, y así. Pero directamente, nadie que le pregunte usté le dirá “sí, yo lo vi”. Y después la cuestión esa del pirata. Yo estoy día y noche en la calle, y jamás lo he visto. Pura imaginación, mozo. Ya decía mi agüelo, hay que tenerle miedo a los vivos, no a los muertos. Con este facón que usté ve, he dijun82
Los fuegos de San Juan tiao a varios, y denguno me ha venido a reclamar nada, que yo sepa. -Pero la gente de aquí lo cree... -Ya le he dicho, mozo, que la gente de por acá no es la mesma. De un tiempo a esta parte no hace más que hablar de cosas raras, vea. Y la cosa empezó cuando llegó ese dotor. Creo que fue él, con algún gualicho, que ha traído la maldición a esta tierra. -¿Se refiere al Doctor Sanjuán? -Sí, a ese mesmo me refiero, que de santo no tiene nada. Si mi madre estuviera viva, sabría que hacer con ese juéputa. Mi madre era india, ¿sabe? -Mire usted. ¿Y por qué está tan seguro que el Doctor es el responsable de que la gente de aquí haya cambiado tanto? -Porque la gente, que estaba contenta que había llegao un dotor, jué a verlo en procesión, vea. Y en vez de curarse, la mayoría salió hablando zonceras. -Pero yo lo he tratado, y me parece una persona de lo más normal. -Sí, eso parece. Pero a veces, mozo, las cosas no son lo que parecen. -Lo sé. -Güeno, fíjese bien, entonces. Por primero, le digo que la gente de por acá lo trata mal porque sabe que usted se trae algo con ese dotor. -Ah, ¿sí? -¡Pues claro! ¿Qué se creía que pasaba? -No sé. Pensé que era solo que no les gustaban los forasteros. 83
Gabriel Cebrián -Me hubiera gustado que supiera como era la hospitalidá de esta gente hace unos pocos años, nomás. -¿Y usted? ¿Por qué está siendo tan amable conmigo? -Yo soy el Viejo Medina, vea. Hijo del Simón Medina y de la india Petra. No me vuá dejar embaucar por el primer pituco que viene acá con el título de dotor y le da cualquier porquería y le envenena las entendederas a la gente. Nunca tomé denguna de sus porquerías ni aceté nadita que pudiera venir de esa casa. –Gaspar tuvo un reflejo de memoria que lo llevó a su cocina, la noche anterior, cuando la pequeña Annie le habló de ciertas “sustancias sutiles”. -¿Usted cree... –comenzó a inquirir Gaspar, alarmado, mas el Viejo lo interrumpió: -Hasta el cura, vea, que siempre había sido un hombre sensato, nomás empezó a acetar convites del dotor, ahi nomás se puso a hablar las mesmas zonceras que el resto, y hasta ha dáo misas pa’huyentar fantasmas. Una locura, ¿sabe? -Sí, eso parece. -Usté mesmo. -¿Yo mismo qué? -Digo, que usté mesmo ha venido aquí convocáo por él, y ha acetáo su comida y su bebida. A como veo yo el asunto, debe cuidarse mucho, ¿sabe? -¿Cómo sabe eso? -Todo el pueblo lo sabe. Todo el pueblo oserva al dotor, y si no le han hecho nada entuavía es por miedo. Algunos lo quieren, pero eso es porque son de mala entraña como él –a continuación, clavó los pe84
Los fuegos de San Juan queños y sesgados ojos en los suyos, y añadió: -Desiguro ha tenido ya visiones, usté, ¿no es verdá? -No... sí... no sé qué decirle. -Ya me lo ha dicho, mozo. Alcance el vaso. -Gracias –dijo Gaspar, turbado, mientras estiraba el vaso para otro trago que realmente necesitaba.
Siguió caminando, mientras pensaba en todas las cosas que le había informado el Viejo Medina. Parecía muy seguro de sus dichos, pero ¿a quién iba a prestar oídos? ¿A un hombre formado en la Universidad, de gustos refinados, con un determinado nivel cultural, sensato y coherente, o a un viejo mestizo y bebedor, pordiosero y -según él mismo había dicho- pendenciero y homicida? No había mucho que cavilar acerca de semejante opción. Aunque el Viejo parecía merecer crédito, de algún modo, dada esa altiva dignidad mantenida aún a pesar de las circunstancias exteriores tan precarias. Llegó a otra plaza, frente a la cual se ubicaba una escuela y la Iglesia. Resolvió dirigirse hacia esta última para hablar con el párroco y corroborar lo que momentos antes le había informado el Viejo Medina. Dio la vuelta al edificio del templo y observó que la casa parroquial se hallaba más allá de un florido patio. Llamó golpeando las manos y salió una mujer gorda que seguramente estaba abocada a los quehaceres domésticos, ya que se secaba las manos en el delantal mientras le preguntaba qué quería, con tono 85
Gabriel Cebrián neutro, sin mostrar animosidad pero tampoco lo contrario. -Necesitaría hablar con el Padre. -¿De parte de quién? -No me conoce, soy nuevo en el pueblo. Mi nombre es Gaspar Rincón. -Espere un momento –indicó, y volvió adentro. Al cabo de unos pocos segundos, regresó y le informó que el Padre Carlos no podía atenderlo, dado que no se encontraba bien de salud. -¿Sabe cuándo podré verlo, más o menos? -No, no lo sé. -Está bien, gracias. –Mientras daba la vuelta y se retiraba, tuvo la certeza que la indisposición del cura era simplemente una falsa excusa. En realidad, no quería entrevistarse con él.
XI
A eso de las cuatro y media ya se había bañado, cambiado, acicalado y perfumado para recibir a su primer paciente. Le costaba mucho alcanzar un mínimo equilibrio emocional, tanto por las circunstancias azarosas que se le habían venido encima desde el mismo momento en el que decidió aceptar la oferta de Sanjuán, como por la inminente sesión, en la que debía analizar las causas, efectuar diagnóstico y determinar tratamiento para muchacha que no solo no le era indiferente, sino que en mucho era la causa 86
Los fuegos de San Juan eficiente de su actual situación. Y que parecía, al mismo tiempo, padecer un síndrome extraño que incluía elementos tétricos y muchas veces, para él, inexplicables. Aparte de todo ello, la aseveración del Viejo Medina acerca de eventuales agentes alucinógenos o psicotrópicos administrados fraudulentamente por el Doctor, si bien resultaba en buen grado alarmante, al menos le proporcionaba una base racional sobre la que apoyar su tambaleante sistema de creencias. Solo una cosa parecía no encajar en esa hipótesis: la primera noche, cuando apareció y desapareció misteriosamente la pequeña Annie, aún no había aceptado convite alguno de Sanjuán. A las cinco en punto tocaron a la puerta. Se apresuró a abrir y allí estaba Magdalena, enfundada en un pantalón negro de cuero muy ajustado y un pulóver blanco. Una oleada de perfume dulce y arrobador entró a la casa antes que ella. Sonriente, le tendió un paquete, que contenía, según dijo, un pastel de nueces que le había preparado Haydée, especialmente para la ocasión. No obstante la advertencia que le había formulado el Viejo pocas horas antes, sabía que iba a comer de él. La hizo pasar y le ofreció café, o brandy. Ella aceptó los dos. Mientras calentaba el café y servía el brandy, Gaspar le dijo que aquél no era un buen modo de iniciar una terapia, bebiendo brandy, pero explicó que lo hacía para que se encontraran cómodos y rompieran el hielo. 87
Gabriel Cebrián -Qué terapia ni ocho cuartos –le respondió ella, para su sorpresa, y continuó: -He venido acá para conversar un rato contigo, y de paso darle el gusto a mi padre, no creas que he venido a que me analices. Yo no necesito eso. -Oh, bueno, pero... tú sabes, yo quedé con él... -Ya sé en qué quedaron, lo cierto es que me importa un bledo. -Debes saber que voy a cobrar por ello, y no me gustaría estafar a la persona que me ha dado este trabajo y esta oportunidad. -Bueno, podemos darle impresiones e informes acerca del supuesto tratamiento. Puedes elaborar informes que den cuenta de mis progresos; ya que de todos modos estoy completamente sana. Aparte, tal vez sea finalmente un tratamiento, en rigor realizado de una manera menos ortodoxa, dado que supongo que me ayudará mucho hablar contigo, sea como sea. Míralo de ese modo, y listo. -Tal vez podría tomarlo así otra persona; el problema es que yo, lamentablemente, tengo algunos principios que me impiden obrar de tal manera. -Es una lástima. Vas a obligarme a que me marche sin una cosa ni la otra, entonces. -¿Por qué no eres razonable y accedes a contarme las mismas cosas en situación de terapia? No hay una gran diferencia, más que nada, debemos evitar involucrarnos afectivamente, o al menos pretenderlo. -¿Y así que gracia tendría?
88
Los fuegos de San Juan -Mira, no sé si tendría gracia, pero sí sé que me permitirá ser más objetivo con respecto a ti, y de esa forma podré ayudarte mejor. -No creo mucho en tu ciencia, sabes. No me refiero a ti puntualmente, sino a la ciencia que practicas, claro. -No es condición necesaria. Está bien, vamos a hacer una cosa. Ni desarrollaremos lo que se dice una terapia tradicional, por vanguardista que fuere, ni dialogaremos en forma totalmente amical como tú lo propones. Más bien acercaremos posiciones y haremos, si estás de acuerdo, una relación intermedia entre ambos tópicos. -Está bien, hagámoslo. Pero confío en que a poco tu buen criterio primará y advertirás lo ocioso de efectuarme terapia. -Es lo más probable, y me encantaría que así fuese, créeme. Entonces, no tendremos que pasar al estudio, beberemos el café y charlaremos aquí en la cocina, ¿te parece? -¡Pues claro! Gaspar sirvió los cafés y puso en medio el budín que había preparado Haydée y un cuchillo. Magdalena se ocupó de rebanarlo. Observó sus hermosas manos, su pelo, sus ojos, y entonces se dijo a sí mismo que la cuestión esa del no involucrarse emocionalmente con el paciente era, en ese caso, una causa perdida. Iba a tratar de que sus sentimientos e incluso pasiones no le enturbiaran el juicio, y lo primero que debía hacer a tal fin era no negarlos. 89
Gabriel Cebrián -¿Extrañas la ciudad? –Preguntó ella. -No es así como funciona esto. Deberías hablarme de ti, y no viceversa. -Convenimos que las cosas no iban a desarrollarse de acuerdo a cánones estrictos. -Pero también que no íbamos a invertir totalmente los roles. -No recuerdo haber acordado eso. -Para mí, quedó dicho cuando acordamos acercar las posiciones. -Ésa es una inferencia desmadrada. -Oh, no. Es una muy simple y directa. -No soy tan ignorante como para que me juegues trucos logicistas, ¿sabes? -Ni por un momento he pensado eso, pero he de reconocer no obstante que tu agudeza me sorprende. -Entonces, ¿estamos ahora dentro de los parámetros convenidos? -Me temo que quien está arrojando señuelos verbales eres tú, no yo. -Nada de eso. ¿Qué es lo que quieres saber de mí? -Todo lo que quieras contarme. -No hay gran cosa que contar. -Si dices eso, estaré tentado a pensar que en realidad no hay muchas cosas que “quieras” contarme, y particularmente deduciré que sí hay muchas cosas que “no quieres” contarme. –Ella sonrió, y le aclaró: -Tal vez sea que hay muchas cosas que, en realidad, “no sé” cómo contarte.
90
Los fuegos de San Juan -No es necesario que lo hagas así, de primeras. Tómate tu tiempo, para eso es que sirven todos estos coloquios previos. Háblame de lo que quieras. -Mira, no sé... te diría que todo es tan simple por aquí... la gente es tan simple... los oigo parlotear siempre las mismas tonteras, regocijarse con sus magras ocurrencias, darse importancia por las cuestiones más baladíes, en fin... por un lado, me da pena, y por otro me hace sentir como que no pertenezco a ese género. Como si fuera esencialmente diferente a ellos. -Créeme si te digo que muchas veces he sentido algo muy parecido a eso, aún en la Capital. -No solo te creo, sino que lo sospechaba. Tú también eres diferente. Lo sospeché desde el momento en que te vi, detrás de tu copa, en el bar de la playa. Gaspar estuvo tentado a preguntar por qué habia sospechado tal cosa, pero inmediatamente advirtió que de ese modo llevaría el asunto a temas de estricta índole personal, de una manera por demás prematura, así que se abocó a explicar: -Mira, hay algo engañoso en todo eso. En principio, todos, en alguna medida y en distintos niveles, nos creemos alguien especial, y probablemente lo seamos... -Oh, no vengas con eso. Tú sabes muy bien a lo que me refiero. -Tal vez no lo sepa tan bien como crees. -Solo conseguirás hacer todo más difícil si vas a argumentar con lugares comunes propios de la clase 91
Gabriel Cebrián de gente de la que te digo nos es esencialmente distinta. No necesitas bajarme al nivel de ellos para pretender que me has curado de algo, te lo aviso. -Oye, no estoy tratando de rebajarte ni mucho menos. Yo simplemente estaba haciendo hincapié en ese setimiento de originalidad propio de cada individuo, nada más. -Conoces la diferencia entre individuo y persona, ¿no es así? -Claro, pero... -Bueno, deberías tenerla en cuenta, entonces. -Noto que estás un poco reactiva. -Pasa que detesto que trates de relativizar lo que digo en base a aseveraciones de sentido común que sólo sirven al común de la gente. Y si yo te digo que tanto tú como yo no pertenecemos a ese conjunto, sé muy bien lo que te estoy diciendo. -Necesitaría argumentos más firmes para acordar con eso. -Ahí tienes a la pequeña Annie, ¿acaso crees que todo el mundo puede verla? -¿Qué cosa dices? -Mira, me has obligado a hablar de cosas que no debo. Olvídalo, ¿quieres? -No, no pienso hacerlo. Me gustaría saber qué significa eso que acabas de insinuar. -Aún no me fío totalmente de ti. Seguro irás corriendo a contárselo a mi padre. -No tengo por qué hacer tal cosa. -Oh, sí que tienes. Tienes principios, lealtad, una buena paga, etcétera. 92
Los fuegos de San Juan -Estás siendo irónica. -No hago más que repetir lo que tú has dicho. -Yo no he dicho tal cosa. Es más, uno de mis principios fundamentales es no repetir a nadie lo que oigo en terapia. -Entonces, ¿es eso lo que estás haciendo conmigo? -Otra vez estamos en el punto de partida. Y según tengo entendido, tanto a ti como a la pequeña Annie les resulta nefasto el tema de las repeticiones –aventuró, intentando poner en juego elementos que lo derivaran hacia los asuntos vinculados tanto con su interés personal como con los probables síntomas del desequilibrio mental de Magdalena. -No lograrás nada azuzándome de este modo. -No estoy azuzándote, ni nada por el estilo. Simplemente, ya que has venido aquí, a conversar, o a tratarte, pretendo que no tengas reservas conmigo. Es la única manera que, de un modo u otro, yo podría ayudarte. -¿No le comentarás nada a mi padre de cuanto te diga? -Nada que tú no quieras que le comente. Claro que deberé darle informes acerca de tu estado y evolución, tú sabes. -Eso ya lo convinimos. Y ahora que has manifestado tu conocimiento de mi supuesta fobia, voy a pedirte que trates de evitar, sí, este tipo de circunloquios. Haré de cuenta que confío en ti, y te diré cosas que no he hablado jamás con nadie. Y si traicionas mi confianza, por más cuidado que tengas, me enteraré, y entonces todo habrá terminado entre nosotros. 93
Gabriel Cebrián -Puedes confiar en mí. -Podría llegar a creerte; sin embargo, me gustaría del mismo modo creer que tú, puedes confiar en ti. -A veces hablas como la pequeña Annie. -Obvio. -Son muy unidas? -Solíamos serlo. -¿Se han distanciado? -Sí, un universo entero nos separa. -No te entiendo. -Lo sé. -¿Tienes a bien explicarme qué quieres decir? -Annie y yo somos gemelas. -Pero eso no puede ser. Tienes por lo menos diez años más que ella. -Claro. De lo que tú no te has enterado es que ella murió cuando teníamos once años. Gaspar se sorprendió tanto que a punto estuvo de volcar el brandy mientras llevaba la copa a su boca. Magdalena lo miraba fijamente, con mirada fría, dando a entender que de ningún modo estaba hablando en broma. Luego de pasado el pico de estupor, él afirmó, casi balbuceante: -Pero eso no puede ser. Anoche nomás estuvimos bebiendo un café, acá mismo... -¿Ella bebió? –Ante la pregunta, Gaspar recordó que había desaparecido sin haber tomado nada del café, que esa misma mañana había arrojado a la pileta antes de lavar la taza. 94
Los fuegos de San Juan -No, se fue antes de tocarlo –concedió. –Pero eso no quiere decir nada. -Claro, como tampoco quiere decir nada que aparezca y desaparezca cuando le da la gana, ¿verdad? -No puedes estar hablando en serio –dijo, aunque la duda se había clavado como una estaca de angustia en su garganta. – Tu padre me dijo... -¡Mi padre te dijo! ¿Qué fue lo que te dijo mi padre? ¿Te dijo adónde encontrarla, acaso? ¿O te arrojó una sarta de imprecisiones que solamente sirvieron para tranquilizarte, para evitar que vieras lo evidente? -¿Qué cosa es lo evidente? –Inquirió casi a gritos, superado por la situación de estar aceptando interiormente semejante desquicio. -Que Annie ya no es de este mundo. -No puedes sostener semejante delirio. Estás peor de lo que supones, Magdalena. -Bueno, si eso es lo que crees... si vas a ponerte terco en negar la realidad, seré yo quien termine haciéndote terapia. -¿De qué realidad estás hablando? Los muertos no se aparecen en la realidad. -En circunstancias normales, no. -¿Y qué es lo que hace que las circunstancias aquí sean anormales? ¿Acaso las drogas que suministra tu padre sin el consentimiento de sus víctimas? ¿No será todo esto tan solo producto de alucinaciones? -Es un principio de explicación, si quieres. Pero habrás de saber, si es que ya no lo sabes, que tal supuesto no agota el universo de fenómenos extraños a los que estamos siendo sometidos. 95
Gabriel Cebrián -¿Quién demonios es tu padre, acaso? ¿El Barón Von Frankenstein? -Mira, he confiado en tu aplomo, no te desmorones tan rápido. Esto recién está empezando. -Hablando de eso, flaco favor me hiciste cuando me pediste que contactara con él, si las cosas son así como dices. -Necesitaba ayuda. Y ya te dije, supe que eras tú en el momento en que te vi. Lamento haberte arrastrado a esto, pero creo que eso no fue un resorte de mi decisión, tampoco. -Ah, ¿no? ¿Y de quién fue? -No sé que fuerzas nos guían. ¿Acaso tú lo sabes? -Yo estoy tratando de mantener la cordura en medio de una banda de locos. -Bueno, emtonces era cierto que este pueblo necesitaba un psicólogo. -Según tus afirmaciones, es más probable que haga falta un exorcista. Mira, sinceramente no puedo tomar en serio la historia ésa de que Annie está muerta. -Es difícil de creer, ¿no? Yo tampoco podía creerlo cuando murió. Y tampoco daba crédito las primeras veces que se me apareció, después. -Hablas como si todo eso fuera cierto. -Eres tan tonto... tu terquedad te lleva a negaciones tan flagrantes que te conducirán a una neurosis patética. Trata de ser un poco menos rígido, ¿quieres? -¿Puedo hacerte una pregunta? -La harás de todos modos. 96
Los fuegos de San Juan -¿Por qué continuás viviendo con tu padre, si esa es la idea que tienes acerca de él? -Tú eres el psicólogo. Dímelo tú. -Sabes a lo que me refiero. -Jamás podría irme. Y no porque no quiera. -¿Te domina de algún modo? -Él domina a quien quiere, no solamente a mí. -Sin embargo, desde cierto punto de vista, lo estás traicionando, contándome todas estas cosas, verdaderas o no. -Es cierto. Me mandó a buscar una persona para sus fines, y yo hallé una para los míos propios. -¿Cuáles son sus fines? -No lo sé muy bien. Solo sé que tenemos que andar con mucho cuidado. Mira, sé cuán difícil resulta todo esto para ti. Tal vez lo mejor que podrías hacer es tomar el primer ómnibus y marcharte para siempre. Aunque tanto él como la pequeña Annie sabrán dónde encontrarte, y créeme, no te soltarán tan fácilmente. -¿Annie es su aliada? -No, probablemente lo odie. Pero necesita de él para salir de la niebla. -¿Qué es la niebla? -Pero mira que eres tonto. ¿No te has dado cuenta, a partir de lo que te he dicho, que la niebla es lo que separa los vivos de los muertos? -¿Debía haberme dado cuenta de semejante delirio? -Bueno, déjalo ya. Aparte, tengo que irme. Si tardo demasiado, mi padre sospechará, y todo resultará mucho más difícil de lo que ya es. 97
Gabriel Cebrián -Se supone que esto debía ser una sesión de terapia... –comentó como para sí Gaspar, con aire abatido. -Ha sido una muy positiva para mí, en todo caso –le respondió, agradecida. –Ahora todo depende de ti. Te serán dichas muchas cosas, y tendrás que elegir muy bien a quién dar crédito. De ello dependemos todos. La acompañó hasta la puerta. El bello trasero y la melena rubia se habrían visto celestiales, en otras circunstancias. Cuando Gaspar iba a abrir la puerta, ella se lo impidió sujetándole la mano unos momentos, los que utilizó para darle un dulce beso en los labios.
XII
Mientras iba a prepararse otro café y a servirse otro brandy, aún a pesar de las reservas que le producían las advertencias concurrentes acerca de sustancias extrañas, comprobó que Magdalena sí había dado cuenta de su café y de su trago. No así con el pastel, que había quedado cortado e intocado. Se alarmó al advertir que ya estaba colectando pruebas respecto de la existencia material o espiritual de sus visitas. Todo aquello parecía una locura, a todas luces, pero lo que más lo preocupaba era la susceptibilidad que él mismo estaba demostrando ante las aberraciones que le eran referidas. Bebió un poco de brandy, en98
Los fuegos de San Juan cendió un cigarrillo y esperó que el agua estuviera a punto. Ya había caído la noche, y por primera vez en mucho tiempo, sintió miedo. Hasta allí, si bien la pequeña Annie lo había desconcertado, e incluso asustado un poco, siempre la había visto como a una pilluela dotada de habilidades e inclinada a jugar bromas pesadas. Ahora estaba seguro que iba a atemorizarse mortalmente al verla aparecer, aún cuando todos sus resguardos racionales negaban de plano la posibilidad que en realidad se tratara de lo que Magdalena le había dicho. Se sirvió el café y miró los cristales opacos de la puerta del fondo. A poco la idea de volver a ver las extrañas luminiscencias, o la propia niebla, lo condujeron al lado frontal de la casa. Se sentó en el sillón verde, copa y cigarrillo en mano, y depositó la taza humeante sobre la mesita. Mientras bebía, pensó en lo que le había dicho Magdalena, y en lo dulces que había sentido aquellos labios al contacto con los suyos. Aunque evaluaba, más allá de las expectativas amorosas, la posibilidad de que ese beso constituyera la tentación de Eva, un presente troyano o el mismísimo beso de Judas. Había sido exquisito, pero bien podría tratarse de un dulce veneno. ¿Podía ser cierta su afirmación acerca de la condición ultraterrena de la pequeña Annie? En contra de tan disparatada aseveración, abogaban todos los argumentos provenientes del sentido común y la sana lógica, con toda la estructura natural y cósmica que les eran propios. A su favor, tan solo los elementos aparentemente fantásticos relativos a sus apariciones 99
Gabriel Cebrián y desapariciones, acrecentados en su efectismo por la extraña niebla. Pero incluso ello cobraba sentido si se tomaban en cuenta los ardides a los que parecía apelar la niña, tanto más si contaba con la complicidad y el asesoramiento de quien decía ser su hermana gemela. Sí, Magdalena bien había podido instruirla en aquellas cuestiones conceptuales que, evidentemente, escaparían de otro modo a la media intelectual de una niña de su edad. Y a ello podía agregarse además la cuestión de algún eventual agente alucinógeno; sí, por cierto, ésta era la única hipótesis digna de ser considerada seriamente. Sumido en esas cavilaciones estaba cuando oyó unos pasos que se acercaban y a continuación, tres golpes leves en la puerta. Se incorporó, alarmado, aunque sospechaba de quién se trataba, y preguntó: -¿Quién es? -Soy Sanjuán. -Adelante, Doctor, pase –indicó mientras le abría la puerta. El visitante cargaba un paquete en sus manos. De unos agujeros practicados descuidadamente en el papel madera, salían unas tenues volutas de humo. -Me permití traer algo caliente para la cena, ya que supuse que un joven viviendo solo difícilmente vaya a prepararse una comida suculenta, como lo exigen las circunstancias climatológicas. -Por favor, no se hubiera molestado. Aparte, le agradezco sinceramente, pero no tengo mucho apetito. -Vamos, déjese de embromar. Usted mismo ha cazado estas perdices que tan bien nos ha guisado Hay100
Los fuegos de San Juan dée. Fíjese el aroma... mmmh... Debe probarlas, al menos. Usted sabe que se dice que el cazador, para legitimar su acto de muerte, debe aprovechar mínimamente una parte de la pieza que le fue entregada. -Siendo así... –accedió de mala gana, pensando que a la eventual dosis de droga en el brandy iba a tener que agregar la correspondiente al guisado de perdices. –Pasemos a la cocina. -Oh, pero disculpe si vengo a incomodarlo, o a interrumpirlo en lo que fuere que estaba haciendo. No quiero ser un pelmazo, vea. Si tiene que decirme “déjese de embromar, váyase y déjeme solo”, no lo dude, ¿eh? Yo sabré comprender. -Nada de eso, hombre. -No se haga compromisos, en serio. -Usted no se haga problema. Igual, no estaba haciendo otra cosa que bebiendo el exquisito brandy que tuvo a bien obsequiarme, y pensar. Es muy bueno que no haya nada más que hacer por aquí. -Puede volverse tedioso, sabe. -No para mí. Y menos con la cantidad de elementos interesantes y extraños que parecen haberse concentrado aquí, en este pueblo. -¿Extraños? -Mire, pase a la cocina que se va a enfriar el guisado, si le parece bien. -Sí, tiene usted razón. Mientras Gaspar ponía rápidamente la mesa, el Doctor desenvolvía la fuente y retomaba la línea de diálogo: 101
Gabriel Cebrián -En verdad, me gustaría saber qué incluyó cuando se refirió recién a elementos extraños. -Usted sabe, a ese síndrome que observó usted mismo. -Ah, claro, debí suponerlo. Hablando de ello, ¿cómo encontró a Magdalena? Gaspar acomodó unos cubiertos y unas copas, y fue hasta la alacena a buscar una botella de vino, haciendo tiempo para evaluar qué sería prudente decir y qué no, en orden a lo acordado con su paciente. -¿Prefiere blanco o tinto? -Y, yo soy bastante tradicional, ¿sabe? Me complacería acompañar la carne de ave con un buen blanco. -Vale –accedió Gaspar, tomando una botella de fino chardonnay, por otra parte provista por el propio Doctor. Cuando la limosna es grande... pensó. –Pero sabe qué, no lo he enfriado como corresponde, así que tendremos que agregarle hielo. -Está bien, de todos modos, suelo agregarle hielo. -Ah, sí, yo también. Pero me preguntaba acerca de su hija, ¿verdad? Bueno, debe estar orgulloso de ella. Es una joven extremadamente inteligente y sensible. -Sí, eso creo. -Lo es, puede estar seguro. Bah, de hecho, debe estarlo. -Pero en cuanto a su ánimo, ¿cómo la encontró? -Mire, supongo que lo que pueda yo decirle no resultará nuevo para usted. Por otra parte, sería muy prematuro. 102
Los fuegos de San Juan -Mire, con respecto a si puede resultar novedoso o no para mí, le aclaro que no hablamos mucho. No es por mí, claro. Es ella quien parece estar un poco resentida conmigo por haberla traído a vivir aquí. -Sí, algo de eso dejó traslucir. Eeeeh, me refiero a su insatisfacción respecto del medio en el que vive, solamente. No me comentó nada relativo al resentimiento que usted dice. -Bueno, al menos eso es lo que yo siento, por ahí no es tan así... oiga, pero qué buenas están estas perdices... ¿no les faltaría un poco de calor? -No, para mi están perfectas. Aunque si usted... -No, no, lo decía por usted. Pero bueno, volviendo al tema... ha dicho que Magdalena, aparte de inteligente, es sensible. -Sí, eso he dicho. -Bueno, sería una flagrante omisión de mi parte el no decirle que esa sensibilidad, a veces extrema, es la que la lleva a elaborar algunas fantasías, usted sabe... -No, aún no lo he advertido. Ya le dije que sería muy prematuro de mi parte aventurar un juicio, cuando lo único que hemos hecho hasta ahora es hablar un poco para facilitar las cosas a futuro, nada más. Y disculpe, pero me parece que si usted me da traslado de cuestiones antes que ella, probablemente genere en mí prejuicios que bien pueden conspirar contra la debida objetividad que necesito mantener. -Oh, discúlpeme usted. Sabe qué ocurre, que no manejo muy bien los códigos de su profesión. De ninguna manera pretendí... 103
Gabriel Cebrián -Lo sé, lo sé –interrumpió Gaspar, con ánimo de demostrar que lo suyo no había sido descortesía ni recomendación, sino tan solo prudencia. Aunque en su fuero íntimo ardía en deseos de saber si esas fantasías a las que el Doctor se había referido guardaban analogía con los desquicios a que había dado voz la muchacha rato antes.
XIII
Luego la conversación versó acerca de temas de lo más comunes, tanto que a Gaspar le costó mucho mantenerla sin demostrar que su mente a veces se iba de ella hacia las cuestiones que la habían turbado. Si Sanjuán lo notó, no solamente no dijo una palabra sino que lo disimuló perfectamente. Fue el joven quien, ya sin poder soportar más una suerte de presión interna, se vio compelido a volver sobre aquellos asuntos que lo preocupaban, aunque se cuidó muy bien de involucrar a Magdalena en su traída a cuento. -Estuve conversando con el Viejo Medina, ¿lo conoce? -Ah, sí, ése viejo anda siempre perdido de borracho. No deja de ser un personaje, claro, es muy comunicativo, y a veces hasta divertido. Lástima que el alcohol muchas veces lo lleva a hablar incoherencias. -No sé, puede ser, usted lo debe conocer mucho más que yo. Pero lo vi a eso del mediodía, y me invitó a 104
Los fuegos de San Juan compartir su almuerzo. No me pareció que estuviese ebrio, la verdad. -Sí, siempre convida a compartir sus mendrugos a quienquiera que sea. ¿Y usted aceptó? -Bueno, fue la primera persona, fuera de su círculo, que se mostró amable conmigo. No me pareció bien rehusar, así que me senté unos momentos y compartí un trago de vino. -Está bien, pero tenga en cuenta que la gente del pueblo que lo haya visto, se mostrará más distante aún con usted. -¿Por qué dice eso? -Porque Medina siempre habla de más, y si desconfían de usted, y lo ven hablando con él, no tendrán dudas de que está haciendo averiguaciones porque algo se trae. Yo sé muy bien que no es así, pero vio como es la gente del pueblo... -Entiendo, pero mire, no tengo muchas esperanzas de revertir la opinión de esa gente alguna vez, y digamos que, en todo caso, ya me estoy acostumbrando. Supongo que es un proceso muy parecido al que debe haber ocurrido con usted –aventuró Gaspar, intentando ir a un meollo que venía resultandole esquivo. -¿Por qué dice eso? -Y, según lo que me dijo Medina, la gente de Cañada del Silencio no lo aprecia mucho que digamos a usted, tampoco. Es más, me sugirió que tal vez su animosidad hacia mí estaría fundada en la vinculación que hacen entre usted y mi persona. 105
Gabriel Cebrián -¿Eso le dijo? No vaya a creer todo lo que le diga. Ya le dije, su juicio, quizá más fetichista y arcaico que el del resto, está muy empañado por el alcohol. -Sin embargo, se mostró muy objetivo y escéptico respecto de las leyendas extrañas que refiere la gente de por aquí. Y, hasta donde me parece, no mentía. -Claro, ésa es su argucia. Hacerse el racional y soltar las calumnias más infundadas como si fueran producto de análisis objetivos. La explosión de ánimo del Doctor, aunque contenida, no escapó a la observación de Gaspar, quien supo en ese preciso instante que su interlocutor estaba en conocimiento del tenor de las especies que acerca de él divulgaba el Viejo Medina. Y en una gran medida, esa circunstancia les confería, a su juicio, una mayor verosimilitud. El Doctor, en tanto, proseguía con su diatriba hacia el mendigo, diciendo ahora que era un asesino, un hombre sin código moral alguno que le permitiese hablar siquiera de los demás; Gaspar lo interrumpió: -Vea, Doctor, en ningún momento quise poner en tela de juicio cualquier cuestión que pudiera tener que ver con la imagen que tengo de usted. Claro que está de más que le diga ésto, y si lo hago es porque me parece que está sobrevaluando las cosas que el Viejo haya podido decir; o al menos, prejuzgando mi eventual interpretación de las mismas. Pues es claro que no voy a colocar al mismo nivel una opinión y otra. Yo simplemente le comenté lo que me había dicho 106
Los fuegos de San Juan Medina, mas en ningún momento me pasó por la cabeza que pudiese ser cierto. -En alguna medida, pues, y en honor a la verdad, es relativamente cierto que parte de la gente de aquí no me quiere, pero eso se debe a envidias o recelos propios de gente limitada, que difiere de nosotros en su condición social y su educación, como seguramente también en su don de gente. -Por supuesto, eso suele ser normal, es parte de la condición humana. Pero el hecho es que él -como usted dice, de modo calumnioso-, atribuyó tales recelos a motivos muy diferentes. -Sí, lo sé, ya me lo han dicho antes. Él sostiene que todas las calamidades, reales o ficticias, llegaron a este pueblo junto conmigo. -Eso dice. Evidentemente, se trata de una lectura primaria y supersticiosa. Como también puede decirse de su aseveración acerca de que usted administra de modo subrepticio sustancias psicoactivas, que son las que producen las alucinaciones y enfermedades mentales propias de la zona. -Ah, bueno, parece que se está sofisticando en sus difamaciones... -Claro que él las llamó, lisa y llanamente, “gualichos” –Sanjuán rió quedamente. Luego observó: -Debería hacerlo meter preso. Pero supongo que no vale la pena. ¿Usted qué piensa? -Seguro, Doctor. Es un pobre viejo, no creo que vaya a provocarle demasiados contratiempos con andar por ahí diciendo incoherencias, como señaló usted al principio. 107
Gabriel Cebrián -Sí, olvidémoslo, hablemos de otra cosa. Disculpe que haya perdido la línea por un momento, pasa que en un punto creí que usted... -Oiga, sentí que debía decírselo, pero no por ello va usted a creer que podría dar crédito a una cosa semejante... -Lo sé, pero el contexto, vio, y las cosas como vienen dadas, tal vez pudieran llegar a incidir en su ánimo. -Ni lo piense. Le reitero mi consideración y mi gratitud más plenas y sinceras. -Por cierto que son mutuas. Brindemos por eso, dejemos de prestar atención a las habladurías y vayámonos habituando a la desconfianza pública –chocaron las copas. –Salvo tres o cuatro personas más o menos instruídas o ecuánimes, que son capaces de tolerar la diversidad, los demás se aferrarán a su despreciable condición y probablemente nos denuesten. Allá ellos. -Estoy de acuerdo con usted –accedió el joven, mas lo hizo de la boca para afuera. Cada vez tenía más reservas internas con respecto a aquel sujeto, y sin embargo allí estaba, comiendo unas perdices que bien podrían arrojarlo a situaciones de incontrolable derrotero.
108
Los fuegos de San Juan XIV
Después de otra botella de vino, la ingesta casi obligada del pastel que horas antes había dejado Magdalena, y un café, Gaspar rehusó la invitación de ir a beber una copa al balneario ubicado a cuarenta y cinco kilómetros del pueblo, argumentando cansancio. Cuando quedó solo, durante un momento pensó que quizá no hubiera sido mala idea seguir de copas con Sanjuán, ante la eventual proximidad de agentes metafísicos que pudieren llegar para atosigarlo. Ese pensamiento lo condujo a seguir una línea de razonamiento que en cierto modo, lo tranquilizó: si hubiera puesto drogas en la comida, no iba a proponerle quedase con él; seguramente habría preferido dejarlo solo para que los efectos fueran más importantes y menos comprobables externamente. Y, fundamentalmente, no habría comido del menú infectado. A no ser que tuviera anticuerpos o un antídoto, por cierto. Ni bien se retiró la autoconvocada visita, se dirigió al dormitorio, nada quería saber de ir a la cocina que daba a los fondos, siquiera por un vaso de agua. Iba a intentar dormirse lo antes posible, antes de una nueva visita de la pequeña Annie, del viejo pirata o quien diablos se le ocurriese llegar desde la niebla u otras dimensiones. Sintió, en tales circunstancias, una especie de vuelta a su niñez, cuando la oscuridad de su habitación daba entrada a sinnúmero de fantasías angustiantes. 109
Gabriel Cebrián Se desvistió y se metió debajo de las sábanas apresuradamente, compelido por el frío. Dejó el velador encendido, y observó el cono invertido de luz en la pared, cuyo vértice inferior semicircular lucía mucho más marcado que el resto, que iba difuminándose hacia la base, quebrando sus líneas en el techo y dibujando otro semicírculo mayor. Giró la cabeza hacia delante, y arriba, la visión contrapicada del Cristo metálico le dio una perspectiva opuesta a las que según recordaba, había pintado alguna vez Dalí. La voz de la pequeña Annie lo despertó. Alarmada y aproximándose, a través de esa tenue e imprecisa frontera que separa el sueño de la vigilia en la cual las impresiones sensoriales se deslizan de uno a otra, sin respetar origen ni condiciones. Se incorporó sobresaltado, para angustiarse aún más al advertir que sus ojos no le servían de mucho en medio de aquella niebla que había ganado el espacio en la habitación. Se desesperó y arrojó un par de manotazos al aire, como si tratase de descubrir dónde estaba Annie o cualquier otra persona o entidad que anduviera por allí. Lo único que sus ojos podían discernir era la luminosidad amarillenta que venía de la lámpara encima de su mesa de noche. El vapor le producía un escozor muy fuerte en la nariz, como si se tratara de lavandina concentrada, mas no tenía olor alguno. -Annie, ¿estás ahí? –Preguntó con voz trémula, aunque su agitada conciencia no sabía muy bien si prefería o no recibir respuesta. De todos modos, no la hubo. No supo qué hacer, cuando de pronto tuvo la 110
Los fuegos de San Juan súbita certeza de que, en realidad, estaba soñando. Creyó haber despertado, cuando en la práctica no lo había hecho... y sin embargo... todas las certezas y conciencia de vigilia estaban manifestándose en aquella experiencia; si era un sueño, era uno muy raro, realmente. Retiró las sábanas con su pierna izquierda, giró y dejó caer los pies al borde de la cama. Los apoyó en el piso. La certidumbre de la materialidad de su cuerpo y de los demás objetos conspiraba contra la idea de la esencia onírica de cuanto estaba ocurriendo, y su agitación hacía que el pulso latiera en sus sienes. Tanto más cuando sintió un leve roce en su brazo y, en la reacción muscular refleja, golpeó la mesa de noche y arrojó al piso la lámpara, la que con sordo estallido lo dejó finalmente en medio de un vapor ahora absolutamente invisible, en virtud de la oscuridad repentina. -¿Quién anda ahí? –preguntó, ya presa del pánico. No hubo respuesta. Repitió la pregunta, con tono más conminatorio aún, y entonces fue que desde un lugar cercano, cuya dirección le resultaba completamente indeterminable, la voz de Annie le respondió, casi en un susurro: -Te aseguro que éste es el peor momento que podrías haber elegido para reiterarte. -¿Qué estás haciendo aquí? -Estoy tratando de ayudarte, estúpido –dijo con autoridad la niña, desde algún lugar de la bruma. -¿Cómo lograste entrar acá? –Inquirió ansiosamente, ya convencido de la realidad concreta de la situación 111
Gabriel Cebrián que estaba experimentando, a pesar de lo incongruente que parecía ser todo. -Déjate de estupideces, ya hablaste con Magdalena, ya te he dicho yo misma varias cosas antes... deja de comportarte como un niño llorón o ya nunca podrás salir de aquí. Al menos a bordo de tu cuerpo. -Esto no puede estar pasando. De un momento a otro despertaré, y todo será normal. -Si hubiera posibilidad de despertar, ya lo habrías hecho. ¿O acaso crees que las palpitaciones y la presión arterial que registras ahora te permitirían seguir durmiendo así como así, so torpe? -Estoy drogado. Ése Sanjuán ha debido ponerle algo a la comida. Por eso me están sucediendo estas cosas –dijo, más que nada tratando de hallar un asidero para su mente. -Entonces has de tener mucho cuidado –dijo la voz de Annie-, porque si como dices, él te ha drogado, su medicina puede arrojarte a un lugar en el cual la muerte es lo único que existe. -¿Es que se han propuesto volverme loco, todos ustedes? –Un sollozo se inmiscuyó entre las palabras. -Ya te dije. Es demasiado pronto para quiebres. Debes ser fuerte, es el único modo que tienes de conservar tu conciencia y tu voluntad. Mira, si no vas a cagarte en los calzones, te daré la mano y te conduciré a la calle. Allí verás que no solamente no estás soñando, sino que esta niebla existe únicamente aquí.
112
Los fuegos de San Juan Aquellas aseveraciones tuvieron un efecto concreto en el ánimo de Gaspar. Al tiempo que despertaron algunos vetigios de machismo que habían quedado sepultos debajo del fárrago de las situaciones desquiciantes por las que había estado pasando, lo mismo hicieron con la real curiosidad de saber qué demonios era lo que estaba teniendo lugar; así que, un poco más aplomado debido a ello, accedió, y estiró su mano izquierda hacia la negritud. Sintió la mano de Annie en la suya, como la otra vez, y se dejó conducir hasta la puerta de la habitación, y luego hasta la de calle. Oyó el leve chirrido del pestillo corriéndose, la pequeña debía estar accionando el picaporte. Pero recordaba muy bien haber puesto llave ni bien Sanjuán se había retirado, así que no debía abrirse. Mas lo hizo, y entonces salió, conducido por la niña, a quien vio nomás hubieron traspuesto el umbral. Apretó la pequeña mano, tratando de convencerse de su materialidad. -Oye, me estás haciendo daño. Deja de comportarte como un tonto, ¿quieres? –dijo, mientras la agitaba para soltarse. De pie en el patio delantero, sintió el frío de la noche. Era una noche clara y estrellada. Miró el cielo. La luna y las estrellas eran perfectamente visibles, no había ni rastros de niebla. Conmocionado, preguntó al propio Creador: -Oh, Dios mío, ¿qué es lo que está pasándome? No obtuvo respuesta, ni de Dios ni de Annie. Así que se volvió hacia la pequeña, pero ya no estaba a113
Gabriel Cebrián llí. La buscó detrás de la palmera, a la vuelta de la pared lateral de la casa, inútilmente. Advirtió la precariedad de su situación, en calzoncillos en la fría noche, y observó en derredor tras un reflejo de pudor social, ya que tal vez alguien podía estar viéndolo comportarse de manera tan extravagante. No vio a nadie, mas debía poner fin a esa situación ridícula y entrar a la casa, aunque no le hiciera la menor gracia. Fue entonces que advirtió que la puerta estaba cerrada. Intentó abrirla, mas estaba con llave. ¿Cómo demonios había salido? Forcejeó en vano unos momentos. Resolvió allí enfrentar lo que hubiera en los fondos e intentar entrar por la puerta de atrás. Se encaminó en tal sentido, y a medida que la edificación le permitía ver, chequeaba cada centímetro en busca de cualquier anormalidad. No parecía haber nada extraño, ni presencias ni luces. Solo que... al llegar, encontró que la puerta estaba abierta de par en par. Claro, a ésa no estaba tan seguro de haberle puesto llave, no lo tenía tan presente. Tal vez alguien hubiese entrado. Algunos miedos más concretos, más de este mundo, se hicieron lugar en detrimento de los otros, y de algún modo, eso le resultó relativamente tranquilizador. Ingresó con sumo cuidado y cerró la puerta con el mayor sigilo que fue capaz. No la aseguró, dejando en todo caso la vía expedita para una eventual huída precipitada. En la cocina, aún en penumbras, no parecía haber nadie. Encendió no obstante el pequeño foco de la alacena, y tampoco había nada allí. Continuó el chequeo silencioso con el corazón desbocado y el ritmo respiratorio acelera114
Los fuegos de San Juan dísimo. Nadie en el baño, ni en el escritorio, ni en el living. Solo faltaba su cuarto, pero allí la oscuridad era total. Tomó coraje y luego encendió la lámpara de techo. Vio la cama revuelta, el velador en el piso y los fragmentos de vidrio de la bombilla desperdigados.
