1.- ¿Qué es la tentación? La palabra tentación, viene del latín temptatio, “estimulo que induce al deseo de algo”. Se trata por lo tanto de una seducción, atracción o deseo profundo, por hacer o poseer algo. Se trata en el fondo de algo que realmente “queremos hacer” consciente o inconscientemente. Las tentaciones no son iguales en todos los seres humanos ya que están en función de la estructura –llamémosle antropológica– de cada uno(a) de nosotros. Por ejemplo, alguien puede tener la tentación de beber alcohol hasta emborracharse y para otro, controlar su bebida, no causa ningún problema; sin embargo, para ésta última persona lo que realmente le atrae es una sexualidad descontrolada. Ahora bien ¿por qué siendo tan fuertes –y deseadas por nosotros mismos– tenemos que rechazarlas? Por la razón de que las tentaciones surgen de un “yo egoísta” que todavía no ha aprendido a ser responsable ni de él/ella mismo ni de los demás. Viéndolo bien una tentación no es un asunto únicamente mío, sino que también están involucrados los demás. Ya que por querer satisfacer mí propia tentación también puedo hacer que caigan mis hermanos. Vencer una tentación es dar testimonio de un “yo responsable” que ha sabido crecer y pasar del egoísmo a la responsabilidad, lo que en términos religiosos también se dice santidad. La tentación es la incitación, la invitación al pecado. Esta puede provenir de cualquiera de nuestros tres enemigos espirituales: el mundo, el demonio o la carne. “Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen” (Sant 1:14). Hay que aclarar que no es pecado sentir la tentación sino únicamente consentirla, o sea, aceptarla y complacerse voluntariamente en ella. El pecado es el consentimiento de la tentación. Así que no es lo mismo ser tentado que pecar. Todo pecado va precedido de una tentación, pero no toda tentación termina en pecado. Una cosa hay que tener bien clara: disponemos de toda la ayuda necesaria de parte de Dios para vencer cada una de las tentaciones que el demonio nos presente a lo largo de nuestra vida. Nadie, en ningún momento de su vida, es tentado por encima de sus fuerzas. “Dios que es fiel no permitirá que seais tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, les dará al mismo tiempo que la tentación, los medios para resistir” (1 Cor 10:13). Las tentaciones son pruebas que Dios permite para darnos la oportunidad de aumentar los méritos que vamos acumulando para nuestra salvación (cfr. 2 Tim 4:7). El poder que tiene el demonio sobre los seres humanos a través de la tentación es limitado; por lo que con Cristo no tenemos nada que temer. Nada ni nadie puede hacernos mal si nosotros mismos no lo permitimos. Las tentaciones sirven para que los seres humanos tengamos la posibilidad de optar libremente por Dios o por el demonio. También sirven para no ensoberbecernos creyéndonos autosuficientes y sin necesidad de Cristo Redentor. a.- ¿Qué hacer ante las tentaciones? Primero de todo hemos de tener en cuenta que no podemos ponernos en ocasión de pecado si no hay una razón grave que lo justifique. ¿Qué hacer ante la tentación? Despachar la tentación de inmediato. “No nos dejes caer en tentación”, nos enseñó Jesús a orar en el Padrenuestro. La oración impide que el demonio tome más fuerza y termina por despacharlo. Sabemos que tenemos todas las gracias para ganar la batalla, porque “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rom 8:31).
La oración y el sacrificio son los principales medios en la lucha contra las tentaciones y la mejor forma de vigilar. “Vigilad y orad para no caer en tentación” (Mt 26:41). “Hay demonios que no se echan, sino con la oración y el ayuno” (Mt 17:21).
Ante las tentaciones, lo primero que hemos de tener es plena confianza en Dios, quien a través de San Pablo nos dice: “nadie es tentado por encima de las fuerzas que Dios nos da” (1 Cor 10:13). Junto con cada prueba, Dios tiene dispuesto gracias especiales suficientes para vencer. No importa cuán fuerte sea la tentación, no importa la insistencia, no importa la gravedad. En todas las pruebas está Dios con sus gracias para vencer con nosotros al Maligno. Otro elemento necesario para estar preparados para las tentaciones es la vigilancia y la oración. Bien nos dijo el Señor: “Vigilad y orad para no caer en la tentación” (Mt 26: 41). Vigilar consiste en alejarnos de las ocasiones que nos pueden llevar a pecar. Ahora bien esta lucha no es contra fuerzas humanas, sino contra fuerzas sobre-humanas, como bien nos describe San Pablo (Ef 6: 11-18), por eso hay que armarse con armas espirituales: confesión y comunión frecuentes, oración, intensa vida de piedad, profundo espíritu de sacrificio, control de nuestra imaginación… Una de las gracias a pedir en la oración es la de poder identificar la tentación antes de que nuestra alma vacile y caiga. Por ejemplo, la gracia de poder reconocer de inmediato: “¡Qué bien lo haces! ¡Qué competente eres!”,puede insinuarnos sutilmente el demonio. Pero en realidad, el demonio está buscando engañarnos para que creamos que somos capaces de hacer las cosas por nosotros mismos sin tener que recurrir a Dios. Como decía San Pablo: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza. Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo”. (2 Cor 12: 9). A veces la tentación no desaparece enseguida de haberla rechazado y el demonio vuelve a atacar con más insistencia. No hay que desanimarse por esto. Esa insistencia diabólica pudiera ser una demostración de que el alma no ha sucumbido ante la tentación. Ante los ataques más fuertes, hay que redoblar la oración y la vigilancia, evitando angustiarse. Esta lucha, permitida por Dios, fortalece al alma. Si rechaza la tentación una y otra vez, el demonio terminará por alejarse, aunque no para siempre, pues buscará otro motivo y otro momento más oportuno para volver a tentar:“Y terminada toda tentación, el diablo se apartó de él hasta el momento oportuno”. (Lc. 4:13). Si se trata de tentaciones muy fuertes y repetidas, puede ser útil hablar de esto con un buen guía espiritual. El demonio, puesto en evidencia, usualmente retrocede. Adicionalmente, ese acto de humildad de la persona suele ser recompensado por el Señor con nuevas gracias para fortalecernos ante los ataques del demonio. Y después de la tentación ¿qué? Si hemos vencido, atribuir el triunfo a quien lo tiene: Dios, que no nos deja caer en la tentación. Agradecerle y pedirle su auxilio para futuras tentaciones. Si hemos caído, saber que Dios nos perdona cuántas veces hayamos pecado y, arrepentidos y con deseo de no pecar más, volvamos a Él a través de la Confesión sacramental.
Aparte de esta actitud de continua confianza en Dios y de vigilancia en oración, hay conductas prácticas convenientes a tener en cuenta ante las tentaciones y que examinamos ahora. b.- El proceso de la tentación
Cuando Jesús fue tentado en el desierto, despachó de inmediato al demonio. No entró en un diálogo con el enemigo, sino que le respondió con decisión y convencimiento. En cambio, Eva, cuando fue
tentada en el Paraíso vemos que el demonio se acercó y le dijo a Eva: “¿Así que Dios les ha dicho que no comáis de ninguno de los árboles del jardín?”. Y la mujer, en vez de descartar a su interlocutor, comenzó un diálogo: “Podemos comer de los frutos de los árboles del jardín, menos del fruto del árbol que está en medio del jardín, pues Dios nos ha dicho: No coman de él ni lo toquen siquiera, porque si lo hacen morirán”. Con este diálogo la mujer se expuso a un tremendo peligro. El demonio, astutísimo como es y, además, inventor de la mentira, podía hacerla sucumbir. De hecho, sabemos lo que sucedió: ya entablado el diálogo, y debilitado el entendimiento de la mujer, “La serpiente dijo a la mujer. -No moriréis en modo alguno; es que Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal”.(Gen 3: 4-5).