XV
Era muy temprano aún cuando Gaspar caminaba a orillas del mar. Una brisa no tan suave y fría revolvía sus cabellos, el día era claro. Solamente unas cuantas gaviotas, particularmente ruidosas, constituían los únicos seres vivos en toda la playa. No había conseguido pegar un ojo luego de la devastadora experiencia de unas horas antes. Nada tenía claro acerca de lo que en realidad había ocurrido. Lo único que parecía resultar evidente era la presunción de que efectivamente el Doctor estaba suministrándole alguna sustancia alucinógena. No había otra manera congruente de explicar situaciones tan anómalas e inéditas en su bagaje experiencial. Tenía que dejar de ingerir cualquier alimento sólido o bebida que viniera de su lado, pero ya había hablado de más y no sabía, en consecuencia, cómo hacerlo sin poner en evidencia sus sospechas y sus miedos. Estaba en un atolladero, y cada vez cobraba más entidad en su ánimo la intención de abandonarlo todo y volver a su casa. Era cuando evaluaba tal deci115
Gabriel Cebrián sión que la voz de Magdalena resonaba en sus oídos, diciendole otra vez Tal vez lo mejor que podrías hacer es tomar el primer ómnibus y marcharte para siempre. Aunque tanto él como la pequeña Annie sabrán dónde encontrarte, y créeme, no te soltarán tan fácilmente. Siguió caminando y mirando el mar. La enorme masa de agua en movimiento fluctuante y sus hipnóticas ondulaciones. Intentó aclarar su mente, y recordó que su madre, cuando era niño y no podía conciliar el sueño debido a oscuros temores casi indeterminados, le aconsejaba pensar en el mar, teniendo en cuenta estas virtudes relajantes. Mas enseguida acudían a su mente pensamientos inquietantes, como la posibilidad de avistar el bajel fantasma que parecía haber traído una suerte de maldición a la zona, o frases tales como el demonio habla en círculos. Las expectativas de un buen trabajo, bien pago, e incluso del hallazgo de un extraño síndrome que le permitiría desarrollar una experimentación novedosa e incluso una tesis original, habían devenido en algo que bien parecía una lucha por la supervivencia, o al menos por conservar la cordura. Vio una persona, a lo lejos, sentada en la arena y mirando el mar. Era solo un punto parduzco, que se fue agrandando a medida que se acercaba. De algún modo sintió que no estaba allí porque sí, sino que tenía algo que comunicarle. No había razón objetiva que sustentara tal intuición, pero estaba allí, dentro suyo, sólida y evidente. 116
Los fuegos de San Juan A medida que se acercaba notó la completa inmovilidad del sujeto, y pronto advirtió que se trataba de un anciano, enfundado en una campera marrón claro y con un pañuelo viejo y desteñido en la cabeza. Cuando estaba a algunos metros, tosió, tanto como para llamarle la atención, mas el viejo continuó inmóvil. Entonces, ya a escasos dos metros, le habló: -Buenos días –le dijo. El sujeto ni se inmutó. Pensó que podía estar dormido, e incluso muerto, así que lo rodeó y entonces se percató que no podía estar mirando al mar. En todo caso, estaría oyéndolo. Sus ojos de un violáceo claro y brillante denunciaban una completa ceguera. Inmediatamente asoció ese dato con la niebla, el anciano en la playa condenado a unas tinieblas que tal vez se vieran atravesadas por difusas luminosidades hacia un sistema nervioso probablemente también víctima de ingentes discapacidades. Quizás fuera sordo, además. O estaba tan chocho que ni siquiera era conciente de lo que ocurría a su alrededor. En ese caso, ¿qué estaba haciendo allí, solo? ¿Alguien lo habría conducido y al rato lo vendría a buscar? No había visto a nadie a la redonda a muchísimos metros. Era en realidad, una situación extraña, y las situaciones extrañas, paradójicamente, se habían vuelto corrientes de un par de días a esta parte. Tal vez fuera la hora, o el espacio abierto, o la característica inofensiva que parecía corresponder al individuo; la cosa es que, a pesar de la impresión que podía causar su mirada vacía, Gaspar no se alarmó en lo más mínimo. Se quedó viéndolo, 117
Gabriel Cebrián de espaldas al mar. Al cabo de unos momentos, el anciano le dijo: -Siéntate. –Gaspar obedeció, manteniendo su aplomo aún a pesar de lo sorpresivo del comando. Otro lapso de tiempo en silencio transcurrió, durante el cual mantuvieron una suerte de circuito visual interrupto. De pronto, y dejando en claro tácitamente que los tiempos normales de diálogo no significaban nada para él, volvió a hablar. -Varado en tierra extraña, y entre tinieblas -dijo. -A veces las cosas no salen bien –observó Gaspar, intentando relativizar las evidentes penurias del anciano. -No me refería a mí, sino a ti. Bueno, en realidad, lo dicho por ambos vale para los dos. -¿Cómo sabe usted eso? Quiero decir, ¿cómo es que sabe acerca de mí? –Otro lapso de mutismo corrió a cuenta del anciano, pero esta vez le pareció mucho más largo, en orden a la alteración emocional que la aseveración le había provocado. Finalmente, le respondió: -Annie me ha contado. -¿Conoce a Annie? –Preguntó, e inmediatamente cayó en la cuenta que se trataba de una pregunta estúpida. -Mi pequeña Annie... –dijo el anciano, con tono que denotaba una melancólica evocación. Luego, otra vez el silencio. Habrían pasado unos diez minutos, durante los cuales Gaspar no atinó a decir nada, en la conciencia que cualquier cosa que el ciego tuviera que comunicarle, lo haría independientemente que le 118
Los fuegos de San Juan preguntara o no. Estaba en lo cierto, ya que sin preámbulo alguno, comenzó a contar que su barco había encallado allí mismo, mientras señalaba al frente con una leve inclinación de cabeza. -Sí, hace un par de años –aventuró el joven. -No –lo contradijo. –Hace un par de siglos. –Gaspar halló nuevamente que la actitud más prudente era la de guardar silencio. La pausa que siguió, de algún modo le dio a entender que el sujeto aquel, hombre o fantasma, odiaba las acotaciones. De pronto retomó la palabra, y prosiguió con su relato. -Por aquellos días mi nave era una de las diez que mayor cantidad de riquezas proporcionaban a la Corona. Mis hombres eran sumamente hábiles en las artes de la navegación y asimismo en las del comercio. Todo funcionaba a las mil maravillas, pasábamos la mayor parte de nuestras vidas en el mar, como corresponde al marino cabal. Y en tierra, española o americana, nos dábamos a los placeres en forma desorbitada y lujuriosa, cosa que del mismo modo se condice con tal profesión. Hasta que un nefasto día contraté a un hombre extraño, venido del norte, de mirada fija y pocas palabras. Lo hice porque traía muy buenas recomendaciones y al parecer, conocía muy bien el oficio. Incluso puso a mi disposición muchas artesanías exóticas que traía consigo, del lejano oriente, con la condición de conservar él unas cuantas para comerciarlas aquí en América. No hallé entonces objeción alguna, y me pareció bien aceptar su ofrecimiento, toda vez que no encontraba reñido con la moral tomarlas, por cuanto estaba dándole u119
Gabriel Cebrián na oportunidad laboral importante en épocas difíciles y al mismo tiempo le permitía hacer sus propios negocios en mi barco, asunto bastante inusual en aquellos días. Era una buena oportunidad de hacer dinero extra, más allá de los porcentajes usuales que embolsaba de la carne salada, cueros y demás materias primas que trasladábamos. Para colmo de mi desgracia, mi pequeña Annie insistió en acompañarme en aquél, el último viaje de mi vida. Tanto lo hizo que finalmente accedí. Nos hicimos a la mar, y ya al día siguiente noté que este mal nacido hablaba demasiado con mi tripulación. No era que no debiera hacerlo, el hombre de mar tiene derecho a buscar camaradería entre sus pares; lo que no me gustaba era la forma en la que lo hacía, siempre con aire subrepticio y arrojando miradas de soslayo en mi dirección. Inmediatamente supe que algo se traía. Días después mi relación con la tripulación era tensa, y eso que yo no había variado en lo más mínimo mis modalidades, así que tenía que ser a causa de él. A medida que ganaba popularidad, vaya a saber mediante que promesas falsas, argucias o artes diabólicas, yo veía que el descontento e incluso desprecio mal disimulado hacia mi persona crecía, y comencé a prepararme para un motín. Llamé a mi camarote al contramaestre, y le pedí explicaciones respecto del comportamiento que la tripulación, de modo tan repentino e injustificado, había adoptado hacia mi persona, y respondió algo que no entendí en modo alguno. Me dijo que estaban cansados de que repitiera una y otra vez las mismas órdenes. Yo 120
Los fuegos de San Juan le pedí que se explicara, y me contestó que no iba a repetir lo que ya me había dicho, y que dejara de actuar de tal manera y de inducirlo a él mismo a actuar así, porque los dioses del mar probablemente nos castigarían. Lo acusé de insubordinación, y hasta amenacé con encerrarlo. Él sonrió torvamente y me aseguró que si hacía tal cosa, los hombres lo liberarían y me encerrarían a mí. En ese mismo instante maldije el momento en que accedí a traer conmigo a Annie en ese nefasto viaje. De no haber sido así, hubiera enfrentado la situación con el máximo rigor desde el mero comienzo. Pero con ella allí, preferí no precipitar nada y ser prudente, para no ponerla en riesgo. Claro que en estos casos la prudencia y la hesitación suelen jugar en contra, como de hecho sucedió. A partir de allí, la tripulación ignoraba abiertamente mis órdenes, se comportaba en forma errática a veces, parecían como víctimas de un trance. A duras penas manteníamos el rumbo, y resultaba evidente que si ello era así, lo era debido a la autoridad creciente de aquél hombre extraño que se nos había unido. Lo convoqué a él a mi camarote, y me respondió que hablaría conmigo cuando él lo determinara, y no a contrario. Ante tal afrenta, extraje mi acero, dispuesto a darle su merecido allí mismo, pero en rápida reacción los demás hombres lo rodearon, dejando ver a las claras que debía enfrentarme a todos ellos. Si no hubiera estado allí mi pequeña, hubiera muerto como el marino que fui. Mas como estaban las cosas, preferí otra vez mostrarme cauto, y arrojé mi sable al piso. Fui aprehendido, tratado como un bella121
Gabriel Cebrián co y encerrado en mi camarote con la pequeña Annie, que no paraba de llorar. Esa misma noche fui amarrado y conducido a cubierta para una parodia de juicio cuya resolución estaba decidida de antemano. Me fueron formulados varios cargos, algunos relativamente aceptables –como por ejemplo el haber permitido a algunos de mis tripulantes el comercio personal y a otros no-; otros infundados –como malos tratos y abuso de autoridad- y otros más, definitivamente delirantes, dado que aducían que había irritado a las deidades marinas con mi tendencia a repetir una y otra vez órdenes y frases absurdas. Traté de mantener mi dignidad enhiesta y no argumenté defensa alguna, a sabiendas de la futilidad de cuanto pudiera decir, y de que en todo caso, cualquier expresión de mi parte solamente daría lugar a nuevas y capciosas acusaciones. Una vez concluída la fraudulenta retahíla de calumnias, el nuevo líder me instó a decir algo en mi defensa, y en lugar de dirigirme a él, lo hice hacia mis hombres, tratando de alertarlos de la maniobra artera de la cual eran objeto. Les dije que de alguna forma, aquél individuo los había manipulado de modo tal que habían perdido toda su autonomía, y que estaban siendo inducidos a cometer un crimen del cual habrían de arrepentirse. Los insté a recuperar su sensatez y a volver a la situación normal de nuestra empresa. Esto los irritó. Me injuriaron, y me acusaron de mantenerme en el sacrilegio de reiterar una y otra vez palabras y situaciones. El contramaestre, incluso, propuso arrojarme a los tiburones para así de122
Los fuegos de San Juan mostrar a los dioses que ellos no eran cómplices de mis afrentas y así proseguir la travesía sin contratiempos. Deliberaban tal moción cuando una tormenta repentina comenzó a azotar la zona. Cavilé entonces que, si el tifón resultaba ser tan cruento como parecía, con toda seguridad nos iríamos a pique, ya que aquella banda de enajenados controlada por un demonio irracional, no tendría la menor oportunidad de atravesarlo. Pensé en la pequeña Annie, encerrada en el camarote, y forcejeé con mis amarras, pero fue en vano. La cubierta era un pandemónium, todos corrían y se entorpecían unos a otros en la desesperación propia de las circunstancias y sin una voz de mando clara que determine lo que convenía hacer. Ante semejante cuadro, perdí por completo la calma y comencé a pedir a gritos que me soltaran y a dar voz a órdenes, tratando de imponer un método al sinnúmero de esfuerzos, muchos de ellos inútiles y otros contrapuestos, que aquellos hombres desquiciados intentaban ejecutar. De frente a la catástrofe, y ante la certidumbre del inminente naufragio, grité una y otra vez las mismas consignas, que eran ignoradas. Tan solo el maldito usurpador parecía haberme prestado atención en la emergencia, ya que se acercó y me dijo “Cierra la boca de una vez, perro bastardo, mira adónde nos ha arrojado tu maldita manía de repetir como un imbécil.” Y acto seguido me propinó un feroz latigazo en los ojos. Sentí como que un fuego los atravesaba y después el líquido caliente derramándose por mis mejillas. 123
Gabriel Cebrián XVI
El tono monocorde con el que el extraño anciano ciego daba voz a la historia en la cual sugería que había muerto dos siglos atrás; su inmovilidad absoluta a no ser por el ligero movimiento de los labios; sus ojos vacíos, violáceos y brillantes; el sonido del mar a sus espaldas y los graznidos ocasionales de las gaviotas cortando la homogeneidad del susurro de las olas; el peso de los acontecimientos extravagantes por los que había pasado últimamente, todo aquello confluía para dar al encuentro un tinte onírico en el que Gaspar se dejaba inducir para aliviar el impacto de la imposibilidad racional de lo que estaba ocurriendo. Por un momento recordó la pregunta que le había formulado la pequeña Annie: ¿Qué has aprendido en la Universidad? ¿Qué eres el paradigma de la realidad y el juez absoluto de los juicios verdaderos? y decidió que se dejaría ir nuevamente. Luego de relatar la secuencia del latigazo que lo había cegado para siempre, el viejo marino, o tal vez podría decirse su fantasma, hizo otra pausa, la que dio lugar a las especulaciones anteriormente referidas. Mas al cabo, prosiguió: -Por lo que pude deducir, ya privado de la vista, la tormenta no nos había hundido, pero había dejado la nave en muy mal estado y nos había desviado bastante al sur. Yo permanecía atado día y noche a la mesana, y era víctima del escarnio y la humillación. A pesar de las precarias condiciones de navegabili124
Los fuegos de San Juan dad, el ambiente a bordo era festivo, los hombres participaban de una especie de fiesta permanente y extraña, tocaban tambores y cantaban en un idioma desconocido para mí. Fue entonces que comencé a oír la voz de una mujer y creí que era el sufrimiento, o la fiebre, que me producían alucinaciones. También oí la voz de una niña, casi exactamente igual a la de mi pequeña, pero estaba seguro que no podía ser ella, porque reía y jugueteaba con aquellos hombres que me habían sometido y dañado en semejante forma. ¿De dónde habían salido? Únicamente de otro barco o balsa, pero yo no había oído nada parecido a un trasbordo, o cosa por el estilo. Al principio preguntaba una y otra vez, por piedad, que me dijeran cómo estaba mi pequeña, pero solo conseguía golpes y admoniciones respecto de lo que consideraban mi peligrosa y sacrílega tendencia a repetir. Así que resolví callar y encomendar nuestras almas al Altísimo. Un par de días después, en los que sobreviví plagado de sufrimiento y angustias, ya estábamos sobre las costas americanas, navegando en dirección al norte, en una ruta que yo jamás hubiese tomado. Por la temperatura supe que el día se estaba yendo, y oí los preparativos para una celebración especial, la Noche de San Juan. Pero más que nada, era una celebración en honor del maldito que me había sometido a tales desventuras, a quien llamaban así, San Juan. Evidentemente se trataba de un desequilibrado mesiánico que sólo Dios sabe por que artes o magnestismos personales había llevado a hombres tan sensatos y 125
Gabriel Cebrián leales a comportarse como los peores bribones de un día para otro. Entonces mi corazón se detuvo cuando oí la voz de Annie, que entre desgarradores llantos me preguntaba qué era lo que me habían hecho. Sentí que la amarraban junto a mí, y traté de tranquilizarla, de decirle que pronto saldríamos de aquel atolladero, pero en el fondo ambos sabíamos que eran meras palabras de consolación ante el inminente final. Oí a Annie decir cosas que me hicieron dudar de su cordura, aunque a esas alturas dudaba de su cordura, de la mía y por supuesto, de la de todos quienes iban a bordo. Una vez pasado lo peor de la crisis de llanto, me dijo que había a bordo una mujer negra y una niña idéntica a ella. “¿Cuán idéntica?” Le pregunté. “Si no estuviera aquí amarrada hablando contigo, creería que soy yo misma”, me respondió. “La mujer negra parece ocuparse de alimentar a los hombres, y les indica los modos adecuados para honrar a ese que llaman San Juan”. Pasadas algunas horas, durante las cuales el ambiente orgiástico crecía ostensiblemente, comencé a oír diálogos que hablaban de la oportunidad de ofrendar un sacrificio, y supe de inmediato quién o quiénes serían inmolados. Maldije mil veces el momento en el que accedí a que Annie me acompañe. Oí a al bribón decir que desde tiempos inmemoriales se celebraba a su Santo encendiendo hogueras, y que esa noche no iba a hacer la excepción, y me pareció un verdadero delirio hacer tal cosa a bordo. Quizás nos inmolaran, pero lo más seguro en tal caso iba a ser 126
Los fuegos de San Juan que el fuego se propagara descontroladamente, y todos acabáramos allí, en medio de esa sacrílega y ominosa celebración. Sentí ruidos de algo metálico y pesado que era arrastrado por la borda, y poco después, el olor del humo. Esos locos estaban encendiendo una fogata a bordo, totalmente ebrios y fuera de control. Entonces fue cuando la hiena que me había arrebatado mi nave, mi gente y mis ojos inició un demencial discurso: “Hermanos míos, son éstos los Fuegos de San Juan, los mismos que durante milenios se han encendido para borrar de la faz de la tierra toda iniquidad y toda tropelía, para bien de los justos que siguen su camino y nunca vuelven sobre sus pasos. Éstos son los fuegos en los cuales han ardido todos los brujos y hechiceros enemigos de la luz, antes de que se hicieran, mediante sus diabólicas artes, del control de la sociedad del Viejo Mundo. El Viejo mundo, desde que las huestes del demonio lo infectaron, solo se mueve en círculos y muerde su propia cola como la serpiente bíblica. Hablan una y otra vez las mismas ignominiosas palabras, someten a una repetición tal a las mentes que, enfermizas de tal modo tratadas, se vuelven dóciles y obedientes de un estado de cosas que las reduce a condición de mero ganado. Las plagas del Apocalipsis hallarán abiertas las puertas a partir de tan sacrílega maniobra, no habrá ya más justos caminantes que justifiquen la existencia. ¿Nosotros permitiremos que tal cosa ocurra? ¿Dejaremos que el mal de la conciencia saturada de recodos hacia un único camino sin salida termine con nuestras posibilida127
Gabriel Cebrián des de ir hacia adelante, hacia la tierra prometida? No, hermanos míos, no hemos de permitirlo. Y nuestra tierra prometida es América, que ya ha comenzado a ser infestada por individuos nefastos como éste que tenemos aquí, frente a nosotros; un vil emisario del mal, que ha sometido a propios y ajenos a la peor de las condenas, con el único y espurio propósito de llenar sus malhabidas arcas y las de los degradados aristócratas de un mundo que se derrumba por el propio peso de su desmesurada codicia”. Todos mis hombres, al parecer esclarecidos repentinamente acerca de una supuesta manipulación, no advertían que entonces, y no antes, eran víctimas de eso mismo respecto de lo que falsamente se les estaba alertando. Y aclamaban y daban vítores ante cada pausa que se producía en la demencial arenga. “Comenzaremos a limpiar la escoria, y qué mejor que este decrépito representante de los más bajos intereses de la vieja humanidad... arderá en la pira consagrada a nuestro Santo Patrono, en su día, frente a las costas en donde muy pronto comenzaremos a instaurar el Reino de los Eternos Caminantes del Nuevo Orden, ése que jamás se verá entorpecido por bizantinos y estériles trabalenguas circulares.” A decir verdad, yo no podía discernir si el loco aquél realmente creía en la sarta de insensateces a las que daba voz, o simplemente se trataba de un ardid más, elaborado para valerse de la ingenuidad de los marinos con el fin de utilizarlos para sus fines personales, cualesquiera que éstos fuesen. 128
Los fuegos de San Juan Sentí que alguien manipulaba mis amarras, y la presión en mis muñecas se aflojó. Oí llorar quedamente a Annie, y no hallé qué decirle. Lo único que me consolaba en tales desgracias era la esperanza que ella no fuera inmolada también, ya que nada había dicho el bastardo ése al respecto. Fui levantado casi en vilo, y todo alrededor hervía en griteríos e intentos de flagelación hacia mi ya maltrecha humanidad, que no sufría mayormente, por repetidas, tales calamidades. Sentí el calor del fuego en mi cara, el sacrificio era inminente. El maldito entonces trataba de imponer su voz a la vocinglera y agresiva turba, que, ya absolutamente fuera de control, desconocía aún la tremenda autoridad que el diabólico líder les había impuesto. No sé si lo que pretendía era decir unas cuantas insensateces más antes de arrojarme por fin a la pira, o estaba tratando de alertar a los desbocados y ebrios tripulantes acerca de lo que sucedió a continuación: un tremendo golpe sacudió la nave, de modo que perdí pie y caí junto con unos cuantos hombres más, quizá todos, dada la violencia del impacto y la inclinación posterior de la línea de flotación. Rodamos hasta chocar contra la baranda de proa, si no me equivoco, y permanecimos apilados unos sobre otros. Un objeto candente quemó mi brazo derecho, aquí, donde tengo esta marca, y así advertí que habíamos encallado y para peor con un incendio en ciernes. Entre el pandemónium que se desató a continuación pude oír el ruido de las chalupas que se arrojaban al mar, las que seguramente no es129
Gabriel Cebrián tarían destinadas ni a mí ni a mi desgraciada Annie. Luego, y hasta hoy, tan solo la niebla.
Sintió el frío y la humedad del agua en la espalda. Se había dormido, mas no recordaba cuándo, ni imaginaba cómo había podido hacerlo en circunstancias que, según creía recordar, se había hallado sentado enfrente de un fantasmal ciego de ojos vacíos y brillantes que le refería una historia que afirmaba, había ocurrido hacía dos siglos. La tarde caía. Arriba, en los médanos, pudo discenir la silueta del anciano conducido de la mano por una niña rubia. Les gritó, pero desaparecieron entre los tamariscos. Los buscó, llamando a Annie un buen rato. Luego se encaminó a la aldea costera, en busca de un ómnibus que lo llevara de nuevo a la casa de calle Belgrano 217, en Cañada del Silencio.
XVII
Se apeó del autobús y, obedeciendo a un impulso anímico más que a cualquier tipo de razones de otro orden, se dirigió resueltamente a la casa del Doctor. Atravesó el jardín nocturno, llamó a la puerta y a poco Haydée abrió y le indicó pasar. -No, espero aquí afuera –repuso Gaspar. –Haga el favor de llamar al Doctor, si es que está disponible. 130
Los fuegos de San Juan -Aguarde un momento. Voy a ver. Dio media vuelta y fue hacia el interior, meneando a cada paso sus anchas caderas y arrastrando levemente sus zapatillas de felpa. Poco después vino a su encuentro Sanjuán, y repitió la indicación de Haydée en el sentido que pase, circunstancia ésta que acicateó un poco el ánimo de Gaspar, dado que advirtió en su fuero íntimo reflejos de una alarma desconocida por él hasta ese momento, y que se producía justamente a partir de la iteración de la secuencia verbal. Se sobrepuso a la incipiente sensación, y respondió negativamente otra vez. -Vea, pasaba por aquí. La intención era beber algo en el bar de acá a la vuelta, y me dije que quizá usted querría acompañarme. -Oiga, será un placer para mí compartir tragos con usted, pero he de decirle que aquí tengo mejores maltas que las que hay en ese tugurio, créame. -No me cabe duda de ello, pero mire –urdió un par de excusas falsas, dado que no quería tomar comida o bebida alguna de esa procedencia-, en primer lugar, no me permitiría incomodarlo a estas horas, solamente vine a ver si no estaba ocupado... -No me haga reperirle una vez más que usted no me incomoda –aclaró el Doctor, y Gaspar abrigó dudas acerca de la intencionalidad de aquella referencia a reincidencias orales. -Y en segundo lugar –continuó, y estaba seguro de la efectividad de aquel segundo punto al que iba a dar voz casi en un susurro-, por ahí surgirían cuestiones que sería bueno quedaran solamente entre nosotros 131
Gabriel Cebrián dos, usted sabe lo que le quiero decir... –Sanjuán miró repentinamente y de soslayo por sobre su hombro al interior de la vivienda, y acordó: -Claro, entiendo, sepa disculpar mi falta de sutileza. Hagamos una cosa, vaya y espéreme allí, entonces. En un minuto estoy con usted. -Vale. Volvió al bar en el hotel, y ya no le importó más que en un nivel anecdótico la actitud curiosa de la concurrencia. Su mente ardía en la necesidad de hallar explicaciones razonables a los sucesos que estaban ocurriéndole en forma cotidiana desde que había puesto pie en aquel maldito pueblo. Ya no le importaba el dinero prometido, ni el trabajo, ni la eventual tesis acerca del extraño síndrome que parecía que él mismo iba a terminar por contraer, ni el flirteo con Magdalena; lo único que ocupaba su voluntad era el deseo de desentrañar lo que estaba aconteciendo, y ello solamente para poder salir de allí lo más rápido e indemne que fuera capaz. No esperó que el rubicundo encargado lo atendiera, sino que le pidió nomás a la pasada que le sirviera un whisky con hielo, y ocupó la misma mesa frente a la vidriera. No tenía ya ánimo ni paciencia para remilgos por parte de él ni para actitudes desdeñosas por parte de los demás. Tal vez fuera una reacción defensiva de su carácter, desconocida aún para él y que parecía aflorar bajo una presión inédita en su experiencia. Casi inmediatamente estuvo servido, y consideró que ello debía haber sido efecto de su nueva impronta tempera132
Los fuegos de San Juan mental, que con seguridad resultaba mucho más evidente hacia el exterior de lo que había supuesto. Bebió sin preocuparse por la calidad del whisky, gozando simplemente de la certeza que se trataba de una bebida sin adulterar con vaya a saber qué contaminantes. Encendió un cigarrillo e intentó precisar la ruptura entre vigilia y sueño que había experimentado rato antes en la playa, mas no pudo discernir en qué instante había quedado dormido. Tampoco atinaba a explicarse cómo era que había permanecido dormido ahí, a la intemperie, tanto tiempo; tanto, que de no haber sido alcanzado por la marea, tal vez habría estado tendido allí, aún. Pero ahí venía Sanjuán. Gaspar no tenía un plan específico respecto de lo que iba a decirle, ni tampoco precisiones claras acerca de lo que en rigor necesitaba saber, mas el contexto era tan extraño e imposible de ser sometido a cualquier parámetro preestablecido, que todo hacía suponer que lo mejor era actuar primero y después evaluar, único método aplicable a las materias respecto de las cuales no se sabía nada. Un peligrosísimo modo inductivo de ensayo y error en el cual estaban en juego sus condiciones futuras de existencia o, a ultranza, ella misma. El Doctor ingresó, deseó las buenas noches a los parroquianos–quienes le contestaron quedamente y como de mala gana- y fue a sentarse frente a él. -¿Me parece a mí, o usted está preocupado por algo? –Soltó, sin preámbulos. -La verdad, Doctor, sí, estoy un poco preocupado. 133
Gabriel Cebrián -Si es por el dinero, mañana mismo... -No, no es eso. -No, pero sabe qué pasa, esta tarde nomás me estuve dando cuenta de que no le había consultado nada respecto de ese tema, usted por ahí necesitaba algo, y yo, descuidadamente, pasé por alto... -No, Doctor, agradezco su preocupación, pero como le dije, se trata de otra cosa. -Bueno, en ese caso, lo escucho. -No sé muy bien cómo empezar... -¿Y qué le parece si empieza por el principio? –aconsejó, y rió de la obviedad. Gaspar no lo acompañó, como lo hubiese hecho en las anteriores oportunidades en las que habían departido. El rubicundo encargado se acercó a tomar el pedido. Sanjuán lo saludó, llamándolo “Colorado”, y le indicó traer una caña de durazno. -Sabe, Gaspar, es lo único más o menos bien destilado que se puede beber aquí. Como médico, me siento tentado a aconsejarle que deje a un lado ese brebaje corrosivo y adopte mi elección. -Gracias, Doctor, lo consideraré. -Está muy taciturno, ¿sabe? -Lo sé. -Bueno, hombre, comienza a preocuparme, a ver, dígame cuál es el problema, entonces. -Esta mañana fui a la playa. -Ahá. ¿Y? -Me sucedió algo muy extraño. -Cuénteme. 134
Los fuegos de San Juan -No había nadie por allí, hasta donde alcanzaba la vista. De pronto, como salida de la nada, vi una persona sentada frente al mar. Estaba lejos. Me acerqué, y comprobé que se trataba de un hombre entrado en años, ciego. -Sí, dicen que ése es el padre de la pequeña Annie. -Ah, ¿sí? Pues, según lo que me contó, eso podría llegar a ser cierto. Lo que me sorprendió fue la historia que me relató. -Ya le dije que los padres no le iban en zaga a la niña en el asunto de inventar disloques para alarmar a los desavisados que hablan con ellos, ¿recuerda? -Lo recuerdo muy bien. El hecho es que me contó que era el capitán de un barco de la Corona Española que naufragó aquí hace cosa de doscientos años. Las risotadas estruendosas e incontenibles que profirió el Doctor ante los dichos del joven llamaron absolutamente la atención de la concurrencia. Parecía que iba a ahogarse de tanto reír. Cuando amainó, bebió un buen trago de la caña que momentos antes le había sido traída. Pareció recuperar el aliento antes de decir como para sí, meneando la cabeza: -Sí, parece que se está superando. -¿Cómo dice? -Nada, que parece que el sujeto ése se está superando a sí mismo, en la elaboración de patrañas. Probablemente sea él mismo, complotado con su supuesta hija, el que se disfraza de corsario y anda por ahí asustando a la gente, en las noches de niebla. No me 135
Gabriel Cebrián diga que va a estar así de preocupado por semejante dislate, ¿o sí? -Bueno, no es solo eso... primero, me parece raro que un sujeto viejo y ciego halle placer en burlarse de un individuo que jamás en su vida ha visto antes, y al que probablemente jamás vuelva a encontrar. -Le recuerdo que no estamos hablando de personas normales. Tal vez no se esté burlando, tal vez en su delirio incluso crea que las cosas han sido así. Pero que él llegue a creerlas, no las hace ciertas, ni mucho menos. Oiga, espere, es absolutamente obvio lo que le estoy diciendo, no irá acaso a creer... -Disculpe –interrumpió Gaspar-, pero no me ha dejado terminar. Le dije que había otras cosas. Una de ellas (y quiero que tenga en cuenta mi formación profesional para avalar cuanto voy a decirle), es que aparte de sentir que el individuo no mentía, advertí en su discurso que era imposible que refiriera determinadas cosas del modo que lo hacía sin haber experimentado la vivencia “real” de tales circunstancias. Fíjese que no hablo de realidades respecto de su percepción, lo que podría comportar el proceso alucinatorio al que hace usted mención. Estoy hablando de vivencias objetivamente reales, es decir, percepciones de algo que realmente ocurrió. -¿Está tratando de convencerme que estuvo hablando con un sujeto que naufragó aquí hace más de doscientos años? -Estoy tratando de decirle que el sujeto ése al parecer pasó por una circunstancia como la que relata, no se si hace dos, veinte u ochenta años. Seguramente, 136
Los fuegos de San Juan no serán doscientos. Y tal vez no haya sido aquí. Lo que quiero que usted considere es que, según yo lo veo, él pasó por las circunstancias que refiere. -Bueno, visto así, parece más razonable, qué sé yo... quien sabe, puede ser, sí. -Y, dicho sea de paso, me habló de “su pequeña Annie”. -Ah, claro. Pero mire, tendrá que explicarse mejor para que yo deje de creer que se trata lisa y llanamente de una patraña como las que nos tienen acostumbrados, sobre todo Annie. Y, dicho sea de paso, también, permítame observar que no encuentro el punto en lo que hace a esa especie de zozobra que parece haberlo imbuído luego del encuentro. -La cuestión es que el tiempo parece haber transcurrido de otra manera, durante su relato. -¿Cómo dice? -Lo enfrenté por la mañana, bastante antes del mediodía. Luego que iniciara su relato (el que fue formulado como si hubiese estado solo, sin tener en cuenta en lo más mínimo tanto mi presencia como mis acotaciones, escuetas y escasas, y solamente efectuadas al principio, ante la sobreviniente evidencia del caso omiso que hacía de mi persona), tuve un lapso como de trance en el que prácticamente visualizaba las desventuras de un motín que devino en desgracia, a partir del vívido y sentido testimonio del anciano. Luego me dormí, y cuando desperté, el sol ya caía. -Usted sabe, el tiempo transcurre de otra manera en sueños. 137
Gabriel Cebrián -En realidad, estimo que ya era bastante tarde cuando me dormí, y el relato no puede haber durado más de un par de horas, como mucho. -Dígame, Gaspar, ¿la noche anterior había usted dormido bien? -Gaspar tuvo que conceder que no había sido así. -Pues bien, según veo yo las cosas, usted encontró al viejo delirante, y un poco motivado por lo estrafalario de las leyendas locales, prestó atención, en condiciones de fatiga mental, a una retahíla de disparates bien articulados y urdida desde hace vaya a saber cuánto tiempo. Luego se quedó dormido, y las ensoñaciones y la sugestión hicieron el resto. Ya ve, nada por qué preocuparse en semejante forma. Voy a pedir otra cañita, ¿me acompaña? -Le agradezco, pero voy a seguir con el mal whisky. No quiero mezclar, ¿sabe? –Mintió, ya que en realidad no aceptó la caña pensando que por ese medio podría ingresar otra vez el agente distorsionante en su sistema.
XVIII
-Sé que las cosas no fueron como usted dice –repuso Gaspar, volviendo al tema no de muy buena manera. –Yo estaba allí, y sé que atrás de ese viejo hay algo muy, pero muy extraño. -No dije nunca que fuera una persona normal. -¿Lo ha tratado? 138
Los fuegos de San Juan -Muy por encima. No me gusta tratar con gente que habla insensateces. Ése tal vez sea su oficio, pero yo no tengo vocación para tales entuertos verbales. Al primer dislate, me veo obligado a excusarme, argumentando lisa y llanamente que no sé de qué se me está hablando, y doy por terminado el asunto. Créame que no tengo tiempo, talento ni paciencia para interpretar símbolos, máxime si provienen de una mente distorsionada. -Se lo nota una persona muy estructurada lógicamente, sí. -Debo parecerle absolutamente obtuso, ¿no es así? -Yo no he dicho tal cosa. Ni siquiera lo he sugerido. -Está bien, acepto su condescendencia. -Oiga, me temo que nos estamos ofuscando en vano. -¿Ofuscando? No, mi joven amigo, en lo más mínimo, al menos en lo que a hace a mi ánimo. Es usted quien está reactivo, y según parece, se debe a lo que cree fue una experiencia rara, que le aseguro no es más que lo que ya le he dicho. No tome a mal nada que yo le diga, usted me consultó y yo me vi obligado a transmitirle, de la manera más honesta, lo que sinceramente me parece. -Sí, tiene razón; por favor, discúlpeme. -No tiene por qué disculparse, créame que lo entiendo perfectamente. No es fácil habituarse así nomás a las condiciones de insanía mental que plagan la atmósfera de este pueblo. Yo mismo me he visto en un brete difícil al llegar aquí y oír todas estas gárrulas fantasías. -¿Sí? 139
Gabriel Cebrián -¡Pues claro! Y más al advertir que a poco ingresé a ellas en un rol protagónico, ya que la transferencia natural de esta gente puso sobre mis hombros el anatema, asignándome la responsabilidad de todas las calamidades que su imaginación enfermiza creaba solamente porque me encontraban distinto y por ende, sospechoso, al no llegar a abarcar muchos de mis alcances mentales. Y conste que no me estoy jactando, ni mucho menos. Estoy tratando que comprenda que lo mismo, indefectiblemente, harán con usted. Es más, lo están haciendo desde que llegó, con sus aires citadinos que no sabe hasta qué punto son capaces de husmear. Usted y yo somos Babilonia para muchos de ellos, y deberíamos darnos por satisfechos con sortear la hoguera. -¿Cómo dice? -Nada, estoy forzando la nota para ser más explícito, por supuesto que no llegarán a tanto. Solamente se mantendrán recelosos hasta que podamos ayudarles y demostrarles que todo este tema no es más que una perversión que están retroalimentando con sus obsesivas recurrencias. Es responsabilidad nuestra recuperarlos y volverlos a la normalidad; y, por supuesto, lo peor que podríamos hacer es dejarnos embrollar en sus patrañas. Confío en que usted se desprenderá de toda esa telaraña que parece estar envolviéndonos y me ayudará desde afuera a recuperar a los afectados por esa leyenda que parece ir desquiciando cada vez más a estos pobres palurdos. Ya incluso mi hija, que casi ni los trata, está dándome 140
Los fuegos de San Juan problemas. Por favor, Gaspar, mantengase ecuánime, cuento con usted. El tono objetivo y la seguridad con la que Sanjuán exponía su versión de los sucesos llamó a duda a Gaspar, que durante unos momentos asumió como verosímil la posibilidad de haber perdido la claridad y caído en las innumerables trampas que la curiosa patología parecía haber tendido en ese pueblo. El sentido común estaba del lado del Doctor, y él sólo podía oponerle razones que, en circunstancias normales, habría considerado síntomas de un evidente desequilibrio mental. Se sentía partido al medio, ya que por un lado concedía a todas esas certezas tan fundamentadas el grado de validez que merecían, pero por otro, algo mucho más indefinido pero con la contundencia del mandato que surge de la más profunda interioridad, afloraba como recelo y desconfianza viscerales hacia su interlocutor. No tenía ya mucho que perder, y en una suerte de metáfora apropiada al marco cultural de la leyenda, decidió comenzar a quemar las naves. -Hay otras cosas –volvió a anunciar, luego de la pausa en el diálogo, y sin ampliar precisión alguna acerca de las otras cosas que al parecer, había. -Eso ya lo ha dicho. Y sabe qué creo, que por alguna razón concreta usted tiene reservas en decirme algo respecto de esas cosas que dice que hay. -Tengo una razón concreta. Ya lo hablamos durante la cena de anoche, en casa. -Se trata de Magdalena, ¿verdad? 141
Gabriel Cebrián -Se trata de seguir mis principios y no comentar, como le decía anoche, cualquier cosa que me haya dicho en confianza, en situación de terapia, usted comprende. -Sí, yo comprendo, pero sin embargo, el que está llevando las cosas a la tremenda, es usted. Tenga en cuenta ésto: una cosa es atender a una persona equis en su consultorio, oír sus problemas, hallarle soluciones o sugerirle modos de comportamiento, o lo que sea que usted haga, y se termina el tratamiento y adiós. Otra, al parecer muy distinta para mí, es atender a una persona que parece padecer una fobia que no es propia de ella sino de buena parte del núcleo social en el que se mueve, y a la vez cargada de aditamentos fantasiosos y de supercherías que generan una atmósfera mental tan complicada que hasta llega a involucrar al propio terapeuta. Aquí las cosas son esencialmente distintas, y supongo que hay que manejarse con elasticidad para afrontar esas cuestiones nuevas y de las cuales poco o nada se sabe. Con ello quiero decirle que me parece un esfuerzo desmesurado de su parte pretender luchar solo contra tantos oponentes. Ellos no tienen reglas, y ésa es su fuerza. Si usted se atiene a pie juntillas a las suyas, las que probablemente se hayan delineado, como le dije, para ser implementadas en otro tipo de combate, seguramente fracasará. Le aclaro, aunque tal vez sea ocioso, que no estoy tratando de desmoralizarlo sino de ofrecerle mi ayuda. Confíe en mí, nada le diré a Magdalena. -Me cuesta mucho, sabe. 142
Los fuegos de San Juan -Claro que lo sé. Pero es necesario. Por otra parte, eso habla muy bien de usted, Gaspar. Es un muchacho cabal y un profesional muy serio. Pero le reitero, debe confiar en mí. Aliviará así su carga y podrá enfrentar su labor desde una posición menos precaria que la que se encuentra ahora. -Magdalena dice que Annie es su hermana gemela. -Sí, la he oído decir tal cosa. -Le remarqué la diferencia de edades, y dijo que Annie había muerto cuando ambas tenían once años. -Pobre Magdalena. La soledad rutinaria de este pueblo parece haber resultado demasiado para ella. La verdad es que me siento un poco culpable por eso. -Son muy parecidas físicamente, usted lo ha observado, ¿verdad? -Es que es precisamente ese parecido, y la característica magnética de la pilluela, lo que la ha llevado a creerlo. -Puede ser. Pero sigo pensando que es extraño que todos esos supuestos, tan disparatados, se articulen tan homogéneamente entre personas tan distintas y a veces, lejanas entre sí. -Puede ser extraño para usted, que recién llega y se encuentra con todo el fenómeno de buenas a primeras y la misma fuente le llega por distintas vertientes. Tenga en cuenta que hace años que toda esta patraña está siendo urdida, y que a partir de ella muchas vidas sin norte hallaron un sentido. Eso, y usted lo debe saber mejor que yo, genera un poder muy fuerte, ¿o no? 143
Gabriel Cebrián -Puede ser. En todo caso, Doctor, le estoy muy agradecido por ayudarme a objetivar. -Ha tenido un día difícil, e hizo muy bien en buscarme y luego confiar en mí. Vaya y descanse, ahora. Mañana las cosas se verán mucho más claras, va a ver.
XIX
Caminaron la cuadra y media hasta el chalet del Doctor, donde se despidieron y Gaspar siguió calle Belgrano abajo hasta su casa. Entró, encendió la luz y todo parecía estar en orden. Fue hasta la cocina e iba a servirse un brandy cuando recordó que podía estar inficionado. Pero necesitaba un trago. Eran cuatro cuadras y media hasta el bar que recién habían abandonado, así que, aún sin quitarse la campera, volvió a salir. Pasó por el chalet de Sanjuán y vio que la luz del escritorio estaba encendida. Llegó al bar, compró con sus últimos recursos monetarios una botella del whisky barato y emprendió nuevamente el regreso a la casa. Cuando pasaba por la acera de la vivienda del Doctor, oyó gritos y se paró durante unos momentos a escuchar. No entendía el tenor de la acalorada discusión, pero le resultaba claro que era entre padre e hija. Había sido muy ingenuo de su parte contar con la discreción de aquel hombre, debía haber tomado en cuenta que los lazos sanguíneos generan más complicidad que cualquier otro vínculo. 144
Los fuegos de San Juan En definitiva, le quedaba claro que ya no podría contar a su vez con la confianza de Magdalena. Si era cierto que estaba enferma, haría lo posible por ayudarla desde la posición que fuese. Si Magdalena, por delirante que fuese, decía la verdad, entonces ya había traicionado a quienes querían ayudarlo y estaba cada vez más a merced de lo que fuera que su padre estaba tramando. -Buena la has hecho –dijo súbitamente Annie a sus espaldas, sobresaltándolo como cada vez que se le aparecía. -Necesito hablar contigo. -Eres una rata miserable y cobarde. No puedo entender cómo Magdalena ha podido equivocarse tanto contigo –le espetó, y salió corriendo por la calle transversal. Gaspar se quedó viéndola hasta que dio la vuelta a la esquina. La discusión en la casa continuaba. Él retomó el camino hacia la suya propia, pensando que al menos esta vez, había visto a la pequeña cuando se marchaba.