Puede el demonio también ofrecer una felicidad oculta detrás del pecado, insinuando además que nada malo nos sucederá; que además podemos arrepentirnos y que Dios es misericordioso.
A estas alturas de la tentación, todavía está el alma en capacidad de detenerse, pues la voluntad aún no ha consentido, pero si no corta enseguida, las fuerzas se irán debilitando y la tentación irá tomando más fuerza.
Luego viene el momento de la vacilación: “La mujer se fijó en que el árbol era bueno para comer, atractivo a la vista y que aquel árbol era apetecible para alcanzar sabiduría” (Gen 3:6a). Sobreponerse aquí es muy difícil, pero no imposible. Sin embargo, el alma ya está muy debilitada ante el panorama tan atractivo que le ha sido presentado. “…tomó de su fruto, comió, y a su vez dio a su marido que también comió”(Gen 3:6b). Ya el alma sucumbió, dando su consentimiento voluntario al pecado. Y lo que es peor: hizo caer a otro. Cometió un pecado doble: el suyo y el de escándalo, haciendo que otro pecara.
Luego viene el momento de la desilusión: ¿dónde está el maravilloso panorama sugerido por el enemigo?: “Entonces se les abrieron los ojos y conocieron que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron” (Gen 3:7).El alma se da cuenta que se ha quedado desnuda ante Dios y de que ha perdido la gracia (Dios ya no habita en ella). El remordimiento sigue a la desilusión. Y ante este llamado de la conciencia, puede uno esconderse, rechazando la voz de Dios o puede el alma arrepentirse y pedir perdón a Dios en el Sacramento de la Confesión: “Y cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, el hombre y su mujer se ocultaron de la presencia del Señor Dios entre los árboles del jardín” (Gen 3:8).
2.- Los enemigos del alma La búsqueda de la santidad es el quehacer de todo cristiano en esta vida. Contamos con la gracia de Dios para lograr este objetivo. Pero no es fácil. Hay que luchar, porque estamos rodeados de tres grandes enemigos: el mundo, el demonio y la carne.
a.- El mundo El “mundo”, como enemigo y tentador, se refiere al mundo malo que provoca el pecado. Son todos los falsos poderes que subyugan al hombre y que le apartan de Dios. Es una especie de atmósfera de mal, creada por los pecados del hombre y las instancias del diablo. San Pablo les advierte a los cristianos de Éfeso para que no vivan “según el modo secular de este mundo, bajo el príncipe de las potestades aéreas, bajo el espíritu que actúa en los hijos rebeldes” (Ef 2:2). Existen “unos poderes de este mundo” (Col 2:15), que tratan de dominar al hombre (Ef 6:12), que en su día serán destruidos por Cristo (1 Cor 15:24); pero, mientras tanto, “vivimos en servidumbre, bajo los elementos del mundo” (Gál 4:3). Por eso, el cristiano ha de estar precavido y no dejarse engañar con filosofías y vanas falacias, fundadas en tradiciones humanas, en los elementos del mundo y no en Cristo” (Col 2:8). San Pablo contrapone vivir según Cristo a vivir según el mundo: “pues, si con Cristo estáis muertos a los elementos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os dejáis imponer sus ordenanzas?” (Col 2:20). El mundo entra en las familias cristianas y las seduce y aleja de Dios. Nos seduce con sus valores que se oponen al Evangelio: alaba a los ricos, a los fuertes y aun a los violentos y ambiciosos; predica en voz alta el amor al placer sin medida; nos seduce con la ostentación de vanidades y placeres; se hace atractivo el vicio bajo el aspecto de diversiones, espectáculos, etc.; nos aleja de Dios al ver esa apariencia de felicidad y de buena vida. “Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia.” (Jn 15: 18-19). Cuando el mundo no puede seducirnos, intenta atemorizarnos, unas veces por medio de una verdadera persecución organizada contra los creyentes; otras, por amenazas induciendo a los cristianos a no cumplir con sus obligaciones. Es fácil sucumbir a la seducción del mundo ya que el mundo tiene un importante aliado en nuestro propio corazón: la concupiscencia. “Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo” (Jn 16:33). Para vencer la seducción del mundo hay que ver el mundo a la luz de la fe. Siendo el mundo contrario y enemigo de Jesucristo, tenemos que ir contra sus criterios. No podemos servir a dos señores y nuestra opción debe ser siempre Cristo (cfr. Mt 6:24). b.- El demonio El demonio incitó a nuestros primeros padres al pecado y salió triunfante. Desde entonces, no ha dejado de tentar a los hombres. Como dice el Apocalipsis: “El dragón se irritó contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, a los que guardan los mandamientos de Dios y son fieles testigos de Jesucristo” (Ap 12:17).