Volvió a entrar en la casa. Extrajo hielo del refrigerador y se sentó a la mesa de la cocina, de frente a la puerta del fondo. Se sirvió, encendió un cigarrillo y bebió despaciosamente. Tal vez fuera el whisky, tal vez fuera el cansancio y la falta de sueño, tal vez su ánimo se estuviera galvanizando a partir de la seguidilla de situaciones que lo comprometían; la cosa es que no sentía la menor inquietud ante la eventualidad de cualquier aparición que todo indicaba, podía 145
Gabriel Cebrián llegar a producirse. Resolvió allí, en esa circunstancia dada, atender a los fenómenos sin involucrarse tanto emocionalmente, tomarlos como venían y examinarlos con una impronta si se quiere más científica, presentar su epidermis como un escudo ante todo azar fantástico o escalofriante. Ésa era la vena apropiada ante tanto descalabro ambiental. Vio unas luces, al parecer en la boca del aljibe, y sintió, más que ver, que alguien se acercaba a la puerta. Luego, unos leves golpes y la silueta de Magdalena distorsionada por la textura irregular de los vidrios. Se incorporó, giró la llave, y allí estaba ella, a pesar del frío en la misma malla de dos piezas y mojada, reiterando la imagen de la primera vez que la había visto. -¿Qué haces así? –le preguntó, sorprendido tanto por la irrupción como por las características de la misma. –Pasa, ven, te alcanzaré unas toallas. -No, está bien. Discúlpame que venga así, de este modo, pero mi padre me había encerrado y no hallé otra forma de salir. -¿Cómo es eso? -Si te dijera que estaba en la ducha y aparecí en tu pozo, no lo creerías, ¿verdad? -¡Claro que no! -Bueno, pues entonces, déjalo. No se me ocurre otra cosa que decirte y dejar en paz a tu conciencia. -He logrado una cierta paz, verás. Precisamente estaba concentrándome en eso. -Ten cuidado, tal vez se trate solamente de esa calma chicha que precede a las tempestades. 146
Los fuegos de San Juan -¿Tú crees eso? -No importa lo que yo crea, sino lo que tú creas. -¿No tienes frío? ¿Quieres un whisky, al menos? -Deja eso ya. He venido por imperio de las circunstancias, para que hablemos. -Discutiste con tu padre. -Sí, en mucho gracias a ti, so bocón... -Espera, no le dije gran cosa. -Le dijiste lo suficiente como para que advierta que podemos estar elaborando algo a sus espaldas. -¿Eso es lo que estamos haciendo? -Deja de hacerte el tonto. Te diré algo, ya sabía cuando hablé contigo que no ibas a mantener mucho tiempo la bocota cerrada, así que de todos modos, decidí correr el riesgo y precipitar las cosas. -¿Decidiste precipitar qué cosas? -Abandonar mi casa paterna, por ejemplo. -¿Y dónde vas a quedarte? -Aquí, por supuesto. -¿Estás loca? -Sí, lo estoy, pero me parece que no tanto como tú. -Mira, en cierta forma, me encantaría que lo hagas, pero... -Pero nada. ¿O acaso vas a echarme a la calle? -No. Será tu padre el que nos echará a los dos, en todo caso. -Él no tiene por qué enterarse. -Lo hará. Se dice que por aquí todos saben todo. -Eso déjamelo a mí. Entonces vi que emergía del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos. 147
Gabriel Cebrián -¿Qué cosa dices? –Preguntó Gaspar, y la sorpresa casi lo aniquila cuando, de pronto, vio a la pequeña Annie ocupando la silla que solo un segúndo antes ocupaba Magdalena. -Entonces vi que emergía del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos. –Repitió Annie. -¿Qué diablos...? -Precisamente de él, del Diablo, estaba hablando. Él es tu deseo, las deliciosas formas de Magdalena, tu codicia, tus desmesuradas aspiraciones académicas, todas ésas tus bajezas mediante las cuales el demonio ése de Sanjuán te tiene amarrado... te gustaría que Magdalena se quede aquí contigo, ¿verdad? Te gustaría recibir tu paga, y tal vez escribir alguna estúpida cuestión acerca de una rara enfermedad localizada en un ignoto pueblo de provincia, y ganar renombre con ello... pero si no abres los ojos solo conseguirás hundirte hasta el cuello en una miseria tal que te hará maldecir por toda una eternidad el mero momento en el que decidiste venir. Hace unos instantes, tan solo, te prometías a ti mismo comportarte como un severo y adusto comemierda científico, y aquí estás otra vez perdiendo los calzones y mirándome como si fuese yo quien va a condenarte al infierno. Eres un pendejo estúpido y cobarde que anda de un lado a otro buscando complicidades y que es incapaz de advertir adónde está el bien y adónde el mal. El mal es tu sentido de realidad que jamás te permitirá salir de la trampa, darás una y otra vez la cabeza contra los mismos barrotes. Te babearás cada vez que veas a Magdalena, irás feliz a cambiar el 148
Los fuegos de San Juan cheque con el que están comprándote el alma, escribirás insensateces (y eso si llegas alguna vez a hacerlo) pensando en una celebridad que jamás podrás gozar en vida. Tendremos, si es que llegas a conseguirlo, un compañero más, tal vez célebre, pero que únicamente podrá ver el mundo a través de una espesa niebla. Estás pringado. Entonces vi que emergía del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos. Al oír la frase reiterada, Gaspar tuvo la suficiente presencia de ánimo como para observar tal situación, a lo que la niña replicó: -Ahora puedo hacer varias cosas que antes no podía. He devuelto la reliquia a mi padre, tú sabes. La tomé de aquí mismo, de la caja en la biblioteca. Y eso fue porque tú mismo me dejaste entrar. De otro modo, no habría podido hacerlo. Ya no necesito la niebla para aparecerme. Ya puedo volver al cuerpo de Magdalena. Ahora puedo entrar fácilmente en los sueños de los vivos. Y también puedo repetir frases sin temor a que el Dragón me dé alcance. Ahora eres tú el que debe correr por su vida, si es que te queda alguna. Al oír aquellas palabras, Gaspar sufrió un espasmo nervioso que lo hizo saltar. El vaso de whisky se hizo añicos contra el piso. Notó entonces que se había quedado dormido, y que todo aquello que había ocurrido lo había hecho en el mundo de los sueños; lo que no quería decir en modo alguno, según se le aparecía con absoluta claridad, que no hubiera sucedido. 149
Gabriel Cebrián XX
Entonces vi que emergía del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos. La frase le resultaba familiar. ¿Adónde la había oído, o leído? Ahora, con la mañana clara, los cantos de los gallos, de los pájaros, estaba tentado a volver sobre sus pasos mentales y considerar el sueño de la noche anterior como una elaboración fantástica más en el marco de lo que parecía ser una vorágine de fantasías desbordadas. Debía estar en guardia. Debía preservar antes que nada su salud mental, antes de preocuparse por la de los demás. Sanjuán parecía razonable, las mujeres no. Sanjuán parecía acercarlo al mundo conocido cuando se extraviaba, las mujeres parecían conducirlo a un callejón sin salida plagado de fantasmas y horrores. Pero no podía basarse en ninguna presunción firme. Las cosas a veces no eran lo que parecían. Uno u otras podían ser quienes representaban el real peligro. Tal vez, todos ellos. Nada podía aseverarse a ciencia cierta. Debía andar con el mayor tino y esperar señales más claras que le permitieran dilucidar tales cuestiones. Tenía hambre, mas no contaba ya con dinero y se resistía a tomar alimentos de la alacena en razón de su persistente temor a que estuviesen adulterados. Entonces salió al fondo de la casa, pasó por el aljibe y no pudo evitar echar un vistazo a su interior. Solo unos tenues reflejos acuáticos, absolutamente normales. Fue hasta el añoso árbol y colectó del suelo unas 150
Los fuegos de San Juan cuantas nueces de corteza ennegrecida, que procedió a quitar y luego, apretando de a dos en la base de la palma de sus manos, con los dedos entrelazados, las rompió, separó las cáscaras de las partes aprovechables, y comió. No estaban nada mal, y eran muy alimenticias, según tenía entendido. Mas cayó en la cuenta que no iba a poder evitar durante mucho tiempo gambetear a las provisiones almacenadas; debía despejar cuanto antes la incógnita en referencia al tema de eventuales agentes impropios en ellas. Había terminado su frugal desayuno cuando oyó golpes a la puerta del frente. Fue a abrir y se encontró con Sanjuán, que le deseaba los buenos días y le preguntaba con aire comedido si lo había despertado. -No, ya estoy levantado desde hace rato. Pase, por favor. -¿Ha tenido una buena noche? -¿Por qué lo pregunta? –Inquirió a su vez, dándose cuenta en el mismo acto que estaba demostrando su aprensión. -No, digo porque si yo hubiese tomado el whisky que bebió usted anoche, no habría pegado un ojo debido a la gastritis, créame. -Ah, no, por suerte no me afectó gran cosa. -Claro, usted es joven. -Espere que le preparo un café. Siéntese, nomás. -Prefiero tomarlo en la cocina, sobre la mesa, si no le molesta. -No, en absoluto, adelante, haga de cuenta que está en su casa. 151
Gabriel Cebrián -Mire, Gaspar, he decidido evitarle trámites engorrosos y eventuales esperas forzadas en el banco, así que si no se ofende, aquí tiene el dinero correspondiente a su primer mes de desempeño –dijo, y dejó un abultado sobre encima de la mesa. A Gaspar le pareció algo sospechoso, tal actitud ponía en tela de juicio todo lo que el Doctor le había dicho acerca de la procedencia de los fondos para su sueldo. Todo parecía indicar que era él mismo y por propia cuenta quien financiaba su estancia allí y su labor, la que hasta ahora se había limitado a una cuasi sesión con la propia hija de aquel individuo. No pudo evitar dar voz a tal prurito: -Mire, Doctor, hace apenas unos pocos días que estoy aquí, y prácticamente no he hecho otra cosa que aceptar sus generosas invitaciones. De veras siento que no corresponde. En todo caso aceptaría un adelanto, ya que me he quedado sin dinero... -Oiga, espere, en estos pocos días, como usted dice, no solamente ha tenido a bien ocuparse de mi hija, sino que también se ha imbuido de una serie de características insanas del lugar que han llegado incluso a perturbar su ánimo, y no crea que no lo valoro ni que pienso que eso no vale nada. El nuestro ha sido y es un acuerdo entre caballeros, ya ve que no se ha firmado papel ni contrato alguno. Las cosas son así, y eso sin duda nos comprometerá un poco más a ambos. De este modo yo podré valerme de sus servicios sin sentirme un aprovechado, y usted estará más cómodo y tranquilo para desempeñar cabalmente su tarea. Démonos esa tranquilidad ambos, querido a152
Los fuegos de San Juan migo, y las cosas se desarrollarán en otra vena, ya va a ver. Oiga –observó al ver que Gaspar servía solamente una taza de café, -¿acaso usted no va a acompañarme? -No... bueno... -Ah, claro, el mal whisky, lo que yo le decía. -No, no es eso. -Entonces sírvase uno, así no me deja solo. -Está bien, tiene razón, disculpe mi falta de cortesía. -Ni lo diga... ¿en qué estábamos? Ah, no, el tema de los emolumentos ya está finiquitado. Hablemos de otra cosa, pues. -Me gustaría hacerle una confesión –aventuró Gaspar. -¿A ver? -Anoche volví al bar por más whisky, de ése que usted dice. -¡No me diga! ¿Acaso ya se le terminó el brandy? -Pasó que no quería mezclar, usted sabe –explicó, celebrando interiormente la velocidad mental que lo llevó a elaborar la excusa sin hesitación. -Claro, entiendo. -Pero ése no es el punto. Cuando volvía, no pude evitar oír una fuerte discusión que mantenía usted con Magdalena. -Oh. -Por un momento no pude dejar de sentirme responsable, sabe, en orden a que momentos antes yo había sido en cierto modo infidente respecto de algunas cosas que ella me había comunicado. 153
Gabriel Cebrián -Nada de eso. Lamento que haya sido testigo de una escena desagradable, pero le aseguro que no tenía nada que ver con usted ni mucho menos con algo que me haya dicho. Es lo de siempre. Oyó que salía con usted y me acusó. -¿De qué lo acusó? ¿De salir conmigo? -No, de pasarla bien, de hacer mi vida despreocupadamente sin importarme nada de ella, de su encierro, de su falta de vida social, lo de siempre. -Dígame, y sepa disculpar si me inmiscuyo en temas personales, ¿no ha pensado en ir a vivir a otra parte, a una ciudad más grande, por ejemplo? -Lo he pensado, sí. Pero tengo toda mi estructura armada aquí, y me parece que en cierta forma, eso sería como huir, más con todas estas cosas que se dicen acerca de mí. Ahora me gustaría hacerle, a mi vez, una confesión a usted: por temperamento, y por una cuestión si se quiere de pundonor, me niego de plano a hacer una cosa como ésa. -Lo entiendo. Y dígame, tratándose de una mujer ya mayor de edad, ¿no ha pensado en enviar a su hija, en todo caso, a vivir a un lugar en donde pueda hallar mayores oportunidades en todo sentido? -¡Claro que también lo he pensado! Pero tal como usted mismo ya ha visto, Magdalena no está bien. Por eso es que tengo cifradas todas mis esperanzas en el tratamiento que le está efectuando. Créame que en cuanto advierta que se encuentra en condiciones, dispondré al momento que se instale en una ciudad universitaria, adonde pueda iniciar una carrera y co154
Los fuegos de San Juan nocer jóvenes de su edad, sanos y enjundiosos, no como los de por acá. -Haré mi mejor esfuerzo, y usted lo sabe -Claro que cuento con eso. Por eso, y volviendo al tema del principio, me siento mucho más tranquilo conmigo mismo al poder remunerar tales esfuerzos como corresponde. -Sabe que lo haría, de todos modos. -Lo sé. Por eso mismo es que me felicito de estar haciendo lo correcto. Dígame, ¿podrá verla esta tarde, nuevamente? -Por supuesto; es más, iba a sugerirlo. -¿A las cinco está bien? XXI
Se miraron unos momentos. Luego, Gaspar se incorporó y fue a encender una hornalla para calentar el café. Esta vez ella no había traído pastel, ni tampoco lo había besado en los labios al momento de ingresar en la casa, solo había mascullado un hola, seco y casi inaudible, al que él había respondido con otro similar, aunque propio de un cierto cargo en su conciencia. Mientras disponía las tazas, decidió esperar a que fuera ella quien rompiera el silencio. Las dejó sobre la mesa, fue por la azucarera y una bandeja de galletas e hizo otro tanto, controló que el café no hirviera y tomó asiento frente a ella. Siguieron mirándose, hasta que la belleza de aquellos ojos claros y verdosos como el agua del mar fueron demasiado 155
Gabriel Cebrián sugestivos para su sensibilidad estética, y rompió la fijeza pretendiendo observar la cafetera. -No eres capaz de sostener mi mirada –observó ella. -No estoy para juegos de niños –replicó Gaspar, mientras se incorporaba e iba por el ya humeante café. -Juegos de niños, eh. Sin embargo, me pareció que mirabas a otra parte por el peso de los sentimientos que podían generarse en ti a partir de mi mirada. -Pues te equivocas. -Tienes razón. Me equivoqué. Debí haber dicho sensaciones, y no sentimientos. De cualquier modo, son unas las que llevan a los otros, ¿no es así, doctor? Y eso precisamente es lo que creo que estabas tratando de evitar. Deberás disculpar mi falta de precisión semántica, pero apelaré a tu flexibilidad en ese sentido, en aras a una mejor comunicación con una torpe pueblerina que no sabe dar voz muy bien a los vocablos más apropiados a cada caso. -No necesitas ser irónica. -Ya lo sé. -Noto cierto resentimiento. ¿Es que acaso te ha molestado que haya salido anoche a tomar un par de copas con tu padre? -No vine aquí a perder mi tiempo hablando estupideces. Sabes que me tiene sin cuidado, a no ser por... -¿A no ser por qué? -A no ser porque estás manejándote como un servil esclavo de la persona que va a aniquilarte. A no ser porque no escuchas a quienes te están alertando. A no ser porque con tus conductas torpes e inconse156
Los fuegos de San Juan cuentes estás arruinando la posibilidad de que todos quienes somos sus víctimas nos libremos de él. A no ser porque cometes infidencia y traición con quienes están tratando de librarte... -Espera, espera, espera... ¿acaso no has sido tú quien me trajo aquí? -Ya me lo señalaste, en este mismo lugar, y ya te respondí. La reiteración, de todos modos, en este caso viene a cuento, porque a pesar de que seas un idiota mal agradecido voy a alertarte una vez más, aunque mis advertencias vuelvan a caer en saco roto: ahora eres tú, so tonto, quien debe cuidarse de las repeticiones como de la peste. La niebla ha dejado de perseguir y aprisionar a Annie. Ahora está detrás de ti. Continúa dejando tu rastro de babosadas repetidas, y pasarás la eternidad jugando al gallito ciego con el viejo. -¿Qué cosa dices? -¿Quieres dejar de hacerte el tonto? Ya eres lo suficiente, no exageres. Deja de comportarte como si no supieras de lo que te estoy hablando. Eres tan cansador, a veces... -A veces pienso que lo mejor sería tomarte de los pelos y llevarte adonde tu padre para que repitas cada cosa que dices a sus espaldas. -Tienes razón, tal vez sería lo mejor. Así verías las cosas tal cual son de golpe, y me ahorrarías el trabajo de intentar evitar lo que va a pasar de todos modos. Tal vez sería lo mejor para mí, pero desde luego que sería lo peor para ti. O no, pensándolo bien, tal vez sea mejor un final abrupto que la agonía que te 157
Gabriel Cebrián espera si no dejas de hacerte el estúpido científico racionalista. -A tu padre, al menos, lo entiendo. -En eso precisamente consiste su poder. Una vez leí un libro de un monseñor nosecuántos que decía que la mejor argucia del demonio es hacernos creer que no existe. -¿Acaso estás sugiriendo que tu padre es el demonio, o al menos un sacerdote de él? -Ya me formulaste una pregunta como ésa, deja de hablar en círculos, estás poniéndote cada vez más a su alcance. -Es que tienes que entender que las cosas no son así... que hay muchas leyendas en este pueblo que pueden llevarte a confusión, que estás viviendo una existencia que no conviene a tu esencia, y que todo ello combinado puede dar lugar a un cuadro de distorsión que te hace ver las cosas de manera equivocada... deberías al menos planteártelo como posibilidad, para que yo pueda hacer algo. -¿Terminaste? Déjame decirte una cosa: tú mismo ya has experimentado cosas reñidas con toda tu parafernalia racionalista, y lo único que has hecho ha sido, primero, orinarte en los calzones, y después, barrer la mugre debajo de la alfombra e ir corriendo a contarle a papito. Menudo aliado he intentado conseguir... sí, tal vez sea mejor que estés de su lado. Eres un jodido cobarde y encima, desleal. Mientras cavilaba si la reacción de la muchacha se debía a argumentos genuinos, al menos para ella, o 158
Los fuegos de San Juan se trataba meramente de la etapa clásica de reacción violenta contra el terapeuta (aunque le costara muchísimo colocarse en ese rol, en esas circunstancias), oyó un motor detenerse al frente de la casa, y poco después tocaron a la puerta. Un hombre en ropa de trabajo había descendido de una vieja camioneta Ford F-100. -¿Usted es el señor Gaspar Rincón? -Sí, soy yo. -Aquí traigo unos libros para usted. Procedió con gran esfuerzo a bajar dos grandes cajas repletas de libros, que Gaspar reconoció como los suyos ni bien fueron depositadas en el living y pudo echarles una ojeada. -Oiga, -preguntó al hombre del flete mientras éste le estiraba un formulario de recibo y una lapicera, ¿quién ha indicado que trajeran ésto aquí? -Mi padre, por supuesto –dijo Magdalena, a sus espaldas y sin esperar la respuesta del fletero. -El Doctor Sanjuán –informó éste a su vez, mientras miraba a la joven y un brillo de codicia sexual se reflejaba inconcientemente en sus ojos. -¿Quién más podía haber sido? –Se jactó ella, y volvió hacia la cocina. -No cabe duda que todas sus acciones obedecen al propósito de retenerte aquí, como verás –observó ni bien Gaspar regresó tras ella.
159
Gabriel Cebrián -Ciertamente me sorprenden todas las deferencias que tiene para conmigo, pero eso no lo hace un anticristo. -Claro que eso no, pues. -Mira, vamos a hacer de cuenta que por un momento doy crédito a tus afirmaciones; ¿qué se supone que deberíamos hacer, según tú, en ese caso? -Éso es muy difícil de establecer. Uno puede trazar estrategias cuando enfrenta enemigos convencionales, y éste, en particular, no lo es en modo alguno. – El argumento sonó análogo al que la noche anterior había dado su padre, al instarlo a que hable acerca de lo que había dicho ella misma en la supuesta terapia. -No puedo creer que consideres “enemigo” a tu propio padre. -No sabes nada de nada, y lo peor es que no sabes escuchar. Solamente oyes a quien habla como tú, y esa es tu mayor debilidad en este contexto. -Ya te lo he dicho... -Si ya me lo has dicho, guárdate de repetirlo. -Tú y esa Annie, niña, fantasma, espíritu, o lo que sea, solo me inducen a pensamientos morbosos. Siento que si les sigo el hilo terminaré igual de enfermo que ustedes –dijo, y al momento advirtió que lo que estaba haciendo en modo alguno podía corresponderse con la idea de lo que debe ser una terapia, por más heterodoxa que fuere. Si bien la figura de sesión había quedado ya un poco desvirtuada desde el propio comienzo, sintió que estaba desbordándose por completo y excediéndose de una manera 160
Los fuegos de San Juan que, en todo caso, le impediría de plano cualquier retorno posible al plan original. -Es preferible estar enfermo que muerto –señaló Magdalena. -Detesto esas consideraciones apocalípticas a las que eres tan afecta. -Y yo detesto que seas tan torpe como para no haber reconocido la frase que reiteró Annie anoche, aquí mismo. -¿Qué cosa dices? ¿Cómo sabes que Annie estuvo aquí anoche? -Entonces vi que emergía del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos –declamó, y Gaspar fue víctima de dos desagradables sorpresas en forma simultánea: la primera, y obvia, era la referencia a una frase que le resultaba conocida ya desde que le había sido dicha en sueños la noche anterior; y la segunda, más sutil pero no por eso menos devastadora, fue que le pareció que la voz que la había pronunciado en el aquí y el ahora de su vigilia más plena, era la de Annie. Los bellos ojos de aguamarina brillaban de malicia. -Lo dicho –aseveró él cuando se hubo recompuesto mínimamente. –Ustedes acabarán por volverme loco. -Lo dicho, lo dicho, lo dicho. Lo dicho, dicho está. No me obligues a repetir a mí también, y es fundamental que entiendas que es por ti por quien digo lo dicho, o que pretendo no hacerlo, mejor dicho –rió con jocundidad tras su juego de palabras. -¿Qué opinaría Lacan, de esto que estoy diciéndote? –añadió, 161
Gabriel Cebrián y volvió a reír. Gaspar no hallaba nada gracioso en esa situación. Había perdido por completo el control de la misma, y eso era evidente para ambos. –Deja de poner esa cara de pelele –añadió finalmente, como haciéndose eco de sus pensamientos, -te prometo que voy a dejar de aprovecharme de tu linealidad. -Yo te trato con respeto –aventuró él, intentando señalar que la actitud ligera que asumía podía ofenderlo. -¿Con respeto? Acabas de sugerir que si seguías oyéndome acabarías “enfermo” como yo. -No pretendí faltarte el respeto con ello, y bien lo sabes. -Yo tampoco, más bien todo lo contrario. Yo solamente estaba intentando ayudarte. -No soy capaz de advertir cómo... -Sencillamente, estaba intentando que asociaras concientemente lo que tu inconciente ya sabe... y fíjate que estoy utilizando terminología psicoanalítica... tú mismo hiciste referencia al Apocalipsis. -¿Yo? -Sí, tú. Detesto esas consideraciones apocalípticas a las que eres tan afecta, me dijiste. -Ah, sí. -La frase que Annie te dijo anoche, es del Apocalipsis. -Claro, de ahí me sonaba. -¿Y quién escribió el Apocalipsis, o al menos es lo que se dice? -San Juan. -Exacto. San Juan, ¿te suena? 162
Los fuegos de San Juan -¿Acaso tu padre es uno de los Cuatro Jinetes? –Intentó ironizarla, pero su ánimo absolutamente conturbado hizo que el sarcasmo pareciera más bien un lamento autocompasivo. -Oh, no, por supuesto que su rol es mucho más modesto. Simplemente, ha sido imbuido de algunas nociones de lo más extrañas en las islas del Caribe, de donde ha traído consigo a la bruja ésa de Haydée. Han diseñado una extraña simbiosis, en la que no se sabe muy bien si lo que predomina es una especie de cristianismo que de tan fanático se roza con su contrario, o un sincretismo del vudú africano con ideas mesiánicas de un nuevo orden que debe instaurarse a partir de tierras americanas. Pero eso ya te lo dijo el viejo ciego, ¿verdad? El Reino de los Eternos Caminantes del Nuevo Orden. -Veo que el fetichismo desarrollado aquí en Cañada del Silencio resulta ser de lo más sofisticado. -Ya lo creo, pero creo que estás equivocando la dirección de tus insidiosas sugerencias. Que los verdaderos fetichistas te presenten su trampa metódica y cuidadosamente de acuerdo a todas tus ideas preconcebidas, no los hace menos falaces. La verdad misma a veces adopta extrañas formas, y en muy pocas ocasiones los torpes que solamente se ven a sí mismos y a sus reflejos, pueden advertirlo. Estás en una situación difícil, doctor. Por un lado, crees o necesitas creer en la sensatez y la racionalidad de mi padre, por cuanto te afianza en el mundo que has conocido toda tu vida. Y por otra parte desconfías de Annie y de mí, solo porque hacemos cosas que no alcanzas a 163
Gabriel Cebrián explicarte; y aunque te las expliquemos un millón de veces, correrás a meterte debajo del paraguas protector de tu mecenas, sin advertir que de ese modo estás huyendo hacia las fauces de la bestia que está engordándote para luego devorarte. -Todo este asunto está sacándome de quicio. -Ya lo creo, y no es para menos. Celebro que al menos eso te resulte claro. Ahora, quiero que me respondas la propuesta que te formulé anoche. -Anoche no estuve contigo –aseguró, tratando de posicionarse irreductiblemente en una instancia coherente de continuidad espaciotemporal. -Ah, ¿no? Entonces te lo pregunto ahora: ¿serías capaz de desafiar al todopoderoso Doctor Sanjuán y dejarme vivir acá contigo? -Si es cierto que anoche estuviste conmigo, conoces la respuesta. En todo caso, tú misma me has indicado que no debo reiterarme. -Muy agudo, verdaderamente. Tan listo para algunas cosas y tan torpe para otras... -Oye, estoy algo cansado de que me trates como a un tonto. -Más que cansarte deberías demostrarme que no lo eres. -Yo no necesito demostrarte nada. -Claro, guárdate tus demostraciones para el dueño del circo. Él es el que te paga. -No soy como tú crees. -Lo lamentable del caso, es que tampoco eres como tú crees. -¿Por qué te comportas como si lo supieras todo? 164
Los fuegos de San Juan -Yo no hago eso, pero soy lo suficientemente honesta como para decir las cosas tal y como las veo, sobre todo cuanto sé que son ciertas. Y no estoy segura de que todos aquí podamos decir lo mismo, tú sabes. -Sé que no confías en mí, y no puedo hacer nada al respecto. -No es mi culpa si no eres confiable, en todo caso. Y voy a darte la razón en algunas de tus observaciones, para que no te sientas con las manos tan vacías. Es cierto que estoy enferma. Es cierto que detesto este maldito pueblo, es cierto que eso me impide ser objetiva en algunos respectos, es cierto también que muero por vivir cosas diferentes, y para ello cuento contigo. -No te entiendo muy bien. -Sé que soy una mujer muy atractiva. Y sé también que te gusto mucho, y que en gran medida estás aquí porque desarrollaste fantasías que tenían que ver conmigo. Ya que no vas a dejar que me quede aquí contigo, tenemos poco tiempo antes de que tenga que volver a mi celda –y diciendo ésto, se acercó a él y lo besó apasionadamente. Si bien las circunstancias psicofísicas de Gaspar no eran las mejores para la actividad erótica, no tardó en perderse en la dulzura y la calidez, sin mencionar la belleza, de su pretensa paciente. A poco ya estaban en su cama, desplegando una actividad erótica casi frenética. Acostado sobre el cuerpo de ella, Gaspar sentía que, aún a pesar de todas las excentricidades, había valido la pena estar allí, en esa especie de obnubilación propia del sexo combinado con la pasión idealizada y ro165
Gabriel Cebrián mántica. Ella correspondía como si tanto la excitación como el sentimiento fueran análogos. Ambos gemían y mascullaban palabras de amor, cuando él advirtió, primero, que la mujer se estrechaba ostensiblemente, y luego, que su voz se afinaba... ¡hasta convertirse en la de la pequeña Annie! Estiró los brazos, elevando el torso, para comprobar con aversión que no era Magdalena, sino la pequeña, que estaba recibiendo sus enjundiosas embestidas. El tremendo impacto que el tabú paidofílico le produjo hizo que se saliera de dentro de ella violentamente y a la vez, atemperó la impresión que la flagrante imposibilidad de lo que estaba sucediendo lo golpeara una vez más en su atribulada psiquis. -¿Qué diablos...? -Oye, ¿cómo vas a salirte de ese modo? –Reclamó casi airadamente Magdalena, transfigurada otra vez. -¿Es que acaso no tienes la menor consideración para con el otro? -¿Qué estás haciéndome? ¡Vas a volverme loco! -Eres terriblemente egoísta. Eres un energúmeno pacato y desagradable. La pobre Annie murió sin conocer los placeres de la carne. ¿Por qué decides unilateralmente que no puedo traerla a compartirlos con nosotros?
166
Los fuegos de San Juan XXII
Caminaba al azar en las casi desiertas calles de la pequeña ciudad balnearia en la que había conocido a Magdalena y en cuya playa había mantenido el extraño y tal vez onírico diálogo con el viejo ciego que afirmaba haber muerto hacía alrededor de dos centurias, cuando reconoció el bar en donde se había producido el (que ahora se le aparecía como fatídico) encuentro referido y que luego derivó en todas esas vicisitudes escalofriantes. Entró por otra copa más, ya que había estado trasegando el brandy provisto por Sanjuán sin el menor prurito ni aprensión, luego de la fallida relación sexual. Pese a que casi todas las mesas estaban desocupadas, prefirió ocupar un taburete en la barra. Cuando el joven barman lo atendió, preguntó, para seguir con la línea inicial, si tenía brandy, o cognac. -Sí, no hay mucho que digamos –respondió. –Solamente tengo “Reserva San Juan”. -No, está bien, gracias. –Miró las botellas en exhibición. -Sírveme un Grant’s, por favor. -Enseguida. Sirvió el whisky y se lo alcanzó junto con un baldecito de hielo y una jarrita de soda. Gaspar tomó un par de cubitos con la pinza y los dejó caer en el escocés con cuidado de no salpicar; enseguida vio desprenderse las filigranas del agua que se licuaba, antes de confundirse con el whisky. Introdujo su dedo 167
Gabriel Cebrián medio en el vaso e hizo girar el hielo, antes de probarlo y deleitarse. Encendió un cigarrillo y se estiró hasta alcanzar un cenicero con propaganda de Miller’s. Echó un vistazo al joven barman solo para advertir que lo estaba observando, claro que de un modo diferente al que lo hacían los parroquianos de Cañada. No mostraba esa curiosidad malsana, ni tampoco esa animosidad que percibía en ellos en circunstancias análogas. El joven no se inmutó ante la mirada de Gaspar, solamente esbozó una leve sonrisa de camaradería y le preguntó: -¿Estás de vacaciones? -No. Conseguí trabajo acá en el pueblo. -¿Acá en Montemar? -No, acá cerca, en Cañada del Silencio. -Ah, claro -dijo, y a Gaspar le pareció que una leve sombra se dibujaba en la expresión del joven al oír la precisión que acababa de darle. -¿Cómo es tu nombre? -Silvio, encantado –dijo, y le tendió la mano. Gaspar la estrechó y se presentó a su vez. -Así que conseguiste trabajo en Cañada... ¿a qué te dedicas? -Soy psicólogo. -Ah, claro. Menudo trabajo... -¿A qué te refieres? -Digo que menudo trabajo tendrás allí, como psicólogo. -Sigo sin comprenderte muy bien... -Nada, que te va a ir bárbaro. En ese pueblo están todos locos. 168
Los fuegos de San Juan -Oye, si no te molesta, me gustaría conocer todo cuanto tengas por decirme en referencia a eso que acabas de asegurar. -No sé muy bien de qué se trata, yo también hace poco que vivo aquí. Pero lo que sé es que la gente de acá lo piensa dos veces antes de ir a Cañada. Incluso, se guardan mucho de tratar a los de ese pueblo que se llegan hasta aquí. -¿Y qué es lo que se dice? -Se dicen muchas cosas, algunas que realmente me parecen delirantes. Pero lo que sí, hay un ambiente enfermizo por allí. Yo mismo he ido un par de veces y no me he sentido bien, ni cómodo, Parece como que hay algo en la atmósfera... y eso sin contar con la gente, tan parca y antipática... no sé, la verdad es que no me sentí bien. -Sí, es cierto que la gente no es muy abierta que digamos para con los que llegan. Eso lo he podido comprobar. Mas en serio que me gustaría saber qué se dice. -La gente vieja de Montemar, incluso algunos que han venido mismo de Cañada, dicen que no fue así siempre. Dicen que todo comenzó con la llegada de ese tal Sanjuán, ¿lo conoces? -Sí, lo conozco. -¿Y? ¿Qué te ha parecido? -Me ha parecido un hombre correcto, y muy atento, además. -Bueno, puede ser, yo no lo he conocido. Tal vez lo haya visto, tal vez haya venido alguna vez a este bar. Pero no me enterado que era él, en todo caso. La 169
Gabriel Cebrián cuestión es que la gente dice que la decadencia del pueblo llegó de su mano. -Ah. ¿sí? -Eso es lo que dicen. Pero dicen tantas cosas... la que sí de vez en cuando ha venido es su hija, y yo te digo que un hombre capaz de haber dado vida a una mujer como ésa no puede ser tan malo. O quizá sí, vaya uno a saber. -Sí, también la conozco. -Entonces sabes de lo que te estoy hablando. -Sí, claro que sí. -Oye, ¿acaso...? Oh, discúlpame si me he metido en asuntos que no hubiera debido... -Pero no, Silvio, está todo bien. Simplemente acordaba contigo. Pero hablábamos de Sanjuán. -Sí, pero qué he de decirte... poco y nada conozco de él, solo que dicen que se ha apoderado del pueblo, que de alguna manera ha conseguido manipular a la gente en su provecho, tú sabes... es como que ha conseguido establecer un feudo, a la manera que algunos políticos de provincia han sabido hacerlo en este país, solo que a menor escala y con características tal vez más tenebrosas. -Es acerca de esas características que me interesaría que me hables. -Bueno, tal vez no sea yo la persona indicada. -No importa, entiende esto: la mayoría de los pacientes que vinieron a verme –mintió- padecen de extrañas fobias que al parecer, tienen que ver con esas carácterísticas que acabas de mencionar. Y mi insistencia viene a cuento de ello, lo que sabrás disculpar. 170
Los fuegos de San Juan -No, nada que disculpar, lo que temo es no poder serte del todo útil en ese sentido. Verás, no soy muy afecto a los cuentos telúricos ni a las fantasías en general, así que no he prestado mucha atención que digamos a la cosa. Se dice que ese tal Doctor no es médico en modo alguno, y que ayudado por una sirvienta negra ha drogado a buena parte de la gente y le ha hecho creer que cualquier persona extraña o foránea representa un peligro para ellos. Eso es lo que he oído, y algunos disparates más acerca de un naufragio ocurrido hace ya mucho en estas costas y de un marino que a veces se aparece en la niebla, pero créeme, son todas elaboraciones enfermizas que quizá haya sido el propio Sanjuán quien las echó a rodar para dominar a esos palurdos por el terror. -O sea, dices que ese naufragio tiene que ver con el asunto en sí, ¿no es eso? -Sí, pero no podría decirte en qué forma. Incluso hay gentes que dicen que de vez en cuando, sobre todo cuando está neblinoso, el barco se vuelve visible. Vaya una contradicción, ¿no lo crees? -Así parece ser, pues. Sí, tienes razón. La población rural es dada a elaborar extraños folklores. -Y no faltan turistas que de algún modo u otro toman conocimiento de la historia, que de buenas a primeras hablan de una niña que aparece y desaparece. -¿Qué puedes decirme de ella? -Nada, solo eso. Pero mira, allí viene el cura de Cañada. No sé si va a servirte de algo, o si únicamente conseguirás un paciente más, y al que tal vez debas prestar tus servicios gratuitamente. 171
Gabriel Cebrián -¿Por qué dices eso? -Por que está loco, según yo creo. Aunque seguramente tú lo diagnosticarás con más fundamento. Habla solo, bebe sin parar y se va hablando con personas que solamente él ve. El dueño me ha indicado que le tenga paciencia, que es una buena persona, y yo no lo pongo en duda. Aparte paga cada copa que toma, y la gente se ha habituado a él. Así que... de todos modos, pienso que le encantará hablar con una persona de este mundo. Por eso te digo, si quieres oír acerca de todas las rarezas que parecen haber imaginado allí en Cañada, solo tienes que invitarle unas copas y hacerte la panzada. -Bueno, muchas gracias por el dato, lo intentaré. Ánda, ponme otro Grant´s para el abordaje. El sacerdote se había ubicado en una mesa apartada. Se trataba de un individuo casi anciano, canoso y algo calvo, con el escaso cabello aceitado y peinado firmemente sobre el cuero cabelludo, el que resultaba visible en gran parte de la frente y la coronilla; ligeramente obeso y rubicundo, con sus ojos claros bien abiertos detrás de los cristales circulares de sus gafas. Tal y como le había dicho Silvio, hablaba y gesticulaba solo, o con un interlocutor que solamente él era capaz de percibir. Era la imagen misma de la patología mental. Iba a tener que echar mano de toda la experiencia que había acopiado en sus prácticas, tanto las realizadas como estudiante cuanto las pocas que había tenido después de graduarse. 172
Los fuegos de San Juan Pensó varias maneras de establecer coloquio con aquel párroco fuera de quicio. Tal vez lo más indicado sería ir y sentarse frente a él, ocupando imprevistamente el sitio del supuesto y fantasmático contertulio y esperar que el propio sacerdote resuelva según su delirio el plano de intercambio. Si el plan es azaroso, se dijo, más vale ingresar al asunto dispuesto a la improvisación. Así lo hizo, y en mucho de acuerdo a sus anticipaciones, el cura aquel le habló como si hubiera estado allí desde que él mismo había ocupado a la mesa. Pero lo inesperado fue el tenor de lo que le dijo, mirándolo fijamente a los ojos: -Adán es africano. -Así dicen –respondió Gaspar, más que nada para testear si era registrado por el extraño y, en todo caso, aceptado. -Así dicen porque así es. -Claro, claro, eso mismo es lo que quise decir. -Le voy a pedir por favor que no me de la razón como a un loco. -Pues hombre, no es eso lo que estoy haciendo. -Ah. El padre Carlos miró el escaso contenido de su vaso de vino blanco, y la situación fue aprovechada por Gaspar, que hizo señas a Silvio para que trajera más. -Oh, sí, amigo mío, el Jardín del Edén era el Continente Negro. De allí vinimos todos. Los buenos y los malos. Los negros y los blancos. Los justos y los im173
Gabriel Cebrián píos. Los fríos, los calientes y los tibios. Babilonia, New York y Cañada del Silencio. -Y Montemar, y la Capital Federal –agregó Gaspar. -Exacto. Pero ya no vamos a enumerar. ¿no? -No, claro. Dejémoslo en que todos venimos de allí. -Eso es obvio. Era lo que le decía. Por cierto, ¿me parece a mí o usted me está sosteniendo la vela? -Oiga, he venido a beber con usted porque me interesa mucho lo que tiene para decir. Lo considero un hombre muy sabio, así que ya no insista con eso, ¿quiere? -Está bien. Siendo así... tendré paciencia con usted, pero no me interrumpa ni me distraiga. -Me parece justo. -Adán salió de la niebla. Esa niebla de las colinas africanas en las que aún hoy viven nuestros ancestros, los grandes simios antropomorfos. Y fue el Dragón que lo extravió, el Dragón que volvió a nublar su juicio y siempre ha seguido haciéndolo. La Bestia primero le dio una vista angélica, para después tomarla como quien engorda al ganado y después lo devora. Esa Bestia, amigo mío, ha venido del mar y ha recalado por aquí nomás, en el pueblo que está a unos pocos kilómetros. Esa Bestia cree que es San Juan Evangelista, y tal vez lo sea, no sé, a estas alturas puedo creer cualquier cosa de él. Hizo una pausa y se llevó el vaso a la boca con pulso temblequeante. Efectivamente, estaba fuera de toda razón, el pobre. 174
Los fuegos de San Juan -A mí la Santa Virgencita me dijo cómo fue todo. Me dijo cómo había imbuído de sus malas artes a los primeros hombres, me dijo cómo los había intoxicado con la ayuda de una bruja mitad ser humano y mitad gorila, entre lujurias sofisticadas para esos pobres salvajes y pociones diabólicas que quién sabe de dónde habría traído. Milenios y milenios tuvieron que pasar para que la evolución hiciera que algunos iluminados advirtieran la magnitud de lo que en verdad era el pecado original, y comenzaran la primera y única guerra santa. Lo que no advirtieron entonces fue que, luego de ultimar a todos los que creyeron estaban infectados, apresaron a los demás y los llevaron a patria y colonias, dispersando así a los peores entre ellos, los que habían sido capaces de ocultar su pefidia. Como hizo el pérfido pseudoevangelista, que forzó a creer al género humano que la Bestia había sido dominada para siempre. Mire, sinó, ahí están el Vudú, el Umbanda, el culto de los orichás, endebles muestras del grado de malignidad que puede alcanzar el culto a ella. Más de una vez Gaspar había experimentado el impulso de discutir aquellas aseveraciones tan delirantes, que contenían, aparte de los evidentes rasgos de demencia, contenidos racistas y dislates reñidos con el más mínimo sentido común. Pero se llamó a silencio, ya que temía perder el poco trigo que podría extraer entre tanta paja. El viejo cura pareció darse cuenta de su actitud interior: 175
Gabriel Cebrián -¿Quién es usted? –Le preguntó de pronto, como si recién se hubiera percatado que Gaspar era un extraño. -Mi nombre es Gaspar Rincón, padre. Intenté hablar con usted en su parroquia, los otros días, pero me dijeron que se hallaba indispuesto. -Sí, las viejas ésas de mierda suponen que no estoy en condiciones de hablar con nadie, ni de dar los sacramentos cuando la feligresía más lo necesita... en fin, el poder del Maligno es inmenso, ya ve. Y dígame, Gaspar Rincón, ¿qué se supone que quería usted hablar conmigo? -Esto mismo que estamos hablando –le respondió, tomando razón que al momento de pedirle que se identifique, el sacerdote había cobrado una suerte de sobriedad tan marcada como repentina. Había aprendido alguna vez que ése no era un fenómeno raro en personas de edad muy avanzada o con el sistema nervioso deteriorado. Trataría de aprovechar el lapso, en caso que así fuera. -¿Y por qué le interesa? -Bueno, soy psicólogo –dijo, por no haber elaborado antes otro argumento y totalmente conciente, mientras lo decía, que no era una buena jugada. -¿Quién lo ha mandado? –Le preguntó entonces, repentinamente en guardia y con el furor enrojeciendo sus ojos claros. -Nadie me ha mandado. Llegué a Cañada del Silencio a desarrollar mi labor profesional y hallé cosas muy raras, por eso me dije que podía ser buena idea hablar con usted, eso es todo. 176
Los fuegos de San Juan -¿Y cómo fue que se le ocurrió venir a trabajar allí? -Bueno -comenzó a responder, a sabiendas que a continuación se produciría un quiebre en el diálogo respecto de los términos en los que se había mantenido hasta entonces, -el Doctor Sanjuán me contrató. Los ojos del viejo se mantuvieron fijos en los de él, con una intensidad tal que fue capaz de sentir físicamente el sondeo que estaba siendo efectuado sobre su más profunda interioridad. Trató de sostenerla y de parecer claro como el cristal. -Bueno... mierda, pareces un buen muchacho. Es una verdadera lástima, ¡carajo! -¿Qué cosa dice? -Has venido a mí porque estás asustado. –Recién entonces, y apenas mermado el estupor que la cortante expresión previa le había producido, Gaspar se percató que el cura había comenzado a tutearlo. -No, es que... -No pierdas tu tiempo con estúpidas mentiras, estás aterrorizado. Sí, puedo sentirlo. Y te digo, no es para menos. Si el engendro te ha traído, puedes darte por muerto, y éso, en el mejor de los casos. -Ahora es usted el que está asustándome. -Mira, joven, hay solamente dos posibilidades. La primera, es que la Bestia te haya enviado para sacarme definitivamente del medio, y la considero poco probable; por otra parte, ya no me importa gran cosa. La segunda, por la que me inclino, es que aún no sepas muy bien en la trampa que has caído, y andes dando manotazos ciegos tratando de salirte de donde 177
Gabriel Cebrián nunca jamás deberías haber entrado. Se trata de eso, ¿verdad? –Ante la pasividad pesarosa del joven, prosiguió: -Sí, se trata de eso. Mira, me gustaría poder ayudarte, créeme. Pero he fracasado ya varias veces. Soy un pobre loco que a duras penas ha conseguido mantener un techo, y ello solo porque a ese bastardo le resulta más cómodo tener en la parroquia a alguien a quien ya nadie escucha y todos lo consideran insano. -Es todo tan extraño... -Ya lo creo, y eso que, según me parece, aún no lo has visto todo, ni mucho menos. Dime, muchacho, ¿acaso habitas la casa de Belgrano 217? -Sí, ¿cómo lo sabe? -Podría parafrasear un viejo filme y decirte que muy bien se podría caracterizar tal vivienda como la antesala del infierno. Allí ha alojado a todos sus supuestos amigos. Y si me permites un toque de humor negro, te diría que allí se alojan aún. -No lo entiendo. -Ya lo sé. Digo que hay varios de tus antecesores, sino todos, enterrados al pie del nogal milenario. -¿Qué cosa dice? -¿Ya comiste las nueces malditas? -Oh, todo esto es una locura. -Eso es exactamente lo que a mí me parece, y por ello dicen todos que estoy loco. En un principio, el fruto del mal fue la manzana, la manzana es de Eva, Annie o Magdalena. La nuez es de Adán, vaya una alegoría, ¿no te parece? -Oiga, estoy hablando en serio. 178
Los fuegos de San Juan -Siempre que no hables en círculos... ya has sido alertado, ¿o no? Mira, no te enojes conmigo. Estoy siendo paciente contigo solamente porque sé que, de algún modo, vas a morir. Y digo de algún modo, porque en otro cierto modo, ya jamás podrás morir. -¿Qué se supone que es Sanjuán? ¿Un vampiro, acaso? -No lo sé. Es un demonio, eso es seguro. Pero no creo que te sirvan con él estacas en el corazón. Ni balas de plata. El mal ya está en tu cuerpo, una parte tuya ya no te responderá. Eso es lo que sé. Y dime, ¿por casualidad has abierto el cofre de la biblioteca? -No. Ha sido Annie la que lo ha abierto y se ha llevado lo que ahí había, si es que había algo. -Bueno, parecen ir más rápido contigo. O eres demasiado incauto, pero no te culpo. El que no sabe, es como el que no ve. Aparte, ya se acerca la Noche de San Juan. Eso debe haberlos precipitado. Seguramente Magdalena también se ha movido muy velozmente, ¿no es así? -¿Qué tiene que ver la Noche de San Juan? -Es una celebración que los cristianos han recogido, como otras tantas, de antiguas liturgias paganas. Y la Bestia enclavada aquí, la asume como Patrono personal, tú sabes... -Sí, algo me ha dicho el viejo ciego ése que deambula por la playa. -¿Has estado con él? -Sí, y he oído lo que tenía para contar. -Que yo sepa, es el primer sacrificio que ese tal Sanjuán realizó en América. Pero tanto él como Annie 179
Gabriel Cebrián han hallado sus talismanes, así que pueden proyectar a sus fantasmas fuera de él. -¿Fuera de quién? -Fuera de quién... de Sanjuán, ¿de quién más? -No lo entiendo. -Mira, joven Gaspar, más vale que empieces a entender para que sepas al menos, en el poco tiempo que te queda, cuál será tu destino. La araña es real, y está envolviéndote en su tela. Pronto te engullirá, y ni siquiera tendrás un talismán para proyectar a tu lamentoso fantasma fuera de la niebla, a veces, y ello dependiendo únicamente de la voluntad de la Bestia y sus designios. -Discúlpeme, Padre, pero todo ésto me parece una inmensa locura. -Lo es, Gaspar, no tengas dudas.
XXIII
A continuación el sacerdote volvió a su discurso delirante. En la profusión abigarrada de datos acerca de antiguos folklores africanos, de forzadas hermenéuticas del Apocalipsis, de los muertos vivos del vudú haitiano y el culto a los gemelos que tal primitiva religión rendía; en medio de toda esa profusión, decíamos, Gaspar solo pudo extraer algunas grageas conceptuales que podrían llegar a serle útiles, y ello como referencia lábil y confusa para la intelección 180
Los fuegos de San Juan global del fenómeno al cual se enfrentaba, sin poder determinar al momento cuán profundo era o podía llegar a ser el grado de tal enfrentamiento. Centró sus preguntas en el talismán, y creyó averiguar que se trataba de antiguos escudos de oro, y que, habiendo perdido el que estaba guardado en la caja de su biblioteca, el único modo en el que podría hallarlos, tal vez en cantidad, sería buceando hasta los restos del naufragio ocurrido dos centurias atrás y cuyas vicisitudes le habían sido narradas por el fantasma del marino ciego en esas mismas playas. -Puros delirios, ¿no es así? –le dijo Silvio nomás recuperó el taburete de la barra y estiraba el vaso en procura de otro whisky. Todavía conmocionado por lo que le había sido dicho respecto de su futuro inminente e insoslayable, solo meneó la cabeza a modo de una respuesta ambigua que bien podía tomarse como una afirmación. Mientras le servían, Gaspar dijo superficialmente pero desde las abisales profundidades de su destemplado ánimo que era cierto pues, que iba a tener menuda tarea, con la banda de locos que parecía haberse concentrado en ese pueblo. Silvio observó que en cierto modo no era malo tener tanta labor asegurada en tiempos en los que el desempleo alcanzaba índices alarmantes. Él acordó y, ya con el vaso lleno otra vez, hizo girar el taburete y observó al Padre Carlos discutiendo airadamente con alguna presencia que solamente él podía ver, y por un momento tuvo la certeza de que, aunque invisible para el resto, alguien estaba allí frente al 181
Gabriel Cebrián sacerdote. En cierta manera, en cierto nivel no habitual de su percepción del mundo, sentía esa presencia, y la sentía de modo tal que era conciente que si se esforzaba un poco sería capaz de verla él también. Una parte suya le decía que estaba ingresando en los territorios de locura donde ya habitaba el sacerdote, y otra parte, nueva quizá pero de pronto igualmente empírica lo instaba a ver, lo impulsaba a creer que la única manera de salir de semejante atolladero era tal vez volverse conciente a ultranza de todo cuanto pudiera servirle a tal propósito. Se sintió mareado, la sensación de desdoblamiento era tan intensa que durante unos instantes pudo ver dos escenas simultáneamente, en una de las cuales el cura permanecía hablando y gesticulando ampulosamente a una silla vacía, y en otra, difusa por una niebla que parecía haber ingresado de la nada en el bar, o que quizá siempre había estado allí, en la que las palabras y los gestos eran dirigidos al viejo ciego con el cual creía haber departido en la playa. De pronto ambos ancianos cesaron su aparente disputa y se volvieron hacia él, y tanto los ojos claros del Padre como los vacíos y violáceos del marino se clavaron fijamente en su persona. La cerrazón se hizo más intensa, y solo salió de ella cuando oyó el ruido que hacía la copa que se había soltado de su mano para ir a estrellarse contra el suelo.
Caminó las dos o tres cuadras que lo separaban de la pequeña terminal de autobuses. Había entrado en u182
Los fuegos de San Juan na zona mental de indiferencia; tal vez fuera simplemente la fatiga causada por la presión a que había estado sometido todos esos días, tal vez tan solo un mecanismo de defensa de su atosigado sistema nervioso. Una vez más se decía a sí mismo que lo mejor sería esperar a ver en qué forma los acontecimientos se iban desarrollando. Mas otra vez se dispararon sus angustias al advertir en los focos de alumbrado público que se estaba formando una incipiente niebla. De nada servía el argumento propiciado por la sencilla inferencia que era algo normal y usual, en aquella estación, en aquel microclima. Sus vísceras se agitaban en la certitud de que algo malsano la constituía y a la vez era vehiculizado por ella. Apenas tuvo tiempo para abordar el ómnibus que ya estaba saliendo cuando él arribaba. Pagó su boleto sin mediar palabra con el conductor, y se encaminó hacia la parte trasera por el oscuro pasillo. Tomó razón de que solamente siete u ocho pasajeros eran de la partida, y por la forma que algunos de ellos lo miraron dedujo que eran, por supuesto, habitantes de Cañada del Silencio. Razón por la cual se sentó, hacia el fondo, lo más apartado que pudo de ellos. Todavía iban por la avenida de acceso cuando se percató que ni siquiera podía ver los pinos y eucaliptus a la vera del camino debido a la niebla, ahora tan espesa como inquietante. El conductor, sin embargo, no parecía incómodo en absoluto con tan escasa visibilidad, ya que mantenía una velocidad constante exactamente igual a la que desarrollaban esos vehículos en pleno día de sol o en noche clara. Esperaba 183
Gabriel Cebrián que supiera lo que estaba haciendo... de algún modo paradójico, el temor de sufrir un accidente lo tranquilizó, dado que al menos por una vez su temor se refería a circunstancias normales, a un accidente mecánico que respondería, eventualmente y en todo caso, a causas ponderables y discernibles en ámbitos naturales. Pero, sin embargo, el loco aquél continuaba acelerando cada vez más, y ya circulaba demasiado rápido aún para condiciones de visibilidad máxima. Se agitó, notó cómo su ritmo respiratorio se hacía irregular, y en ese instante sus miedos se fusionaron en uno solo, ante la certeza de que lo normal de aquellas circunstancias era mera apariencia. Iba a incorporarse para increpar al imprudente chofer, cuando recibió una señal inequívoca de que así era. En los asientos fila de por medio delante de él se volvió una persona, y el fulgor brillante y violáceo de las vacías cuencas hizo que reconociera de inmediato al viejo marino ciego. Boquiabierto, y ya absolutamente ajeno a la velocidad irracional a la que venían circulando, vio emerger en el asiento de al lado al del viejo la cabeza de Annie, que lo miraba con una sonrisa de diabólico placer. Al cabo se dio cuenta que todos los demás pasajeros, incluido el conductor, se habían vuelto hacia él y lo escudriñaban con sendas muecas maléficas. Las ruedas seguían girando a toda velocidad, la niebla ingresaba dentro del ómnibus, todos los locos aquellos continuaban viéndolo con expresión enfermiza... tuvo un momento de terror primario, y luego sintió los saltos de la sus184
Los fuegos de San Juan pensión y un tremendo impacto que lo arrojó hacia adelante con brutal e irresistible inercia. Sintió un fuerte dolor en la cabeza. Estaba tendido en el piso del ómnibus, y el agua fría movía sus manos que flotaban. Se incorporó vacilante, atontado por el golpe y superado por las circunstancias, y entonces advirtió que el vehículo se mecía, como si flotara. El despiste había terminado en el agua, y tal vez era ésa la única razón por la que aún estaba vivo. El frío ascendente en sus pantorrillas pareció indicar que el ómnibus se estaba hundiendo, por lo que se desesperó tratando de hallar una salida, en medio de una oscuridad tal que ni siquiera podía ver si la niebla permanecía. A los manotazos halló la traba de una ventanilla y comenzó a tirar, mas estaba rígida. El agua ya le llegaba a la entrepierna, y supo que no tenía mucho tiempo. Se esforzó al máximo, tiró todo el peso del cuerpo intentando destrabar la maldita cerradura, pero todo fue en balde. El hundimiento cobraba velocidad en forma ostensible, así que no tuvo más alternativa que asestar al vidrio fuertes golpes con el codo, hasta que estalló en pedazos. Sin perder un instante, sacó sus brazos y cabeza, se asió del techo y trepó. Se incorporó y mientras recuperaba el aliento, sintió una brusca racha de viento helado que pareció llevarse consigo la niebla. De pronto la noche fue clara, y una luna inmensa hizo visible todo el entorno. Mas lejos de tranquilizarlo, esto no hizo más que arrojarlo a una nueva zozobra, tal vez mayor aún que las que venía sufriendo: no estaba de 185
Gabriel Cebrián pie sobre el techo del ómnibus en el que viajaba momentos antes, ni hundiéndose en un bañado al borde del camino. Se hallaba en la cubierta de un barco de vela, mecido por las olas del mar. “Oh, mi Dios, ¿qué demonios está pasando?” dijo en voz alta y sollozante, mientras caía sobre sus rodillas.
XXIV
Estoy soñando, pensó, estoy soñando y pronto despertaré en el autobús, donde debo haberme quedado dormido. Se esforzó por despertar, y ello lo llevó a enfrentarse con la evidencia que estaba allí, en medio del mar, sobre ese fantasmal barco desierto, en todos sus sentidos y en total conciencia. Iba a aplicarse a resolver las dificultades inmediatas, como por ejemplo qué hacer para volver a tierra firme, cuando vio venir desde popa a la pequeña Annie guiando al viejo marino que decía ser su padre, y que se sostenía de su hombro con la mano izquierda; ambos sonreían de igual manera que lo habían hecho momentos antes asiento de por medio, en otra dimensión o dios sabe adónde. -¿Qué es lo que están haciendo conmigo? –Los increpó, nomás los hubo visto. -Oye, tranquilízate un poco, ¿quieres? –le respondió la niña, haciendo caso omiso del estado desesperante que expresaba Gaspar. –Estamos tratando de ayudarte, ¿acaso no te das cuenta? 186
Los fuegos de San Juan -¿Ustedes? ¿Tratando de ayudarme? Por favor, déjenme solo, no me ayuden más. No quiero verlos nunca más, ¿me oyen? Ni a ustedes, ni a Sanjuán, ni a su hija, ni a nadie de este maldito pueblo o de estas malditas costas. Quiero volver a mi vida, a mi ciudad, a mis cosas, ¿acaso no lo entienden? -Es tarde para eso, ya –dijo el viejo. –Acabas de hablar con el cura ése, y te ha dicho que estás atrapado. Estás aquí, como nosotros, preso de esta niebla y de esta existencia fantasmal de la que ya nunca podrás librarte. -Eso no es cierto. Sé que de un momento a otro despertaré, cogeré mis cosas y partiré de nuevo a mi casa, y todo esto que me ha pasado desde que llegué aquí será solo un mal sueño, pueden creerlo. -Ojalá pudieras, sinceramente me alegraría que pudieras hacer tal cosa –afirmó el viejo. -Pero no puedes hacer eso –acotó la niña. –Sabes muy bien que ya no tienes otra salida que unirte a nosotros. -Eso es lo que tú crees. -No, eso es lo que yo sé. Mira, no voy a estar aquí perdiendo el tiempo que tengo fuera de la niebla en pendejadas, o sea, ¿escucharás lo que tenemos para decirte o emprenderás a nado la distancia que se tepara de tu propia muerte? Digo, porque es todo cuanto podrás hacer si te empecinas en hacerte el tonto. -Ustedes no existen. -Si ése es el caso, probablemente tengas razón. Pero si ése es el caso, tú tampoco existes. Tu entidad ya 187
Gabriel Cebrián pertenece al monstruo que nos ha devorado a nosotros mismos, ya hace mucho tiempo. Ahora, de ti depende que conserves o no aunque más no sea este fantasma que crees la totalidad de tu existencia. -No sé de qué están hablando. -Eso es evidente. Necesitas un escudo de oro como el que había en el cofre de tu biblioteca y que dejaste que te birlaran como el estúpido que eres. -Dímelo tan luego tú, pequeña zorra, que fuiste quien lo tomó. -No fui yo. Sanjuán tiene llave de tu casa, ¿o no te has dado cuenta? -Tú misma me dijiste que lo habías tomado la noche que te dejé entrar. -¿Eso dije? Oh, bueno, parece que soy como las musas de Hesíodo, en tal caso. Pero es claro que pudo haber sido parte de mí, actuando según la voluntad de Sanjuán, del mismo modo que pronto te verás tú obrando y haciendo cosas contrarias a tu voluntad y en un todo de acuerdo a los designios de quien se está robando tu alma. -Estoy cansado de ti. Nada de lo que haces o dices tiene sentido. -Claro, porque el hecho de que hayas subido a un autobús y de pronto estés aquí, a la deriva en un barco conversando con dos fantasmas, tiene mucho sentido, ¿verdad? Mira, lo aceptes o no, has cruzado una línea. Una de la que ya jamás podrás volver atrás. Has mezclado tu historia con la de una conciencia que desde la noche de los tiempos está orquestando una suerte de rebelión cósmica y con la cual, en 188
Los fuegos de San Juan comparación, no eres más que una miserable caricatura de lo que alguna vez fue un soplo efímero que creyó ser. Ahora, no eres más que una de las marionetas con las cuales se divierte y va urdiendo, sin prisa pero sin pausa, una trama de pequeños granos de arena con los cuales está levantando la última y definitiva Torre de Babel. -Estoy harto de todos esos dislates que me están diciendo una y otra vez. -Comienzas a repetirte, y aún no tienes tu talismán. Para colmo, te encuentras en pleno territorio enemigo. -¿Cómo dices? -Entonces vi que emergía del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos. Por cierto, no querrás que aparezca ahora mismo... -Quiero largarme de aquí. Eso, sencillamente, es todo lo que quiero, y lo haré nadando, si es necesario. -Deberías bucear, en todo caso. Aquí debajo está hundido el barco en el cual hallamos algo parecido a la muerte, pero mucho peor, mi padre y yo. Y es el único lugar en donde podrás hallar el talismán que te permitirá conservar al menos una mínima parte de tu conciencia para no integrarte en forma total al que ya te ha esclavizado por toda la eternidad. De pronto la imposibilidad de todo lo que estaba ocurriendo, mas la patética angustia de sentirse en medio de un círculo opresivo que se iba estrechando hasta su fin, hicieron impacto en Gaspar, que se arrojó sobre las presencias, fuera de sí, e intentó gol189
Gabriel Cebrián pearlas. Por supuesto, no pudo hacerlo, sus golpes no hallaban materialidad alguna sobre la cual impactar, y sin embargo, seguían estando allí. Entre risas, padre e hija le sugirieron que se diera la cabeza contra el palo mayor hasta derribarlo, si quería que sus golpes tuviesen algún efecto. -Guárdate tus energías para bucear –le aconsejó el anciano. –No te resultará fácil bajar hasta allí y encontrar al menos un escudo que te sirva aunque sea para venir aquí a reunirte con nosotros, o quizás para advertir al próximo incauto que caiga en las garras del miserable. -Bajaré allí, si es lo que desean. Haré cualquier cosa que pretendan con tal que me dejen irme de aquí. Me ahogaré, si es necesario –dijo Gaspar, con una resignación propia del que finalmente prefiere morir a permanecer presa del sufrimiento. -Nosotros estamos intentando abrirte las mínimas ventanas que aún te quedan, no te confundas –aclaró Annie. –Quien te ha aprisionado es el otro, el que ya lo hizo con nosotros hace muchos años. Y en cuanto a lo de ahogarte, es una posibilidad muy plausible, así que no bravuconees ni trates de impresionarnos con arrebatos de ánimo. Hála pues, zambúllete y trae contigo todos los escudos de oro que puedas. Es lo único que puede ayudarte a estas alturas, y tal vez puedas resultar útil a alguien más. Se sentó sobre cubierta, presa de un sinnúmero de emociones concurrentes y todas negativas. Llevó las manos a su cara y dejó escapar un largo sollozo. 190
Los fuegos de San Juan Hasta hacía tan solo unos pocos días su única preocupación había sido la de hallar un trabajo, y su mayor desazón la injusticia de haberse esforzado estudiando y capacitándose, para luego no hallar la menor inserción en el mercado laboral. Ahora, y a la luz de las nefastas circunstancias que lo habían sumido en esa pesadilla de la cual no podía despertar, todo aquello se le antojaba una nimiedad infundada. El barco estaba allí, rascó las maderas de cubierta y una astilla se clavó dolorosamente entre carne y uña de su índice. El mar estaba allí, la luna estaba allí; tal vez, o seguramente, el galeón español estaba allí debajo. Se volvió. Annie y el ciego no estaban, quizá se habían ido, quizás nunca habían estado, tal vez él mismo era una mera ilusión, de nada podía dar fe, la continuidad de su conciencia se había visto violentada reiteradamente, tal vez había sido drogado con substancias desconocidas para la gran mayoría, tal vez, tal vez... sintió que estaba perdido, y eso le dio repentinamente el coraje de los que ya nada tienen que perder. Se incorporó, se quitó suéter y zapatos, inspiró y exhaló varias veces en secuencias cortas, llenó finalmente los pulmones en su máxima capacidad y se arrojó de cabeza a las profundidades. El agua estaba realmente fría, pudo sentirla con la totalidad de su epidermis. Fría y oscura. Debía estar loco, fuera de quicio por completo, buscando escudos de oro en los restos de un naufragio a oscuras en un mar que tal vez ni siquiera existiese. Sin embargo, la presión aumentaba en su cabeza a medida que los braceos desesperados lo hacían descender. Tuvo la cer191
Gabriel Cebrián teza de que podía morir allí. Pensó en cómo haría para volver a la cubierta del barco en caso de que consiguiera emerger alguna vez, y supuso, o quiso suponer, que tal vez Annie y el viejo marino, fantasmas o no, lo ayudarían. De repente una claridad extraña por lo incongruente ganó el espacio subacuático y pudo ver el casco de un antiguo buque, cubierto por algas y corales. Dejó escapar unas burbujas y nadó con fuerza hasta él. No parecía haber nada similar a escudos de oro ni cosa por el estilo, todo era maderas degradadas, organismos vivos o calcificados pegados a ella, y arena. Sin embargo, un leve cintilar en esa arena atrajo su atención y lo llevó a tomar un puñado. Dejó escurrir el polvo de roca y allí estaba la moneda dorada. Sus pulmones estaban a punto de estallar cuando emprendía la ascención, y fue entonces cuando lo vió venir. De lejos, lucía como un pulpo de tamaño portentoso, pero al acercarse un poco vio con pavor que cada tentáculo estaba rematado por una cabeza. No los contó, pero supo que eran siete, y diez los cuernos estriados que comenzaban a verse detrás. Se debatió en ingentes esfuerzos para emerger más rápidamente, y fue presa del pánico cuando sintió que unos filosos dientes lo apresaban del pie izquierdo, sujetándolo, sin otro propósito que el de sostenerlo allí abajo, para que la asfixia hiciese el resto. Cerró los ojos, se encomendó a Dios, sintió cómo las boqueadas hacían que sus vías respiratorias se inundaran, las convulsiones violentas de su diafragma, y su conciencia, apagándose lenta pero piadosamente. 192
Los fuegos de San Juan XXV
Nunca sabrá Gaspar si fueron horas, años o décadas que caminó en una oscura y húmeda foresta plagada de serpientes, lagartos, anfibios y fantásticos dragones que allí hacían gala de una realidad exasperante. Lo cierto es que, intentando salir de allí y evitando los ofidios más amenazadores, pisó el aguijón de un escorpión rojizo y sintió una feroz punzada en su talón izquierdo. Abrió los ojos y se encontró acostado en una habitación que no conocía. Se sorprendió de estar aún con vida, tan real había sido la agonía que había experimentado en las profundidades. El dolor en el talón era real, allí lo había mordido la bestia, o tal vez picado el escorpión. O tal vez se hubiera herido en el accidente del autobús, y todo lo que creyó experimentar después no había sido otra cosa que una elaboración onírica en estado de inconciencia. Esa posibilidad lo tranquilizó momentáneamente. Intentó incorporarse y se percató de que sus brazos estaban amarrados a la cama. Y de que una aguja con sonda estaba incrustada en el pliegue de su codo derecho, asegurada con telas adhesivas. Siguió con la vista la cánula transparente y pudo ver el saco plástico de suero colgando del respectivo soporte. Pero el cuarto no lucía como una habitación de clínica, a no ser que se tratara de una muy exclusiva y lujosa. Aparte no le parecía usual que los pacientes fueran amarrados a la cama. Intentó tranquilizarse, ya que advirtió que los latidos de su corazón se ha193
Gabriel Cebrián bían acelerado sensiblemente y no sabía si su estado general le permitía tales excesos. Realizó un chequeo de sensaciones físicas y, aparte de la punzada en el talón que lo había traído de nuevo a la conciencia cotidiana, no notó ningún otro síntoma. Movió los dedos de sus pies, también los de sus manos, giró la cabeza a uno y otro lado. Todo parecía funcionar tal y como lo había hecho hasta ahora. Entonces comenzó a efectuar otro relevamiento, esta vez, del entorno. Se encontraba en una habitación amplia, amueblada lujosamente con finas maderas de delicada orfebrería. El cielorraso era alto y el yeso, de un blanco impecable, presentaba unas molduras de notable artesanato. De su centro pendía una lámpara de plata digna de una recepción de embajada, o de una estancia por el estilo. No tardó en deducir que se encontraba en la casa del propio Sanjuán, y las palpitaciones retornaron. Le pareció un vejamen excesivo el hecho de haber sido atado como un vil delincuente, por lo que forcejeó febrilmente con las amarras sin más resultado que el de hacer recrudecer el dolor en su pie. No creyó haber hecho ruido durante la fallida maniobra, pero la cuestión que ni bien comprobó la futilidad de sus esfuerzos y se relajó para que su atizada dolencia menguara, oyó unos leves golpes a su puerta. -Adelante –indicó, y el tono expresó la hosquedad de su ánimo. Se abrió la puerta, y tal lo esperado, ingresó Sanjuán. -Hola, mi querido amigo. ¿Cómo ha despertado? 194
Los fuegos de San Juan -Mal, vea. Me irrita sobremanera comprobar que al fin se quitó la máscara. -¿Qué cosa dice? -Que de alguna manera, al haberme amarrado de este modo, ha blanqueado mi condición de prisionero, ¿no le parece? -¡Oh, pero qué ocurrencia! –Observó, mientras se apresuraba a desatarlo. –Es usted quien me ha obligado a tener que sostenerlo de este modo, ¿sabe? He tenido pacientes inquietos y rebeldes, pero créame que usted ha sido el peor. -¿A qué se refiere? -A que se arrancó el suero tres veces, forcejeó conmigo, con Haydée y hasta con Magdalena en su ímpetu por abandonar la cama. -No lo recuerdo. -Claro que no. Estaba fuera de sí, acusándonos e increpándonos por toda una retahíla de cuestiones delirantes referidas a demonios apocalípticos y qué sé yo cuántas cosas más. Confié que era el estado postcomatoso el que le provocaba esas reacciones alucinatorias, y por suerte acabo de comprobar que así era, nomás. -¿Estado post-comatoso? -Sí, pues. No alcanzo a comprender cómo está aún con vida. Mire, no quiero alarmarlo, pero en realidad no lo comprendo. -¿Qué me ocurrió? -Hubo un accidente. -Sí, eso lo sé. Bah, eso es lo que creo. 195
Gabriel Cebrián -Sí, el ómnibus que venía de Montemar se salió de la ruta por la niebla y luego de volcar cayó en medio de un bañado profundo. Los paramédicos lo hallaron con el talón apresado entre unos hierros retorcidos, sumergido, como media hora después del accidente. Por supuesto, no tenía funciones vitales. Lo dieron por muerto, pero no obstante le realizaron las maniobras de reanimación, casi como por protocolo, cuando ocurrió lo inesperado. Su corazón volvió a latir, y entre toses y vómitos de agua, también volvió a respirar. Y aquí está, sin daño neurológico alguno, por lo que se ve. Y sin golpes ni rasguños, salvo los del pie. -¿Estuve media hora sumergido? -Bueno, eso es lo que parece, aunque tal vez el nivel del agua haya subido después, o sea: ésa es la única manera en que se explicaría el hecho de que no haya muerto ahogado allí. -Ya veo... técnicamente, puede decirse que estuve muerto, ¿no es así? -Amigo, usted me hace preguntas que solo podría contestar dios, o al menos un santo. -Bueno, usted es Sanjuán, pues. -Ahá, veo que su periplo por la Laguna Estigia lo ha dotado de una personalidad menos dada a los formalismos sociales. -Eso téngalo por seguro. -Muy bien, supongo que tal cambio redundará en beneficios para usted. -No lo sé, realmente. 196
Los fuegos de San Juan -Ha pasado por una situación muy traumática, mi amigo. No se atosigue. Ahora solo debe descansar y recuperarse. Por lo demás, la lesión en su pie no es muy grave, pero supongo que deberán pasar un par de semanas antes de que pueda volver a caminar normalmente. -Me duele un poco, sí. Ahora, si no lo toma a mal, quiero formularle una pregunta. -Hágalo. -¿Por qué no estoy en un hospital, o una clínica? La suya, por ejemplo. -Hay al menos un par de razones para ello, fíjese. La primera y principal, que me siento responsable por usted. Yo lo contraté, lo traje aquí y de algún modo soy responsable de este desgraciado accidente que muy bien podría haberle costado la vida, cosa que ciertamente estuvo muy cerca de suceder. Otra razón es la que fui convocado inmediatamente a socorrer a los heridos, y lamentablemente debo informarle que dos personas no tuvieron su suerte y fallecieron en el mismo. Allí, in situ, me enteré que usted estaba entre los damnificados e inmediatamente me hice cargo de su persona. Usted estaba en estado de inconciencia, aunque en lo aparente no había razones para ello. Yo tenía mis reservas en llevarlo a la clínica, dado que se registran en ella muchos casos de infecciones causadas por los llamados virus hospitalarios, así que simplemente lo mantuve allí el tiempo necesario para efectuar los estudios tomográficos y análisis que descartaron toda lesión importante, sobre todo en su sistema neural. Una vez descartados estos supuestos, 197
Gabriel Cebrián no abrigué dudas acerca de que lo correcto y sobre todo, lo más seguro, era traerlo aquí a que completara su restablecimiento. Lamento que se despertara maniatado, pero eso fue estrictamente necesario para evitar males mayores, que el furor que demostraba hacían más que previsibles. Hablando de eso, cuando se reponga un poco y esté más tranquilo y descansado, me agradaría hablar acerca de este tema. -¿De cuál tema? -Del efecto que al parecer están causándole todas las habladurías y supercherías que chismorrean en este pueblo. No es que me preocupe mayormente, pero he advertido que en un nivel inconciente parecen afectarlo más de lo debido.
XXVI
Cuando volvió a quedar solo, Gaspar no pudo evitar inmiscuirse en una nueva evaluación del estado caótico en que su experiencia vital había caído. Por una parte, las explicaciones que cada vez daba Sanjuán en cierto modo tranquilizaban a su razón, aquietaban los agitados remolinos espaciotemporales que, por otra parte, se abrían en vórtices trastornadores ante cada nueva ruptura de los cánones de realidad que había conocido hasta entonces, y que se producían una y otra vez, con fatal regularidad y contundencia. Mas tal vez fuera debido a la fatiga, al aparente estado comatoso que había atravesado, al recurrente e198
Los fuegos de San Juan jercicio intelectual de análisis y confrontación de datos procedentes de sistemas distintos y aún encontrados, o a lo que fuere, pronto desistió y aún a pesar de los miedos de volver a la selva pletórica de venenosas alimañas, o a las profundidades adonde parecía habitar la Bestia, se quedó dormido. Pero en lugar de las inquietantes pesadillas que pudo haber presentido, se encontró sumido en un sueño diáfano y gratificante. Era de nuevo un niño, y se hallaba cabalgando en su juguete favorito, un palo con rueditas en el extremo inferior y cuello y cabeza de corcel en el otro, mas unas riendas de vívido color fucsia que sostenía con la mano derecha mientras con la otra castigaba rítmicamente las propias nalgas pretendiendo eran las del bruto. Estaba en la vieja galería de su casa paterna, allá las sillas de hierro pintado de blanco con floreados almohadones debajo de la parra, más allá el jaulón de las bochincheras y nada melodiosas cotorras. Tal vez el anacronismo hubiera pasado desapercibido en otras circunstancias, diluido en esa suerte de plurivalidez de tiempo y espacio propia del mundo onírico, mas debido a la mélange existencial que había estado padeciendo en los últimos días, se encontraba especialmente alerta ante cualesquier eventuales cambios de plano. Aprovechó la ocasión para establecer comparaciones que pudieren echar luz respecto de la entidad de sus anteriores experiencias, y a poco llegó a la conclusión que, dejando de lado las cuestiones vinculadas a la diversidad observada en elementos anímicos o emocionales, en nada difería aquella en la que estaba inmerso de las pasa199
Gabriel Cebrián das; es decir, difería la cualidad de sus estados internos, mas la percepción del entorno era prácticamente la misma. De todas formas, algo le resultaba claro: jamás, en el pasado, había experimentado los sueños con semejante claridad, y con un grado de conciencia tal que bien podría analogarse a los de la vigilia más alerta. Mas todas estas cavilaciones, impropias de un infante abocado a sus juegos, lo llevaron a perder impulso en éstos y dejar de lado el corcel de fantasía. Al mismo tiempo y en orden a lo antedicho, no pudo evitar efectuar el paralelismo entre esos procesos mentales propios de una mentalidad adulta en el enclave perceptual de un niño, que había observado en la pequeña Annie. Como si su pensamiento le hubiese de algún modo abierto la puerta, allí estaba la niña, parada justo delante del paredón que daba a los fondos. Lo miraba con aire divertido, mientras con el índice describía círculos para ondular un mechón de sus rubios cabellos. Desde un ángulo de observación más bajo –dada la altura que Gaspar alcanzaba en el sueño- le pareció más bella aún, y ello tal vez se debiera a la idealización propia de los niños respecto de sus mayores. No le pareció amenazante en modo alguno, esta vez estaba seguro de que era un sueño, él mismo era un infante y eso en cierta forma emparejaba las cosas. -Veo veo –le dijo ella, al parecer iniciando un juego. -¿Qué ves? –Continuó la secuencia, pretendiendo mostrarle su aplomo pero sorprendiéndose en el acto con el timbre agudo de su voz. 200
Los fuegos de San Juan -Veo a un viejo tonto regodeándose con la situación de creer que es nuevamente un niño, creer que está soñando y haciéndose el valiente cuando, según todo lo que le está ocurriendo, debería estar aterrorizado. -Ya no sigas con eso –dijo, y bajó la vista hacia las desflecadas zapatillitas rojas que hacía muchos años había olvidado. –Ya no me asustas. En realidad, pensé que íbamos a jugar. -Quise jugar contigo las otras tardes, y te saliste ni bien comenzaba a divertirme. El recuerdo del fallido encuentro sexual lastimó un candor que sí parecía corresponderse con su episódica proyección parvularia. No experimentó el feroz rechazo propio del tabú que había operado en situación, sino más bien la vergüenza primal del niño que es enfrentado al abismo de la sexualidad, en instancias en las cuales todo aquello resulta un insondable y repelente misterio. -Ya no sigas con eso –reiteró, y no fue más levantar la vista y encontrarse con la mirada centelleante de la niña que tácitamente le recordaba la peligrosidad de pronunciar las mismas frases. -Crees que porque has vuelto aquí vas a poder refugiarte debajo de las polleras de tu mami, ¿no es así? Bueno, lamento desilusionarte. No solamente no la hallarás ni aún registrando toda la casa, sino que de un momento a otro volverás a la habitación en la que Sanjuán está alimentando a través de una sonda a su próximo cuadrúpedo para el sacrificio. 201
Gabriel Cebrián -No pienso oírte más –dijo Gaspar, y corrió a tomar la pistola roja de lata que disparaba chispas por fricción. -No has podido elegir mejor metáfora –dijo la pequeña,- tus armas son juegos de niño para un enemigo completamente por encima de sus alcances. -No quiero dañar a nadie. No soy un sádico como tú, que goza asustando a las personas. -Eres tan torpe que ni siquiera entiendes que únicamente estoy tratando de ayudarte. -Mira, Annie... -¡¿Annie?! ¡Yo soy Magdalena, estúpido! -Oh, deja ya de esas cosas... -Y tú, ya no repitas las mismas estúpidas frases si no quieres traer aquí a la bestia y ya no podré decirte lo que necesitas saber. ¿Qué es lo que te parece extraño? ¿Que me vea como hace unos cuantos años? ¿Acaso tú no te ves ahora mismo como el proyecto del imbécil que he conocido? -Bueno, visto así... pero esto, de todas maneras, no es más que un sueño. -Qué bueno que eso te conforme. Al menos tendrás la posibilidad de volver a algo como ésto, quizá, si por milagro consigues tener la templanza necesaria para conseguir tu pasaporte. -¿Te refieres a los escudos de oro que están en los restos del naufragio? -No vamos a estar diciéndote una y otra vez las mismas cosas; sabes, o deberías saber ya, lo peligroso que puede resultar. Mira, no soporto más esa estúpida condescendencia que muestras para contigo mis202
Los fuegos de San Juan mo desde el momento en que viniste a refugiarte en tu configuración infantil. Mejor voy a verte en la forma ajustada a los parámetros que tu mente considera reales. No es que me guste mucho más, pero temo que si no hago eso, volverás a la equivocación de considerar meros sueños sin sentido momentos como éste. -Estoy fragmentándome. Ya no sé cuál cosa es real y cuál no. -A pesar de lo que digan los científicos y filósofos de todos los tiempos, en verdad y a todo evento, nadie lo sabe. Bueno, aquí voy.
XXVII
Oyó que abrían la puerta y vio ingresar a Magdalena. Lo miraba con aire suspicaz, como evidenciando la validez de la maniobra que acababa de anunciar en lo que parecía haber sido un sueño, o al menos una ensoñación dotada de una vividez tan extraordinaria como a la vez imposible de ser explicada en ningunos otros términos. -¿Cómo está mi niñito? –Le preguntó, fingiendo ternura, pero con igual objetivo semiótico que el de su mirada. -Acá estoy, herido en el pie. Al menos, en el patio de mi casa paterna podía correr –respondió, recogiendo el guante simbólico que le estaba siendo arrojado. 203
Gabriel Cebrián -Ya no puedes correr, pobrecito –continuó en el mismo tono, y él supo al instante que lo que parecía una inocente frase contenía al menos una lectura más abarcativa e inquietante. -Ya no puedo correr. Por ahora. -Claro, claro. Por ahora -concedió ella, mientras se sentaba en una silla junto al sostén del suero y bajaba la vista. En la semipenumbra Gaspar creyó percibir que disimulaba una sonrisa. -¿Qué te traes? -¿Yo? ¿Por qué me preguntas eso? -No me obligues a repetirme, tú sabes... -Vine a ver si necesitabas algo. Eres nuestro huésped, y solamente intento ser amable. -Oh, te agradezco. Tu niñito no necesita nada. -Habrás notado que he venido en buenos términos. No necesitas ser irónico, pues. -Estabas allí, ¿verdad? -¿Adónde? -En mi sueño. -No, no estuve allí. -Entonces, ¿podrías decirme si fue Annie? -Oye, el accidente debe haberte aflojado algunas tuercas. ¿Acaso me estás preguntando a mí lo que soñaste tú? -Allí estabas, en el patio de mi casa paterna. Lucías como Annie, pero me dijiste que eras tú. Yo también había vuelto a mi forma corporal de niño, y allí estaba jugando cuando apareciste, tú, o Annie, o tal vez sea que ambas son la misma. 204
Los fuegos de San Juan -Ah, pues a eso te refieres... claro que estaba allí, pero eso no fue un sueño. Te lo dije cuando te avisé que iba a venir aquí a verte, y que para ello lo haría. Creí que habías comprendido. -No encuentro otra forma de explicarlo. -Bueno, ésa no es ninguna novedad. Por eso es necesario proceder contigo como lo estoy haciendo. -Si no fue un sueño, ¿qué cosa fue? -No lo sé. Solo sé que ocurre. Podría ser... que el tiempo no es tan lineal como la gente por lo general cree, y verdaderamente estuve en tu casa, en tu patio, viéndote desarrollar tus juegos infantiles, y simplemente no lo recuerdas. -¿Dices que estuviste entonces allí? -Entonces, ahora, hace un rato, ¿quién sabe? -No, pero mis procesos mentales y mis capacidades eran las actuales. Eso lo hace básicamente diferente. -Bueno, sabelotodo, entonces explícame tú que rayos fue lo que ocurrió. -Yo no podría, pero la cuestión aquí es que eres tú quien lo provoca, así que deberías por lo menos decirme cómo lo haces. -¿Acaso sabes tú como haces para pensar? ¿Y para crecer? ¿Y para soñar? ¿Qué clase de preguntas me estás formulando? -Ah, entonces convengamos que fue un sueño. -Yo no he dicho eso. Pero está bien, si quieres considerarlo un sueño, pues bien, hazlo. No será más que otra conceptualización vacua referida a fenómenos de cuya naturaleza última nada podremos saber aquí y ahora. De todos modos lo que sí puedo decirte es 205
Gabriel Cebrián que en un sueño, y sobre todo en uno de ésos (en los que como habrás notado las cosas aparecen como absolutamente reales, tu conciencia plena y tienes el conocimiento cabal de que estás en esas instancias), los asuntos se convierten en algo más, algo donde tu cuerpo y tus almas pueden morir. -¿Mi cuerpo y mis almas? ¿De qué estás hablando? -Mira, ya empiezas otra vez a hacerte el tonto. Bien sé que has leído todo tipo de temas esotéricos y teosofías que hablan de ello. Si lo que quieres es incardinar lo que te digo en alguna tradición concreta, pues bien, hazlo tú mismo y deja de hacerte el desentendido. -¿Y cómo sabes que he leído acerca de esos temas? -Ah, para ello sí tengo una razón que serás capaz de aceptar. Nada más fácil, espié algunos títulos el día que vinieron a alcanzarte tus libros –respondió, y nuevamente el brillo de picardía se hizo presente en sus ojos. -Magdalena, necesito que me digas qué es lo que está ocurriendo. -Ya te lo dije, y parece que no lo has tomado muy en cuenta. Además, deberías ser conciente ya de que el peligro al cual te enfrentas es real, has visto que casi te mata. Si no estás muerto aún, no es porque sí, ¿sabes? Que yo sepa, nadie ha estado sumergido durante más de media hora y ha vivido para contarlo. -Nadie puede asegurar eso. -Pero eso fue lo que pasó. Y si no estás muerto, te digo, es porque alguien muy poderoso tiene otros planes para ti. 206
Los fuegos de San Juan -¿Te refieres a tu padre? -Sabes a quién me refiero. Básicamente me refiero a la bestia que te aferró del talón, y que viste con tus propios ojos. -Eso puede haber sido un sueño, también. Y no puedo explicarme cómo sabes éso, a no ser que seas tú misma la bestia que mencionas. Magdalena se incorporó, y Gaspar no pudo sino admirar los encantos de aquellas caderas enfundadas en un ajustado jean. Antes de salir, le dijo con sarcasmo: -No, mi niñito. Yo soy la prostituta de Babilonia. Es una lástima que seas tan prejuicioso y remilgado, pues de otro modo, a estas alturas podrías haberlo comprobado mejor.
207
Gabriel Cebrián
SEGUNDA PARTE I El lenguaje define el universo en el cual la persona se desenvuelve. Las estructuras verbales configuran en férreos moldes el cosmos en el que la episódica existencia individual discurre, y no son otra cosa que la aplicación apriorística de sistemas articulados según sintaxis preexistentes y poderosas a partir de un igualmente previo consenso, tanto más determinantes cuanto mayor es la cantidad de sujetos involucrados en el acuerdo tácito que establece órdenes, secuencias y prioridades en dichos sistemas y los elementos que los componen, -con más las volátiles delimitaciones entre estos dos conceptos abstractivos tan caros a toda pretensión metodológica-. La salud mental, o mejor deberíamos llamarla en este caso sencillamente cordura, es nada más ni nada menos que el producto de un acuerdo, es decir que únicamente quienes se ajustan a parámetros convenidos previamente de manera tan taxativa como arbitraria -y ello en función de pruritos sociales más o menos espurios o altruístas según el caso-, son considerados sanos y aptos para interactuar libremente con sus semejantes dentro de la red estructural que determina la pertinencia de las acciones ejecutadas en tal ámbito. Ahora bien, desde la óptica de quienes detentan el poder, toda argumentación relativista que haya sido opuesta a tales axiologías paradig208
Los fuegos de San Juan máticas ha sido considerada, casi sin excepción, como subversiva, y por ende pasible del más oprobioso anatema correspondiente a la cultura en la que se planteare. Desde que había conocido doctrinas como ésta, a las que pasaba revista mental luego que Magdalena se hubo retirado, siempre había adherido a ellas desde la propia red; y entonces cayó en la cuenta de que, salvo la fascinación intelectual y el romanticismo que lleva a considerar idealmente la ruptura de los convencionalismos propia de los estados de enajenación mental, nunca hasta ahora había considerado seriamente la eventual validez de los universos generados a partir de una elaboración diferente de los códigos de enclave existencial. En esta instancia, se encontraba forzado a considerar todas esas teorías desde una nueva y perturbadora perspectiva, ya que él mismo había sido testigo directo de situaciones que en modo alguno podían ser explicadas desde cánones ortodoxos de pensamiento o desde estructuras lógicas puntales del racionalismo. Vanos habían resultado hasta allí sus esfuerzos por ajustar tales experiencias a una continuidad coherente con la idea del mundo que lo había sustentado hasta entonces, razón por la cual se encontraba navegando en las tormentosas aguas de lo que cualquier observador parado sobre la tierra firme que por fuerza él había dejado, consideraría abstrusos delirios de una mente enferma. Mas creía tener claro que no era el caso, que algo más que meras aberraciones producto de pato209
Gabriel Cebrián logías de índole psicológica estaba teniendo lugar allí, en ese pueblo, en las que de algún modo, diabólico quizá, se había visto involucrado. Y contra ese tipo de rupturas del orden natural, sea éste establecido o no por convencionalismos (de cualquier modo operativos solamente dentro de su esfera), no podía oponerse defensa alguna ateniéndose a los procedimientos correspondientes a su excluyente fenomenología. Unos leves golpes a la puerta lo interrumpieron en tales especulaciones. El Doctor Sanjuán pidió permiso, ingresó en la habitación y se sentó en la silla en la que rato antes había estado su hija. -¿Cómo está? –Le preguntó. -Bien, aquí estamos. -¿Le duele el pie? -No mucho, solo cuando intento moverlo. -Bueno, parece que ésto ya no va a ser necesario –dijo, mientras despegaba cuidadosamente las telas adhesivas y le quitaba el suero. -Es un alivio. -Debe tener apetito, seguramente. -Un poco, sí. -Concedió Gaspar, dejando de lado ya todo remilgo referido a sus anteriores pruritos respecto de la probable ingesta de substancias extrañas. -Ya he indicado a Haydée que prepare una cena adecuada a su convalescencia. Pero antes de ello, me gustaría, si está usted dispuesto, abordar ese tema que le mencioné más temprano. 210
Los fuegos de San Juan -Sí, más que dispuesto, fíjese. Es precisamente motivo de sumo interés para mí. Me encantaría dejar bien claras algunas cuestiones, de una buena vez y para siempre. He comenzado a pensar que mi salud mental depende de ello, ¿sabe? -Lo sé, y ésa es también mi preocupación. Antes que nada, y para zanjar de plano el asunto, le comento que no puedo dejar de advertir un cierto recelo que ha desarrollado usted respecto de mi persona. Creo saber a qué se debe, pero me gustaría que me dijera lo que tenga que decirme a ese respecto previamente a todo lo demás. -Bueno, de todos modos, supongo que mucho tiene que ver todo lo demás con ese recelo que cree usted advertir. Mire, voy a serle absolutamente franco, porque siento que ya no tengo nada que perder. Usted sabe, muchas personas han venido diciéndomelo... -¿Diciéndole qué cosa? -Eso, que no tengo ya nada que perder. Y usted sabe, si todo el tiempo están diciéndole que es un perro, lo más probable es que acabe ladrando. -¿Quién le ha dicho eso? -Y, todos los que al parecer han contraído el síndrome de Cañada del Silencio, que por otra parte ya no sé si considerarlo un conjunto de síntomas correspondientes a una determinada y extraña etiología o algo mucho más complejo y de alcances que hacen más a espiritualismos que a cientificismos. -Vea... 211
Gabriel Cebrián -Lo grave del caso es que ello pone en jaque el rol que he venido a desempeñar aquí, es decir, siento que he cobrado honorarios por una tarea que, ahora, no sé si estoy capacitado para desarrollar, toda vez que ni siquiera alcanzo a comprender la naturaleza última de lo que está ocurriendo, dentro o fuera de la psiquis de las personas involucradas. Así que estoy evaluando seriamente la posibilidad de devolverle el dinero que me ha adelantado y marcharme. -De eso, ni hablar, mire. -¿Perdón? -Me refiero al dinero, solamente, por supuesto. En lo demás, es usted un hombre libre. No me es grato en modo alguno que tome esa decisión, pero no puedo hacer otra cosa que respetarla. -Hablando del dinero, y esas cuestiones... fíjese en ésto: las habladurías, tanto aquí en Cañada del Silencio, como en Montemar, lo sindican como una persona inescrupulosa y manipuladora, ¿sabía? -Lo sabía, y le recuerdo que ese tema ya lo hemos hablado antes... -¿Teme a que me reitere? -No, yo no he desarrollado esa obsesión, a Dios gracias. Y dígame, ¿usted ha dado crédito a esas que bien califica de habladurías? -Estoy muy confundido. Mire, no lo tome a mal, pero... -Lo entiendo. Además de las dificultades de tratar con situaciones tan fuera de lo común, acaba de sufrir un serio accidente. Ya le dije, tal vez haya yo apresurado un poco este diálogo, y eso es debido a mi 212
Los fuegos de San Juan ansiedad por expurgarlo de esos síntomas que parece haber comenzado a mostrar... y a la frustración que me produce el hecho de haber perdido, en gran parte, su confianza y su consideración. -Pasa que... un magnífico sueldo para un trabajo mínimo, con más el pago de la locación de la casa que habito, sumado a todos estos comentarios, y a las experiencias que he venido atravesando... me han dado que pensar, y creo que cualquier persona, por ecuánime que sea... -Mire, no crea que no lo entiendo, me pongo en su lugar y es por eso que sigo creyendo que es usted el hombre que necesito. Cualquier otro en su lugar, ante las baterías que parecen estar descargando sobre nosotros, ya habría salido disparado presa del pánico. -No crea que no lo he pensado... –dijo Gaspar con pesadumbre, y el Doctor Sanjuán soltó una ruidosa carcajada. Esa explosión anímica espontánea tuvo mayor predicación que todas las anteriores argumentaciones, ya que por un momento el joven sintió nuevamente que tal vez el Doctor fuera uno de los últimos bastiones de sensatez en aquellos extraños parajes. Mas esa misma sensación le provocaba emociones paradójicas, sentía miedo de dejar de temerle, le hacía aparecerse a sí mismo como la presa que busca cobijo en las propias garras del predador. -Vuelva a confiar en mí, Gaspar. Estoy seguro que me ayudará, ayudando a mi gente. Principalmente a la pobre Magdalena. Y del tema ése del dinero no hable más, ¿quiere? Soy yo el que me siento en 213
Gabriel Cebrián deuda con usted, y me está pareciendo escasa la paga para tener que enfrentarse a una patología tan peligrosa como la que se ha dado aquí, tan peligrosa que ya ha socavado los cimientos de una persona cabal y formada como lo es usted. Y encima, ha sufrido un accidente terrible. -Bueno, pero ésa no es responsabilidad suya. -Tal vez no lo sea, pero no puedo evitar sentirlo de ese modo. Hablando de cosas prácticas, ¿se ha dado el suero antitetánico? -Sí, el año pasado tuve que administrármelo al herirme con un espino jugando fútbol. -Bueno, en ese caso, solo será necesario que tome estos antibióticos cada ocho horas. Bueno, mi nariz me dice que Haydée está terminando de preparar la cena así que... –se incorporó y fue hasta el armario, lo abrió, extrajo una silla de ruedas, la desplegó y ayudó al joven a incorporarse sobre el pie sano y ocuparla. Gaspar pudo ver un voluminoso pero prolijo vendaje manchado de yodo en su extremidad herida. Le dolió un poco en la maniobra. Calculó que pasarían varios días antes que pudiera volver a pisar.
II
El Doctor lo condujo hasta el comedor y lo ubicó en la cabecera de la mesa, que estaba ornada con un arreglo floral en su centro. Magdalena ya estaba allí, sentada a su izquierda. Lucía una sugestiva blusa 214
Los fuegos de San Juan rosa pálido, y un collar de piedras muy fino y al parecer antiguo. Sonreía mientras lo veía llegar impulsado por su padre, y él creyó advertir un cierto sarcasmo en su expresión. La saludó lo más casualmente que pudo, y decidió allí mismo que no iba a tolerar más intrigas, ni pullas, ni lo que fuere de su parte, como ya había dejado de lado las protocolares consideraciones para con su padre. Tal vez había estado muerto realmente, tal vez ello había modificado en gran forma sus modos de relacionarse con los demás, tal vez era solamente que estaba cansado de esa cierta pasividad condescendiente que, mediante esa elaboración propia de los procesos psicológicos que opera de manera tan estratégica como inconciente, su superyó había aprendido a estructurar. -¿Cómo te sientes? –Le preguntó ella, con un interés que asimismo halló fingido. -Bastante bien. -Ya lo creo que deberías –agregó con desenfado, -ya que bien podrías estar ahora viendo crecer las plantas desde abajo. -Oye, no empieces a comportarte como una niña traviesa, ¿quieres? –recomendó el Doctor. -Déjela, ya la conozco –dijo Gaspar. -Ah, ¿sí? ¿Y qué tan bien me conoces, a ver? -Bastante más de lo que tu orgullo estaría dispuesto a admitir –le respondió, y la frase fue celebrada con risas por parte de Sanjuán, mientras ella le clavaba una mirada sugerente, como indicándole que era capaz de referir la circunstancia de su encuentro carnal nomás para avergonzarlo frente a su padre. 215
Gabriel Cebrián -Sí, fue un espantoso accidente –volvió al tema la joven. -Hablemos de otra cosa, por favor –sugirió algo molesto Sanjuán. -Por mí, no hay problema, no me afecta en lo más mínimo. Salí bastante bien de allí, así que me gustaría saber detalles de él. Hoy temprano me dijo que habían muerto dos personas, ¿no es así? -Sí, lamentablemente –asintió el Doctor mostrando pesadumbre. -Tal vez te interesaría saber de quiénes se trata. -¿Sí? –Inquirió Gaspar, que presumía vagamente la respuesta, a tenor de la intriga implícita en el insinuante comentario y, sobre todo, porque solamente conocía o creía conocer a dos de los pasajeros que viajaban en el vehículo siniestrado. -Se trata de la pequeña Annie y un anciano que aún no ha podido ser identificado, y que al parecer viajaba con ella –informó, como a su pesar, el Doctor. – Pobrecilla niña, era traviesa pero estaba llena de vida. -¿Le parece? –preguntó Gaspar, totalmente dispuesto a patear el tablero. -¿Por qué pregunta eso? -Porque su hija me dijo que era su hermana gemela, que había muerto hace ya bastante tiempo atrás. La aseveración cayó como una bomba. Magdalena lo miraba con ojos desorbitados y casi boquiabierta. Sanjuán echaba chispas por los ojos viéndolos a ambos, alternadamente. Gaspar tomó una hogaza de 216
Los fuegos de San Juan pan casero, cortó un pedazo con los dedos y lo comió, tranquilamente. Si iban a jugar duro, él haría lo propio. El Doctor, tras gran esfuerzo, se sobrepuso e insinuó que tal vez eso habría sido dicho en situación de terapia, y no consideraba positivo el hecho de traerlo a colación en ese contexto. Y agregó que de todos modos, los tres sabían ya del temperamento fantasioso de su hija. -Fantasía, mis calzones –dijo destempladamente Magdalena, mientras se incorporaba para retirarse. – Tú, eres un lengualarga y un traidor. Y tú, deja de acusarme de fantasiosa cuando el primero que niega la realidad, eres tú mismo. Yo sé que te causa dolor, pero no por eso voy a dejar que me acuses. -Siéntate. No llevemos esto a la tremenda. Tengamos una cena en paz, por favor. Por lo demás, no se lleve una mala impresión, Gaspar. Me abochornaría, si no lo considerase ya un miembro más de la familia. -¿Uno vivo o uno muerto? –Preguntó con sorna Gaspar, y esta vez fue Magdalena quien festejó con risas, mientras él se regodeaba con la novedosa sensación de provocar una situación semejante sin el menor compromiso anímico. -Está bien, cambiemos de tema –concedió la joven, mientras volvía a tomar asiento. El Doctor, en tanto, continuaba visiblemente molesto. –Supongo que será mejor abordarlos de a dos, ya que aquí mismo tres parecen ser multitud, ¿no creen? -No sé –dijo Gaspar. –Veo que estamos todos involucrados en el mismo asunto, y recién mismo el 217
Gabriel Cebrián Doctor me incluyó en la familia, así que bien podríamos plantearnos la posibilidad de efectuar una terapia sistémica –esta vez padre e hija se sumaron al festejo. Fue Sanjuán quien comentó: -Bueno, tal parece que el coma le ha sentado bien. Se lo ve distendido y ocurrente, ahora. -Lamento, en tal caso, haber resultado tenso y aburrido en las anteriores reuniones. Es solo que no había tenido tiempo de morirme y regresar, usted sabe. -Yo no quise decir eso –intentó excusarse, pero el volumen de las carcajadas de Magdalena lo tapó. -¡Por fin una cena divertida en esta casa! –Exclamó ella, entusiasmada, y añadió: -Ya que no me dejaste ir a vivir contigo, pídele permiso al jefe y quédate tú aquí con nosotros. -Él sabe que mi casa está a su disposición. Ya se lo he dicho, por si no lo sabías. -Y también sabe que mi cama está a su disposición. Ya se lo he dicho, por si no lo sabías tú –le respondió, desafiante. El Doctor entonces minimizó la cuestión, haciendo un gesto de desdén flexionando la muñeca hacia fuera. Gaspar terció, diciendo con fingido tono campechano: -Pasa, señorita, que usted va demasiado rápido conmigo. Yo solo soy un inocente muchacho de ciudad. Entró Haydée cargando la misma fuente de la anterior ocasión, mas en ésta el blanco de sus dientes se mostraba en el ostensible contraste de una sonrisa inédita. Algo había cambiado allí, definitivamente. Sirvió las porciones de un guisado que se veía muy 218
Los fuegos de San Juan bien, aunque al igual que en la vez anterior, los contenidos cárneos eran difíciles de clasificar en una especie determinada. Luego de probar, debe haber realizado algún gesto demostrativo de tal incertidumbre, toda vez que el Doctor le comentó que era la carne de un cerdo salvaje que había cazado unos días atrás, y que le gustaría realizar otra excursión de caza con él ni bien pudiera caminar sin dificultad otra vez. -Por otra parte –añadió,- puede comerla tranquilo. He dado indicaciones a Haydée para que no agregue ninguna substancia extraña. -Ah, claro, una de ésas que atrae la niebla a través de la cual uno se comunica con los muertos, dice. -No, yo solamente me refería a especias exóticas. -Oh, disculpe –se excusó falsamente. -Está bien, mi hija y yo sabemos qué cosas se dicen por ahí. -Y también sabemos porqué se dicen –agregó enigmáticamente Magdalena, provocando un gesto de fastidio más en su padre. -Lo sé, ya lo he hablado con tu padre. -Parece que es palabra santa, la de mi padre, para ti. -Yo no he dicho eso. Pero en tren de pareceres, encuentro que se expresa en términos razonables, sí. -Sí, ése es su fuerte. Y el tuyo. -Pues claro, así es el modo en que la humanidad evoluciona –observó Sanjuán. -Si no fuera por ello, estaríamos peor que antes de la Edad Media. -Tú sabes bastante de esa época, ¿verdad? –Preguntó desafiante la joven. 219
Gabriel Cebrián -Claro, por supuesto –se adelantó a responderle Gaspar, y agregó: -Me dijo el Padre Carlos que el Doctor conoce vivencialmente la evolución del género desde sus mismos ancestros primates. -¡El Padre Carlos! –Exclamó Sanjuán. -¿Estuvo hablando con él? -Sí, en el bar de Montemar, un rato antes del accidente. -Es una gran persona. Lástima que todas las habladurías y su particular tendencia a ver el demonio en todos lados lo llevaran a semejante desquicio... -Bueno, él piensa, en su locura, que usted, si no es el mismo demonio, es primo hermano suyo, o su sobrino, tal vez. -Lo sé, ha hecho oídos a ese mensaje loco que han echado a rodar, ya le he dicho por qué motivos. -Todo es una locura, por aquí. –Señaló Magdalena, y añadió: -Quién sabe. Tal vez seas, en el fondo de ti mismo, un avatar de las dinastías infernales, y aún no lo sabes. -Ésos mismos son los modelos de pensamiento disorsionado que dan origen a estas calamidades. En tren de suposiciones, cualquiera de nosotros podría ser algo así, pero el sentido común debe y tiene que descartar esas falacias, al menos si se pretende discutir en términos serios. Es por eso que cuento con Gaspar, porque se ha mantenido impermeable a toda la sarta de patrañas que le han venido diciendo, ¿no es así? -Sí, parece ser que soy un tipo impermeable. Media hora debajo del agua fangosa y aún aquí estoy, vea. 220
Los fuegos de San Juan Oigan, dejemos eso ya. Si Belcebú anda por aquí, ya aparecerá solito. Si Haydée es una antiquísima bruja que dio el legado del Vudú a la catinga centroamericana, ya mostrará sus polvos y nos convertirá a todos en zombies, o al menos a algunos de nosotros. Yo les digo, me atendré al fenómeno. Y evaluaré de acuerdo a las circunstancias que se vayan produciendo. En balde me he roto la cabeza desde que llegué aquí, queriendo imponer reglas metódicas a situaciones caóticas, así es que procuraré realizar mi labor según sus cánones normales cuando las situaciones lo ameriten, pero no pretenderé manejarme dogmáticamente frente a problemáticas planteadas fuera de toda lógica y raciocinio. Doctor Sanjuán, yo entiendo y comparto su impronta de acotar los fenómenos a contextos de normalidad, pero he de decirle lo que me imagino que de todos modos ya sabe, y que la negación de tal evidencia lo hará, mínimamente, pasible de duda respecto de sus intenciones: he de decirle, digo, que aquí, en este pueblo, suceden cosas fuera de toda explicación racional. Y que por más esfuerzos que nuestra objetividad haga por desecharlas, no podríamos hacerlo sin caer en otra patología mental, que es la de negar la validez de cualquier cosa que se no ajuste a nuestros parámetros. -¿Qué puedo yo decirle? Simplemente, estaré atento a todos esos fenómenos que usted dice haber atestiguado, claro que reservando mi cuota de escepticismo, la que afortunadamente me ha ayudado a mantener la cordura en este contexto a través del paso de los años. 221
Gabriel Cebrián -Has dicho una palabra clave, según yo entiendo las cosas –le señaló su hija. –“Contexto”. Dicen que si en un grupo de personas, están todas locas menos una, probablemente el loco sea ése uno y no el resto. Entonces se enredaron en una larga discusión sin mayores fundamentos, durante la cual Gaspar no hizo sino revisar su nueva actitud mental. Ya no sentía miedo. Pero ardía en la hoguera de una curiosidad abrasadora que lo inclinaba a decidir, al margen de cualquier cosa que pudiera ocurrirle, que se quedaría allí hasta desentrañar qué demonios era lo que estaba teniendo lugar en Cañada del Silencio.