En el origen del primer pecado, la serpiente es la insinuadora de la desobediencia de Eva (Gen 3: 114). Desde entonces, el término hebreo “Satán” se convierte en “el enemigo” del hombre, así lo nombra San Pedro (1 Ped 5:8). Se le denomina también “diablo” o “calumniador”, pues “no se mantuvo en la verdad, porque la verdad no estaba en él” (Jn 6:44). Por eso, San Pablo recomienda la lucha contra él: “para que podáis resistir las insidias del diablo” (Ef 6:11). Y el apóstol Santiago escribe: “Someteos a Dios y resistid al diablo” (Sant 4:7). El demonio está dotado de un poder seductor capaz de seducir al mundo entero; “extravía a toda la redondez de la tierra” (Ap 12:9). Su actividad es continua “de día y de noche” (Ap 12: 7-10). Por eso no cesa de atacar a los hombres (Ef 2:2), así “entró Satanás en Judas” (Jn 13:27). De aquí que los cristianos deban procurar no “caer en sus redes” (1 Tim 3:7), puesto que él tratará en todo momento de “someterles a su voluntad” (2 Tim 2:26). El demonio no puede obrar sobre nuestras facultades superiores que son el entendimiento y la voluntad, las cuales Dios reservó para sí como santuario suyo. Sólo Dios puede entrar hasta el fondo de nuestra alma y mover los resortes de nuestra voluntad sin hacernos violencia. Pero el demonio puede obrar directamente sobre el cuerpo, sobre los sentidos externos e internos, en especial sobre la memoria y la imaginación, así como sobre las pasiones; y de esta manera obra indirectamente sobre la voluntad, cuyo consentimiento solicita. Sin embargo, como advierte santo Tomás: “Siempre queda la voluntad libre para consentir o rechazar los movimientos de la pasión”. Aunque el poder del demonio se extiende a las facultades sensibles y al cuerpo, se halla limitado por Dios; así pues quien confía humildemente en Él, puede estar seguro de la victoria, pues nadie es tentado más allá de sus fuerzas. Cuatro son los principales remedios contra el demonio: oración constante, humilde y confiada, la vida sacramental, el sacrificio y el desprecio al demonio. c.- La carne o concupiscencia Dentro de este apartado hemos de contemplar: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. San Pablo escribe que el pecado habita en el interior del hombre: “Entonces ya no soy yo quien obra esto, sino el pecado que habita en mí, pues yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena, porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero, si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí” (Rom 7: 17-20). La concupiscencia esclaviza (Tit 3: 3), se opone al cumplimiento de la voluntad de Dios (1 Ped 4:2), inclina a la avaricia (1 Tim 6:9). La concupiscencia tiene relación con las pasiones (Ef 2, 3-4), que son distintas y propias en cada persona (San 114). El demonio se alía con la propia concupiscencia: sólo así se explica su persistencia y perversidad (2 Ped 3:3); ella es la fuente de todas esas perversidades que salen del corazón (Mt 15:19). Por eso, se le llama “concupiscencia del corazón” (Rom 1:24), y, dado que está tan unida a las pasiones, se la denomina también “concupiscencia de la carne” (Gál 5:16; 1 Ped 2:1l).