III Declinó la ayuda del Doctor, quien había insistido en asistirlo en ocasión de volver a su aposento. En él había un pequeño baño en suite, ubicado a la manera de las habitaciones de hospitales, y no tuvo mayores dificultades para valerse por sí mismo en los actos de higiene necesarios y la vuelta a la cama. El dolor en su pie había devenido en una fuerte comezón, por lo que supuso que estaría cicatrizando ya. Tendido otra vez sobre el lecho sobre el cual había tenido su viaje a la infancia, se preguntaba qué aventuras oníricas le depararía esa noche, cuando recordó que debía tomar el antibiótico. No pudo dejar de observar la inferencia que lo llevó de un pensamiento al otro, 222
Los fuegos de San Juan droga más, droga menos, y sonrió a cuenta de sus mecanismos internos. Apagó la luz. De cuando en cuando se oía el motor de algún automóvil, o ladridos más o menos cercanos. Solo un sonido irregular pero constante llegaba a sus oídos; era el de una radio, probablemente proviniente de la habitación de Magdalena. Reconoció la cortina musical del noticiero de medianoche de una popular emisora capitalina, y se percató que desde que había llegado allí, no había tenido la menor noticia del mundo exterior. Era un detalle más que parecía contribuir a la idea que el pueblo maldito lo había tragado, y que tal vez lo haría más tarde en un sentido menos metafórico aún. Pero halló que no era momento para volver a sus recientemente abandonados melindres. Simplemente se dormiría, y tal vez podría otra vez aprovechar sus nuevas capacidades y concientizar la información que en ese campo le era dable cosechar, últimamente. Lo que llamamos realidad es simplemente un consenso, que alcanzamos sometiendo los datos perceptuales a elaboraciones predeterminadas por una metodología de carácter inductivo y sujeta a las estadísticas que este tipo de consideración impone. Mas así como en determinado estadío del pensamiento abstracto fueron elaboradas teorías matemáticas que parecían agotarse en su mero ejercicio teórico, y luego demostraron ser operativas en distintos órdenes de fenómenos aceptados por el consenso pri223
Gabriel Cebrián mario, es dable plantear al menos como factible la posibilidad de elaborar diferentes modos de abordaje sistemático de aquellas secciones de la realidad que históricamente han sido consideradas caóticas, dada su índole aparentemente fantasmática y sin el menor valor ontológico. Salvo algunas culturas –en algunos casos descalificadas liminarmente al colocarles del rótulo de “primitivas” en un sentido por demás peyorativo, y en otros consideradas imbuídas de un espiritualismo que imposibilitaría cualquier acierto objetivo-, la única aproximación que parece aceptar nuestro statu quo cultural al reino de los sueños experimentado por el ser humano, o al menos por una parte de él no menos real que cualquier otra, es la ineficaz, falible y remanida interpretación simbólica. De nada vale oponer a tan excluyente cisterna oficializada los esforzados trabajos y sacrificios personales efectuados sobre sí por un monje tibetano para acceder a un fehaciente control de tales menesteres oníricos, ni tampoco el tenaz ejercicio en la exploración psicodélica que a través de las plantas visionarias ejecuta el chamán amazónico con idéntica finalidad. Es dable sospechar, en este estado de cosas, que no es sino debido al carácter esencialmente mercantilista y hegemónico de la cosmovisión reinante que se despejan ciertas cuestiones y son condenadas a la oscuridad, simple y sencillamente porque no solo no representan avenidas hacia sus intereses de dominación y de opulencia malhabida en desmedro de la mayor parte de la humanidad, sino porque sí pueden eventualmente constituirse en 224
Los fuegos de San Juan avenidas hacia otro nivel de existencia más espiritualizado y más justo; por ende, más objetivo.
El melodioso canto de un pájaro lo trajo de nuevo a sus sentidos. Abrió los ojos, ya era de día, pero estaba en una habitación distinta, con grandes ventanales en todas direcciones y, por lo que se veía, casi a orillas del mar. A su derecha, se veía la playa soleada, y a su izquierda médanos y vegetación propia de la zona. En ambas direcciones todo se veía desierto, a no ser por las aves que volaban cerca de la orilla y las que cantaban a su alrededor. ¿Cómo había llegado allí? Se incorporó y fue hasta la puerta. Tal acción le hizo tomar conciencia en un tris que debía estar soñando, dado que su pie no estaba herido y podía caminar normalmente. Sin embargo todo era tan claro y natural... salió y observó que el sol se encontraba ya cerca del cenit, y cuando miró hacia el mar, desde la altura del médano en el que estaba emplazada la vivienda, registró atónito unos centenares de metros mar adentro una nave antigua, de casco de madera, aparentemente encallada. Llevó su mano izquierda a la barbilla, en gesto de perplejidad, y notó que su barba había crecido mucho. Miró entonces su pie izquierdo y notó un par de cicatrices grandes que recorrían su talón. La tarde anterior había vuelto a la infancia, esta vez parecía haberse ido al futuro, en una playa de Montemar, donde era visible aún el casco de un bajel hundido hacía ya mucho tiempo. O tal vez lo habían narcotizado y había dormido durante 225
Gabriel Cebrián largo tiempo hasta despertar allí, tan vívida era la siuación que costaba analogarla a un sueño. Caminó arenas abajo, las sentía calientes en las plantas de los pies. Luego, a medida que se acercaba a la orilla, sintió primero la fresca humedad de la superficie alcanzada por el flujo de la pasada marea nocturna y luego el frío, más intenso por el contraste, de las pequeñas ondas de agua cristalina. Un par de gaviotas pasaron graznando sobre su cabeza. El sol estaba fuerte, así que tomó un poco de agua en el cuenco de sus manos y se mojó el cabello. Todo era perfectamente real, en cualesquiera fuesen los términos de evalúo que pretendiera implementar. -Bueno bueno bueno... –dijo una voz a sus espaldas, propinándole un fuerte sobresalto. Se volvió tan repentinamente que sintió un fuerte tirón en los músculos del cuello, y vio que quien le hablaba era el viejo ciego. -Miren quién ha vuelto por aquí –continuaba diciendo. -Me dijeron que usted había muerto –le señaló Gaspar, algo repuesto de la sorpresa y decidido a recuperar las ínfulas que había mostrado la noche anterior, o quizá esa misma noche, o una noche hacía unas cuantas, vaya a saber, allí y entonces. -Yo mismo se lo he dicho, la otra vez que nos vimos. Bah, que usted me vio a mí, por supuesto –aclaró, mientras su cuerpo se sacudía con leves reflejos de risa. -Advierto que no ostenta la misma gravedad que en nuestro anterior encuentro... 226
Los fuegos de San Juan -No, claro que no. Verá, en realidad no sé muy bien si se trata de nostalgia, de envidia, o de otra emoción negativa por el estilo, pero el hecho es que solamente experimento tal estado cuando me relaciono con personas vivas. -¿Acaso sugiere que yo ya no lo estoy? -No lo sugiero, lo afirmo. -Entonces... ¿ésto qué es? ¿Acaso el infierno, o tal vez el purgatorio? -Ninguno de ambos. En todo caso, yo lo llamaría “El limbo de San Juan”. -Ah, ¿sí? Pero en rigor de verdad, he de decirle que me siento vivo, o, en todo caso, dormido, y proyectando mi imagen corporal al mundo de los sueños. O sea, usted no sería otra cosa que una configuración ilusoria de mi mente en estado de letargo. -Yo no sería otra cosa que eso, ¿verdad? Bueno, no lo había visto de ese modo. Tal vez sea cierto, pues. -Claro, uno no puede andar muriendo todos los días, ¿no? -¿Por qué dice eso? -Porque según usted me contó, murió, luego de haber sido flagelado, en un naufragio, hace cosa de doscientos años; si no me equivoco, en el naufragio del barco aquél que puede divisarse por allá... -Tal vez lo haya dicho así, tal vez lo haya hecho porque era la única manera entonces de que usted pudiera entenderlo. Lo cierto es que la muerte no es algo tan absoluto y definitivo, o a veces lo es. Hay una frontera que suele ser más o menos difusa, hasta donde yo sé. Y tanto más difusa se torna cuando uno 227
Gabriel Cebrián se topa con entidades como ése que se hace llamar Sanjuán. Por eso le digo, me resulta molesto en un sentido anímico relacionarme con personas vivas, en el sentido que dan a esa palabra los individuos que habitan el único lugar al que han sido arrojados y jamás cuestionan sino en teoría. Por eso le digo que usted ya ha muerto, aunque en realidad no pueda ya morir o pueda hacerlo mil veces más, en este limbo, en esta niebla en la que el maldito nos tiene encerrados para acrecentar su propio poder a costas del nuestro. Ya no es usted un hombre. Quizá camine por la tierra, coma, beba y hasta fornique, durante algún tiempo más, pero hay algo que ya no le pertenece. -Me gustaría saber a qué se refiere. -A su persona. A su voluntad. A lo que hasta ahora, mal o bien, conciente o inconciente, sabio o estúpido, en sueño o en vigilia, lo hacía individuo. Algo que bien podría llamarse, en cierto modo, alma. -Ahá. Ahora pertenece a Sanjuán, ¿es eso? -Ahora no hay diferencias. Usted es yo, es Annie, es Magdalena; y todos juntos no somos más que un pequeño teatro de marionetas en el descomunal tablado del desgraciado que nos está abigarrando en un solo espectro y nos está obligando a representar el drama a través del cual intenta volver del abismo y encumbrarse en su Olimpo personal. -Hay algo que no entiendo. -¿Algo? Lamento decirle, querido novato aquí en nuestra alma colectiva, que aún hay demasiadas cosas que no entiende. Espero tener tiempo suficiente 228
Los fuegos de San Juan para darle la mayor cantidad de precisiones. Mire, uno no pierde, a pesar de todo, la ilusión de un día romper el círculo y morir como corresponde. -Si somos eso que usted dice, y Sanjuán nos ha atrapado en sus redes metafísicas, y es amo absoluto y poseedor de un control total sobre nosotros, ¿cómo es que tanto usted como las mujeres tienen tantas oportunidades para alertarme e intentar conspirar? -Navegando en los mares del sur, he visto cómo las orcas juegan con las crías de los lobos marinos una vez que los han atrapado y arrojado a sus dominios, antes de devorarlas.
IV
-A veces me divierto llamándolo –prosiguió el extraño ciego,- a veces el limbo se me hace tan insoportable que hasta prefiero las torturas a las que ese sádico es tan afecto que la medianía de mi deambular por estas costas. -¿Y cómo hace para convocarlo? -Ya lo sabe. No tiene más que pronunciar palabras o frases en forma reiterada. ¿Quiere probar? -Adelante, dése el gusto, llámelo. De todos modos, esto es un sueño. Aunque ante todo me gustaría saber por qué razón es él tan susceptible a las reiteraciones. -Usted es el psicólogo. -¿Y eso qué tiene que ver? 229
Gabriel Cebrián -Que debería tener en cuenta que muchas enfermedades obsesivas se manifiestan mediante la reiteración de frases o palabras. -La verdad, maneja términos muy actuales para ser un marino de hace dos siglos. -Es que ya le he dicho, yo soy usted, ahora, también. -¿Y cómo yo no sé las cosas que usted sabe, entonces? -Usted recién llega, y aún no conoce los códigos. En primer lugar, podría decirle que revise las nociones de psicología evolutiva, o bien que no intente trasponer los tipos lógicos del mundo cotidiano a este limbo, o que tenga en cuenta que no es usted el único que produce en sí mismo cambios intelectuales o anímicos; pero es que no encuentro incongruente que un viejo y ciego marino muerto hace tanto tiempo pueda dar voz a tales pensamientos, ya que de todos modos, para usted, ésto no es más que un sueño común y corriente. Su llegada ha enriquecido mi conciencia, del mismo modo que la llegada de ambos y de muchos otros fortaleció la del maldito. A continuación, y sin esperar una nueva señal de acuerdo de parte de Gaspar, inició el recitado de la ya familiar cita bíblica, con aire de letanía: -Entonces vi que emergía del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos. Entonces vi que emergía del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos. Entonces vi que emergía del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos... 230
Los fuegos de San Juan A la cuarta vez que pronunció la frase una espesa cerrazón comenzó a levantarse desde el mar, y fue tan rotunda y veloz en su formación que a poco estaban absolutamente rodeados e igualados en su condición de no videntes. Al inhalarla, otra vez ardieron, primero su nariz y más luego sus pulmones. Su cuerpo se puso tenso de modo tal, que le pareció inapropiado por completo asimilar la experiencia a un sueño, o al menos, a uno corriente. Al mismo tiempo se hacía patente la sensación de un miedo angustioso, que estaba de regreso en él a pesar de todas las bravatas que había manifestado subido a la arrogancia de su nueva condición anímica. Entonces algo como un rugido surgiente del abismo atronó en derredor, y sintió como si un tifón lo levantara en vilo y lo arrastrara en un vuelo loco y desmañado. La inercia y la sensación de estar siendo sometido a una feroz fuerza centrífuga lo arrojaron a un indeterminable lapso de inconciencia. Cuando volvió a sus sentidos (difícil sería definir como despertar a tal recupero contextual), estaba otra vez atado a la cama, pero en la habitación de la casa en la playa donde había iniciado esa secuencia, que en principio había considerado un sueño. Su nariz se veía afectada aún, pero ello era debido al fuerte olor del combustible que con un bidón el Doctor Sanjuán vertía generosamente sobre él, la cama, y en derredor del único ambiente que parecía constituir la vivienda. Se desesperó, forcejeando intensa pero vanamente con las amarras. Al comprobar lo infructuoso de sus esfuerzos, intentó la vía 231
Gabriel Cebrián del diálogo, procurando demostrar una entereza que en realidad estaba lejos de poseer: -Parece que ha decidido quitarse la máscara, por fin –dijo, y tuvo la certeza de que ya había pronunciado las mismas palabras en casi idéntica situación. -¿A qué se refiere? -A que finalmente se presenta en su rol verdadero, el de un sádico manipulador afecto a propinar tormentos y muerte a quienes depositan su confianza en usted. -Oh, pero no es eso lo que estoy haciendo –opuso, mientras se detenía en su acto de verter el combustible. –Ésto es parte de la terapia. -Ah, por supuesto, ya entiendo. Va a esterilizarme mediante una exposición directa al fuego. -Bueno, puede decirse así, pero según yo creo podría resultar mucho más apropiado decir que hay un montón de basura espiritual que usted rápidamente ha recogido desde que llegó a estas tierras, y que el método más rápido y eficaz de expurgarla que conozco, es éste. Tal vez le parezca un poco cruento, pero no lo es tanto. La sensación de arder puede al cabo resultar dulce, si no se concentra tanto en el costado doloroso. Aparte, si hay algo que eleva en esta esfera, es el fuego. Y tras lo dicho, dejó el bidón sobre el piso y se encaminó hacia la puerta que daba a la playa. La abrió, extrajo un puro del bolsillo de su camisa, le arrancó un extremo a puro diente y lo escupió, dramáticamente, como si hubiese estado actuando una pelícu232
Los fuegos de San Juan la. Del mismo bolsillo tomó una caja de fósforos y, mientras encendía uno y pegaba fuego al cigarro, dijo, con la pronunciación propia de las dificultades labiodentales que tal doble actividad produce: -Verá que en unos breves minutos me estará profundamente agradecido por esto. -Oh, sí, no tenga duda –respondió Gaspar, irónicamente, mas presa de la angustia, en momentos en los que Sanjuán arrojaba el fósforo sobre el piso y una llama azulada en su base y tornasolando a índigos, rojos, naranjas y amarillos hacia arriba, se propagaba lenta pero inexorablemente. Sintió el intenso calor mucho antes que las llamas prendieran la cama, y ello ocurrió cuando el bidón a medio vaciar estalló. Se debatía en un tormento que había sido usual en tiempos pretéritos, cuando los hombres pretendían librarse de demonios encarnados arrojándolos a la hoguera, sintiendo la incongruencia ética que análogamente tienen que haber experimentado los justos cuando padecían la iniquidad de sujetos viles y encumbrados que, basados en falaces fundamentaciones y en función de conveniencias sociopolíticas, los condenaban. Muy pronto la agonía era brutal y lacerante, su cuerpo se convulsionaba por el sufrimiento, un torbellino de luces que parecía producido por millares de agujas clavándose ferozmente en todo su cuerpo se proyectaba ante él en curiosa sinestesia. Mas al cabo, y como había predicho Sanjuán, el ardiente tormento fue dando paso a una sensación de placer ambigua, de dura intensidad pero con un regusto dulce, erótico, proviniente desde un foco más 233
Gabriel Cebrián lejano que el de las llamas pero ganando terreno y provocándole una inversión balsámica y definitivamente sensual de la agónica experiencia. Debido al martirio padecido hacía instantes, se entregó gozosamente a la marea placentera que lo iba imbuyendo; pensó que tal vez estaba muriendo y que a medida que los estímulos dolorosos perdían efectividad, se iba produciendo aquel inesperado remanso entre ardores hedonísticos. Y tanto más de orden lujurioso le pareció cuando la sensación se concentró en su miembro, erecto y tan ávido como lo estaba él mismo a su consecuencia. El huracán de fuego cesó, y se encontró de nuevo en la habiltación del chalet de Sanjuán, donde creía haberse quedado dormido. Estaba maniatado también, y sobre él se agitaba Magdalena, haciendo intenso uso del falo que la penetraba, subiendo y bajando con ímpetu, voraz, salvajemente, y sin el menor prurito respecto de los gritos de placer que el acto le hacía soltar. No fue más que verla, ver ese maravilloso cuerpo vibrando sobre él con frenesí, ver los cabellos rubios sacudiéndose con los espasmos y embates que le propinaba, ver el rictus de pasión sin freno en aquellos rasgos finos y exquisitos, los delicados pechos sacudiéndose en parecida rítmica, y sentir el dulce ardor que en su pene producía la fricción enjundiosa de la que era objeto, y eyaculó profusa e inevitablemente, al mismo tiempo que ella anunciaba con gemidos y estertores la sincronicidad de sus orgasmos. Magdalena se dejó caer, agotada, sobre su pecho, y con voz suave y sensual le pidió disculpas 234
Los fuegos de San Juan por haberlo atado, y aclaró que lo había hecho porque temió que otra vez hubiera salido disparado en lo mejor. -Tu padre debe haberte oído –comentó él, agitado, todavía conmocionado por el derrotero de su psiquis a través de los viajes a esos raros reinos de conciencia, mas aún pendiente de las cuestiones sociales o al menos de la intención de no generar inconvenientes graves de esa índole. -¿Y eso qué? Ya soy mayor de edad, no sé si sabías. -Ah -dijo él, moviéndose por ciertas incomodidades que ya se hacían sentir debido a la posición obligada, -entonces puedo denunciarte por violación. -Oh, sí, cierto que eres un cabrón cobarde y pacato, al que es necesario atar si quieres sacarle el jugo –replicó, entre risas cuyas sacudidas hacían epicentro en el pene, algo fláccido ya, pero aún introducido en su cavidad vaginal. -Oye, suéltame, ¿quieres? -¿Irás corriendo a acusarme con mi padre? -No, no haré tal cosa. Solo que no me gusta estar atado, y la tensión que me provocas me ha hecho recrudecer el dolor en el pie. -Oh, pobrecito, deje que mami lo desate, a ver... Halló un solaz muy grato en la contemplación del hermoso cuerpo que sin proponérselo de modo alguno, había sido objeto de su apasionamiento momentos antes, y embelesado como estaba, las experiencias que lo habían antecedido, oníricas o no, perdieron por unos momentos el filo amenazador y proba235
Gabriel Cebrián blemente desequilibrante que habrían tenido de no haber sido rematadas de esa manera tan intensa como inesperada.
V
Al día siguiente encontró que su pie ya casi no le dolía; no obstante, y al serle alcanzado el desayuno en una bandeja prolijamente servida por Haydée, ingirió el comprimido de antibiótico indicado. Luego probó una de las tostadas untadas con manteca y una especie de mermelada color pardo, descubriendo con desagrado que estaba elaborada en base a nueces. Instantáneamente recordó lo que había dicho el Padre Carlos acerca de muertos enterrados al pie del nogal, y pensó en ir hasta el baño a escupirla, mas todos los movimientos que debía realizar al efecto, como subir a la silla de ruedas, o ir saltando en un pie, le parecieron excesivos, así que la tragó ayudado por unos tragos de café con leche. Al fin y al cabo, el abono era sustancia orgánica, y poca diferencia hacía que fuera tejido animal, humano, vegetal, estiércol o lo que fuese. De cualquier modo, y en orden a un rechazo atávico resistente a toda argumentación, declinó el resto de las tostadas, acabó el café y comenzó a vestirse. En eso entró el Doctor. -Buenos días, joven amigo. ¿Cómo ha pasado la noche? -Y, un poco movidita, qué quiere que le diga... 236
Los fuegos de San Juan -Ah, ¿sí? ¿Qué pasó? ¿Acaso lo molestó la herida? -No, eso parece estar mucho mejor. Me refiero a que últimamente estoy teniendo sueños muy extraños, ¿sabe? -Usted dice, ¿después del accidente? -No, desde antes de él. Eso es lo que llama mi atención, sucede desde que llegué a este pueblo. Incluso antes de que cualquier agente físico o metafísico pudiera haber alterado mi psiquismo. -Sin embargo, usted me contó que ya la primera noche se topó con la pequeña Annie... -¿Y eso le parece razón suficiente para generar el tipo de ensoñaciones que le comento? No sé, es una pregunta... -Bueno, usted se mostró muy impresionado por ese primer encuentro. Y vaya que lo entiendo; si mal no recuerdo, ya en ese momento lo advertí de las extraordinarias capacidades de esa pobre sabandija. -Si, así fue. Tal vez tenga razón. -Hombre, pero no crea que estoy minimizando las cuestiones que tienen que ver con esos sueños. Vaya si me preocupa. Lamentablemente, he de decirle que he visto ya a demasiadas personas comenzar con ese tipo de síntomas y luego perder la cabeza. -No dramaticemos, no parece ser mi caso. Es solamente que intento, con todo mi esfuerzo, averiguar qué diablos es lo que está pasando acá. Oiga, creo que esa silla de ruedas no solo no me sirve de mucho sino que me deprime, un poco. No creo estar tan imposibilitado. ¿Por casualidad no tendría un par de muletas? 237
Gabriel Cebrián -Sí, aguarde un momento. -Dejó la habitación y regresó al cabo de unos instantes con lo requerido. -Oh, así está mucho mejor –comentó Gaspar, ya de pie y feliz de valerse, en forma limitada pero no obstante eficaz, por sus propios medios. –Verá, le agradezco infinitamente todo cuanto ha hecho por mí, una vez más, pero la verdad es que me gustaría ir a casa. Necesito tomar un baño, cambiarme de ropas... -Como prefiera, mas tenga en cuenta que Haydée podría ir a buscarla, y usted permanecer acá, a nuestro cuidado; sé que puede valerse bien por sí mismo, mas no hace falta que esté esforzándose. -No, le reitero mi gratitud, pero necesito volver a mis rutinas, que últimamente no han sido muy rutinarias que digamos, en todo caso, pero qué va a hacer... -Ya que se lo ve tan bien, me agradaría hacerle una propuesta. ¿Qué tal si vamos al campo a cazar, nuevamente? -¿Cuándo? -Ahora mismo, o después del almuerzo. Como lo prefiera. -Me siento bastante bien, sí, pero creo que no seré muy efectivo en trance de caminar y disparar a un tiempo, con muletas. -Está bien, pero podemos cazar desde el auto. Sé de unos lugares en donde las perdices e incluso liebres anidan cerca de los alambrados a la vera de los caminos menos transitados. Podemos dispararles sin descender del vehículo. En caso de cobrar alguna presa, yo mismo me apearía y la recogería. 238
Los fuegos de San Juan -Ah, ¿sí? -Claro. Pero de todos modos, es una excusa para que tengamos oportunidad de conversar a solas y más distendidos, vio como ayuda este deporte a tales actividades. -Bueno, está bien. ¿Vamos? -Aguarde un segundo que alisto las armas y municiones. En diez minutos salimos.
El automóvil se sacudía debido a lo irregular de la superficie del camino de tierra por el que circulaban. Sanjuán había tenido la precaución de facilitarle un almohadón sobre el cual descansar su pie herido, y evitar asimismo los eventuales golpes que las sacudidas pudieren haberle provocado. Había que reconocer que, si iba a quedarse con su alma, lo que es a su cuerpo le prestaba serios cuidados en el entretanto. Gaspar iba con la ventanilla baja, la escopeta sobre sus piernas con el caño descansando sobre el borde y apuntando hacia fuera, lista para ser disparada ni bien apareciera una presa. Era el único arma, ya que el Doctor parecía oficiar solamente de guía y chofer. Sobre el asiento trasero descansaban las muletas y una bolsa de vituallas. -Las perdices son como muchas de las personas de por acá. Vuelan bajo, muy bajo... –dijo de pronto Sanjuán, a cuento de nada y con tono pensativo. Gaspar encontró algo remanida la observación, toda vez que conocía tal característica sin ser, ni mucho 239
Gabriel Cebrián menos, versado en temas campestres o de cacería, así que, para seguir con lugares comunes, repuso: -Por ahí no es tan malo. Volar bajo, digo. Si no, fíjese lo que le pasó a Ícaro. Hay veces que la ambición y la codicia llevan a excesos que suelen pagarse muy caros. -Puede ser, pero para mí volar alto no necesariamente significa padecer de esas bajezas morales que usted dice. Volar alto tal vez signifique no aceptar los límites dados por una naturaleza timorata y conformista, por un temperamento apocado y esquivo a cualquier actitud de arrojo que pueda eventualmente acercarnos a noblezas y gratificaciones de orden espiritual. Yo lo decía desde ese punto de vista. Las perdices son animales bastante tontos, y por supuesto, su única virtud es saber esconderse o camouflarse para evitar a los predadores. Cosa muy distinta es un águila, por cierto. -Claro, pero la naturaleza ha distribuído así las características, en cada caso. Si todas las aves fuesen predadoras, seguramente el equilibrio ecológico se vería en serias dificultades. -Tiene razón, pero probablemente ése mismo sea el tópico que nos hace diferentes a la animalidad infrahumana. Una perdiz no puede, en modo alguno, convertirse en un águila. Pero un hombre rastrero y aprensivo, un hombre-perdiz, podríamos decirle, bien puede cambiar y convertirse en un hombre-águila. -Está hablando como un médico brujo de los Pieles Rojas, o algo así. 240
Los fuegos de San Juan -¡Vaya ocurrencia! Está bien, tiene razón. Es muy cierta su observación. Tanto como la que acababa de decirle, según yo veo las cosas. -En esa vena, me estoy imaginando que estas excursiones de caza tienen, al margen de esas oportunidades de conversar a solas y más distendidos que señalara hace un rato, otras funciones subrepticias... -¿A qué se refiere? -A que siento que esta actividad que me está enseñando es, en cierta forma, un modo de ejercer el rol de predador, y no puedo dejar de estabecer analogías con esa especie de evolución que acaba de sugerir. -Es un análisis muy interesante, y ciertamente es probable que haya sido en orden a tales consideraciones que lo he hecho, ahora que lo dice. Pero le aseguro que, en todo caso, ha sido producto de mecanismos inconcientes de mi parte. Pero ya no quiero expresar nuevamente mi admiración por su agudeza y su sentido profesional, pues siento que voy a incomodarlo con tanta reiteración. -A mí no va a incomodarme, lo que sí probablemente ocurrirá es que la bestia que surge del mar, o de la niebla, aparecerá aquí quién sabe en qué forma y nos someterá a sus designios. -Espero que lo haya dicho en broma... -Yo también lo espero. -¿Quiere hablarme de las pesadillas que tuvo anoche? -Supone que tienen que ver con lo que acabo de decirle, ¿no es así? 241
Gabriel Cebrián -Y, yo no sabré mucho de psicología pero conozco bastante bien la condición humana. -Demasiado bien, según se dice. -¿Según dice quién? No se ande con rodeos, dígame directamente lo que está pensando, pues. -Es precisamente lo que estoy haciendo. Me gustaría tener más claras las cosas, para así poder referirme a ellas sin este tono ambiguo que le hace pensar que estoy insinuando más de lo que digo. -De cualquier modo, usted ha dicho “según se dice”, y se supone que al menos debe saber quién o quiénes son los que lo dicen, ¿o no? -Oh, no, claro que no. ¿Cómo podría estar seguro de ello? No sé si son fantasmas, entidades independientes que ingresan en mis sueños, productos de mis fantasías inconcientes, alucinaciones, personas reales, espíritus, ángeles o demonios, fíjese. -¡Vaya confusión en la que está inmerso! -Ni que lo diga. -Cuando los cuadros se presentan tan complejos, la explicación más sencilla suele ser la adecuada. Aunque estoy seguro que eso también se lo he dicho, ya –observó, mientras detenía el auto. Gaspar se sintió repentinamente incómodo, dado que pensó que lo hacía para concentrarse en un diálogo que seguramente conllevaría recomendaciones relativas a su falta de objetividad. Sin embargo, el Doctor le indicó: -Muévase despacio. Apunte a la base del poste ése que tiene encima un nido de hornero. 242
Los fuegos de San Juan Gaspar lo hizo, aunque era incapaz de ver nada más que pastizales secos. Permaneció allí, con la mira fija en la dirección señalada, inquieto y temeroso de dar la espalda durante tanto tiempo a aquel sujeto. Cuando estaba a punto de volverse para decirle que no veía nada allí, los pastos se movieron. Apareció una liebre, que se incorporó sobre sus patas traseras y lo miró con curiosidad. Era un tiro absolutamente fácil, aún para un novato como él. El animal, por curiosidad y falta de criterio para advertir el peligro, se ponía al alcance de la muerte que en este caso, él representaba. No quiso establecer nuevas analogías, tanto la situación como su inevitable proceso de identificación con la presa estaban llevándolo al borde de la desesperación. Una simple contracción de los músculos de su mano derecha acabaría definitivamente con esa vida. Oyó que Sanjuán lo conmina|ba: “¿Qué espera? ¡Se va a ir!”. Entonces disparó; la liebre, al impacto del plomo hirviendo, dio de lomo contra el poste, y aún en posición vertical agitó brevemente las patas delanteras y cayó sobre su lado izquierdo, fulminada. Rato después retornaron al camino interbalneario, y la rotación de los neumáticos sobre el asfalto hacía mucho más placentera la travesía. A más de las muletas y de la bolsa de vituallas, ahora, sobre el piso delante del asiento trasero, una bolsa de plástico con el cadáver de la liebre. Iban llegando a Montemar cuando el Doctor tomó por una calle de acceso, y 243
Gabriel Cebrián luego de unas cuadras a través del pueblo, dobló por la avenida costanera. -¿Adónde vamos? -Vamos a tomar el almuerzo, a mi casa de la playa le informó. Tras lo cual volvió a girar por una calleja en dirección al mar, y aparcó frente a la pequeña y vidriada vivienda en la que había cobrado conciencia la noche anterior, donde había sido sometido al tormento del fuego.
VI
Desde los albores del pensamiento abstracto, y más aún a partir de la atribución de contenidos simbólicos a los primitivos fonemas y a los modos gestuales que los precedían y luego complementaron 1 , los intentos de establecer contacto con los mun-dos sutiles -especialmente las invocaciones y los votos en función de gracias vinculadas a la caza, a la fertilidad o a la salud-, hicieron reposar la certeza de su efectividad en el modo reiterativo de sus formulaciones. Ya en los rítmicos mensajes de los tam-tams está presente una métrica repetitiva que ya nunca más será dejada de lado, ni aún en las letanías o rituales más sofisticados. Esta caracterís1
Toda vez que en las etapas previas sería imposible establecer una diferencia esencial entre ambos sistemas de vehiculizar señales, dado que estaban acotados a un plano físico concreto en términos de espaciotemporalidad.
244
Los fuegos de San Juan tica nos induce a tentar dos líneas de análisis definidas pero concurrentes: la primera, más estructural, hace a la idea que toda formulación producida en el ámbito de la comunicación humana, no es más que una combinación hipertrofiada de aquellos rudimentos primarios y elementales que bien podrían reducirse a la fase binaria original (sonidos y gestos), surgida a partir de la irrupción del pensamiento simbólico abstractivo; y que si bien resulta apta para la intelección operativa del cosmos generado en orden a la sintaxis impuesta de este modo, independiente de todas las semánticas subsidiarias, lo hace a costa de un proceso de exclusión cercenatoria que no necesariamente debería ser asumido liminarmente como su contracara ineludible. La segunda, remite a lo dicho respecto de los intereses que motivaron los primeros intentos de establecer conexión con los ultramundos. Naturalmente estaban referidos a imperativos de los llamados instintos primarios: una abundante caza era reclamada por el instinto de nutrición, la sanación por el de supervivencia y la fertilidad, por el sexual o de conservación de la especie. Teniendo en cuenta que para nuestra cultura es casi un axioma que los desequilibrios psicológicos son efecto de la represión de tales necesidades atávicas, ya sea de la imposibilidad de procesarlas adecuadamente, -en unos casos-, o de los anclajes traumáticos en sus distintas etapas de desarrollo -en otros-, es dable concentrar la atención en esa aparente virtud de conjuro efectivo dada por el carácter reiterativo de la invocación ejecutada a fin de lo245
Gabriel Cebrián grar su feliz satisfacción. Análogamente, ésa parece ser la característica constante que aparece en la expresión típica de las neurosis paranoides, que induce a quienes las padecen -en mayor o menor medida según el grado de patología-, a repetir movimientos, palabras o frases de modo obsesivo. La mala noticia es que tal alienación, generada en el seno de una estructura y sin embargo obligada a confrontar con ella, sólo puede responder según los únicos códigos que le son asequibles, ingresando de este modo en una resolución falsa y que por ello mismo no hace sino agravar el cuadro, por cuanto arroja al sujeto a un laberinto cuya única salida está obturada por el propio andamiaje que la ha generado.
Observó que la casa era casi exactamente igual a la que había vivenciado la noche anterior, subido o no a su cuerpo físico. Mas esta vez pudo percatarse de que al menos había una cocina y un baño, ambos pequeños, además de el estar que la componía mayormente, en el que se encontraba la cama -en la que probablemente alguna parte suya había sido incinerada antes de despertar con Magdalena subida a horcajadas sobre él-, un sofá, una mesa y unas sillas. -Bueno, éste es el refugio en el cual me cobijo cuando vengo a pescar. No es nada importante, pero es cómodo. -Ya lo conocía. -Ah, ¿sí? Cuénteme, a ver... -Anoche mismo estuve aquí. 246
Los fuegos de San Juan -Ah, se refiere a los sueños ésos que me decía hoy. ¿Y cómo es eso? ¿Estuvo aquí, dice? -Sí, ya lo creo que estuve aquí. Y usted también. -Ahá. ¿Y qué sucedió, entonces? -No mucho. Yo estaba atado a la cama ésta, como la otra vez que desperté del coma. -Veo que lo afectó mucho el hecho de haber recuperado la conciencia después del accidente y encontrarse amarrado... -No creo que haya sido eso, en verdad... pero bueno, la cuestión es que usted rociaba todo con combustible, y luego pegaba fuego. -¡Eso sí que es disparatado! ¿Dice que lo quemaba vivo, a usted? -Sí, eso digo. Y antes, mientras vertía el combustible y encendía un puro, decía algunas cosas interesantes acerca de lo que sentía la gente al morir incinerada, que al cabo tuve oportunidad de comprobar. -¿Cómo es eso? -Si, tuve la vivencia total y en plena conciencia de estar muriendo en las llamas, aquí mismo, en esta sala. -Oiga, eso es algo tétrico, pero en verdad remarcable. Mas evidentemente no deja de ser un sueño, ¿no lo cree? -Le he dicho y repetido que los sueños que experimento últimamente no son tan ordinarios como los que solía tener antes. Y sabe qué, no me gusta repetirme aquí, en esta sala a la cual me condujo usted luego de ser invocado por el marino ciego en base a 247
Gabriel Cebrián una declamación reiterada de un versículo del Apocalipsis. -Ah, mire usted qué sofisticación... pero yo no pensaba incinerarlo a usted, vea. A lo sumo tenía esos planes para con los peces que vamos a atrapar una vez hayamos dado cuenta de la vianda que nos ha preparado Haydée. Me encanta la corvina a la parrilla, sobre todo cuando llega a ella casi viva... pero no vaya a interpretar lo que acabo de decir en la vena sádica con la cual parece estar considerándome ultimamente, por favor. -¿Y cón qué las pescaremos? -Tengo un par de equipos por aquí, me resulta más práctico que andar llevándolos y trayéndolos. Y carnadas varias en el refrigerador. -Claro, por cierto. Veo que voy por el aprendizaje de mi segunda disciplina.
Gaspar observaba curioso la pericia y prolijidad que Sanjuán demostraba al colocar el cebo en los anzuelos. Primero incrustaba camarones longitudinalmente, de modo que la curva natural del crustáceo se correspondiera con la del metal. Luego agregaba un pequeño filete de magrú y con un hilo de cobre sujeto al ojo del anzuelo daba un par de vueltas al conjunto, a efectos de asegurarlo para que no se salga ni se desparrame mucho al arrojar la línea. Su meticulosidad incluyó una actitud que al joven le pareció excesiva, por no decir fantasiosa. Cada cebo terminado era elevado a unos cuarenta centímetros por 248
Los fuegos de San Juan encima y delante de sus ojos y examinado cuidadosamente; y era el argumento con que intentaba fundamentar tal modo de observación específico lo que parecía desmesurado: -Hay que colocarse en el punto de vista del pez, mirarlo con sus ojos –había dicho, para luego celebrar la sabrosura del bocado con gestos y fonéticas de placer. Hecho lo cual, arrojó los aparejos de su caña con pericia y energía formidables, tensó un poco el cordel dando unas vueltas a la manivela del reel, dejó la vara en el posacañas e hizo lo propio con otra que luego entregó a Gaspar, que la sostuvo, sentado en una silla plegable de lona, con el pie izquierdo extendido y posado sobre una bolsa de plástico. -Mantenga el sedal un poco tirante, le ayudará a sentir mejor el pique, si es que se produce. Le he dado el reel frontal, para que tenga menos dificultad al recoger. -Oiga, es un hombre muy fuerte. Ha arrojado la plomada a cien metros, quizá más. -No es cuestión de fuerza, sino de técnica, puedo asegurarle. -En todo caso, es admirable. -Tenemos más oportunidades tirando lejos, sobre todo de cobrar piezas mayores. Cuando ese pie mejore, le enseñaré a hacerlo. Verá entonces que es solo cuestión de maña, y no de fuerza. -Si sigue así, probablemente deje enganchada la línea en el viejo galeón encallado. -¿Usted cree que hay un barco por allí? 249
Gabriel Cebrián -Eso es lo que todo el mundo dice. Y ayer, en el sueño, lo vi. Y ya lo había visto antes, creo que cuando estuve muerto. -¿De qué habla? -Nada, dejémoslo así, concentrémonos en la pesca. Luego de cobrar cuatro corvinas rubias de bastante buen porte, Sanjuán, en un gesto que ya había insinuado en oportunidad de sus excursiones de caza, comenzó a devolver al mar las piezas que consiguieron a continuación, luego de extraerles cuidadosamente el anzuelo valiéndose de una pequeña pinza de prensas delgadas. Explicó que los peces no sufrían casi daño alguno, y tampoco dolor, toda vez que casi siempre se enganchaban en zonas carentes de terminales nerviosas. Estaban por regresar a la casa cuando Gaspar sintió un tirón en su línea, tan fuerte que casi le arrancó la caña de las manos. Volverla a una posición aproximadamente vertical le costó un esfuerzo supremo. Sanjuán le dijo que podía ser una raya, y le aconsejó ir recogiendo el sedal mientras iba inclinando la caña hacia el mar, y luego volverla hacia arriba. Fue necesario repetir la extenuante maniobra unas cuantas veces, en cada una de las cuales solamente conseguía enrollar unas pocas vueltas del carrete. Quizá haya sido por una cuestión de orgullo -y seguramente para no demostrar debilidad frente al Doctor-, que decidió no cejar ni delegarle la operación. Cuando ya estaba a unos quince o veinte metros de la orilla, el pez se dejó ver unos momentos, debatiéndose 250
Los fuegos de San Juan y salpicando profusamente con sus coletazos. Era realmente grande. Sanjuán corrió aguas adentro, bichero en mano, tomó el hilo de nylon y lo fue siguiendo; cuando estuvo a tiro, arrojó un primer golpe de gancho que resultó fallido, mas no así el segundo. El mar parecía hervir frente a él, el pez seguía debatiéndose con todas sus fuerzas. Mas el esfuerzo combinado del joven en el reel y del Doctor tirando de línea y bichero, consiguieron finalmente arrojarlo a la playa. Gaspar dejó la caña, cogió las muletas y se dirigió a ver su pesca, orgulloso. La actividad, la fatiga posterior y el envanecimiento lo habían hecho olvidar, en ese trance, de todas las circunstancias ominosas por las que venía atravesando. -No lo puedo creer –decía Sanjuán como para sí, mientras a sus palabras y a la vista del porte del pescado, Gaspar se ensoberbecía aún más. –En toda mi vida había visto algo así. -¿Qué es? -¿Acaso no lo ve? ¡Es una corvina! ¡Y rubia, encima! ¡Debe pesar mínimo veinte kilos! -Ah, sí, es parecida a las otras. -Sí, pero una corvina rubia de cinco kilos, desde la costa, es considerada una rareza, ¡fíjese lo que es ésto! -¿Será un récord? -Más que un record, creo que ha pescado uno de esos raros caprichos de la naturaleza que luego dan lugar a leyendas de monstruos marinos, como el Kraken, mire lo que le digo. 251
Gabriel Cebrián -O como el tiburón blanco de la película de Spielberg. -La cosa es que sería bueno fotografiarlo en vistas a una publicación en “La voz de Cañada”, pero seguramente eso sería utilizado en nuestra contra. -Ya lo creo. Podrían tejer cualquier imaginería a partir de ello. Aunque pensándolo bien, ¿no querrá decir algo? -Oh, no empiece con esas cosas. Disfrute del momento, es usted todo un novato y mire el regalo que le ha hecho el mar. Seguro que se trata de una señal, pero lo que es yo, me permito interpretarla de una manera absolutamente diferente.
VII
El sol ya caía tras los médanos en el temprano crepúsculo invernal. Un viento leve pero constante del sur producía térmicas bajo cero, no obstante lo cual Sanjuán permanecía afuera, abocado a tareas tales como cuerear la liebre y limpiar las corvinas. Desde el interior, Gaspar admiraba la pericia de su anfitrión en tales menesteres mientras sorbía lentamente una copa de brandy, y por un momento le dio por pensar que tales habilidades requerían más de unos cuarenta o cincuenta años de práctica, aunque no había más razón para pensar aquello que la que podía surgir del prejuicio. Pronto la liebre, despellejada y suspendida 252
Los fuegos de San Juan de un cordel del que usualmente debían pender ropas para secarse, mostró buena parte de su anatomía interior, recordándole, en escala, la pintura de Rembrandt del buey desollado. De pronto sintió cierta incomodidad por hallarse allí, ocioso, ante el despliegue de actividad del Doctor, así que apuró el trago, se incorporó, tomó las muletas y se dirigió al fondo a ofrecer colaboración. La gigantesca corvina descansaba sobre un plástico negro, sobre el piso de cemento, intocada aún. El ojo vacío miraba al cenit que se oscurecía rápidamente. -Oiga, me siento un inútil. ¿Puedo ayudar en algo? -Mire, amigo, la pieza que acaba de cobrar y luego dígame si es tan inútil como dice. -Yo solamente recogí la línea que usted arrojó, de otro modo no hubiera cobrado nada más que algún que otro pececito. Y eso, con suerte. -La cosa es que no sé qué hacer con ella. Es demasiada carne para aprovechar, por una parte, y por otra, no quisiera tocarla antes de dejarla registrada de algún modo. Vea, le diré lo que haremos. Usted encenderá el fuego mientras yo voy a buscar a Magdalena y Haydée. Y sobre todo, mi cámara fotográfica. -¿Le parece? -Por supuesto que me parece. Aparte, Magdalena no me perdonaría si la dejo en casa sabiendo que estamos aquí celebrando tan magnífico logro deportivo. -¿Éso es lo que estamos haciendo? -Oiga, no minimice lo que es una verdadera hazaña. Es más, voy a tomar en cuenta lo que ha dicho antes y me arrogaré los méritos que tan gentilmente me ha 253
Gabriel Cebrián cedido. Diremos que hemos sido ambos quienes hemos perpetrado la captura. -Me parece justo, porque así es. -Bueno, espero entonces que ésta sea la primera de una larga serie de tareas felices a realizar entre ambos. Lo dejo entonces abocado a esa labor, si es que tiene ganas y voluntad. En la parrilla tiene todo lo necesario. En poco más de una hora estaremos de vuelta por aquí.
Mientras apoyaba las muletas contra la pared lateral de ladrillos refractarios y hurgaba debajo de la losa sobre la cual se encendería el fuego, oyó el motor del automóvil de Sanjuán que arrancaba. Tomó papel de diarios, hizo unos bollos y los apiló de un lado, agregó primero leñames que favorecerían la combustión y luego gruesos trozos de quebracho. Pegó fuego a la base de papel y a poco había conseguido una crepitante fogata. No pudo evitar el recordar la intensa experiencia ígnea de la noche anterior, mas enseguida quedó embelesado mirando las llamas, vacío de pensamientos y sumido en esa suerte de narcosis que tal contemplación produce, seguramente en orden a vestigios de primitivas adoraciones idolátricas. -Se ve bien, ¿verdad? –Dijo la voz de Annie a sus espaldas, y si bien no lo asustó, sí le produjo sorpresa. Se volvió, con un aire como soberbio, a cuenta de esa ausencia de alarma que por vez primera observa254
Los fuegos de San Juan ba ante las abruptas manifestaciones de la niña espectral. -Oh, sí –respondió,- se ve muy bien, sobre todo que ahora somos íntimos, el fuego y yo. -Claro, claro, mi padre y yo vimos los fuegos de Sanjuán devorándote anoche, desde la playa. Si mi padre hubiera sabido que ibas a entregarte tan facilmente, no lo habría llamado, tú sabes. Ahora se siente un poco culpable. He tratado de explicarle que no es su responsabilidad que tú seas tan fácil de dominar, pero él es así. Ha transferido la responsabilidad que asumía sobre su vieja tripulación en ésta, no menos azarosa, embarcada en un viaje sin regreso con tu doctorcito haciendo el rol de Caronte extraviado. -Mira que glosa tan fina... -No repares en detalles tan nimios, hombre. A estas alturas es como vanagloriarte a ti mismo, y he de decirte de paso que, a estas alturas, tu principal enemigo es el orgullo. -¿A qué te refieres? -¿Acaso no lo ves? No hace más que adularte desde el primer instante en que tomaron contacto, aún sin ningún fundamento previo. Luego celebró tus supuestas habilidades en la caza, y ahora... ¡mira lo que ha hecho salir del mar para que te envanezcas! ¡Y tú eres tan tonto que te crees Hemingway redivivo! -No pienso escucharte más. Puedes quedarte ahí, si quieres, pero no me molestes con tu cháchara. Es más, siempre te apareces de modo subrepticio cuan255
Gabriel Cebrián do estoy solo, tal vez no seas otra cosa que una elaboración fantasiosa de mi psique. -Tus absurdas interpretaciones basadas en meras taras profesionales no van a servirte de mucho, aquí, y bien que lo sabes. -Cállate ya –la conminó con aspereza, mientras estiraba las palmas de las manos para exponerlas al calor del fuego crepitante. –Ya me resultas molesta, y no iba a decírtelo, dado que quizá se trate de otra de las que tan erróneamente consideras virtudes. Me gustaría, en todo caso, que te quedaras por aquí hasta que llegue la familia Sanjuán; eso, si es que puedes hacerlo, claro. -Por supuesto que puedo hacerlo. Si no lo he hecho antes, es sencillamente porque estaba tratando de alertarte, y de paso que nos ayudes a romper el círculo que nos oprime. -Verás, en este juego de opresores y oprimidos, no sé muy bien qué rol juega cada uno... -Ya lo sé. Está bien, me quedaré por aquí, aunque no vaya a comer esas sabrosas corvinas grilladas que prepara el papi. Tienes suerte de aún poder hacerlo, aprovéchala. -Eso haré. Aparte, uno nunca sabe cuando la parca va a posar su falange distal sobre su hombro, en todo caso. -Oh, ahora las finezas coloquiales corren por tu cuenta, veo. Pero a ese respecto tengo algo que decirte. Morir está bien, y de hecho creo que es algo trascendente y magnífico en términos evolutivos. Pero lo opuesto a ello, es esa especie de existencia in256
Los fuegos de San Juan termedia en la que nos es negada toda posibilidad de trasmutación, y nos obliga a movernos siempre en el mismo círculo; pero, hablando de periclitar, mi padre ya te habló de eso. -¿Ah, sí? ¿Cuándo? -Cuando se refirió a nuestro encierro en el “limbo de Sanjuán”. -Vaya una ocurrencia. Verás, intenté pedirte que te calles, pero veo que es imposible para ti dejar de parlotear, así que... voy a hacerte una pregunta: ¿qué piensas que dirá Sanjuán al verte aquí? -¿Por qué preguntas eso? -Pregunto porque Magdalena insinuó que te negaba porque no podía enfrentarse al hecho de que habías muerto. -Ah, o sea que estás preocupado por los sentimientos de tu doctorcito, ¿verdad? No vaya a ser cosa de herirlo, tan justo a él, que es tan sensible... déjate de pendejadas, pues. Bien sabes que Magdalena y yo somos una. -Estoy harto ya de esta especie de baile de máscaras que pretende ser macabro. Ya no les temo. Dicen que uno se acostumbra a todo, y estoy comenzando a creer que es cierto. -Eso es solamente porque ya empezaste a perder tu individualidad, zopenco. Ya ni siquiera extrañas tu existencia anterior, ésa que poseías antes de pasar a ser otro súbdito del Reino de los Eternos Caminantes del Nuevo Orden. Por tu Rey, no te preocupes. No sufrirá al verme, porque no podrá hacerlo. -Claro, desaparecerás y ya... 257
Gabriel Cebrián -No, no podrá hacerlo ni aunque me pare delante de él, y no podrá oírme aunque le grite con todas mis fuerzas. Soy solo una alucinación de tu mente afiebrada, ¿no es eso lo que supones? Gaspar se concentró en mover las brasas con un atizador y agregar leña, tarea ésta que había descuidado por enfrascarse en el diálogo con la ñiña, y sobre todo por dirigir su atención, entre tanto, por discernir quién o qué era, finalmente, ella, que terminaba de dar voz a su dilema interno y no expresado. Mientras lo hacía, la oyó decir, a sus espaldas: -Tal vez Magda me vea, y tal vez la negra intuya que algo anda por ahí. Pero el Rey permanecerá tan ajeno como Herodes al sufrimiento del pueblo de Judea. Eso ocurrirá, a no ser que seas tan estúpido de ponerme en evidencia. -Oh, pero eso es lo que haré, no tengas dudas. -Hazlo, si quieres parecer aún más loco de lo que estás. Y aténte a las consecuencias. -¿Qué más podría pasarme? ¿Acaso no estoy, hoy por hoy, peor que muerto, según dices? -Menudo infeliz trajo Magdalena. A ella todavía la condiciona el sexo; probablemente haya visto en ti un buen espécimen para el jaleo carnal, y por ello perdió de vista tus torpezas, que son legión. -Hay algo contradictorio, en todo lo que dicen ustedes. -¿Algo? El universo es una contradicción absoluta. La existencia misma es una flagrante contradicción. ¿Es que acaso no te has dado cuenta, aún? ¿Jamás te 258
Los fuegos de San Juan dio por plantearte lo incongruente que es tu mera y errónea corporeidad, asumida y fundamentada en juicios basados en premisas que no se sostienen sino en ese vacío en que pasamos lo que creemos nuestra vida tratando de soslayar? Deberías pasar unos días en el Himalaya, hablando con los monjes, y después volver por aquí, para poder de algún modo tomar razón de tu pérdida. Toda tu solidez, aparte de lastrarte, te aferra a lo aparente, y todo lo que en cierta forma te ha parecido albur metafísico, que es lo único que tienes, está a punto de serte arrebatado para siempre. Es decir, de alguna manera, lo mantendrás, pero será para pelear la guerra de otro. La guerra del Reino de los Eternos Caminantes del Nuevo Orden. -Eres realmente verborrágica. Ni siquiera me dejaste dar voz a las contradicciones que advierto, o al menos a una de ellas, la que a todas luces me parece más flagrante. -Pero si ya sé cuál es... -Claro, debí darme cuenta que tú todo lo sabes. -Soy tu alucinación, ¿recuerdas? Estoy dentro de ti, así que... –dijo con ironía, y añadió: -Vas a decirme que, si Sanjuán nos controla tan férreamente como digo, resultaría incongruente que no me viera al llegar aquí. -Pues, sí –concedió Gaspar, algo molesto por el aparente sondeo psíquico del que era objeto en forma continua. -Tengo mi talismán –dijo, mientras revoleaba y volvía a coger en el aire a intervalos breves y regulares una pequeña moneda dorada. 259
Gabriel Cebrián VIII
Se sentó de espaldas a la niña, y mientras observaba el fuego, ahora vigoroso y calórico, pensó que realmente quedaría como un orate si daba voz a lo que creía estaba sucediendo. Aunque de algún modo, esa especie de indolencia respecto de la consideración ajena que experimentaba a partir del supuesto accidente, atenuaría cualquier resabio de preocupación emergente en tal sentido. Uno se acostumbra a todo, volvió a decirse a sí mismo. Estoy aquí sentado, al calor del fuego en una fría noche invernal, en una casa que conocí en sueños antes que en “la realidad”, dando la espalda a una niña que dicen y dice que ha muerto hace tiempo atrás, a un fantasma, espíritu o algo así, sin el menor resquemor o prudencia. No sé a ciencia cierta si he sido drogado, manipulado, tal vez asesinado. No sé si sueño o estoy despierto, no sé si mi mecenas es un hombre o el mismísimo diablo, no sé si las personas que se acercan a mí están vivas, muertas, locas o cuerdas, y he empezado a dudar lo mismo respecto de mí mismo. La propia naturalidad con la que empiezo a tomar todo esto debería alarmarme sobremanera, y sin embargo héme aquí... La voz de la niña lo sacó de su cavilación: -Qué lejos ha quedado tu vida anterior, Gaspar, qué lejos... Ahora estás moviéndote y pensando en círculos, y no es casual; eso se debe a que has ingresado en el campo de influencia de un remolino, y verás 260
Los fuegos de San Juan cómo los círculos que describes se harán cada vez más estrechos, hasta tragarte. Se oyó el motor del vehículo de Sanjuán que se detenía, luego de una peinada al acelerador. Un poco agitado interiormente por lo que parecía seguir, Gaspar se permitió, sin siquiera corroborar visualmente la permanencia de Annie por allí, decir: -Bueno, supongo que ha llegado la hora de la verdad. -Oh, no, ni lo sueñes. En todo caso, podría decirse que estamos ante una especie de ágape inaugural de lo que seguramente va a ser una larga serie de sesiones escatológicas, en cualquier sentido que quieras darle a esta palabra. Mientras se incorporaba vio venir a Magdalena, que a viva voz celebraba la hazaña deportiva, ante la vista de la portentosa pieza. Detrás de ella, sonrientes, el Doctor y Haydée. Gaspar echó un vistazo a la pequeña, que a su vez permanecía viéndolo, también sonriente, pero con un brillo loco en la mirada, significante a la vez del mensaje afónico que podría traducirse como has visto que era como yo te decía, sólo tú me ves. Y que a la vez pivoteaba con su confusión respecto de la existencia extramental de la niña. Sanjuán insistió para que posaran para la fotografía, y se inició una discusión acerca de quién o quienes debían posar con la portentosa corvina. Magdalena aducía, con criterio fundado, que eran el propio Doc261
Gabriel Cebrián tor y el joven quienes debían hacerlo, en orden a los obvios méritos adquiridos por su captura. Su padre, a su vez, insistía en que debía ser Gaspar, dado que él la había cobrado, y que su intervención en ello había sido fortuita, y que debían acompañarlo las mujeres, porque en toda ocasión el sexo bello enaltece la imagen. A lo que Haydée se permitió acotar que si era la belleza la condición para el retrato, ella estaba de más, tras lo cual dio media vuelta sin oír argumento alguno en contra y se dirigió a la casa, seguramente a ocuparse de los quehaceres relativos a la cena. Finalmente la joven accedió, y fue a pararse al lado del pescado. Gaspar se dispuso también, dejó las muletas en el piso, tomó la pieza de la cola y la levantó, debiendo efectuar un importante esfuerzo para lograr ponerla en el ángulo que mejor favorecería a la foto. No obstante observó los gestos de sarcasmo que, desde un costado, le dirigía la pequeña Annie, insinuando del mismo modo gestual su desprecio ante lo que constituía, a su juicio, la peligrosa pasividad con que se entregaba al manipuleo. -Vanidad de vanidades... –dijo finalmente, mientras Sanjuán hacía girar las lentes de su objetivo, en pos del enfoque y la luz adecuados, y a continuación añadió: -¿Puedo entrar yo también en la estampita? -Claro que puedes –le respondió Magdalena. –Eso sí, no sé si vas a salir en la foto, de todos modos. Gaspar se sorprendió, y se puso a pensar que quizá estuvieran todos confabulados, que la niña verdaderamente estaba allí, y el Doctor y Haydée fingían no 262
Los fuegos de San Juan verla. Fue en ese momento que Sanjuán bajó la cámara y dijo a su hija: -¿A qué te refieres? Sabes bien que esta cámara no tiene disparador diferido. -Es una lástima –observó, e hizo un guiño a Gaspar, mientras Annie se acercaba y se colocaba en primer plano, delante de ella. En tanto el Doctor, volvía a enfocarlos. Al cabo de unos segundos, el fogonazo del flash. -Listo. Se veían muy bien, los tres –dijo, y provocó la reacción impensada de Gaspar: -¿Los tres? -Pues sí –respondió encogiéndose de hombros. -Se refiere a nosotros dos y a la corvina, por supuesto –se apuró a aclarar Magdalena, mientras Annie reía estrepitosamente. Si estaban embaucándolo, encima él estaba contribuyendo a su jolgorio haciendo el papel del tonto. Por un momento tuvo la intención de poner en evidencia la situación, mas se contuvo; primero, porque pesaba en su conciencia la advertencia que le había formulado Annie rato antes, hazlo, si quieres parecer aún más loco de lo que estás. Y aténte a las consecuencias. Y luego también, debido a la intriga que le generaba la atipicidad de la experiencia, inédita aún a pesar de las cotidianas extravagancias que venían sucediéndole. -¡Pero miren qué buen fogonero había sido el Licenciado! –Exclamó Sanjuán, vuelto hacia la parrilla y al parecer omiso respecto de la confusión manifestada momentos antes por Gaspar. 263
Gabriel Cebrián -Ya no sabe por qué estupidez adularte, ¿lo notaste? –Le dijo Annie. Magdalena reprimió visiblemente las carcajadas. -La liebre, la he puesto a orear, así que asaré las corvinas. -Se ve que al viejo le gusta echar al fuego un pescado cada noche... –dijo Annie, y esta vez Magdalena no pudo contener las risas. Su padre, sorprendido, le preguntó que había de gracioso en lo que había dicho. -Nada, nada –le respondió. –De golpe me acordé de algo, simplemente. -“El que solo se ríe...” -Sí, “...de sus picardías se acuerda” –completó ella, y miró de modo sugerente a Gaspar, gesto éste advertido por su padre, quien preguntó: -¿Me parece a mí, o se están generando ciertas complicidades, entre ustedes dos? -¿Es una pregunta, o una acusación? –Inquirió a su vez Annie, y al joven le pareció una buena pregunta. -¿Es una pregunta, o una acusación? –Dio voz entonces al mensaje tal vez no audible en primera instancia. -Oiga, no lo tome a mal, no estoy acusando a nadie de nada. De alguna manera me place, y eso sencillamente es lo que quise manifestar. Sin embargo, su actitud reactiva echa cierta luz sobre el origen de ciertos murmullos y gemidos que oí anoche... –Magdalena y Annie rieron al unísono. Gaspar no halló qué decir, y se quedó mirando al sonriente anfitrión, que continuó diciendo: -Los dos son mayores de e264
Los fuegos de San Juan dad, saben perfectamente lo que hacen, así que no se turbe ni vaya a leer reproches interlineados en cuanto le diga. -Te quisiste hacer el cabrón, y fuiste arrojado al corral de los borregos –le dijo Annie, y continuaron riendo; Magdalena parecía aprovechar la inercia de la situación risible anterior para encauzar la última y no tener que inventar excusas. Todo el mundo parecía estar muy divertido, y si bien Gaspar también, lo estaba en un modo muy diferente en cuanto al plano emocional. Los demás estaban distendidos, él sentía que eran muy obvias sus actitudes de desconfianza, como así las miradas furtivas que no cesaba de arrojar. Vino Haydée y despositó sobre la mesa unos pliegos de papel semitransparente, mantequilla y especias. Comentó que desde adentro se podían oír las risas, y que se notaba que era una buena juerga la que estaba desarrollándose ahí fuera. En esa manifestación de agrado, Gaspar creyó advertir una cierta intencionalidad, incrementando de tal modo sus sospechas de conspiración. Mientras Annie examinaba con curiosidad el cadáver de liebre desollado que pendía de la cuerda, girando en su derredor, y Magdalena instaba al joven a dejar las muletas, tomar asiento y relajarse, Sanjuán procedió a untar los papeles con la mantequilla, y luego los roció con sal, orégano, limón, pimienta cayena, ajo disecado y perejil. Envolvió con ellos, a265
Gabriel Cebrián pretadamente, los pescados limpios, y luego de desparramar con habilidad las brasas, los puso a asar. -Ésto ya está –anunció. –Haydée ya se está encargando de las guarniciones.
IX
Mientras el pescado alcanzaba su punto, entraron todos (vivos, muertos y/o suspendidos en limbos intermedios de existencia) y tomaron asiento a la mesa del cuasi único ambiente. Allí había un antipasto que lucía formidable, vino blanco y bebidas gaseosas. Haydée, esta vez, compartía la cena con ellos. Quizá por una cuestión respectiva a la edad, o tal vez debido a otros factores menos determinables, los jóvenes comían con fruición, en tanto los mayores lo hacían con parsimonia. -Es una lástima que te pierdas esto –Dijo Magdalena a Annie, quien a la sazón lucía visiblemente disgustada. -¿A quién te refieres? -Inquirió su padre, y sus palabras se mezclaron con las de Annie, que simultáneamente daba voz a quejas acerca de lo que asumía como una observación cruel de parte de su supuesta hermana gemela. -A nadie, solo pensaba en voz alta.
266
Los fuegos de San Juan El Doctor entonces miró a Gaspar, y en esa mirada éste leyó un llamado de atención acerca del síntoma presuntamente alucinatorio que había manifestado su hija, y entre bocados y tragos, se enfrascó en una lucubración respecto de algo que últimamente rezumaba una y otra vez de su mente y refluía para decantar otra vez en ella, y que podría tal vez definirse como una visión cibernética de los modos de comunicación interpersonales, sus diversos sistemas significantes tomados, según un punto de vista funcional, en forma separada o gestáltica; y sus circuitos, regulares o irregulares, fluidos o cerrados, cuya dinámica acabada y final quizá nunca vaya a determinarse debido a la escabrosa virtualidad numérica de combinaciones posibles... -... ¿no es así, Gaspar? –Oyó que le preguntaba Sanjuán, y cayó en la cuenta empíricamente que su abstracción lo había conducido a uno de esos circuitos truncos en los que había estado pensando, y cuya receptividad había operado tarde para la intelección del mensaje que le había sido enviado. -Perdón –se excusó,- no oí lo que decía, es que esta factura de cerdo está tan exquisita... –no pudo evitar allí recalar en la diferencia existente entre las densidades correspondientes al objeto distractivo a que había echado mano y a la sutileza conceptual que lo había ensimismado, y la encontró grotesca. -Decía que la vida aquí, en Cañada del Silencio, a pesar de su medianía, no es tan mala.
267
Gabriel Cebrián -Claro, claro, todo tiene su encanto. Hasta vivir en un relato de fantasmas con resonancias apocalípticas. -¡Ánda, Gaspar, introduce el tema! –Celebró Annie, mientras el Doctor hacía un visaje de desagrado por lo que suponía una nueva irrupción de temas sombríos en una situación dispuesta para otros fines, y probablemente también por la falta de cortesía cada vez más asidua por parte de su huésped-empleado, cosa que a éste, por su parte, lo tenía cada vez más sin cuidado. -Dejemos eso, quiere, al menos por hoy –dijo al fin. -Voy a dar vuelta las corvinas. Cuando hubo salido, Annie le aconsejó que no lo presionara demasiado, porque podía convertirse en algo muy peligroso si se sentía acorralado. -De todos modos -añadió,- tarde o temprano lo hará, pero no creo oportuno que lo precipites. Y luego de prestar atención a lo que la niña decía, al igual que lo hacía Magdalena, al volverse notó que Haydée permanecía rígida en observancia de la actitud de ambos, detenidos sus sentidos en un punto del espacio aparentemente vacío. Tras lo cual dijo que iba a ver si el patrón necesitaba algo y salió a su vez. -Ahí va corriendo a contarle –aseveró Magdalena. -Oigan –aprovechó a decir Gaspar,- no puedo aceptar que ésto esté sucediendo. Están burlándose de mí, ¿no es cierto? -¿Te refieres a nosotras dos? –Preguntó Annie. 268
Los fuegos de San Juan -Me refiero a ustedes cuatro. -Tal vez –sugirió Magdalena, dirigiéndose a la niñadeberías haber preguntado: “¿te refieres a nosotras una? –Y nuevamente soltaron la risa. -Estoy empezando a cansarme de este jueguito. -Ya lo has dicho, no te reiteres, que el lobo feroz está aquí mismito –advirtió Annie, mientras Sanjuán y la morena regresaban. Dijo él: -Escuchamos tus risas, Magda, y celebro tu estado de ánímo. Se nota que el tratamiento de Gaspar está funcionando bastante bien, por lo visto. -En ese contexto, debiste decir “por lo oído”, o “por lo escuchado”, en todo caso, ¿no es verdad, Gaspar? -Oye, no me trates como un purista de la lengua, que no lo soy. Ni tampoco un fedatario de la validez de tus caprichos formales. -Bueno, no hace falta llegar a Saussure para un mero comentario de ocasión –observó Sanjuán, y agregó: Volvamos al planeta tierra, los pescados ya casi están. Hay más que suficiente para cinco. -¿A qué se refiere? –Preguntó Gaspar, creyendo advertir un indicio que denunciaba la pertinencia de las suposiciones que había manifestado hacía tan solo unos momentos. – Somos cuatro, ¿o ha convocado a alguien más? -Oh, no, he dicho eso solamente por un cálculo previo, dando por descontado que va a sobrar, pero quién sabe. Hay gente que come mucho, y otra que, prácticamente, no come nada –la niña le sacó la lengua en un gesto burlesco ahora sí acorde a su aparente cronología.-Pero saben qué, noto algo raro a269
Gabriel Cebrián quí, una especie de susceptibilidad que sinceramente, encuentro fuera de lugar. No quiero ponerme quisquilloso, a mi vez, así que dejemos eso y festejemos como corresponde –Sirvió vino en todas las copas, aún en la de Haydée, que hasta ese momento había bebido solamente refresco, y propuso un brindis: -Brindo por esta reunión que me demuestra que no he estado tan equivocado, y que podremos vivir en paz y armonía aún aquí, en Cañada del Silencio. -Estamos en Montemar –corrigió Annie. -Y yo brindo –dijo Haydée a su vez, incorporándose y levantando su copa, en un flagrante abandono del bajo perfil que había observado hasta entonces- por la alegría que ha llegado a esta familia de la mano del joven caballero. -Ahora resulta que la negra también te dora la píldora –acotó otra vez Annie, que parecía dedicarse a glosar brevemente cada uno de los brindis ofrecidos. Gaspar sonrió confiando en esa atención desdoblada que le permitía manifestar reacciones provocadas por un estímulo, endosándolas al propio tiempo a otro diferente, dispuesto a seguir el juego aunque las reglas aún permanecieran para él en el campo de la incertidumbre. A su vez, se incorporó también y, solemnemente, anunció: -Y yo brindo por el Reino de los Eternos Caminantes del Nuevo Orden y por el antiquísimo arte del Vudú.
270
Los fuegos de San Juan -¡Órdago! –Gritó Annie, y Magdalena lo celebró con fuertes carcajadas, atribuíbles eventualmente, aún con escaso fundamento, al brindis de Gaspar. -¿Nos explicaría a qué se refiere? –Requirió, entre sorprendido y levemente disgustado el Doctor. -En realidad, pretendía que ustedes me lo explicaran. -Me resulta difícil ver qué podríamos explicar nosotros acerca de lo que parece ser una ocurrencia suya, encima de tinte surrealista, según parece. -Si es por eso, me parece que en estos andurriales deberían levantar un busto de André Breton en cada esquina, fíjese. -Bueno, voy por las corvinas, ya deben estar a punto. Si va a aclarar algo acerca del extraño brindis que propuso, espéreme, eh. No quiero perdérmelo. -Vaya tranquilo. -Parece que te estás espabilando. Estás haciendo un buen juego, por fin –le dijo Annie mientras Sanjuán iba hacia el fondo. -Le ha venido muy bien estar muerto un rato –señaló Magdalena a su vez, y ante la evidencia de la forma pronominal errónea que con seguridad sería advertida por Haydée, Gaspar se vio compelido a relativizarla, como siguiéndole la cuerda en un juguetón trato formal: -¿A usted le parece? -Y los tres rieron de la sutileza, en tanto la morena fingía mal una sonrisa, y sus ojos arrojaban chispas; tales expresiones parecían demostrar que, tal como le había anticipado la pequeña, sabía que algo pasaba allí, pero le resultaba imposible dilucidar a ciencia cierta qué o quién provocaba las 271
Gabriel Cebrián situaciones de incongruencia en los canales de comunicación. Sanjuán volvía con una gran asadera y sobre ella, los pescados envueltos en el papel manteca, ahora tostado. Un aroma exquisito se desprendía de ellos, y a poco pudieron comprobar que el sabor era aún mejor. Gaspar celebró las dotes culinarias del Doctor, lo que mereció un comentario irónico de parte de Annie, referido a una supuesta retribución de fatuas adulaciones. -Ahora –dijo Sanjuán, mientras observaba el humeante bocado que estaba esperando se enfriara para engullir,- ¿va a decirnos o no a qué fue que se refirió con ese brindis? ¿El Reino de qué cosa? -El Reino de los Eternos Caminantes del Nuevo Orden. Pero verá, más que explicarle qué es eso, cosa que desconozco en forma absoluta, le explicaré por qué dije que les pediría a ustedes que me lo expliquen , a ver si nos entendemos. Me referí a cuestiones que me fueron dichas por dos personas diferentes respecto de ustedes dos –y miró alternativamente al Doctor y a Haydée. –Un sujeto fantasmal, que dice ser el padre de la pequeña Annie... -¡Presente! –Gritó la niña y provocó una breve vacilación en el discurso de Gaspar, que al cabo prosiguió: -...y que aparentemente murió en un naufragio aquí mismo, en estas mismas costas, hace como dos siglos, luego de ser flagelado por un tal autodenominado San Juan, y que de alguna manera, a más del nombre, lo identifica con usted. Decía que el fulano 272
Los fuegos de San Juan ése, su sosia, quería instaurar en América el Reino de los Eternos Caminantes del Nuevo Orden. -Si hubiera sabido que se trataba de esas tonteras, créame que no le habría pedido precisiones... -Oiga, no quiero incomodarlo. Ahora parece ser usted quien está reactivo. Tomémoslo folklórica y amenamente, ¿quiere? Fue una ocurrencia, y en todo caso, las cosas mejor hablarlas aquí, en familia, como usted ha dicho alguna vez. -Siendo así, está bien, supongo, pero... -Si es por mí, no te preocupes –se anticipó Magdalena, y provocó un ruidoso festejo de parte de Annie, quien evidentemente también había previsto las reservas a que iba a dar voz Sanjuán, -el tratamiento de Gaspar obra milagros. Fíjate que estoy en un todo de acuerdo en considerar desde ese punto de vista anecdótico tales cuestiones, que antes me obsesionaban... -Eso es muy bueno –señaló su padre, aunque un leve visaje de contrariedad permanecía en su rostro. -¿Y quién le ha dicho, pues, que soy una sacerdotisa vudú? –Inquirió Haydée a Gaspar, como intentando demostrar que ella también podía apelar a sutilezas. -El Padre Carlos –le respondió, lo que hizo que el Doctor vociferara: -¡Bingo! ¡El Padre Carlos! Ya lo hemos hablado varias veces... es una buena persona, pero... -Sí, es una buena persona, –concedió Haydée, interrumpiéndolo, y continuó diciendo:- pero tiene la tara de muchos de los sacerdotes de su credo. Supongo que tiene que ser debido a la abstinencia sexual que 273
Gabriel Cebrián estas gentes se ven empañadas en sus juicios. Cuando no se vuelven homosexuales o pederastas, desarrollan una misoginia irreversible, fomentada, dicho sea de paso, en muchos pasajes de sus evangelios. -¡Vaya una manera de expresarse para una sirvienta! Es incluso más extraordinario que mi propio caso, ¿no lo crees? –Dijo irónicamente Annie a Gaspar. Éste le hizo señas con la mano para que se calle, mas permaneció mirando a la negra para minimizar algún eventual indicio. -Temen tanto a su sexualidad (que por reprimida los abruma aún más), que ven en cualquier mujer a Jezebel, máxime si es negra. África es la cuna de la lujuria, del sexo salvaje, según creen ellos en su tabú. Pero eso seguramente usted, con su ciencia, lo sabrá mucho mejor que yo. -Mire, no sé cuánto sabe cada uno de qué, todo eso me resulta muy relativo aquí con ustedes, créanme, pero ahora que menciona a Jezebel, y a África, he de decirle que casi está parafraseando algunas de las cosas que me dijo el Padre. -Pues por supuesto –afirmó ella. –No es nada difícil ponerse en una mentalidad tan típica y recortada. No quiero encarnizarme con el pobre loco, pero es la libido que se le ha ido a la cabeza y lo hace desvariar. -La cosa, que él dice que de algún modo el Doctor aquí presente, y patrón de ambos, es a la vez patrono del Reino que les mencioné, y que usted es una criatura infernal que, confabulada con él desde la noche de los tiempos viene envenenando a los hombres, y 274
Los fuegos de San Juan que juntos representan a la bestia del Apocalipsis, o algo así al menos fue lo que me dio a entender. -¡Nada menos! –Observó Sanjuán. -Yo no podría haberlo dicho mejor –dijo casi simultáneamente Annie. -Tal vez haya que hacer algo con ese hombre. No puede estar difamándonos de este modo todo el tiempo –continuó el Doctor. -Nadie lo escucha –intercedió Gaspar, en un reflejo de solidaridad para con el sacerdote, quien delirante o no, había tratado de ayudarlo,- todo el mundo lo considera loco. -¿Acaso usted no? –Lo inquirió con animosidad. -Mire, Doctor, me he encontrado con tantas cosas nuevas y extrañas por aquí que me costaría mucho, hoy por hoy, delimitar un parámetro seguro de ecuanimidad. Y ya se lo he dicho, ¿recuerda? -Estás tocando a las puertas del infierno, hombre; si ya lo has dicho, pues no lo repitas –aconsejó Annie. -De todos modos -continuó,- quiero dejar en claro que todo cuanto me dijo me pareció un dislate, si es eso lo que me preguntaba. -Menos mal. -Pero Haydée, no me ha comentado finalmente si sabe algo o no acerca del vudú. -Soy negra. Todos nosotros, quien más, quien menos, conocemos parte de las creencias básicas de nuestra madre tierra. Conozco algo del culto a los Orichás, algo de esto, algo del otro. Pero porque lo he oído, sobre todo de niña. Pero de eso que usted dice, sé solamente lo que sabe todo el mundo, de esas po275
Gabriel Cebrián ciones que hacen zombies, muertos vivos que obedecen a quien los ha embrujado. Lo mismo que cualquier persona que haya visto documentales o películas macabras de baja estofa. ¿Me hace eso más o menos sospechosa, a sus ojos? -Oiga, no la estoy acusando. Simplemente le digo lo que dijo el cura. -Lamento desilusionarlo, en todo caso, por no ser el demonio atemporal que vendrá a confrontar con su dios blanco al fin de los tiempos. -Está bien, Haydée –la reconvino Sanjuán. -No, déjela que exprese sus sentimientos, y más cuando tiene razón –la justificó Gaspar,- he sido yo, que me he extralimitado con mis comentarios. Tal vez no debí haber dicho nada de eso. Discúlpeme si la he ofendido, Haydée, ¿quiere? -No retrocedas tanto, so torpe –indicó Annie, en tanto la morena aceptaba las disculpas. -Pensar que comenzamos esta reunión –observó el Doctor con tono pesaroso- intentando festejar un especial logro deportivo, y finalmente terminamos en algo así como una exégesis de los dichos de un cura deschavetado... -Hablando de ese tan especial logro deportivo –dijo Haydée, en tanto se iba incorporando,- voy a trozarlo y a prepararlo para congelar. De otro modo los gatos de la zona van a dar cuenta de él antes de un parpadeo.
276
Los fuegos de San Juan Ni bien salió, Magdalena, que a la sazón había permanecido bastante más callada que de costumbre, señaló: -Para mí que el Padre Carlos tiene razón, al menos respecto de ella. No sé si será vudú, o cuántos años, siglos o milenios lleva ejerciendo sus malas artes, pero que es bruja, no me cabe la menor duda. -Me gustaría saber en qué te basas para decir semejante cosa –le dijo, en tono conminativo, su padre. -Vaya, tú lo sabes muy bien, no me hagas hablar delante de Gaspar, no creo que te agrade. -Ánda, Gaspar, vuelve a ratificarte como miembro de la familia y exige que te den la información completa –sugirió Annie, y Gaspar le contestó automáticamente, ajeno a la dicotomía perceptual que se suponía imperaba allí: -Oh, ya cállate un poco, ¿quieres? Sanjuán entonces pensó que se lo decía a la propia Magdalena, y celebró lo que consideraba había constituído una “puesta en su lugar”; en ese instante entraba Haydée, fregándose las manos con el delantal y a la vez sacando lustre a un pequeño objeto, según parecía. Con tono enigmático preguntó, finalmente, a quién correspondía el mérito final del notable atrapamiento, y luego de que Gaspar declinara su caballeroso otorgamiento al Doctor (ante razones tales como que era su caña, qué él la había traído hasta la costa, que era su primer día de pesca y entonces la señal era, evidentemente, para él, y etcétera), Haydée continuó: 277
Gabriel Cebrián -Bueno, entonces ésto corresponde al joven Gaspar. Estaba en algún lugar de las tripas de la gigantesca corvina –y le tendió un escudo de oro. Gaspar lo tomó, y lo revoleó en idéntico gesto y mirada en referencia a como lo había hecho Annie rato antes respecto de él. Ésta, a contrario de lo que tal vez podría haberse supuesto, parecía fastidiada, y comentó: -A poco crees que esa moneda estaba dentro de la corvina... es otro de sus manejos, no vayas a creerles nada. -¿Me la permite un momento, Gaspar? –Solicitó Sanjuán. -Por supuesto. El Doctor la examinó cuidadosamente, y un aire concentrado y severo se apoderó de su semblante. Al cabo de unos cuantos segundos, dijo, como dando voz a profundas cavilaciones: -Sí, puede ser que finalmente haya un barco hundido allí debajo. Y puede ser también que ello venga a explicar varias cosas...
X
-Es la primera vez que veo a mi padre reconocer como posible algo como lo que reconoció esta noche – comentó Magdalena ni bien quedaron solos, en una maniobra impensada pero que fue recibida de muy buen grado por Gaspar. El Doctor y Haydée habían 278
Los fuegos de San Juan retornado a la casa de Cañada, sin siquiera haberles preguntado a los jóvenes si querían quedarse o volver con ellos; y Annie, muy a tono con su estilo, había desaparecido, o acaso andaría por allí y no la veían, pero eso no contaba gran cosa, ya a estas alturas. -¿A qué cosa te refieres? -A eso que dijo, que quizá haya un barco ahí debajo, a qué otra cosa... -No sé, tal vez te estabas refiriendo a que nos ha dejado aquí solos... -Oh, no, éso no es nada nuevo. Es un viejo lujurioso y lascivo, deberías oírlos a él y a su meretriz negra por las noches... no, cualquier cosa que se nos ocurra hacer sería para él, en caso que lo atestiguase, como ver a una pareja de cuáqueros teniendo su sexo pecaminoso y reprimido, al solo efecto de cumplir con el mandato de perpetuar la existencia de hijos de dios y lo más lejos posible de cualquier goce. -Mira... -Es tal como yo te lo digo, y punto. No vas a pretender conocerlo mejor que yo... -No, claro que no. Solamente quería llamarte la atención acerca de estas rarezas que he experimentado por primera vez en mi vida, y que ocurrieron durante esta velada. -Vas a referirte a la diversa conciencia que se observaba respecto de las presencias que participaron ¿es eso? -Sí, precisamente. -¡Eres tan previsible! Antes que sigas con eso y me obligues a recalar en temas tan baladíes, voy a co279
Gabriel Cebrián mentarte algo: aquí mismo, en este ámbito, estuvo Annie; y tú y yo pudimos verla, Haydée la intuyó y se lo dijo a mi padre. ¿Hasta ahí vamos bien? -Puede ser, pero varias veces dudé; creí que me estaban chanceando entre todos. -Ya lo sé, y ya lo sabía cada vez que lo pensabas. Lo que también sabía, y sé, es que aquí hubo, al menos, tres presencias más. Tal vez Annie haya visto alguna, lo que es yo, no las vi, aunque sé que andan por dondequiera que estén ellos. Y tú, no viste nada, claro. Estabas muy preocupado tratando de desentrañar si te estábamos embromando. A veces te das una importancia más que desmesurada, ombliguito de mami. -Si estuvieron, tal vez estén aún por aquí, ¿no lo crees? -Dejé de pensar en cosas como ésa después de mi segundo intento de suicidio, sabes. -Oh. -Pero sí, tal vez tengas razón, pero no hay modo de saberlo, o por lo menos no conozco ninguno. Tal vez el propio Sanjuán ande por aquí, tiene trucos incluso mejores que ése. -Oye, es todo tan raro... -Sí, es todo tan raro para quien ha tenido absolutamente definido el criterio de lo real y de pronto halla que las cosas no son tan así como creía. Pero qué va uno a hacer, sino volver a acomodar las fichas y estar atento a las nuevas reglas. No suele dar mucho resultado que digamos, pero no sé de otro método aplicable. Aunque mirando las cosas objetivamente, 280
Los fuegos de San Juan en este contexto, el desenfado cuasidelirante de Annie parece ser lo que mejor funciona, ¿no lo crees? -Es todo tan raro... –repitió, y al tomar conciencia de ello sintió un escalofrío. -¿Vamos a la playa? -Propuso ella. -¿Con este frío? Mejor quedémonos aquí. -Si nos quedamos aquí, tendremos pocas cosa que hacer, ¿no crees? –Insinuó con aires sensuales. -Quién sabe. Tal vez las pocas terminen siendo muchas... -¡Brindo por eso! –Exclamó, levantando su copa de vino. –Estás empezando a comportarte como un hombre... -No sabía que “comportarse como un hombre” consistía en formular bravatas eróticas de difícil fundamentación a posteriori en la realidad. -Vamos, hombre, haremos una fogata allí, frente al mar. Será muy romántico. ¿O acaso crees que una no necesita un grado de romanticismo, pese a todo, en su vida? -No voy a evaluar tus necesidades, Magdalena, pero sé que a mi pie izquierdo y a mí nos placería mucho más beber unos cuantos tragos, reclinados aquí dentro. Aparte tu sabes, temo a que de pronto algún elemento caótico aparezca y lo que ha comenzado como una velada tal vez inusual, pero tranquila, y que ahora prosigue como una dulce ensoñación de dos amantes, termine en las profundidades del océano entre bestias apocalípticas o en islas infernales plagadas de alimañas venenosas... déjenme tranquilo una noche, al menos una, ¿quieren? 281
Gabriel Cebrián -Oye, ¿te refieres a mí? ¿Me incluyes en ese “déjenme tranquilo”? -¿Es que vamos a tener nuestra primera disputa conyugal? -¡Qué más quisieras tú, torpe bocón! Mira, yo voy a la playa, tú puedes quedarte aquí solito relamiéndote las heridas. Mas déjame decirte algo: si lo haces de puro miedo, nomás, como el cobarde que eres, no estarás más a salvo aquí que afuera; yo diría que en realidad, lo estarás mucho menos –tras lo cual salió sin más, hacia la fría noche. Al quedar solo, Gaspar sopesó las últimas palabras de la mujer, y halló que tenían, realmente, mucho sentido. Eso lo agitó, y lo puso ante la contradicción de que si corría detrás de la mujer, ella sabría que sus palabras lo habían alterado y que el temperamento sugestionable de él había hecho el resto, así que aún a pesar de que había decidido seguirla por más de un motivo, prefirió esperar un rato antes de unírsele, aún a sabiendas que ella probablemente fuera conciente también de las verdaderas razones existentes detrás de la dilación. Hurgó en su bolsillo y extrajo el escudo de oro que Haydée le había entregado rato antes. Era bastante raro, en los bordes parecía haber algo escrito en esa suerte de cincelado circular, pero no podía descifrarlo. Y en el medio, el dorso de un ave en grotesco y poco agraciado bajorrelieve. Al margen de la basta terminación, pensó, debía tratarse de un objeto de gran valor pecuniario. Y al parecer también -además de aquellos valores intrínsecos y/o agregados por interpretaciones culturales-, poseía condiciones si se 282
Los fuegos de San Juan quiere mágicas, en tanto podía servir como una especie de talismán que permitía a su poseedor conservar cierta porción de voluntad personal cuando el resto de ella, de alguna manera, le era arrebatada por una suerte de vampiro imperialista de conciencias que, aliado a una sacerdotisa diabólica, jugaba a encarnar la bestia del abismo que vendría, según las escrituras, a presentar batalla en el fin de los tiempos. Uf. Semejante galimatías resultaba, aparte de grotesco e insostenible, morboso y acaso un poco bastante estúpido. Sin embargo, allí estaban los montones de datos de la experiencia directa que saltaban ante su memoria como lo habían hecho en su oportunidad ante sus sentidos, para recordarle que su racionalismo arrogante y proclive a la censura de elementos caóticos y de dificultoso procesamiento, se veía en figurillas cada vez que intentaba reducir al absurdo dichos sucesos, y que atribuirlos a la estupidez y fatuidad humana no era otra cosa que enmarcarse uno mismo, precisamente, en esos términos. Guardó la moneda en el bolsillo pequeño de su jean, tomó las muletas, se incorporó y se dirigió hacia la puerta. Tenía razón Annie, existiese o no fuera de su mente: había llegado allí tentado por la codicia económica y por las tentaciones sensuales. En cambio, había hallado algo que no atinaba a definir y que casi lo había arrojado a la locura. Y a la muerte, si era cierto lo que le había sido dicho respecto del accidente que lo había disminuído momentáneamente. Las cartas parecían estar jugadas, aunque tenía la idea que aún faltaba la apuesta mayor. Bueno, iría al 283
Gabriel Cebrián menos por las cuestiones que en un principio lo sedujeron. Lo demás, se lo propusiese o no, sabía que de todos modos llegaría.
XI
La noche no era muy clara, pero no obstante no tuvo dificultad alguna para hallar a Magdalena, quien, tal como lo anunciara, había encendido una fogata. Sus exquisitos rasgos, iluminados en colores cálidos mientras arrojaba ramas secas al fuego, se dirigieron hacia él: -Vaya, tardaste un poco más de lo que supuse. Se nota que te enredaste más de la cuenta en tus absurdas lucubraciones –le espetó. -How, mí venir en son de paz –dijo Gaspar, levantando la palma de su mano derecha y pretendiendo ser algo así como un apache. -Está bien, resulta verdaderamente original, y haces bien en no reiterarte, si no quieres que el misionero blanco te arranque la cabellera –respondió ella, y rió con deleite. Luego añadió: –Mira el entorno. -¿Qué quieres que mire? No se ve prácticamente nada. -Eso precisamente era lo que quería que notaras. -¿Y qué hay con ello? ¿Se supone que debo asustarme? -No, al menos no necesariamente. Quería que notaras que cuanto más cerca estés del fuego, menos de284
Los fuegos de San Juan talle tendrás del entorno. Y me gustaría que lo interpretes simbólicamente, desde luego. -No, no pienso recaer en eso. Venía a hablarte de amor, tú sabes... -Groucho Marx una vez se preguntó: “¿Por qué lo llaman amor cuando en realidad quieren decir sexo?” -Ése bien puede ser tu caso, aún cuando hace solo unos minutos me manifestaste ciertas necesidades románticas, que en un rapto de caballerosidad me he visto compelido a tratar de complacer. -Evidentemente, nuestros tiempos parecen ser muy diferentes. Ahora pretendes ser romántico, y si me presto a tu juego nos pillarán aquí jugando a los tórtolos e iremos a parar al caldero. -¿Quién va a pillarnos? -Pues no sé. Cualquier presencia que ande por aquí encontrará irresisitible este fuego, por eso te llamé la atención cuando llegaste, acerca de la fogata y el entorno. -¿Es que no podremos pasar una noche solos, tranquilos y felices? -Legítimamente, yo podría preguntarte lo mismo. -Probablemente, mas no he sido yo quien ha traído a ti a los fantasmas, y eso no es cosa que podrías argumentar también tú. Aparte, si la cosa era así, ¿para qué demonios has tenido que venir a encender el fuego? ¿No los estás llamando, de este modo? -Bueno, te repetiría lo que te dije en la casa, que quedarnos allí no era garantía de tranquilidad, pero no voy a hacerlo porque si no sé muy bien quién 285
Gabriel Cebrián vendrá y... qué quieres que te diga, yo estoy acostumbrada, pero tú en cualquier momento vas a sufrir un síncope. -Deja de tratarme como a un pusilánime. Repetiré mis letanías tan solo para demostrarte que no temo a nadie. -Desde que has muerto que estás insoportablemente arrogante. Ya déjate de bravucionadas, ¿quieres? Nos conocemos bastante ya, y eso sin contar los vasos comunicantes que hemos generado. -¿A qué te refieres? -Ya te lo dijo el viejo ciego. Cálmate. Concéntrate. La función está a punto de comenzar. -¿A qué te refieres? -Oh, eres tan soberanamente tonto... -Sabes qué, tengo ganas de terminar con toda esta puesta en escena y poseerte aquí mismo, al lado del fuego. -Puedes hacerlo, pero deberás venir tú encima mío. Me agradará ver la expresión que pondrás cuando te empalen –dijo, y rió casi descontroladamente ante la cara de desconcierto de Gaspar. -¿A qué te refieres? –Preguntó por tercera vez, y pensó que de algún modo sus ojos habían sufrido un súbito daño, dado que de pronto se vio sumido en la más cerrada niebla. Únicamente los tonos ígneos difusos ante él le proporcionaban la mínima perspectiva del lugar en el que había estado. -Estúpido, estúpido, estúpido –repetía ella, a sabiendas que ya no había iteración alguna capaz de empeorar la situación. 286
Los fuegos de San Juan -¿Qué pasa? -Ojalá lo supiera. Aquí puede pasar cualquier cosa, y tú lo sabes, o deberías haberlo sabido, so imbécil. ¿Adónde estás? -Aquí. No me he movido. Sintió que unas manos lo tocaban, y supuso eran las de ella. Las aferró, y sorprendiéndose por la presencia de ánimo que mantenía aún en esas circunstancias, le dijo quedamente: -No tengo miedo a nada si estoy contigo. Unas carcajadas demenciales respondieron a la romántica declaración, y se soltó con repulsión, solo para sentir que muchas manos lo aferraban al mismo tiempo. Se debatió tanto que en un momento cayó sobre el fuego, provocando un desparramo de brasas y un enjambre ascendente de chispas. Sintió la quemazón en un brazo, mas las manos no lo soltaban y parecían querer sostenerlo en la hoguera. Alguien se arrojó encima de él, lo abrazó, lo besó en la boca. Era Magdalena, que le decía: -No luches. Solo toma el escudo de oro y concéntrate en volver a la casa. Así lo hizo. Con gran esfuerzo consiguió extraer la moneda, la aferró con vigor en su puño derecho y pensó, con toda la concentración que el ardor en el brazo le permitía, qué bueno sería estar otra vez con Magdalena en la casa. Como obedeciendo al mandato de su pensamiento, el aquelarre cesó, la niebla 287
Gabriel Cebrián también, y allí estaba, en la casa otra vez, sobre la cama en la que se había incinerado la noche anterior, con Magdalena sobre él nuevamente, besándolo con pasión. -¿Siempre será así, contigo? –Preguntó, anonadado aún por la intensidad de la experiencia. -Ojalá fuera siempre así. Pero eso depende de ti. Ya te lo he dicho en tu casa de calle Belgrano, todos nosotros dependemos de ti. Lamento que olvides todo con tanta facilidad. Y ahora, no vas a perderte la escueta ganancia entre tanta pérdida; es hora que vuelvas a tus análisis mercantilistas y tengas al menos la compensación sexual que crees merecer. Y no te aflijas por mí; como dice Annie, aún soy suceptible a los goces carnales. De lo que se desprende que no estoy haciéndote un favor, ni indemnizándote. Aunque creo que ya lo has notado, de todos modos.
XII
En el presente estado evolutivo del pensamiento humano, sobre todo a partir de Descartes, parece tenerse por cierto que el primer y consecuentemente único juicio apodíctico, consiste en la existencia de una conciencia, autorreflexiva primero, y luego proyectiva en función de las propias necesidades y ambiciones. Y éste resulta válido no solamente para el individuo humano, sino para cada una de las células 288
Los fuegos de San Juan que lo componen; y es válido asimismo para el más mínimo sistema organizado de funciones, por elemental que sea, correspondiente a las partículas que componen todo organismo viviente. Gregory Bateson Jr. ya ha llamado la atención respecto de la identidad que existe entre los procesos de aprehensión gnoseológica que operan en la naturaleza y los presuntamente más sofisticados y complejos correspondientes al animal humano, y se ha encargado al mismo tiempo de desmitificar la errónea suposición que confiere a estos últimos -en estos términos comparativos- tales exuberantes características. 2 Ahora bien, y adscriptos siempre a tal orientación epistemológica, llegamos a la pregunta: ¿cómo se produce, entonces, el hecho mediante el cual puede deducirse cabalmente que una conciencia determinada adquiere un nuevo dato del entorno, o dicho de otro modo, cómo se obtiene un nuevo conocimiento? Mediante la percepción de una diferencia. El único proceso que agrega información consiste en un cotejo que permita observar un cambio, pues de la homogeneidad absoluta no puede desprenderse novedad alguna. Y para efectuar un cotejo tendiente a cualquier intento cognitivo, es necesaria la repetición de muchos elementos en un conjunto determinado, para poder así percibir la variación en alguno o algunos de ellos. Y aún cuando la totalidad de los 2
Véase al respecto su obra Mind and Nature. A necessary unity.
289
Gabriel Cebrián elementos percibidos pueda permanecer inalterable, la mera reiteración de la gestalt se constituye en el dato diferente sobre el cual el sujeto se halla en condiciones de obtener una nueva información, según ha observado Néstor Dickinson: “Si miro un diente de león, cierro los ojos e inmediatamente los abro y veo, ambas percepciones serán tan idénticas que puedo dar cuenta de la segúnda como repetición de la primera. Pero también es de suponer que mi cerebro ha aprendido una información del medio ambiente y me informa de este hecho: ‘Éste es el mismo diente de león que antes’. Dicho de otra manera: la segunda vez he experimentado una repetición, cosa que en la primera mirada no ocurrió. Precisamente, si nuestros estados de conciencia no son un fluir de ideas, no son una secuencia de sucesos elementales, entonces no está definido qué corresponde a qué.” 3 En definitiva, y en concordancia con el espíritu que imbuye a todo método inductivo, puede aseverarse que la lectura cósmica que permite al ser humano ejercer el dominio del fenómeno extramental en mayor o menor medida -según capacidades genéricas, culturales y personales-, se basa de modo primario y excluyente en las novedades extraíbles de la secuencia reiterativa de sus perceptos. Y en atención a ello, mediante métodos interpretativos que podrían secuenciarse como a) innatos, b) a priori y 3
Néstor Dickinson, “Diente de león”, Ed. Stalker, 2001, pág 81 y ss..