La concupiscencia de la carne es el amor desordenado de los placeres de los sentidos. El placer no es malo de suyo. Dios permite el placer ordenándole a un fin superior que es el bien honesto. Junta el placer con ciertos actos buenos, para que se nos hagan más fáciles y para atraernos así al cumplimiento de nuestros deberes. Gustar del placer con moderación y ordenándole a su fin propio, que es el bien moral y sobrenatural, no es un mal, sino un acto bueno; porque tiende a un fin bueno que, en última instancia es Dios mismo. Pero si deseamos el placer independientemente del fin que lo hace lícito, se convierte en un mal. Si obramos sólo por placer, fácilmente caeremos en el desorden. Para tener controlada la concupiscencia de la carne es necesario mortificar los sentidos. Los que son de Cristo, tienen crucificada su propia carne con los vicios y pasiones (cfr. Gal 5:24). Debemos atar y dominar interiormente todos los deseos impuros y desordenados que sentimos en nosotros. Cuidar nuestros sentidos externos que nos ponen en relación con las cosas de fuera y pueden en un momento incitarnos al mal. La concupiscencia de los ojos comprende la curiosidad malsana y el amor desordenado de los bienes de la tierra. La primera comprende el deseo inmoderado de ver, oír, saber lo que pasa en el mundo, no para sacar provecho espiritual, sino por una frivolidad. El segundo aspecto es el amor desordenado por el dinero; hacemos de los bienes terrenales un fin y no un medio. Para combatir esa curiosidad malsana debemos tener presente que las cosas perecederas que tanto nos llaman la atención no lo merecen, por ser nosotros inmortales. Este mundo va a pasar y sólo una cosa permanece. Nosotros somos administradores de los bienes temporales y tendremos que dar cuenta del uso que hicimos de ellos (cfr. Lc 16:2). Nos deben interesar los acontecimientos terrenos, pero sólo en tanto este conocimiento pueda ser puesto al servicio de Dios. Lo terreno es un medio para llegar a Dios y no un fin en sí mismo. Como nos dice Jesucristo en el sermón de la montaña: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Hemos de despegar nuestro corazón de los bienes terrenales para elevarlo a Dios. La soberbia de la vida. Por ella, el hombre se deja llevar por el exceso de amor propio y se considera dios de sí mismo; olvida que Dios es su principio y su último fin; hace un excesivo aprecio de sí mismo, y ve sus cualidades como si fueran suyas en lugar de referirlas a su Creador. Cae en un afán de independencia que le impulsa a sustraerse de la voluntad de Dios. El egoísmo lo mueve a trabajar sólo para sí. A la soberbia se junta la vanidad, por la que procuramos desordenadamente la estimación de los demás, su aprobación y sus alabanzas. Nace la envidia que se deriva en jactancia, inclinación a hablar de sí mismo y de los méritos propios. Para superar esta soberbia, debemos referir todo a Dios, reconociéndolo autor de todo bien y que por ser principio de nuestros actos, debe ser su último bien. Como dice san Pablo: “¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4:7).
Nos sirve para la ocasión la historia del viejo Cherokee en diálogo con su nieto: Una mañana un viejo Cherokee le contó a su nieto acerca de una batalla que ocurre en el interior de las personas. Él dijo,
"Hijo mío, la batalla es entre dos lobos dentro de todos nosotros. Uno es malvado: es ira, envidia, celos, tristeza, pesar, avaricia, arrogancia, autocompasión, culpa, resentimiento, inferioridad, mentiras, falso orgullo, superioridad y ego. El otro es bueno: es alegría, paz amor, esperanza, serenidad, humildad, bondad, benevolencia, empatía, generosidad, verdad, compasión y fe." El nieto lo meditó por un minuto y luego preguntó a su abuelo: "¿Qué lobo gana?" El viejo Cherokee respondió: "Aquél al que tú alimentas."