290
Los fuegos de San Juan c) a posteriori del lenguaje fónico-gestual, determinamos los límites de lo perceptible, de lo atestiguable; y definimos topográficamente la superficie de lo “real”, condenando al resto del fenómeno a una inexistencia arbitraria, toda vez que al no participar del cotejo estadístico primigenio que define la única sintaxis posible para nuestra cosmovisión, queda inmerso en una niebla conceptual a la que quizá sólo podría aludirse según vocablos correspondientes a otras, y cuyo significado hoy día nos resulta particularmente oscuro, como lo es el del Tao, por ejemplo, o el del Ka, o el del propio Logos, si es que logramos despojarlo de todas las sucesivas pátinas semánticas que tuvimos a bien propinarle desde nuestro deformante apego a clásicos parangones, a partir de los cuales lo fuimos cubriendo a la manera de árboles sobre pilares de piedra; lo que hace que, aunque aún esté allí, permanezca en un interior tan recóndito como ignoto, a causa de estos aferrados amantes que tan sólo dejan ver del objeto de su pasión lo que creen encontrar de cierto y seguro. Acordamos con Paul Watzlawick, en el más pleno consenso que nuestro multívoco lenguaje nos permite expresar, cuando manifiesta que lo que llamamos “realidad” es solamente el resultado de la comunicación, y que la manera más peligrosa de engañarse a uno mismo consiste en creer que sólo existe una realidad, cuando positivamente se dan, de hecho, múltiples versiones de ella, que pueden resultar absolutamente opuestas entre sí, todas resultado de la 291
Gabriel Cebrián comunicación, y no del reflejo de verdades eternas y objetivas. 4 Cerró el cuaderno, dejó los libros abiertos y desparramados al azar de sus búsquedas, que parecían dirigirse por sí mismas, con la propia inercia de una necesidad de expresión al parecer íncita en sus connaturales pulsiones extrusoras. Se incorporó, se mesó los cabellos, respiró profundamente y se dirigió al fondo. Allí estaban el aljibe, y más atrás, el viejo nogal. La mera percepción de ambos le había producido gran inquietud, por no decir abiertamente miedo, poco tiempo atrás. Pero después del espectral viaje en el cual quizá hubo rozado los límites de la muerte, o incluso traspasado, todo había decantado de un modo tal que una curiosa indiferencia predominaba sobre cualquier otra emoción o estado anímico. Incluso sabía positivamente que en anteriores circunstancias, a estas alturas ya habría perdido la cabeza por Magdalena, y habría estado dispuesto a enfrentarse a una legión de demonios en su defensa, perdiendo de vista absolutamente que ella misma podía ser uno. Pero esa frialdad, solamente jaspeada por la ya dicha curiosidad, lo atizaba a leer y a escribir, intentando dar un marco conceptual a lo que días atrás había encontrado inmarcesible en términos de pensamiento objetivo. En esa misma vena, mientras se colocaba bajo el débil sol invernal, se abocó a analizar la situación en la que se hallaba ese día, 21 de junio, 4
Paul Watzlawick, ¿Es real la realidad? Ed. Herder, 1989.
292
Los fuegos de San Juan a dos jornadas vista de la Noche de San Juan, nada menos. Estaba viviendo en un pueblo en el cual prácticamente no había interactuado con nadie, y las pocas excepciones, o lo habían segregado como a la peste, o lo habían querido alertar respecto de las malas artes, incluso diabólicas, de las personas que lo habían convocado. Había cobrado un sueldo suculento por un desempeño casi nulo, es decir, por una farsa de tratamiento psicológico efectuada a la hija de su contratista, y que había derivado en una tórrida relación de índole sexual, circunstancia que por otra parte no parecía turbar en lo absoluto al padre, sino más bien, por el contrario. Gozaba de todo tipo de atenciones, era agasajado y lisonjeado en forma permanente, incluso más allá de lo que cualquier normalidad aconsejaría, y omitiendo de plano todo sentido de ubicuidad o de guardado de formas frente a un eventual desconfío producto de tales excesivas prodigalidades. Y en referencia a su interioridad, algunas circunstancias habían cambiado dramáticamente: testigo de visiones, alucinaciones o situaciones no clasificables dentro de los parámetros de la eperiencia considerada normal, su reacción inicial había sido si se quiere la previsible, o sea, casi de pánico. Mas primero la reiteración de estos eventos, como más luego el referido accidente y el aparente cruce de líneas que el mismo provocara, lo habían llevado a enfrentarse a esos hechos inexplicables con un temple diferente, más tonificado, y con una actitud indagatoria menos obnubilada por la zozobra. 293
Gabriel Cebrián Podría cavar, por ejemplo, alrededor del nogal y ver si era cierto que allí estaban enterradas antiguas víctimas de la dupla Sanjuán-Haydée. Tal vez hubiera allí debajo unos cuantos huesos y su tesis podría completarse con capítulos de psicología forense, aún en disparatada conjunción de objetos de estudio, pero acaso el humor tuviese lugar en formulaciones académicas de vanguardia. Así debería ser, en cualquier caso; las formalidades quizá solo sirvieran para acotar probables fecundidades y variables atípicas que seguramente conseguirían abordar más profusa y efectivamente el fenómeno. Pero ésa era harina de otro costal... Se aproximó al árbol. No parecía haber nada extraño en él, ni en la tierra alrededor de su base. Juntó unas nueces, despegó las partes externas carnosas y rompió un par. Lucían normales, incluso apetitosas. Tanto así que las probó, y una vez más las encontró corrientes y sabrosas. Aún a pesar de la información, fidedigna o no, que había recibido entre las ingestas, no sintió aprensión alguna. Tal vez hubiera cadáveres allí debajo, pero la única conclusión que podía asumir como extraíble en ese contexto, era que la carroña humana era, ciertamente, un buen abono para las nueces. Recordó que a similares conjeturas había arribado cuando Haydée sirvió el desayuno en casa de Sanjuán. La manzana es de Eva, la nuez es de Adán, le había dicho aquella noche el sacerdote enajenado. ¿Qué habría querido decir, fuera de lo que parecía una caprichosa conjunción de locuciones comunes? ¿Ha294
Los fuegos de San Juan bría querido decir algo, o era el propio ritmo del delirio el que lo llevaba a acuñarlas, sin otra motivación que una mecánica de automatismo psíquico lineal y tal vez oligofrénico? Las nueces sabían bien. Recordó haber visto un documental en el que unos chimpancés se valían de piedras para cascar la corteza de tales frutos, y que las crías, sin mayores resultados, imitaban los movimientos de sus mayores. Un ejemplo de comunicación de informaciones prácticas basado absolutamente en la repetición. La reiteración, fuente de lo que luego deviene en reflejos condicionados, como el que experimentaba él en ese instante, cuando levantaba súbitamente la cabeza y dirigía su mirada hacia el frente de la casa, al oír que alguien estaba llamando a su puerta. Era Sanjuán, por supuesto, aunque esta vez lucía sombrío y preocupado, en total contraste con las oportunidades anteriores. -Buen día, Doctor. Pase, por favor. -¿Está ocupado? -No, nada de eso. Estaba por desayunar, así que acompáñeme, por favor. -Bueno, siendo así... -¿Me parece a mí, o está preocupado por algo? -No, preocupado, no. Simplemente lo que ocurrió el otro día me ha dado mucho que pensar. -¿A qué se refiere? -A la moneda de oro que apareció en el vientre del pescado, qué otra cosa. -Bueno, pues, es extraño, sí, pero no tanto como para obsesionarse, supongo –comentó con condescenden295
Gabriel Cebrián cia, advirtiendo en el acto la inversión de roles que parecía estarse produciendo. -No es obsesión, lo que pasa que como le dije, me ha dado mucho que pensar, y como no soy dado a pensar, valgan las redundancias, pues bien, decidí dar rienda suelta a mi temple activo, y proceder en consecuencia. -No hallo el punto. -Porque aún no se lo he dicho. Mire, esta mañana telefoneé al club náutico de Mar del Sur y renté una pequeña embarcación. Si hay algo allí debajo de las aguas, voy a hallarlo. -Discúlpeme, pero me parece una locura. -Puede ser. Pero son los pequeños vicios que después de toda una vida de trabajo puedo permitirme. Tiene el sabor de la aventura, no me lo va a negar. Aparte, si hay un cofre lleno de esas monedas, podremos darnos a vicios más expensivos aún. -Bueno, desde ese punto de vista... –concedió, y ahora advirtió cómo el filo de la codicia se abría paso en las débiles carnes de su moralidad. Y añadió: -es un hombre de acción, de eso no cabe duda. Yo, sin embargo, y a contrario, soy solamente un teórico. -Quizá seamos opuestos complementarios. -Oiga, eso suena más adecuado para una relación afectiva de tipo pareja... -Pues seguro que no me estoy insinuando en ese sentido frente a usted, yo no tengo esas inclinaciones, y por lo que he podido comprobar, usted tampoco –y no se privó de dar a la observación aires insinuantes obviamente dirigidos a su relación con Magdalena. 296
Los fuegos de San Juan -Claro, era solo una broma estúpida. Pasa que todas estas cuestiones me parecen desmesuradas. -Usted mismo arde en deseos de descubrir qué es lo que está pasando en este pueblo, ¿recuerda? -¿Y usted cree que ésa esa la forma? -Puede ser. -Mire, no sé qué decir... la verdad que me sorprende sobremanera. -Diga que me acompañará en la empresa, y ya. -Espere un momento. ¿Contratará buzos, equipo, y esa cosas? -No, mi querido Gaspar, jamás haría algo así. No quiero que nadie sepa la empresa en la que nos embarcaremos, literal y metafóricamente hablando. -¿Y quién descenderá allí? ¿Y cómo, en todo caso, llevaremos a la superficie cualquier cosa que sea que podamos hallar? -Son varias preguntas. Descender, descenderemos nosotros. ¿Sabe nadar? -Sí, pero... -¿Sabe bucear? -Lo he hecho, pero tengo poca experiencia. Aparte intentaba decirle que cuando bajé allí fui atacado por un monstruo que respondía a la descripción de la bestia a que se hace referencia en el Apocalipsis. -¿Qué cosa dice? -Estoy diciendo que cuando bajé allí fui atacado por un monstruo que respondía a la descripción de la bestia a que se hace referencia en el Apocalipsis –La reiteración de la frase, efectuada en un todo adrede, 297
Gabriel Cebrián pareció azuzar un fuego interior que brotó de la mirada de Sanjuán. -Ahora soy yo el que no tiene el punto. -Claro, yo tampoco aún le he dado la información necesaria para procesar lo que le estoy comunicando. La noche en la que supuestamente morí por un rato en el fondo del bañado, experimenté un sueño, una alucinación o una realidad alternativa, en la que me arrojé de la cubierta del barco fantasma, a instancias del viejo ciego y Annie, a bucear allí. Encontré una moneda igual a la de la corvina, y cuando emergía, fui atacado por una Bestia con siete cabezas y diez cuernos. Con una de sus numerosas fauces me aferró del talón y me mantuvo sumergido hasta que perdí el conocimiento, con la certeza de estar muriendo en mi totalidad corporal, allí debajo. -¡Eso es increíble! -Pero en algún nivel sucedió, según me parece. -No me refiero a que esté mintiendo, sino a cómo parecen encajar todas las piezas de este siniestro rompecabezas. -Yo se lo decía, y usted me instaba a no abandonar el sentido común, ¿recuerda? -Y lo sigo instando, solo que supongo que no debemos orientar nuestros pensamientos de modo pendular. Ni todo es tan fantástico, ni tan fácil de soslayar en base a racionalismos puristas. Por eso mismo, vea, es que he decidido producir esta empresa. Para terminar con todos estos dimes y diretes de una vez y para siempre. 298
Los fuegos de San Juan -La idea, en sí, me parece fascinante. Pero ni sueñe que voy a bajar ahí. -Eso ya lo veremos. Estoy seguro que in situ me pedirá por favor que le facilite el equipo de buceo. -Tal vez tenga razón, no sé. Últimamente, sobre todo después de mi experiencia subacuática, hago y digo cosas en las cuales no me reconozco. Y ahora, tan luego, usted comienza a variar sus pautas de interpretación acerca de los sucesos que me perturbaron tanto ni bien puse un pie aquí... parece como que estuviéramos sufriendo un proceso de despersonalización, vea –aventuró, tentando una línea de diálogo que aún no había sido objeto de discusión con el Doctor. -No creo estar variando mucho mis pautas. Simplemente quiero, como le he dicho, despejar cualquier suposición que pueda vincularme con antiguas maldiciones o lo que fuere. -Entiendo. Pero hay algunos detalles que me parece que debería tener en cuenta, además. -¿Cómo cuáles, por ejemplo? -Bueno, si el barco que presuntamente se encuentra sumergido allí naufragó, como se dice, luego de encallar, se supone que es un riesgo que también nosotros correremos. Tal vez la topografía del suelo submarino nos depare sorpresas desagradables. -No, no lo creo. Primero, no es lo mismo un viejo galeón o nave por el estilo, de un porte considerable en orden a su función de transporte intercontinental, y otra muy difererente el velero que acabo de contratar, el que si bien no es tan pequeño que digamos, en 299
Gabriel Cebrián nada resulta comparable al otro. Y segundo, la tripulación de este último estaba ebria y enajenada en el momento del siniestro. -¿Cómo lo sabe? -No lo sé, eso es lo que se dice. Vivo aquí, sabe, y también he oído muy buena parte de las habladurías que circulan. No creerá que estuve a bordo, ¿o sí? -Solamente preguntaba. -Oiga, íbamos a desayunar, ¿no es así? -Oh, sí, disculpe. Con todas estas novedades lo olvidé –se excusó, mientras se incorporaba para colocar la cafetera al fuego.
XIII
Mientras preparaba el café y algunas galletas, mermeladas, etc., Gaspar evaluaba la nueva y desconcertante actitud de Sanjuán. Esa duda repentina, acompañada por la aparente resolución de buscar las causas últimas del misterio de Cañada del Silencio, de algún modo lo humanizaban, lo colocaban en un plano de normalidad en el que a poco tiempo de conocerlo, y a partir de la información sobre todo de las gemelas, él lo había excluido. Estaba ensimismado en tales consideraciones cuando oyó que le decía: -Cómo ha cambiado todo desde que llegó usted... -¿Sí? ¿Por qué lo dice? ¿Cómo era antes? 300
Los fuegos de San Juan -No, era básicamente igual, pero es como si usted, con su temperamento investigativo, hubiera puesto en crisis un montón de cosas. -Créame que no era mi intención. Aparte, cómo habría podido prever yo una situación semejante. -Tal vez si la hubiera previsto, no hubiese venido. -Eso, téngalo por seguro. -Hombre, me hace sentir mal oírlo decir eso. -No lo tome así, es simplemente que... póngase en mi lugar un momento, ¿quiere? Llegué a sentirme aterrado, no hace mucho. -Sí, comprendo que no es fácil encontrarse con un cuadro tan tétrico de buenas a primeras. Para colmo con la pobrecita de Annie jugando sus bromas pesadas... -Ve, ahí tiene... nunca pude conseguir siquiera una mínima prueba de la existencia material de Annie. -¿Es que acaso no la vio? -Sí, muchas veces. Pero eso no prueba nada, al menos desde la perspectiva que adquirí en este pueblo. No olvide que también vi a su supuesto padre, el que tal vez haya muerto hace casi dos centurias. -Ve –señaló, mientras agregaba azúcar al café, -a eso me refiero cuando digo que a veces pierde la ecuanimidad. No son argumentos mínimamente serios que considerar, ésos. Al menos desde mi humilde punto de vista. -Yo también lo hubiese considerado así antes, aún a pesar que adhiero a corrientes de pensamiento que sostienen que la realidad que experimentamos es producto, ante todo, de los sistemas de interpretación 301
Gabriel Cebrián y de comunicación propios de cada cultura. Como le decía hace un rato, soy un individuo tan dado a teorizar que no fue sino hasta que llegué aquí que comprendí que tales estructuras lógicas iban más allá de su valor formal y podían demostrarse patéticamente, aún sin el menor esfuerzo de voluntad por parte del sujeto, y más aún, a pesar de la más primaria determinación en contrario. Aquí todo es muy dinámico, y si no, fíjese: vine a desempeñarme, según mi formación, como psicólogo; y no solamente no he hecho nada que tenga que ver con eso, sino que acabo asumiendo el rol de buscador de tesoros hundidos. -Es lo que se dice una situación bastante atípica, por cierto –concedió el Doctor. –Pero sepa disculpar mi falta de ejercicio en discusiones de alto nivel intelectual, no comprendí muy bien la idea ésa de la realidad producida por... ¿cómo dijo? -Está bien, no quise más que graficarle mi apego a las construcciones teóricas, el que muchas veces parece alejarme de la realidad. -No, pero lo poco que alcancé a comprender me resulta fascinante. Me gustaría, si tiene paciencia para explicar a un alcornoque como yo, que me desasnara un poco en ese tema. -Supongo que podremos hallar el tiempo para que se aburra con tales lucubraciones, en el mar. Aunque muy poco puedo agregar a lo que ya le dije. -Bueno, no creo que sea así. De todos modos, pienso que será una experiencia fructífera para ambos, independientemente de los resultados. Y ahora que refiere el cambio de roles ése que cree haber efectuado, 302
Los fuegos de San Juan me parece haber advertido que la mecánica de las sesiones con mi hija ha variado significativamente, también. -¿Debo interpretar eso como un reproche? -¡Pero no, hombre! ¿Acaso parece que estuviera reprochándole algo? -Tal vez ; y si lo hiciera estaría plenamente en su derecho, según veo yo las cosas. -¿Y por qué lo dice? -Y, es bastante obvio, fíjese. He recibido una importante paga por un servicio que no he prestado, he sido objeto de todo tipo de atenciones y agasajos de su parte... desde cierto punto de vista y a partir del cariz que ha tomado mi relación con ella, podría entenderse que he abusado de su confianza. -Bien, déjeme detenerme en cada punto, a ver si nos entendemos de una vez. En todo caso, estaría traicionando mi confianza si tomara a mi hija livianamente, sin tomar en cuenta ni por un momento sus sentimientos, sin que le importara en lo más mínimo herirla en su sensibilidad. Pero sé que ése no es su estilo. -Eso precisamente iba a aclararle. -Entonces, me adelanté. Por lo que respecta a sus servicios, básicamente, y fuera de toda hipocresía, sabe que lo contraté fundamentalmente para que ayude a Magdalena. Y eso es lo que, de un modo u otro, ha estado haciendo. De hecho, nunca, desde hace muchos años, la he visto tan bien como ahora. Como usted sabe, me importan muchísimo más los resultados que los métodos, así que vuelvo sobre el 303
Gabriel Cebrián concepto que quizá, o mejor dicho, seguramente, soy yo quien está en deuda con usted. -Usted siempre arregla las cosas de modo que luzcan a mi favor. Hay veces que no puedo hallar razones que me digan que no hay gato encerrado detrás de esa actitud. Mire, no quiero ofenderlo en modo alguno, pero apelo una vez más a su empatía; póngase en mi lugar, y cotéjelo con ese dicho popular que reza: “Cuando la limosna es grande...” -“...hasta el santo desconfía.” –completó Sanjuán, meneando la cabeza, y luego continuó: -Sabe, no sé si tomarlo como un reconocimiento a una supuesta generosidad excesiva, o como un agravio gratuito e injusto. -Por eso me anticipé a apelar a su capacidad de empatía. Recuerde que hemos acordado manifestarnos entre nosotros con la más absoluta honestidad, y es en función de ello que me permito expresarme de un modo que podría tomarse como insultante, pero ambos sabemos que no hay nada más lejos de mi intención. -Desde luego, y es por eso que no llevo las cosas a la tremenda. Mire, Gaspar, me voy a ver obligado a repetirle las cosas que tantas veces le he dicho, y temo que su temperamento lo lleve a considerarlas como nuevas lisonjas que esconden tras su complacencia malignas intenciones. -Está bien, lo entiendo perfectamente. Y en función de ello, voy a serle completamente franco respecto de mis sentimientos hacia su hija. Antes que nada, quiero decirle que ella es el principal motivo que me 304
Los fuegos de San Juan trajo aquí, incluyendo las posibilidades de desarrollo profesional. Es una mujer hermosa, sensible e inteligente, y quedé prendado de ella nomás la vi por primera vez. Jamás la tomaría en broma, únicamente un estúpido podría hacer algo así. Después de tratarla, y tomar conciencia de lo que podrían calificarse como rarezas, o trastornos de personalidad, un poco me alejé, en términos afectivos; pero usted sabe, no era solamente ella, sino el entorno, que me pusieron en una crisis si se quiere más estructural. -Claro, claro. -Y además el rol de terapeuta que intenté, me obligaba a tratar de dejar a un lado mi emocionalidad, ya que evitarla por completo me habría resultado imposible. -Bueno, saber eso me tranquiliza mucho. No es que haya estado tan preocupado, pero oírlo de sus labios me reconforta. -Por otra parte, y sin el menor ánimo de buscar que usted interceda en modo alguno, le diría que en todo caso mis sentimientos, al menos para mí, son mucho más claros que los de ella. Es una mujer con todas las cualidades que le dije, pero asimismo tiene otras también, y muy particulares. -Lo sé, pero me temo que ellas sean producto de lo que definimos como el Síndrome de Cañada del Silencio, ¿recuerda? -Sí, lo recuerdo. -Y ése es otro de los motivos que me decidieron a tomar el toro por las astas y dar un corte definitivo a este asunto. Está en juego la salud mental y la felici305
Gabriel Cebrián dad de todos. Y podría también decir “mi buen nombre y honor”, si hubiera conservado alguno de ambos –los dos rieron ante algo que podía parecer una ocurrencia en el más puro estilo del humor amargo. Gaspar no supo entonces si había conseguido la reiteradamente reclamada empatía de parte del Doctor; lo que sí le parecía seguro era que la viceversa, aún no habiendo sido solicitada expresamente, había sido no obstante lograda en gran medida.
XIV
-Así que saldremos a la búsqueda del tesoro –dijo Magdalena, una vez hubo entrado y saludado con un apasionado beso a Gaspar, al atardecer de ese mismo día. -¿Eres de la partida? -Por supuesto, estamos todos invitados. Estaremos todos allí, no tengas duda. -¿A quiénes te refieres cuando dices “todos”? -Cuando digo todos, me refiero a todos. Conoces al clan, no deberías preguntarme eso. -O sea, tú, yo, tu padre y Haydée, ¿es eso? -¿Crees que Annie se lo perdería? Está bien, probablemente no la vean, pero seguramente va a andar por allí, y lo sabes. Igual su padre. -Es lo más parecido a un aquelarre que se me ocurre. 306
Los fuegos de San Juan -Ni que lo digas. Tal vez tengas mucha más razón de lo que crees, incluso. -Oye, ya te estás haciendo la loca. ¿Estás tratando de asustarme, otra vez? -Nunca traté de asustarte. De concientizarte, puede ser. Pero eso ya lo hemos hablado. La verdad es que no sé qué es lo que he visto en ti. Siempre me han gustado las personas originales, impredecibles. Sin embargo tú eres todo lo contrario, previsible hasta la exasperación, y sin embargo... la cosa es que, para bien o para mal, para ventura o desventura, la Noche de San Juan nos hallará embarcados y tras la pista de un naufragio por demás misterioso. -¿Cómo han sido las Noches de San Juan, en años anteriores? -¿A qué te refieres? ¿A cómo han sido aquí, en Cañada del Silencio? -Pues claro. -Aburridas, qué otra cosa. -Quiero decir, el comportamiento de tu padre durante esas noches, ¿ha sido extraño? -No recuerdo que mi padre se haya comportado normalmente ni una sola vez desde que tengo uso de razón. -Eso no es cierto. Yo mismo he sido testigo de lo contrario. -Tú no sabes nada. Tú solamente ves lo que quieres ver. Es como tú mismo dices, es tu idea del mundo la que acomoda la realidad a tu antojo. -¿Y cómo es que sabes éso? –Inquirió sorprendido Gaspar. 307
Gabriel Cebrián -Todos somos uno. Sé lo que tú sabes. Pero eso también ya te fue dicho. Somos como los troncos del ombú, numerosos, pero sujetos a una sola y amplia raigambre. -Evidentemente, aún no soy capaz de manejar esa dialéctica. Pero dicho sea de paso, cuando empleaste esa afortunada metáfora arboriforme, pareció deslizarse en ella cierto orgullo de membrecía que en nada se condice con la fobia a la esclavitud espiritual eterna a la que dicen Sanjuán los condena. -Puede ser que te haya parecido a ti, mas en todo caso lo que sentí es una especie de resignación, al ver cómo te entregas sin resistencia al destino final. Y en todo caso me alegro, porque permanecerás a mi lado, si bien no ya como persona. De todos modos me he acostumbrado a ligarme afectivamente a los espectros. -También yo abrigo sentimientos profundos hacia ti, por eso te digo que sería muy feliz si dejaras de lado todas esas abstrusas fantasías y nos dedicáramos a amarnos dentro de un mínimo parámetro de normalidad. -Eso no es posible. -¿Acaso no puedes hacer eso por mí? -Tal vez pudiera, pero lo que pareces no advertir es que tú mismo jamás podrías hacerlo. Ya has cruzado y rebasado absolutamente esos parámetros que dices, y de eso, mi querido Gaspar, no se vuelve. -¿Te refieres al accidente? ¿A que estuve muerto? -No sé muy bien a qué me refiero, solo sé que es así, y que quizás ya nunca puedas morir, y digo ésto sin 308
Los fuegos de San Juan saber siquiera lo que es la muerte. No me presiones. Tómalo o déjalo, pero haz tus propias interpretaciones. ¿Acaso mi padre no te paga para eso? –Le preguntó, observándolo socarronamente por el rabillo de sus hermosos ojos, y rió con deleite. Él no pudo más que unírsele, y a continuación sentenció: -Bueno, ya veremos quién tiene razón. -Decir quién tiene razón es lo mismo que decir, por oposición, quién está loco. -Nunca lo había visto de ese modo. Me parece que es forzar un poco la nota. -Eres afecto a las interpretaciones laxas. Yo, no. -Si continúas lexicalizando en esa vena, vas a terminar de enamorarme. -¡Pero qué roman más romantique es la que estamos componiendo! ¡Parece mentira que en unas pocas horas más vayamos a enfrentarnos cara a cara con el horror más macabro que se pueda uno imaginar! Eres un cabrón inconciente, pero me gustas. -Y tú, una especie de Casandra al revés. Predices cosas que jamás ocurrirán, y sin embargo, tal vez sea debido a tu gracia y a tu hermosura, que me veo impulsado a creerte. -Está bien la galantería, de veras que me reconforta. Pero no obstante quiero decirte una cosa, y es que encontrarás mis ojos fijos en ti cuando el destino se cumpla: no estoy prediciendo nada. Todo ésto ya ha ocurrido, está ocurriendo y ocurrirá. Eres el viejo marino, su ejecutor y el vacío de sus ojos. Eres yo misma y la pequeña Annie, eres tú y la negra Haydée. Eres la Bestia del Apocalipsis, Adán y Eva. 309
Gabriel Cebrián Eres quien escribe y habla en círculos. Eres el dibujo en bajorrelieve acuñado en el escudo de oro de tu bolsillo. Eres el barco, el viento que hincha sus velas y el océano; y por sobre todo, eres la niebla.
XV
Estamos en el punto de inflexión más crucial de la evolución de una cultura que, a caballo de la sofisticación de la cibernética aplicada a la tecnología de las comunicaciones, ha logrado establecerse hegemónicamente a nivel planetario. Pero como bien ha señalado el poeta Hölderlin, allí adonde nace el peligro, allí mismo nace también lo que lo salva. Es precisamente esa interacción instantánea entre las múltiples regiones físicas y simbólicas del orbe la que permite confrontar, directa y profundamente, las diferencias entre ellas; y esta confrontación, inevitablemente, provoca una crisis. Ello porque la información, originada como se ha señalado ya en la percepción de lo diverso, no puede dejar de ser procesada en los niveles internos más o menos concientes del sujeto. Y esto, inevitablemente, abre brechas en el tejido estructural que configura las definiciones sobre las cuales el universo establecido ha sustentado su pertinencia e instalado la dictadura de su propia y convencional gama de sucesos posibles, sean éstos de orden físico, mental o espiritual. Es bien sabido que las culturas que han permanecido 310
Los fuegos de San Juan aisladas jamás cuestionan su sistema de creencias, de modo que cada individuo acepta a pie juntillas cuanto le es transmitido y lo cree positivamente 5 . A contrario, la apertura global y la hipertrofia del tejido comunicacional está provocando un shock cuyas consecuencias totales podrían, en breve, alcanzar características tales que darían la razón a todas las predicciones apocalípticas formuladas a través de los tiempos y que parecen apuntar a los días que vendrán. Estableciendo un paralelismo entre el organismo humano individual y una determinada cultura, siguiendo la analogía que tan acertadamente propuso Oswald Spengler, pero sujetándola a los elementos de la función gnoseológica cuyo estudio es objeto del presente, encontraremos que el resultado natural y primario, en ambos casos, está dado por una sensación de pérdida de estabilidad del conjunto ante la noción adquirida de lo novedoso y por ende, desconocido; y esta sensación se traduce inevitablemente, en miedo. De allí las guerras, que de acuerdo a todas las características observables y a las proyecciones de los sociólogos más serios, por encima de pujas por dominación de riquezas y recursos económicos disponibles –que son la expresión del poder para la sintaxis dominante-, y de o5
Será objeto de un estudio posterior el análisis acerca de la validez objetiva -o de la condición de verdad- que puede ostentar un pensamiento cuya convicción, absoluta e incuestionada, configura un cosmos estático donde las fuerzas en equilibrio cierran un círculo dentro del cual los fines de la existencia, sean éstos los que fuesen, se ejecutan plenamente.
311
Gabriel Cebrián tros supuestos basados en ideales de justicia abstractos y generalmente falaces, obedecen a claros e irreconciliables antagonismos culturales. En esta dialéctica tal como aparece dada coyunturalmente, la síntesis se producirá, con toda seguridad, pero la amalgama resultante inevitablemente vendrá de la mano de una conflagración sin precedentes, digna de ser prevista por todos los videntes de civilizaciones sujetas a otros modos perceptuales, en las cuales el imperio del espacio-tiempo parece no haber estado tan sujeto a los cánones de rigidez propios de nuestro modelo de pensamiento lógico-matemático, subsidiario del pragmatismo de base socioeconómica establecido. El Doctor Sanjuán desamarraba cabos y volvía a atarlos de modo que el viento impulsara de manera más conveniente el velero, mostrando en la operatoria una gran pericia. A veces Gaspar debía ayudarlo, y sus manonos, torpes de por sí y agravada su tosquedad por el frío, sufrían enormemente el contacto y la fricción con las ásperas cuerdas. Ello sin contar la renquera que, aunque ya le permitía prescindir casi totalmente de las muletas, aún dificultaba bastante su movilidad. Luego que estuvo todo más o menos en orden, se sentaron sobre cubierta. La mañana era fría pero clara, y bastante serena. Desde el interior de la cabina les llegaba el olor del pan tostándose, lo que indicaba que las mujeres estaban preparando un nuevo desayuno, complementario del ligero tentempié que habían tomado esa madrugada, 312
Los fuegos de San Juan mucho antes que el sol apuntara, previo a la salida en auto desde Cañada del Silencio hacia la ciudad portuaria de Mar del Sur. -Nos hemos hecho a la mar, ya –Dijo el Doctor, a la sazón devenido en Capitán. -Sí, espero no descomponerme con el vaivén de las olas. -La mejor manera de evitarlo es no pensar en ello. -Sería bueno que eso funcionara en un espectro más amplio. -¿A qué se refiere? -A que sería bueno que fuera posible evitar muchas cosas, simplemente dejando de pensar en ellas. -Bueno, según mi experiencia, así sucede con respecto a muchísimas cosas. Y oiga, ¿no tiene eso que ver con lo que decía el otro día acerca de que la realidad que experimentamos es generada por interpretaciones o moldes de pensamiento? -Tal vez, ahora que lo dice... -Según las corrientes de pensamiento New Age, el pensamiento positivo atrae su contraparte en la realidad, y viceversa. -No soy muy afecto a ese tipo de pensamiento. Lo encuentro liviano y sin basamento teórico fundado. -En una gran medida, estoy de acuerdo con usted. Sin embargo, he de señalarle que muchos de sus principales postulados, como el que acabo de referirle, por ejemplo, se apoyan en viejas creencias acuñadas en dichos que, para mí, son la quintaesencia de la sabiduría a que puede aspirar la humanidad. 313
Gabriel Cebrián -¿Cómo es eso? Me gustaría que abundara al respecto. -Yo creo que los dichos populares encierran una gran sabiduría práctica, y que un compendio selecto y exhaustivo de ellos probablemente constituiría el máximo libro sapiencial. -Es un buen punto. Jamás lo había considerado. Y dígame, ¿por qué no lo intenta? -Tal vez algún día lo haga. Menudo trabajo intelectual para un hombre de acción, ¿no lo cree? -Usted mismo ha dicho que tal refranero contiene un importante caudal de sabiduría práctica, y eso, según me parece, podría constituírse en una especie de biblia para los hombres de su condición activa. -Está acicateándome. -¡Claro! Aparte, no sería el primer Sanjuán en escribir textos de connotación bíblica –reiteró, en una evidente maniobra tendiente a remarcar el paralelismo sugerido entre él y el evangelista del Apocalipsis. El Doctor pareció recoger el guante: -Tal vez el Evangelista sea parte de mis ancestros, quién podría saberlo... -Tal vez. Tal vez la Bestia que vislumbró ande dando vueltas por acá, debajo de estas aguas. -Ve, ya empieza a hacerse el loco. -Usted me animó a ello, al comenzar a hacer referencias acerca de la nueva era, y luego insinuando genealogías extravagantes. -Bueno, pero no va a decirme que un antepasado judío dado a visiones trascendentales no es mucho más 314
Los fuegos de San Juan probable y ajustado a parámetros de realidad, que la propia existencia de los monstruos que alucinó... -Sí, es cierto. Pero déjeme decirle que aún no he edificado un criterio de realidad para erigir en lugar del que ha cedido desde sus cimientos ni bien he puesto el pie por aquí, usted sabe... -Quiero suponer que no será para tanto. -Oh, sí que lo es. Mire, estoy tratando, como le dije ayer mismo, de escribir algo similar a un ensayo, que más que fundamentar tesis preexistentes en mi cabeza, parece tender a construir una base sobre la cual basar una visión del mundo que vuelva a sustentarme, en reemplazo de la que he perdido. -Suena algo dramático. -No sé si es para tanto. Cuando todo esto termine, se lo digo. Por el momento, estoy sumido en una bruma conceptual absoluta. Hoy por hoy, sólo encuentro certezas en los pensamientos que trabajosamente trato de hilar en mi cuaderno. Es como si ajustar mi pensamiento al discurso formal y técnico me hiciera pisar territorio firme, en contraposición a todo lo que últimamente he venido experimentando en mi vida cotidiana. -Si sigue hablando de esa manera, va a conseguir que me sienta culpable. -No es esa mi intención. Aparte, no veo por qué tendría que sentirse así, a no ser que tenga algún motivo que yo desconozco. -Bueno, par de holgazanes –les dijo Magdalena, irrumpiendo desde la puerta de la cabina. -¿Acaso 315
Gabriel Cebrián creen que van a arreglar el mundo, parloteando allí sentados? -En todo caso, estamos tratando de recomponerlo, al menos en lo que a mí respecta –observó Gaspar, arrojando un mensaje que probablemente hubiese resultado críptico a otros interlocutores. -Sea como sea, vengan a tomar el desayuno. Está servido.
XVI
Los espacios cubiertos de la nave eran más amplios de lo que parecían vistos desde fuera. Aparte del estar sobre cuya mesa daban cuenta de tartas, postres y café, había dos pequeños camarotes separados y un habitáculo, que daba a proa, y que contaba con algunos extraños aparatos que Gaspar no tenía la menor idea de para qué podían servir, y un equipo de radio. Luego sabría, por boca del Doctor, que uno de esos equipos era un sonar, que le permitiría, eventualmente, determinar la presencia de algún objeto de entidad en las profundidades, como podía ser por ejemplo un antiguo galeón hundido. La tarde transcurrió apaciblemente; la pesca, esta vez de cierta altura, fue fructífera y variada, aunque sin sorpresas mayúsculas como la de la oportunidad anterior. Las mujeres permanecían poco tiempo en cubierta; solamente salían de a ratos, separadamente, miraban el panorama y volvían a entrar; tal vez fuera 316
Los fuegos de San Juan el frío, o tal vez fuera debido a recomendaciones dadas por Sanjuán en ausencia de Gaspar. -El viento nos favorece. Ya ve que no he tenido casi que maniobrar siquiera. Tal vez poco antes que caiga el sol, estaremos en el sitio aproximado del presunto naufragio –dijo el Doctor, mientras bebían una copa de brandy y fumaban los finos cigarros. -Ojalá tardásemos un poco en hallarlo. La vida de a bordo no está tan mal... -Bueno, celebro que se encuentre tan a gusto. -Pero no abrigo muchas esperanzas. -¿Por qué lo dice? -Porque mañana es la Noche de San Juan, y creo que entonces terminará todo, para bien o para mal. -¿Es acaso tan supersticioso como para suponer algo así? -Doctor, no me subestime. Sabe muy bien que será como le digo. -En todo caso, no me sobreestime usted a mí, ya que parece saber cosas que yo, sinceramente, desconozco. -¿Tan imprescindible es el ritual? ¿No puede salirse de la pauta y sincerarse? Ya estoy embarcado, literal y metafóricamente. Sea lo que sea que vaya a hacer conmigo, podría ir adelantándome algo. Sabré comprender, a estas alturas. -Usted me desconcierta, Gaspar, créame. Aquí estoy, luego de toda una vida de negación, capitaneando una expedición para descubrir los restos de un improbable naufragio, llegando a suponer que su hallazgo arrojará cierta luz a una leyenda local que me sindica 317
Gabriel Cebrián como responsable de ciertos flagelos, nada más que para demostrarme, demostrarle a usted, al pueblo de Cañada del Silencio, y sobre todo, a mi propia hija, que soy inocente de no sé qué tropelía cometida hace doscientos años y cuyas culpas impunes generan todo tipo de calamidades en el pueblo. Fíjese hasta que punto ha conseguido desconcertarme. -Con todo respeto, voy a disentir completamente con eso. No creo haber sido yo quien lo ha desconcertado, sino el cúmulo de circunstancias que en todo caso lo he obligado a tener en cuenta, y que parecen haber eclosionado en oportunidad de pescar esa gigantesca corvina con un escudo de oro en su vientre. -Puede ser que tenga razón, pero de no haber sido por su intervención, seguramente seguiría en mis trece, negando de plano el delirio que quiero descartar de una vez y para siempre. -Entonces, en caso de no hallar nada, ¿eso querrá decir que no está, o simplemente que no fuimos capaces de hallarlo? -Me da la impresión que está mezclando su metodología teóica en asuntos prácticos, y así sí, no hay nada que yo pueda contraponer. Solo mi voluntad y mi convicción: si hay algo allí, lo voy a hallar. Y no voy a inmiscuirme en cuestiones lógicas que no harán más que ampliar el cuadro de abstracción que lleva a la locura. -Algo así me dijo el viejo que a su vez decía el tal San Juan que lo dejó ciego, antes de ultimarlo. En el discurso en el cual arengaba sobre la necesidad de 318
Los fuegos de San Juan instaurar en América el Reino de los Eternos Caminantes del Nuevo Orden. -Reitero, nada puedo oponer a tales lucubraciones. Advierto que nuestras convicciones se han bifurcado y se alejan cada vez más, así que solamente me resta contar con los resultados que obtendré de esta empresa, y frente a los cuales primará el sentido común y nos dejaremos de agitar fantasmas del pasado. Y entiendo oportuna mi decisión en este sentido, porque como vienen dadas las cosas si no, poco faltaría para que usted y yo, en breve, nos enemistáramos para siempre. -Muchas veces, Doctor, dicho con toda sinceridad y respeto, me sentí amenazado por usted. -Lo sé. -Y muchas personas, incluso de su círculo más íntimo, me han impuesto de que usted era no solamente mi peor enemigo, sino el peor enemigo de todos. -También lo sé, y es por eso que no me he ofendido con usted por un cúmulo de cosas que me ha dicho. Pero estamos hablando en círculos. -Podríamos atraer así a la Bestia, ¿no es así? -Oh, basta ya. No empañemos este agradable atardecer. Bebamos, y fumemos en paz, hablemos de otra cosa. Ya casi estamos llegando al sitio en el cual todas las preguntas hallarán respuesta. -Pero si me permite, en caso de encontrar los restos del naufragio, éso, ¿qué probaría? -Bueno, si va a relativizarlo todo, no hay manera en que podamos comprendernos de un modo más o menos cabal. 319
Gabriel Cebrián -No estoy relativizando nada. Eso tal vez probaría que sí se ha cometido un crimen, o una serie de crímenes. Y de tal suerte, daría más sustento aún a las leyendas y a las visiones que casi todos hemos padecido. -Desde mi punto de vista, probaría que sí se ha producido un naufragio aquí, y eventualmente también los crímenes que usted dice. Lo que daría sustento no ya a las visiones y alucinaciones que refiere, sino al marco de fantasías que comenzó a tomar forma entonces y devino en una maldición local a la que unos cuantos desequilibrados exacerbaron hasta producir la plaga psicológica para cuya erradicación lo contraté. -Suena razonable. Lo que no me cierra de su tesis son todas las experiencias que tuve y que me niego a considerar como meras alucinaciones, porque sé que no lo fueron. -Es que el mecanismo de la alucinación, y usted debe saberlo mucho mejor que yo, consiste en eso, creer a pie juntillas en la veracidad de lo que se está percibiendo. Caso contrario, no sería precisamente una alucinación, en todo caso. -Menos mal que usted no es una persona dada a teorizar, sin embargo. -Usted me obliga, con sus sospechas hacia mi persona. A veces pareciera que tengo que demostrarle que no soy el mismísimo Lucifer. -Convengamos que tiene mala prensa. -Convenido. 320
Los fuegos de San Juan -Hay otra cosa que quiero decirle, y se refiere a la pequeña Annie. -Ya hemos hablado de sobra acerca de ella. -¿Es cierto que le molesta en un sentido emocional, dado que es su hija muerta? -Ésa es una fabulación de Magdalena, ya se lo he dicho. -Estoy seguro que ella vendrá. -Ella ha muerto, lamentablemente. -Eso ya lo sé. -Murió en el accidente en el que usted también casi lo hace. -No, ella murió mucho tiempo antes. De eso estoy seguro. -Yo mismo vi su cuerpo destrozado. -Si usted lo dice, no me queda más que aceptarlo. Pero mi razón me dice otra cosa. -Su razón se ha visto sacudida, y usted mismo lo ha reconocido. Si su razón le dice que los fantasmas existen, pues bien, no me queda más que aceptarlo a mí. Pero me da la sensación que los dos aceptamos sin aceptar nada, ¿o me equivoco? -Ni un ápice. -Bueno, por allí se alcanzan a ver las luces de Montemar –dijo, y se incorporó. Fue hasta la cabina y volvió munido de unos prismáticos. –Sí, allá está mi casa de la playa –corroboró, y fue a echar el ancla.
321
Gabriel Cebrián XVII Gaspar se excusó con el Doctor, argumentando que estaba cansado, y se retiró a la privacidad y a las escasas comodidades del camarote que, según indicaban los bolsos a medio desarmar, compartiría con Magdalena. Ello, y los aromas que se desprendían de la comida que estaba preparando la negra, le hicieron figurarse que, como solía procederse en estos casos, sería agasajado con toda clase de placeres materiales la noche previa a su ejecución. Vivía todo aquello como un sueño, como alguien a quien en cierto modo han despojado de su voluntad, ya que todo hacía sospechar que era guiado a ser una especie de sacrificio humano y sin embargo allí estaba, entregado como un borrego en Jerusalén, caminando descuidada y alegremente hacia la pira de las ofrendas. Aunque confió íntimamente que aún un hombre teórico podía convertirse también en su contracara, y tal vez resultara finalmente que fuera él quien despenara a sus compañeros de travesía y diera así origen a una nueva leyenda macabra. O tal vez sería erigido en héroe por la comunidad afectada por las malas artes del brujo, su hija demente y la hechicera vudú. Nunca había que menospreciar la capacidad de reacción de los aparentemente más débiles. Hurgó en su bolso y extrajo cuaderno y birome. No tenía sus libros allí, pero igual intentaría garrapatear algo. Mas no hallaba sustancia para continuar sus análisis, a los que ahora, en una nueva lectura, hallaba elementales y en muchos casos, erróneos o al menos faltos de u322
Los fuegos de San Juan na fundamentación mínimamente adecuada. Entonces no supo definir si la depresión fue sobreviniente a dicha relectura, o si, por el contrario, la escasa satisfacción que le producían sus anteriores parrafadas era motivada por el susodicho y preexistente estado anímico. Se tranquilizó bastante al considerar más probable la segunda suposición, bien sabía él que tales humores hacían ver todo a través de su propia opacidad. En eso cavilaba cuando golpearon a la puerta. -Adelante –indicó. -Permiso, ¿se puede? –Preguntó Magdalena con un comedimiento inédito. -Claro. Es tu camarote, también, por lo que se ve. -Hubieras dicho “nuestro camarote”, y me hubiera sonado mejor, sabes. -Disculpa, pero no estoy de humor para ese tipo de detalles formales. -Ah, ¿no? -No, pues. -¿Quieres que te deje solo? -No, ánda, contéstame algunas preguntas, ¿quieres? -Has pasado casi todo el día hablando con mi padre, y ahora quieres que sea yo quien te dé respuestas, ¿es eso? -Puede ser. -Entonces déjame decirte algo. Si tienes curiosidad acerca de cualquier cosa que te haya dicho, pregúntale a él. Yo he hablado un millar de veces contigo y simplemente, me has tomado por loca, así que... -Jamás te tomé por loca. 323
Gabriel Cebrián -Bueno, eso se dice muy fácilmente. -Tienes razón, es cierto. Sinceramente, a estas alturas, no sé en verdad quién está loco y quien no. Antes podía responder por mí, y ahora ni eso puedo hacer. -Pasa que antes estabas aún más loco que ahora, por eso podías responder por ti –dijo, y soltó la risa. -¿Van a sacrificarme? -¿Qué cosa dices? -¿Me atarán, me cegarán y luego me arrojarán al fuego? -¿A quiénes te refieres? -A todos ustedes. -No digas estupideces. Ni siquiera recuerdas lo que ya te he dicho. Tal vez no puedas morir ya, aunque lo pidas a gritos. -Ya empiezas a hablar como demente. Después me acusas de tratarte como tal. -Vamos a volver siempre al mismo círculo, ¿verdad? Ya entraste en el corral. Ahora solo te resta esperar. Si soportaste hasta acá, ya sabes que falta poco. No me preguntes más nada, de todos modos, y aunque supiera o pudiese, con tus palabras, explicarte lo que va a ocurrir contigo, jamás me lo creerías. Espera a ver. -Estoy comenzando a alarmarme de nuevo. Tengo ganas de arrojarme al agua y ganar la costa nadando, y cuando lo pienso, advierto que ya me he encontrado en esta misma situación. -Oh, claro que sí. Y no imaginas cuántas veces. -¿A qué te refieres? 324
Los fuegos de San Juan -Déjalo ya. Me obligarás a repetirte que si quieres saber algo, debes hablar con mi padre. A estas alturas es él solamente quien puede darte respuestas. Annie, su padre, el Padre Carlos, yo, y quizá algunos más nos hemos esforzado en hacerte entrar en razones, y no lo hiciste. Preferiste oír lo que decía tu patrón. Ahora ya es tarde, y lo sabes. -¿Qué es lo que sé? ¿El padre de Annie? ¿Acaso el padre de Annie no era tu propio padre? -Ves lo que te digo, estás cada vez más lejos de entender algo –aseveró, mientras salía del camarote y lo dejaba otra vez solo con su desazón. Abrió el cuaderno nuevamente, y consiguió abstraerse lo suficiente como para comenzar a hilvanar en su cabeza algunos conceptos relacionados con el desarrollo de la escritura a partir de las necesidades administrativas de las sociedades, generadas en oportunidad de la conformación de sistemas políticos de características imperialistas, las que así alcanzaron un nuevo nivel simbólico que permitió una mayor posibilidad de corroboración postrera, lo que hizo a la palabra más fidedigna que el mero flatus vocis y a la vez ayudó a conjurar todas las inconveniencias y omisiones debidas al flagelo de la limitada memoria humana. Pensaba que la noción del tiempo, que ya había sufrido un vuelco importante a partir del desarrollo del habla propiamente dicha, volvió a adquirir una nueva e inédita significación con la aparición de la escritura; no encontraba nada casual el hecho que, juntamente con los rudimentos del lenguaje escrito hayan aparecido los primeros ejemplares de lo que constituyó 325
Gabriel Cebrián posteriormente una prolífera serie de momumentales edificaciones funerarias. Sumido en estas consideraciones e intentando dilucidar nexos conceptuales que le permitieran coserlas al tejido ensayístico que había bosquejado con anterioridad, volvió a sobresaltarse al oír detrás suyo la voz de Annie: -Déjate de majaderías intelectuales, no tienes ya tiempo para eso –lo conminó. -Ah, ¿no? ¿Y qué es lo que debería hacer, entonces? -Preocuparte por las circunstancias en las que vas a pasar la eternidad, por ejemplo. -Hablas como una sacerdotisa hindú. -Lo que haría a esta embarcación una especie de babel de religiones. Pero no, no tengas en cuenta lo que te dije, porque si lo haces comenzarás con esa sarta de insensateces acerca de las palabras y sus significaciones a las que eres tan afecto. -¿Y tú como...? –Iba a preguntar, mas enseguida advirtió que, si bien no estaba seguro de conocer la respuesta correcta, ella sí lo estaría. Supo que iba a venirle con el argumento que cada uno de ellos, era todos. La pequeña sonrió, como tantas otras veces lo había hecho, demostrando así la capacidad de sondear su psiquis. -No voy a hablar más contigo –anunció, a cuento de esa violación de su subjetividad. -Ya ves que ni falta hace –le respondió ella con desenfado. -Ahora que lo pienso, van a oírme y pensarán que estoy loco, aquí, hablando solo... 326
Los fuegos de San Juan -¡Pero si lo estás! ¿Acaso no soy yo un producto de tu mente? ¿No es eso lo que tu pensamiento ajustado a pautas objetivas te impone interpretar? Aparte, frente al cariz que las cosas están tomando, preocuparte por semejante detalle no hace más que confirmar tu insanía total y definitiva. Tu ego es tan obtuso que te dolerá más que el propio pellejo, cuando ambos te sean arrancados. -Hagan el favor de traerme al Padre Carlos, para que me de la extremaunción. -Veo que conservas la suficiente presencia de ánimo para dar voz a ironías absurdas. Ya no hay Dios que pueda redimirte. Quizá nunca lo hubo. Quizá pertenezcas a la raza de Caín, y eso ha sido lo que te llevó a este extremo. -Me siento como debe haberse sentido Dantón en su última noche. -Claro, pero Dantón sí iba a morir. -¿Acaso no acabas de decir que van a arrancarme el ego y el pellejo? -Eres tan lineal... –dijo, acusando cierto fastidio, y añadió: -pero me gustas. Yo también estoy contenta de que vayas a pasar la eternidad con nosotros, ya que no has sido capaz de salirte ni de sacarnos. Además, tienes todo el tiempo por delante para quitarte lo torpe. -Nunca soñé que iba a ser inmortal. -Ahora, y aún a riesgo de repetirme, volveré a hablar como una sacerdotisa hindú, según has dicho, para decirte que no se puede morir lo que ya está muerto. -¿Quieres decir que soy una especie de zombie? 327
Gabriel Cebrián -Bueno, en un sentido popular, zombie puede interpretarse como orate, y eso sí que lo eres –dijo, y volvió a reír.
XVIII
Debió haberse quedado dormido, ya que fue el intenso aroma de la fritanga de mariscos lo que lo trajo nuevamente a la conciencia. Se incorporó, y buscó a Annie, que no estaba allí. Tal vez hubiera soñado esa secuencia, mas no halló oportuno volver sobre esos análisis que ninguna luz habían arrojado, pese a lo exhaustivo y reiterado de sus ejercitaciones. Se quitó la zapatilla de felpa y el doble par de medias con los cuales protegía del frío su pie herido, procedió a cambiar el vendaje, y comprobó en tanto que la lesión evolucionaba muy favorablemente. Luego salió, y vio a Haydée abocada a las tareas culinarias. La saludó, y ella le dirigió una blanca sonrisa cuyos alcances semióticos le resultaron imprecisos y a la vez inquietantes, esto último quizás debido a su estado anímico, otra vez considerado por él condicionante primario de toda interpretación. Más allá, en la cabina frontal, Sanjuán y su hija parecían absortos en la contemplación de los equipos tecnológicos. Ambos se volvieron simultáneamente al oír el saludo que había dirigido Gaspar a la cocinera, y le indicaron, hablando asimismo al unísono, que se acerque, con una excitación tal que al instante supo 328
Los fuegos de San Juan que habían hallado algo. Ambos giraron haciendo pivot sobre el pie, derecho uno e izquierdo la otra, y dieron un paso atrás con el restante para dar espacio central a Gaspar, en tanto le señalaban una mancha de luz verdosa en un monitor oscuro, asegurando que allí debajo había algo de gran tamaño, que bien podía ser el barco que estaban buscando. El joven no se mostró sorprendido en lo más mínimo, y mucho menos entusiasmado. Solamente comentó algo, y en voz muy baja, acerca de la facilidad con la que habían encontrado lo que al parecer estaban tratando de hallar. -No era tan difícil. Todo el mundo conoce la presunta localización del presunto naufragio. –Dijo el Doctor, y agregó: -Y menos con estos equipos modernos. -Lo raro es que, habiendo resultado tan sencillo, nadie lo haya descubierto, ya. Más, teniendo en cuenta que no son aguas tan profundas que digamos. -¿Está sugiriendo, de algún modo –preguntó, tan airado como nunca antes Gaspar lo había visto, -que todo esto es una puesta en escena? -Eso debería respondérmelo usted –ripostó, dispuesto a no ceder en lo que se presentaba como una puja de temperamentos en ciernes. -Mire, joven, estoy cansado de argumentar en el aire. Mañana mismo bajaré allí y traeré objetos reales sobre los cuales disputar cualquier cosa sobre la cual desee ejercer sus terquedades. -Probablemente me anime y baje allí con usted. Mi pie se encuentra francamente mejor. 329
Gabriel Cebrián -Seguramente, y de cualquier manera, si tolera las aletas, va a manejarse mejor en el agua que en tierra firme –agregó, sumándose a esa instancia de componenda que parecía haber deslizado Gaspar. -Quiero decir algo, si me dejan los machos aquí presentes –anunció con sarcasmo Magdalena. -Adelante –le indicó su padre. -Quiero decir que lo más probable es que sigan discutiendo estupideces, como lo vienen haciendo cotidianamante. Mira, Gaspar, hay una razón para que nadie haya descubierto hasta ahora la embarcación, y no es ninguna que pueda darte mi padre. -¿Vas a comenzar a fantasear tú también? -No, voy a referir un hecho, que si bien es inusual, es tal cual como lo digo: ése barco, a veces está, y a veces, la mayor parte de ellas, no está. -¿Hallamos un barco fantasma, entonces? –Preguntó su padre, con evidente sorna. -No sería nada raro, por aquí. –Observó Gaspar, y continuó: -Desde que llegué que no hago más que hablar con fantasmas o entes por el estilo. -No es un barco fantasma. Es un vehículo de fuerzas que responden a una modalidad del tiempo diferente a la nuestra, simplemente. -¡Simplemente! –Exclamó ofuscado Sanjuán. –Si vamos a argumentar cualquier idea arrevesada y vamos a decir “simplemente”, entonces no sé qué cuernos sería algo complejo. Discúlpenme, no voy a seguir siendo parte de discusiones delirantes. Mañana veremos si encuentro unos cuantos escudos de oro 330
Los fuegos de San Juan contantes y sonantes que me permitan darme a toda la lujuria de este mundo material. -De todos modos, con mayor o menor producción, eso es lo que haces todo el tiempo –observó con ironía su hija. -La cena está lista –anunció Haydée, y los tres se apresuraron a apropincuarse a la mesa. Ningún aperitivo mejor que el aire del mar. Durante la cena, pese a lo que Gaspar había supuesto que ocurriría, la pequeña Annie no apareció a los ojos de ninguno de ellos. Pese a lo taciturno que lucía el Doctor, con seguridad a resultas del diálogo previo, el joven se atrevió a instar a Haydée que le comunique cuanto sabía de las prácticas del vudú, a lo que ella volvió a reiterar su casi completo desconocimiento acerca de la especie. -Parece haberse obsesionado un tanto con el tema de los muertos vivos –señaló Sanjuán. -Me ha dicho Annie hoy mismo que probablemente me transforme pronto en uno de ellos, así que fíjese si no tengo motivos... -¿Annie? -Estuvo hablándome en el camarote. ¿Acaso no nos oyeron? -Solo oímos sus ronquidos –se apresuró a contestar Haydée, permitiéndose abandonar su bajo perfil de mucama, a instancias quizá del protagonismo que el cuestionario precedente legitimaba en su sentir. –Seguramente ha estado soñando. -Yo sí oí que hablaba –señaló Magdalena. 331
Gabriel Cebrián -Bueno, la excitación que demuestra –intervino el Doctor- vinculada a las fantasías que parece estar alimentando, y que se refuerzan con las tuyas, bien podrían hacer que hable dormido. -Sí, es posible. –Concedió Gaspar, y añadió: -Todo es posible a bordo de la Barca de Caronte. -¿Debo tomar eso como algo personal? –Preguntó Sanjuán, ofuscado otra vez. -Oiga, tranquilícese. Estamos embarcados en una misión pletórica de contenidos fantasmagóricos, preñada de leyendas macabras, y ni siquiera podemos darle una pátina clásica, sin ánimo de ofender, con el simple ánimo de ejercer la virtud irónica a través de la metáfora... -Bueno, si va a hablar poéticamente, expláyese a sus anchas, entonces. Lo único que le pediría es que tenga en claro los límites, he visto mucha gente perder la cabeza definitivamente a partir de consideraciones como las suyas, sean tomadas en función poética, juglaresca, científica, esotérica o como quiera que se le ocurra. Y en otros casos, si bien la enajenación no llegó a estos límites, sí produjo en los sujetos distorsiones mentales y de conducta en distintos grados – completó, mirando en este caso a su hija, que hizo un visaje de fastidio, y asumió personalmente el comentario: -Hay veces que pareces el paradigma de la salud mental, y sin embargo quién diría... se nota que llevas siglos desarrollando el personaje. -Bueno, ya que parece que estamos dispuestos a enfrascarnos en cuentos de terror, voy a irme a dormir. 332
Los fuegos de San Juan Mañana ni bien rompa el alba pondré manos a la obra, estoy seguro de que será una jornada fructífera pero agotadora, así que necesitaré estar bien descansado. Lo mismo usted, Gaspar; si es que va a acompañarme, le aconsejo que no gaste muchas energías esta noche. -Eso no puedo prometérselo –dijo, con el atrevimiento propio de quien previamente es objeto de similar osadía, -todos los indicios que en este y otros mundos he podido recoger, me indican que ésta puede ser mi última noche en el mundo de los vivos, así que daré rienda suelta a todas las actividades recreativas que pueda imaginar. -Premoniciones de muerte, eh –dijo, mientras se incorporaba para retirarse a su camarote. -Ahora toda esta situación parece estar deviniendo en una torpe y pretensiosamente macabra versión de Moby Dick. Luego de cenar, los jóvenes salieron a cubierta. La noche era fría pero serena, los reflejos de una luna casi llena rielaban fragmentados en la superficie móvil que las tenues ondulaciones determinaban, si es que ésto hacían, en una dinámica que podría considerarse aleatoria si no fuese por las distintas razones físicas que la ciencia se había esforzado por desentrañar. Al margen de estas lucubraciones explicativas, y aún también de las circunstanciales asechanzas y maldiciones que todo indicaba caerían sobre ellos, los jóvenes amantes gozaban del momento romántico, que no obstante se les aparecía como la calma chicha que precede a las tempestades. Tomados 333
Gabriel Cebrián de la mano, y en el entendimiento que las palabras en esa situación solamente habrían servido para abrir brechas en una unión que entonces se les antojaba tan necesaria como el propio aire frío que respiraban; así unidos, cada cual en sí mismo y en el otro, absorbieron en su interioridad el momento y el entorno, haciendo de ese espacio y ese tiempo un pequeño tesoro, más sutil pero a la vez y paradójicamente más real que cualquier otro que pudiera haber allí debajo, y que ningún monstruo infernal ya nunca podría alcanzar. A un tiempo supieron que el alimento perceptual que los unificaba había sido suficiente, se besaron tiernamente y fueron a su camarote. Por supuesto, no tomaron en cuenta ni por un momento la recomendación que Sanjuán les había formulado antes de irse a dormir.
XIX
Todavía no se percibía mucha luz exterior cuando lo despertaron los ruidos que indicaban que ya había actividad a bordo. A poco el olor del pan tostado anunció la inminencia del desayuno, al menos el del Doctor, que con tanto entusiasmo se disponía a llevar a cabo su empresa. El día de San Juan comenzaba. Miró a Magdalena, que dormía plácidamente, sin señal de preocupación alguna, su cuerpo etérico gozando seguramente de delicias oníricas propias de su 334
Los fuegos de San Juan contraparte física, deleitada con los ejercicios amatorios apasionados de la noche pasada. Luego se vistió y salió a encontrarse con los otros dos pasajeros. -Buen día –lo saludó el Doctor. –Espero que haya pasado una buena noche. -Buenos días para ambos, especialmente para usted –le respondió. -¿Por qué esa consideración especial? -Pues hombre, hoy es el día de su santo. -Ah, pero mi nombre no es Juan. -Mayor razón aún, el apellido goza de mayor especificidad, y más el suyo, teniendo en cuenta que hace referencia expresa a una alta calificación espiritual, que se vincula directamente con los santos de marras y con el Evangelista. -Bueno, pues, visto así, qué otra alternativa tengo que sentirme halagado y agradecer su deferencia... -Ya ve que ninguna –observó, mientras tomaba asiento. Los albores de tonos rosáceos en el horizonte anunciaban la inminencia de la aurora. Todo hacía parecer que las condiciones climáticas serían por demás favorables para la tarea que les esperaba. -Finalmente, ¿ha decidido si va a bajar conmigo o no? -Lo he decidido. Bajaré. -Lo sabía. -Y yo sabía que lo sabía. Luego de terminado el desayuno, el Doctor se abocó a efectuarle un vendaje sólido y lo más impermeable que le fuera dado realizar. Al encontrarse en esa si335
Gabriel Cebrián tuación, con el hombre aquel hincado ante él, curándole y vendándole la herida del pie, Gaspar no pudo evitar la analogía que su mente elaboraba con aquellos pasajes de la vida del Maestro Jesucristo, en los cuales sus pies eran lavados o curados, y se sintió identificado con el cordero del sacrificio una vez más, Agnus Dei... (aunque pensándolo bien, en el fárrago de síntomas que lo llevaban a cada rato a dudar de su propia cordura, tal vez la megalomanía fuera a ser, si la agregaba, uno de los más significativos, y por ende, peligrosos.) Cuando se estaban enfundando en los trajes térmicos, irrumpió Magdalena, con los ojos semicerrados por la somnolencia y una sonrisa irónica ante el cuadro de lo que parecía ser un par de improvisados buzos. Haciendo caso omiso de los saludos que le fueron dirigidos, y dando voz a la actitud sarcástica que trasuntaba, advirtió: -Tengan cuidado con los tiburones. Nadan en círculos antes de atacar. -No se registran ataques de escualos en estas costas. –Se apresuró a contraponer Sanjuán, tal vez temiendo que el comentario llegara a intimidar a Gaspar, quien advirtiendo la intencionalidad velada en la frase de ella, pretendió exponerla diciendo: -Los habitantes de las profundidades se mueven así, ¿acaso el demonio no habla en círculos? El Doctor lo miró, desconcertado, en tanto Magdalena le dirigió una sonrisa e ingresó al sanitario. 336
Los fuegos de San Juan -Bueno, por suerte, según creo, todo esto está a punto de concluir –dijo Sanjuán, meneando la cabeza con expresión de cansancio moral. -Eso es seguro; lo que me gustaría saber, es cómo. Al cabo de unos cuantos minutos, todos los aprestos estaban concluidos. Las aletas para los pies de Gaspar eran asimétricas: la izquierda era un número mayor, para permitir el ingreso del pie vendado; había quedado firmemente sujeta y presionando sobre el vendaje, de modo tal que ello a la vez favorecía a protegerlo de la humedad. El estado de ansiedad del joven, a punto de bajar al lugar adonde había sido acometido por un monstruo de prosapia evangélica, y adonde había experimentado una asfixia terminal y una concreta sensación de muerte, hacía batir su corazón a un ritmo alocado y producía un cosquilleo en el engañoso vacío de su estómago -ya que había tomado, como acabamos de ver, su desayuno-. Sentados sobre la borda, y antes de colocarse máscara y boquilla, el Doctor comenzó, tal vez extemporáneamente, a comunicarle algunas precisiones técnicas. -Sabe que tiene que ir inflando la mascarilla para compensar la diferencia de presiones a medida que desciende, ¿no es cierto? -Sí, lo sé. No soy un experto, le dije, pero algo de experiencia tengo. -Bueno, no quiero que sufra ningún contratiempo, por eso prefiero parecer molesto y advertirle cosas como ésa. 337
Gabriel Cebrián Le agradezco, pero descuide. Aparte no es tan profundo, aquí. Ya le dije que he bajado, y sin equipo. -Y sin cuerpo, probablemente; según me ha dicho, estaba soñando, o tal vez en coma. Pero no es momento para hablar de ello, ni tampoco hay tiempo que perder. Mientras Sanjuán argumentaba, Gaspar ajustó los detalles y se zambulló, como dando así por sentada su determinación de actuar cuando fuese pertinente, e intelectualizar cuando la ocasión lo ameritara. Luego del hervidero de burbujas propio de la inmersión abrupta, quedó viendo el verde claro del Mar Argentino como una pared sobre el acrílico transparente frente a sus ojos. Un sonido sordo y grave le indicó que su compañero de aventura había hecho lo propio. Nadaron hacia abajo, y a poco Gaspar advirtió que la profundidad era mayor de la que le había parecido en ocasión de descender en su experiencia onírica, o extracorporal, o lo que hubiere sido, lo que abonó la teoría de la irrealidad de aquel evento. Claro que las formulaciones analíticas que operaban en su psiquis no eran como éstas, sino que eran unidades conceptuales directas que mejor podrían asimilarse a intuiciones que a palabrería explicativa, por supuesto. Aunque al divisar primero la mancha oscura recortada sobre el fondo, y luego, más cerca ya, el casco del antiguo buque, cubierto por algas y corales, en fotográfica reiteración respecto de aquella dudosa oportunidad, las mínimas e incipientes certidumbres 338
Los fuegos de San Juan recientemente alcanzadas, si es que alguna vez llegaron a serlo, volvieron a fojas cero. Con poderosas brazadas y un firme pataleo, Sanjuán se apresuró a llegar a los restos del naufragio, y Gaspar lo siguió. Dieron una recorrida general por los escasos restos que no se habían resumido por la acción corrosiva de las aguas saladas a través de un tiempo que, aún sin ser expertos, les pareció a simple vista mucho mayor que lo que las habladurías señalaban. Así que luego del breve lapso que tomaron para revisar el interior -que de eso ya tenía poco- de la nave, sin efectuar ningún hallazgo significativo, se dedicaron a escarbar a mano limpia las arenas sobre y en torno a los restos del pretérito navío. La ausencia de cualquier material de interés y de todo otro que no fueran pequeños moluscos y corales, hizo parecer que nada iban a comprobar, más allá de la existencia del naufragio y, con posterioridad a las pruebas que eventualmente se realizaran sobre las piezas que pudieran llevar a la superficie, la antigüedad aproximada de la nave. Mas justo unos momentos después que Sanjuán le había mostrado su reloj, en inequívoca señal que el oxígeno de los tanques estaba a punto de agotarse, su mano tocó algo sólido debajo de la arena. Se apresuró a desenterrar el objeto, y comprobó que era una botella; antigua, rústica en sus formas que a su vez se veían distorsionadas por los detritus adheridos, pero al parecer, intacta. La mostró al Doctor, que hizo señales de entusiasmo exhibiendo su pulgar levantado, y emprendieron la ascensión. Arriba, se recortaba la sombra de la quilla 339
Gabriel Cebrián del velero en contraste con la superficie de las aguas, iluminada por el sol pleno de la mañana.
XX
El Doctor se quitó las aletas antes de subir por la escalerilla de cuerdas y madera que les permitía volver a bordo. Gaspar no lo hizo, por miedo a que se desprendiera el vendaje, y a pesar de cierta dificultad causada por el choque del caucho contra los lados de la embarcación, no tardó en alcanzarle la botella y ganar cubierta el también. -¿Qué es eso? –Preguntó Magdalena, dando voz a una curiosidad intensa, que compartía con Haydée, quien si bien no la expresaba en palabras, sí la hacía notoria a través de sus ojos bien abiertos y su boca también, pero no tanto. -No sé. –Respondió Sanjuán sin abandonar ni por un momento el escrutinio, al que se habían sumado los tres pares de ojos restantes. –Probablemente se trate de ron, o brandy. -Y digo yo –inquirió Magdalena, rompiendo de manera rotunda la solemnidad de aquel momento, -¿no habría sido más práctico, más barato y menos peligroso, ir a la licorería, por una botella de ron, o de brandy? Gaspar y Haydée soltaron unas risitas leves, sin abandonar la fijeza en el objeto. Su padre en tanto la 340
Los fuegos de San Juan miró con fingida desesperanza, y volviendo a la botella, señaló que el lacre o lo que fuere que había alrededor del corcho, debía ser muy efectivo, ya que había permanecido intacto. -No estarás pensando en beber lo que hay dentro, ¿verdad? –Preguntó, alarmada Magdalena. -Únicamente un ignaro o un tontaina irrecuperable se perderían una ocasión como ésta. Debe valer miles de dólares, si uno quisiera venderla luego de decir de dónde la ha tomado. -Bueno, pero Gaspar ha sido quien la halló, y él debería en todo caso disponer de ella –señaló Magdalena. -Por mí está bien –dijo Gaspar, -él es el Capitán. -Miren, jóvenes, voy a hacer algunas precisiones al respecto: primero, y como dijo muy bien mi intrépido amigo, soy no solo el Capitan, sino el productor ejecutivo de esta empresa, y eso me confiere ciertos derechos; segundo, créanme que podría matar por una cosa así, y no quisiera que me empujaran a mostrarme como el asesino desquiciado que algunos dicen que soy, tan solo por que intentaron privarme de un privilegio tal que ni siquiera en sueños me hubiese atrevido a aspirar; tercero, que sería la mayor frustración de mi vida ver que alguien más lo adquiere en una subasta y se lo lleva consigo, dejándome en ascuas después de haberlo tenido en mis manos y haber desperdiciado luego la oportunidad. -Razones más que valederas para mí, sobre todo la segunda –dijo Gaspar, intencionadamente. 341
Gabriel Cebrián -Claro que fue una especie de broma, con la que intenté a la vez dejar sentada mi determinación. Yo también puedo emplear giros metafóricos, ¿no es así? -Por supuesto, es solo que las suyas tienen resonancias del más funesto Poe. -Estilos son estilos. La guardaré hasta después del almuerzo, ocasión en la cual haré gala de otra de mis desagradables aristas, que no es otra que la discriminación sexual, y solamente lo convidaré a usted, Gaspar, que bien lo merece, no tanto por haber bajado allí conmigo sino sobre todo, por haberla hallado. -Tómala tú solo –lo conminó Magdalena. –En el mejor de los casos, estará llena de agua de mar. Y en el peor, te intoxicarás, y no creo que lleguemos a tiempo a ningún hospital para salvarte. -Déjate ya de majaderías –repuso, mientras llevaba a buen recaudo la botella. Ni bien se alejó, e ignorando por completo la presencia de Haydée, Gaspar le preguntó: -¿Es mi impresión, o de golpe ha adoptado un tono español castizo, tanto en la inflexión como en el léxico? -¿Tú qué opinas? –Preguntó a su vez, dirigiéndose a la negra, quien por toda respuesta se encogió de hombros y siguió los pasos de su amo. –Ya ves, no contesta. -Y tú tampoco. -Oh, sí. Yo te he dicho ya que nada me preguntes a mí, menos con referencia a Sanjuán. Te he dicho que 342
Los fuegos de San Juan ante cualquier duda, te dirijas a él. Y no me hagas repetirlo, bien sabes que la Bestia no está lejos. Se quitó el resto del equipo, teniendo especial cuidado al hacerlo con la aleta de su pie izquierdo. El vendaje estaba seco e intacto. Con toda seguridad serviría para la próxima inmersión.
XXI
El Doctor Sanjuán había permanecido encerrado en su camarote hasta que Haydée fue a avisarle que el almuerzo estaba servido. Para sorpresa de Gaspar, sobre la mesa estaban dispuestos varios de los llamados “chatos” de vinos varios, la mayoría ajerezados, y unas tablas de quesos y fiambres rojos diversos, al más puro estilo madrileño. Llamó la atención sobre ello, de pronto todo parecía haber tomado un giro españolísimo. -Hoy es la Noche de San Juan, usted mismo lo ha recordado esta mañana –explicó, como si eso por sí solo explicara algo. -Sí, ¿y? -Me pareció apropiado, dado mis ancestros y probablemente los suyos, agasajarnos con una comida tipica hoy, que estamos precisamente recuperando los restos de un navío español. Cuesta creer que toda esta concatenación de eventos responda a pura casualidad, ¿verdad? 343
Gabriel Cebrián -Ya lo creo que sí –se apresuró a conceder Magdalena, ganándole de mano por una fracción de segundo a su amante. -No creo que nada de todo ésto que está sucediendo responda a casualidades –dijo él a continuación. -¿Acaso suponen que una suerte de providencia divina nos está guiando? -¿Divina? –Preguntó sorprendido Gaspar. Yo me inclinaría por considerarla demoníaca. -¿Y por qué dice eso? -Usted porque no vio la bestia que yo vi en estas mismas profundidades, porque no oyó al Padre Carlos, porque no caminó conmigo por los territorios infestados de alimañas y dragones, porque no habló con el viejo ciego que dice ser el padre de Annie y que fue martirizado y asesinado a bordo de un barco cuyos restos hoy mismo ambos hemos atestiguado... -He hecho alguna de esas cosas que usted dice, pero me temo que las he justipreciado mejor. -Pronto lo veremos. -“Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces” –citó Magdalena a Jesús de Judea, enigmáticamente. -Parece que un gran número de componentes de estas fantasías que nos han alcanzado de un tiempo a esta parte, tienen anclaje bíblico. Con toda honestidad, no puedo explicarme por qué dices eso ahora. -¿Es que todo tiene que tener una explicación? Mira, no sé por qué lo dije, pero estoy segura que ha sido por algo. Ya veremos. -Esta comida está excelente, y ni hablar de los vinos –observó Gaspar, dando cuenta con entusiasmo de 344
Los fuegos de San Juan ambos ítems, cosa que motivó la advertencia de Sanjuán, en el sentido que no abusara demasiado del alcohol, ya que esa tarde bajarían de nuevo. -Hablando de eso, bien podríamos haber hecho otra inmersión esta misma mañana, había tiempo de sobra para ello. -No, no me pareció estratégico. Fíjese que tenemos oxígeno para unas seis inmersiones, y preferiría hacer dos por día. Si agotamos esa reserva y no hemos culminado con lo que se supone debemos hacer, tendremos que volver a Mar del Sur a reaprovisionarnos, tanto de oxígeno como de algunas otras vituallas. Prefiero que estemos descansados, para optimizar de ese modo cada oportunidad. Haremos una buena digestión, una buena siesta y lo intentaremos otra vez. -Se lo ve muy seguro de que habrá un mañana. -Siempre lo hubo, ¿por qué no hoy? ¿Va a salir con la cuestión del Apocalipsis, ahora? -Siempre hubo un mañana –terció Magdalena- hasta que por fin no lo hubo, para casi todas las personas, que un buen día murieron. Pero, por supuesto, ése no es tu caso. -Ni el de ninguno de los que estamos aquí, que yo sepa. -Sabes a lo que me refiero. -No, pues. -Bueno –intervino Gaspar, -yo estuve muerto y sin embargo aquí estoy. -A eso, precisamente, es a lo que me refiero. 345
Gabriel Cebrián -Me resulta muy difícil dialogar con ustedes dos. Suerte que estamos llegando al final de este asunto, según creo. Y antes que digan otra incoherencia, aclaro que me estoy refiriendo a un final diferente al que querrán suponer, me refiero simplemente al fin de todas estas gilipolleces. -¡Y olé! –Exclamó Gaspar, y fue muy festejado por ambas mujeres. Sanjuán solamente se sonrió. Ni bien terminaron el copioso almuerzo, Sanjuán fue a por la antigua botella, en medio de las reiteradas advertencias de su hija. Volvió sosteniendo en sus manos lo que tanto su actitud como su expresión denotaban que consideraba un tesoro, y que nomás por aquel presunto elixir habría sido capaz de emprender semejante empresa. Tomó asiento, colocó la botella sobre la mesa con aire reverencial, extrajo de su bolsillo una navaja estilo sevillano y procedió a quitar prolijamente esa substancia semejante al lacre, que quizás lo fuera. Al cabo de unos momentos, pidió a Haydée que le alcanzara un tirabuzón, y con mayor cuidado aún del que probablemente hubiera observado un neurocirujano durante una delicada intervención quirúrgica, intentó quitar el corcho, el que, de acuerdo a lo previsible, se desgranó por completo y parte de él fue a mezclarse con el contenido, lo que dio una nueva ocasión a Magdalena para profetizar todo tipo de calamidades para quienes tuvieran la osadía de probar tal brebaje. Sin embargo, un aroma fuerte, dulzón y agradable se hizo sentir con tal inmediatez e intensidad que pareció que el espíritu de 346
Los fuegos de San Juan la substancia, encerrado allí desde quién sabría cuándo, hubiera hallado por fin ocasión de explayarse a sus anchas en los aires de la libertad. -Os lo había dicho –sentenció Sanjuán. –Esto promete. -Conozco ese aroma –dijo Haydée, con la sorpresa dibujada en sus facciones. –Mi abuela solía prepararlo cuando yo era muy niña, y ustedes saben, las impresiones a esa edad duran para siempre. Yo solía andar prendida a sus faldas mientras lo preparaba. Es licor de nuez. -¡Otra coincidencia! -Era su predilección –continuó. –Ella fue quien me enseñó a preparar el pastel que suelo servirles. -Bueno, creo que me veré obligado a compartirlo contigo, también –comentó con falsa amargura el Doctor. -No sé si voy a atreverme. -Piénsalo, y ten en cuenta que no me ofenderé si no lo haces. ¿Y qué hay de ti, Magda? -Ni lo sueñes. Yo me he preparado este delicioso pastel de manzanas, y lo tomaré con un buen té de Ceylán. -La nuez es de Adán, la manzana es de Eva –Dijo casi automáticamente Gaspar, con voz muy queda y como desde su más profunda interioridad, tanto así que casi no fue conciente de estar haciéndolo. -¿Qué cosa dices? –Le preguntó ella. -Nada, simplemente repetí una frase que me dijo esa noche el Padre Carlos. 347
Gabriel Cebrián -Bueno, aquí vamos –anunció Sanjuán, mientras servía el licor pardusco en una delicada copa de cristal, sentía el aroma y luego bebía un sorbo, deteniéndolo un buen tiempo en su cavidad bucal y luego tragándolo, en una aparatosa maniobra de catadura. No tardó en producir, en voces y gestos, todo tipo de efusiones respecto de la nobleza de aquel licor, y se apresuró a servir otra copa para Gaspar. Éste lo probó y halló que el sabor suave y aterciopelado de aquella sustancia era magnífico, y además que el tiempo de añejamiento involuntario que había atesorado le confería una química tal que hacía que el alcohol se hubiese sutilizado a niveles que, si bien atemperaban toda rudeza que hubiere podido tener para con las mucosas bucales, lo hacían más fácil de sublimar hacia los tejidos nerviosos, lo que lo transformaba en engañosa poción, toda vez que la tersura del sabor y la facilidad de la ingesta eran directamente proporcionales a su característica psicoactiva poderosa. -Es tan sutil y exquisito... –observó el Doctor, en tanto paladeaba con ostensible deleite. –Estamos bebiendo un licor fabricado hace aproximadamente dos siglos, no me va a decir que es cosa de todos los días. -Sabe qué, desde que llegué a esta zona no han dejado de ocurrirme cosas que no son de todos los días, así que del algún modo, las cosas de todos los días, curiosa y paradójicamente, han empezado a ser las cosas que no son de todos los días. -Habla de modo que tengo que rumiar un buen rato cada uno de sus juicios... 348
Los fuegos de San Juan -Espere a la tercera o cuarta dosis de ésto, y ya ninguno de ambos entenderá mucho. -¿Le parece? -Mire, una vez, en la zona rural de Chivilcoy, en el viejo galpón de una estancia, hallé una botella de caña de durazno que, si bien no podía precisar su antigüedad, lucía bastante vieja. La destapé y ocurrió igual que ahora, un fuerte aroma se esparció en el ambiente. Cosa que pareció contradecirse con lo que ocurrió ni bien lo probé, ya que casi no tenía gusto. Pensé que el tiempo, adunado a un sellado imperfecto de la botella, habían hecho que las propiedades se evaporaran, y estaba a punto de arrojarla de lado cuando hallé que mis mucosas bucales estaban como adormecidas, como si hubiera bebido un anestésico, o algo así. Continué entonces bebiendo, y no había tomado un cuarto de aquel insípido licor cuando advertí que estaba total y absolutamente ebrio. -Mire usted... -Por eso le digo, no se fíe mucho de la suavidad de este licor de nueces, porque probablemente, si seguimos bebiendo, no podremos ejecutar otra inmersión hasta mañana, por lo menos. -¿Le parece? -Estoy seguro. Entonces el Doctor procedió a servir dos tantos más, dio forma a otro corcho con su navaja, lo colocó cuidadosamente y se dirigió a su camarote a guardar el tesoro embotellado.
349
Gabriel Cebrián XXII
Tal y como había adelantado Gaspar, los efectos del licor de nueces no se habían hecho esperar, y si bien no habían sido devastadores debido a la prudente ingesta que a instancias de su advertencia habían realizado, fueron suficientes para obligarlos a una siesta reparadora. Al cabo de la cual, volvieron a aprestarse y a poco se hallaban descendiendo nuevamente hacia el extraño navío. No tardaría mucho en caer el sol, los días invernales eran cortos y quizá una hora o algo más después las sombras caerían, trayendo consigo la Noche de San Juan. Llegaron al lugar y la situación de la mañana pareció repetirse, salvo que esta vez removieron mucha más arena, esperando tener análoga suerte a la que les había permitido descubrir la botella; pero no parecía haber más botellas ni objeto de interés alguno. Gaspar entonces notó que a medida que el tiempo transcurría sin hallazgos, la actividad de su compañero se volvía más febril y ansiosa, llegando al punto que la arena que levantaba en su frenético relevamiento enturbiaba el agua de modo que la visibilidad se hacía cada vez más dificultosa. Algunos temores comenzaron a insinuarse en su ánimo; algunos inciertos y caprichosos como suelen serlo los infantiles, le inclinaban a imaginar tiburones acercándose ocultos por la arenisca. Otros, más plausibles, se referían a la posibilidad que el Doctor, en su obsesiva búsqueda, olvidara observar su cronómetro y advirtiera tardíamente 350
Los fuegos de San Juan el agotamiento de sus reservas de oxígeno. La actividad del joven, por su parte, y a tenor de lo antedicho, mermó consecuentemente, lo que, en lugar de conspirar en contra de resultados, más bien operó de modo contrario, ya que la pausa le permitió distinguir, entre unos fragmentos de madera descompuesta en uno de los laterales, algo así como una arista oscura de un material diferente. Con un par de brazadas se llegó hasta allí, y advirtió que se trataba de algo parecido a una placa metálica. Era extraño, un objeto de metal como aquél debía haberse degradado mucho tiempo antes, pero allí estaba. Debió tirar con todas sus fuerzas para retirarlo de entre el maderamen, el que pese a su deterioro parecía querer sujetarlo en su interior. Cuando finalmente logró extraerlo, comprobó que quizá el hecho de que hubiese permanecido incrustado entre aquellas maderas lo había preservado absolutamente intacto. Al ponerlo frente a su vista, se sintió aturdido. La placa de metal tenía una leyenda, escrita en letras blancas, que rezaba: “Entonces vi que emergía del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos.” Sorprendido, alelado, se volvió hacia el Doctor, que seguía entregado a su febril e infructuosa tarea, levantando torbellinos de arena a su alrededor, que lo hacían verse como atrapado por una niebla oscura. Nadó hacia él, placa en mano, cuando vio venir por detrás de su compañero la repetición pavorosa de la visión que había tenido, probablemente en ese mismo sitio en alguna otra dimensión, a la Bestia que parecía haberse anunciado a sí misma con el hallazgo del cartel que ahora, y ante 351
Gabriel Cebrián el impacto de la visión monstruosa, había dejado caer. Intentó gritar para alertarlo, pero solamente consiguió proferir unos ruidos burbujeantes, que pasaron totalmente desapercibidos por el desavisado y ajetreadísimo Doctor. Durante una fracción de segundo consideró nadar hasta él para advertirlo, pero la presencia patente de semejante aberración antinatural lo disuadió; ya lo había ultimado una vez, por lo que no iba a darle otra chance, si de él dependía. Emprendió la ascensión mientras miraba hacia abajo. Sanjuán continuaba arremolinando arenas y detritus, completamente ajeno a lo que se le estaba viniendo encima. Si la Bestia lo atacaba, eso tal vez querría decir que no era él el esbirro del demonio que las mujeres aseveraban, y que tal vez ellas sí lo fueran. A través de esas unidades de sentido relampagueantes, y sin perder detalle del pavoroso acercamiento del monstruo a su desprevenida víctima, pensó que tal vez las mujeres, genéricamente tan aptas para la pérfida maquinación de subrepticias estrategias, habían urdido un plan macabro tan impecable que había conseguido engañarlos a ambos de una manera tan artera como efectiva, sugiriéndoles alianzas tan factibles como fictas. El curso de los acontecimientos pareció abonar esas ideas, ya que, cuando la cosa aquella casi estaba encima de Sanjuán, éste la vio, y se volvió alarmado en busca de quien ya lo había abandonado a su suerte. Miró hacia arriba entonces, y aún a pesar de las máscaras, durante un instante tuvieron la certeza que sus miradas se cruzaban, con todas las implicancias comunicacionales tá352
Los fuegos de San Juan citas que dicha interacción, en tales circunstancias, podía permitirles. Inició a su vez la ascensión, pero ya era demasiado tarde. Una de las múltiples fauces del monstruo se estiró, lo apresó del pie izquierdo y sin más flagelo -que si hubiese querido sí podría habérselo infligido con creces-, lo sostuvo allí debajo, simplemente aguantando los ingentes esfuerzos en los que la presa se debatía inútilmente, tratando de liberarse. El torbellino de burbujas provocado por los desesperados movimientos de la presa hacían claro que la escasa reserva de oxígeno restante, muy pronto se agotaría. Cuando Gaspar estaba a punto de alcanzar la superficie, pudo ver que el Doctor ya no se esforzaba, que había asumido su suerte en idéntico modo que él lo había hecho antes, lo que lo hizo a la vez revivir en forma patente su propia experiencia, y durante unos momentos no supo si estaba ahí, a punto de emerger, o allá abajo, con su extremidad sujeta por la demoníaca mordida, muriendo lentamente entre estertores de asfixia. Finalmente alcanzó la superficie, se quitó la boquilla e infló los pulmones con el aire de la tarde, que ya estaba pronta a culminar. Retiró la mascarilla hacia arriba, dejándola sujeta sobre su frente, y miró el cielo rojo del poniente, tan ígneo como no recordaba haberlo visto antes.
353
Gabriel Cebrián XXIII
Se quitó las aletas de los pies, esta vez sin el menor cuidado y arrancando el vendaje que esa misma mañana el Doctor le había colocado. Iba comenzando a izarse por la escalerilla cuando Magdalena y Haydée se acercaron alarmadas, tanto y tan prematuramente como para avivar aún más la hoguera de su desconfianza. Ni bien puso pie en cubierta, y ante el interrogatorio respecto de dónde estaba Sanjuán, que las mostraba por primera vez unidas en consigna y perocupación, respondió con tono dramático: -Quédense observando la superficie en torno al velero, tal vez lleguen hasta aquí los borbotones de su sangre. -¿Acaso un tiburón...? -Insinuó angustiada la morena. -No se hagan las estúpidas –Respondió cortante y amenazador, y luego añadió: Entonces vi que emergía del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos. -¿Quieres dejarte de sandeces y decirnos qué fue lo que pasó allí debajo? -Soy yo el que exijo explicaciones, y de ambas –opuso, mientras se dirigía al interior de la nave a cambiar su atuendo. Lo siguieron, formulándole a un tiempo las mismas preguntas, que a no ser por su obviedad hubiesen resultado confusas en la simultaneidad de su verbalización. Él las ignoraba, tanto en su falta de respuesta como en su actitud, ya que sin tener en cuenta en lo más mínimo su presencia, se qui354
Los fuegos de San Juan tó el traje de neopreno y exhibió su desnudez completa, lo que si bien no era nuevo para la joven, sí lo era para la negra, que no pareció tomar en cuenta semejante detalle en medio de una crisis estructural como la que al menos en lo aparente quería manifestarse alcanzada. Se vistió, observó la herida del pie ya casi totalmente curada y omitió el vendaje, se colocó un par de medias de lana y las zapatillas, tomó su abrigo y volvió a salir a cubierta, con las vociferantes mujeres tras de sí. A pesar de la cháchara, que era ignorada de plano, Gaspar pensaba concentrado en el curso que habían tomado los acontecimientos a partir de la absoluta reiteración de lo que creyó, o alucinó, le había ocurrido a él mismo y lo que al parecer acababa de ocurrir, en su plena corporalidad material, a su desgraciado patrón. De algún modo las mujeres aquellas los habían conducido a ambos al abismo. No podía ni quería plantearse otra posibilidad, como podía ser por ejemplo que el complot fuera más abarcativo y sutil, y que el monstruo bíblico y el humano estuvieran allí bajo esas aguas riéndose y aguardando el desarrollo del siguiente acto, probablemente a cargo de la bruja blanca y la hechicera negra. -Hablas cuando no debes y callas cuando es imprescindible que no lo hagas –oyó que lo increpaba Magdalena, y la detuvo con un gesto fiero, para manifestar a su vez: -Cállate, perra; resulta que ahora te preocupas por la persona que más odiabas en el mundo, la que te había condenado por toda la eternidad a una prisión sin 355
Gabriel Cebrián barrotes peor aún que cualquier otra imaginable; ahora, tan luego, derramas lágrimas por quien decías que era tu peor enemigo, del que yo debía libraros a todos vosotros –aquí se sorprendió por el giro purista que había adoptado su locuela, mas no era momento para análisis de ese tipo, así que continuó: ¿Adónde está ahora tu gemela, esa contraparte necesaria para que esta nefanda hechicera se valga de vuestra conjunción para perpetrar sus excecrables conjuros vudú? -Has caído en su poder, ya no hay nada que alguien pueda hacer por ti –dijo conturbada, y por toda respuesta, la joven. Haydée en tanto arrojaba torrentes de lágrimas, en silencio. -¿Caí en poder de quién? ¿De un pobre sujeto que acaba de ahogarse? ¿O de dos o quizá tres mujeres dementes que envenenan la sangre de sus víctimas para luego sacrificarlas? ¿No eran acaso esta africana, antillana o lo que sea, y el demonio blanco que decía ser tu padre, quienes nos estaban atrapando y condenando a una pseudoexistencia por los siglos de los siglos? ¿Ahora las dos están desesperadas por saber lo que le ocurrió bajo las aguas? -Sigues siendo el mismo imbécil –Dijo Magdalena, ahora asumiendo directamente la confrontación, y agregó: -Nadie saldrá vivo de este barco. -Eso es lo que tú crees -le respondió Gaspar, y se dispuso a llevar el ancla. La noche ya había caído y una leve brisa les llegaba desde mar adentro.
356
Los fuegos de San Juan -¿Conoces acaso el arte de navegar a vela? –Le preguntó Haydée, entrecortada la frase por los incontenibles sollozos. -Lo intentaré –dijo Gaspar. -El viento nos favorece, solamente habrá que colocar el velamen para que nos lleve hacia la costa. -¿Hacia la costa? ¿Aquí? Eso es una locura. No haremos ni doscientos metros antes de encallar. -Bueno, me acercaré todo lo que pueda, me enfundaré en mi traje térmico y nadaré hasta la playa. Los planes más simples suelen ser los más efectivos, ésa es una máxima que en el ajetreo de estos últimos tiempos parece que he estado a punto de olvidar. -¿Y qué hay de nosotras? –Preguntó Magdalena. -Hablen con su jefe Lucifer. Seguro que se las ingeniará para echarles una mano. -Eres un bastardo. Un cobarde y estúpido bastardo. -Déjalo, a poco crees que la Bestia que él mismo mencionó lo dejará llegar a la playa... Gaspar se detuvo en la acción que estaba ejecutando, miró a Haydée con aires de locura en su expresión y le dijo: -Veo que finalmente han decidido jugar con los naipes dados vuelta. -Estúpido estúpido estúpido estúpido –dijo Annie a sus espaldas, y otra vez consiguió sobresaltarlo. -Ah, aquí estás, pequeña zorra. Ya me parecía que estabas demorando demasiado. -Siempre estuve aquí, estúpido. 357
Gabriel Cebrián -Qué bien. Permanece un rato más, para ver a tus hermanas blanca y negra hundirse en este maldito velero como tal vez tú lo hiciste hace doscientos años. -Eres tan estúpido que ni siquiera adviertes, hasta ahora, que tú también te hundiste aquí hace doscientos años, y ciento cincuenta, y cien, y cincuenta, y hace unos días nomás, solo que sin barco -cuando dijo esto último, las tres prorrumpieron en unas carcajadas que tuvieron resonancias tan siniestras como la propia frase, como el abrupto cambio producido en el ánimo de Magdalena y Haydée. -¿Qué cosa dices? -Estúpido estúpido estúpido estúpido... -Deja de decirme estúpido, pequeña basura. -Estoy invocando a la niebla, estúpido –Dicho lo cual, y como si se hubiera tratado de un conjuro, Gaspar se encontró cegado por una cerrazón absoluta y repentina. -Veamos ahora qué tan macho eres –dijo la niña, y las mujeres seguían festejando alborozadas sus dichos. Oyó entonces un lejano retumbar que se acercaba, y a poco unas luces flasheantes le indicaban que una borrasca estaba a punto de alcanzarlos. La Noche de Sanjuán amenazaba con repetir todas y cada una de las características que habían dado lugar a la leyenda. –Hora de jugar al gallito ciego, otra vez – prosiguió Annie, y un violento chicotazo en los ojos le hizo abandonar las ya escasas esperanzas que aún lo asistían de salir alguna vez de aquella niebla. El lacerante dolor lo arrojó de rodillas sobre la cubierta, 358
Los fuegos de San Juan y poca resistencia opuso cuando sintió que unas cuerdas lo rodeaban y lo aseguraban a lo que supuso sería el mástil de la embarcación. Una vez que estuvo firmemente sujeto, la pequeña, que parecía llevar la voz cantante, anunció que el antiguo San Juan ya tenía un nuevo y joven cuerpo del cual valerse, y que el bisoño Gaspar Rincón había ingresado, por fin y por completo, en el limbo que desde siempre le había estado predestinado. -Hay que decir que mucho trabajo no dio –Dijo Magdalena. -Tampoco desmerezcas el poder de persuasión de mis pócimas –observó Haydée. -Rápido –dijo una voz masculina, que Gaspar no atinó a reconocer, -encendamos la hoguera, que la tormenta no tarda en alcanzarnos. Y a continuación Gaspar adivinó, desde la niebla que ahora no podía asegurar a ciencia cierta que estuviera fuera de sus vacías órbitas oculares, que un unmeroso grupo de personas se afanaba en la consigna. Desde muy cerca, y con voz apenas audible, Annie le decía que no esperara una reiteración puntillosa de cuanto le había relatado su padre, o sea, aclaró, lo que de algún modo se había relatado a sí mismo días antes en la playa, porque ellos eran los Eternos Caminantes del Nuevo Orden, ése que jamás se verá entorpecido por bizantinos y estériles galimatías circulares. La tormenta ya arreciaba y sacudía a la embarcación, a estas alturas ocioso hubiese sido saber si se trataba 359
Gabriel Cebrián del viejo galeón o del moderno velero; la hoguera había sido encendida, firmes y determinadas manos habían aflojado sus ligaduras y estaban a punto de arrojarlo, una vez más, al tormento del fuego, cuando ocurrió lo previsible: el violento golpe de quilla contra el fondo rocoso, el desparramo subsiguiente de cuerpos y fuegos, y la niebla. Niebla de sentidos, niebla de significados, niebla de conciencia, cada vez más espesa, cada vez más límbica, cada vez más parecida a la muerte; la que sin embargo, todo indicaba que no iba a llegar nunca.
XXIV
Marta Toledo, recién egresada de la Facultad de Ciencias de la Comunicación Social, estaba tomando una copa en un bar frente a la playa, casi a medianoche. En eso vio venir desde la costa un hermoso joven rubio, en ajustado short que resaltaba ostensiblemente sus atributos físicos, mojado como si recién hubiese salido del mar, aunque la temperatura y el viento no hacían muy apto que digamos el clima para tal actividad. Caminaba al acaso cuando la vio. Inesperadamente, se dirigió a ella y le pidió que le invitara una copa. ¿Cuál es tu nombre?, le preguntó ni bien indicó al mozo que alcance un trago más. Él se presentó como Gaspar. Marta hizo un comentario acerca de lo valiente que había que ser para entrar al mar en esas condiciones, y él le respondió, enigmáti360
Los fuegos de San Juan camente: Oh, pero yo no he entrado al mar. He salido de él. Le pareció gracioso, de modo que le preguntó si acaso era Poseidón. Algo así, sí, puedes creerlo, respondió, mientras tomaba la copa que le alcanzaba el mozo. A continuación, se había mostrado interesado por saber qué hacía Marta, y cuando se enteró que era una Licenciada en Periodismo desocupada, tomó una servilleta y pidió una lapicera al mozo. Anotó un E-mail, que resultó ser el del Doctor Hilario Sanjuán, y le sugirió que se comunicara allí y planteara su situación. Intrigada, dio voz a algunos interrogantes. Como gozando de los aires de misterio que parecían ser atributo esencial de su personalidad, Gaspar apuró la copa y comenzó a retirarse. Marta, sintiendo que la beldad aquella se le escapaba, preguntó finalmente si podían volver a verse. Él le respondió que con toda seguridad lo harían, si era que se comunicaba al correo electrónico que acababa de darle. De más está decir que ésta, más que ninguna otra, fue la causa que la llevó finalmente a escribir.
361